Europa en los años noventa y sus relaciones con América Latina

Luís Alberto Restrepo

Investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional, Bogotá.

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22-34

01/10/1991

01/10/1991

Introducción

Como es obvio, ni Europa ni América Latina constituyen, cada una en sí misma, una unidad política al modo de los Estados Unidos o el Japón. Aun si se limita la consideración a la Europa occidental de la posguerra, ésta se trata de un conglomerado de diecisiete naciones, muy diversas por sus dimensiones y su población, su historia, sus instituciones, su economía y su cultura. Doce de ellas conforman la Comunidad Económica Europea (CEE) y se preparan para constituir el mercado unificado en 1993. Por su creciente entrelazamiento económico y por la aproximación relativa de sus sistemas de valores durante la posguerra, la CEE es el principal referente de un discurso global sobre Europa. Ella es su polo aglutinante. Pero más allá de la CEE, están los seis países también "occidentales" de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), además de Liechtenstein; las naciones de Europa Central, identificadas hasta hace poco como Europa del Este; y una parte de la misma Unión Soviética, cuya identidad europea es objeto de debate. Algo similar, aunque en menor escala, se puede decir a propósito de América Latina a la que conocemos mejor. Europa y América Latina son, pues, hasta cierto punto, dos abstracciones. Teniendo en cuenta esta limitación, se intentará aquí dar una imagen global de la situación europea, con énfasis en la CEE, para concluir con algunas consideraciones sobre sus relaciones con Latinoamérica.

En primer lugar, se hará referencia a la lógica global de la reconstrucción de Europa occidental en la posguerra y a sus resultados: la CEE y el mercado unificado del 93. Luego, se evaluará el primer impacto positivo del fin de la guerra fría, en la CEE y en toda Europa. En tercer lugar, se presentará un balance de las dificultades a las que se enfrenta la Comunidad para consolidar su unidad y su protagonismo internacional, entre las que se cuenta el peso adquirido por Alemania en Europa. A continuación, en un cuarto punto, se realizará una estimación sobre el lugar de Europa y de Alemania en el "nuevo orden mundial" en cierne y se concluirá, finalmente, con algunas reflexiones sobre las relaciones de la CEE con América Latina.

A pesar de los beneficios reales que trae el fin de la guerra fría para toda Europa, y sin desconocer las perspectivas que le abre a la CEE, la revolución de Europa del Este y la transformación de la política internacional soviética debilitan a la Comunidad en beneficio de una Alemania reunificada, convertida ahora en eje articulador entre la Europa comunitaria y el antiguo Este socialista. En todo caso, el repliegue de la CEE sobre los retos de su propia unidad y estabilidad interna, y la competencia con los Estados Unidos y el Japón, acentuarán la tendencia a su distanciamiento de América Latina. Si el continente latinoamericano quiere preservar y mejorar sus lazos con Europa, debe desarrollar una intensa actividad de presencia conjunta en el Viejo Continente.

1. La Comunidad Económica Europea y el Mercado Unificado del 93

Para comprender la actual transición de la CEE hacia el mercado unificado de 1993, conviene tener presente la lógica que presidió su reconstrucción en la posguerra.

La lógica de la reconstrucción europea (1945-1989)

La reconstrucción de Europa occidental constituyó el eje de la estrategia norteamericana de seguridad frente a la Unión Soviética después de la guerra. El Plan Marshall buscaba, en primer lugar, reconstruir a Europa como bastión anticomunista. La identidad inicial de Europa occidental fue, pues, político-militar: la economía europea se rehízo como barrera de contención frente al modelo socialista, mientras la OTAN garantizaba la disuasión militar frente al Pacto de Varsovia. La fragmentación política de Europa occidental y su reconstrucción "a crédito" le significaron la pérdida de casi toda autonomía frente a Washington. La República Federal Alemana (RFA), en particular, quedó reducida durante largo tiempo a la impotencia.

Es importante anotar, sin embargo, que la OTAN no sólo ha cumplido el papel de barrera defensiva contra la Unión Soviética. El temor de la "amenaza comunista" y la tutela militar norteamericana mantuvieron a raya los nacionalismos europeos, garantizaron la paz y estimularon la homogeneidad política entre los pueblos, como contexto indispensable para su reconstrucción económica. Bajo la mirada vigilante de la OTAN, el plan Marshall pudo asentar las bases financieras e institucionales de la CEE y del mercado unificado de 1993.

A lo largo de la guerra fría (1945-1989), la reconstrucción europea fue adquiriendo una "lógica contradictoria"[1] Mientras la reconstitución de las capitales nacionales y su progresiva articulación en la Comunidad fortalecía el poder económico de Europa occidental, en el ámbito militar la Comunidad abandonó su defensa en manos de Washington. En consecuencia, la autonomía política de la Europa comunitaria se ha visto limitada por su hipoteca militar y no se ajusta a su real potencial económico. Algo similar podría afirmarse respecto al Japón.

A pesar del creciente multipolarismo económico, el predominio político y militar de los Estados Unidos sobre sus aliados se ha mantenido. Esta asimetría de poder se ha ido haciendo sensible en el orden mundial desde los años setenta. De tal modo que, del anticomunismo beligerante de Reagan durante la primera mitad de los años ochenta, no estaba ausente el propósito de reafirmar la decaída autoridad norteamericana sobre sus propios aliados. La misma pretensión parece haber acompañado a la administración de Bush en la reciente guerra del Golfo.

La unificación del mercado europeo en 1993 obedece fundamentalmente a la nueva lógica de la competencia. No se trata ya de que los Estados Unidos pretendan fortalecer a Europa contra el comunismo. Por el contrario, es Europa misma la que se prepara para la competencia con los Estados Unidos y el Japón. La transformación de la CEE en un mercado unificado manifiesta la transición del orden político-militar y bipolar de la posguerra a un orden basado en la competencia entre la tríada conformada por los Estados Unidos, Japón y Europa occidental.

La Comunidad Económica Europea (CEE)

La propuesta del Plan Marshall se extendía inicialmente a todos los gobiernos de Europa pero las naciones del Este la rechazaron puesto que suponía su incorporación a la economía de mercado. El 16 de abril de 1948 se creó finalmente en París la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) con el fin de canalizar la ayuda norteamericana[2]

En 1951, Europa había recibido 12.400 millones de dólares. En 1960, la OECE se transformó en la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), destinada a favorecer la expansión económica de sus miembros y el crecimiento de los países en desarrollo.

