Introducción: antropología e ideología
“Los números no daban nunca; nunca dan”.
(El titular del Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, Julio de Vido, al inaugurar la X Asamblea del Cofema, ante ministros y secretarios de Planeamiento de los estados federales argentinos, el 15 de mayo de 2014 en el Ministerio de Economía)
La relación entre antropología e ideología remite a elementos de diferente estatus epistemológico: enfoques teóricos y metodológicos, conceptos y categorías, contextos problemáticos y de problematización, mecanismos y prácticas de saber autorizados y/o contestados, y climas intelectuales en que dichos vínculos son asidos, expresados y cristalizados. En este campo tan apasionante como vasto y heterogéneo, los estudios sobre colonialismo, nacionalismo, racismo, y demás modalidades de centrismos (de clase, étnico, de género, etcétera), se destacan como grandes aportes de la disciplina. Desde las reflexiones “clásicas” (Boas, Lévi-Strauss, Mauss, Evans-Pritchard, Geertz, Bateson, Clastres, entre otros) hasta los usos antropológicos de “los” clásicos (Durkheim, Marx, Weber, Gramsci, Foucault, etcétera) se ha consolidado un núcleo de debate sobre el arco de las posibilidades humanas. Con ello han sido reveladas también las debilidades y fortalezas (y más recientemente, la fragmentación teórica) de la producción de saber y práctica antropológicos, y sus afinidades problemáticas con la ciencia y el humanismo (y más recientemente, el denominado posthumanismo).
Un segundo núcleo de debate que expresa las disrupciones ideológicas de la antropología remite a la construcción de una matriz de saber en tono de la alteridad que ha consolidado de manera heteroglósica (en el sentido bajtineano) un loci intelectual para una disciplina nacida de una representación ideológica de centro y periferia (Friedman 2001, 16). El consenso relativo respecto de separar la ontología del concepto de alteridad del proceso que la produce –en pregunta, experiencia y disposición relacional (Krotz 2002)– ha sido parte del desplazamiento de la relación entre otredad y exoticidad que hizo estallar la función descriptiva y los supuestos esenciales de nociones como cultura e identidad. Hoy, en el contexto de las crecientes constataciones de compromisos descarnados entre democracia, neoliberalismo, expansión del capitalismo global, violencia, militarismo y xenofobia, el debate del relativismo y el universalismo regresa, al decir de Viveiros de Castro (1996), de manera ortogonal, a través del “giro ontológico”1.
Sin embargo, además de laureles y neologismos, la matriz donde se intersecan compromiso, resistencia, colaboración y complicidad con dinámicas institucionales, políticas y éticas de la producción de estudios, casos y debates alberga en su seno heridas abiertas. Una de ellas es la relación entre etnografía y producción teórica. Este tercer núcleo de debate ha significado la revitalización de la impronta etnográfica, al menos de dos maneras. Una, propia de las últimas décadas, es la recuperación de aportes teórico-metodológicos clásicos para producir conocimiento situado y sus implicancias reflexivas. Así, en el arco que va desde la sistematización malinowskiana hasta las críticas postmodernas, la etnografía, en su naturaleza triple de enfoque, método y producto, sería la que otorga a la antropología un lugar no exclusivo pero sí distintivo. La otra, más reciente y controversial, tiene que ver con el proyecto intelectual y político de refundar las bases de la riqueza conceptual de la antropología y subrayar el potencial teórico de la etnografía para producir conocimiento nuevo y disponer de voz propia en los debates de la teoría social contemporánea. Esta propuesta aglutina diferentes posturas bajo el tópico de “teoría etnográfica”2 que advierten sobre la desazón actual del asombro etnográfico, que se contrapone a la (¿otrora?) vertiginosa labor de agendar preocupaciones teóricas propias y construir enfoques y dispositivos analíticos originales. Un tema previamente detectado (Graeber 2001 y 2007; Kapferer 2005), junto al hecho de que la relación entre teoría y etnografía involucra una toma de posición con respecto a la producción de conocimiento social, en general y en particular (Ingold 2008 y 2014). Tallan aquí también las maneras en que los conceptos etnográficos se crean: no son correspondencias de sentido ni “armonía heterónoma” entre mundos diferentes, sino “homonimia disyuntiva” que requiere la formulación imaginativa de nuevas visiones de mundo (Da Col y Graeber 2011, vi-viii; Strathern 2014).
¿Cómo las contribuciones producidas en el trabajo de campo (lejano o próximo, propio o a través de registros de terceros) situarían a la etnografía a la vanguardia de los desarrollos teóricos más allá de sus fronteras disciplinares? Las respuestas se buscan desesperadamente. Por ejemplo, a comienzos de 2014, en el simposio Anthropological Knots en la capital finlandesa, un grupo de antropólogos de las academias hegemónicas se reunieron para hablar sobre las formas de intervención de la antropología en el mundo. El concierto de voces y chicanas cómplices fue armonía hasta que la incomodidad de lo virulento –larvado en las exposiciones– se presentó. ¿Era la antropología más central a las humanidades y ciencias sociales cuando hablaba de totalidades en lugar de redes y fragmentos, y cuando describía el mundo de una manera positiva en lugar de equívoca? Las respuestas precisaron que el colapso del holismo afectó la capacidad de identificar causación desde el material etnográfico. Pero si “el holismo era la mano invisible de la antropología” (Green 2014, 9), ¿qué ocupa ese lugar en la producción teórica de la etnografía?
