En los primeros días de noviembre de 1761, a eso de las ocho de la mañana, cuando el médico José Celestino Mutis iba a emprender alguno de sus viajes iniciales de investigación por la sabana de Bogotá, se encontró –como el mismo lo definiría– con un “espectáculo bien hermoso”. Sus informantes lo habían llamado para que apreciara el vuelo en formación de una bandada de aves de “tierras calientes” que surcaban los cielos, y, tal como solía hacerlo para obtener los nombres de animales y plantas que llamaban su atención, le preguntó a un “indiecillo” el nombre que se les confería, en vista que ya había desechado su intuición original de que eran unos simples “gallinazos”.
Su interlocutor le informó que “era la langosta que pasaba”. Preguntó a otros mestizos, y ellos le indicaron, además, que venían del Magdalena o de los Llanos de Juan. Sin embargo, al oír estas “noticias” escribió, una vez más, que había llegado a un espacio de “ignorancia” y que el científico europeo que viajaba a tierras americanas -deseoso de “sosegar su espíritu de curiosidad”- estaba expuesto a escuchar “informes tan equivocados” como éstos. Es más, todavía quedó más sorprendido al ver que aquel “error” de identificar a un ave a través del apelativo dado a un insecto no sólo se propagaba entre la “gente inculta de algunos infelices pueblos y estancias” cercanos, sino que esta asociación también la hacían los negros de la Provincia de Santa Marta.
A pesar de su incredulidad, accedió de todas formas a algunos criterios de aquella estrategia de apareamiento de significados cuando su compañero de viaje, el “chapetón” Juan Martínez Malo, le notificó que en aquel lugar del Caribe “los del país llamaban a este pájaro langosta por la semejanza [con los insaciables insectos ortópteros] en sus averías, pues en los árboles [en los] que descansaba de noche aquel ejército, quedaban destruidos” (Mutis 1991, 163). Y, a sabiendas de que en algunos puntos este proceso de nomenclatura no distaba mucho del que se verificaba dentro de la propia taxonomía linneana que tanto lo atraía, en éste y otros casos no dudó en calificar el conocimiento que hallaba entre el “común” de la Nueva Granada como “simples vulgaridades”, cuando no “alucinados delirios” provenientes de pueblos “incultos” alejados de los dictados de una “razón bien complexionada”.
Mas, ante su efectividad para referir y darles identidad a los diversos seres que poblaban el entorno, para representar su morfología, para entender sus hábitos (alimenticios, reproductivos, de crianza, etcétera), para señalar los espacios geográficos que habitaban, para indicar sus propiedades y aun para discernir el entramado de interacciones que establecían con otras criaturas (incluidos los seres humanos), Mutis –así fuera para enriquecer sus conocimientos de una naturaleza para él desconocida– los tuvo que tomar en cuenta para adelantar sus propias actividades de investigación científica1.
Cuando el lunes 26 de enero de 1761 llegó al sitio de Guarumo, un paraje del río Magdalena habitado, según él, por “gentes rústicas” con “ideas supersticiosas”, se encontró, por ejemplo, con un “zambo de mulato que me hizo una nota de todos los árboles que conocía por el río”. Con este conocimiento nutrió los inventarios botánicos que estaba elaborando, y sobre la experticia taxonómica de éste y otros interlocutores de análoga “condición miserable” tuvo que reconocer entonces que:
[…] este es un asunto en que todos los naturales merecen superiores alabanzas a nuestros europeos. Yo tengo notado que cualquiera tiene una extensión prodigiosa en el conocimiento de las partes todas de la historia natural, bien que unos conocimientos limitados al nombre de los entes y a tales cuales propiedades, verdaderas o atribuidas. (Mutis 1991, 131)
Otros voceros de la élite ilustrada tuvieron similares experiencias de contacto con esta clase de desarrollos intelectuales del “vulgo”. En gran parte los ignoraron de forma deliberada y, cuando sus resultados aparecieron en pocas y segmentadas referencias en sus memorias científicas, informes de gobierno, correspondencia personal o diarios de viaje, interpolaron los métodos, conceptos y significados hallados a través del marco de apreciación de quienes se consideraban a sí mismos como el único vórtice por el que tenía que pasar toda elaboración científica. Por esto mismo, los presentaron mediante una estrategia discursiva que generalizaba contextos disímiles y culturas diversas y que desaparecía de forma intencionada nombres, métodos y paradigmas particulares de sus creadores2.
De todas maneras, algo de aquellas formas de pensamiento divergente quedó inscrito en los documentos suscritos por los agentes del poder colonial. Y, con base en el análisis de estos fragmentos de memorias subalternizadas, el presente artículo se adentrará en la desconocida temática de los esquemas de identificación y clasificación de la diversidad natural y humana desarrollados por los estamentos inferiores de la escala social colonial, con especial atención a los conformados entre los esclavizados, las distintas “castas” surgidas del mestizaje con otros sectores sociales y los “libres de todos los colores” en la Nueva Granada del siglo XVIII y de comienzos de la siguiente centuria3.