El Plan Marshall impulsó la reorganización de la economía mundial de mercado, tal como ésta había sido definida en la Conferencia de Bretton Woods (1944). Promovió la adhesión de los países beneficiarios al Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD, 1946), al Fondo Monetario Internacional (FMI, 1947) y a los acuerdos del GATT. Contribuyó a la creación del nuevo orden económico internacional de la posguerra, en el que los Estados Unidos desempeñarían un papel hegemónico.

Las diferentes tentativas de unión política de Europa occidental no tuvieron éxito. Con todo, surgieron algunas instituciones económicas supranacionales. En abril de 1951, se creó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero que agrupa al Benelux, Alemania, Francia e Italia. En 1954, la fórmula denominada Comunidad Europea de Defensa es rechazada por Francia. El sueño de la supranacionalidad aparece de nuevo en el anteproyecto de Comunidad Política Europea de 1953, que se frustra, sin embargo, al año siguiente. Por fin, en marzo de 1957, se firman en Roma dos tratados que crean la Comunidad Económica Europea o Mercado Común y la Comunidad Atómica Europea (Euratom).

Los doce países que hoy conforman la CEE[3], pueden llegar a ser dieciocho si se lleva a cabo la muy probable incorporación de la AELE[4], o incluso diecinueve, si se les suma Liechtenstein. La estructura de poder de la Comunidad no es homogénea. En su seno se estableció desde el comienzo una jerarquía política que se ha ido transformando con la incorporación de nuevos miembros al ritmo de la evolución económica de cada uno de ellos. En la definición inicial del peso político de los asociados, incidieron los diversos papeles desempeñados por las naciones europeas en la segunda guerra. Alemania e Italia, causantes del conflicto y vencidas en él, entraron a ocupar un lugar subalterno pero de todos modos cercano a los centros de decisión, como una manera de garantizar su adhesión a la CEE. Los Países Bajos, demasiado pequeños y sometidos durante la guerra al control nazi, no obtuvieron una posición destacada. España y Portugal, sólo ingresaron en 1986, en un puesto claramente subordinado. Inglaterra, artífice político del triunfo de los aliados, perdió, sin embargo, el lugar de privilegio que le correspondía al postergar su ingreso en la Comunidad. La Isla británica parecía tener inicialmente mayor interés en las gestiones financieras de la City y en el comercio con los Estados Unidos y sus ex colonias de la Commonwealth, que en la aproximación a sus históricos rivales del continente. Cuando, en 1963, quiso ingresar a la Europa comunitaria, tropezó con la oposición del general De Gaulle. De este modo, Francia, escenario de la resistencia, se convirtió en el eje político de la construcción comunitaria con el respaldo de la Alemania vencida. Mediante una rentable estrategia de "alineamiento disidente" con los Estados Unidos, De Gaulle conquistó para su país una influencia mayor que aquella que le correspondía de acuerdo con su real poderío económico. Francia fue, al menos hasta 1989, el corazón político de Europa.

La evolución económica del continente ha venido readecuando las jerarquías internas. El acelerado crecimiento de la RFA desde los años sesenta incrementó su peso político en el ámbito comunitario. Bonn pasó a ser el socio indispensable de París. La Gran Bretaña, aunque sólo ingresó a la Comunidad en 1972, se convirtió en un contrapeso al eje París-Bonn y en un freno a la dinámica integracionista de los dos anteriores. De todas formas, el relativo equilibrio demográfico y económico existente entre Francia, Alemania y Gran Bretaña, hacía de estos tres países los pilares de la Comunidad al ritmo de su crecimiento económico, Italia y, en cierto modo, España han entrado también a asumir un activismo creciente. En cambio, otras naciones del sur, como Portugal y Grecia, continúan ocupando una posición secundaria. Los Países Bajos, limitados por sus dimensiones, han mantenido un bajo perfil a pesar de su innegable potencial económico.

El mercado unificado de 1993

El Acta Única firmada en Luxemburgo por los doce miembros de la CEE, en febrero de 1986, dio nacimiento a la Europa de "segunda generación". El Tratado de Roma era económico y preveía la creación de un mercado unificado. El Acta Única supone la globalización de los mercados de bienes, servicios, personas y capitales en Europa. Su originalidad radica, sobre todo, en haber fijado una fecha para la integración de los mercados: el 31 de diciembre de 1992. Pero además, compromete a los estados a desarrollar su cooperación política a la cual queda asociado el Consejo Europeo. Le da una base jurídica común a los diversos tratados ya existentes (la CEE, la Comunidad del Carbón y del Acero y la Comunidad de Energía Atómica), institucionaliza el Consejo Europeo y establece las modalidades de diálogo entre el Parlamento Europeo y el Consejo de Ministros, limitados antes a temas meramente presupuéstales.

Las sociedades financieras europeas se han anticipado a los cambios por venir, acrecentando los vínculos entre las empresas de diversos países y sectores de la Comunidad. Los bancos e instituciones financieras no europeas toman también posiciones en el Viejo Continente. La mayor parte de las entidades norteamericanas se proponen como objetivo principal el mercado de capitales europeo. Los japoneses proceden a realizar un gran número de inversiones puntuales en los países de la Comunidad, pero sin lanzar hasta ahora una gran ofensiva.

Para el intercambio de bienes y servicios, los miembros de la CEE han abandonado por ahora el intento de armonizar las distintas legislaciones nacionales, para adoptar más bien el principio de mutuo reconocimiento, que permite a las empresas operar en todas las naciones europeas de acuerdo con las reglas de su país de origen, mientras estén acordes con las orientaciones generales de la Comunidad. Esta actitud facilita a su vez cambios adicionales en la reglamentación nacional y también la acción común.

Con todo, el proyecto de mercado unificado es apenas una estrategia defensiva de la Europa comunitaria frente a los Estados Unidos y al Japón[5]. Los intereses de japoneses y norteamericanos se encuentran cada vez más entrelazados. La CEE está aún muy rezagada. Hasta hoy, la perspectiva de integración europea se limita a la unificación económica de los doce países de la CEE. Pero el resultado de la unificación de doce economías supone una integración normativa, social y cultural que va mucho más allá de la mera apertura recíproca de los mercados. En todo caso, si aspira a competir con éxito en la tríada, la CEE tendrá que diseñar estrategias globales de orientación mundial, que suponen una mayor unidad política. Sin estas estrategias, incluso el mercado unificado de 1993 sólo sería una suerte de provincialismo tardío[6].

