Primeros pasos
Chile, como es sabido, es gobernado al más alto nivel por una presidenta cuya notoriedad internacional y cuya popularidad nacional no tienen que ser comprobadas. Michelle Bachelet encarna, sin lugar a duda, un gran paso adelante para las mujeres de su país, en cuanto a defensa, atención y presencia general en la sociedad chilena.
Entre las mujeres indígenas de la región sur austral de Chile, es indudable que la esperanza depositada en la jefa del Estado –quien ha sido también, no es necesario recordarlo, la primera directora de UN-Women– es apreciable, ya que, según unas informantes, “es un ejemplo de que una mujer puede llegar a gobernar”. De hecho, conjuntamente con este antecedente, el retiro el 26 de junio de este año de los uniformados1 de Temucuicui2 –comunidad de la Araucanía ocupada y hostigada desde hace varios años–, así como el anuncio por la propia Bachelet de “consulta e integración de los indígenas en el Parlamento”3, constituyen hitos a favor del cumplimiento de las promesas promulgadas en el programa electoral4 de la Presidenta. Anteriores a esta noticia promisoria fueron los nombramientos de una figura conocida del pueblo mapuche5, Francisco Huenchumilla (11 de marzo de 2014), en la intendencia de la Araucanía, y el –aún polémico– de una mujer mapuche, Claudia Pailalef Montiel, en los primeros días de abril del mismo año, en la Dirección Regional de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi)6, para la Décima Región (ver el mapa 1). Ambos, sea dicho de paso, son puestos de confianza designados por la máxima autoridad del país.
En un ambiente cultural diferente, aunque no derivara de la gestión política de los asuntos públicos generales, en los primeros días del mes de marzo de 2012, Juana Cuante, joven mapuche williche vecina de Pitriuco (comuna de Lago Ranco, Región de los Lagos), fue investida como Lonkozomo (mujer lonko7) por las autoridades de su grupo, según el ritual oficial mapuche, el llamado Amun Tuwun (Levantamiento Ancestral). Este evento importante confirma que algo inusual mueve las estructuras del poder público reservado a los varones como se conoce entre los williche.
La investidura de la lonko Juana a tan importante cargo, que hereda de su padre, es elocuente. El diario El Austral de Osorno señaló el suceso como uno de los eventos relevantes del año 2012 en la región austral. Cierto es que Juana Cuante es también la primera mujer que asume este cargo en el Fütawillimapu (gran territorio del sur) y la primera mujer en oficiar como Apoülmen8 en el Consejo de Caciques del mismo territorio ancestral.
Ahora bien, pese a estas perspectivas en suma halagadoras, los atrasos que han de enfrentar en Chile las mujeres siguen siendo motivos significativos para seguir en el camino de la equidad en materia de género. A las mujeres indígenas les incumbe emprender un camino sui generis para alcanzar los reconocimientos que esperan por parte del Estado chileno, a la par de sus grupos étnicos de filiación.
Por ejemplo, la representatividad femenina mapuche williche en las cúpulas del poder político fáctico es prácticamente inexistente, entonces débil. Una atenta consulta por apellidos9 entre las mujeres williche electas, en 2012, a puestos ediles en la Región de Los Lagos muestra una carencia fatal de las mismas. Serían apenas cinco concejalas: Chonchi y Dalcahue (Chiloé), respectivamente una en cada comuna; San Juan de la Costa, dos; San Pablo, una. No hay ninguna mujer indígena en los niveles más altos del poder (Ministerio, Intendencia, Gobernación, Cámara Baja y Cámara Alta).
Este tema, examinado con la revalorización identitaria entre las mujeres williche de la comuna de Puyehue, nos ocupará a continuación.
Es preciso, antes de entrar en la médula del texto que se presenta a continuación, estipular unos lineamientos con que se pretendió construirlo. En primer lugar, el autor ha preferido proponer un ensayo en torno a cómo y por qué las mujeres mapuche williche al alzar el estandarte de su pueblo y de sus fundamentos identarios reapropiados y resignificados van a la par edificando un feminismo sui generis. La exploración de esta hipótesis se realizará exclusivamente a partir de las entrevistas y conversaciones que el autor realizó en varias oportunidades en el transcurso del año 2014. Las informantes no pudieron ser debidamente citadas in extenso por falta de espacio. No obstante, las conclusiones a las que llegamos han sido discutidas con la mayoría. Reconocemos que en trabajos posteriores, nos obligaremos a evaluar la perceptibilidad y relevancia de aplicar los conceptos, eso sí hegemónicos, de “feminismo” y “género” usados con frecuencias y valoraciones disímiles entre las mujeres entrevistadas. Por lo tanto, llegados a este estadio de nuestra investigación, confesaremos seguir con la utilización de estas nociones nacidas en otras esferas del conocimiento.
