COOPERACIÓN INTERNACIONAL Y PRODUCCIÓN DE SIGNIFICADOS TODO LO QUE LLEVA DENTRO UNA HAMBURGUESA

Francisco Cajiao Restrepo

Director de la División de Educación, Fundación FES.

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34-44

01/05/1999

01/05/1999

Ponencia presentada en la "Conferencia Internacional después de Copenhague sobre la no exclusión". Madrid, noviembre de 1995

Para vender Burger King en China, en Perú y en Roma, es necesario que los chinos, los peruanos y los italianos —con una milenaria tradición culinaria— estén convencidos de que algo tienen de bueno. Tal vez no sea el sabor, sino toda la forma de pensar que hay entre la carne y la lechuga, el ahorro de tiempo, el sueño americano...

El contexto en el que se mueven las organizaciones sociales y las relaciones internacionales, en el final del siglo XX, presenta cambios profundos con respecto al de mediados del siglo. En los años cincuenta, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, se produce un proceso de "reacomodo" del orden económico global, bajo el fantasma geopolítico de la Guerra Fría. En ese contexto, y bajo el amparo de la recién creada Organización de las Naciones Unidas, ONU, se consolidan las relaciones de poder que conforman el mundo contemporáneo.

El nacimiento de la ONU da origen a la definición de un conjunto de normas internacionales para la regulación de conflictos y para la instauración de un orden jurídico básico, acatado por todas las naciones signatarias del pacto mundial, alrededor de la carta de los derechos humanos. Sin embargo, el manejo de la organización se establece mediante cuotas desiguales de poder, con lo cual se consagra un desequilibrio original en la capacidad de decisión de las naciones poderosas con respecto a las naciones pobres del mundo. Junto a la concentración de poder político en la ONU, se produce la agrupación de poderes militares y económicos en bloques con intereses de control internacional de la economía y la política (OTAN, G-7, UE, entre otros).

Es precisamente en esta concentración de poder alrededor de las potencias donde se origina la imagen de "civilización" y utopía social contemporánea. Poco a poco se van articulando modelos universales de democracia, de economía y de educación que, originados en los países más poderosos, se superponen con las culturas, tradiciones y conflictos de los demás países. Esta imposición gradual circula a través de los medios de comunicación, la generación de ciencia y tecnología, el intercambio comercial, la cooperación técnica internacional y, en muchos casos, mediante la presión económica o el dominio militar.

El mundo contemporáneo, en consecuencia, se reorganiza en este siglo a partir del poder que adquiere un grupo de naciones desarrolladas para fabricar significados de validez universal. Su influencia sobre todas las demás naciones del mundo ya no descansa fundamentalmente en el poderío militar, sino en la capacidad de fabricar, difundir e imponer modelos de riqueza, desarrollo, democracia, tecnología, organización productiva, valores éticos y estéticos, y hasta formas deseables de vivir y morir. En último término se trata de un proceso en el cual la pobreza económica de muchos pueblos termina por excluirlos de cualquier participación en la construcción cultural del mundo, por carecer del suficiente poder para negociar en el concierto de las naciones sus propios significados sobre la vida.

No se trata, pues, de un limpio, transparente y generoso proceso de movilización de inteligencia generada en élites intelectuales, en universidades y en complicados laboratorios para la producción en escala ampliada de ciencia y tecnología. Más bien puede pensarse en una estrategia global de apropiación de libertades, mediante el desenvolvimiento de una compleja infraestructura que permite que los países ricos se apropien no solamente de los recursos naturales y económicos de otros pueblos del planeta, sino que además su control se extienda a las formas de pensar y actuar, de modo que esta homogeneización termine por favorecer desde todos los ángulos la hegemonía del paradigma de desarrollo de la época.

Es precisamente el poder de fabricar significados universales lo que produce en el mundo contemporáneo el fenómeno de la exclusión social.

