ESTADO, ÉLITES Y CONTRAINSURGENCIA: UNA COMPARACIÓN PRELIMINAR ENTRE COLOMBIA Y PERÚ
Philip Mauceri
Profesor asociado del Departamento de Ciencia Política, The University of Northern Iowa. Fue profesor visitante de la Comisión Fulbright en el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes entre enero y mayo de 2001.
En este trabajo, el autor compara la violencia insurgente en Colombia y Perú. Partiendo de un elemento común, la debilidad estatal, contrasta las diferentes estrategias implementadas para contrarrestar a los movimientos armados. El análisis conceptual de las características del estado en los casos estudiados, evidencia según el autor, cómo la diferencia existente entre la configuración de élites socioeconómicas y su relación con el estado en cada país es lo que explica las desigualdades entre los modelos anti-insurgentes de "privatización" socio-céntrico (adoptado en Colombia) y "autoritario" estado-céntrico (propio del Perú). El estudio comparativo entre estas estrategias demuestra que ambas representaron enormes costos para las sociedades de sus países y no estuvieron acompañadas por cambios en las estructuras políticas que aseguraran la estabilidad y el mantenimiento de las garantías democráticas.
política comparada, Colombia, Perú, estado, estrategia contrainsurgente
In this article the author compares insurgency violence in Colombia and Peru. Having identified a shared trait, state weakness, the distinct strategies employed in the two countries to combat armed movements are evaluated. Based upon a conceptual analysis of the characteristics of the state in both cases, the author argues that the difference between the configuration of socio-economic élites and their relationship with the state in each country explains the distinctions between the counterinsurgency models of socio-centric "privatization" (adopted in Colombia) and state-centric "authoritarianism" (in Peru). The comparative study of these strategies illustrates that both represented enormous costs for the respective societies in these countries and were not accompanied by transformations in their respective political structures, designed to assure the stability and preservation of the democratic system.
comparative politics, Colombia, Peru, state, counterinsurgency strategy
es
44-64
01/05/2001
01/05/2001
A primera vista, una comparación de la violencia insurgente en Colombia y Perú parecería arrojar algunos elementos para desarrollar un ejercicio de utilidad. Pese al hecho de que los dos países se encuentran en la región andina existen, para ambos casos, diferencias significativas en las fuentes y la trayectoria histórica de la violencia. La insurgencia en Colombia tiene una historia mucho más amplia que en Perú, la ideología, tácticas y estrategia de los grupos involucrados son diferentes, como lo es el contexto de conflicto político, económico y social. Aun así, en este artículo se sostendrá que existe un punto de comparación significativo que puede suministrar importantes revelaciones en cuanto a las alternativas y estrategias de los actores principales. Siguiendo la metodología de análisis comparativo de Lijphart, este trabajo se concentrará en una de las similitudes presentes en ambos casos, a saber, la debilidad estatal durante el conflicto; para explicar los diferentes resultados, en este caso, las estrategias contrainsurgentes adoptadas por el estado.
Después de una breve discusión conceptual acerca de la "fortaleza estatal", en la primera parte se examinará el poder del estado en Colombia y Perú. En ambos casos, se sostiene que éste ha tenido tradicionalmente una baja capacidad burocrático/organizacional, débiles vínculos con la sociedad civil, un control territorial limitado, una amplia historia de confianza en los agentes de poder local, y una posición internacional vulnerable. En cuanto al combate contra la insurgencia, estos factores han representado impedimentos significativos, limitando la habilidad del estado para movilizar apoyo y recursos. Sin embargo, pese a enfrentar retos similares, el estado ha respondido de forma distinta.
En la segunda parte del artículo se contrastarán las respuestas estatales a la violencia insurgente. Durante la década de los años sesenta, el estado colombiano adoptó una estrategia de "abdicación-privatización", basada en intereses económicos locales y ejércitos privados para combatir a los insurgentes. La proliferación de grupos paramilitares en las décadas siguientes, generó persistentes atrocidades en materia de derechos humanos y una polarización del ámbito rural entre bandos armados enfrentados. Si bien Perú parte de una situación de debilidad estatal similar, la estrategia contrainsurgente que eventualmente surge es distinta de la que predominó en Colombia. Sostendré que el estado durante la década de los noventa adoptó una estrategia de "reingeniería autoritaria", para incrementar las capacidades y recursos del estado con miras a combatir la insurgencia a través de una política ampliamente represiva. Haciendo uso de sus nuevos poderes, el estado peruano derrotó militarmente a una insurgencia bastante extendida.
En la tercera sección de este artículo se sugiere que la principal variable explicativa entre estos dos distintos enfoques es la configuración de élites socioeconómicas y, en particular, las relaciones entre élites socioeconómicas, el estado (especialmente el aparato de seguridad de éste) y el régimen político. La hipótesis propuesta sostiene que, en el caso colombiano, una élite históricamente fragmentada desprovista de un proyecto político claro y con débiles vínculos e identidad con el estado, particularmente con los militares, optó por una estrategia contrainsurgente socio-céntrica y privada que implemento directamente sin la intermediación estatal. En contraste, en Perú las élites históricamente han visto al estado como un importante centro de poder en la realización de proyectos políticos. El programa contrainsurgente fuertemente "estado-céntrico" introducido por el régimen de Fujimori se basó en consolidar la coalición entre élites comerciales domésticas, las fuerzas armadas y ciertos actores externos, que le apoyaran en la reestructuración del estado y le permitieran a la vez perseguir una estrategia represiva. De esta manera, las élites civiles se unieron con otros sectores para crear un régimen cívico-militar tendiente a incrementar la eficiencia económica y las capacidades represivas del estado. Lo que hizo posible esta táctica fue la disposición de actores políticos clave para ceder autoridad a la creciente presencia política de las Fuerzas Armadas, quienes han tenido una amplia historia de intervenciones militares, aun cuando esto violara normas e instituciones democráticas.
En la sección final de este artículo se sostendrá que, tanto el modelo de "privatización" socio-céntrico como el modelo "autoritario" estado-céntrico de contrainsurgencia en la región andina no lograron ocuparse de la debilidad fundamental de las estructuras estatales, en particular de la carencia de articulación democrática entre el estado y la sociedad. Ambas estrategias ocasionaron significativos abusos a los derechos humanos y socavaron las normas, procedimientos e instituciones democráticas. Por último, tanto la paz como la estabilidad democrática dependen de la adopción de medidas que democraticen las estructuras estatales y ofrezcan a los grupos excluidos del sistema político una entrada en el proceso de elaboración de políticas.
Desde comienzos de la década de los ochenta, el análisis político ha vuelto a centrar su atención en el estado como actor político y, al mismo tiempo, como arena de conflicto político. Gran parte de la literatura que surgió en este período se concentró en dos preguntas: ¿Qué criterio podemos usar para medir la fortaleza del estado? y, ¿cuál es la relación entre el estado como actor político y las élites económicas? Si bien no es este el lugar para revisar esta extensa literatura, es importante señalar que, para mediados de la década de los noventa, existía un consenso creciente en la necesidad de conceptualizar el estado en términos de capacidades e instituciones específicas, y que cualquier entendimiento útil del poder estatal debía ser multidimensional, abarcando la variedad de escenarios políticos en los cuales éste está expresado (Lichbach y Zuckerman, 1997).