El caso alemán

Teniendo en cuenta su carácter central para el nuevo orden europeo e internacional, conviene detenernos en el caso alemán. Por su PNB, la República Federal Alemana era la tercera potencia económica mundial, incluso antes de la reunificación. En 1989, sus excedentes comerciales de 189 mil millones de marcos la convertían en el primer exportador mundial, por delante del Japón y de los Estados Unidos. A diferencia de lo que sucede en estas dos potencias, Alemania ha reorientado su comercio hacia los países desarrollados de Europa que absorben hoy el 70% de sus exportaciones, mientras que la porción correspondiente a los norteamericanos ha descendido del 10% al 7%[7]  Este hecho le garantiza a la economía alemana un mercado amplio, bien integrado y sólido, y le concede una notable estabilidad. El dinamismo comercial alemán se apoya en una sólida base industrial y tecnológica, como lo demuestra la estructura de la población activa: el 40% de los empleos se situaba en la industria en 1988, contra el 33% en el conjunto de la CEE y sólo el 30% en el Reino Unido. Según los datos ofrecidos por Eurostat, la producción manufacturera de las dos Alemanias representaría en 1988 el equivalente a la suma de la producción de Francia y del Reino Unido[8] . Las capacidades industriales de Alemania se conjugan con un alto potencial financiero. En julio de 1989, aparece como el segundo país acreedor después del Japón, con 427 mil millones de marcos en su haber neto, de los cuales 151 se encuentran activos en la sola CEE[9] .

Los agentes principales de la hegemonía alemana son los konzerns, consorcios que reúnen, bajo una dirección única, empresas jurídicamente independientes con miras a una mejor integración vertical de la producción. Importante punto de apoyo del nazismo, los aliados las desmantelaron en 1945 y las reconstruyeron rápidamente durante la guerra fría con la intención de levantar el muro de contención contra el comunismo. Hoy, los konzerns alemanes le imprimen su forma a la integración de los doce países en la CEE.

La muy probable integración de los miembros de la AELE y de Liechtenstein al mercado europeo de los doce, reforzaría el lugar privilegiado que ocupa el capital alemán, puesto que Alemania es el primer abastecedor europeo de los países de la AELE. A Suecia y Finlandia, Alemania les proporciona respectivamente el 36% y el 39% de sus importaciones globales. En 1989, Austria realizaba con Alemania el 40% de las importaciones totales provenientes de la CEE y el 31 % de sus exportaciones hacia ella[10]. Suiza realizaba el 34% y el 21% respectivamente.

Se ven emerger así dos grandes espacios económicos en torno a Alemania: una Europa del Norte, con Noruega, Suecia y Finlandia, en la que la RFA afirma su hegemonía en un mercado de 22.5 millones de consumidores; y en el Sur, una Europa alpina que liga estrechamente a Alemania, Suiza y Austria. Este último entrelazamiento es, a la vez monetario, comercial e industrial a partir de lazos históricos, culturales y lingüísticos muy densos. En síntesis, la construcción del gran mercado europeo del 93 sobre bases neoliberales permite un reforzamiento sin precedentes, de las firmas y del Estado, más poderosos, con el riesgo de transformar a la CEE en una vasta esfera de influencia alemana.

2. La CEE ante los cambios en el Este

Hasta 1990, el proyecto de mercado unificado para el 93, aspiraba solamente a evitarle una decadencia irremediable al Viejo Continente. A fines de 1989, la perestroika, la revolución de Europa del Este, la caída del muro de Berlín y la reunificación alemana parecieron abrir el camino para la expansión de la CEE hasta los Urales y devolverle al Viejo Continente protagonismo en la historia.

El impacto económico

En efecto, los Estados Unidos no poseen hoy la capacidad financiera necesaria para invertir masivamente en la reconstrucción de Europa central, como lo hicieron en Europa occidental después de la guerra. El Japón tiene su centro de atención en el fortalecimiento de la Cuenca del Pacífico y en la penetración en la China. Europa Central y la misma URSS se abren entonces a la inversión de la CEE y, sobre todo, de Alemania. El espacio económico de Europa se amplía considerablemente y configura un mercado potencial de 700 millones de habitantes. Si esta perspectiva se consolidara, la gran Europa podría convertirse, en algunas décadas, en el más serio competidor económico de los Estados Unidos.

Consecuencias políticas para Europa

El fin de la guerra fría liberó al Viejo Continente del chantaje del terror que lo había mantenido dividido y sometido a las dos superpotencias. Los años noventa parecían abrir, entonces, la posibilidad de pensar en una Europa unificada En este sentido apuntaba la propuesta de Gorbachov de hacer de Europa la "casa común", insistentemente reiterada por el dirigente soviético hasta mediados de 1990. El proyecto de integración de la URSS a Europa occidental estaba en el centro del diseño internacional de Gorbachov. A esta propuesta hacía eco la fórmula de Mitterrand, quien habló, en 1989, de conformar una "confederación de naciones". Uno y otro pensaban, evidentemente, en la recuperación del protagonismo político europeo, independiente de los Estados Unidos y suficientemente fuerte como para hacerle frente al creciente poderío asiático de la Cuenca del Pacífico. En la resonancia francesa a la propuesta de Gorbachov, podría leerse, además, el esbozo de una alianza que buscaría hacerle contrapeso al poder alemán en el centro del continente. Cálculos estratégicos similares frente al fortalecimiento del Japón y Alemania podrían estar animando también la aproximación entre los Estados Unidos y la URSS. En todo caso, Europa reunificada ocuparía, de nuevo, el centro de la historia mundial. Cualquiera sea la suerte de estos proyectos utópicos, el "nuevo pensamiento" soviético y la apertura del Este parecían consolidar inicialmente la tendencia al fortalecimiento del Viejo Continente en el escenario mundial.

Alemania, principal beneficiaria

De nuevo, la gran beneficiaría del fin de la guerra fría es Alemania. Por sí sola, la Alemania reunificada queda convertida en el tercer polo de la nueva tríada de poder emergente, al lado de los Estados Unidos y el Japón.

La ampliación de la base productiva hacia la RDA le plantea a la RFA agudos problemas inmediatos, pero representa, a mediano plazo, uno de los medios para asegurar la perduración de la hegemonía económica alemana en la CEE y en toda Europa. Los konzerns de la RFA están a punto de asegurarse el control de la mayor parte del potencial industrial este-alemán. Una ley votada en junio de 1990, en el Parlamento de Berlín Este, le ha confiado a un solo organismo, la Treuhandanstalt, el trabajo de reorganizar y privatizar un conjunto de 8.000 conglomerados y empresas "propiedad del pueblo" que representan el 80% de la economía de la RDA y 4 millones de empleos[11]. Los demás países europeos, de hecho, están excluidos de estas adquisiciones, salvo raras excepciones. La anexión de la RDA le ofrece además oportunidades de apertura hacia el Este totalmente insospechadas, porque los lazos industriales tejidos por la RDA en el Comecon perdurarán todavía durante largo tiempo. Los soviéticos tienen una necesidad vital de mantener sus nexos técnicos con ella y el acuerdo histórico Kohl-Gorbachov del 16 de julio de 1990 les aporta la garantía.

