Revelar, del latín revelāre, significa “descubrir o manifestar lo desconocido o secreto”, aquello que previamente ha sido cubierto, atenuado o disimulado con un velo.1 En la vorágine formal de la ciudad contemporánea existen obras de arquitectura que se manifiestan como rasgaduras en un telón, intersticios abiertos al pasado que iluminan discursos milenarios originados en las profundidades del tiempo. Como aquel que empezó su andadura cuando se erigió la primera piedra con el fin de localizar al hombre en el cosmos, y dar forma a aquello que aún no la tenía.
Una de estas arquitecturas reveladoras se localiza en la periferia de la ciudad de Granada: el conjunto formado por los edificios de la sede central de la Caja General de Ahorros de Granada y el Museo de la Memoria de Andalucía, diseñados por el arquitecto Alberto Campo Baeza.2 Se defiende que, a pesar de las múltiples interpretaciones que se puedan hacer de este complejo arquitectónico, bajo todas ellas subyace una serie de simbolismos análogos a los establecidos en el acto fundacional urbano arcaico. Una suposición que se ve confirmada por las formas de las construcciones diseñadas, pues se erigen mediante imágenes que remiten a la idea de centro simbólico arcaico, aquel que, materializado arquitectónicamente en el templo, se construía con la vocación de dar forma al espacio donde se situaba —de cosmizarlo—, siguiendo un modelo previo, trasladando memoria.
Repetición de una cosmogonía
El acto fundacional en la Granada contemporánea se desarrolló en un descampado entre el límite edificado de la ciudad y la frontera con la Vega, que supone la autovía de circunvalación. Un terrain vague en el que el complejo arquitectónico de Campo Baeza se insertaba con la vocación de crear identidad urbana y con la intención de trasladar la densidad de la ciudad consolidada al extrarradio todavía por articular (figs. 1 y 2).
Figura 1.
Evolución constructiva de la Caja y el Museo. Fotomontaje del autor, 2015. Fuente: Consejería de Medio Ambiente y Ordenación del Territorio de la Junta de Andalucía, 1984-2009
En la Antigüedad, la construcción del Centro era el instrumento de cosmización primordial. Mediante su instauración, la virtualidad del espacio en el que el hombre se situaba se transformaba de forma definida y real. El prototipo del Centro era la Montaña Sagrada, el lugar donde comenzó la Creación: aquella elevación que, descendiendo del plano celestial, llegaba a la superficie terrestre y hundía sus raíces en el inframundo. En virtud de la ruptura de planos cósmicos que establecía, la montaña era considerada el Eje del Mundo, el Axis Mundi.3 Cuando el hombre arcaico cosmizaba el mundo, lo hacía tomando como referencia el arquetipo de la Montaña Sagrada: el templo, germen de la ciudad, se construía con la voluntad de ser una repetición de aquella, y con arreglo a ello se convertía en Centro, en Axis Mundi: lugar de encuentro de la tierra habitada con el cielo y el infierno. Gracias a la ruptura entre el plano profano y el sagrado que todo templo instauraba, la puerta, su umbral, adquiría una importancia trascendental. Se convertía en el dispositivo de paso en el que se focalizaba toda la intensidad de la ruptura cósmica.
Los nuevos edificios de la periferia granadina referidos, dedicados al dinero y a la cultura, se erigen mediante imágenes rotundas que remiten a las inmensas masas pétreas de los templos de la Antigüedad y a las puertas sagradas que delimitaban lo sagrado de lo profano. La Caja se propone como un gran volumen semicúbico realizado con una trama de hormigón armado de 3 × 3 × 3 m, que emerge sobre un gran basamento. La rotundidad geométrica de la pieza arquitectónica le confiere una presencia imponente en el llano en el que se asienta, que rememora en su abstracción los volúmenes platónicos de los constructores arcaicos, aquellos que, como el zigurat o la pirámide, se alzaban hacia el cielo con la vocación de ser puentes entre lo celestial y lo humano.