Realidad y red topológica de sentido
Lo primero que sugiere la lectura de los textos de aquella época es que el modelo general para entender al medio natural y al social desarrollados por cada colectivo negro –sin afirmar que no hubiera diferencias entre ellos– se expresó desde una macrorrejilla de interpretación o red topológica de sentido que, para sus portadores, trazaba las fronteras entre ellos mismos y las diversas otredades con las cuales colindaba su propia experiencia de vida4.
Cada una de estas matrices se hilvanaba a partir de trayectorias históricas diferenciales, desde cosmovisiones, filosofías y saberes científicos concretos diversos, mediados por esquemas de relaciones sociales y formas de organización comunitaria particulares que, a su vez, se expresaban en narrativas orales, tradiciones codificadas, rituales y demás formas de praxis colectiva. Permitían, por lo tanto, obtener cierta coherencia en la interpretación del universo, determinada lógica de comprensión y actuación en él, sin decir, obviamente, que no se presentaran vacíos, matices, variaciones, inconsistencias y contradicciones en sus términos constitutivos. Es más, se suscitaban constantes luchas y tensiones en su interior, dándole a su estructura –como todo constructo histórico– un armazón flexible (al vaivén de la imposición o de la negociación de contenidos).
Las relaciones extragrupales también afectaban la conformación de aquellas redes o “grillas ontológicas” (Descola 2012, 344-359), y, en el caso de las entabladas con los sectores de la élite del momento –en especial con aquellas que utilizaban (así fuera de forma estratégicamente intencionada) el discurso ilustrado para cimentar su propio afán de dominio5–, se puede afirmar que se presentó un desencuentro desde sus niveles de definición más básicos y primordiales. Ello se debió a que esta última se expresaba desde el lenguaje de la ciencia moderna, y, por lo tanto, sus diversos niveles de elucidación se tejían desde categorías dicotómicas de representación de la realidad, con pares de referencia mutuamente excluyentes y con poca o casi nula capacidad de interactuar entre sí.
Así, conceptos desagregados como lo vivo/inerte, lo objetivo/subjetivo, lo sobrenatural/natural, naturaleza/cultura, lo vegetal/animal/humano, lo racional/irracional, y demás ejes de interpretación que sustentaban este último paradigma, no tenían mucho sentido para las diversas sociedades negras y, por lo mismo, no los utilizaban –al menos no de esta manera– para definir sus formas particulares de ver, sentir y actuar frente a la diversidad de las entidades que poblaban su cotidianidad6. Y aquella ubicación diferencial frente al mundo se presentó desde la definición de uno de los nodos centrales de toda red topológica de sentido sobre la naturaleza: el concepto de lo vivo.
Desde la óptica general de los distintos colectivos negros coloniales, esta macroagrupación de significados partía no sólo de los planos biológicos básicos contemplados por la ciencia de corte occidental: nacer, reproducirse y morir. Contempló, además, una serie complementaria de contenidos, y, para adentrarse en algunos de estos supuestos, un caso particular de enunciación resulta especialmente revelador. Ocurrió cuando en su relación, “extensa y verídica”, de las distintas plantas y animales “que la naturaleza por si a criado y fabricado” en la Gobernación del Chocó, un explorador –al parecer de la última mitad del siglo XVIII– habló de que a varios de los “bejucos” que poblaban sus “dilatadas montañas” se les atribuía la capacidad de “movimiento”, ya fuera por la tierra o elevándose por los troncos, y que esta potestad “por si, parece cosa animada”.