El proceso descrito hasta ahora a nivel mundial se replica en las naciones y dentro de éstas en las localidades, configurándose formas de organización social con características diferentes a las que tradicionalmente se conocían dentro de los marcos de interpretación de la pobreza y la marginalidad. Ahora no basta tener el control o la propiedad de los medios de producción para asegurarse una posición de poder en la sociedad: lo importante es obtener un alto nivel de control sobre la producción de significados sociales y sobre los medios de difusión que garantizan su efectividad. En realidad, el éxito de las economías de mercado y la hegemonía de los grupos de poder en cualquier escala de organización social depende de la capacidad de generar una extensa difusión de valores, deseos, gustos, patrones de pensamiento y creencias morales. La posibilidad de tener éxito económico, distribuyendo, por ejemplo, productos alimenticios precocidos, depende de la capacidad de hacer que la gente valore más el tiempo ahorrado que el placer de preparar la comida y que gradualmente ese oficio ancestral sea visto como una carga y una función denigrante para las mujeres, tradicionalmente ocupadas de estas actividades domésticas. De modo similar, el negocio de los medios de comunicación no es posible sin una extendida convicción en todo el mundo sobre una cierta forma de concebir la libertad de expresión, que no siempre coincide con las tradiciones culturales de pueblos diferentes a los productores comerciales de información.

UN EJEMPLO DE ACTUALIDAD

Para ilustrar lo anterior, es interesante analizar el fenómeno de los narcóticos a escala mundial en las últimas dos décadas.

La mirada desde un país como Colombia resulta bastante diferente a la de Estados Unidos o los países más desarrollados de Europa. Desde nuestra óptica, el problema radica en un creciente "consumo de narcóticos" por parte de generaciones de jóvenes, cuyo comportamiento individual escapa por completo al control del Estado, en países donde se ha ido afianzando cada vez más una cultura —un cuerpo significativo—, centrada en la inviolabilidad de lo privado. Quizá nuestra visión podría indicar a estos países que tienen una profunda enfermedad social de la cual no quieren ver sino los síntomas. Que sus jóvenes no creen en la posibilidad de un futuro deseable en medio del tipo de sociedad que se les ofrece vivir, marcada por una implacable competencia, aislados en la soledad de inmensas ciudades, asfixiados en el sinsentido de una compulsión laboral que no deja espacio para las utopías... Tal vez, podríamos señalar que el problema de estas sociedades es que hicieron todo lo necesario a lo largo del último siglo para autodestruirse a través de prohibiciones, de fábricas de soledad, de guerras, de depredación de la naturaleza, de la exacerbación de hábitos de consumo... Tal vez, les podríamos decir también que sus millones de consumidores juveniles de marihuana y cocaína han alentado los procesos de muerte en nuestro país, que nuestra democracia está en manos de colegiales que tienen que aspirar una dosis de estimulantes en los recreos escolares para soportar el horizonte vital que sus países desarrollados les ofrecen... En fin, podríamos insistir en que las treinta o cuarenta mil víctimas anuales de la violencia en Colombia se relacionan, de algún modo, con sus comportamientos privados, y víctimas y victimarios están padeciendo el éxito de la industria bélica de los países más ricos, poderosos y éticos del planeta: es en esos países donde se producen las armas, los proyectiles y muchos de los motivos para usarlas.