Justificada o no una “teoría etnográfica”, estos debates apuntan al corazón ideológico de la disciplina. Es probable que no haya una relación causal ni única entre el hecho de que la antropología haya dejado de generar un vocabulario propio y su vuelco a importar categorías de la filosofía y la teoría sociológica. La ethnographicness tampoco parece ser el remedio para los compromisos ontológicos de la antropología (Ingold 2014, 386). No obstante, son innegables los problemas relativos a los alcances conceptuales y epistemológicos de los trabajos de los antropólogos en el escenario actual de prácticas de citación mercantilizadas, imperativos de relevancia y visibilidad según criterios externos, condicionamientos para el financiamiento como difusión, y demás formas de lo que David Graeber (2014, 80) denomina “vulgar Foucauldianism” para referirse al clima intelectual dominado por una clase financiera-burocrática.
Con la intención de contribuir a las discusiones sobre la relación entre antropología e ideología desde una aproximación antropológica a la política y al poder etnográficamente situados, este trabajo se centra en el tercero de los núcleos de debate señalados. Y plantea que la relación entre etnografía y teoría expresa otra herida abierta de la disciplina, relacionada con ciertas disposiciones para considerar la alteridad de manera relacional y procesual. Este problema se expresa de manera particular en el campo de los estudios de procesos políticos que involucran al Estado, en función de una oscilación naturalizada entre el interés y desinterés por su carácter productivo y creativo. Es decir, dichos procesos políticos son tomados como escenarios u operadores de efectos sobre sujetos determinados soslayando sus bases productivas y creativas cotidianas, las cuales hacen de la política un proceso vivo, y cuyo tratamiento en clave etnográfica permitiría a la antropología participar en los debates contemporáneos que marcan la comprensión del Estado y en las tensiones entre la política y lo político.
A fin de abonar este argumento, focalizaré en un caso que atañe a la dimensión política de la infraestructura pública vial en un proceso de regionalización interprovincial en la Argentina actual. Con base en la experiencia del análisis del proceso político por el cual se crea la Región Centro (RC, de aquí en adelante), recorto el problema de cómo ciertos actores políticos construyen y sancionan relaciones significativas entre la importancia de la infraestructura pública y el federalismo, de cara a la regionalización. Las infraestructuras son lugares de observación y análisis privilegiados porque suscitan potentes imaginarios temporales de promesa (o amenaza) de conectividad, al mismo tiempo que articulan historias políticas y materiales que suelen hacer de espacios mundanos locus controversiales (Dalakoglou y Harvey 2012). Como totalidades sociales, brindan espacios privilegiados para llegar a otras, y con ello, explorar los alcances de la teoría etnográfica. El objetivo último del artículo es llegar a hacer una contribución conceptual a través de datos producidos de manera etnográfica: dar cuenta de un proceso que denomino el pasaje de la política del significado a la del valor, a fin de contribuir a problematizar las relaciones entre antropología e ideología. En este sentido –y considerando lo expresado respecto de la teoría etnográfica, en lugar de tomar como dadas las tradicionales asociaciones de tópicos tan caros al estudio del Estado como democracia y federalismo, descentralización y regionalización, e infraestructura y desarrollo socioeconómico–, pienso esos conceptos y sus eventuales vinculaciones desde el punto de vista de mis interlocutores. El trabajo no deja por eso de situarse en la constelación conceptual de temas donde también tallan los de soberanía, territorialidad, relaciones intergubernamentales, cambio institucional, etcétera, pero lo hace atendiendo a los modos y contextos en que los actores los movilizan socialmente. La etnografía, con su énfasis en la totalidad, permite discutir la división a priori del mundo en esferas estancas (economía, religión, sociedad, política, moral, estética, etcétera) y propone, en cambio, examinar la construcción social de las mismas focalizando en las perspectivas nativas3.
En términos metodológicos, las reflexiones aquí vertidas provienen de una investigación desarrollada desde un enfoque etnográfico y un trabajo de campo basado en las técnicas de observación participante y de entrevista abierta. Desde hace una década vengo estudiando la construcción de una región por parte de los gobiernos de las provincias de Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe. En este marco, realicé decenas de entrevistas a los actores que promueven este proceso político (funcionarios políticos, asesores y técnicos de las provincias, funcionarios del Consejo Federal de Inversiones (CFI)4 y representantes de entidades no gubernamentales aglutinados en los Foros de la Sociedad Civil); relevé eventos anuales de la RC y reuniones sectoriales donde interactué con sus participantes y atendí a sus conversaciones y discusiones, en público, en pasillos, pausas de café, almuerzos y encuentros casuales. También recurrí a fuentes periodísticas gráficas y radiales de alcance provincial y nacional, y documentos (leyes, decretos, tratados, acuerdos, protocolos y cartas de intención) que examiné desde un enfoque etnográfico, para recuperar categorías utilizadas por los actores sociales e identificar sus contextos y trayectorias.