La comuna de Puyehue
Puyehue es una comuna situada al este de Osorno, al pie de varios volcanes, en la Cordillera. Un inmenso lago del mismo nombre la embellece haciendo la felicidad de los turistas en época de verano (ver el mapa 2).
Puyehue10 presenta una población ligeramente superior a 11.000 personas, sin gran variación poblacional desde el censo de 2002, con un nítido equilibrio etario entre 0 y 64 años. Un dato llamativo es la desproporción notable entre el índice de masculinidad y el de feminidad. En efecto, esta comuna cuenta con un déficit de hasta más de 600 mujeres, en comparación con la población masculina. Esta irregularidad se explica por la falta de oportunidades laborales que aflige la mano de obra femenina, obligada a la emigración. En cuanto a los varones, son varias las empresas agrícolas que ofrecen empleos para las diversas faenas propias del sector primario, justificando de tal forma la estabilidad masculina en la comuna. Por otro lado, los índices de pobreza e indigencia son bastante leves, en comparación con las cifras región y país (3,81% vs. 12,31% y 12,74%, respectivamente)11.
La composición étnica ostenta una fuerte proporción de gentilicio autodeclarado mapuche williche (28,3%, en 2009), presentando un incremento evidente en la autoproclamación (2004 personas en 2003; 2930 en 2009), sin que se hubiera registrado un crecimiento poblacional significativo (al contrario, se verificó una ligera baja). Un hecho trascendental ha sido la elección del actual alcalde, José Luis Queipul Vidal, williche preocupado por la satisfacción del bienestar general. Su conocida labor como primer director regional de la Conadi, entre 1994 y 2000, es seguramente un argumento favorable, junto a su relativo carisma entre la mayoría de los propios williche12. Un hecho destacable es el trabajo de la coordinadora municipal en asuntos de género, de origen mapuche williche, Fresia Huenchullanca. Su desempeño como mujer indígena vinculada con la autoridad municipal, es no obstante diversamente apreciado por unas informantes que denuncian su falta de compromiso con “la cultura mapuche” (sic).
La relativa valoración de los indígenas, fenómeno igualmente registrado en otras partes del continente americano, tiende a revelar un clima más favorable (o sea, menos agresivo) en la percepción de la diversidad étnica y cultural endógena, idóneo para la recuperación y revalorización del patrimonio identitario mapuche williche.
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Hoy, la comuna de Puyehue cuenta con quince comunidades mapuche williche13, exclusivamente rurales, reconocidas por la Conadi (en un caso, reducidas a un solo núcleo familiar14), cuatro asociaciones urbanas, con personalidad jurídica y sede en la ciudad cabecera, Entre Lagos. Nueve comunidades relacionadas con las cuatro asociaciones mencionadas conforman el Consejo de Comunidades. En el mismo participan sólo los dirigentes, de los cuales muchos son mujeres. Este Consejo, de reciente conformación (2012), está directamente vinculado con la Municipalidad.
Mujeres y política en Chile
Los comentarios en torno a los desajustes y avances en materia de género en Chile apuntan, por un lado, a una neta mejoría en temas de sanidad, educación y lucha contra la dependencia económica, y lamentan, por otro lado, una falta de representatividad política de las mujeres y un cuestionable conservadurismo moral, barrera a la protección positiva de sus derechos sexuales y reproductivos. Fenómenos que, sea dicho de paso, flirtean con la violencia genérica y una tasa elevada de feminicidios. En pocas palabras, si la situación general ofrece indudables luces de avances, el camino hacia la equidad ha de seguir, no obstante, siendo recorrido con determinación por parte de las mujeres.
La encuesta Mujeres y Poder llevada a cabo por colegas –femeninas– de la Universidad Diego Portales (Cárdenas et al., 2013: 5) revela un desequilibrio neto en los niveles altos de dirección y decisión en Chile: 21,7% de las mujeres frente a 78,8% a favor de los hombres15, con un porcentaje significativamente más elevado en el sector público relacionado con los puestos de poder a cargo de las mujeres, comparado con el sector privado. Respecto al sector político, el mismo trabajo revela niveles de presencia “muy similares en alcaldes, senadores y diputados”, con un sensible aumento en concejales. O sea, un promedio de 15% en los estratos altos de la pirámide de poder16 y un 25%17 en los cargos basales del poder municipal18, en lo que respecta a las elecciones municipales 2012.