Desde la óptica de estas naciones consumidoras, el problema es "el narcotráfico". Según el director de la DEA, los beligerantes senadores republicanos, el propio Presidente de los Estados Unidos, esa inmensa nación rica en inteligencia, en recursos naturales, en poderío político y militar a escala mundial, es una indefensa víctima de los embates de un puñado de países del Tercer Mundo que producen veneno para su juventud. Esta, por supuesto, es la versión que produce efectos mundiales. Esta, obviamente, es la versión que moviliza ejércitos, espías, recursos de las Naciones Unidas, decisiones gubernamentales de comercio internacional. No se bloquea económicamente a los países que consumen la droga, sino a los que la producen. Según la versión oficial de quienes tienen voto preferencial en la comunidad internacional, es necesario extirpar el mal por la raíz, así eso requiera terapias dolorosas como la aniquilación de suelos cultivables mediante el uso de pesticidas, la persecución armada de campesinos, el fomento de luchas fratricidas, la corrupción de gobernantes, la violación de fronteras y el bloqueo de economías. A esto contribuyen, por supuesto, países europeos que con otra tradición cultural más pluralista y más reacia al fanatismo puritano comparten su preocupación por mantenerse en armonía con un aliado económico y militar de la importancia de Estados Unidos. Desde luego, los países de Europa también se benefician si logra disminuirse el tráfico de drogas, pero sobre todo si se mantiene viva la lucha contra quienes lo realizan, ya que esto ofrece abundantes argumentos para establecer controles económicos de carácter proteccionista, pero usando argumentos de tipo moral y humanitario: no se puede invertir capital, ni hacer préstamos, ni dar cooperación bilateral, ni ofrecer ventajas a productos que provienen de países que procesan coca, opio o marihuana, que tienen gobernantes débiles frente a los narcotraficantes, que profesan ideologías antidemocráticas, que violan los derechos humanos... Con estos argumentos de "validez universal" se mantiene un criminal bloqueo contra Cuba, a pesar de la declaración de desacuerdo de la inmensa mayoría de países en el Foro de las Naciones Unidas. De igual manera, Estados Unidos se entroniza como calificador moral del mundo, mediante procesos de certificación de buena conducta de países y gobiernos, ante el silencio cómplice de los países europeos. Mientras la Unión Europea pone restricciones a las exportaciones de banano desde Colombia y otros países latinoamericanos, en la zona productora se producen semanalmente masacres alentadas por quienes desean apoderarse de la región a fin de convertirla en un bastión de alguna ideología, en puerto de ingreso de armas clandestinas o en base de exportación de alcaloides... Militares, paramilitares, guerrillas y narcotraficantes compiten por una zona en la cual la riqueza se esfumó con una decisión tomada en Bruselas, en París o en Londres. De igual forma, Estados Unidos promueve hace unos años el rompimiento del pacto internacional del café que permitía regular los precios y la producción, manteniendo un equilibrio razonable entre los países productores del grano. Los precios se vienen al suelo y se da una gradual substitución de cultivos de café por coca y amapola, mucho más rentables para los campesinos y más atractivos para la juventud consumidora que la tradicional bebida de origen árabe.

Ésta es una situación crítica en la cual se están jugando muchos intereses ideológicos y políticos, a costa de la supervivencia material de millones de seres humanos que viven en condiciones de extrema pobreza en Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia. También países pobres del oriente asiático padecen los rigores de una imposición "civilizada" de valores morales. El uso de drogas no es una invención reciente, y cualquier persona medianamente culta sabe que ciertas substancias extraídas de plantas han sido usadas desde siempre en todos los continentes dentro de contextos culturales muy variados: usos rituales, medicinales, religiosos y recreativos han sido establecidos como legítimos en cada lugar y cultura. Todo esto, en el presente siglo, ha ido entrando en la órbita de los grandes intereses económicos y políticos de los países con atribuciones para juzgar el bien y el mal en nombre de la humanidad. Los pesticidas y las drogas producidas por laboratorios químicos en los países desarrollados no son proscritos ni perseguidos a pesar de sus efectos secundarios, de sus riesgos, de sus poderes letales. Aquellas que surgen de cultivos realizados en el Tercer Mundo por campesinos pobres merecen la peor sanción moral, económica y material, aniquilando literalmente a las poblaciones de extensas zonas rurales que desde tiempo inmemorial han conocido, cultivado y usado esas substancias, sin que entonces ello quitara el sueño a ningún defensor a ultranza de la moral.

Quienes venden drogas químicas en todo el planeta, así ellas sean cancerígenas o produzcan deformaciones genéticas en cada fumigación son llamados ejecutivos de empresas multinacionales. Quienes venden drogas alucinógenas o psicotrópicas originadas en plantas tropicales son llamados narcotraficantes. Los primeros hacen parte del engranaje de servicios a la humanidad. Los segundos hacen parte de los carteles de asesinos de jóvenes. Los primeros financian la política de Estados Unidos, Alemania o Francia. Los segundos corrompen el gobierno y la justicia de Colombia, Perú o México.

