Una política de empleo: presentación general e interpretaciones posibles
En Argentina, el Programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo (en adelante, PJMYMT), dependiente del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación (en adelante, MTESS), forma parte de las políticas activas de empleo comprendidas en el Plan Nacional Más y Mejor Trabajo. Está dirigido a jóvenes de 18 a 24 años que no hayan terminado sus estudios secundarios y que no se encuentren insertos en un empleo registrado. Ofrece servicios de Terminalidad educativa, Formación profesional, Entrenamientos laborales, apoyo a Microemprendimientos y autoempleo, y Orientación al mundo del trabajo. Su objetivo es la mejora de la empleabilidad de sus beneficiarios, en torno a lo que desarrolla acciones para una mejor inserción en el mercado laboral. Este programa se aplica a través de la Red de Oficinas de Empleo, formada a partir de convenios entre el Estado nacional y los Estados municipales. Así, además de los funcionarios ministeriales dispuestos a tal fin, la cotidianeidad del programa se sostiene con equipos técnicos contratados por las municipalidades, en general, en condiciones de precariedad laboral (contratación por “locación de servicios” o “locación de obra”). Muchos de ellos son profesionales de las ciencias sociales (trabajadores sociales, psicólogos, sociólogos, politólogos, comunicadores, etcétera).
Sintéticamente, como hemos desarrollado en otro lugar (Gutiérrez, 2013), podemos decir que la política social argentina ha transitado por un proceso que va de la integración-universalización de derechos hacia la exclusión asistencializada de las políticas focalizadas, para luego intentar recuperar los rasgos fundamentales de la situación perdida.
En efecto, el trabajo había asumido un lugar central en la reproducción de la vida social y en su articulación con el desarrollo de la política social: fue la base y la condición de los derechos ciudadanos, en épocas de pleno empleo (Hintze, 2006). Pero, simultáneamente a un proceso de empobrecimiento iniciado a mediados de la década de 1970 y profundizado en las de 1980 y 1990, se fue avanzando por un camino de pérdida de derechos, respecto a la relativa universalidad precedente. Además, de la “crisis del Estado de Bienestar” y sus intentos de reforma, se pasó a la producción del llamado “Estado de Malestar” (Bustelo, 1993)1. Y en ese marco, se pasó de una intencionalidad universalista e igualitaria hacia un asistencialismo compensatorio, en relación con dos momentos diferentes de la década de 1990: en la primera mitad, las políticas focalizadas se orientaron a la atención de la pobreza (a grupos biológicamente vulnerables: tratamiento de la desnutrición, asistencia a madres y niños, etcétera); en la segunda mitad, los planes de empleo se presentaron para responder al acuciante problema de la desocupación, bajo distintas modalidades (subsidios directos a desocupados, sujetos a capacitación o contraprestación laboral, creación de empleo público temporal –pasantías– y subsidios a la creación de empleo en el sector privado) (Hintze, 2006).
La nueva política social surge en un contexto de relativo crecimiento económico2 y de fuerte recuperación de los índices de empleo3, marco en el que se realiza un viraje en la intervención estatal en el mundo del trabajo: de la asistencia al desocupado a la activación del inempleable4. Ello involucra toda una transformación de la institucionalidad de la política de empleo, así como de la producción de conocimiento que requiere, de los mecanismos que aplica, de las acciones que emprende, etcétera.
Este nuevo diagnóstico implicó, en muchos sentidos, un fuerte acento de la intervención puesto en la modificación y el encauzamiento de conductas y hábitos para el mundo del trabajo, con lo cual los mecanismos y las relaciones que se traman en esta política pueden pensarse productivamente a partir de la noción foucaultiana de “dispositivo”.
Ahora bien, una serie de situaciones que encontramos en el proceso del trabajo de campo desarrollado en la ciudad de Córdoba5 (Argentina) parecen no encajar en las interpretaciones habilitadas por esta herramienta teórica. Muchas de ellas tienen que ver con la posición social de estos beneficiarios –que la discursividad del programa define como “jóvenes vulnerables” y que aquí nombraremos como jóvenes de sectores populares6–, y en ese contexto requieren ser interpretadas.
Apelando a algunos desarrollos teóricos de Foucault, mostraremos en primer lugar parte de los mecanismos por medio de los cuales el PJMYMT se construye como un dispositivo de poder. Luego recuperaremos ciertas discusiones teóricas en torno a los modelos de persona en la cultura de los sectores populares, para cuestionar los presupuestos epistemológicos de esta política de empleo que generan tensión con su puesta en práctica y su interacción con los beneficiarios y su vida. A partir de esto, emprenderemos algunas exploraciones teóricas acerca de la forma de interpretar estos “desarreglos”, recurriendo a otras categorías conceptuales: especialmente, a las de “capital social” e “instrumentos de reproducción”, en el marco de las estrategias familiares de reproducción.
Por último, reconstruiremos una trayectoria significativa para mostrar estas tensiones y proponer una mirada crítica de este tipo de políticas públicas, intentando recuperar las modalidades prácticas de clasificación, distinción y validación de los ámbitos y las acciones en el mundo del trabajo de los sectores populares7.