Acorde a esta encuesta, podemos apuntar que la baja incorporación de las mujeres en casi todos los niveles de toma de decisión revela en el horizonte político y social nacional chileno un desequilibrio estructural sobre el que asienta el machismo retrógrado que lo afecta. Hecho que ha sido apuntado en el Informe del PNUD de 2010, y en 2012, en un Informe de la Friedrich Ebert Stiftung, cuando advierte: “En el discurso oficial, la imagen de la mujer madre en lo público suele circunscribirse al mundo del trabajo” (FES - Equitas, 2012: 10), induciendo en los términos de la misma fuente “un retroceso”19 (FES - Equitas, 2012: 12). En efecto, como bien se sabe, “la participación y el acceso al poder […] es una dimensión estratégica para el avance en la condición femenina” (Valdés et al., 2003: 18). Al contrario, la representación y la participación bajas de las mujeres en las esferas de la toma de decisiones reflejan las consecuencias de su subordinación histórica, social y filosófico-cultural, derivando en una serie de políticas inadecuadas, por cuanto profundizan su invisibilidad y minorización en la sociedad.
Discriminación y estigma
En los países de la región, la situación de exclusión, discriminación y estigmatización de los pueblos indígenas generó, a lo largo de la Conquista y subsecuente colonización, una interminable serie de maniobras para someter e invisibilizar a sus representantes (tentativas que no llegaron a este fin). Con la imposición de los dispositivos ideológicos y coercitivos de la colonialidad, las estructuras mismas de las sociedades colonizadas fueron socavadas en los sedimentos más íntimos del ser social, colectivo e individual (Quijano, 2000). Las mujeres han constituido indiscutiblemente el grupo que más sufrió los estragos de la forzada “patriarcalización” de sus vínculos y cuerpos personales, con efectos nefastos tanto en sus comunidades culturales de filiación como en los contactos inevitables que tuvieron que sostener con el invasor, primero, y con sus descendientes, en seguida (Calfio y Velasco, 2005; Rivera, 2004; Segato, 2010).
Por otra parte, hombres y mujeres que se reconocen, declaradamente o no, en la categoría “indígena” claman su afinidad “con una misma sangre, una misma historia: el saqueo de nuestras tierras, la exclusión social y económica, la exclusión cultural y política y la negación al desarrollo desde nuestra propia visión del mundo” (Lux de Cotí, 2005: 1).
En la comuna de Puyehue, el oficialismo afirma que la discriminación ya pertenece a la historia. De hecho, los esfuerzos refrendados en los recientes años para eliminar la segregación tienden a contribuir a su descenso. Aseveración con la que la mayoría de las mujeres williche “urbanas” coincide prácticamente casi sin reserva. No obstante, doña Melita, orgullosa de “su” cultura –que reafirma cada día con más convicción–, expresa sutiles matices. Señala notas de discriminación hacia las lamuen (“hermanas”, cuando las mujeres se nombran entre sí, o de mujeres a hombres) que “se visten de mapuche”20, como se dice coloquialmente. Según nuestra informante, estas manifestaciones se evidencian fuera de la comuna (por ejemplo, en el transporte que lleva a Osorno) y tienden a desaparecer dentro de la misma. Un poco como si, enfatiza, “dentro del ámbito de la entidad, la mujer mapuche personificase una postal folclórica en suma agradable, cuando fuera se vuelve una persona que inspira vergüenza”. Acorde con otros testimonios por el estilo, los estigmas persisten “como un fuego latente, no apagado” (Lamuen Melita dixit).
Mujeres mapuche williche
Los datos precisos sobre la condición y la posición de la mujer mapuche en los tiempos prehispánicos son relativamente escasos e imprecisos. No obstante, mínimamente es permitido coincidir, con Goicovitch (2003) y Olea (2010), que la sociedad mapuche dejaba a sus mujeres responsabilidades del todo diferentes a las que sucedieron a la mal llamada Guerra de Pacificación, en el siglo XIX (1881), y la consecuente radicación de los sobrevivientes. En particular, parece haber desempeñado un rol simbólico de primera importancia en los intercambios entre lof –esto es, el clan familiar extenso–, así como con los españoles establecidos en las acordadas zonas fronterizas (Olea, 2010).
Por un lado, sería anacrónico tachar las relaciones que existían entre hombres y mujeres de machismo, puesto que las manifestaciones contenidas en esta noción remontan de hecho a los trastornos profundos que los contactos y relaciones de fuerza entrenaron en el seno de dichas relaciones genéricas. Ello, sea dicho de paso, sin pretensión de maravillarse ante una idílica y perfecta sociedad mapuche ancestral como modelo que nunca existió. Probablemente, porque no hay informe de que hayan existido –en cualquier lado del planeta y en épocas anteriores– sociedades perfectamente equitativas e igualitarias en el plano del género.