Pero el término entrañaba también otras connotaciones, pues sus poseedores, como las referidas plantas, no sólo se podían desplazar, sino que lo hacían con gran determinación “de ánimo”7. Fue así como uno de aquellos bejucos, que tenía en la punta un venenoso aguijón, comenzaba a “arremoverse poco a poco auna y otra parte”, cuando sentía la presencia de un “hombre inmediato” (Anónimo 1995, 50). Pero lo más sorprendente del asunto era, según le advirtieron sus informantes, que “solo con el hombre demuestra su pación […] y también de experiencia que con ningún animal, aunque lo estropee, no hase movimiento” (Anónimo 1995, 50). Le explicaron que la causa del fenómeno estribaba en que aquel vegetal, de forma similar a lo que ocurre con un imán y el hierro, se sentía “atraído” por la esencia humana. De allí que
[…] naturalmente sealla compuesto de ciertas materias, que tienen cierta coneccion contraria y atractiva a la naturaleza, y complecion del hombre, y por esto quando le tiene inmediato y recibe su vapor, se pone en movimiento, y luego de que le puede alcanzar buelve contra él la punta que le guía, hasta darle el aujonaso, lo que no verifica con ninguna bestia, porque ninguna es de compuestos tan Nobles y superiores y, por lo mismo, no tienen parte en las materias de que sealla adornado este bejuco, para hacerle mover contra ellos. (Anónimo 1995, 51)
Es decir, lo vivo se definía no sólo por una forma (estructura y diseño) concreta o por una expresión fisiológica, sino por condiciones que se podrían tratar de explicar desde la ontología occidental como “subjetivas”. Figuraban entre ellas la capacidad de poseer una conciencia reflexiva, de experimentar afectos, sentimientos o estados de ánimo; de poseer esquemas de intencionalidad clara y definida, de movilizarse para lograr fines y metas, de desarrollar modelos de pensamiento y otros asuntos de orden intelectivo y moral que, para los representantes de la Ilustración, eran posesión exclusiva de los seres humanos o, más concretamente, de algunos (“los espíritus cultos y nobles”) más que de otros (la “plebe irracional”)8.
En otro hecho derivado del anterior, y que también entró en conflicto con la visión que se pretendía establecer como la única versión posible de la realidad, aquellos grupos sociales también pensaron que cada manifestación de lo vivo se podía gestar desde distintos órdenes de materialización. Por ejemplo, lo inerte se podía transformar rápidamente en algo viviente, y –para citar una faceta de aquel criterio de sustentación de todo lo existente– cuando los comisionados de la expedición geodésica francesa y sus acompañantes españoles, como Jorge Juan y Antonio de Ulloa, arribaron a Portobelo en 1735 constataron que la “multitud de negros y mulatos” que allí residían tenían “ideas vulgares” sobre la proliferación de “sabandijas”, en especial de sapos, que se daba por doquier en temporadas de lluvias.
Para los locales, la súbita aparición de aquellos anfibios con cada aguacero “ha hecho concebir a algunos que cada gota de agua se convierte en un sapo”, y para comprobarlo se argüía “el hecho de aumentarse tan considerablemente [su cantidad] luego que llueve” (Ulloa 2002, 144). Aunque la teoría de la generación espontánea también era una opción conceptual que todavía estaba vigente en el paradigma de la ciencia ilustrada, en opinión de Ulloa las pistas de este singular evento se podrían relacionar más con circunstancias atinentes al ciclo de vida del animal. De esta forma, las temporadas de “aguadas” debían ser las causantes de la eclosión masiva de “huevezuelos”, y para explicar la aparición de ejemplares adultos de hasta seis pulgadas de largo, se pensó que se refugiaban del intenso calor bajo los lodazales secos en verano, para irrumpir en invierno hacia la superficie “saliendo a buscar el agua, con la cual se regocijan”, y así, “se llenan de ellos calles y plazas” (Ulloa 2002, 145).
Mas el choque de visiones se dio de forma más contundente y radical, cuando los estamentos de “brillo y lustre” del Virreinato se toparon con el hecho de que se pensaba que la vida también se podía crear o restablecer por la acción directa del ser humano. Por ejemplo, no fueron pocas las “doctas voces” que se alzaron en contra de los informes que se les daban sobre el poder de los curanderos negros (libres o esclavizados) para resucitar animales o plantas (aun personas), en el ejercicio de sus labores cotidianas9. Para hacerlo, se anotó que, una vez muertas determinadas serpientes por sus predadores naturales, estos personajes acostumbraban, dentro de su acervo de experimentación médica, ir al bosque
[…] a traer las Yerbas de contras, que para cada especie de contraria tiene bien conocido, o sabido qual es su contra, que aplicada en la caveza, después que con la voca se la pasa por todo el cuerpo, las hace revivir, para volver a pelear de nuevo […] y con estos casos, y observaciones apermitido Dios el descubrir la virtud de las mas excelentes contras para nuestro bien. (Anónimo 1995, 64)
Los informantes locales también refirieron a los cronistas ilustrados que, si bien existía un orden configurado donde esencias, apariencias y comportamientos adquirían sentido, esta lógica de operación se podía alterar fácilmente, ya fuera por intervención humana, por designio de alguna entidad espiritual o por la acción –voluntaria o no– de otros seres de su cosmología. Cuando ello acontecía, se desencadenaban consecuencias (positivas o negativas) para el decurso habitual de la cotidianidad; y, al enterarse de uno de estos esporádicos eventos de desestructuración de los componentes que marcaban la aparición y expresión de la vida, José Celestino Mutis no tuvo otro remedio que calificarlo de “raro modo de pensar”.
