¿Cuál ha sido la relación entre el comercio, la arquitectura y la ciudad a lo largo de los últimos decenios? La de la invasión. “A través de una batería de formas cada vez más predatorias, el comercio (shopping1) ha podido colonizar —incluso reemplazar— casi cualquier aspecto de la vida urbana”, hasta llegar a ser “la última forma subsistente de actividad pública”.2 Los entonces epatantes eslóganes del curso de Koolhaas en Harvard sobre shopping no han hecho más que confirmarse e, incluso, quedarse cortos desde su primera publicación hace ya quince años.
La invasión de lo público por lo comercial se ha venido produciendo reiterada y taimadamente, día tras día, en todos los ámbitos. Su avance incesante sobre el espacio urbano y la arquitectura los trasciende, de modo que la sustitución del espacio público por el privado (y consecuentemente comercial) es la expresión exterior de nuestro propio desplazamiento de la condición de ciudadanos a la de consumidores. Es también el desplazamiento de la política hacia el management, la forma de gestión típicamente comercial. Es, finalmente y en definitiva, un vaciado de la democracia a favor de las élites económicas. Y todo ello se hace aparecer pretendidamente, como una evolución natural y completamente inevitable,3 mediante la acción combinada de la reincidencia y la obliteración: la insistencia cotidiana y en todos los frentes, en el objetivo, y el no menos reincidente camuflaje de esta acción mediante la digresión, la estimulación del deseo y la propaganda.
Desvelar estos procesos y su opacidad, objetivo de este texto, es hoy extremadamente necesario, una y otra vez. Reiteración por reiteración y transparencia por obliteración. Nuestras escasas esperanzas de recuperar, tal vez, un día aquello que es de todos, que no es objeto de comercio, llámese público o común, se difuminan con cada avance de esta intencionada confusión.
Se describirán a continuación, de forma muy sumaria e intencionada, algunos de los hitos de este avance en nuestra historia reciente, tratando de describir esquemáticamente un posible hilo argumental, extremadamente consciente de sus limitaciones al espacio de este artículo. Nuestras referencias serán necesariamente variadas y transdisciplinares. Comencemos por Edward Bernays, sobrino doble de Freud, autoproclamado fundador de las public relations (PR)4 e influente pionero en la aplicación de técnicas psicológicas en la propaganda tanto política como comercial5 que nos decía, ya en 1928:
La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país.
Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas son en gran medida personas de las que nunca hemos oído hablar. Ello es el resultado lógico de cómo se organiza nuestra sociedad democrática.6
Aparece ya aquí el desplazamiento de poder de las instituciones democráticas a otras no electas que operan en la sombra a través de la propaganda, descrito por quien se considera uno de los mayores artífices de tal desplazamiento y su evolución. Constatándolo ya, además, como el “resultado lógico” de la democracia, es decir y como ya habíamos anunciado, como su evolución natural e ineludible, se prepara a la opinión pública para su aceptación en un ciclo expansivo que se retroalimenta sin fin.
Pertenecientes a la euforia previa al gran crack, las tácticas comerciales invasivas de Bernays y otros tuvieron que sobrevivir primero al New Deal y a la Guerra Mundial después, solo para reaparecer intactas y reforzadas en el floreciente resurgir del fordismo7 de posguerra americano. En este empezaremos a ver las primeras invasiones comerciales del espacio urbano.
Centrado aún más en la producción que en el consumo y en la necesidad de la movilización de grandes fuerzas de trabajo hacia la industria, el esquema urbano por excelencia del fordismo es el suburbio (fig. 1), en detrimento del centro urbano tradicional que en esta fase queda relegado, cuando no directamente abandonado. Un urbanismo al que podemos llamar suburbano, entre otras causas por su carencia planificada de espacio público. Simple agrupación de viviendas y viario rodado, su única, improbable centralidad la constituye el centro comercial8 que, con el apoyo fiscal del Estado9 y el adecuado desarrollo de la técnica10 dieron lugar a la figura del mall. Espacio privado, cerrado y vigilado, el mall es un simulacro sustituto del espacio público que potencia su vertiente lúdica a favor del consumo, anulando todas sus otras posibles funciones, notoriamente las de contestación y protesta. Coetáneo idóneo de las nuevas corrientes publicitarias psicologistas, que buscan la identificación del consumidor con el producto,11 el mall se constituye en el caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de la nueva economía posfordista.