El material analizado aquí proviene de diversos momentos y técnicas de producción de datos. Algunas de las reconstrucciones situacionales son producto del registro etnográfico de distintas instancias del programa en una oficina de empleo ubicada en un barrio popular de la ciudad de Córdoba, en 2014. Por otra parte, se llevaron a cabo entrevistas en profundidad con beneficiarios y agentes del equipo técnico del programa durante 2012 y 2013. Finalmente, se realizó un análisis documental para diferentes tipos de materiales, documentos de trabajo y difusión, manuales de formación y resúmenes ejecutivos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación (MTESS) referentes a esta temática.
La política como dispositivo
La noción “dispositivo” permite desnaturalizar dos supuestos problemáticos: primero, que la política llega para solucionar un problema efectivo (es decir, una problemática real); y segundo, que viene a actuar sobre un colectivo (población), también existente previamente en la realidad. En efecto, Foucault (2006: 57) habilita entender dicha noción como un conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, disposiciones espaciales, reglamentos, leyes, medidas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas y morales, etcétera. Fundamentalmente, es la red tendida entre los elementos, que se constituye como una formación con una función estratégica dominante (Agamben, 2011: 250). En el marco de su analítica del poder, las políticas públicas de empleo pueden ser reconstruidas desde la perspectiva de tecnologías de poder disciplinarias y biopolíticas más amplias, que involucran racionalidades estatales o “gubernamentalidades” históricamente configuradas (Foucault, 2007: 17). En este sentido, los dispositivos, incluidas técnicas de poder más particulares, reenvían a momentos o lógicas “universales” que articulan y disponen los distintos mecanismos, políticas y programas –“hegemónicamente”– (Foucault, 2006: 23).
Siguiendo esta línea, nos interesa señalar dos dimensiones o implicancias de la noción “dispositivo”. La primera, que el dispositivo involucra una “curva de enunciación” o “régimen de luz”: la capacidad de hacer aparecer un objeto, produciéndolo (Foucault, 2007: 37), a partir de necesidades estatales de saberes e informaciones precisas sobre las poblaciones. Esto emerge con claridad en el caso del PJMYMT: se inserta en toda una serie de documentos8, planes, investigaciones y programas de organismos nacionales e internacionales, que a la vez diagnostican, producen e instalan la problemática de los jóvenes “ni-ni” (que “ni” estudian “ni” trabajan), como una población vulnerable y potencialmente peligrosa (disponible para los mecanismos de “exclusión”, los “vicios” y la “delincuencia”)9.
La segunda dimensión muestra que estas prácticas o actividades de gobierno sostenidas y rearticuladas por tecnologías de poder más amplias constituyen a su vez procesos o prácticas de subjetivación (Shore, 2010) o procesos de individuación (Deleuze, 1990). El dispositivo, entonces, es también “[…] todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” (Agamben, 2011: 257).
Identificamos así, en el PJMYMT, una voluntad de fundar conductas, hábitos y prácticas, valores y actitudes, lógicas de acción, criterios de distinción, necesarios para una (“mejor”) inserción en el mercado de trabajo. Todo un circuito de reinserción institucional, de prácticas reglamentadas, de pautas, normas, registros, controles, asistencias, charlas, seguimientos, construcción de perfiles, selecciones, etcétera, que pretende trabajar no sólo a nivel de las competencias técnicas para la producción, sino fundamentalmente en la dimensión de las disposiciones y competencias comunicativas e interactivas para el mundo del trabajo.
Pero también podemos identificar una voluntad de fundar y construir individuos como sujetos de la vida laboral. Respecto de la tecnología disciplinaria, Foucault sostiene que es un “[…] modo de individualización de las multiplicidades y no algo que, a partir de los individuos trabajados individualmente en primer lugar a título individual, construye una especie de edificio con numerosos elementos” (Foucault, 2006: 28).
Ya Deleuze comienza a señalar una suerte de proceso histórico de crisis de las disciplinas, en lo que llama el paso a las “sociedades de control” (Deleuze, 1996): instancias y dispositivos más abiertos, difusos, permanentes, difuminados, capilares, descentrados. Lo que pretendemos plantear aquí es, antes que un cambio en la racionalidad de poder o en la disposición de la tecnología política, algunas dudas o preguntas acerca de su efectividad. A pesar de su sofisticación teórica, la noción “dispositivo” queda muchas veces trabada en lógicas monolíticas, que reducen las posibilidades prácticas del binomio “efecto de poder”/“resistencia” (Foucault, 2006).
A partir de nuestro trabajo empírico y del diálogo con desarrollos teóricos centrados en los modelos sociohistóricos de persona (Dias Duarte, 1994, 1998 y 2004; Semán, 2007), pretendemos mostrar que, 1) antes que producir un objeto de manera unidireccional, el dispositivo pone en juego supuestos epistemológicos –desde innumerables mediaciones institucionales10– que no necesariamente coinciden con las lógicas prácticas del campo en el que se aplica, generando los límites o condiciones dentro de los cuales las prácticas se irán desplegando y desarrollando, pero sin poder determinar acabadamente su direccionalidad u orientación; y 2) antes que pensar en procesos de individuación exitosos, deberíamos concebir lógicas de subjetivación en el marco de condiciones de individuación sociohistóricamente singulares, atravesadas por lógicas culturales diferenciadas según tradiciones y estructuras de clase particulares, por la coyuntura de sus relaciones de fuerza y por el uso de instrumentos de reproducción determinados.