Por si fuera poco, la presencia alemana en Europa central es ya fuerte. La RFA ocupa un lugar dominante en las importaciones originadas de Europa occidental: 60% para Polonia, 57% para Checoslovaquia, 52% para Bulgaria y 50% para Hungría. En 1989, la RDA controlaba el 30% del mercado del conjunto de los países del Este, contra solamente el 7% de Italia y el 6.5% de Francia[12].

Si la Comunidad no avanza en su unificación política, Alemania podría lograr por sí sola lo que una Comunidad desarticulada no alcanza. La "casa común" europea, tan acariciada por Gorbachov, podría llegar a ser la casa de los konzerns alemanes.

3. Las dificultades para la consolidación de Europa

A pesar de las buenas perspectivas que se le abren a Europa occidental en los años noventa, la Comunidad enfrenta graves dificultades para avanzar en su unidad interna y en su protagonismo internacional.

Dificultades internas de la CEE

Contra los propósitos de unificación política de la CEE expresados por Francia, Alemania e Italia, la Gran Bretaña de la señora Thatcher presentó siempre una oposición férrea. Desde luego que la "casa común" o la "confederación de naciones" no merecieron ni siquiera una alusión británica. La idea neoliberal del mercado unificado de la señora Thatcher no incluía, sin embargo, ninguna limitación de la soberanía política nacional. El nuevo primer ministro, John Major se ha mostrado más discreto en este punto. Y es de esperar que el túnel submarino que unirá en este año a la Gran Bretaña con el continente contribuya a mitigar sus históricas tendencias insulares.

Otros obstáculos menos manifiestos son mucho más poderosos. Desaparecida la "amenaza soviética", se diluye también el aglutinante del terror que había mantenido la frágil armonía entre las naciones de la Comunidad. Los nacionalismos tienden a renacer. Desde luego que la economía comunitaria está hoy fuertemente integrada y la presión de la competencia internacional en favor de la unidad es grande. Pero la ausencia del "enemigo común" libera las tendencias centrífugas de la antigua Europa occidental.

Esta tendencia tiene su expresión concreta en las tensiones que genera el papel de Alemania. Las tareas de su reunificación, los crecientes nexos de Alemania con Checoslovaquia y Hungría le restan forzosamente energías a la construcción del mercado europeo. Es lícito incluso preguntarse en qué medida Alemania quiera y pueda seguirse considerando como el margen derecho de Europa occidental, ocupando en realidad el centro de todo el Viejo Continente. Y sin la participación alemana, Europa 93 no puede llevarse a cabo. En cualquier hipótesis, es un hecho que la reunificación alemana rompe definitivamente el ya precario equilibrio de poder existente hasta 1990 entre Bonn, París y Londres. Su situación estratégica convirtió al pueblo alemán en arbitro del fin de la guerra fría, en punto clave del mercado unificado y en actor fundamental del nuevo orden europeo e internacional en cierne. Y aunque nada señala por ahora en esta dirección, nada garantiza tampoco que la nueva nación alemana no quiera traducir su poder económico en aspiraciones políticas de carácter hegemónico.

La idea de una hegemonía política de Alemania en Europa encuentra una resistencia unánime, no sólo en Francia o en el occidente de Europa, sino también en Europa central, en la URSS y en los mismos Estados Unidos. Ninguna de las potencias occidentales admite la idea de una reconstitución eventual de la Gran Alemania por el camino indirecto de la hegemonía económica. Sólo el Japón -el otro polo del Eje durante la guerra- no manifiesta resistencia particular. Por el contrario, dos gigantes como la Mitsubishi nipona y la Daimler Benz alemana han hecho ya una alianza para fabricar, en Singapur, aviones que puedan competir con los productos norteamericanos.

Dos acontecimientos recientes añaden nuevos interrogantes al panorama europeo: la guerra del Golfo y el deterioro de la situación en la Unión Soviética.

Las consecuencias de la guerra del Golfo

En la guerra contra Irak, Europa vio aplazada una vez más su aspiración para asumir un papel autónomo en los grandes asuntos internacionales. Washington recompuso una indiscutida hegemonía militar. Reconstruyó la OTAN con dos ventajas adicionales: conquistó el respaldo de las Naciones Unidas y obtuvo el apoyo de todas las potencias mundiales, incluidas la URSS y China, y de numerosos gobiernos del Sur. De este modo, los Estados Unidos aspiran a constituirse en gendarmes del "nuevo orden mundial" preconizado por Bush. Europa, en cambio, permaneció en un lugar subalterno.

La guerra del Golfo sorprendió a la CEE muy lejos aún de su unidad política. En el conflicto, prevaleció la alianza con América del Norte y la defensa de los intereses vitales de las grandes potencias, amparados esta vez por las Naciones Unidas. Pero, en medio de esta convergencia fundamental, se puso una vez más de manifiesto la diversidad de intereses de los miembros de la Comunidad y se profundizaron sus divergencias. El alineamiento inmediato e incondicional de Inglaterra con Washington, bloqueó cualquier debate comunitario. Francia se mostró fiel a su tradición de alineamiento disidente con los Estados Unidos, aunque terminó subordinándose sin condiciones a Washington. No sin dificultad, Alemania dio alguna contribución financiera a los aliados, pero se mantuvo al margen de toda intervención directa.

Los países del Sur-Italia, España y Portugal, así como Irlanda- quisieron impulsar una iniciativa propia de la Comunidad, pero se encontraron con la sólida oposición británica y holandesa, y con la ambigua posición de Francia. En definitiva, la crisis reiteró las divergencias europeas y puso de manifiesto la impotencia política de la Comunidad en un conflicto que afectaba sus intereses vitales en mayor medida que a ninguna otra región industrializada del mundo.