Tras unos decenios de expansión constante, finalmente el fordismo se estanca12 y se revela incapaz de seguir creciendo en su producción. En parte gracias al efecto del Plan Marshall y la consiguiente recuperación económica de los países afectados por la guerra, entra en la escena la competitividad internacional de la mano de obra. Muchas de las grandes empresas evacúan la producción al extranjero y se quedan solo con los departamentos ahora crecientes, de diseño y comerciales, que prefieren para el ejercicio de sus funciones de comunicación el entorno denso y concentrado de la ciudad. Se produce, pues, una revalorización de las ciudades, al tiempo que una evacuación del tejido industrial de muchas ellas.
Carentes de su músculo productivo original, muchas ciudades no tienen otra opción que su terciarización y, en última instancia, su conversión en objetos de consumo como única alternativa aparentemente viable para su sostenimiento económico. Se va generando entonces, de modo progresivo, una situación de competencia extrema entre ciudades con el fin de atraer nuevas inversiones, comercio y turismo a través de proyectos de remodelación basados en costosas, prestigiosas y espectaculares intervenciones en sus centros urbanos. Este problema, pronto trasladado también a Europa, se desarrolla paralelo a la expansión del neoliberalismo, teniendo su máximo culmen en la década de los noventa (fig. 2).
Figura 2.
Postdamer platz, 1996. Paroxismo obliterador del triste pasado reciente berlinés en favor de intereses privados. Este y el de Bilbao y su famoso efecto Guggenheim, imitado con desigual éxito por tantas ciudades, están entre los más claros de los muchos ejemplos del fenómeno descrito. Foto del autor


El resultado es una permanente exhibición de hitos, más aún, un exhibicionismo de marcas comerciales, cada ciudad concentrada en reunir los asombros, en atraer a los Nuevos Ricos Endeudados. ¡Ponme en el mapa, dale a mi ciudad industrial una segunda oportunidad, conviérteme en el desplegable central de los suplementos dominicales, la portada de las revistas de los aviones, el fondo de los anuncios de moda, dame un hito icónico, dame impacto y sobrecogimiento (arquitectónicos)!13
En un entorno que ya es puramente neoliberal, en que las administraciones públicas de las ciudades se han visto muy debilitadas por la disminución de sus ingresos y las privatizaciones, la comisión de estas faraónicas inversiones a favor de la mayor competitividad se hará en colaboración de entidades semipúblicas y privadas —o privatizadas—. Presentados siempre como naturales e inevitables, estos métodos operativos, muy al contrario, “construyen y producen conscientemente las propias condiciones que simbólicamente se definen como un urbanismo wal-martizado global”.14 Es decir, consolidan de forma plenamente consciente y orquestada la invasión de los métodos de lo comercial en el urbanismo y la introducción de los comerciantes a la gestión urbana, que ya no abandonarán nunca.