A partir de una conceptualización weberiana del estado entendido como la suma de recursos y capacidades de las instituciones estatales, es posible desarrollar una estructura analítica que ayude a establecer criterios para determinar su fortaleza. En lo que a esto respecta, el análisis de los estados y las revoluciones sociales de Skocpol sugiere tres dimensiones (arenas) políticas que son especialmente útiles al considerar el poder estatal en un contexto de conflicto interno (Skocpol, 1979).
Una primera dimensión a considerar es la referente a lo que puede calificarse como perteneciente a la arena burocrático/organizacional. ¿Qué tan eficientemente planea e implementa el estado sus políticas públicas? ¿Las instituciones estatales están organizadas de acuerdo con criterios profesionales? ¿La burocracia estatal tiene una presencia efectiva a lo largo del territorio nacional?
Una segunda dimensión involucra las relaciones estado-sociedad. ¿Hasta qué punto la autoridad estatal es vista como legítima, y motiva una adherencia voluntaria a las normas y regulaciones estatales? ¿Las instituciones estatales penetran la sociedad, esto es, las metas políticas se realizan en el terreno de la sociedad? ¿Los actores sociales asisten y participan en la realización de estas metas, o, es la resistencia social y/o la cooptación de las políticas estatales lo que constituye la regla?
Un escenario final a considerar se refiere a las relaciones internacionales. En la medida en que el estado interactúa con otros estados y el resultado de aquellas interacciones afecta sus capacidades y recursos: ¿La posición del estado en la economía política internacional lo coloca en desventaja respecto a las normas del mercado y/o lo hace vulnerable a los choques financieros, lo que a su turno debilita la capacidad recurso-extractiva del mismo? ¿Está el estado sujeto a una dominación hegemónica debido a su posición política, económica o militar? ¿Son los conflictos históricos con estados vecinos lo que conduce a la guerra? ¿Los parrones de alianzas mejoran o empeoran la posición internacional del estado?
Si bien cada uno de estos escenarios comprende un conjunto de aspectos diferentes, es claro que éstos se entrecruzan, en la medida en que la fortaleza o debilidad en un escenario probablemente influye sobre los otros. Debe estar claro, además, que el poder estatal no es fijo, sino relativo y en constante cambio, dependiendo de las combinaciones y conjunciones de distintos factores en un momento dado. La estructura del poder estatal arriba delineada, requiere un detallado análisis histórico-estructural a través del tiempo para evaluar cualitativamente la fortaleza o debilidad del estado. Lo que sigue en adelante es una evaluación resumida y preliminar del poder estatal en Colombia y Perú durante el período en que se presentan los grupos insurgentes. En el caso de Perú, el énfasis está puesto en los años 1980-90, esto es, el período durante el cual Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) estaban en ascenso. Para Colombia, el período considerado es 1990-2000, años en los cuales existen dos grandes grupos insurgentes: el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con una creciente expansión de sus acciones a lo largo del país. En ambos casos, sugiero que el estado no cumple a cabalidad con los criterios de poder estatal arriba señalados.
La historia del desarrollo del estado en Colombia y Perú no ha favorecido la consolidación de fuertes capacidades burocrático-organizacionales. En ambos casos, los sistemas administrativos centralizados se apoyaron en agentes locales para implementar el poder del estado.
En las zonas montañosas de Perú, el poder giraba alrededor de los "gamonales" mestizos o blancos que dominaban, generalmente en común acuerdo con caudillos militares de orden local, a la población indígena. El estado tuvo una capacidad extractiva limitada, con empresas privadas que hasta mediados de la década de los sesenta recolectaron los impuestos. La economía minera de enclave en las zonas montañosas y la de plantación en la costa, ambas dominadas por capital extranjero, fueron las actividades que en esa época generaron unas limitadas rentas para el estado[2].
El golpe de estado dirigido por el general Juan Velasco Alvarado en 1968, el cual inauguró el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, marcó un giro importante. Los militares implementaron cambios dramáticos, dentro de los cuales se cuentan las nacionalizaciones en el sector minero y la reforma agraria más radical del hemisferio después de la de Cuba. Dichas reformas reconfiguraron la dimensión burocrático-organizacional del estado peruano a través de la expansión del sector público y la reforma agraria, cambios que contribuyeron a eliminar el sistema de agentes de poder local. No obstante, estas reformas quedaron cortas en cuanto a la creación de una estructura estatal moderna[3]. Si bien se logró eliminar el poder de la tradicional oligarquía terrateniente y de las compañías mineras extranjeras, el gobierno militar no tuvo éxito en la creación de nuevos mecanismos de intermediación política entre el estado y la sociedad. Como resultado, se generó un vacío político que rápidamente fue llenado por grupos extremistas, particularmente por Sendero Luminoso. De igual manera, el amplio sector público se convirtió en una fuente de debilidad del estado, en vez de un signo de su fortaleza, al tiempo que la falta de eficiencia, la corrupción, la "compinchería" y una creciente deuda pública en la década de los ochenta, contribuyeron a profundizar una crisis económica que terminó en la peor recesión registrada desde los años treinta. Bajo estas circunstancias, la habilidad del estado para planear e implementar políticas públicas era limitada.
Claramente, el tamaño del sector estatal no es un indicador de la fortaleza del estado. Si bien las políticas del gobierno militar aumentaron el tamaño de éste, no pusieron en marcha programas que incrementaran las capacidades del mismo. Bajo la administración de Alan García (1985-1990), el estado fue mucho más grande que en épocas pasadas, pero su vulnerabilidad alcanzó una etapa crítica, en la medida en que los hospitales carecían de medicamentos, los profesores no recibían su sueldo, y el equipo militar estaba inutilizado debido a la falta de piezas de repuesto. Junto con la vulnerabilidad económica, las acciones de los grupos insurgentes durante este período ocasionaron también un efecto nefasto en la capacidad organizacional del estado (Crabtree, 1991; Cameron, 1993). Los ataques en contra de la infraestructura, las compañías privadas, los alcaldes y funcionarios de gobierno a lo largo del país, hicieron virtualmente imposible la puesta en marcha de programas de desarrollo.
El punto de partida de Colombia también se basa en la existencia de fuertes agentes de poder local. La dominación histórica del país a manos de los dos partidos políticos tradicionales, Liberal y Conservador, estaba basada en una red de relaciones clientelistas que otorgaba servicios y privilegios a cambio de lealtad política. Bajo este acuerdo, el estado se convirtió en algo superfluo (Leal Buitrago, 1989; Palacios, 1995). Como veremos más adelante, aún la provisión de seguridad era partidista, constituyéndose en algo que limitaba la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida política del país, mientras otras naciones latinoamericanas experimentaban ciclos de intervención militar. Hacia finales del siglo XIX, el patrón de desarrollo económico tampoco favoreció la configuración de un estado fuerte. La economía del café se desarrolló alrededor de pequeños y medianos campesinos terratenientes y empresarios comerciales quienes eran poco útiles para el estado y veían al gobierno central como una amenaza potencial en vez de un aliado en el desarrollo (Palacios, 2001: 62).