En esta oportunidad daré privilegio a las perspectivas de los actores que encararon y que actualmente dirigen el proceso regional, identificados con los poderes ejecutivos de esas tres provincias, de notable peso socioeconómico dentro del entramado nacional. Por un lado, porque son quienes han venido definiendo la agenda de infraestructura pública en la RC. Esto resulta de que si en su conjunto los participantes del proceso provienen de filas estatales y sectores privados, y de partidos políticos y grupos intermedios de la sociedad civil, en la práctica cotidiana la capacidad para influir y actuar respecto de las coyunturas y los destinos de las relaciones interprovinciales recae en los gobernadores y sus equipos (y sus relaciones con los sectores económicos de mayor influencia: productores y empresarios, mayormente vinculados a la agroindustria). Por otro lado, porque son quienes tienen la capacidad de instituir como política regional al federalismo, uno de los conceptos que más circulan de manera cotidiana y permanente en foros públicos, documentos, debates, charlas informales y conversaciones íntimas. Los actores políticos de la RC han resignificado la metáfora fundacional de una nación cuyas partes se reconocen preexistentes a la totalidad que las engloba en al menos dos grandes direcciones. Por un lado, como gramática de un trabajo orientado a imponer la descentralización política y administrativa en el territorio, paradigma neoliberal de las políticas públicas desde los años 1990. Por otro lado, como arena de contrastes utópicos jerarquizados: entre su “concreción verdadera” (la Región) y su “deficiencia de hecho” (un país centralizado).
En lo que sigue, la exposición procede en dos partes. La primera se ocupa de la asociación entre infraestructura y federalismo en el marco de la RC como proceso político. La segunda regresa a las relaciones entre antropología e ideología de manera oblicua, a través de una pregunta inspirada en la teoría etnográfica: si es posible, y cómo complementar la tradicional aproximación etnográfica a la infraestructura vial como estudio de los efectos materiales concretos del Estado con las dimensiones productiva y creativa de la política. Las conclusiones responden afirmativamente a través de un ejercicio conceptual tendiendo puentes entre la política del significado y la del valor.
Procesos políticos e infraestructura en la Región Centro
La RC no es la única región interprovincial de Argentina pero es la más dinámica y la que más avances ha hecho. Ciertas áreas de políticas públicas que detentan un lugar privilegiado en la agenda de los gobiernos que la conducen atestiguan esa apreciación compartida por sus promotores y detractores. El desarrollo de infraestructura pública (especialmente, la planificación y mejora del sistema vial y portuario), la promoción de la producción regional (con un notable énfasis en la agroindustria y su diversificación) y la organización de misiones comerciales internacionales (hacia las economías emergentes de Asia, África y América Latina) han sido sostenidos por las sucesivas administraciones, pese a los cambios de gobierno y sus conflictos internos5. La importancia dada a esas áreas concuerda con la composición de la producción relevada en términos regionales: sector primario (12,7%), secundario (27,32 %) y terciario (61%). Asimismo, refleja el peso sustantivo de las provincias, que conjuntamente aportan el 60% del total de las retenciones nacionales a las exportaciones6. La importancia de dichas áreas también se traduce en un interés creciente de diferentes sectores sociales en participar; donde se destacan iniciativas como la transferencia entre sectores productivos y universidades, asociaciones público-privadas y acuerdos entre organizaciones del trabajo y empresariales para estudios de armonización tributaria y de cadenas de valor, elaboración de programas y políticas públicas conjuntas en salud, medioambiente, uso racional de la energía, intercambio artístico y torneos deportivos. Como articuladora de todas esas dimensiones, la construcción de una agenda común en materia de infraestructura es una de las áreas principales de valoración de la RC como una política estatal. Para quienes están comprometidos con el proceso, la infraestructura abre un campo de posibilidades, aunque también evidencia límites a este proceso político. En el primer sentido, porque es prueba material de su realidad y signo de su futuro; en el segundo, porque materializa las limitaciones jurídicas de “un bloque político y económico” inestable.
En la VIII reunión institucional de la RC, en un lujoso hotel de la capital entrerriana, los tres gobernadores, secundados por los vicegobernadores y ministros, anunciaron al colmado auditorio que estaban trabajando en tres obras: un viaducto que vinculará a la capital de Entre Ríos y la de Santa Fe (complementando el ya existente Túnel Subfluvial del río Paraná); un complejo de generación de energía eléctrica articulado con la obra vial mencionada, y un acueducto para proveer de agua dulce a la provincia de Córdoba. Los efusivos aplausos de las más de doscientas personas presentes, los bombos de la CGT (Confederación General del Trabajo) cordobesa en el fondo del salón y las sonrisas impolutas de los funcionarios contrastaban, sin embargo, con un problema conocido para los presentes y rumoreado con cinismo en la pausa del lunch. Es que las provincias no solamente requieren que la nación (el gobierno nacional) se interese en determinados proyectos que caen en su jurisdicción (puentes y rutas nacionales) sino que las regiones interprovinciales no están habilitadas para financiar obras públicas. Esta disyuntiva no fue ocultada sino subrayada. En palabras del gobernador entrerriano (que transcribo de mis notas de campo):
Hablábamos recién en una reunión previa, ¡y cómo no suscribirlo!, que uno de esos objetivos superiores definido por nuestra hermana provincia de Córdoba es el aprovisionamiento de agua dulce para miles, cientos de miles de ciudadanos cordobeses que hoy lo necesitan. Pues será para Entre Ríos y para Santa Fe una prioridad, y trabajaremos fuertemente cooperando para que ese objetivo que ha identificado Córdoba sea pronto una realidad.