Una vez concluida, la guerra no sólo replanteó los conflictos del Oriente Medio. Creó, además, una fuente de grave inestabilidad interna para la Comunidad Europea. En una parte significativa de la población árabe se agudizaron los resentimientos contra las potencias occidentales. Los Estados Unidos están muy lejanos; pero la CEE comparte con estos pueblos la cuenca mediterránea y muchos de los países comunitarios, como España, Italia y Francia, cuentan con una fuerte inmigración de origen árabe. Para apaciguar los ánimos y disminuir las desconfianzas, la Comunidad deberá invertir notables recursos financieros y diplomáticos en la región. La conquista de la paz le resultará entonces mucho más costosa que la guerra, sin que la CEE obtenga de la reconstrucción de Kuwait beneficios económicos comparables a los que reciben las empresas norteamericanas.

La inestabilidad de la Unión Soviética

El segundo factor de preocupación para la CEE es el deterioro creciente de la situación en la Unión Soviética y, en general, en el antiguo Este socialista.

En Europa central, la perestroika de Gorbachov pasó, entre 1989 y 1990, de ser una reforma del régimen dirigida por el partido comunista, a convertirse en una singular revolución hacia el pasado[13]. En nombre de los principios de la revolución francesa se derrocaron regímenes inspirados en la revolución de octubre. Pero la consolidación de la democracia se muestra más difícil que el derrocamiento del régimen totalitario. En la Unión Soviética, la perestroika vacila entre la anarquía, el autoritarismo civil y la dictadura militar. La democracia pretendida inicialmente por Gorbachov aparece cada día más lejana. En el ámbito internacional, parece muy poco probable una reconstitución de la guerra fría, aunque las negociaciones para el desarme se encuentran parcialmente estancadas. Pero la creciente inestabilidad interna de la región plantea serios interrogantes y retos a la Comunidad Europea.

 A pesar de la crisis, en la URSS no hay tampoco retorno posible al pasado: ni al brezhnevismo, ni al stalinismo y quizá ni siquiera al marxismo-leninismo. El partido, cuyo monolitismo había garantizado hasta ahora la continuidad del régimen, ha estallado en múltiples facciones. La división no se reduce a la oposición entre quienes siguen a Yeltsin por fuera del partido y los "comunistas". Entre los supuestos "demócratas" se cuentan incluso nacionalistas rusos que aspiran al retorno de los zares. Y entre los "comunistas", cada vez son menos los que piensan en volver a un régimen brezhneviano. Buena parte del poder de Gorbachov se ha debido a que sus adversarios no saben a dónde ir. Aun el antiguo líder del ala conservadora, Ligatchev, reconocía ya en 1989 que no era ni posible ni deseable el retorno a la época de Brezhnev. Menos aún hay unidad en torno a Gorbachov. Intentando mantenerse en un centro cada día más estrecho, el presidente se ha quedado solo. Hasta sus más estrechos colaboradores, como Yakovlev y Schevardnadze, lo han abandonado, sin que por ello se haya ganado la confianza de los más duros. A las divisiones internas del partido, se añade un hecho mayor: la población soviética ha perdido por completo la fe en sus dirigentes, en la revolución de octubre y en el mismo marxismo. Si durante setenta años estuvieron convencidos de que vivían en el mejor de los mundos, hoy se inclinan a pensar que todo lo suyo es lo peor. En estas condiciones, el consenso más amplio en la URSS es el rechazo al pasado. De tal manera que, si la crisis desembocara en guerras civiles, éstas no implicarían tampoco restauraciones socialistas.

En el campo económico, la URSS se encuentra en un callejón sin salida. El objetivo central de la perestroika fue siempre la modernización de la economía para impedir que la URSS quedara por fuera de la competencia en la nueva fase de mundialización económica. Pero la economía soviética se viene hundiendo en la crisis. Retornar a una colectivización a ultranza acabaría de sumir a la nación en el atraso y no parece, pues, verosímil. Un salto hacia el libre mercado no podría tener éxito antes de dos o tres décadas. Entre tanto, la Unión saltaría en pedazos. Para evitar una crisis social de mayores proporciones, Gorbachov se esfuerza por imponer un ritmo pausado y conservar elementos del antiguo modelo. Pero las vacilaciones paralizan el dinamismo necesario para la modernización anhelada.

Con la economía y el régimen político en crisis, la Unión Soviética está al borde de la implosión. Todas las fuerzas centrífugas latentes en la Unión se han puesto en actividad. Las quince repúblicas reclaman la independencia de Moscú en distinto grado. Dentro de cada una de ellas se manifiesta la tensión entre los nacionales y los inmigrantes rusos. En algunas, como en Armenia, Georgia y Azerbaiyán, los conflictos interétnicos han hecho explosión. Y habrá que ver si, ante la quiebra del partido y de su ideología, los sesenta millones de musulmanes de la Unión Soviética no son afectados por el fundamentalismo. La guerra del Golfo también podría haber encendido esa mecha.

En la URSS, sólo permanece en pie el poder militar -el segundo del planeta. Las tropas que regresaron de Afganistán, los contingentes que retornan de Europa central y los 380.000 hombres de élite, aún acantonados en condiciones precarias en la antigua RDA, son un foco de resentimientos frente al actual gobierno. Pero, al mismo tiempo, la poderosa KGB está en el centro de las reformas llevadas a cabo por Gorbachov, y las divisiones y el descrédito del partido afectan la unidad política de las fuerzas armadas. De tal manera que si la URSS deriva hacia un régimen militar, no se tratará de una dictadura del proletariado. Se impondrían más bien dictaduras militares como las que se conocen en América Latina.

No puede descartarse por completo el escenario catastrófico según el cual, después de implantar la dictadura hacia dentro, el Ejército Rojo se volcará de nuevo hacia fuera en una "fuga hacia adelante" [14], sobre todo si Washington, animado por sus recientes éxitos, continúa ejerciendo presión sobre la evolución interna de la URSS. La renovación de la guerra fría es, sin embargo, poco probable. La URSS necesita del entendimiento con Occidente para no hundirse en el atraso y salvar la difícil situación interna. De todos modos, en la Comunidad Europea la incertidumbre de 1991 ha puesto fin a la euforia de 1989.

4. Europa y el Nuevo Orden Mundial

Se repite con insistencia que el fin de la confrontación entre Washington y Moscú ha dejado el orden mundial en la incertidumbre. Según el presidente Bush, la guerra del Golfo habría servido para sentar las bases del "nuevo orden" anhelado. La fuerza militar de los Estados Unidos, apoyada por las demás potencias y por otros gobiernos regionales, se convertiría en el brazo armado de las Naciones Unidas para ejercer un patrullaje mundial e imponer la democracia y el derecho internacional en el planeta. Este proyecto no es otra cosa que una prolongación y ampliación de la estrategia clásica de seguridad militar practicada por la OTAN, aplicada ahora a enemigos ocasionales y a "causas justas"[15].