El “Proyecto”
Como ya planteamos, el PJMYMT incluye una multiplicidad de servicios y prestaciones, entre los cuales se encuentra la Orientación e Inducción al mundo del trabajo. Este proceso, identificado por la sigla POI, constituye la única instancia “obligatoria” del programa, y es condición para la realización de cualquier otra actividad (Formación, Entrenamientos, Terminalidad Educativa, etcétera) y, por consiguiente, para el correspondiente cobro del estipendio monetario (que varía de acuerdo con cada servicio11).
El proceso se materializa a partir de cursos separados en cuatro módulos: Salud e Higiene Laboral, Derecho Laboral, Alfabetización Informática y Proyecto Formativo Ocupacional (PFO). Los contenidos de cada uno de ellos “bajan” desde el Ministerio y son dictados por docentes de instituciones contratadas con este fin particular12. Nos centraremos en la descripción de algunos contenidos y situaciones del módulo PFO para, a partir de allí, reconstruir algunas instancias problemáticas que pudimos detectar durante nuestro trabajo de campo, y luego plantear algunos problemas epistemológicos de la puesta en práctica de esta política pública.
En cierto modo, el PFO13 constituye un acompañamiento realizado por talleristas, con el objeto de que los jóvenes beneficiarios puedan desarrollar un “plan” que les permita “resolver” el problema de la “empleabilidad”. De acuerdo con el manual para el tallerista, este módulo, diseñado con una modalidad de Taller, comienza con una instancia de “autodiagnóstico” o “autoconocimiento de sí mismo”. Se trata de una etapa donde se espera que los jóvenes puedan, “reflexivamente”, llegar a responderse preguntas como ¿Quién soy? ¿Qué sé hacer? ¿Con qué recursos cuento? ¿Cuáles son mis saberes y habilidades? (Respecto a este punto, es muy importante enfatizar que siempre se tienen saberes y habilidades). ¿Cuál es el contexto donde vivo y dónde proyecto trabajar? (Scarincio et al., 2011). Esta instancia tiene una serie de funciones: por un lado, incorporar en el (auto) análisis de la situación de los jóvenes variables que podríamos llamar “estructurales”, como las de clase, género, cultura, etcétera. Además, presenta una marcada intención de “valorizar” y nominar de manera fundante un conjunto de saberes que, estando allí y habiendo sido aprendidos y puestos en juego, no son considerados (por los jóvenes, fundamentalmente) como conocimientos válidos para el mundo laboral14. Por último, y de manera central, se busca el reconocimiento de los propios “intereses”, “deseos”, “gustos”, un diagnóstico muchas veces entendido por los jóvenes cursantes como una “orientación vocacional” en donde ponen en juego, fundamentalmente, “qué es lo que quieren hacer”15.
La clave de intervención de esta instancia encuentra un fuerte asidero en la noción articuladora de “empleabilidad”, ya que sitúa su mirada no tanto en las dimensiones estructurales del mercado de trabajo de la localidad en la que se aplica el programa, sino más bien en las formas de conocer y analizar las posibilidades de cada joven en ese mercado. Por otro lado, se centra menos en su capacitación técnica (función que queda en la órbita del servicio de Formación Profesional), que en sus disposiciones, actitudes y hábitos hacia el trabajo.
En el cursado del PFO se toma asistencia de modo sistemático. Los talleristas comunican públicamente a los beneficiarios que esa asistencia será entregada a los tutores, quienes luego controlarán, cotejarán listas, porcentajes de faltas, etcétera, para otorgar la asignación monetaria de ese servicio (el cobro de “la beca”, como lo llaman los beneficiarios) exclusivamente a aquellos que cumplan con las condiciones establecidas para tal fin (un 80% de asistencia a los encuentros). En ocasiones se presentan problemas no sólo por las faltas (que en las mañanas invernales aumentan considerablemente), sino también por los horarios. Muchas veces, los jóvenes asisten al taller, aunque llegan treinta o cuarenta minutos o hasta una hora tarde, se retiran durante los recreos y ya no vuelven para finalizar la jornada, o avisan que deben retirarse antes de la finalización del horario por turnos o cuestiones “personales”, etcétera. Ante esto, la metodología consiste en convocar a los tutores16 del programa al espacio del aula y tener una charla conjunta en donde se explicita y hace hincapié en la importancia de la asistencia y de los horarios “acordados”. Se establece que en esas instancias los jóvenes están siendo “observados”, para luego construir lo que se denomina “perfiles” de cada beneficiario, información con base en la cual se seleccionarán los más “apropiados” para realizar cursos y entrenamientos. Se establecen ciertas analogías entre la dinámica que debe tomar la participación de los jóvenes en el PFO y la realidad cotidiana de un empleo cualquiera, en el cual “se debe” llegar en un horario fijo y donde sólo contadas y puntuales ocasiones son consideradas válidas como justificativo de ausencia.