Estas formas de intervención son descritas por el geógrafo urbanista Erik Swyngedouw, autor de la última cita, que las denomina Gobernanza más allá del Estado. Dedicadas a imponer la aceptación de los nuevos criterios comerciales neoliberales como un consenso asumido e irrenunciable, para su aceptación generalizada, estas nuevas formas de intervención precisan de la convergencia de un cierto populismo que haga aparecer sus intervenciones como deseables. Este populismo invoca a la “ciudad” y al “pueblo” siempre como globalidades indivisibles y como tal impolitizables eliminando toda posibilidad de disenso y toda definición de una posible diferencia que pueda políticamente ser elevada a cuestionamiento del sistema. Tal generalidad se ofrece a su vez expuesta a amenazas igualmente genéricas —globalización, falta de competitividad, calentamiento global…— de carácter completamente externo a la política, pero siempre urgentes e ineludibles, susceptibles de movilizar la inquietud del conjunto completo de los ciudadanos, sin abrir nunca fisuras. Las “soluciones”, al tiempo que la capacidad de atracción de la ciudadanía, de los órganos de gobierno pospolíticos se agruparán en torno a este tipo de objetivos populistas vagos, de estos “significantes flotantes”: la ciudad “creativa”, “competitiva”, “inclusiva”, “global”, “sostenible”.15 Se desplaza así la posibilidad de la disensión, la discusión y, en fin, de la política, a favor de la mera gestión, el management heredado de la cultura comercial que ahora toma posición en el ámbito decisorio de lo urbano. La discusión, el debate y la posterior toma de decisión entre representantes políticos electos han sido sustituidos por la simple implementación ejecutiva de las directrices comerciales impuestas por el mercado.16
La intervención de intereses privados en el diseño de la ciudad a través de estas formas de gobernanza más allá del Estado se materializa en la aplicación creciente de modelos comerciales al diseño de la ciudad. La ciudad, en interés de sus nuevos patrocinadores, se diseña cada vez más como un mall.17 Si estos habían cultivado la simulación una cierta imagen de urbanidad para incitar al consumo en los suburbios, esta imagen retorna ahora en las remodelaciones urbanas de corte competitivo globalizado. Se sobrepone a la ciudad real una simulación comercializada de sí misma que haría las delicias y los horrores de Baudrillard. Se produce una “tematización” de la ciudad y una interesante paradoja: cuanto más se esfuerzan las ciudades por diferenciarse de sus competidoras en la lucha por la atracción del consumidor, más tienden a parecerse unas a otras.18 La aplicación de las mismas técnicas de promoción y consumo global, con frecuencia por los mismos operadores globales, han ido limando aquellas especificidades locales que inicialmente se intentaban subrayar.
La importación de la imagen y el modelo del mall suburbano no solo se sobrepone al elemento físico de la ciudad. El ciudadano de los suburbios, adinerado y educado en la cultura del mall, objetivo comercial de esta renovación urbana, proyecta sobre la ciudad sus expectativas generadas en los grandes centros comerciales. El nuevo ciudadano-consumidor espera de la ciudad regenerada las mismas condiciones de seguridad, limpieza y vigilancia a las que le acostumbró el mall: “La ciudad ha sido doblemente humillada por los suburbios: primero por la pérdida de su electorado en favor de los suburbios, y de nuevo por su retorno. Aquellos ciudadanos pródigos trajeron de vuelta con ellos sus valores de predecibilidad y control”.19 Como esta cita sugiere, en este movimiento se implica también un deslizamiento de conceptos. Quienes migraron como ciudadanos electores, regresan transformados en ciudadanos consumidores a una ciudad que ha mutado sus valores cívicos en comerciales.
De hecho, sociólogos del Journal of Consumer Culture, como Trentman y Miles, en una maniobra típicamente neoliberal, se esfuerzan señalar la complicidad del consumidor ciudadano20 que lo convierten en agente activo y responsable del proceso de comercialización de la ciudad y la sociedad, y no al revés. El consumidor, consciente y racionalmente —remarca Miles— renuncia a sus derechos democráticos y ciudadanos (privacidad, participación, trasparencia, etc.) a cambio de la satisfacción, siempre parcial y limitada, de sus deseos consumistas: “(El comercio-shopping) ofrece un lugar entre el Estado y la sociedad civil, un espacio heterotópico21 que activamente oculta los medios de explotación que sostienen la economía de mercado, pero en el que haciendo esto, también proporciona los medios por los que ‘restablecemos más que robamos nuestras almas’”.22 La satisfacción, meramente simbólica que proporcionan los espacios para el consumo, aunque nos alejen del sentido de comunidad que anhelamos, es considerada “suficiente” para el ciudadano-consumidor de Miles.