En él, los habitantes negros y mulatos del Palmar, caserío ubicado cerca de La Mesa (Mariquita), estaban “firmemente persuadidos” de que todos los huevos de las gallinas del lugar producían “pollos monstruosos”. La razón de aquella “monstruosidad” fue atribuida “a la naturaleza del alimento” que se les daba a las aves de corral, pues se validaba el aserto de que “en lo interior del maíz hay una espinita, motivo de este fenómeno” (Mutis 1991, 153). Y, para demostrarlo, esgrimían la explicación de que “todos los gallos y gallinas alimentados con maíz de otros pueblos dan sus huevos, de donde salen pollos regulares” (Mutis 1991, 153)10.
Sistema de identificación relacional
Una vez delimitados los nodos centrales de la red topológica del cosmos accesible a su experiencia cultural –donde el caso de la elucidación del fenómeno de la vida fue uno de los pocos ejes articuladores que dejó entrever la documentación colonial (al menos, la consultada)–, los distintos colectivos negros neogranadinos superpusieron sobre ella un sistema básico de identificación de las diversas criaturas que la componían precisando aún más los contornos, límites y posibilidades de cada marco de realidad específica.
Sobre esta otra faceta de abstracción simbólica se podría argumentar, en primer término, que aquellas coordenadas también se definieron desde una impronta relacional, o sea, desde la propia capacidad que cada componente –individual o grupalmente considerado– tenía de no quedar encerrado en un reducido espacio de significados definitorios de su identidad, demarcado dentro de un ámbito limitado de interacciones con los considerados como afines y/o dispares o sin capacidad de traslación por distintos lugares de la urdimbre general de sentido. Y estos supuestos de construcción de los distintos modos de identificación también se pusieron en curso de colisión con la manera de rotular la realidad desarrollada por los académicos ilustrados11.
Sus matrices de representación en este campo se basaban, precisamente, en la rígida determinación de compartimientos cognitivos, acotados en sus significados de referencia, restringidos en sus acepciones para evitar errores y duplicidades, y formulados con base en la mutua exclusión tautológica de términos (se es lo uno o lo otro, pero no varias cosas a la vez), que generaban contundentes certezas sobre lo que era o no cada materia, planta, animal o hombre que hallaban en sus periplos de investigación. Para enumerar un caso, aquel conflicto de visiones se suscitó cuando contemplaron que algunas autoridades intelectuales negras, entrenadas no sólo en el manejo práctico de terapias y fármacos, sino en aspectos espirituales del fenómeno de la salud/enfermedad, afirmaban que tenían la facultad de entrar en contacto con entidades incorpóreas –provenientes de una realidad distinta, de connotación negativa y entendida como de orden sobrenatural por parte de los miembros de la cultura dominante– para cambiar y/o alterar de forma transitoria o permanente eventos que marcaban el devenir diario.
Así, cuando Mutis discutía con personas de su mismo estamento sobre los ponderados adelantos médicos de estos personajes dados en las riberas del Magdalena, la frontera chocoana o el golfo de Maracaibo, se conceptuó por parte de varios contertulios, como fue el caso de don José Rocha, que en las sanaciones que ejecutaban intervenían no tanto saberes concretos, sino poderes mágicos y hasta un “pacto con el diablo” (Mutis 1991, 147). Al efecto, se le confirmó que
[…] efectivamente había pacto con el demonio en estas curaciones. Que a esta sazón se hallaba uno que fue curado por un negro de una picada de culebra que dos años había recibido; y que oyendo esto propuso en su corazón renunciar al pacto que pudo tener el curandero al tiempo de la curación. Que enseguida de esto, al punto se le abrió la herida y comenzó a sentir los accidentes de la picada como si acabase de ser mordido. (Mutis 1991, 147)
En otro ámbito de este fluido y flexible sistema de interrelación, los representantes del sistema colonial se encontraron, además, con el hecho de que los esclavos, y las “castas” de zambos y de mulatos y los “libres de todos los colores”, también tenían por “verdad evidente” que la mayoría de los seres que componían su realidad inmediata podían comunicarse entre sí articulando lenguajes comprensibles para todos. A través de esta base lingüística afín, homologada bajo los supuestos del habla humana, las plantas, “espíritus” o animales “hablaban” entre sí, valga decir, intercambiaban pareceres, conjuntaban voluntades y emprendían acciones en común, tales como huir de cazadores, alimentarse en determinados sitios o emprender acciones de retaliación frente a agresiones sufridas, y, por lo mismo, las personas capacitadas para entender aquellos diálogos estaban facultadas no sólo para conocer sus intenciones, sino para propiciar los mejores efectos para el entorno construido por el hombre.