Los contenidos de este módulo abarcan distintas aristas de la vida en el “mundo del trabajo”, que generan un diagnóstico de la situación laboral del contexto local de los beneficiarios, del que se desprende un correspondiente plan de acción de formación e inserción laborales. El proceso incorpora diversas dinámicas, entre las cuales aparecen como significativas la sistematización y racionalización de las búsquedas laborales a través de los clasificados de periódicos locales, así como la inscripción en portales de recursos humanos y consultoras vía internet. También se trabaja en el armado del currículum vitae, cartas de presentación, y se realizan simulacros de entrevistas laborales, brindando una serie de tips prácticos que incluyen desde “qué decir” y “cómo encarar la situación” hasta “qué postura corporal adoptar”, “qué tipo de vestimenta usar” y “cuánto tiempo antes llegar al lugar”. Éste es un extracto de algunos de estos consejos:
[…] en muchas entrevistas se indaga acerca del estado civil, el número de hijos, la estructura familiar, los gustos y pasatiempos, etcétera, datos que le posibilitarán al entrevistador o la entrevistadora evaluar las condiciones de disponibilidad del postulante o la postulante para cubrir el puesto de trabajo en cuestión. Por lo tanto, las respuestas a estas preguntas deben realizarse de manera tal que permitan destacar los recursos disponibles en cuanto a cada uno de estos aspectos, demostrando que ninguno de ellos podría transformarse en un impedimento para cumplir con las tareas y responsabilidades propias del empleo al que se aspira. (Programa CEA – OIT, 2011: 149)
Presentación personal: vestimenta neutral17, cómoda y con sentido común, adecuada al contexto y al puesto de trabajo, sin ser demasiado llamativa y que pueda mantenerse luego en el ejercicio del puesto […] Considerar (y, por lo tanto, evitar su uso) que la elección de determinados adornos personales tales como, por ejemplo, maquillajes muy acentuados, aros llamativos, piercing, rastas, suelen resultar contraproducentes en determinados lugares y circunstancias y, por lo tanto, disminuir las posibilidades de obtener empleo. (Programa CEA – OIT, 2011: 154)
La propuesta consiste en recuperar experiencias previas (el “equipaje”, en el léxico de los talleristas), intentar revalorizarlas y a la vez insertarlas en prácticas supuestamente no incorporadas por la mayoría de estos jóvenes, como las de búsquedas de empleos formales, con instancias estipuladas de presentación, entrevista, etcétera. La lógica de esta intervención consiste en la incorporación teórico-práctica de normas de interacción “despersonalizadas” para el ámbito laboral, tal como, se supone, funcionan en el marco de los empleos estables, registrados y legales, que darían, a largo plazo, una inserción inclusiva y digna en y desde el mundo laboral.
Por otra parte, los diagnósticos, la planificación y parte de la metodología se presentan en una clave “psicologizada”, sosteniendo, al parecer, una noción de individuo atada a los códigos culturales y normativos de las clases medias y altas. El sujeto que supone (y que a la vez intenta producir) el PFO (y, tal como lo pensamos, el PJMTYMT en general), aquel que considera idealmente capaz de desenvolverse en el mundo del trabajo, es un sujeto individual que tiene la posibilidad de reconocerse introspectivamente, de detectar sus intereses y deseos en términos “vocacionales”, capaz de planificar a largo plazo su inserción laboral a partir de estos datos y del conocimiento de las características del mercado, y que desarrolla su búsqueda laboral de manera racional y a partir de instancias y herramientas universales (avisos clasificados, entrevistas, currículum vitae, etcétera).
Los problemas
A partir de la observación de estas instancias, comenzamos a consultarles a funcionarios y tutores y relacionadores18 del equipo técnico sobre los problemas que se habían presentado con los jóvenes, fundamentalmente con aquellos que se encontraban realizando Entrenamientos Laborales19:
Problemas con los empresarios hemos tenido… pero realmente yo pensé que íbamos a tener… es difícil llegar al empresario, pero después, cuando el joven incorpora, a veces, cuando tenemos más problemas con el joven que con un empresario, porque, por ejemplo, el joven no tiene hábito. El joven viene, ¿no?, de no ir ni al colegio, por lo tanto, no sabe ni cumplir ni un horario. Entonces, a veces nos cuesta mantenerlo al joven yendo todos los días, cuatro horas, que cumpla con reglamentos… (Funcionario GECAL20 1, 22-12-11)
Lo que pasa es que nosotros, al tener la primera instancia de capacitación, del POI, donde los chicos tienen que cumplir horarios, tienen que asistir, todo, es como que vuelven a estar dentro de un margen institucional que tienen que cumplir horarios, cumplir asistencias, entonces, cuando uno ya los deriva a la práctica, si bien, si faltan, a veces no avisan, sobre todo en las prácticas… pero no es la gran mayoría. Están como reglamentados, que tienen que avisar, que tienen que respetar a la persona que tienen en la empresa, que no tienen que faltar… (Integrante del equipo técnico de la OE21 1, 12-09-12)
La mayoría narraba situaciones similares: los jóvenes comenzaban bien, asistían algunos días, podían aprender la complejidad técnica de sus tareas si era necesario, pero comenzaban a faltar. Algunas veces no avisaban previamente, lo cual generaba disconformidad por parte de los empleadores. Por otro lado, las razones esgrimidas por quienes faltaban, fundamentalmente por las beneficiarias, eran impedimentos surgidos en el hogar: debían ayudar a su madre en alguna tarea, debían cuidar a algún hermano menor o a algún adulto mayor que residía en su casa. Tutores y relacionadores interpretaban esto como una problemática de “ámbitos”: el no saber distinguir entre razones y compromisos de distinta índole. Las razones del hogar no son válidas como motivos de ausencia en el trabajo, salvo las ligadas a problemas de salud, correspondientemente certificadas. La colaboración o el cuidado de menores son compromisos de otra índole que necesariamente deben supeditarse a la lógica de la asistencia “habitual” al lugar de trabajo.