Pero, de hecho, eso no es así, o no lo es para todos. Los espacios del comercio, sean en la ciudad o en el mall, son solo para los consumidores y presuponen la exclusión de quienes no tienen, como ejemplifica magistral y radicalmente el documental de Vladimir Seixas Hiato,23 sobre el fenómeno de los rolezinhos, en los centros comerciales brasileños. Más aún, en los nuevos distritos de mejora de negocios (BID, por su sigla en inglés, Business Improvement Districts) de la flamante ciudad comercial, donde comerciantes y restauradores pagan más impuestos por unos servicios mejorados, los ciudadanos (ahora de segunda, pues pagan menos que los comercios) dejan de ser el objetivo, a favor del visitante consumidor o el oficinista. Pronto, en consecuencia, estos simulacros de espacios públicos, vaciados de los servicios básicos consustanciales a la habitación se convierten en áreas inasequibles a la vida cotidiana. Sus habitantes originales son objeto de una creciente exclusión hasta incluso al abandono de sus hogares, en una dinámica cotidiana verificable cada vez en más centros históricos de cada vez más ciudades.
Y todo ello sin encontrar la menor respuesta o confrontación. Pareciera más creíble una cierta inversión de las tesis de Miles: es la ocultación de los medios de explotación la que sí resulta suficiente para hacer predominar la sensación de satisfacción por el consumo, y no al revés. “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas”, que mencionaba Bernays; el incesante bombardeo publicitario; la incitación constante a la identificación con los productos y marcas comerciales; todo aquello, en fin, que en su día Foucault llamara dispositivo24 y, Deleuze, actualizando el concepto, sociedades de control;25 aplicado a lo largo de todo el siglo ha acabado, reincidencia y obliteración mediante, logrando su función.
Cuando por fin toma cuerpo una denuncia ciudadana masiva de estos métodos comerciales antidemocráticos de gestión de la ciudad y la sociedad, lo hace solo a consecuencia de una gran crisis económica, de una falla en el sistema que fisura la eficacia de todo este mecanismo alienante y obliterador. Y cuando lo hace, es solo para descubrir que durante su sueño de consumo se ha venido gestando a sus espaldas un despertar de pesadilla ciudadana.
El surgimiento de los recientes movimientos ciudadanos como el 15M español, sus homólogos griegos o, sus herederos, los occupy de los países anglosajones, y su defensa de una democracia más real y de más y más reales derechos ciudadanos (entre ellos el propio derecho a la ciudad, en el sentido más lefebvriano) han escenificado la resistencia de un sector de la ciudadanía al vaciado de la democracia que la aplicación global de estas y otras políticas similares ha acabado produciendo. Pero al hacerlo, y de modo muy interesante, han evidenciado también el enorme avance de la invasión privada comercial, que en cierta forma había ya ocultamente precluido sus opciones de acción.
Tomemos algunos ejemplos. En Sevilla, los indignados del 15M eligen para su manifestación una plaza-edificio-espectáculo (fig. 4), de escasa función social y elevadísimo coste, gestionado mediante una concesión privada del espacio antes público. Un emblema, en realidad, de la gestión urbana más oscura y menos democrática, que revela el triunfo de la desinformación hasta en las mentes menos conformistas, que no tuvo en este caso mayores consecuencias.
Figura 4.