Este proceso de relación, dado a través de “maléficas reliquias”, “cantos diabólicos”, “reuniones en dilatados campos”, también fue percibido –tan tarde como el siglo XVIII– bajo el restringido concepto europeo de “brujería”. Los académicos poco hablaron de este tópico de la realidad, y su lugar fue dejado en manos de sacerdotes, debido al esquema axiológico y normativo de las relaciones entre los hombres y lo no humano en que fueron formados. Su voz cobró protagonismo en este contexto, y en 1790, entre varios otros autores de esta índole, refería el sacerdote jesuita Antonio Julián que ciertos personajes negros de injerencia colectiva de la Provincia de Santa Marta gozaban de la capacidad de “hablar” con los elementos naturales y de lograr su concurso en beneficio personal.
Fue testigo de que en una de las parroquias de la diócesis, una procesión de penitencia que él mismo había convocado no pudo salir de la iglesia, debido a una fuerte tormenta que, con “tal tempestad de truenos y relámpagos y agua”, se desataba cuando los fieles pretendían llegar a la calle. Algunos pensaron que el hecho se debió a una “natural alteración de los elementos”, pero la mayoría conceptuó que todo se desencadenó por la acción vengadora de dos “brujas” que se habían capturado el día anterior. Sin embargo,
[…] lo cierto es que hubo tal concierto y orden en la tempestad que parecía estudiada y conmovida aposta […] Unas cinco veces comenzó a salir de la iglesia la procesión pasada [sic] el agua y otras tantas hubo de retirarse a la iglesia […] de suerte que pareció a la gente ser operación diabólica lo que se experimentaba. (Julián 1994, 148)
Todo se solucionó con un duelo de poderes espirituales viabilizado a través de la capacidad de comunicación del sacerdote con los entes trascendentes ligados a su propio esquema cultural. Mediante su propio arsenal de ensalmos y oraciones, logró dar por terminada esta curiosa situación, y, así, “por fin conjuradas en nombre del Señor las potestades áreas, salió la deseada procesión” (Julián 1994, 148-149). Mas en lo que no hubo transacción posible fue cuando los agentes del sistema colonial se enteraron de que muchas autoridades espirituales tenían la capacidad de despojarse de su identidad vital para transformarse y adquirir momentáneamente –a veces de manera permanente– las características de otros seres con los cuales se compartía la realidad cotidiana.
La ruta del cambio se podía verificar desde diversos puntos de la red topológica de sentido, y, por ejemplo, la podían emprender diversas entidades espirituales cuando decidían convertirse en plantas, animales o humanos para comunicarse e interactuar con ellos de forma más directa y vivencial. A su vez, estos últimos –al menos algunos de sus miembros con preparación especial– también podían migrar de un “reino” a otro, en términos de la taxonomía ilustrada, y, para citar uno de los casos que apareció con mayor frecuencia en la documentación colonial del siglo XVIII, figura la capacidad de transmigración o nahualismo hacia aves, presentada entre los llamados “brujos” y “brujas” negros12.
Se refirieron a estos “maléficos influjos” de forma muy negativa. Volviendo de nuevo al padre Julián, para él era evidente que una de las “malas semillas” que “dejó el Diablo en la América” fue la capacidad que tenían los “brujos” locales de la “transmutación en ave”. En uno de estos eventos que le tocó presenciar en la costa Caribe neogranadina, una niña le preguntó a una amiguita suya si quería aprender a volar. Ella respondió afirmativamente y fueron a casa de su abuela. Aprovechando que ella no estaba, la nieta tomó uno de sus “ungüentos diabólicos” y, tras untarse las axilas y brazos, “comenzaron a salir plumas y más plumas como de gallinazo”.
Enterado el cura local, comenzó la investigación inquisitorial, a través de la cual dilucidó –teniendo como telón de fondo su propia experiencia cultural– que la mujer y la chiquilla utilizaban de forma reiterada aquel “sortilegio” para realizar largos viajes por los aires “transformadas en gallinazo, pájaro feísimo” hasta un paraje recóndito “donde se juntaban otros muchos cófrades y comadres inteligentes en el arte” para rendirle culto al demonio, quien, a su vez, se les revelaba transformado en macho cabrío (Julián 1994, 148)13.
Pero este sistema relacional de identificación también tenía expresiones más mundanas, como podría ser el caso de la fijación de adscripciones generales que reunían a plantas y animales en un mismo conglomerado de significados. En este tópico, la transposición de atributos morfológicos, de sitios de ocupación, de hábitos de vida o de repercusiones en la existencia humana era de común ocurrencia, y podían fundirse a tal punto que para sus portadores resultaba más congruente congregar dentro de una misma unidad de sentido criaturas bastante disímiles según la lógica de apreciación de la ciencia ilustrada. Así, para varios colectivos negros del Pacífico virreinal, los Volátiles podían inscribir a animales diversos como las aves voladoras, a grandes insectos como las mariposas y a mamíferos como los murciélagos o “chimbilá”14.