Por otro lado, la creatividad y la nostalgia se apoderaron de la imagen de la mujer mapuche “históricamente real”, dejando en la memoria y en el imaginario colectivo la visión de la mujer guerrera que participa heroica y activamente en la defensa de su pueblo. Afirmar lo anterior no resta nada a la valentía de las mujeres mapuche como luchadoras –antiguas o contemporáneas–, ya que lo interesante es que en la actualidad, este imaginario potencia su acción política decidida, emulando a su vez a los varones, que no descansan vanagloriando la determinación de sus mujeres. O sea, la fuerza del imaginario proporciona a la visibilidad político-cultural de las mujeres mapuche una “trascendencia político-emocional que ostenta y que se significa en [cierta y determinada] coyuntura” (Zavala, 2010: 19). Dicho con otras palabras, el contexto de discriminaciones abiertas o latentes, omnipresente en las relaciones Estado de Chile y pueblo mapuche, aliado en la última década a un contexto general de demandas y mejorías por y para las mujeres en general y los indígenas en especial, se ha vuelto paulatinamente un contexto de adversidad de baja intensidad en el que las presentidas heroicas mujeres del pasado, se ven enarboladas en modelos potentes de reivindicación. En este caso, su pasado glorioso es eventualmente fantaseado pero se reactiva para relanzar un conjunto cultural que se niega a subordinarse en nuestros días a lo que podría ser el genocidio epistémico21 de su identidad. A este tenor, las mujeres williche reactivan la referencia a un pasado mítico, como ideal a seguir, como estrategia de resistencia que impide su desaparición como perteneciente al pueblo mapuche williche, y en el mismo vuelco, como mujeres mapuche williche inmensamente ricas en su singularidad y diversidad genérica. La destreza de estas mujeres puede traducirse en la elaboración de un feminismo sui generis y periférico, en el sentido que parece distanciarse de la producción y preocupación “académicamente” feminista y “céntrica”, o sea hegemónica. Esta singular elaboración feminista plantea la defensa del territorio a la par de la reivindicación a favor del reconocimiento de su dignidad como mujer y como pueblo. Por lo tanto, idean un conjunto de discursos, acciones, participaciones, quizá carentes de sistematicidad, lo que, sea dicho de paso, no ha de ser considerado como una falencia o una debilidad sino como una compleja marcha hacia un proceso comunitario que no pretende ser homogéneo ni homogeneizador. Marcha en la que se entrecruzan e integran múltiples modalidades discursivas y prácticas22. En esta faena, si bien las mujeres inculpan a una discutible desunión en el momento político de su praxis, matizan sin embargo con orgullo las realidades múltiples del colectivo disímil al que defienden. Por lo tanto, afirman decisivamente la disparidad de sus experiencias (genéricas, geográficas, familiares, etcétera), sin por lo tanto perder de vista la preocupación común respecto a la reivindicación a favor de la Ñuke mapu (madre tierra) y todo lo que este concepto implica.
En nuestros días, tanto en los Lagos como en los Ríos, son notables las mujeres mapuche williche involucradas en la batalla contra la discriminación que las aqueja, lucha que emprenden como un reto desafiando las huellas de la estigmatización generada en otros lustros. Implicadas en varios tipos de estrategia política –esto es, desde la militancia en los diversos partidos, principalmente de izquierda, hasta la revaloración de lo propio en el seno del núcleo familiar–, buscan las vías del reconocimiento de “lo étnico” conjuntamente con el reposicionamiento y refortalecimiento genérico de los que son conscientes que pueden acceder. Es oportuno recalcar que la tímida visibilización en las cúpulas del poder ejecutivo por parte de las mujeres williche, sea a nivel local o regional, no solamente permitirá abrir el horizonte sobre oportunidades para un futuro cercano, sino que influirá positivamente en el imaginario social y cultural de las nuevas generaciones, tanto de mujeres como de hombres. Son ejemplos para las que a su vez actuarán con el objetivo de llegar a participar en las tomas de decisiones pertinentes tanto a favor del colectivo de las mujeres como del conjunto del pueblo williche. Esta implicación política, social, cultural, y en definitiva genérica, es el fruto de un mecanismo colectivo que, en otras ocasiones, hemos analizado como una manifestación de resiliencia cultural comunitaria.
Consecuentemente, cuando existe “el liderazgo de la mujer en los distintos espacios, son muestra de la recuperación de la autoestima, pasando de la demanda a la propuesta”, como lo expresó rotundamente la viceministra boliviana María Eugenia Choque (2005: 2).
En la sociedad mapuche williche actual, el rol de las mujeres adquiere un mayor protagonismo político, cultural y social. Pues son conductoras con rostros visibles y novedosos –porque proponen una manera diferente de posicionar sus reivindicaciones– de diversos procesos reivindicativos en la Fütawillimapu. Efecto que traspasa el rol masculino a un nivel de complementariedad con lo suyo propio. Consecuentemente, los varones williche tienden a matizar su protagonismo en la dirigencia, así como en los medios masivos. Recordemos la cobertura mediática que van generando ciertas líderes que pueden vanagloriarse de una trayectoria reconocida y/o emergente. Ejemplos sobresalientes como los de las mencionadas lonko Juana Cuante y la directora de Conadi y exconsejera indígena Claudia Pailalef, así como los de la concejala Prosperina Queupuan y de la machi Millaray Huichalaf, dejan una fuerte impresión tanto dentro del mundo williche como en el mundo “winka”23.