Al detectar el problema como “político”, la solución “política” es acorde: trabajar conjuntamente. Esto no sólo refuerza a la RC como institución sino al proceso, donde jerarquizar prioridades a través de obras concretas es parte de un “trabajo político”. Del mismo modo, el mandatario se refirió al puente Santa Fe-Paraná, subrayando la cooperación más allá de la territorialidad formal: “hemos identificado como uno de los objetivos superiores un nuevo enlace físico, y no tenemos la más mínima duda que nuestra hermana provincia de Córdoba, con su gobernador al frente, va a cooperar fuertemente”. A su turno, el mandatario cordobés ratificó lo dicho por “El Pato” (Urribarri) e inscribió las tres obras en “los programas que tenemos de unión de la Región Centro actuando a través de la infraestructura”. Destacó su “alegría de estar creando alternativas al viejo Túnel Subfluvial porque es también tener a Córdoba más cerca de Entre Ríos”, y de sus pares, la “generosidad: el Paraná tiene agua buena, no contaminada, y no tuvieron ninguna duda en decir: Córdoba, como provincia mediterránea, necesita abastecimiento de agua, ahí estamos”.
Situaciones y alocuciones como las mencionadas son parte de la performance y la retórica política pública. Pero son también acciones7. Sistematizo a continuación cuatro formas en que los actores políticos de la RC actúan a través de la infraestructura. Las mismas se corresponden con la primacía de los diversos significados que imprimen importancia al trabajo político: integración, institucionalización, producción de escalas y movilización de símbolos.
Los actores actúan y actualizan la capacidad de dotar de institucionalidad a la RC a través de proyectos, de obras. De hecho, los “anuncios” mencionados ya estaban en el Plan Estratégico Regional presentado en febrero de 2007 en la V Reunión Institucional de la RC. En ese extenso documento, que demandó casi dos años de negociaciones (el último tomo nunca fue presentado públicamente) y donde participaron todos los sectores (la Junta de Gobernadores, la Mesa Ejecutiva, la Secretaría General, un equipo técnico del CFI, la comisión parlamentaria y los Foros de Empresarios, Universitarios, Profesionales, Organizaciones del Trabajo), la comisión encargada del tema desaconsejó obras que no estuvieran en ejecución o previamente aprobadas, si bien incluyó a esas obras en sus líneas estratégicas. Para esa misma época, un funcionario del área de planeamiento del gobierno entrerriano me señaló que “las regiones se definen por un criterio plano, por la existencia de proyectos en común”. Se refería no sólo a proyectos sino a los lazos de conocimiento mutuo, a reuniones y a comunicaciones entre “personas, políticos” que fueron claves para lanzar la RC dentro del trabajo de crear interés en el gobierno nacional respecto de obras interprovinciales como el puente Rosario-Victoria y la autopista Córdoba-Rosario. Ahora, con la RC consolidada, la infraestructura tiene la misma o mayor importancia porque, además de producir obras, produce integración.
Siendo la creación de una agenda regional de infraestructura parte del trabajo político cotidiano y de coyunturas excepcionales, también acarrea conflictos de diversa índole. Por una parte, definir la “obra pública prioritaria” significa el detrimento de la provisión de otras (el ejemplo clásico es el desarrollo ferroviario frente al rutero, que en la RC se suma a la Hidrovía del Paraná y el control de puertos privados). Por otra parte, por el modo en que está orquestada la decisión política en la RC, aquella fortalece la desigual capacidad de los poderes ejecutivos y los legislativos, lo cual determina que proyectos políticos en pugna sean dirimidos en términos de un extremo personalismo o por clivajes político-partidarios8. Así, mientras que los gobernadores, ministros y secretarios rubrican acuerdos mutuos y con la Nación, los legisladores no tienen el mismo reconocimiento a su trabajo ni pueden técnicamente tomar decisiones que impacten en las instituciones “regionales”. Por ejemplo, en el evento mencionado fue soslayada toda mención a que miembros de la Comisión Parlamentaria Conjunta de la RC habían elaborado un anteproyecto del acueducto del Paraná.
La axiología del proceso de la RC, además de cobrar expresión material tendiendo puentes entre múltiples sentidos de localidad, está moldeada por una peculiar articulación entre “justicia territorial” e “integración regional”. Así, la valoración del desarrollo de la infraestructura pública se teje dentro de otras escalas políticas, y articulándolas. Por ejemplo, el puente Santa Fe-Paraná se inserta en el programa Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana formando parte del trazado de un corredor bioceánico (de Porto Alegre, en Brasil, a Coquimbo, en Chile) que impulsan las provincias de la Región Centro con San Juan y La Rioja9. En este contexto, los gobiernos municipales de Paraná y Santa Fe vienen realizando sesiones conjuntas anuales de los concejos deliberantes, con miras a su integración metropolitana y el posicionamiento en el Mercosur. Mientras tanto, el acueducto Santa Fe-Córdoba significa 370 km desde la localidad de Sauce Viejo, costeando la ruta 19 hasta San Francisco y Córdoba, al mismo tiempo que supone la articulación con la Hidrovía Paraná-Paraguay (Argentina-Paraguay-Bolivia-Brasil), donde también cae el proyecto de generación de energía eléctrica.
Trabajando en procesos de este tipo, los promotores de la RC también se comprometen con la jerga y los énfasis que pregonan los organismos internacionales respecto del regionalismo abierto, funcionales a las dinámicas globales de acumulación capitalista (Alves y Desiderá 2012). Sin embargo, las relaciones entre infraestructura, producción y comercio exterior expresadas en esos lenguajes de símbolos no implican la adopción directa de sus supuestos. En efecto, consideran que la infraestructura no sólo refleja la representación territorial y material del Estado sino que actúa sobre ella. En otras palabras –dado que la RC se superpone, compite y al mismo tiempo se apoya en las relaciones entre las unidades político-administrativas que tradicionalmente encarnan la planificación, concreción y regulación de la obras públicas (municipios, estados provinciales y Estado nacional)–, actuar a través de la infraestructura significa participar en el entramado donde se juega políticamente el poder del Estado y del gobierno. Aquí talla con un poder irresistible el federalismo.