La explicación que los tutores ensayaban hacía mella en la trayectoria de los beneficiarios: como miembros de “familias” excluidas del mercado de trabajo legal, y expuestos a generaciones enteras que no trabajaron, los jóvenes carecían de experiencias fundantes respecto de los valores y los hábitos positivos en el mundo del trabajo (“madrugar”, “no faltar”, tener una “rutina” orientada al trabajo, etcétera). Por otra parte, la exclusión de la “escuela” sedimentaría su carencia: es en este ámbito donde se institucionaliza y se incorpora la “asistencia” como criterio, el respeto por la autoridad, por las normas, los reglamentos, etcétera, fundamentalmente a nivel de la práctica cotidiana.
Las historias de los beneficiarios, sin embargo, parecen indicar otra cosa: el problema de la “colaboración” en la organización “doméstica” no surge a partir de la “falta” de rutinas de trabajo en sus familias. Más bien, todo lo contrario: muchas veces las ocupaciones de los padres (la mayoría, trabajadores de la construcción) y madres (la mayoría, empleadas domésticas) involucran una gran cantidad de horas fuera del hogar, por sus jornadas de hasta doce horas diarias (aunque esta cantidad fluctúe según temporadas o semanas).
Por otra parte, muchos de los jóvenes se encuentran “reincluidos” en el sistema educativo, aunque lo hacen en las instituciones especiales para “adultos” (Centros Educativos de Nivel Medio para Adultos)22. La dinámica institucional de estas escuelas, sin embargo, no se corresponde con el imaginario de los tutores. La política que docentes y directivos identifican como propia es la de la “inclusión” y “contención” (o “retención”, dependiendo del tono valorativo) “a como dé lugar”. En este sentido, las sanciones represivas o excluyentes están tácitamente vedadas. Varios docentes narran situaciones similares: los alumnos llegan todos los días entre media y una hora tarde; en los recreos suelen no volver para finalizar la hora de clase; salen e ingresan al aula casi permanentemente. Muchas veces, su cursado no coincide con el “año escolar”: llegan a inscribirse en abril, o en agosto, faltan durante uno o dos meses al año, etcétera. Ante ello, tanto autoridades como docentes se muestran preocupados y ensayan charlas con los estudiantes, aunque tienden a “negociar” formas de evaluación alternativas, intensivas, desdobladas, acordadas, planteando un clima mucho más flexible del que uno podría imaginar a partir de los relatos del equipo técnico, que evocan una escuela formadora de hábitos y disciplina práctica homóloga a la de la dinámica fabril.
A su vez, esto no es un problema excluyente de la escuela. Por lo observado en el PFO, y a pesar de lo que se manifiesta públicamente, el control y la justificación de las faltas son, en cierta forma, “discrecionales”, y parece tan válida una “charla” con los tutores donde se explican las razones varias de la ausencia en el curso (razones domésticas o laborales, “época de exámenes” en la escuela, etcétera) como un certificado médico (el mecanismo establecido por el “protocolo”).
Lógicas encontradas
En efecto, es posible identificar algunos “desarreglos” entre los presupuestos epistemológicos del programa y la dinámica práctica que adquiere el “mundo del trabajo”. En primer lugar, ciertas intervenciones de los tutores, manifestaciones de “desconfianza” y charlas al estilo de “sermones” con los jóvenes, pretendían fundar una escisión entre esferas de acción (y sus respectivas lógicas) que no aparecían tan claramente diferenciadas para los beneficiarios. Una de ellas es la división entre los espacios “doméstico” y “laboral” como distintos, y, de manera más general, la división entre lo “personal” y lo “económico” o “comercial”, tan central en la cultura económica occidental23. Así, reconstruimos estos “desarreglos” como conflictos entre esferas que se penetran entre sí, y de manera más específica, como conflictos entre modelos de individuación y modelos de persona.
Hablamos de lógicas en el sentido de una reconstrucción analítica de la razonabilidad de las prácticas en una diversidad de ámbitos (Bourdieu, 1991). Más precisamente, con la noción “lógicas domésticas” hacemos mención de un devenir más amplio de la modernidad, que autores clásicos y contemporáneos de la teoría social han definido como un proceso de constitución de un mundo escindido en esferas (Weber, 1969; Weber y Dufy, 2009; Brubaker, 1984). La distinción entre una esfera doméstica–ámbito de la familiaridad– y una esfera propiamente económica–ámbito del trabajo racional y los negocios– habría resultado condición de posibilidad para la producción capitalista (Weber, 1969).