Esto muestra claramente el valor que debemos asignar al poder de fabricar y difundir significados universales que, suficientemente repetidos y martillados por las cadenas de televisión internacionales terminan por convertirse en verdades incuestionables. Y las verdades incuestionables han producido a lo largo de la historia efectos de exterminio de todo aquello que intenta desafiar el dogma. El problema de nuevo se vierte hacia el origen de las "verdades": ¿Quién tiene el poder de inventarlas? ¿Con qué fines?

Una visión objetiva nos dice que son cientos de millones los seres humanos que mueren cada década por efecto de la violencia en la cual se usan las armas de fuego y los juguetes bélicos que fabrican los países industrializados. Hechos objetivos nos muestran que un solo país puede hacer pruebas atómicas sucesivas en Polinesia, poniendo en riesgo a toda la humanidad ante la mirada expectante y muda de los países cómplices. Hechos objetivos nos dicen que los muertos por consumo de estupefacientes no llegan a ser siquiera un porcentaje visible de quienes caen por enfrentamientos armados. Tampoco el número de drogadictos con necesidad de tratamiento es comparable con el número de lisiados en conflictos armados. Es obvio preguntar por qué no se corta el mal por la raíz, y se castiga a todo país que fabrique y venda armas a otros países, en vez de quedarse mirando con indiferencia la estupidez de los conflictos internos en los que ciudadanos de un mismo pueblo se destruyen entre sí. ¿No sería la misma lógica que se aplica a las substancias producidas en el Tercer Mundo? ¿O, por qué no aplicar la lógica, al contrario, permitiendo que cada quien exporte las substancias que produce su cultura y su economía y ver desde el sur cómo generaciones de aburridos jóvenes europeos y norteamericanos se escurren contra las paredes de los callejones, ahítos de heroína, opio, coca y marihuana? ¿Por qué es lícito que unos produzcan armas letales, nos las vendan en forma legal e ilegal sin importar quién las compre y después se paren en el balcón a ver cómo nos destruimos, sin contemplaciones, y en cambio es tan absurdo admitir que ellos hagan un uso demencial de aquello que sale de nuestros países?

Es obvio que se trata de un ejercicio de poder que demuestra que el mundo no lo podemos construir entre todos, que hay miles de millones de seres humanos excluidos del derecho de participar en la construcción de un mundo en el cual quepan sus valores, sus significados sobre la vida y la muerte, sobre la familia, sobre las infinitas posibilidades de asignar roles a hombres y mujeres, sobre paradigmas de felicidad diferentes al consumo compulsivo de bienes industriales, sobre formas de convivir con la naturaleza que den alguna esperanza de supervivencia sobre el planeta.

Las reflexiones anteriores intentan expresar un profundo sentimiento de exclusión que se vive siempre que a un ser humano se le impide hacer parte de la construcción colectiva de valores. En el nivel nacional se aprecia el mismo fenómeno: el control del pensamiento, de las ideas, de los valores por grupos de poder interesados en el sometimiento de las conciencias es aún más doloroso que la limitación de acceso a los bienes materiales. Negar la posibilidad de ser parte de la construcción de un pensamiento colectivo es negar la existencia humana en cuanto tal: obtener alimentación, salud, vivienda, ciudadanía son condiciones básicas del ser biológico, pero tener acceso a opinar sobre lo que se desea de la vida y lo que se piensa del mundo es el verdadero camino a la humanización.

OTRAS PERSPECTIVAS DE LA COOPERACIÓN INTERNACIONAL

Se requiere entonces ir avanzando en los mecanismos de participación efectiva, tanto en la cotidianidad local de cada comunidad, como a nivel de países y en la relación entre naciones. Es aquí donde debe aparecer un nuevo espíritu de la cooperación internacional y de la lucha contra la exclusión. La exclusión en términos de pobreza material es apenas una de las formas en que se expresa el monopolio de los significados universales sobre el valor de la vida. Esa pobreza material está acompañada de irrespeto, de desconocimiento, de atropellos sucesivos de unas culturas poderosas sobre otras menos fuertes para imponerse.

Esto conduce a analizar el fenómeno de la exclusión social en el contexto de las relaciones internacionales de cooperación, de manera que sea posible comenzar a buscar nuevas vías de desarrollo con modelos de participación más exigentes.