Sin embargo, la realidad del nuevo orden mundial podría ser otra. El clásico poder militar va siendo minado por la estrategia "paradójica" del Japón y Alemania que, careciendo de poder bélico, se han concentrado en el desarrollo de la tecnoestructura [16]. El fin del conflicto entre Washington y Moscú deja al descubierto esta nueva relación de fuerzas creada por la evolución de los últimos treinta años. Con los Estados Unidos, el Japón y Alemania deberían conformar la tríada rectora del nuevo orden. Pero ninguna de las potencias del Norte -ni al Este ni al Oeste-ve con simpatía el ascenso de las naciones del Eje. Quizá por esta razón, entre otras, todas aceptaron de buena o mala gana la guerra del Golfo, impuesta por los norteamericanos para postergar la recomposición del poder mundial y para enderezar, por la clásica vía militar, su decaída hegemonía. Japoneses y alemanes aplicaron una vez más la política de bajo perfil para concentrar sus esfuerzos en la competencia económica y en el equilibrio social, en el que se juega quizás el nuevo orden mundial del año 2000. Y ni siquiera en el ejercicio de su predominio militar pudo Washington escapar a las nuevas realidades. En búsqueda de ayuda financiera tuvo que tocar a las puertas de Bonn y de Tokio. Los Estados Unidos siguen, siendo la primera potencia económica mundial y, probablemente, lo serán aún por dos o tres décadas más. Pero padecen un peligroso endeudamiento, han disminuido su poder relativo en el mercado mundial, parecen estar perdiendo la batalla de las tecnologías de punta y han dejado desbordar los desequilibrios sociales en su interior. El Japón, en cambio, acumuló gigantescos excedentes en el pasado y durante la década anterior comenzó su penetración mundial. Lleva ventaja en importantes sectores de punta. Sin embargo, hasta ahora el crecimiento nipón tiene un punto vulnerable: no está basado en el consumo interno sino en la exportación, y buena parte de sus inversiones se hallan en los Estados Unidos, cuya suerte final está en relativo entredicho. Alemania, en cambio, reunificada, puede constituirse por sí sola, en el tercer punto de apoyo de la tríada mundial a fines del siglo. La RFA es ya el primer exportador mundial y, después del Japón, dispone de los mayores recursos financieros del mundo. En los años noventa se concentrará en la reconstrucción de la exRDA, en la expansión económica hacia el Este y en la cooperación con la URSS. Pero los enormes costos de estas empresas constituyen inversiones para el final de la década. La nación alemana ejercerá una supremacía económica indiscutible en todo el continente europeo, aunque tendrá dificultades para conquistar una simétrica hegemonía política, debido a la desconfianza que inspira su pasado. La tensión entre el poder económico alemán y la resistencia a su influencia política, plantearán dificultades a la integración europea.

Unificado, el mercado europeo sería el más fuerte del mundo, pero, mientras carezca de unidad política su poder económico no tendrá una adecuada traducción en las decisiones internacionales. Y su unidad política no parece tarea fácil. La CEE enfrenta ahora tres obstáculos que perturban sus propósitos de integración: el repliegue alemán sobre su propia reunificación y sobre el Este, la inestabilidad de Europa central y de la URSS, y la tensión con los pueblos árabes en el Mediterráneo y en su propio suelo.

Como quiera que sea, este nuevo orden mundial emergente no promete ser más equilibrado que el anterior. Por el contrario, se regirá más que nunca por las leyes neoliberales de la competencia y agudizará los conflictos Norte-Sur y las tensiones internas en los países industrializados del Norte. El África subsahariana y el Asia Central han quedado ya al margen de la evolución internacional. América Latina se debate por salir del estancamiento pero su porvenir es todavía incierto.

5. Europa y América Latina

Como es sabido, desde el siglo pasado las relaciones entre Europa y América Latina han estado regidas por la doctrina Monroe: "América para los americanos". De ser una doctrina contra el colonialismo europeo en el siglo pasado, pasó a convertirse en una fórmula neocolonial en beneficio de los norteamericanos. En el contexto de la guerra fría, América Latina se convirtió en zona de influencia estadounidense, y después de la revolución cubana, en región sensible para la seguridad de los Estados Unidos. Europa quedaba así, al menos en principio, doblemente alejada de América Latina. Una vez concluida la guerra fría, se abre paso una nueva regionalización del mundo, esta vez por razones económicas: la CEE, bajo la hegemonía económica de Alemania; la Cuenca del Pacífico bajo la influencia del Japón; y América, bajo el dominio norteamericano. Las relaciones entre Europa y América Latina en los años noventa no parece que hayan de ser más estrechas que antes. Por el contrario, tienden a debilitarse.

Expectativas asimétricas

Las expectativas recíprocas entre América Latina y Europa son asimétricas[17]. América Latina, y Colombia en ella, espera más de Europa que ésta de aquélla. La razón fundamental de esta asimetría hay que buscarla en la naturaleza y composición de la Comunidad Europea. Las relaciones de la CEE con el Tercer Mundo reflejan la jerarquía interna de la Comunidad. En 1963, se firma el convenio de Yaoundé con los países africanos que mantienen relaciones históricas con algún país excolonialista de la Comunidad. Por su parte, los intentos de Kenia, Uganda y Tanganika, de influencia británica, no fructifican hasta 1973, cuando Gran Bretaña se vincula a la CEE. Entonces se amplía el interés de la Comunidad hacia los países de la Commonwealth. La jerarquía existente en la Comunidad hace que la incorporación de España y Portugal no implique en principio una relación especial con América Latina, comparable a la que existe con los países de la ACP o con los del Magreb y el Machrek. No hay, pues, una política general de la CEE hacia el Tercer Mundo, distinta del Sistema de Preferencias Generalizadas (SPG), que introduce además importantes limitaciones y discriminaciones, opuestas a su pretendido carácter general.