Como en el caso de Perú, Colombia no vivió la fase "populista-nacional" que gran parte de la región experimentó en el período comprendido entre 1930-1960, y que fue fundamental en el surgimiento de un estado desarrollista. En Perú, las fuerzas oligárquicas, con el respaldo de los militares, evitaron que el APRA llegara al poder. En Colombia, el asesinato de Gaitán y la persecución de grupos populistas de izquierda truncaron la posibilidad de un proyecto popular-nacional. Mientras en Perú, un sector de los militares intervenía para imponer un estado desarrollista con éxito limitado, las élites política y económica de Colombia usaron los acuerdos del Frente Nacional para mantener el monopolio del poder político, limitando así el desarrollo del estado. Si bien la década de los años setenta fue testigo de una gradual expansión del sector público en Colombia, el propio estado evitó la fase desarrollista con la dirección que dio al presupuesto de desarrollo y redistribución. Como resultado, Colombia mantuvo una estabilidad macroeconómica a costa del desarrollo estatal y de una integración nacional; dos aspectos que un proyecto populista alcanza en cualquier lugar (Palacios, 2001: 62).
Tanto Colombia como Perú poseen una diversa y compleja geografía con marcadas divisiones étnicas y regionales que han obstaculizado la formación de una identidad nacional. Una amplia historia de movimientos y rebeliones regionales, así como una "compleja red de relaciones sociales" son también características de estas sociedades; aunque, en última instancia, no debe confundirse con una sociedad civil fuerte, de la cual ambas naciones han carecido tradicionalmente[4]. Estos factores, en conjunto, han obstaculizado la capacidad del estado para establecer su legitimidad, penetrar la sociedad y asegurar una voluntaria adherencia a las normas y regulaciones. Durante una gran parte de la historia de Colombia, los dos partidos dominantes han visto al estado en términos instrumentales, dentro de una lógica de suma cero que terminaba, por lo general, en guerras civiles. A lo largo del Frente Nacional, estas organizaciones sociales se pusieron de acuerdo para cooptar el estado conjuntamente, compartiendo recursos y dividiendo las recompensas entre ellos. La naturaleza excluyente de esta práctica, dejó fuera del esquema a un número de grupos sociales, que van desde partidos de izquierda y aliados del dictador, el General Rojas Pinilla, hasta campesinos y organizaciones laborales (Hartlyn, 1988). El éxito de los paros cívicos y el rápido surgimiento del M-19 a finales de la década de los setenta y comienzos de los años ochenta, fueron síntomas obvios de esta dinámica. El fin del Frente Nacional y la Constitución de 1991 constituyen claros intentos por reconstruir la legitimidad del estado, aunque la persistencia del clientelismo, la corrupción y la dominación de los dos partidos entorpecieron este esfuerzo (Leal Buitrago y Zamosc, 1990; Leal Buitrago, 1994).
La capacidad del estado colombiano para penetrar la sociedad y asegurar la adherencia a las normas y políticas estatales ha estado limitada por grupos ilegales que manejan recursos significativos y que, a través de apoyo social e intimidación violenta, impiden la concreción de esta meta. En Colombia, desde los años setenta existe una amplia historia de mafia y crimen organizado. Debido al aumento del narcotráfico estos grupos han crecido dramáticamente, por lo cual han llegado a controlar áreas considerables de territorio, ejercer influencia política y también manejar recursos económicos significativos[5].
Esta realidad se sumó a la rápida expansión de los grupos insurgentes bajo el mismo período, quienes para el año 2000 se estima que controlan hasta un 40% del territorio nacional. La habilidad de estos grupos para corromper funcionarios estatales y para desafiar al estado en el monopolio de la fuerza, no sólo ha restringido efectivamente la consolidación del poder estatal en Colombia sino, además, de muchas maneras han cooptado al estado mismo. Ya sea mediante apoyo, soborno o intimidación, los grupos armados han ganado influencia sobre alcaldes, jueces, burócratas y demás funcionarios estatales, reduciendo y restringiendo de esta manera la autonomía política de sus instituciones[6].
En el caso peruano, para el momento en que los militares intervinieron en 1968 con miras a sacar adelante su radical proyecto de reforma, las élites terratenientes tradicionales habían hecho uso del aparato estatal por amplios períodos para proteger y promover sus intereses. Desde la era colonial, las élites criollas de la costa tuvieron poco interés en penetrar la sierra andina de amplia mayoría indígena, prefiriendo contar con hacendados y, cuando fuera necesario, con caudillos militares de orden local para mantener el control. El estado en los primeros años de la República del Perú era, en muchas formas, un estado de Lima. Inmediatamente después de la Guerra del Pacífico (1870) y la invasión chilena, el poder de las élites locales y los caudillos militares se incrementó, situación que el estado central no intentó revertir hasta la década de los años veinte. Además, durante gran parte de la historia del Perú, el estado ha tenido poca necesidad de intervenir en la economía, dada su naturaleza de mercado abierto[7].
Parte de las reformas de la era de Velasco fue un ambicioso esfuerzo por refundar las relaciones estado-sociedad, estableciendo nuevas estructuras y vínculos corporativistas. Dicho esfuerzo fracasó en la medida en que las organizaciones sociales emergentes entre sectores populares, con el visto bueno de los militares, cooptaron el esquema corporativista. Hacia mediados de la década de los setenta las organizaciones laborales, campesinas, estudiantiles y barriales creadas por el estado habían sido cooptadas ampliamente por partidos y organizaciones de izquierda[8] . El legado de esta decisión social fue un poderoso movimiento popular durante la década de los ochenta que, mediante huelgas, protestas y votaciones, ejercieron una influencia sin precedentes sobre el proceso de elaboración de políticas del estado. De esta agitada situación, surgió un pequeño partido maoísta en el departamento más pobre de Perú, Ayacucho, que a lo largo de la década llevó a cabo su guerra "del campo a las ciudades". La estrategia de Sendero Luminoso estaba dirigida a generar vacíos de poder a lo largo del territorio nacional, mediante el ataque directo a la presencia estatal. Para finales de la década, muchos analistas concluían que Sendero había alcanzado sus objetivos, en la medida en que amplias zonas del territorio nacional carecían de representantes del estado, desde alcaldes y agentes de policía hasta planificadores de desarrollo[9].
Colombia y Perú son naciones en vías de desarrollo bajo la esfera de influencia de la única superpotencia restante del mundo. Esta situación coloca a ambas naciones en una posición vulnerable en la arena internacional, pese al hecho de que éstas se hubiesen comportado de formas muy diferentes. Desde la independencia, Colombia nunca ha tenido una guerra importante con un país vecino ni ha sido invadida, aun cuando ha perdido parte de su territorio (Panamá). Las guerras y los conflictos pueden ser un arma de doble filo cuando se trata del poder estatal. En la experiencia europea, la guerra ha sido un elemento importante en la formación del estado-nación, fortaleciendo la identidad nacional y atando la nación al estado a través de la creación de símbolos, héroes y una experiencia común. Las guerras externas además generan el ordenamiento y la centralización de los recursos, dejando tras de sí un importante legado para el poder estatal[10]. Por otro lado, la derrota en la guerra, particularmente si viene acompañada por una pérdida de territorio, puede debilitar la legitimidad y autoridad del estado, y puede aún terminar en la desaparición del mismo. La falta de una experiencia de guerra importante en Colombia le ha significado al país carecer de los elementos mencionados para la formación del estado, y al mismo tiempo le ha evitado sufrir las consecuencias de una derrota militar. Perú, por su parte, ha experimentado tanto la derrota y la conquista (Guerra del Pacífico, 1870) como la victoria (Guerra con Ecuador en 1942) y los subsecuentes conflictos fronterizos). Mientras la derrota de Perú tuvo un impacto significativo en la formación del estado hacia finales del siglo XIX, como se señaló antes, ambas guerras produjeron un panteón de héroes militares y símbolos que han sido importantes en el fortalecimiento de la identidad nacional. Sobre todo, la guerra y las tensiones con países vecinos que constituyen el legado de aquellas confrontaciones, elevaron la posición de las Fuerzas Armadas en la vida nacional, reafirmando su propia identidad como una "institución tutelar".