En forma general y a manera de resumen, se puede identificar el problema de la exclusión como una restricción de la participación en tres aspectos fundamentales:

La exclusión política y económica, que se manifiesta en la ausencia de poder decisorio en los organismos internacionales que definen las políticas de intercambio comercial y desarrollo económico, y que afectan profundamente el bienestar de millones de seres humanos que en el Tercer Mundo pugnan por la supervivencia en medio de situaciones de conflicto y violencia generadas por una creciente desigualdad. Los bloques de poder constituidos por los países más ricos conducen a marcar pautas de conducta a los demás países, mediante mecanismos como su capacidad de imponer modelos económicos, bloquear la circulación de productos o restringir el acceso a recursos inter nacionales de financiación.

 

La restricción de acceso a la educación y, por tanto, a la generación propia de ciencia y tecnología. Es evidente que los países ricos muestran una ventaja notoria en la preparación de su capital humano, lo cual les permite mantener un amplio monopolio sobre la manipulación de productos culturales y en la producción de ciencia y tecnología que los demás países deben adquirir a cualquier costo para mantenerse vivos en los mercados internacionales. Es interesante observar que los recursos internacionales para el desarrollo de la educación en niveles superiores, es decir, allí donde puede comenzar a producirse una competitividad en el terreno de la ciencia, la tecnología y la cultura son casi inexistentes. Los que existen y se utilizan están sobre todo orientados a fortalecer y difundir la ideología y la cultura de los países de origen, mediante becas de posgrado en universidades de Europa y Estados Unidos. Mucho más difícil es hallar recursos abundantes para fortalecer las universidades y los centros de investigación en los países pobres.

 

La exclusión a través de los medios informativos, que incluye, entre otras cosas, la presentación insistente y casi exclusiva de arquetipos culturales restringidos, así como la imposición de formas de opinión parcializadas sobre la situación interna de los países, forzando desde fuera las decisiones políticas y económicas que afectan a sus poblaciones. De esta manera, se eliminan todos los elementos de juicio que permiten hacer que la diversidad cultural de los países del mundo adquiera relevancia para interpretar situaciones y resolver conflictos.

En el plano nacional, esto mismo se reproduce con las localidades, los grupos comunitarios y los individuos, con lo cual se consolidan sofisticadas formas de discriminación ideológica o religiosa, a la vez que tienden a fortalecerse los mecanismos de poder tradicionales. Todo esto desemboca finalmente en el plano de lo cotidiano, donde se manifiestan todas las formas de discriminación en las instituciones, excluyendo a millones de personas de la educación, la salud, el acceso a la justicia y a la participación política.

Es evidente que la exclusión, entendida como la forma en que los núcleos de poder ponen barreras a la participación amplia de la población en la interpretación del mundo y en la toma de decisiones, conduce a situaciones de confrontación que justifican el recrudecimiento de sistemas autoritarios y represivos, en los cuales quienes detentan el poder se pueden adjudicar el derecho absoluto a establecer las fronteras entre el bien y el mal y a fabricar los significados sobre la vida que finalmente se traducen en formas de organización social, política y económica que tienen su expresión en el crecimiento de la marginalidad y la violencia.

Como alternativa a la exclusión surge la organización de la sociedad civil desde las bases locales, a través de modelos de descentralización, de gestión participativa y reorganización política.

La caída de los regímenes autoritarios, tanto en América Latina como en Europa oriental, ha inducido la búsqueda de nuevos mecanismos de participación ciudadana, necesarios para la consolidación de las nacientes democracias; al mismo tiempo, en las sociedades occidentales con estructura democrática, la crisis de las instituciones tradicionales tales como los sindicatos y las iglesias, y el desencanto con los partidos políticos, también han planteado la necesidad de nuevas organizaciones donde el ciudadano ordinario se sienta más representado y sus intereses sean realmente defendidos. Es un verdadero cambio estructural, una revolución total de la gente, buscando la expresión de sus opiniones, la defensa de sus derechos y asociándose en la comunidad de intereses sociales, políticos, ideológicos, religiosos, artísticos o culturales.