Al nivel hipotético que permite la observación en esta etapa de la encuesta, nos parece prefigurar la aguda transformación estructural que genera la actividad de estas mujeres. Una mutación profunda que podría ser sólo una forma de reapropiación y reafirmación de los moldes culturales anteriores y genuinos en los que las mujeres desempeñaban un rol, si no protagónico, por lo menos equilibrador y complementario al de los varones. Afirmando ello, es evidente que asistimos no a un regreso nostálgico a tiempos idílicos (y fantaseados) sino a una escenificación singular, edificada sobre las bases propias, aunque adaptadas a otros tiempos, espacios y formas de relacionarse.
He aquí la gestación de lo que podría ser un feminismo sui generis, periférico, construido por un grupo “tradicionalmente” subalterno: el de las mujeres indígenas williche. Se enuncia un discurso propio, diferente, tal vez experimental en contraste con el pensamiento técnica y políticamente correcto de las preocupaciones de género a cargo del oficialismo académico y político.
A favor de la peculiaridad de su discurso, las mujeres williche ofician en terrenos ubicados en la bisagra de varios mundos entremezclados: el de los winkas y el suyo propio (sin que sea evidente demarcar las fronteras exactas entre ambos); el de las mujeres y el de los varones (que son constructos socioculturales con implicancias ineludibles); el del campo y de la ciudad (con demarcaciones cada vez más fluidas); el de la economía de (casi) subsistencia y el de la economía consumista, etcétera. Y demuestran una gran flexibilidad para aprender e integrar otros saberes y destrezas sin olvidar los suyos propios o desempeñando esfuerzos tangibles para revalorar lo olvidado –o descuidado–24 sin deslegitimar los conocimientos ajenos a sus modos de ver y pensar, sino evaluando críticamente los méritos y aportes de cada manifestación del saber. Dicho de otra manera, se asiste a una reapropiación del kimün (conocimiento ancestral) como parte impostergable de lo propio: no obstante, no se rechazan radicalmente los aportes de “lo occidental”, aunque pueda estar, claro está, imbuido de varios prejuicios y miradas críticas. En consecuencia, se asiste a la elaboración de una epistemología feminista del sur, singular, abierta y en fase de consolidación.
Visto desde este ángulo, pretendemos que las mujeres promueven un complejo mecanismo de resiliencia cultural comunitaria. Proceso, en definitiva, compatible con el hecho de que “los sobrevivientes [de las exterminaciones genocidarias, eco- y egocidarias] hayan evolucionado en actores solventes capaces de construir proyectos y realidades alternativas” (Uribe, 2011: 181).
En los hinterlands mencionados, estas actoras deben fomentar y practicar la interculturalidad hacia lo exterior (el mundo cultural y social no mapuche) a la par que hacia lo interior (el universo cultural y social propio). Desde una perspectiva occidental, se puede uno cuestionar en torno a la exacta conciencia de los derechos propios que tienen las mujeres williche, y consecuentemente, sobre los mecanismos para hacerlos valer. Desde una perspectiva sui generis, el interés no es estrictamente feminista en términos de derechos “de la mujer”, esto es, exclusivamente genéricos, ya que considera demandas colectivas (derechos culturales). Por lo tanto, todo parece indicar que las asociaciones existentes dedican sus esfuerzos a exigir, negociar y obtener del exterior (Estado, Región, Comuna, Organismos oficiales) una serie de derechos y mejorías (territoriales, culturales, económicas). No así hacia el interior, donde las mujeres muestran estrategias diferentes y difícilmente accesibles, en este estadio, para el observador. Quedan pendientes el análisis y la (auto)apreciación de los niveles de discriminación sufridos por las mujeres williche, y sus consecuencias.
Así entendida, si bien aplicada a un contexto diferente al que acudía la semióloga Zulma Palermo, “la interculturalidad señala y significa procesos de construcción de un conocimiento otro, de una práctica política otra, de un poder social […] otro, y de una sociedad otra” (Palermo, 2010: 84). Queda por señalar la ventaja que presenta la identidad fragmentada, o sea compartida, entre dos mundos culturales (en nuestros días) no diferentes del todo sino infiltrándose mutuamente malens nolens desde varios decenios: la cultura chilena oscilando hacia un polo occidental; la mapuche contemplando un mundo originario mítico desaparecido en gran parte. Castoriadis recuerda en sustancia que un individuo socializado encarna “en parte efectivamente, en parte potencialmente el núcleo esencial de las instituciones y de las significaciones de su sociedad” (1997: 3). Referido a nuestro tema, consideramos legítimo postular que cada mapuche en la actualidad es un fragmento cuasi total de ambas sociedades, proceso notorio a lo largo de complejas escalas identitarias que fluctúan entre un extremo más mapuche y uno menos (o ya nada) mapuche. ¿Acaso es posible ocultar los comentarios a veces despectivos de los propios informantes en torno a sus hermanos “awinkados”, a los que tachan de “winkache”25? Hecho que recuerda el “proceso de autoalteración” igualmente mencionado por Castoriadis (1997: 5), por otra parte inevitable en el contexto histórico de dominación y estigmatización que caracteriza la memoria mapuche williche.