Tanto Colombia como Perú han sido vulnerables a las presiones de Estados Unidos, quien ha reducido significativamente la autonomía política de ambos estados. El tema político en el que esta injerencia es más evidente es el del tráfico de drogas. Desde la década de los ochenta, la imposición de una política antidrogas que enfatizaba el papel de la oferta, se llevó a cabo a través del proceso de certificación y condicionalidad que Estados Unidos impuso en ambos países. La política norteamericana favoreció un tratamiento militar del problema, y significó también un nuevo papel para los sectores militares: recursos adicionales, entrenamiento y la implementación de nuevos programas, aspectos que fueron dirigidos a las Fuerzas Armadas tanto de Colombia como de Perú. La introducción del Plan Colombia, extendido posteriormente al Plan Andino, fue otro indicio de este enfoque (Bagley, 1989-1990:154-171; Tokatlian, 1998; Shifter, 2000). El dominio hegemónico de Estados Unidos en el hemisferio y el alto nivel de importancia atribuido al asunto de las drogas no sólo hizo imposible para ambos estados la consideración de políticas alternativas, sino extremadamente difícil evitar la cooperación en los programas diseñados por Washington.
Es en el tema económico donde ambos estados han evidenciado la vulnerabilidad más grande. Los patrones de mercado, el papel de los inversionistas extranjeros y la deuda externa han sido por lo general una fuente de debilidad del poder estatal en la arena internacional para los países en vías de desarrollo. Durante gran parte de su historia, Colombia y Perú han tenido un relativo mercado abierto basado en la exportación de productos primarios, siendo éste un modelo económico que incrementa su vulnerabilidad frente a los patrones del mercado, incluyendo el precio de, y la demanda por, sus exportaciones. Además, el desarrollo del mercado abierto acrecentó en la dinámica interna, tanto de Colombia como de Perú, la influencia doméstica de un poderoso actor internacional: las compañías multinacionales. En Perú, el sector minero ha sido históricamente el de mayor presencia extranjera, mientras que en Colombia han sido los sectores bananero y petrolero. La influencia de las compañías multinacionales en los gobiernos domésticos y su control de sectores importantes en la economía de sus países "hospederos" pueden dar a éstas una injerencia significativa sobre los estados.
Desde la década de los setenta, las instituciones financieras internacionales han venido ejerciendo de manera creciente una influencia extraordinaria sobre el proceso doméstico de elaboración de políticas en los países en vías de desarrollo. Esta influencia surgió como resultado de las crisis financieras que afectaron gran parte del tercer mundo hacia finales de la década de los setenta. El choque de los precios del petróleo en 1973 y 1979, el agotamiento del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, y un sector público grande e ineficiente fueron algunos de los factores que desencadenaron esta crisis en América Latina, siendo Perú uno de los primeros países que la experimentaron (Gonzáles de Olarte, 1991). En 1977, un serio balance de déficit de pagos y de incapacidad para atender los pagos de la deuda desencadenó la visita de una comisión del Fondo Monetario Internacional (FMI) a Lima, comisión que diseñó uno de los primeros paquetes de austeridad de la región, en el que se incluyó una serie de metas monetarias y fiscales monitoreadas por esta misma institución. Durante los inicios de la década de los ochenta, los pagos de la deuda de Perú alcanzaron un 70% de sus ingresos de exportación, lo cual fue congruente con el programa neoliberal instituido por la administración de Belaunde (1980-1985). Con la elección de Alan García en 1985, la posición de Perú frente a las organizaciones financieras cambió. Reduciendo unilateralmente los pagos de la deuda a sólo un 10% del ingreso de exportaciones, la administración García pronto se vio desprovista de nuevos créditos, situación que empeoró por la dramática caída en las inversiones privadas extranjeras y la fuga de capitales. El esfuerzo de la administración García por desafiar las instituciones financieras internacionales trajo consecuencias desastrosas para el estado, puesto que cayeron las rentas públicas y la peor crisis económica desde la década de los treinta.
Hasta hace poco, Colombia trató de evitar las vulnerabilidades financieras que habían afligido a otros países en la región. Mientras gran parte de Latinoamérica experimentó una crisis de la deuda, Colombia combinó la estabilidad macroeconómica con un crecimiento sostenido y una deuda externa baja. La conservadora política monetaria y fiscal, acompañada de una continuidad en los programas y una gradual diversificación de las exportaciones, fueron medidas que ayudaron a Colombia a evitar los dramáticos giros del desempeño económico de Perú y otros países de América Latina (Kalmanovitz, 1994). Sin embargo, para la década de los noventa, Colombia comenzó a experimentar algunas de las vulnerabilidades de otros países en la región. La introducción de políticas neoliberales, que comienza en la administración Barco (1986-90) y continúa a lo largo de la década del noventa, rompió con el tradicional gradualismo de la política económica colombiana. El impacto ha sido dramático. Las privatizaciones, la rápida apertura de la economía y el deterioro de la situación de seguridad, generaron una crisis tanto en el sector agrícola como en el manufacturero. Para 1999, Colombia sufrió la tasa de desempleo más alta en América Latina, una tasa de crecimiento negativo del 5% y una marcada reducción en el gasto público. Este mismo año, Colombia suscribió su primer acuerdo con el FMI, en el cual se establecieron objetivos macroeconómicos específicos y se reorganizó la creciente deuda externa del país (Ahumada, 2000). De esta manera, el estado colombiano comenzó a experimentar la debilidad que traía consigo la reducción de recursos económicos, así como la pérdida de autonomía política frente a los actores externos.
Como Migdal (1988) ha señalado, una extendida debilidad estatal es expresión manifiesta del subdesarrollo y por lo tanto no debe sorprender que, pese a que las trayectorias históricas específicas sean diferentes, Perú y Colombia compartan, como países subdesarrollados, esta característica común. Para un comparativista, los paralelos más útiles e interesantes no involucran simplemente el contraste entre similitudes o diferencias, sino además el hecho de percibir cómo unas y otras interactúan. De especial utilidad son los contrastes entre alternativas políticas donde las condiciones institucionales o estructurales son similares. Una comparación de las políticas contrainsurgentes de Colombia y Perú ofrece, por lo tanto, una valiosa oportunidad para desarrollar un número de interpretaciones útiles. Si bien, ambas situaciones involucran estados "débiles" que enfrentan desafíos insurgentes, las políticas adoptadas son, en última instancia, muy diferentes. Esta sección delineará los dos modelos de política adoptados por el estado para enfrentar los retos de los grupos insurgentes.