También las organizaciones de la sociedad civil adquieren una gran importancia en el desarrollo económico. Frente al reto de la presión creciente de la población por mejorar su calidad de vida, frente a las condiciones de pobreza extrema, y ante el fracaso de los modelos tradicionales —Estado o libre mercado— para responder, surgen casi espontáneamente procesos de asociación en las comunidades para buscar respuestas propias y encontrar caminos realistas que permitan superar la pobreza y la satisfacción de necesidades sociales, culturales, recreativas, etc. Pero la magnitud del reto exige una movilización de recursos en una cuantía tal que sobrepasa la capacidad real de las ONG y demás entidades comunitarias que participan en el proceso.

Para esto se requiere el apoyo de organizaciones de mayor nivel político y mayor capacidad financiera, a fin de hacer viables nuevos modelos de equilibrio entre los centros de poder y entre la población y el Estado. Esto sólo es posible si se logra una vinculación estrecha de cooperación entre el Estado y el sector privado, y entre las organizaciones de la sociedad civil y los organismos internacionales de cooperación.

Es aquí donde se ubica la cooperación internacional como mecanismo para movilizar recursos financieros, técnicos y humanos, así como para movilizar opinión y presionar decisiones políticas. Esto, por supuesto, requiere la creación y desarrollo de canales no convencionales que permitan nuevas formas de concertación en las cuales la participación no sea exclusivamente de los gobiernos.

En la actualidad hay básicamente tres formas de cooperación internacional:

La cooperación económica de financiamiento de programas nacionales, a través de la banca internacional.

Para todo el mundo, es claro que este mecanismo ha sido desde hace décadas un instrumento de presión sobre los gobiernos con una inmensa capacidad de influencia en las decisiones internas de los países, tanto desde el punto de vista político como técnico, imponiendo con frecuencia proyectos que riñen con tradiciones culturales arraigadas, dentro de las cuales quizá podrían hallarse soluciones mucho menos costosas para los problemas. Organismos como el Banco Mundial y el BID han sido determinantes en la definición de políticas económicas (el impulso del modelo neoliberal, por ejemplo), así como en la determinación de modelos educativos. En estas decisiones, la sociedad civil ha tenido poca o ninguna participación y las decisiones finales de endeudamiento han sido adoptadas en forma exclusiva por los representantes de los gobiernos y de los organismos de financiación. En la actualidad el Banco Mundial ya se plantea seriamente la necesidad de vinculación de las comunidades locales en el estudio de proyectos, tal como se planteó en una primera reunión realizada en Paipa (Colombia), en abril de 1995.

La cooperación técnica bilateral de gobierno a gobierno.

En este campo, ha habido experiencias de muy diferentes resultados, que van desde los proyectos de desarrollo muy específico para la tecnificación de un sector, hasta programas de desarrollo comunitario caóticos, tanto por su concepción como por la ineficiencia total en el flujo de los recursos, causando daños irreparables en la confianza de las comunidades. Una característica común es, de todos modos, la poquísima capacidad de participación de los beneficiarios directos en el control y gestión de procesos y recursos. Más bien pareciera que a través de algunos de estos proyectos se quisiera canalizar el mesianismo de técnicos y planificadores de los países desarrollados, antes que contar con las necesidades reales de las poblaciones que pretenden beneficiar. Esto, desde luego, no niega los indudables éxitos que se han alcanzado muchas veces, especialmente cuando se ha logrado una interlocución permanente con actores locales capaces de asegurar la sostenibilidad de los proyectos, una vez que concluye el período de flujo de recursos externos. Lo más frecuente en este tipo de cooperación, y lo que más preocupa a los beneficiarios, es el evidente sobrecosto de muchas acciones, a la vez que la incapacidad de convertir todos esos recursos en capital de desarrollo, en vez de ser solamente gasto ocasional.

La cooperación internacional inde pendiente.