La órbita williche: un deseo de identidad
Definir lo que es ser mapuche williche, y lo que implicaría, sería una hazaña tintada de un academismo pomposo en que nos negamos aventurar. En primer lugar, por respeto hacia las y los que se declaran williche; en segundo lugar, porque las categorías llamadas étnicas son en sí dudosas en cuanto a los límites sutiles y eruditos que los estudiosos y los actores interponen en sus axiomas. Volveremos sobre este tema de la “etnicidad” líneas abajo.
En este texto, como en otros en los que asumimos la autoría, nos referimos a las y los agentes que declaran afiliarse sentimental, histórica y culturalmente a un conjunto poblacional establecido ancestralmente en el actual territorio chileno desde épocas anteriores a la llegada de los españoles. De igual forma, existe entre estos sujetos una clara memoria del despojo que sufrieron notablemente por parte del Estado chileno y los colonos que usurparon descaradamente sus territorios, relegándolos en tierras relativamente inhóspitas en las que en nuestros días desempeñan principalmente sus actividades de subsistencia y rituales. Situación que nos obliga a recordar la relevancia numéricamente importante de mapuche williche urbanos26, en general apartados de sus antiguos territorios, aunque frecuentemente vinculados (o en recuperación del nexo) con sus lof (unidades familiares) ancestrales.
Una semblanza superficial debería convenir para situar a los williche en el contexto de nuestra exposición.
Los williche ocupan la Fütawillimapu, el Gran Territorio del sur, ubicado grosso modo en las tierras del centro sur austral de Chile27. Las Encuestas CASEN28 de 2006, 2009 y 2011 muestran un incremento sensible del autorreconocimiento “étnico”: de los 153.210 individuos de 2006, se pasa a 164.019 en 2009, y dos años más tarde, a unos 194.214. En términos porcentuales, se registra un aumento que va de un 19,82% de la población total, para los Lagos, a un 23,56%. Este incremento apunta innegablemente hacia una reafirmación de lo propio, prueba de una reapropiación/recreación del tejido identitario, que debe ser analizado exclusivamente en su dinámica propia, singularizada como se espera, por apropiaciones ajenas, modificaciones, pérdidas, mutaciones y metamorfosis29. Síndromes de movilidad simbólica, estándares de vitalidad y autocuestionamientos por parte de los actores estimulados por los mismos.
Ahora bien, conviene en este espacio considerar los conceptos “identidad” y “cultura” como analíticamente vinculados, pese a que cubren realidades y manifestaciones relativamente independientes. Pues la variable “identidad” es sólo una arista de la cultura. Además, “las estrategias identitarias pueden manipular e incluso modificar una cultura” (García, 2008: 22). Maniobras que tienden a mostrar que la cultura remitiría a procesos relativamente inconscientes, y la identidad, en gran parte, a procesos muchos más reflexivos, debido a que ésta alude a un conjunto de normas de pertenencia que oscilan entre la filiación y la afiliación. Aun así, filiación y afiliación son explicitadas a través de prácticas discursivas que dan sentido al orgullo de la pertenencia, o a su rechazo (Oriol, 1985; Rachik, 2006, entre otros). Afirmación que obliga a la conceptualización sobre la identidad a subrayar la innegable importancia de las subjetividades y los posicionamientos de los actores en la cadena social e histórica que les toca vivir30, estimando con Bengoa que “hay adscripciones que están normadas y predeterminadas, y hay otras frente a las cuales se puede optar” (Bengoa, 2005: 91). Procesos que posibilitan la negociación de “plataformas” entre la reflexión y acción individual y la reflexión y acción colectiva. En otras palabras, los actores y los grupos parecen erigir progresivamente los componentes de su identificación sobre bases y experiencias subjetivas, lo que a su vez les permite entender, construir y reflexionar su devenir sociocultural.
Como se sabe, los debates en torno al concepto “identidad” oscilan entre dos polos: la erradicación radical de su uso en las ciencias sociales, debido a los presuntos usos tóxicos observados en reivindicaciones “identitarias” de tipo extremista, o al contrario, su recurso inmoderado alegando un efecto en boga en el que cada uno llegaría a juzgar la banalidad del vocablo. Existe la tentación de postular que la identidad como tal, sólo existiría en la cabeza de los estudiosos, lo cual contribuye de tal manera a “crear” identidades de todo tipo, influyendo así en la construcción “identitaria” de los grupos en busca de “identidad”. En este caso, por cierto radical, ¿cómo entender la afirmación de Rodrigo, intérprete de una machi en Lago Ranco?: “En toda circunstancia, nosotros los mapuche relacionamos dos temas en nuestro discurso, la tierra y la identidad. Porque los dos son dos en uno”.
