Las imágenes actuales de los campesinos en Colombia constituyen un régimen de visibilidad contradictorio. En las narrativas del Estado, del mercado, de la intervención humanitaria, de los medios, e incluso de la academia, los campesinos oscilan entre indispensables y prescindibles. Como objeto de implementación de proyectos de desarrollo, los campesinos han sido vistos como potenciales sujetos neoliberales –capaces de ser convertidos en productivos empresarios– o como la encarnación del sueño (a la vez pesadilla) de un pasado precapitalista (Escobar 2007). Entendidos como sujetos no étnicos en el marco del multiculturalismo oficial colombiano, lo campesino se asume como falto de cultura y lejano a la naturaleza, en contraposición con lo indígena y lo afro (Cárdenas 2012; Ojeda 2012; Ulloa 2005). Son deseados por el Estado para ser incorporados al orden establecido, o vistos como su constante amenaza (Ramírez 2001; Yié 2015). Y, por lo general, son campesinos, en masculino, invisibilizando el trabajo y el lugar de sujetos otros como mujeres, niños y aquellos que no son reconocidos dentro del régimen heteronormativo (García Becerra 2017). Esto ha tenido consecuencias muy problemáticas en términos de la reducción de los espacios materiales, sociales, económicos y políticos de los campesinos durante las últimas décadas (Ojeda y González en prensa).
Inspiradas por los planteamientos de la socióloga aimara Silvia Rivera Cusicanqui, nos interesa pensar cómo en ocasiones las palabras y los discursos sobre los campesinos y los movimientos campesinos “encubren más de lo que dicen” (Rivera Cusicanqui 1984; 2010, 6). Todo régimen de visibilidad es a su vez de invisibilidad. Este régimen define las formas de representación de lo campesino y oculta la violencia de su compulsividad taxonómica. Este ensayo visual busca mostrar las complejas intersecciones de lo campesino. Recorre los paisajes campesinos, intentando entrever las diversas experiencias y vivencias de lo político que exigen pensar lo campesino siempre en relación con otras categorías como hombres, mujeres, masculinidades, feminidades, indios, indígenas, negros y afrocolombianos (Herrera 2016; Hoffman 2016; Sañudo 2015). Este recorrido permite también entender lo campesino en relación con espacialidades que desestabilizan las oposiciones campo-ciudad (Cohen 2010), tierra-agua (Camargo en prensa), colectivo-privado (Gutiérrez y García 2016; Osorio 2016), clase-cultura (García-Becerra 2017) y humano-no humano (Lederach 2017).
El conjunto de fotografías, artículos de prensa e ilustraciones aquí presentado, nos permitió un acercamiento a las imágenes como fuente histórica (Burke 2005; Pérez 2015) y como campo etnográfico (Pink 2006). Argumentamos que, a través de esta aproximación, es posible construir conocimientos situados y relacionales, y reconstruir lo político en los paisajes y los cuerpos campesinos. Confiamos en que la reflexión que puedan suscitar las imágenes que recogemos aquí permita abrir espacio a una mejor comprensión de estas complejas interacciones e imbricaciones. En últimas, queremos retar la mirada reduccionista de lo político que estatiza las luchas, lo organizativo y la historia del campesinado en Colombia.
En los años sesenta y setenta se dio un intento de reforma agraria en el país. El Estado promovió la organización campesina a través de la conformación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), iniciativa que buscaba estructurar las bases sociales rurales para la puesta en marcha del proyecto de reforma (LeGrand 1988; Pérez 2015; Rivera Cusicanqui 1987; Zamosc 1986). Además, se construyó y se fortaleció toda una estructura institucional crediticia, jurídica, gremial y técnica para sostener, desde el Estado, este proyecto e insertar a los campesinos en los modelos de desarrollo rural. Una serie de conocimientos agrológicos, académicos y masculinos se empezaron a implantar en el campo colombiano. Burócratas y tecnócratas de lo rural comenzaron a hacer parte de los paisajes campesinos, para guiar por la senda de la modernización a estos grupos que antes se encontraban en las márgenes –espaciales, técnicas– del capitalismo.
Sin embargo, las promesas del Estado de acceso a tierra, créditos y asistencia técnica no se cumplieron del todo en algunas regiones de Colombia. De este modo, los campesinos, los negros y los indios desesperanzados se tomaron por cuenta propia la organización, y emprendieron procesos colectivos de recuperación de tierras y de disolución del régimen hacendatario en Nariño, Huila, Tolima, Córdoba y Sucre. En las sabanas del Caribe, la ANUC se distanció del Estado y los campesinos y las campesinas empezaron a gestionar la organización y las luchas de manera autónoma. Mediante acciones colectivas, corrieron cercados de haciendas, hicieron mejoras y se apropiaron familiar y colectivamente de la tierra, constituyendo los Baluartes de Autogestión Campesina. Los baluartes eran territorios recuperados de las haciendas donde convivían y producían colectivamente grupos campesinos. Este proceso es documentado por académicos como Orlando Fals Borda y por artistas como Ulianov Chalarka, quienes aplicaron metodologías de Investigación Acción Participativa para recuperar la historia de la organización campesina y popular, fortalecer la organización y desarrollar procesos de educación popular (Chalarka 1985; Negrete 2013; Rappaport 2018; Rappaport y Negrete 2015).
Hoy deseamos reactualizar la memoria de estos movimientos y de estos territorios colectivos campesinos de los años setenta. Como investigadoras, deseamos honrar estas memorias y estos espacios campesinos quizá olvidados y despreciados, en momentos de extractivismo, multiculturalismo neoliberal y diversas violencias que definen lo campesino como configuración de clase, no étnica, y carente de territorios y proyectos de vida colectivos. Este ensayo visual es una manera de conjurar el olvido y de oponernos a las taxonomías culturalistas contemporáneas que limitan la imaginación sociológica y que establecen, de manera arbitraria y ahistórica, que el espacio indígena y afro es colectivo –el territorio–, mientras que el espacio campesino es familiar o individual –la parcela–. La mayoría de los hombres y las mujeres que lucharon y construyeron los baluartes hoy están muertos, muchos fueron asesinados por el régimen hacendatario, el paramilitarismo y la agroindustria. Estos baluartes parecerían haber sido enterrados bajo la sangre y el sufrimiento de los campesinos, y desaparecido de las memorias que imponemos como país y como pueblo.
Que este ensayo visual sea entonces un homenaje a esta lucha, y en particular a los baluartes, que fueron lugares de esperanza, de producción de lo colectivo, del cuidado y de formas de autonomía que escaparon a las taxonomías sexistas, culturalistas y clasistas de los lenguajes gastados del desarrollo, la política identitaria y la paz.