Tanto en Colombia como en Perú las fuerzas armadas encararon limitaciones significativas que no sólo impidieron una victoria militar sobre las guerrillas, sino que además llevaron a un rápido crecimiento de las mismas, tanto en número de combatientes como en presencia territorial. En Perú, Sendero Luminoso se expandió rápidamente más allá de su área inicial de operaciones en Ayacucho, de tal suerte que, tras ocho años del comienzo de la lucha armada, había desarrollado "columnas" en todos los departamentos del país, incluyendo las células urbanas en los "pueblos jóvenes" de Lima. El número de acciones, principalmente asesinatos, destrucción de infraestructura (torres eléctricas, puentes, etc.) y bombas aumentaron en este período (DESCO, 1989). En Colombia, el crecimiento de la insurgencia ha sido aún más dramático, expandiéndose significativamente más allá de las zonas tradicionales de operación. Para el año 2000, el gobierno calculaba que las FARC tenían más de 16.000 combatientes, el doble del número de hombres estimado para mediados de la década de 1990, y que el ELN tenía 4.500 combatientes, cerca de 1.000 hombres más que a mediados de los noventa[11]. Las acciones de la guerrilla, que van desde los secuestros y destrucción de infraestructura hasta asesinatos y asaltos a cuarteles militares y de policía, también se incrementaron dramáticamente. Si bien el crecimiento de la insurgencia tanto en Colombia como en Perú ha sido el resultado de una variedad de factores, en ambas instancias las Fuerzas Armadas fueron incapaces de detener la rápida expansión de la insurgencia. La falta de equipo, particularmente de helicópteros y armas livianas, un entrenamiento contrainsurgente inadecuado, metas confusas e interpretaciones contradictorias de la naturaleza de la insurgencia, así como una amplia estrategia militar defensiva, y las relaciones tensas y hasta conflictivas con la población local que incluían abusos a los derechos humanos, fueron algunos de los problemas que ambos cuerpos militares encararon en la confrontación de los desafíos insurgentes[12]. Sin embargo, la forma como ambos estados respondieron a tal desafío varió considerablemente.
La respuesta del estado a la violencia insurgente en Colombia puede caracterizarse como una respuesta de "abdicación y privatización", un proceso en el cual actores estatales suministraron el marco legal, la legitimidad, el apoyo logístico y, en ocasiones, armamento a actores sociales para combatir los grupos insurgentes. Comenzando en la década de los sesenta, las presiones de las élites regionales confrontadas por los ataques de la guerrilla llevaron al estado a adoptar la primera de una larga serie de normas y regulaciones que permitían y fomentaban la creación de organizaciones de autodefensa. Como se señaló antes, Colombia tiene una amplia historia de grupos civiles armados, pero el marco normativo existente es un elemento importante que ayuda a entender la facilidad con que el estado cedió autoridad a los actores privados. Si bien la relación específica entre las fuerzas de seguridad estatales y las organizaciones paramilitares varía en tiempo y en cada región, gran parte la relación es descentralizada e involucra oficiales de rango medio[13]. Una de las primeras leyes que autorizaba la formación de autodefensas fue expedida en 1968 (Ley 48) según la cual estos cuerpos requerían de las Fuerzas Armadas para su organización y supervisión[14]. Hacia finales de la década de los setenta, los grupos de autodefensa se expandieron rápidamente, asumiendo un enfoque más ofensivo y "preventivo" frente a la insurgencia, que incluía el asesinato de líderes campesinos y sindicales, activistas políticos de izquierda y periodistas. La estrategia más agresiva coincidió con la implementación, por parte de la administración Turbay Ayala (1978-82), del Estatuto de Seguridad Nacional (Decreto 1723), que inauguró el período más represivo en la historia reciente de Colombia. Adelantadas tanto por las Fuerzas Militares regulares como por los grupos de autodefensa, a lo largo del país ocurrieron múltiples desapariciones forzosas, torturas y masacres. El Magdalena Medio se convirtió en un blanco especial de la nueva ofensiva paramilitar. Por ser una fortaleza tradicional del Partido Comunista (con una presencia significativa de las FARC), el área de Puerto Boyacá fue testigo de una larga y sediciosa guerra que terminó en la expulsión de toda la presencia de grupos de izquierda en la región (Medellín, 1990).
La emergencia del narcotráfico en la década de los ochenta tuvo un impacto dramático en el desarrollo de las fuerzas paramilitares. La creación por miembros del Cartel de Medellín del grupo Muerte a Secuestradores (MAS) en 1981, para proteger la narco-élite y a sus propiedades tanto de la resistencia campesina como de los ataques de la guerrilla, cambió la naturaleza del fenómeno paramilitar en Colombia. Debido a esta nueva fuente de recursos, los grupos paramilitares contribuyeron a la creación de nuevas alianzas regionales, vinculando detrás de la violencia privada a sectores de las fuerzas de seguridad, cuadros de los partidos tradicionales, narcotraficantes y élites locales. Esta creciente conexión con narcotraficantes, así como la audacia y crueldad de las masacres paramilitares palpables en la guerra de exterminación librada contra la Unión Patriótica y una serie de masacres en Urabá y Córdoba hacia finales de esta década, fueron elementos que dieron pie a los primeros intentos por deslegitimar las fuerzas paramilitares. Públicamente, el presidente Barco llamó a estos grupos "bandas de criminales" y más tarde, la Corte Suprema revocó la ley de 1968 y otras regulaciones que autorizaban su existencia (Meló, 1994: 500).
Pese a estos esfuerzos, las organizaciones paramilitares continuaron ocupando un rol central en la respuesta del estado a la violencia. A comienzos de la década de los noventa surgió la organización de los Perseguidos por Pablo Escobar (PEPEs) con el propósito específico de localizar a Escobar y a sus asociados, justo en el momento en que el estado colombiano lo había declarado como una gran amenaza a la seguridad nacional[15]. Carlos Castaño, quien posteriormente se convertiría en líder de las fuerzas paramilitares, fue una figura clave en este grupo. Ciertos rumores han ligado a los PEPEs tanto con las fuerzas de seguridad de Colombia como con la DEA. A lo largo de la década de los noventa los grupos paramilitares crecieron dramáticamente y el estado colombiano, incluidas las Fuerzas Armadas, demostraron, en el mejor de los casos, una posición ambivalente frente a éstos. Entre 1993 y 1994 la administración Gaviria autorizó la creación de cooperativas de seguridad más conocidas como "Convivir" (Ley 62, Decreto 356), con lo cual una vez más se legitimaba la privatización de la seguridad. Si bien la administración sostuvo que esta medida respondía sencillamente a las necesidades de seguridad de los ciudadanos y no al apoyo de las organizaciones paramilitares, resultaba claro que, dentro del contexto de la historia reciente de violencia en Colombia, el estado estaba abdicando abiertamente su derecho sobre el monopolio legítimo de la fuerza (Cubides, 1999). Durante la década de 1990, el país fue testigo del más rápido crecimiento de los grupos paramilitares (Vicepresidencia de la República, 2000). Además, la creación de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en 1997, bajo el liderazgo de Carlos Castaño, les ha permitido a estos grupos desarrollar un discurso nacional y presentar lo que parece ser no sólo una estrategia militar, sino además una estrategia política, económica y aun social. En la medida en que las FARC, en particular, realizaban avances militares importantes en la década de los noventa y las Fuerzas Armadas parecían incapaces de derrotar a la insurgencia, las AUC entraron al campo de batalla e hicieron incursiones significativas. De cualquier modo, la estrategia principal de las fuerzas paramilitares tanto a finales de los noventa como en años recientes, consistió en atacar a los sectores de la población civil que a su juicio podían brindar, o podían hacerlo potencialmente, apoyo a la guerrilla. No resulta sorprendente entonces que las fuerzas paramilitares, para el año 2000, se convirtieran en los más grandes violadores de los derechos humanos en Colombia.