Si el temor de confinar el concepto en un cerco esencialista y “reificante” obliga a los estudiosos a la prudencia epistemológica, se constata un cierto acuerdo muy matizado en que no preexisten esencias identitarias que pudieran hallarse en las afueras del mundo “real” (tal una hipóstasis), admitiéndose que las identidades (eso sí, en plural) se encuentran insertas en un proceso de construcción y elaboración permanentes.
En nuestra opinión, es legítimo pensar y teorizar en términos de “identidad”, siempre y cuando se circunscriban conceptualmente sus alcances y vacíos situando en el centro de las discusiones los indiscutibles dispositivos que estimulan los fenómenos de cambio, mutación y dinamismo societales y culturales. Complementariamente, la multiplicidad de los conglomerados de actores obliga a considerar sus amalgamas cambiantes enfrentándose a partir de sus respectivas posturas y estrategias. Es más, como si fuera poco, cuando se considera un enfoque genérico en torno a las identidades de todo tipo reivindicadas por las mujeres, y en nuestro caso indígenas, la posición asumida por Curiel merece ser tenida en cuenta, sobre todo cuando se trata de estudiar la problemática del deseo de identidad dentro de una categoría subalterna, como lo es el de las mujeres indígenas. Curiel enfatiza cuanto es legítimo
[…] apelar a las identidades y al mismo tiempo los peligros que implica asumirlas como objetivos políticos. Con ello [sigue] quiero sostener que no se trata de rechazar las identidades o asumirlas del todo, porque en un mundo como el nuestro donde los sectores de poder dominantes mantienen sus certezas de quienes son, es necesario mostrar ciertas certezas a la hora de definirnos y en ese sentido autoafirmarnos. (Curiel, 2002: 110).
A su vez, el referente a un patrimonio cultural intangible parece imponerse, ya que se presenta como el acervo de tradiciones, saberes, mitos y símbolos que dan un brillo singular a un colectivo determinado. El referente a la lengua, que completa (y complementa) el trío identidad-cultura-lengua como instrumento de comunicación y transmisión de valores y códigos descifrables, es un claro dispositivo primordial (no definitivo), pues cohesiona la cosmovisión de los sujetos y sus percepciones del mundo relacional. Como tal, ahí donde está amenazado el recurso ordinario a la lengua vernácula por omisión, prohibición o estigmatización, los miembros de las llamadas minorías étnicas subordinadas, cuando inician un proceso de reapropiación de lo suyo, intuyen con razón que mantener el conocimiento o incentivar la recuperación y revalorización del idioma propio favorece el discernimiento y aprehensión entre los elementos constitutivos de sus tradiciones, normas, saberes, así como de la manera de combinarlos. Por tanto, son productos de la colectividad que le proporcionan sentido y vitalidad. Afirmar la singularidad propia, con el respaldo del poder de su idioma, fortalece el orgullo de la pertenencia a un grupo cultural digno de reconocimiento. He aquí un elemento clave de los esfuerzos desplegados por las mujeres williche, que si, por ejemplo, recuperan o mantienen elementos rituales, luchan por la implementación efectiva de la enseñanza intercultural bilingüe en los centros escolares. Además, no son pocas las que procuran seguir por su propia cuenta los cursos de chesungun que se imparten en los centros urbanos. Así, si la imagen del sí mismo “étnico”, individual y colectivo, se revaloriza, inevitablemente el deseo de tener y usar un idioma propio se vuelve un factor ineludible de la movilización cultural y política. El idioma y la cultura redescubiertos o, si se prefiere, reutilizados, se vuelven pilares de una supraidentidad (independiente de límites o fronteras objetivos), esto es, “una identidad que rebasa el sentimiento del grupo” (El Moufhim, s. d./5).
Junto a lo anterior, recordemos a Bourdieu (1980: 65), quien insiste sobre la necesidad de incluir la representación de lo real dentro de lo real. Es decir, la percepción que los actores tienen de lo que, para ellos, es lo real –sus discursos y prácticas–, tornando a la exigencia de considerar los contextos de las interacciones entre los individuos (agentes) y los grupos (conjuntos de agentes). Contextos en nuestros días en suma favorables a un empoderamiento concertado y estratégico a cargo de las mujeres. Concertado, porque está inscrito en una matriz cultural propia que no busca ofender a los hombres sino inscribirse en una línea de continuación; estratégico, porque dicta comportamientos culturales y sociales que indiscutiblemente militan a favor de la pervivencia del pueblo al que pertenecen.