Federalismo y efectos de Estado
Las “metáforas conceptuales” (Moore 2004) que animan los procesos políticos que rodean los proyectos de infraestructura promovidos por las provincias que integran la Región Centro han tendido a articularse en torno de la recuperación –o mejor dicho, la reactualización– de los significados y prácticas del federalismo. En Argentina, este fulcro utópico y distópico del Estado-Nación, de la legitimidad de su unificación y su amenaza, implica la coexistencia del gobierno nacional o federal, cuya jurisdicción abarca todo el territorio de la Nación, y los gobiernos locales, las provincias, autónomos en el establecimiento de sus constituciones en sus territorios. También alude a la tensión constitutiva entre la necesidad de conciliar el principio de la unidad y el de la autonomía, tal como expresaron las violentas luchas armadas durante el período formativo nacional en el siglo XIX y que continúa vigente a través de otros mecanismos e instituciones que apuntalan desigualdades del entramado nacional10.
Para mis interlocutores, el federalismo presenta diversas dimensiones (fiscal, legal, electoral, política, filosófica, moral, etcétera) incorporadas a las comprensiones de la conformación histórica del Estado-Nación, un sistema político unificado, la creación de un mercado y un fisco nacional, y el lugar del país en la división internacional de la producción y el comercio (incluidos los modelos productivos en pugna: agroexportador/industrial). En este marco, el establecimiento de relaciones entre federalismo e infraestructura está en sintonía con los reclamos generalizados de romper el monopolio histórico y estructural de Buenos Aires y su zona de influencia respecto de la navegabilidad de los cursos fluviales y marítimos, el sistema ferrovial y la aeronavegación (que no llega a paliar el establecimiento, a mediados de 2010, de la ruta de cabotaje Corredor Federal). Pero también sintoniza una suerte de sinonimia entre la creación de la RC y un “verdadero federalismo acorde a los tiempos actuales de la globalización”. El gobernador santafesino fue elocuente al respecto cuando recibió la presidencia pro témpore en 2012: “La Región Centro, como todo proceso de integración regional, es ante todo un hecho político, basado en un principio de cooperación. Ni siquiera creemos que la hipótesis de la completa autonomía pueda resultar deseable”.
Lejos de imponer un filtro de ingenuidad romántica al federalismo como significante de la relación entre cooperación, globalización e integración –que equivaldría a establecer un contraste normativo entre lo ideal y lo real–, quiero subrayar que, desde el punto de vista de sus promotores, aquél habilita la creación de escenarios de acción, además de posicionamientos. El modo privilegiado es significar el federalismo como la producción de “obras concretas” (en un arco que va desde las obras mencionadas hasta una ley, una consigna partidaria o la construcción de memoria histórica, donde Artigas, el caudillo federal “uruguayo”, regresa al panteón de los héroes locales). En efecto, construyen al federalismo como mecanismo funcional (para el desarrollo territorial y para remediar el sojuzgamiento de las provincias) pero también como herramienta de innovación institucional y creación política. Cabe recordar que este “nuevo” federalismo que ha regresado no es ajeno a las transformaciones neoliberales relacionadas con la descentralización del Estado y la economía. Es un dispositivo ideológico controversial, que proporciona un conjunto de símbolos políticos y estatales para construir el locus de la política (como enfrentamiento y alianza) y un lenguaje de signos para dirimir incumbencias, construcción de liderazgos y posicionamientos, creación de instituciones, programas y proyectos. Ambigüedad significativa y laxa polisemia aseguran su eficacia.
Como he señalado, no todos los actores políticos ven negativamente per se el hecho de que las grandes inversiones de infraestructura se gestionan sobre recursos provenientes (directa o indirectamente) de la Nación. Los gobernadores enfrentados al gobierno nacional, empero, expresan crecientemente su interés en financiamientos alternativos, ya sea de organismos multilaterales de crédito o a través del mercado de capitales doméstico (fideicomisos o emitiendo deuda pública). Aquí gravita un problema considerado político y jurídico, ya que uno de los aspectos más controvertidos del artículo 124 de la Constitución Nacional (introducido en la última reforma, 1994, y que habilitó las regiones interprovinciales) es que las provincias pueden “celebrar convenios internacionales en tanto no sean incompatibles con la política exterior de la Nación y no afecten las facultades delegadas al gobierno federal o al crédito público de la Nación”. De este artículo “federal”, hay quienes anclan su valor en la capacidad para disponer de recursos genuinos de las provincias (los generados productivamente y los tomados en crédito/deuda), mientras que otros incluyen la participación en la toma de decisiones que afectan recursos que “bajan” de la nación. A su vez, los gobernadores y sus administraciones también tienen compromisos diferenciales respecto del actual Régimen de Coparticipación Federal de Impuestos. Este sistema tributario –a medio camino entre una norma y su reglamentación, por medio del cual la nación recauda, retiene una parte y redistribuye el resto del tributo estatal entre los estados federales– es el gran blanco de cuestionamientos al federalismo argentino. Sin embargo, como sostienen mis interlocutores, en la práctica se combina con subsidios, fondos discrecionales y transferencias indirectas que compensan las desigualdades de la coparticipación. De hecho, una reciente cartografía de las transferencias del gobierno central revela una creciente desproporción que desnaturaliza el criterio de distribución fijado en la ley 23.548/88 y de los recursos que se distribuyen a las provincias por mecanismos no automáticos11. Finalmente, en el enjambre de recursos jurídicos, y problemas y soluciones políticos que hacen cotidianamente al federalismo, quienes conducen la RC reconocen que la creación de infraestructura regional también es un mecanismo del gobierno nacional –que para algunos fortalece y para otros debilita– que afecta a la agenda regional de obras públicas. Esta tensión puede ilustrarse en el reciente llamado a licitación pública nacional para la contratación de la consultora encargada del proyecto ejecutivo del viaducto Paraná-Santa Fe. El mismo fue realizado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner días después de su visita a la ciudad de Paraná, con motivo de los festejos por el bicentenario de la ciudad, el 25 de junio de 2013. En el acto en que anunció que la obra iba a construirse remarcó la lealtad –ese valor tan caro al peronismo– del mandatario entrerriano, quien en ese entonces estaba entre los “presidenciables” de 2015 (luego, el proceso político terminó cediendo a favor del gobernador bonaerense)12.