El modelo contrainsurgente de "abdicación y privatización" adoptado en Colombia contrasta fuertemente con el modelo seguido en Perú. Enfrentado al rápido crecimiento de la insurgencia y con una respuesta militar inefectiva, Perú se movió en la dirección opuesta a la de Colombia. En vez de ceder y abdicar la autoridad del estado, la administración Fujimori (1990-2000) intentó reconstruir el poder estatal por medio de un proceso de "reingeniería autoritaria", dotando a las instituciones del estado con capacidades y recursos suficientes para implementar una estrategia contrainsurgente altamente represiva. Como veremos más adelante, la estrategia estaba basada en el apoyo de élites nacionales e internacionales, el gobierno civil y las fuerzas armadas, además de militares que habían intervenido por largo tiempo en la arena política, creando una alianza civil-militar que sostuvo el régimen por una década. Tres elementos permitieron la implementación de esta estrategia: nuevos poderes institucionales y recursos con los que se dotó al aparato de seguridad del estado que efectivamente lograron incrementar su presencia en la sociedad civil; restricciones implícitas y explícitas a las normas e instituciones democráticas y, finalmente, una serie de políticas económicas y sociales que intentaron aumentar la penetración del estado en la sociedad civil.
Los presupuestos de las agencias de seguridad del estado crecieron dramáticamente en la década de los noventa: el presupuesto del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), según se dice, fue 50 veces más grande en el año 2000 de lo que fue en 1990, y el presupuesto total de las Fuerzas Armadas para el año 2000 representaba el 32% de todo el gasto estatal (lo cual contrasta con sólo un 13% de gasto en educación) (Rospigliosi, 2000: 201)[16]. Junto con los incrementos en los presupuestos, vinieron nuevos poderes y misiones, particularmente después del autogolpe de abril de 1992. El SIN expandió sus campañas "psico-sociales" a través de los medios, aumentando las intercepciones y seguimientos de las figuras de la oposición, y creando un grupo paramilitar especial (Grupo Colina) encargado de la eliminación de los simpatizantes de Sendero.
En las Fuerzas Armadas, la estructura de promociones y presupuestos fue centralizada en manos de la presidencia. Adicionalmente, fueron otorgados una serie de "poderes especiales" a los militares, de los cuales el más notable fue la expansión de la jurisdicción de los tribunales militares para juzgar civiles acusados por terrorismo. A las fuerzas armadas también se les confirió la facultad de intervenir en los campus universitarios (violando su autonomía), así como la capacidad para instaurar zonas de rastreo, áreas en las cuales los militares podían llevar a cabo búsquedas casa por casa mientras bloqueaban un área, y, finalmente, el poder para detectar actividades guerrilleras asistiendo a las rondas campesinas, patrullas de campesinos de las localidades, en coordinación con los militares[17]. El resultado de esta estrategia no sólo fue un aparato de seguridad con más poder, sino además una larga y extensiva presencia del mismo en la sociedad civil.
A fin de llevar a cabo su estrategia, el régimen de Fujimori identificó las normas e instituciones democráticas como impedimentos para sus planes. El autogolpe de 1992 fue, en gran parte, un intento por socavar lo que era percibido como un obstáculo para la efectiva implementación de los planes contrainsurgentes. Una serie de derechos democráticos, incluyendo el habeos corpus, fueron restringidos o eliminados por decreto. La Constitución de 1993 también debilitó los controles institucionales sobre el poder ejecutivo, reduciendo la capacidad de vigilancia del Congreso, restringiendo la autonomía judicial y acabando con el proceso de descentralización iniciado en la década de 1980. Además, la prensa fue también cooptada a través de sobornos, extorsión o represión. Periodistas, defensores de derechos humanos y figuras de oposición fueron blanco de amenazas, detenciones ilegales y ocasionalmente, de violencia física. La personalización absoluta del poder dentro del régimen y la represión de la oposición, aseguraron una crítica limitada y la implementación ininterrumpida de las medidas contrainsurgentes.
Un elemento final en la estrategia de Fujimori fue el desarrollo de una serie de políticas económicas y sociales tendientes a incrementar la penetración del estado en la sociedad civil así como a reducir las posibilidades de las organizaciones sociales autónomas. Estas medidas estaban dirigidas a incrementar y a asegurar la presencia estatal en el terreno de la sociedad, desmovilizando los posibles desafíos a su autoridad y aumentando la capacidad de llevar a cabo políticas del estado. Sumado a las políticas antes señaladas, el régimen elaboró y organizó un sistema clientelista para proveer servicios sociales que estaban directamente ligados al Ministerio de la Presidencia. Aquellos programas sociales preexistentes, los cuales habían estado ampliamente controlados por partidos de izquierda, fueron cooptados por el Ministerio, reduciendo los espacios políticos autónomos. La reestructuración económica neoliberal, que incluía privatizaciones extensivas y una reducción tanto de los subsidios estatales como del sector público, jugó un importante papel no sólo en la desmovilización de la sociedad civil sino además en el incremento de la eficiencia del estado y de la economía. Un "estado pequeño y fuerte" fue el lema de los reformadores neoliberales, quienes sostenían que un estado grande e "inflado" sería necesariamente un estado débil, ligando así las reformas económicas con la situación de seguridad.
¿Cómo podemos explicar los diferentes modelos contrainsurgentes adoptados en Perú y Colombia, dado que en ambos casos el estado ha tenido tradicionalmente capacidades y recursos limitados? La hipótesis que aquí sugiero es que la variable determinante para explicar esta diferencia radica en la naturaleza de las élites de los dos países, y particularmente sus relaciones con el estado y el régimen político. El modelo de "privatización" socio-céntrico de contrainsurgencia instaurado en Colombia refleja la fragmentación de la élite y sus vínculos débiles con el estado en general, y las Fuerzas Armadas en particular. En contraste, el modelo "autoritario" estado-céntrico adoptado en Perú durante los noventa fue el resultado de una alianza civil-militar que forjaron las élites y el aparato de seguridad, e indica cómo el estado ha sido visto tradicionalmente por las élites como el punto focal de poder político en el país.