Tendencias de las relaciones económicas

Las tendencias de los años ochenta apuntan hacia una acelerada disminución de las relaciones económicas entre América Latina y Europa[18]. Éstas se han circunscrito, en gran parte, al ámbito comercial en el que la asimetría de intereses se hace particularmente evidente. Para América Latina, el comercio con Europa ocupa un lugar preponderante debido a la importancia de este mercado. La crisis de la deuda destaca aún más la urgencia del intercambio comercial con Europa. Pero la Política Agrícola Comunitaria (PAC) de la CEE, que reviste un carácter clave en la construcción europea y que la Comunidad ha defendido en el GATT, genera serios efectos negativos para América Latina. Gracias a la PAC, la Comunidad ha logrado la autosuficiencia agrícola e incluso se ha transformado en competidor de América Latina en los mercados internacionales. En el campo de los productos manufacturados, la complementariedad comercial entre América Latina y Europa se está reduciendo sensiblemente. La diversificación de las exportaciones latinoamericanas ha llevado a situaciones de competencia con la producción europea en sectores como los textiles, el calzado o el acero. Europa occidental es la región del mundo en la que las exportaciones de América Latina han perdido más terreno, y a la inversa: las exportaciones europeas hacia América Latina han decrecido más que las exportaciones hacia cualquier otra región del mundo.

Las relaciones económicas no comerciales entre América Latina y Europa son muy limitadas. Por razón de la estructura jerárquica de la Comunidad, América Latina ha recibido escasos beneficios, tanto por la falta de cooperación industrial y financiera de la CEE como por la limitada ayuda oficial al desarrollo proveniente de los diversos países europeos, que dan preferencia a las ex colonias de los países más poderosos.

El confinamiento de las relaciones económicas entre Europa y América Latina al intercambio comercial y la asimetría de intereses en este sector, colocan a América Latina en una posición de solicitante. Esto en un momento en que las relaciones económicas, sometidas a la dinámica de una intensa competencia internacional y a procesos acelerados de concentración regional de capitales, se basan cada vez más en la pura reciprocidad del mercado. La actitud reivindicativa, pues, no surte efecto.

Tendencias de las relaciones políticas

Las posiciones políticas internacionales de la CEE han estado marcadas desde su constitución por la "lógica contradictoria de la construcción europea" a la que se aludió al inicio. Esto se ha manifestado con claridad en las relaciones políticas de Europa con América Latina, colocadas ambas inmediatamente después de la guerra, bajo la tutela de los Estados Unidos. La influencia europea en Latinoamérica estaba excluida.

Tanto América Latina como Europa comunitaria coinciden, sin embargo, en el interés por aumentar su autonomía relativa frente a Washington. Esto explica que, al tiempo que declinaban las relaciones económicas entre ambos continentes, los gobiernos europeos asumieran, en los años ochenta, posiciones políticas independientes de la Casa Blanca y coherentes con las perspectivas latinoamericanas. La politización de las relaciones entre América Latina y Europa es un fenómeno nuevo y se produjo, particularmente, en torno a la crisis centroamericana[19].

En 1982, los Estados Unidos primero, y después los gobiernos europeos, habían dado su apoyo a Gran Bretaña en el conflicto contra la Argentina en torno a las Malvinas, para salvaguardar la armonía entre los miembros de la Alianza Atlántica (OTAN). Sin embargo, la paulatina internacionalización de la crisis centroamericana a partir de la revolución nicaragüense de 1979, le dio a Europa la oportunidad de modificar su actitud hacia América Latina y de hacer sentir su autonomía relativa frente a Washington. Las gestiones del Grupo de Contadora propiciaron, en 1984, la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de la CEE con los gobiernos de América Central y de los países miembros del Grupo, celebrada en San José (Costa Rica). El encuentro marcó un punto crucial en el compromiso de Europa con América Latina y se convirtió en una prueba para la alianza Atlántica. Llegó incluso a ser denominada como "el punto final de la doctrina Monroe". Esta orientación se confirmó luego con el acuerdo firmado en Luxemburgo con los gobiernos centroamericanos, y el apoyo al proceso de paz en la región, confirmado en la conferencia de Guatemala. Por otra parte, gracias a la solidaridad entre "familias políticas", los partidos europeos han cumplido y siguen cumpliendo un papel importante en el esfuerzo por la democratización de América Latina. El Parlamento europeo ha sido particularmente sensible a esta evolución.

En el problema del tráfico de drogas que, al menos hasta ahora, toca más directamente a los Estados Unidos que a Europa, la posición de los gobiernos europeos ha sido cautelosa. Aunque no se han opuesto a la guerra a la producción proclamada por la administración norteamericana, muestran una comprensión más compleja del problema, y algunos gobiernos se esfuerzan por controlar el consumo en sus países y comienzan a luchar contra el lavado de dólares en su propia banca. La liberación arancelaria concedida recientemente a algunos productos colombianos es testimonio de esta actitud, en contraste con la posición norteamericana que no ha trascendido las promesas.

Con todo, ante la reciente invasión norteamericana a Panamá, rechazada unánimemente por América Latina, los diversos gobiernos de Europa comunitaria con excepción de España asumieron una actitud "comprensiva" ante Washington, a diferencia del Parlamento europeo que la rechazó enfáticamente. Es posible preguntarse si la posición de los gobiernos europeos está expresando, no tanto la tradicional hipoteca militar a los Estados Unidos, sino el nuevo repliegue europeo sobre el Este. Podría estarse reflejando aquí una tendencia hacia la distribución del mundo en nuevas esferas de influencia de las potencias, de tal manera que Europa, convertida en "casa común" (Gorbachov) o en "confederación de naciones" (Mitterrand), integrara al Este de manera subalterna en el nuevo orden mundial. América, en cambio, sería abandonada de nuevo a la tutela exclusiva de los norteamericanos, según el antiguo postulado de la doctrina Monroe.

Posibilidades de las relaciones América Latina-Europa

No ya en una actitud reivindicativa, sino sobre la base de la reciprocidad y de la convergencia de intereses, es posible que América Latina logre interesar a nuevos sectores europeos. En el terreno económico, requiere integrar nuevas áreas de interés común, relacionadas con el comercio, como pueden ser la cooperación financiera, industrial y tecnológica. En el campo político, debe velar por el fortalecimiento de los incipientes lazos creados en los últimos años que contribuyen a consolidar la creciente autonomía europea en la escena internacional y a impedir su repliegue exclusivo sobre el Este y el Mediterráneo.

El principal obstáculo económico para una cooperación mutuamente beneficiosa para América Latina y la CEE es, sin duda, la crisis financiera de los países latinoamericanos. Sin embargo, los créditos globales de Europa no están tan concentrados en América Latina como los norteamericanos y la banca europea han hecho provisiones mucho más altas. Su menor vulnerabilidad podría favorecer un alivio de la deuda, y sobre todo de sus intereses, que sea compatible con la situación de los bancos acreedores. Por su parte, los países latinoamericanos podrían orientar sus esfuerzos al desarrollo del comercio intrarregional y a estructurar una estrategia exportadora que les permita penetrar en el mercado europeo hasta donde lo permita el Sistema de Preferencias Generalizadas (SPG). Las inversiones europeas pueden contribuir a la recuperación de las economías latinoamericanas, aunque deban ser acogidas con un criterio selectivo que se ajuste a los intereses nacionales y regionales.