La identificación de los Terrestres agrupaba a algunos reptiles como iguanas, caimanes y tortugas, y a mamíferos como dantas, guatines o zarigüeyas. La de Víboras se expresaba de manera única y tenía entre sus componentes a las de “veneno” y las que no lo tenían. Igual acontecía con la de Pejes, que contenía los de agua dulce y salada, incluidos mamíferos como el manatí o el delfín15. A su vez, la categoría de Avichuchos incluía pequeños reptiles, varios artrópodos, como garrapatas, arañas, escorpiones, e insectos, como zancudos y otros capaces de producir algún perjuicio a la salud humana.
Clasificación y estrategias de nominación
Para ahondar aún más en los sistemas de identificación que permitieron a los diversos estamentos negros del Virreinato –en comunicación abierta con otros sectores con los cuales compartían su devenir diario– objetivar la existencia de las diversas criaturas (y de ellos mismos) dentro de la lógica de operación de sus propios marcos de realidad, el ámbito de las plantas también resulta especialmente esclarecedor. Es así como se definieron grandes agrupaciones de individuos que compartían rasgos afines, pero expresados no en orden vertical, jerárquico y subordinado de mayor a menor grado de agrupación de significados, como era usual en la categorización biológica proveniente de la ciencia occidental, sino de una manera horizontal, complementaria y con representaciones no excluyentes entre sí.
De esta forma, los textos refieren cierto consenso alrededor de al menos tres grandes macroagrupaciones de plantas que, para el caso del Pacífico, se dividían en Palos, que reunían a algunos árboles y arbustos desde la perspectiva occidental. A su vez, se dividieron por su utilidad en uno o varios apartados, como fue el caso de los Palos de Madera (entre otros, caucho, carraño y guayacán); los de Medicina, como el anime, santo, el mangle o el lirio, y los de Fruta (caimito, sapote, madroño, guamas, etcétera). Se inscribieron, además, las Palmas (táparo, milpesos, chontaduro, etcétera) y, por supuesto, los nombrados como Bejucos, de tallos largos, delgados y flexibles, que tenían utilidades, desde la construcción de viviendas o el armado de canoas hasta la medicina, pasando por usos rituales y llegando a la extracción de su jugo para obtener venenos para la caza y la pesca16.
Y, pasando ya al terreno específico del sistema de clasificación, es decir, en el proceso de enunciación de los marcadores lingüísticos concretos que definían y explicitaban la esencia particular de cada ser identificado como parte integrante de las cosmologías, ciencias, ontologías y prácticas locales, las fuentes sugieren –aunque de manera fragmentaria– que las nomenclaturas nacieron de dos sistemas cognitivos distintos: uno hilvanado desde el trazado y transposición de semejanzas y analogías entre entidades distintas (ordenación metafórica), o bien desde la designación de algo con el nombre de otra cosa, ubicando su énfasis central en la correlación de distintos atributos (ordenación metonímica)17.
Con base en algunos ejemplos citados en las fuentes primarias consultadas, se puso de presente que los estamentos “pardos y negros” se valieron del esquema metafórico cuando precisaron definir algunas criaturas por semejanza morfológica tomando como referencia una especie patrón o prototípica. De esta forma, en los escritos de Eloy Valenzuela que conformaron el primer diario general de observaciones de la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada (1783) se indicó que en el “idioma campesino” de sus interlocutores se reconocían varias especies de plantas y animales bajo este criterio. Fue así como acopió, por ejemplo, el “guayabo cimarrón”, similar a otra especie, pero cuya denominación se había trazado “por el exterior de la cáscara que así lo parece” (Valenzuela 1983, 118), al igual que plántulas de “cafecillo”, “almizclillo”, “tomatillo” o “platanillos”.
Mas la labor de asignación de nombres también se dio entre “reinos” distintos, según la lógica de la taxonomía occidental del momento. Durante sus recorridos por la Gobernación de Cartagena, Antonio de Ulloa se pudo dar cuenta de que sus informantes negros distinguían varias plantas por su semejanza externa con especies animales, y viceversa, y, entre otras muchas denominaciones, halló que les daban el nombre de “culebras de bejuco” a los reptiles, “cuya figura y color se asemeja a éstas [plantas], y, como suelen las más veces estar colgadas de los árboles, parecen con evidencia bejucos” (Ulloa 2002, 102)18.
Y, evaluando lo que vieron los voceros de la Ilustración desde una perspectiva metafórica, ellos también se toparon con el hecho de que varias designaciones se fabricaban mediante la correlación analógica de constituciones fisiológicas o de hábitos y costumbres (alimenticias, reproductivas, de habitación, etcétera) entre animales y entre éstos y las plantas. Por ejemplo, conforme los bogas del Magdalena le iban describiendo las diversas especies de “gramas y juncos” que pululaban en sus orillas, Mutis se encontró con que una planta en particular “la llamó un indio chavarría”, un nombre de ave local [Chauna chavaria]. Se le dio este distintivo “porque un pájaro de este nombre la come con gusto” (Mutis 1991, 116).