Existen cuatro elementos centrales, propios de la estructura de élites en Colombia, que favorece un enfoque socio-céntrico de contrainsurgencia. Primero, las élites de Colombia tradicionalmente han tenido una base económica heterogénea como reflejo de la diversificación productiva que experimentó el país en el siglo XX. El café, la industria, la minería, la ganadería y el petróleo son algunas de las actividades económicas en Colombia (aquí, también puede incluirse la narco-élite) y si bien existen importantes conexiones entre las élites involucradas en estas actividades, cada sector posee su propia estructura de élite y sus gremios[18]. Aunque se han presentado conflictos, éstos no han sido por lo general abiertos o violentos. Segundo, las élites en Colombia tienen un carácter e identidad profundamente regionales, ligadas a la actividad económica específica de cada zona, v.g. la ganadería en los departamentos de la costa. La estructura social y la visión particular de la élite, en términos de su percepción de la sociedad, la política y la economía, varía considerablemente dependiendo de las condiciones regionales o locales.
La base económica heterogénea y la diversidad regional de la élite de Colombia ha hecho históricamente difícil el planteamiento de un proyecto político común, y ha impedido el desarrollo de una clase hegemónica con una visión de identidad nacional y un programa de modernización del estado (Palacios, 1986: 91). Los conflictos intra-élite, con un fuerte contenido regional, económico e ideológico, caracterizaron la política Colombiana a lo largo del siglo XIX. Tanto estos conflictos como los acuerdos políticos que les pusieron fin, especialmente en el siglo XX, se llevaron a cabo en el terreno de la sociedad, involucrando ejércitos partidistas privados y acuerdos de caballeros para dividir el poder, con poco interés en utilizar el estado para algo distinto de la consecución de objetivos sectoriales o privados. El estado era una fuente de financiamiento para las iniciativas privadas o para políticas patronaje/clientelistas y no la fuente de políticas económicas o sociales "desarrollistas" que se encuentran en cualquier parte de América Latina. Además, existen al parecer algunas evidencias que señalan cómo las élites se encontraban a salvo de los peligros del estado como un instrumento de poder político y cambio social. La rapidez con que fue removido el General Rojas Pinilla dado que había comenzado a desarrollar y a usar el estado para construir un proyecto político, indica la cautela con que las élites tradicionales veían esta posibilidad[19].
Finalmente, un aspecto importante para la comprensión de la preferencia de la élite por el modelo de "privatización" radica en su histórico sentimiento antimilitarista. Desde el período de la independencia en adelante, las élites colombianas han tenido una profunda desconfianza en las Fuerzas Armadas. Como lo señala Francisco Leal[20], el sistema bipartidista y la falta de regímenes militares contribuyeron claramente a estas acritudes. La distancia social entre las élites y los militares profundizó más esta desconfianza. La carrera militar nunca fue vista como una marca de distinción social por las élites y el reclutamiento estaba generalmente restringido a las clases medias y bajas. Las Fuerzas Armadas colombianas, ausentes de una participación directa en política por gran parte de los siglos XIX y XX, nunca desarrollaron una identidad institucional que girara alrededor de la construcción de la nación, limitando la posibilidad de ejecutar un proyecto político autónomo. El proceso de profesionalización llegó relativamente tarde a los militares de Colombia (sólo hasta 1907), debido en parte al desinterés de las élites y a su larga historia de confianza en los ejércitos partidistas privados, así como a la desconfianza frente a la posibilidad de un establecimiento militar fuerte[21]. Si bien desde el fin del Frente Nacional los militares han desarrollado crecientemente autonomía en ciertas áreas, esto se ha traducido en desafíos a las políticas presidenciales y no a los intereses de las élites (Dávila, 1999).
Mientras las élites colombianas enfrentadas a un estado débil y a desafíos insurgentes optaron por una estrategia de contrainsurgencia socio-céntrica, en Perú las élites frente a estas mismas circunstancias optaron por un programa contrainsurgente estado-céntrico. Varios factores facilitaron este desarrollo. Primero, el estado en Perú ha permanecido en el centro de una vigorosa contienda entre diferentes actores de la sociedad con proyectos políticos alternativos. Un fuerte desafío populista (APRA) y, desde los años sesenta hasta los ochenta, una poderosa opinión pública de izquierda, amenazaron con usar el aparato estatal para implementar programas anti-élite. Durante el régimen militar de Velasco, el estado no sólo fue un agente de cambio sino además socavó el poder político y económico de la élite, llevándose por delante a la oligarquía agraria y regulando actividades económicas en otros sectores. Como resultado, el estado ha sido la principal arena de conflicto político en el siglo XX, en la medida en que distintos proyectos políticos (populismo, socialismo, neoliberalismo, militares radicales) compitieron por ganar el poder estatal e implementar sus programas. La debilidad de esta aproximación a la política radica en que, con pocas excepciones, las organizaciones sociales han sido marginadas, trayendo como resultado el colapso de estos proyectos una vez alcanzado el poder estatal, debido a la falta de un apoyo social sostenible.
Segundo, la élite socioeconómica de Perú es en buena medida una élite de Lima. En parte, esto es un legado del período colonial, cuando Lima era la capital del Virreinato y concentraba no sólo el poder administrativo, sino además el poder eclesiástico, económico y social. Los españoles y posteriormente sus descendientes criollos prefirieron establecerse en la costa, en vez de las zonas montañosas con población indígena y mestiza, donde permanecen hasta hoy. Los cambios socioeconómicos y demográficos del siglo XX sólo han acentuado esta concentración. Muchas de las actividades industriales y financieras del país tienen lugar en Lima, que además concentra cerca de un tercio de la población nacional. Con las élites socioeconómicas establecidas en la capital, el escenario era propicio para desarrollar una fuerte relación mercantilista, en la cual las élites utilizaron sus influencias y contactos en la estructura estatal centralizada para extraer privilegios, concesiones y monopolios de los funcionarios de gobierno. El resultado fue una dinámica en la cual, para la élite, la estructura administrativa del estado constituía un importante escenario en el cual establecer y mantener contactos y vínculos, con miras a no perder sus privilegios frente a individuos o grupos rivales.
Finalmente, las Fuerzas Armadas en Perú, con excepción del periodo Velasco, tienen una estrecha y amplia relación con las élites del país entorpeciendo, desde comienzos del siglo XX, los desafíos populistas y socialistas al orden político y socioeconómico. Además, como se señaló antes, las Fuerzas Armadas han jugado un papel crucial en la construcción de una identidad nacional y han definido para sí mismos el rol de "instituciones tutelares", esto es, instituciones que representan la continuidad histórica de la nación y se encuentran por encima de la "política", de los grupos civiles o de los partidos (Mauceri, 1989). Durante el siglo XX, el período más largo de gobierno civil y democrático ininterrumpido en Perú, fue de doce años (1980-1992). Esta amplia historia de regímenes e intervenciones militares ha dado paso a la visión, compartida tanto por los miembros de las Fuerzas Armadas como por sectores civiles, de que los militares no sólo "personifican" la nación, sino son además el último arbitro de las disputas políticas.