Por su parte, aproximaciones teóricas como las de Boltanski y Thevenot (2006), que han definido su objeto de estudio en cuanto situaciones, es decir, como la relación entre el estado de las personas y el estado de las cosas, ponen de manifiesto la relevancia de las clasificaciones para los procesos de coordinación social y para la regulación de las interacciones sociales (Boltanski y Thevenot, 2006: 1). Por su parte, la clasificación de las situaciones mismas (los acuerdos interactivos en torno a una definición común de la situación de la que hablan fenomenólogos e interaccionistas simbólicos) resulta central para analizar las denominadas prácticas de justificación (Boltanski y Chiapello, 2002).
En este sentido, la alusión a lógicas domésticas y lógicas laborales en nuestro escrito remite a los modos de legitimación (prácticas de justificación) de acciones que ubican las fuentes de sus legitimidades en esferas de valor producidas como “claramente distinguibles” por la modernidad occidental (Brubaker, 1984). Sin embargo, tal como el mismo Brubaker lo indica, aunque estas esferas de valor (la política, la economía, la familia, etcétera) tienen una inherente consistencia racional típico-ideal hacia su interior (Brubaker, 1984), se cruzan y penetran entre sí en un conflicto objetivo, resultado de “procesos de racionalización divergentes” (Brubaker, 1984: 78). Estos conflictos se resolverían siempre en “orientaciones de valor individuales”: en la medida en que es imposible una prevalencia racional, la elección decide, justamente, entre “criterios de racionalidad” (Brubaker, 1984: 87).
Reconstruimos, así, analíticamente, lógicas domésticas y laborales de legitimación de las prácticas en el contexto de la política de empleo para jóvenes, en la medida en que estos conflictos e interpenetraciones entre esferas se han puesto de manifiesto y emergido como relevantes.
En segundo lugar, y respondiendo al mismo eje de tensiones, se identifica el problema del empleo en jóvenes con el de la “empleabilidad”: “El conjunto de competencias: conocimientos, habilidades, aptitudes y actitudes que le permiten a una persona mantenerse en el mercado laboral o acceder a él” (Epele et al., 2011). El sujeto responsable de este problema, aunque con ciertas complejidades, es el individuo, soporte de las prácticas laborales, específicamente, y económicas, en general. La resolución de esta problemática se desprende del mismo diagnóstico: el individuo debe incorporar hábitos, actitudes, valores necesarios para el mundo del trabajo, desarrollar habilidades de búsqueda y desempeño en situaciones de interacción, pero también criterios de distinción sobre la lógica específica y válida del ámbito laboral, distinta a otras lógicas de su vida cotidiana: la doméstica, la del grupo de pares, la del tiempo de ocio, etcétera24.
Otro supuesto, latente en este dispositivo, es el de que esta individuación y responsabilización del sujeto laboral no están presentes en la población objetivo del programa: los jóvenes vulnerables. Por ello, la red de experiencias institucionales, reglas, controles y reprimendas en el marco del programa se justifica como aporte a un proceso de “desarrollo personal” de los beneficiarios. En el relato de algunos tutores y funcionarios, lo importante es ayudar a los jóvenes a volverse “autónomos”25.
Ahora bien, algunas de estas tensiones surgen del choque entre el discurso del programa y sus agentes, por un lado, y la trayectoria y las producciones simbólicas propias de los jóvenes de sectores populares y de su modelo de “persona”, por otro. Presentando una estructura y una orientación de valor singular (Dias Duarte, 1998: 21), el modelo de persona en las clases populares se dispone como un continuum de sistemas físico-morales, donde la distinción “cuerpo-mente” de la ideología individualista moderna se desdibuja y reconfigura (Dias Duarte, 1994, 1998 y 2004). En este sentido, las “personas” en el mundo popular estarían sujetas a lógicas culturales diferenciales y específicas, con una configuración moral alternativa (Semán, 2007) y un soporte fundamentalmente “relacional” y “holista” (Semán, 2006; Merklen, 2005).
Según este planteo, la familia como espacio y colectivo es central para la identidad de las clases populares: no hay existencia completa de la persona por fuera de esta unidad compleja, jerárquica y complementaria (Dias Duarte, 2004: 11). Los valores familiares funcionan, en el ámbito popular, como prismas desigualadores y jerarquizantes (Semán, 2007: 25), positivizando esta complementariedad, es decir, volviéndola “productora” de configuraciones subjetivas. A partir de esta idea, el “yo” se configura, para las clases populares, anclado en una malla de relaciones recíprocas que determinan obligaciones de don y contra-don y que surgen del lugar en la estructura de papeles y responsabilidades familiares (Semán, 2006: 58-59).
Esto no implica afirmar que la familia se constituya en valor moral exclusivo de las clases populares. Antes bien, entendemos que la particularidad surge de cierta desdiferenciación de esferas, es decir, del recurso a legitimidades basadas en el ámbito “doméstico” para justificar acciones ancladas en el mundo laboral. En cambio, la lógica que intenta imponer el programa, fundada en la autonomía individual, recurre a validaciones y méritos no-personalistas (aun cuando en la práctica pueda poner a jugar también recursos vinculares), acorde a las exigencias demandadas por la moderna lógica burocrático-universalista de dominación racional-legal basada en la autoridad de la norma descarnada e impersonal (Martín Criado, 2000).