Así entendida, esperamos haber aclarado que la praxis de las mujeres mapuche williche a favor del deseo de la identidad tiende a exteriorizar y defender una continuidad histórica, cultural y simbólica con los parámetros propios del grupo de reafiliación, pero con el claro propósito de asumir esta continuación pese a los cambios inseparables de los múltiples factores de alteraciones que golpearon y siguen cuestionando a “los propios indígenas que apela[n] a la reserva de memoria existente e interpelan a la sociedad” (Bengoa, 2005: 110). Esta interpelación nítida, determinada y radical demanda al modelo vivencial y existencial neoliberal chileno, abstracto y ajeno a los valores subjetivos de las personas, quebrantador de los nexos comunitarios, generador de erosiones en la percepción del sí mismo. Una mirada aun superficial a la población chilena revela que esta “sociedad se ha vuelto progresivamente inestable e imprevisible” (Martínez, 2006: 821), ostentando quizá rupturas graves capaces de arruinar su continuidad.
El deseo de la identidad reafirmada y remodelada por los mapuche contrasta con la inoperante vacuidad de las formas contraproducentes en las que gran parte de la sociedad chilena no logra ocultar sus profundas crisis. Contradicciones que los interminables intentos suministrados ad nauseam por el pretexto futbolero no llegan a suturar. Dicho de una manera probablemente más tajante: muchos son los mapuches que sí tienen un proyecto de futuro que vitaliza su presente al encontrar raíces profundas en un pasado hecho de dolores y estigmas, sin negar sus incomparables y entrañables glorias.
Conclusiones
El referente étnico-cultural, sin lugar a duda, se ha tornado una potente motivación, que aviva la visibilidad de la praxis e intervención políticas de las mujeres williche en gran parte del sur austral chileno. Inmersión y actividad en lo político que, si en su caso no desmiente la complacencia que acompaña el ejercicio del poder, militan en aras de la denuncia y finalización de las relaciones de discriminación y negación que siguen caracterizando de modo pernicioso a esta región sureña.
Una estrategia que utilizan hábilmente las mujeres williche es la que consiste en alegar con agrado su singularidad cultural sin reificarla a partir de paradigmas inamovibles, sino utilizando sus patrones ancestrales y poniéndolos a merced de los criterios relacionales impuestos por la mayoría político-cultural en los que el pueblo mapuche williche está inmerso desde hace varios decenios. Procesos sutiles que les permiten conceptualizar sus estrategias y objetivos, sin tener que declinar sus subjetividades individuales y colectivas.
A final de cuentas, desde una perspectiva dinámica inherente al mundo global que se ha vuelto el de todos, el deseo de identidad por el que tanto suspira la actual generación de mapuche williche se ve contrastado en una confluencia de “identidades […] compuestas de manera compleja porque troqueladas a través de la confluencia y contraposición de las diferentes locaciones sociales en las cuales está inscrito cada individuo” (Hall, 1997, en Restrepo, 2004: 59). O sea, el asumirse depositario y transmisor de una idiosincrasia hereditaria dentro de un medioambiente histórico y social –Chile– que descubre todavía con cierta incomodidad la diferencia cultural en su seno. Hazaña, no hay que dudarlo, que combina las artimañas del olvido y la memoria, de la perpetuación y del cambio, en fin, del pasado y del futuro, ambos necesariamente sondeados en este presente “líquido” (en el sentido de Bauman) en el que emergen los cambios coyunturales.
Todo indica que las mujeres williche están agarrando la oportunidad para inmiscuirse en las brechas abiertas en sus sistemas de referencia: el cultural propiamente suyo, en el que cogen su cosmovisión, y el del dominador, del que sustraen los métodos.
A nivel de una eventual línea “feminista” tal como la bosquejamos, cabe señalar que hasta el concepto mismo genera un recelo suspicaz entre varias lamuen. Los más circunspectos son las mujeres, que, por su aguda militancia a favor de los valores mapuche “ancestrales”, son también las que comparten varias interfaces con el mundo hegemónico winka. También se ubican en un rango etario que se sitúa entre los 30 y 50 años. Más allá, las mujeres no ocultan desconocer hasta el significado del concepto. “Eso es de ser mujeres, ¿verdad?”, afirmaba ingenuamente Marina.
No obstante, postulamos que desde la academia es permitido recurrir a la noción si previamente se le pone drásticos límites conceptuales que intenten dar justicia a la singularidad del pensamiento femenino genuino mapuche williche. Con este fin, malens nolens, acudimos a la posibilidad de un feminismo sui generis. Reconozcamos que por ser varón, el investigador no percibe toda la complejidad de las argucias propias del sexo femenino. Más si este pensamiento se arropa dentro de una cosmovisión ajena a la nuestra.
Son los límites obligatorios, aunque difícilmente insuperables, de nuestra percepción. Consecuentemente, siendo conscientes de la precariedad de nuestras conclusiones, esperamos no traicionar más allá de lo admisible la riqueza y la plenitud del raciocinio de nuestras informantes.