Estos factores son cruciales para entender la preferencia por el enfoque de "reingeniería autoritaria" adoptado en la década de los noventa. Las élites jugaron un papel crucial en el fomento del proyecto autoritario del régimen Fujimori, respaldando su esfuerzo por imponer el "orden" a través de políticas estatales autoritarias. El sector financiero y los tecnócratas civiles ayudaron al régimen a establecer contactos con las organizaciones financieras internacionales que proveían los créditos e inversiones necesarios, y también brindaban asistencia en la planeación e implementación requerida para "estructurar" el estado alrededor de lineamientos neoliberales. Cada uno de los ministros de economía durante el período Fujimori provenía del sector privado, y todos jugaron un papel crucial en la reforma de la estructura estatal. Las reformas introducidas en el sector laboral tendientes a reducir el poder de los sindicatos y del sector agrario, las cuales fomentaban a la vez una reconcentración de la tenencia de la tierra, fueron vistas como necesarias no sólo para atraer la inversión requerida, sino además para debilitar zonas donde la izquierda era tradicionalmente fuerte. El sector financiero apoyó completamente el autogolpe de 1992 y los principales gremios permanecieron como soportes del régimen a lo largo del decenio de Fujimori, contribuyendo fuertemente a los esfuerzos de reelección de éste en 1995 y en el 2000.
El preliminar análisis comparativo de los enfoques de contrainsurgencia en Colombia y Perú aquí presentado ha evidenciado que es importante mirar más allá de la simple fortaleza o debilidad de las estructuras estatales. Ambos países confrontaron grupos insurgentes en expansión bajo condiciones de debilidad estatal, una situación común al subdesarrollo. Sin embargo, Colombia y Perú desarrollaron formas muy diferentes de combatir la insurgencia. Mientras la estrategia de Colombia estaba claramente inclinada a un modelo socio-céntrico de "abdicación-privatización", Perú eventualmente se inclinó a un modelo estado-céntrico de "reingeniería autoritaria" diseñado para incrementar las capacidades y recursos del estado. La hipótesis fundamental en este artículo ha sido que la principal variable explicativa detrás de esta divergencia es la configuración de la estructura de élite, incluyendo su relación con el estado y el régimen político y su habilidad para construir y llevar a cabo un proyecto político común (o hegemónico). En esencia, la experiencia histórica de estas dos diferentes élites configuró su relación con el estado y otros actores políticos, quienes a su turno generaron y/o limitaron su habilidad para construir alianzas y adoptar la visión necesaria para ocuparse de los desafíos insurgentes.
Un aspecto final que es importante considerar al comparar estos dos modelos de contrainsurgencia es que pese a que uno (Perú) contribuyó a derrotar la insurgencia, en ambos casos tales enfoques significaron trágicos costos para la población civil y las instituciones democráticas. La situación de derechos humanos en Colombia y Perú ha sido la peor en el hemisferio occidental durante los períodos aquí considerados. Masacres, torturas, desapariciones forzadas y desplazamiento de poblaciones, son eventos comunes y ampliamente criticados en el ámbito internacional. Tanto las leyes domésticas como las convenciones internacionales han sido violadas rutinariamente por fuerzas ligadas al estado. En ambas situaciones, las normas e instituciones democráticas fueron socavadas en el esfuerzo por combatir la insurgencia. El caso peruano es especialmente nefasto en la medida en que un régimen autoritario absoluto fue instituido, lo que condujo, además, a uno de los gobiernos más corruptos en la historia reciente de América Latina.
Claramente, ambos modelos dejan mucho que desear en tanto han socavado normas e instituciones que supuestamente son defendidas contra la insurgencia. En gran parte, las experiencias de Colombia y Perú representan distorsiones de parrones y políticas que pueden ser implementadas con miras a controlar los desafíos políticos y económicos de la insurgencia. Si bien el concepto de organizaciones de "autodefensa" es atrayente, su historia a lo largo del globo muestra su conducción hacia grupos paramilitares, con las concomitantes atrocidades a los derechos humanos. De igual manera, los cambios en los códigos legales, tal como fueron adoptados en Europa occidental en la década de los setenta para tratar el terrorismo, son perfectamente razonables, siempre y cuando sean implementados sin la violación de derechos humanos básicos y vengan acompañados de suficientes medidas y controles para prevenir los abusos. Si hay alguna lección significativa de las experiencias colombiana y peruana en la lucha contra la insurgencia, es que debe trabajarse mucho más para reconciliar las demandas por contrarrestar los desafíos insurgentes con el mantenimiento de las normas e instituciones democráticas.
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[1] La estructura conceptual aquí delineada y gran parte de la discusión con respecto a Perú está basada en: Mauceri (1996).
[2] Ver especialmente Cotler (1978) y Matos Mar (1988).
[3] Sobre el gobierno militar ver: Lowenthal (1975); McClintock y Lowenthal (1981) y Franco (1987).
[4] Para una elaboración teórica de esta aproximación ver Migdal (1988).
[5] La literatura sobre tráfico de drogas y mafias en Colombia es extensa. Ver, por ejemplo, Vargas Meza (1999); Reyes (1998); Ciro Krauthausen.
[6] Ver, por ejemplo, Andrés Peñate (1999: 55-98)8. Peñate señala que más de 200 municipalidades están controladas por grupos armados en Colombia. Ver también, el documento del ELN (1983).
[7] Sobre las relaciones sociales en las zonas montañosas andinas y el impacto de la Guerra del Pacífico ver, Manrique (1985); sobre los vínculos entre la economía de mercado abierto y el desarrollo del estado ver, Thorp & Bertram (1978).
[8] Sobre el esquema corporativista ver, Stepan (1978). Una importante historia de la izquierda peruana y su interacción Con el gobierno militar se encuentra en Nieto (1983).
[9] La estrategia de Sendero es examinada en Tapia (1998).
[10] La importancia de la guerra en la formación del estado en Europa es tratada en detalle en Tilly (1975).
[11] Según cálculos de Rangel (1998: 12) para mediados de los noventa, y 2000 según cálculos del Ministerio de Defensa Nacional (2001: 15-16).
[12] Sobre Perú ver Tapia (1998) y Mauceri (1989). Sobre Colombia ver Rangel (1998), Dávila (1999: 283-345).
[13] Si bien no todos los grupos de autodefensa evolucionan en organizaciones paramilitares, en efecto muchas de las primeras autodefensas estaban conformadas por campesinos en contra de los grandes terratenientes, éstas representan el mismo proceso de violencia privatizada. Además, desde finales de los años setenta han estado ligadas de manera abrumadora al fenómeno paramilitar.
[14] Meló (1994: 489) señala que la ley fue promulgada al poco tiempo de que la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) solicitara que los terratenientes estuvieran en capacidad de conformar grupos de autodefensa.
[15] El líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) Carlos Castaño, junto con su hermano Fidel, ocuparon papeles de mando en este grupo.
[16] El presupuesto para el año 2000 aparece en Caretas (2001: 12).
[17] A diferencia de los paramilitares o autodefensas de Colombia, las rondas se crearon exclusivamente por campesinos, operando sólo a nivel local y sosteniendo lazos muy estrechos tanto con los comandantes militares locales como con los políticos pro-Fujimori (con excepción de las rondas en Cajamarca, quienes mantuvieron su autonomía política y operacional).
[18] Existen varios estudios de la estructura de las élites en Colombia, particularmente después de los setenta. Ver por ejemplo, Colmenares (1977), Sáenz R., (1992) y Palacios (1986).
[19] Uno podría argumentar que las élites socioeconómicas, consciente de los peligros de un "estado autónomo" limitaron a propósito las capacidades y recursos del estado como medida preventiva.
[20] Ver el prólogo de Francisco Leal en Dávila (1998).
[21] La mejor historia de las Fuerzas Armadas colombianas se encuentra en Leal Buitrago (1994).