Es más, este acervo de semejanzas y/o analogías también se construía tomando como referencia analítica el espacio de realización humana. De allí que, en uno de sus viajes por la cuenca del Magdalena, este mismo científico halló, por ejemplo, que los bogas zambos le daban el nombre de “bijao rosario” a una planta local que él distinguió como una Canna19. La razón por la que “llaman Bijao [es] por la semejanza de sus hojas a las del Bijao y Rosario porque de la semilla redonda suelen servirse en lugar de cuentas de rosario” (Mutis 1991, 125)20.
En lo relativo a la clasificación de orden metonímico, los documentos refieren varias estrategias discursivas empleadas por los colectivos negros para construir los nombres, tomando, por ejemplo, la causa por efecto, o viceversa. Mediante este último recurso se plasmaron los usos y propiedades de plantas, minerales o animales diversos. “Oyendo los nombres con que distinguía los árboles [y demás plantas] un Práctico compañero nuestro” (Valenzuela 1983, 123) fue que Eloy Valenzuela logró saber que la hierba “tucutucu” recibía su nombre por la diarrea (o Tucutucu) que prevenía, o que el bejuco “ataja sangre” tenía propiedades antihemorrágicas.
Mutis también encontró la razón de ser de varios “nombres curiosos”, como el dado a algunas piedras de “ojo de Santa Marta”, por “su virtud [de] sacar del ojo, aplicada la piedrecita al globo, cualquier cuerpo extraño, lo que dicen ejecutan por una como atracción” (Mutis 1991, 150). Al igual que sus colegas, fray Diego García encontró otras formas de nomenclar metonímicamente a través de esta estrategia o por intermedio de aquella otra que utilizaba el continente por el contenido o la parte por el todo (y viceversa, en ambos casos). De esta manera, sus informantes zambos y mulatos le contaron de nombres para plantas como “campanilla”, “siempre viva” o “candileja”, para minerales como “puntas de diamante” (cuarzo) o “punticas de diamante” (rubíes), o para animales, las aves clasificadas como “cascabelito” (Forpus conspicillatus) o “cardenal” (Pyrocephalus rubinus) (García 1995).
En este mismo orden de ideas, también se dio la asignación de registros –que reflejaban obviamente una identificación previa de sus identidades, cualidades intrínsecas o aplicaciones prácticas– a través de la contigüidad espacial (“puercos de monte”, “rosa de Castilla”, “azuceno de monte”, “canela de Andoquíes” o “bejuco de playa”, etcétera) o por contigüidad temporal. Sobre este último aspecto, Valenzuela supo que la flor de “Corpus” recibía este apelativo “por florear solo en este tiempo según dicen” (Valenzuela 1983, 138), al igual que la bella flor “de Mayo”, que florecía sólo en este mes y que muy pronto quedó inmortalizada en una detallada lámina salida del taller de dibujantes de la Expedición Botánica.
No sobra anotar que ambos esquemas cognitivos (metonímico y metafórico) no se tejieron de manera aislada o que sus marcadores lingüísticos se asignaran de una manera antitética. En la inmensa mayoría de las ocasiones, uno y otro se expresaban de forma conjunta para definir aquellas nomenclaturas “curiosas”, “vulgares”, cuando no “delirantes” (desde la óptica del colonizador, claro está), y, para tal efecto, cuando se consignó la forma de catalogar las “víboras” que habitaban el Chocó, un viajero –ubicado a medio camino entre la cultura letrada y la popular del área– encontró que a varios de estos reptiles se les daban apelativos por semejanza morfológica o de estructuras y diseños. De esta forma, la “X” (Bothrops asper) se nombró “por la labor que igual a esta letra, tienen enteramente desde la caveza hasta la cola”; las “Cachetonas” (Bothrops nasutus) recibían su nombre “por la caveza que tienen muy grande y los cachetes o quijadas tan desproporcionadas”; la “Rabo de Chucha” (Bothrops punctatus), por el adelgazamiento que tenía su extremo posterior, similar a la cola de una zarigüeya (Didelphis sp.), y por utilizarla también de forma prensil; la “Verrugosa” (Lachesis muta) se llamaba así debido a que su piel era “lo propio que el pellejo de una piña” (Anónimo 1995: 61-62), y así por el estilo suministró varios ejemplos más.