Las diversas modalidades significativas señaladas que hacen parte de la relación entre federalismo e infraestructura permiten advertir que los proyectos “regionales” no sólo implican materialmente a las tres provincias sino que remiten a un proceso de producción. En este sentido, uno de los eslóganes que los funcionarios que participan de la RC repiten hasta el hartazgo es que “la creación de la Región Centro es el evento más importante después de la organización nacional”. Con ello contestan las diversas maneras en que la prensa, la oposición política y los diversos sectores acusan de instrumental a la política regional, como mera sumatoria, coyuntural, de tres términos. Pero también subrayan que, además de poder político y económico, la RC implica lazos humanos: sin personas que se encuentran, reúnen, debaten, se pelean, se contactan, viajan juntas, se organizan, etcétera, no hay regionalización. El tono de confianza y camaradería que invade los eventos regionales (e interrumpe de manera ritualizada la expresión de conflictos que en otros escenarios, cotidianos y excepcionales, separan a los actores en intereses provinciales, partidarios, estamentales, coyunturales, etcétera) es tan importante en esa construcción que las personas suspenden su asistencia a los eventos cuando hay diferencias abiertamente conocidas por todos, si bien continúan participando en la RC. Todo esto es para mis interlocutores el federalismo.
Infraestructura y creatividad política
Las infraestructuras son parte de los procesos de “compresión espacio-temporal” contemporáneos (Harvey 1998) que relativizan un mundo hecho de flujos y movilidades (Appadurai 2000; Augé 1993; Bauman 2003; cf. Salazar 2010). La investigación etnográfica ha explorado de manera detallada los efectos e impactos socioeconómicos, ecológicos e ideológicos de centrales hidroeléctricas, represas ferrovías, oleoductos, gasoductos, tendidos eléctricos, potabilizadoras de agua, plantas de procesamiento de residuos, hidrovías, puertos, aeropuertos, autopistas, carreteras, etcétera (en el contexto local se destacan: Bartolomé 1996; Catullo 2007; Mastrangelo 2004; Radovich y Balazote 1997) y el modo de producción que ponen en juego (Ribeiro 1985 y 1991). Además de ser centrales a los trabajos de acumulación económica globales y transnacionales, han revelado que son tecnologías de poder mediante las cuales Estados y gobiernos promueven y sancionan arreglos regulatorios, jurídicos, técnicos, patrimoniales y burocráticos específicos. En este sentido, la antropología ha mostrado que son lugares privilegiados para examinar las manifestaciones concretas de los “efectos de Estado” (Mitchell 1991; Trouillot 2011; cf. Das y Poole 2008), más allá de la espacialidad (física y simbólica) que el Estado reclama para sí. No sólo porque manifiestan materialmente presencia y control estatal, sino también las brechas físicas y simbólicas de su dominación (Harvey y Knox 2010 y 2012; Harvey y Poole 2012). Como sugiere Penelope Harvey (2005, 126-131), los caminos conducen al Estado trastocando nuestros presupuestos sobre la forma y el lugar donde éste puede presentarse: manifiestan la naturaleza y el alcance de sus proyectos, y al mismo tiempo revelan la debilidad de la infraestructura comunicacional nacional y del ejercicio del control político por parte de una administración centralizada.
El foco en la infraestructura es una manera (¡y un camino!) de comprender cómo, pese a los vaticinios neoliberales, el Estado sigue siendo “una entidad territorial que lucha por imponer su voluntad sobre un proceso fluido y espacialmente abierto de circulación de capital” (Harvey 1998, 129). Lo ratifican incluso las evaluaciones críticas de la relación entre la provisión de servicios de infraestructura y el desarrollo económico, las cuales suelen implantar imaginarios normativos y una temporalidad orientada hacia el futuro que devuelve una imagen patológica de las complejidades de los procesos políticos que rodean a las obras13. En América Latina, en general, y en Argentina, en particular, suelen destacarse las “desarticulaciones” entre concepción, diseño, ejecución, seguimiento, fiscalización, evaluación y control, que traducen “costos” logísticos y de transporte a “impactos negativos” en la productividad, la competitividad y el desarrollo y articulación de territorios y mercados (Perrotti y Sánchez 2011; Sánchez y Cipoletta 2011; Sciara et al. 2008). A su turno, “mucho relato y poca obra” es desde la visión ciudadana la evaluación de la relación entre “los políticos” y “sus proyectos faraónicos”. El cisma de sentido es tal que la “irracionalidad” eclipsa todo.