Obliteración pasiva: Las “setas” de Sevilla durante las manifestaciones del 15M. Autor: Juan Martínez Jiménez, cc-by-2.0

En el caso de Nueva York, sin embargo, las concentraciones de Occupy Wall Street, al elegir la eufemística Liberty Plaza o Zuccotti Park, repetían el esquema de Sevilla al asentarse sobre un POPS (Private Owned Public Space), aún más eufemístico en su acrónimo anglosajón. La inocencia, en este caso, se pagó con la expulsión. Tras varias semanas de acampada en un continuo tira y afloja entre ayuntamiento y manifestantes, al final el primero decidió zanjar de un solo golpe la cuestión. Actuando en nombre de los propietarios del espacio y también, en un difuminado de la motivación real clásicamente pospolítico, de valores incontestables como la seguridad e higiene de los ciudadanos e incluso de los propios manifestantes, el alcalde Bloomberg evacuó policialmente la acampada de protesta.26
Estas mismas excusas, más el daño económico causado a los comerciales de la zona, fueron suficientes para la evacuación de la Puerta del Sol, en Madrid. Allí la evacuación tuvo lugar directamente sobre el espacio público, lo cual evidenció que donde la invasión de facto no ha tenido lugar, esta se manifiesta a través de la invasión de las instituciones, decididas siempre a defender el interés comercial por encima del ciudadano.
Así, pues, de facto o in pectore, las movilizaciones del 15M y Occupy han venido a evidenciar que la invasión del espacio y las instituciones públicas por los intereses económicos y comerciales ha llegado ocultamente a un punto tal que es capaz de precluir cualquier protesta en su contra, haciéndola parecer imposible e incapaz de obtener el menor cambio en la situación real.
Sin embargo, para Reinhold Martin, arquitecto a favor de Occupy, lo que los desalojos han venido a evidenciar es que “lo que hace público al espacio público es el hecho de que es objeto de disputa”.27
Figura 6.
Obliteración activa y conflicto por los nombres. La parada de metro sol rebautizada primero por los manifestantes del 15M y después, por una administración cada vez menos pública y más al servicio de intereses comerciales. Fotos: arriba. H. Hurtado, cc-by-2.0, y abajo (foto recortada) Naberacka, cc-by-sa-2.0. Ambos en flickr.com

Es la lucha, pues, lo que le da al espacio público su cualidad, y su sostenimiento sería en sí una esperanza. Swyngedouw, en una postura cercana, reclama una verdadera democracia que reivindique la política —y su etimología, la polis— como el espacio del disenso y la discusión. Citando a Zizek, escribe “la verdadera política […] es” —precisamente— “el arte de lo imposible, es cambiar los parámetros de lo que se considera ‘posible’ en la constelación existente del momento”28 y reclamará una auténtica utopía democrática que ofrece “posibles futuros radicalmente diferentes y la lucha por los nombres y trayectorias de dichos futuros”.29
A pesar de esta esperanza en la utopía, en el frente opuesto, como siempre taimada y sutilmente, la lucha de hecho continúa. Y haciendo válidos los textos de sus opositores, se incide precisamente en los nombres. Evacuados los manifestantes de la Puerta del Sol, devuelto todo a una supuesta normalidad, el nombre de su parada de metro responde de nuevo, símbolo conquistado, a la dinámica comercial. Fruto de un nuevo acuerdo público-privado,30 la parada de metro del espacio mítico de la última revuelta social se llama hoy Sol Vodafone, en una usurpación, dirá Muñoz Molina, de “algo tan público como el aire”.31 La invasión comercial y su obliteración acompañante continúan.
Muy lejanas e improbables suenan hoy las utopías y, tal vez, resulte ya demasiado remota o incluso mítica la recuperación del espacio público en cuanto que lugar de la disensión, de la confrontación, la política-la polis, la democracia y, en fin, de todos. El constante avance de su invasión y sustracción por intereses comerciales ha sido constatado, sin embargo, por los hechos. Desvelar su alcance y los mecanismos dispuestos para su ocultación es hoy una labor necesaria incluso repetidamente, como se decía, repetición por repetición y transparencia por obliteración. Si nos dejamos llevar, “al final habrá poco más que hacer para nosotros que comprar”.32