Pero este viajero también halló que en el momento de asignar nombres, los “negros y mulatos” utilizaban otra clase de criterios que, en términos del presente, combinaban lo metafórico con lo metonímico. Entre otras, la “Coral” (Micrurus mipartitus) se reconocía no sólo por su viva coloración, parecida a la de estas criaturas acuáticas, sino por “violenta y venenosa”, además de “aguda, ágil”, y por ser la “víbora más valiente” (Anónimo 1995, 63). La víbora de “Sangre” (Clelia clelia) se llamaba así tanto por su coloración característica en su estado juvenil como por ser “la más violenta” (Anónimo 1995, 64).
La “Cazadora” (posiblemente Leptophis ahaetulla), no venenosa, se definía no sólo por su constante actividad en procura de su alimento, sino por la agresividad que mostraba con las restantes serpientes, dado que “tiene debates con todas, y siempre es vencedora […] es su gusto matarlas” (Anónimo 1996, 64). A su vez, la “Dormilona” (Imantodes sp.), pequeña pero letal, recibía su nombre desde una matriz de sentido que les indicaba a los pobladores locales que “apermitido Dios el poseerlas de un sueño, que de casualidad solo seallan dispiertas, y de no ser así hubiera los mas de los días mordidos, pues como son tan pequeñas no se ven” (Anónimo 1995, 61-62).
Palabras finales
Con base en lo anteriormente expuesto, resulta evidente que dentro del vasto, diverso y rico acervo cultural que desarrollaron los grupos de emigrantes forzados desde África en virtud de la trata esclavista y sus descendientes en las Américas, una porción importante –y todavía por estudiarse en todas sus dimensiones posibles– la conformaron los sistemas generales de identificación y clasificación de las diversas criaturas humanas y no humanas que poblaban su realidad inmediata, que les allanó el camino para la fijación de sus identidades y componentes constitutivos, el establecimiento de sus comportamientos y rutinas cotidianos y la estructuración de los esquemas de interacción tejidos con los restantes seres –afines o dispares– con los que se compartía una experiencia de vida diaria.
Este legado de primer orden fue parte integrante de la producción científica de aquellas colectividades y se hilvanó a través de los siglos mediante un complejo proceso de contacto –forjado entre imposiciones y negociaciones de significados– que, si bien partió desde las diversas etnias que llegaron allende el mar, se enriqueció gracias al intercambio de saberes, pareceres y quehaceres que se entabló entre ellas –y con los esclavizados nacidos en las Américas–, no sólo en las residencias de los amos, en sus haciendas y trapiches o en sus extensiones agropecuarias y Reales de Minas, sino en las “cimarronas”, donde se refugiaban los “huidos”, o en los diversos parajes donde se habían asentado los que lograron obtener su libertad.
Este esquema de conocimiento también se nutrió con los contenidos provenientes de las sociedades indígenas y de las mestizas con las cuales todos los grupos negros interactuaban en su diario acontecer, y aun con algunos frutos de la cultura de los sectores hegemónicos que, contradictoriamente, pretendían negar sus supuestos. Y así muchos de sus términos de referencia se expresaran en el lenguaje del colonizador, para el siglo XVIII estos sistemas de sistematización del orden natural y social se habían constituido en verdaderas plataformas para intervenir y transformar algunos aspectos de la realidad que había sido diseñada para ellos por parte de los poderes dominantes.
Estos últimos, en especial aquellos que se autodenominaban “ilustrados”, los hallaron por doquiera que viajaran. Sin embargo, lejos de reconocer en toda su valía esta parte de la tildada por ellos como “ciencia de los rústicos”, trataron –cuando ello fue factible y útil para sus propios intereses– de homologar sus contenidos dentro de su propio universo cultural, en especial dentro de la producción de la ciencia moderna de corte europeo. Y cuando esta labor de expropiación de significados no fue una alternativa viable, propugnaron su total erradicación para que no se convirtieran en un “obstáculo” más para el “Plan de la Civilización” en el cual estaban empeñados.
A pesar de estas acciones en su contra, varios sistemas de identificación y clasificación de la diversidad de formas que podía contener el fenómeno de la vida sobrevivieron a reiteradas campañas de anulación cultural emprendidas desde los púlpitos, las escuelas de primeras letras, las universidades y Colegios Mayores, desde las bibliotecas, expediciones académicas, tertulias y demás centros del saber provenientes de las élites. También se resistieron –a veces de forma subrepticia, en otras tantas de manera violenta– a varias iniciativas de poblamiento para “blanquear” cuerpos y mentes, así como a algunas políticas de integración económica y productiva de fronteras o de fortalecimiento de la institucionalidad colonial en sus territorios ancestrales. Y fue así como sustratos culturales divergentes como éstos permitieron la construcción de otras alternativas de existencia, con notas y acentos diferenciales, agregándole nuevas y sorprendentes dimensiones a la realidad natural y social durante este período de nuestra historia.