Los múltiples intereses que rodean al desarrollo de las infraestructuras funcionan a través de escalas y categorías sociológicas tradicionales: de lo material a lo humano, del Estado a la sociedad, de empresas capitalistas globales a comunidades locales, y de la política del desarrollo a la vida cotidiana. Pero al mismo tiempo, la infraestructura estatal revela la fragilidad y las aspiraciones de un cierto orden territorial, al punto de que manifiestan “la incertidumbre como una capacidad de Estado” (Dalakoglou y Harvey 2012, 464). Esto implica que esas dicotomías tradicionales sean más bien dinámicas porosas y que, por esta razón, puedan construirse en loci políticos, en espacios de creatividad social. Como he intentado mostrar desde la RC, las comprensiones contestadas de significados no devienen de características “sustantivas” de los proyectos (eficaces/faraónicos, necesarios/para desviar fondos, etcétera) sino de cómo los actores sociales participan de maneras desiguales en los procesos políticos que los rodean. En la medida en que la infraestructura encarna los mecanismos heterogéneos (institucionales e interpersonales) por medio de los cuales las agencias estatales crean efectos de coherencia territorial a través de dispositivos materiales y simbólicos, articula efectos no sólo de, sino en el Estado. En este sentido, cuando en la RC la apelación y movilización del concepto federalismo encarnado en la obra pública (y no solamente de infraestructura) adquieren un tono cuasi ético, ponen de relieve que la “regulación moral” (Corrigan y Sayer 1985) constitutiva de la relación entre centralización y unificación del Estado (Bourdieu 1997) se produce de manera incesante y cotidiana. Las obras son los productos concretos que, a través del trabajo político, les otorgan reconocimiento a sus productores.
Ahora bien, al igual que todos los actores sociales, los políticos producen obras en el marco de totalidades sociales (aunque sólo a veces las cristalizan institucionalmente). Para ser reconocida, una obra debe tener sentido práctico, encajar en un relato de deseos y necesidades, y establecer conexiones entre pasado y futuro; de aquí también que tenga “efectos”. Pero asimismo, y como he señalado para el contexto que nos ocupa, las infraestructuras que provee el Estado (que provee con ello factores de la producción) también implican procesos políticos específicos en torno a esas obras (en un paralelo a medias, ya que no creemos que un esquema de producción, circulación, distribución y consumo sea traducible a la política). Para sustentar esta propuesta resulta iluminador un enfoque antropológico de la “creatividad social” capaz de hacer hincapié en las totalidades sociales donde se inserta la acción creativa y productora de valor. Sobre este tema, en antropología se destacan los trabajos de David Graeber (2001, 2005 y 2007), quien recupera el estudio etnográfico de la relación entre objetos materiales y creación de relaciones sociales.
El enfoque graeberiano inscribe la creatividad social en una teoría del valor antropológica que busca complementar el enfoque de Karl Marx y el de Marcel Mauss14. Asimismo, emerge del diálogo con otras disciplinas, como el pragmatismo norteamericano de Hans Joas, la filosofía de Roy Bhaskar y la historia cultural de William Pietz, y sintetiza preocupaciones antropológicas clásicas como la visión de Radcliffe-Brown de la vida social como proceso permanente, el carácter indeterminado de lo social de la escuela procesualista de Manchester, los desarrollos de Marshall Sahlins acerca del carácter performativo de la acción cultural, y la dimensión generativa de la acción de Fredrik Barth. Su propuesta es considerar al valor como aquello que realiza el modo en que las acciones adquieren significado al ser incorporadas en alguna totalidad social más amplia. Esta visión se opone a la de los humanos como elementos de un conjunto (sociedad, cultura) condenados a representarlo y/o reproducirlo infinitamente, y al supuesto de la elección racional, donde las instituciones aparecen meramente como efectos colaterales de las elecciones de los individuos. Plantea, en cambio, que las personas crean formas sociales y culturales permanentemente y que, por lo general, sus objetivos personales se realizan a través de las instituciones que crean (Graeber 2005, 407).
Desde este enfoque, la infraestructura es un buen lugar para repensar claves analíticas acerca de la política y los procesos políticos, en la medida en que sea posible complementar el enfoque de los “efectos” de Estado con el de su “producción”, y el de los significados incorporados en las relaciones que involucran a instituciones y personas con el de los valores creados por ellas. Considerando el interregno de la antropología y la teoría etnográfica, es notable cómo este segundo enfoque recibe menos atención, comparado con el primero. Es cierta la dificultad de etnografiar la opacidad del poder y los conocimientos técnicos especializados. No obstante, el desaliento académico con respecto a ciertos campos nunca es meramente una cuestión de “acceso” a secretos deliberadamente guardados, de resistir presiones interpersonales e institucionales, saberes especializados y/o contactos con los poderosos: las preguntas de investigación hacen al campo y también lo habilitan o lo cercenan. Se trata, en cambio, de relaciones entre antropología e ideología que apuntan a compromisos que son tanto teóricos como preteóricos. En este caso, y desde el punto de vista de los vínculos entre teoría y etnografía, considero que estamos ante uno de esos compromisos que traslapa significado y valor. Romper esa sinonimia ideológica en términos del enfoque propuesto significa, en el proceso de la Región Centro, problematizar cómo el federalismo es significado en relación con obras concretas y cómo estas realizan de manera regional obras de infraestructura a partir de un trabajo político. La “cosa” y su “valor” incorporado presentan una integración pragmática en la producción de una totalidad. Es el establecimiento de relaciones entre la infraestructura y el federalismo lo que imprime valor a la política y hace de la Región Centro un espacio de creatividad social en el seno del Estado. Acción y contexto se integran desde el punto de vista de los actores, al actuar a través de la infraestructura como manera de producir y crear obras y valor15. Las asociaciones con el federalismo establecidas por los promotores de la RC constituyen una arena propicia para repensar cómo las obras también crean espacios conceptuales.