Proviene, generalmente, de ONG, Fundaciones y organizaciones no gubernamentales de los países desarrollados y establece sus vínculos directamente con organizaciones similares de los países en desarrollo. También aquí las experiencias son muy variadas y van desde aquéllas en las cuales el condicionamiento ideológico y/o religioso es requisito fundamental para acceder a los recursos disponibles, hasta las experiencias de programas de largo plazo que efectivamente contribuyen a la transferencia de tecnologías de atención y al estrechamiento de lazos entre comunidades de diferentes países. De cualquier forma, es claro que en esta modalidad se han dado muy importantes aportes al fortalecimiento de la sociedad civil de los países en desarrollo y en ciertos momentos críticos ha sido el único mecanismo disponible para obtener recursos y apoyo en la lucha por la defensa de los derechos fundamentales y las libertades básicas. De igual manera, se han logrado resultados muy importantes en innovación de modelos de atención comunitaria y en la movilización de ideas y concepciones de desarrollo.

En síntesis, puede afirmarse que la cooperación internacional es fundamental para el desarrollo de los países del Tercer Mundo, pero que no siempre su concepción y los mecanismos de su ejecución están acordes con un ideal de equidad y mejoramiento de la calidad de vida de las poblaciones. Es indispensable que los mecanismos de cooperación se modernicen y cuenten con canales de comunicación con las organizaciones de la sociedad civil, que ayuden a fortalecerlas y que fuercen a los gobiernos a tenerlas en cuenta, a fin de mejorar los sistemas de equilibrio en el acceso y control de los recursos disponibles para el desarrollo económico y social.

Pero, quizá, lo más relevante que tendría que incorporarse a la cooperación es el concepto de bilateralidad. Es decir, que también comience a considerarse la capacidad técnica y cultural de los países de menor poder económico para aportar ideas de solución a los graves problemas que se presentan en los países del Norte. Que se considere que no disponer de grandes sumas de dinero no excluye la producción de conocimientos en el Tercer Mundo, donde desde una inmensa diversidad cultural fluyen formas diferentes de abordar el empleo, la organización comunitaria, la interpretación básica de valores vitales. Es muy interesante ver el poder que ha ido adquiriendo en las últimas décadas la filosofía oriental de tradición budista, como una alternativa a la profunda crisis religiosa de Occidente. ¿Qué ocurriría si esto se tomara en serio, en vez de recibir un tratamiento de curiosidad marginal? ¿No tiene el budismo miles de años de antigüedad en culturas tan arraigadas como la hindú y la china? Quizá, es en la riqueza cultural del Tercer Mundo donde se hallen alternativas para la salud o para dar nuevos contenidos y orientaciones a la educación. Y lo más probable es que sea en un respetuoso diálogo de culturas donde se encuentren los elementos para afrontar los graves problemas de una humanidad dolorosamente civilizada.

Queda pues, para todos los habitantes excluidos de la tierra, la esperanza de que su voz sea escuchada, de tal forma que también se puedan sentir artífices de un modo de pensar y vivir que garantice al menos una subsistencia digna a las próximas generaciones.

NOTA FINAL

Buena parte del análisis realizado en este artículo, en lo referente al problema del narcotráfico y la estrategia usada por los Estados Unidos para la tipificación del delito internacional y la lucha contra su expansión, se apoya en la opinión de intelectuales norteamericanos de la talla de Noam Chomsky, quien se refirió recientemente en Bogotá al tema de la ayuda militar de su país a Colombia, señalando la permanente violación de derechos humanos, generada al amparo de la lucha antinarcóticos.

El National Review de Nueva York tituló su edición del 12 de febrero de 1996 "La guerra contra la droga está perdida". En el foro generado por la prestigiosa revista se pronuncian William Buckley, editor del National Review; Ethan Nadelmann, humanista e investigador; Kurt Schmoke, alcalde de Baltimore y exfiscal; José Macnamara, exjefe de policía; Roberte Sweet, juez federal y exfiscal; Thomas Szasz, psiquiatra y Steven Duke, profesor de derecho de la Universidad de Yale.

Por supuesto, podría mencionarse una extensa bibliografía sobre el uso de drogas a lo largo de la historia de la humanidad, con fines religiosos, rituales, medicinales o recreativos, pero ni el artículo profundiza en ese tema ni tiene objeto en este contexto reiterar lo que es sabido para cualquier persona medianamente culta. Más interesante sería estudiar la historia de las prohibiciones en Estados Unidos y su papel de articulación social a lo largo de este siglo.