La cooperación científica y tecnológica europea se orienta a la satisfacción de las necesidades básicas de las capas más pobres de la población de los países menos desarrollados y se limita habitualmente a la agricultura y medicina tropicales. En algunos países de América Latina podría ser complementada con una cooperación en sectores más amplios, que promueva una capacidad tecnológica propia a través de proyectos conjuntos de investigación y de formación de científicos e investigadores. Pero esta cooperación tecnológica exige el desarrollo de verdaderas políticas tecnológicas sectoriales.

El tráfico de drogas puede conducir a un aislamiento aún mayor de la región andina, que quedaría así sometida a la exclusiva vigilancia militar norteamericana con asentimiento de la comunidad internacional. Mediante la coordinación entre los gobiernos de los países afectados, y con el apoyo de otros países latinoamericanos y de los gobiernos europeos, es posible limitar los daños causados por el tráfico de drogas y tratar de obtener algún beneficio del oscuro protagonismo internacional. La región andina debería mantener un constante diálogo con los diversos gobiernos y fuerzas políticas de Europa, con el fin de presentar conjuntamente una alternativa diferente de la opción militar impulsada por Washington. Se requiere una especie de nuevo Grupo de Contadora. Por otra parte, los gobiernos de la región podrían buscar en Europa una cooperación que les permita luchar eficazmente en la solución de los problemas sociales que están en la base de la producción y tráfico de las drogas.

Conclusiones

El mercado unificado de 1993 capacita mejor a la CEE para la competencia con los Estados Unidos y el Japón, y tiende a fortalecer su autonomía política en el contexto internacional. Estas tendencias se vieron, además, notablemente reforzadas, en 1989 y 1990, por el fin de la guerra fría y la consiguiente ampliación del horizonte económico y político de la Comunidad. Sin embargo, la reunificación alemana, la creciente inestabilidad del Este, así como las consecuencias de la guerra del Golfo, plantean difíciles retos a la consolidación europea en el escenario internacional. Alemania, en cambio, resulta beneficiada por la actual evolución.

El fin de la bipolaridad militar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y el surgimiento de una nueva relación internacional de fuerzas, basada en el desarrollo de la tecnoestructura, pone en tela de juicio el orden mundial heredado de la posguerra. Como lo puso de manifiesto la guerra del Golfo, los Estados Unidos siguen pensando en un orden basado en un poder militar multinacional reunido bajo su dirección. Pero este esquema podría no resistir por largo tiempo a la presión económica de sus nuevos rivales, la Cuenca del Pacífico y la Comunidad Europea, o más exactamente, a la presión de Japón y Alemania.

Para las relaciones entre América Latina y Europa, los escenarios que se abren hacia los años noventa no son halagüeños. En esta década, la CEE se verá obligada a concentrarse en cuatro tareas gigantescas y no siempre complementarias: la unificación de su propio mercado, la articulación con los mercados del Este, la competencia con los Estados Unidos y el Japón y la cooperación con los pueblos árabes. Tal esfuerzo la obligaría a dejar de lado, al menos durante varios años, otras regiones del mundo más alejadas de sus intereses, como lo es sobre todo América Latina. Para mitigar los efectos de esta tendencia, los gobiernos y los distintos actores sociales latinoamericanos deben multiplicar su diplomacia regional en todas las instancias de la Comunidad.



[1] Christian Déséglise, "Las relaciones de Europa con América Latina", en Análisis Político, No. 2, Bogotá, septiembre-diciembre 1987.

[2] Vale la pena anotar que, por esos mismos días, se consolidaba la Organización de Estados Americanos (OEA), de contenido meramente político.

[3] Alemania, Bélgica, España, Dinamarca, Grecia, Francia, Holanda, Gran Bretaña, Italia, Luxemburgo y Portugal. Sólo una pequeña parte del duodécimo miembro de la CEE, Turquía, pertenece a Occidente. El resto está situado en el Oriente Medio y sólo por razones estratégicas fue incorporado a la CEE.

[4] Austria, Finlandia, Noruega, Suecia, Suiza e Islandia. La designación de "occidentales" tiene razones más políticas que estrictamente geográficas.

[5] Kuroda Makoto, "Le triangle nippo- américain-européen", en Politique Internationale, No. 46, invierno 1989-1990 (Documento especial: Interdépendence économique: le défi des années 90, París, 1990, pp. 49-57. Makoto fue viceministro del Comercio y de la Industria de Japón entre 1986 y 1987.

[6] Albert Bressand, "Économie globale: un modele européen pour le XXIéme siécle, Ibid, pp 7-20.

[7] J.M. Dinand, "Comparaisons des excedentes commerciaux allemand et japonais", en Japón, París, junio 1988.

[8] Michel Drancourt, "De quelques remarques sur les chiffres", en Les quatre vérités, Ministerio de la Industria, No. 171, París, enero 1990

[9] Fréderic F. Clairmonte, "Le triomphe du capitalisme financier", en Le Monde Diplomatique, París, abril de 1990.

[10] Laurent Carroué, "Conquérante Allemagne", en Le Monde Diplomatique, p. 1, París, agosto de 1990. “para los europeos", con inclusión de la URSS.

[11] Ibid

[12] Ibid

[13] Jürgen Habermas, Die nachholende Revolution, ediciones Suhrkamp 1633, Frankfurt am Main, 1990, pp. 179-204.

[14] Hubert de Beaufort y Jacques de Zélicourt, La paix dans l'oeil du q/clone, perspectives stratégiques 1990-2000, Éditions Universitaires, París, 1990, p. 313.

[15] Así se calificaron la invasión a Panamá y la guerra contra Irak.

[16] Beaufort y Zélicourt, op. cit.

[17] Pedro Camacho, "La Comunidad Económica Europea: expectativa latinoamericana", en Política Internacional, No. 3, Caracas, julio-septiembre 1986.

[18] Hubert Julienne, Cooperación económica entre la Comunidad Europea y América Latina: Posibilidades y opciones, IRELA, Madrid, Documento de Trabajo No. 4,1987; Arrióla y Unceta, op. cit.

[19] Wolf Grabendorff, "América Latina y Europa: Esperanzas y desafíos", en Nueva Sociedad, No. 85, Caracas, septiembre-octubre 1986.