Epílogo: del valor del significado y del significado al valor
Entre las ventajas analíticas de complementar el estudio de los efectos materiales de Estado con la aproximación a la creatividad social está la posibilidad de repensar las bases conceptuales de la relación entre antropología y etnografía. De cara al problema con el cual abrí este trabajo, significa repensar el estatus analítico de la imaginación política en relación con el poder arbitrario y contingente del Estado. De hecho, nadie dudaría de que el enfoque etnográfico permite acceder a la cotidianidad de la infraestructura y la intimidad del poder en la vida humana, y con ello, transcender divisiones estancas como público/privado, Estado/sociedad, formal/informal, política/economía, material/ideal, etcétera. Pero visto meramente como efecto, significa introducir separaciones artificiales y añadir dicotomías (proveedores/beneficiarios, usuarios/planificadores, políticos/ciudadanos, etcétera) que violentan las totalidades sociales, donde las infraestructuras realizan su importancia. Para completar este argumento (e incorporar plenamente, de modo explicativo y no sólo descriptivo, las dimensiones productiva y creativa de la actividad política) quisiera cerrar estas páginas regresando brevemente al tema del significado.
Uno de los autores que ha recolocado la cuestión del significado en los últimos años es Slavoj Žižek, proponiendo una repolitización de la economía contra la actual postpolítica “fundamentalmente interpasiva” (2010, 142). Con este concepto de corte lacaniano (el sujeto es activo a través de la pasividad del otro), plantea que la ideología del capitalismo global es un multiculturalismo despolitizado, según el cual vivimos en un universo postideológico donde las únicas batallas que valen la pena son por el reconocimiento de diversos estilos de vida. Frente a estos vaticinios, y recurriendo a los trabajos de Jacques Rancière y Etienne Balibar, Žižek plantea que las ideas dominantes no son nunca directamente las ideas de la clase dominante porque la lucha por la hegemonía ideológico-política remite a “la apropiación de aquellos conceptos que son vividos ‘espontáneamente’ como ‘apolíticos’ porque trascienden los confines de la política” (2010, 15). Es decir, no hay mera imposición de significados sino apropiación de la universalidad de ciertas nociones: la lucha política es conseguir hacerse oír como interlocutor legítimo.
Partiendo de esa política del significado, ¿qué pasaría si ponemos en su lugar al valor y corremos el foco de la estructura al proceso? Esta pregunta contiene una pequeña dosis de provocación (además de la discusión sobre la estructura y el proceso en la obra de Marx, son de público conocimiento los enfrentamientos políticos entre Graeber y Žižek) pero es ante todo epistémica, o mejor dicho, pretende serlo, en pos de un ejercicio de teoría etnográfica. Es la base desde la cual, a través de la infraestructura, he intentado mostrar cómo en el proceso de la Región Centro, los actores mixturan de maneras creativas los efectos de Estado con lo que (a falta de un término mejor) llamaré la praxis del federalismo como valor. De hecho, no han elaborado una definición unívoca del federalismo (es reclamo y logro, adjetivo y cosa, pertenece al pasado, al presente y al futuro, es espacio y locus, puede acumularse, perderse y destruirse…) pero actúan como si un significado unificado existiera. Comprender estas acciones como producción de valor requiere tomar en cuenta el proceso total donde se realizan, como parte de (y no pese a) la fragmentación y heterogeneidad del Estado. Este camino de la política del significado a la del valor combina así una valoración del holismo y del enfoque procesual de la emergencia etnográfica.
Afortunadamente, la dialéctica sigue siendo un motor para aquello que Gramsci denominaba el humanismo absoluto de la historia humana. Los actores que hegemonizan las condiciones de posibilidad de la infraestructura en la RC introducen al significado del federalismo de manera oblicua respecto de sus comprensiones de Estado. En esta batalla permanente de producción de legitimidad, el Estado sigue siendo producido como una herramienta de transformación social, como un contexto y un espacio de imaginación en el cual los significados trasuntan en valor, que crea y produce la importancia de la política, de lo político y de sus relaciones. Al hacer del federalismo un ejercicio político, y no sólo un artificio retórico de construir soberanía estatal, los actores legitiman un ordenamiento estatal y lo cuestionan, introducen variantes de su representación, responsabilidades y competencias que no parecen estar totalmente dadas. La infraestructura tiene la ventaja de ponerlo particularmente de relevancia porque los vaivenes y cortocircuitos de la política perviven en y a través de obras. En otras palabras, pueden tenderse puentes, aunque los números no den, porque los números de las obras públicas nunca dan.