Tal como lo entiende Merklen (2005: 177), la inscripción relacional de la individuación popular se vincula a la inestabilidad propia de los mundos populares, en el marco de la desestabilización de la experiencia obrera en los años noventa. Aparece como una idea teóricamente productiva pensar la inscripción relacional como parte de una estrategia de los sectores populares para estabilizar su mundo: en el marco de una institucionalidad precaria y excluyente, lo relacional, personal y familiar se vuelven un fundamental punto de apoyo para la acción individual (Merklen, 2005: 191).
Y ello involucra todos los ámbitos de la vida. En efecto, desde el clásico estudio de Lomnitz (1978), se ha señalado repetidas veces el papel que desempeñan los recursos sociales (el capital social) en los sectores populares. Aquí destacamos fundamentalmente su incidencia en los instrumentos de reproducción social que –mediando entre las condiciones objetivas (el mercado laboral, por ejemplo) y los recursos materiales e incorporados que se poseen efectivamente– marcan los límites y las posibilidades de desplegar las diferentes estrategias de reproducción familiares (Bourdieu, 2011). En los sectores populares, el capital social puede cobrar diversas formas: la familiar (como “capital social doméstico”) es la más primaria y fundamental, en cuanto ámbito de exigencias, de inversiones y circulación de bienes y recursos (Gutiérrez, 2004).
A partir del reconocimiento de estas lógicas conflictivas de acción, intentaremos mostrar algunas derivas de la trayectoria laboral de uno de los beneficiarios del programa, para retornar a una discusión conceptual sobre la eficacia de los dispositivos políticos en el ámbito de la vida de los sectores populares.
Inés: familia y trabajo
Inés tiene 20 años y un hijo de 4. Empezó a trabajar a los 12, ayudando a limpiar la casa de una “conocida” de su madre. Su familia asistía a un templo de Testigos de Jehová, y allí conoció a su primera empleadora. Durante años vivió entre la casa de su madre, la de su abuela materna y la de su abuela paterna, con quien vive en la actualidad.
Cuando todavía estaba embarazada, a los 16 años, trabajó de nuevo para un conocido de la iglesia, cuidando a sus dos hijos. Este hombre había quedado solo y necesitaba quién los cuidara mientras trabajaba. La particularidad de estas actividades reside no sólo en que conllevan ciertas competencias (saber limpiar, saber cocinar, etcétera), sino que, además, al desarrollarse en el espacio privado del hogar y en el ámbito del cuidado de personas, exigen la construcción de cierto vínculo de “confianza”, para lo que aparece como fundamental el “conocimiento” previo en instancias de sociabilidad e interacción comunes: la Iglesia, el templo y los lazos de familiaridad son centrales para la consecución de estas ocupaciones.
Durante un tiempo, Inés debió dejar la casa de su madre y consiguió, por medio de los avisos clasificados, un trabajo “cama adentro”. Su tarea era repartir “viandas” de un local de comidas de un barrio de Córdoba: fundamentalmente, llevaba el almuerzo a personas que trabajaban cerca. Su hijo aún era bebé y, según cuenta, sus patrones no permitían que lo llevara en las entregas porque “daba mala impresión”; además, la empresa no le proveía medio de transporte, y ella tenía que “caminar, caminar y caminar”. Se veía entonces obligada a dejar al bebé al cuidado de sus patrones, mientras ella tomaba y repartía los pedidos. Cuando regresaba, encontraba a su hijo “todo escupido” por las hijas de los dueños del local, que lo “maltrataban”, e incluso, en más de una ocasión llegaron a golpearlo.
En vez de discutir con sus jefes, Inés decidió entonces abandonar el trabajo y volver a la casa de su madre. Este evento llamó nuestra atención, dado que en conversaciones anteriores había destacado que en el mundo del trabajo la actitud de “agachar la cabeza” era una virtud necesaria. Cuando le preguntamos qué la había impulsado a entrar en conflicto con sus patrones, nos explicó: “Agacho la cabeza cuando se trata de mí, pero no cuando se trata de mi hijo”. No era el único puesto que había decidido dejar, pero era uno de los que más claramente había terminado de manera conflictiva.
La última vez que hablamos con ella, seguía desempleada. Trabajó cuidando niños durante uno o dos meses, y una semana en un negocio de comidas rápidas del centro de la ciudad. En ambos tuvo problemas para articular los tiempos del cuidado de su hijo y los tiempos laborales que le imponía la empresa o la familia empleadora.
Sus primeras experiencias fueron habilitadas por vínculos de familiaridad. Sin ellos, el acceso a ese tipo de ocupaciones se vuelve casi imposible. Incluso, las competencias allí puestas en juego se vinculan a saberes propios del ámbito doméstico: la limpieza, el cuidado, la atención de necesidades del hogar. Sus experiencias de lo familiar (maternidad) y de lo laboral (cuidado) no se dieron por separado, sino que más bien se manifestaron entrecruzadamente. Y fue un motivo (válido y legítimo, según ella) vinculado al “cuidado” el que la llevó a terminar conflictivamente su relación de dependencia: por el no-cuidado de su hijo, a cargo de sus patrones, en el espacio laboral.
Reflexiones finales: individualidad y relacionalidad laboral en los sectores populares
Antes que como una desviación del parámetro normal, este sentido holístico y más bien desdiferenciado de lo laboral y lo familiar parece ser parte de la experiencia común de estos jóvenes. Esto que los integrantes del equipo técnico leen muchas veces como una dificultad o limitante para la “planificación” económica y laboral y para el “desarrollo” personal –la inserción del beneficiario en una densa red relacional, vincular26 y de reciprocidades– aparece como uno de los habilitantes fundamentales para la consecución de empleos, ocupaciones, “changas”, etcétera.
En el marco de las nuevas dinámicas de individuación, el PJMYMT establece, a partir de su red discursivo-institucional, una construcción de condiciones de individuación moderna para el “mundo del trabajo”, en torno a procesos de autoevaluación y autorresponsabilización de los riesgos y los problemas de empleo; a una autoactivación económica, tanto técnica como moral y actitudinal; y a una fuerte despersonalización de lo laboral (incorporación de normas, patrones y parámetros de búsqueda e interacción “universales”27).
En el proceso de esta producción de individuos a partir de jóvenes vulnerables (así definidos como población objeto de la política) emerge una serie de interacciones problemáticas entre el programa y sus múltiples mediaciones institucionales, y las singulares condiciones de individuación de los sectores populares. Hemos mencionado su tendencia relacional-vincular y cómo la “persona” define su lugar en torno a su anclaje en redes de reciprocidad (y espacios de articulación colectiva de las prácticas), tales como la familia, redes que se instituyen como tantas formas de capital social.
En este sentido, insistimos sobre nuestras sospechas acerca del uso acrítico de la noción “dispositivo”: si bien encontramos una voluntad de individuación, los supuestos epistemológicos del discurso del programa desatan un proceso que, atravesando una cantidad de mediaciones institucionales y no institucionales, fija horizontes y límites, pero de ninguna manera determina el devenir de estas individuaciones, que, como pudimos establecer, se desvían muchas veces de los modelos moderno-occidentales de la autonomía individualista.
En este sentido, y considerando que estas reciprocidades se definen casi siempre de manera asimétrica, la tan denostada “dependencia” en el discurso del PJMYMT, asociada a la cultura asistencial de los años noventa, se positiviza en cierta medida en el mundo popular: alguien es tal porque depende de otros, y en ese círculo de dependencias contrae obligaciones y derechos (Míguez y Semán, 2006), es decir, derechos sobre recursos y posibilidades habilitados para la inserción laboral y social.
Por su parte, los mundos “doméstico” y “laboral” se presentan mutuamente interconectados, definiendo un conjunto de criterios de validez, legitimidad, expectativas y competencias (como las del “cuidado”) que sirven, alternativamente y a un mismo tiempo, en uno y otro ámbitos.
Destacamos asimismo el componente personal de su relación, reticente a los mecanismos universales y despersonalizados de la construcción ideal de la cultura económica moderna occidental –que ya muchas investigaciones en antropología económica se han ocupado de desenmascarar–, visible tanto en los métodos de búsqueda (por contactos y redes, antes que por presentaciones de currículum, asistencia a entrevistas de recursos humanos, etcétera) como de inserción (en especial, en ocupaciones que, por estar ancladas en el espacio doméstico, privado, y vinculadas con las prácticas de “cuidado”, requieren la construcción de lazos de confianza interpersonal).
Por último, señalamos dos cuestiones teóricas como líneas por indagar a partir de lo dicho. La primera es la de repensar empírica y conceptualmente las posibilidades de creación trunca o restringida de las políticas públicas (en cuanto crítica a la noción hiperbolizada de dispositivo). Tal y como lo observamos, las políticas generan condiciones o límites para las prácticas de los agentes (y, muchas veces, logran modificar las recursividades que ellos ponen en juego), pero no por esto pueden determinar los sentidos, legitimidades y clasificaciones prácticos que ellos realizan a contrapelo de su propia historia.
La segunda cuestión por explorar es la necesidad de construir formas teóricas de asir conceptualmente aquello que, sin estar de manera absoluta definido por los mecanismos de poder de políticas públicas como la que aquí consideramos (es decir, sin quedar definitivamente subsumido en la lógica del dispositivo), tampoco se constituye como “resistencia” (oposición). A diferencia de lo que sosteníamos a partir del esquema de Foucault, las prácticas simbólicas del “pueblo” son también creación limitada, producción desde la subalternidad, adaptación ambivalente (Grignon y Passeron, 1991), relacionalmente definida por el poder dominante en sus distintas temporalidades y manifestaciones. La inercia que presentan las prácticas y categorías de clasificación de estos jóvenes se funda, entre otros factores, en la sedimentación de dominaciones pasadas, de configuraciones políticas anteriores, en la historia de sus familias y sus barrios, en elementos residuales, tradiciones inventadas, desde su propia vida cotidiana pero también desde el ámbito estatal, todas ellas vinculadas a la regulación centrada en la familia y el trabajo, aunque de maneras diversas y disímiles.