Como si de una extensión volumétrica se tratase, ocho años después, en 2009, se realiza el Museo: un edificio planteado como prolongación del pódium y la traslación virtual de una de las fachadas de la Caja, que queda formalizado en una delgada pantalla de hormigón vertical con una altura y anchura exactamente igual que el edificio del Cubo. En esta nueva fachada se produce el ingreso al Museo y, en virtud de la continuidad formal descrita, en el acceso figurado a todo el conjunto. Gracias a su rotundidad abstracta se convierte en umbral de dimensiones simbólicas, en el dispositivo que garantiza la separación, y, por lo tanto, la existencia de los espacios simbólicamente no formados y el cosmos instaurado por el templo (figs. 3-5).
Aunque sea razonablemente objetable que las cualidades descritas no son exclusivas de los edificios estudiados, se confirma la analogía que establecen con los centros simbólicos arcaicos, por la siguiente razón: al igual que aquellos, estos nuevos templos contienen en su seno la vacuidad que precisamente desplazan con su erección. La rotundidad de las arquitecturas de la Caja y el Museo eliminan, con su presencia, la indefinición —la ausencia de forma— del espacio donde se erigen, y es precisamente esta ausencia la que preña el interior de sus volúmenes. En el seno de los edificios encontramos simbolismos que remiten a lo subterráneo y acuático. Imágenes arcaicas de lo que no tiene forma.
La vacuidad interna
El mito cosmogónico, aquel que relata en las sociedades arcaicas el origen del mundo, era un medio por el cual el hombre se explicaba a sí mismo su medio vital: la irracionalidad de los fenómenos naturales y el misterio de los espacios no fundados. A través de su codificación en forma de mito —de su representación por medio del símbolo— el entorno de hombre se hacía cognoscible y, por lo tanto, controlable. Así, por ejemplo, en el Enûma Elish,4 el relato mitológico que narra el origen del mundo mesopotámico, se lleva a cabo una simbolización del paisaje que rodea Eridú, la primera ciudad según la tradición sumeria. Eridú se situaba físicamente sobre un montículo rodeado por un lago que, dependiendo de la época, se desecaba mientras su lecho se convertía en una llanura vacía. El lago se personificará en Abzu,5 el dios de las Aguas Dulces, quien, en un momento dado, es sacrificado por otros dioses menores y sepultado en las entrañas de la tierra, bajo la ciudad.
De esta manera, la incomprensibilidad de la desaparición de las aguas quedó erradicada, mediante la narración simbólica. En este poema, lo aformal, por vez primera, queda simbolizado en imágenes acuáticas y subterráneas.6 Símbolos que reaparecerán recurrentemente en los rituales fundacionales urbanos de la mayoría de las culturas. En la tradición etrusca y romana, el trazado definitivo de la ciudad se garantizaba mediante la instauración previa de dos elementos fundamentales: el muro —que definía un espacio interior aislado de la mutabilidad y agresividad de los espacios exteriores, simbólicamente acuáticos— y el mundus, oquedad hecha en el suelo intramuros, sobre la que se ejecutaba el templo simbólico y que garantizaba que este fuese Centro del Mundo, al conectarlo con el inframundo. En la tradición hebrea se repite esta conexión entre lo acuático y lo subterráneo. El Templo de la Roca de Jerusalén contiene en su seno los espacios primordiales, indefinidos, que simbólicamente erradicó con su presencia: la Roca funcionaba como una puerta, limitando —y, por lo tanto, posibilitando—, el encuentro entre la esfera humana y el océano primordial, el Tehôm, que se extiende bajo ella en el subsuelo (fig. 6).
Figura 6.
La puerta hacia el Tehôm bajo la cúpula del Templo de la Roca en Jerusalén. Foto: Matson (G. Eric and Edith) Photograph, 1900-1920. Fuente: Colección de los autores en la Library of Congress (Estados Unidos)
En el exorcismo de la fundación lo no fundado, lo que todavía no había sido nombrado, se deslizó hasta el corazón de la materia hecha forma. Y en este espacio de lo indiferenciado ha permanecido y se ha manifestado recurrentemente en los actos que hacen aflorar lo primigenio. Muchos siglos después, lo acuático y lo subterráneo, fundidos en una sola máscara que simboliza aquello que no tiene rostro, se hace presente en el seno de las formas fundacionales de la Caja y el Museo.
La manifiesta imagen pétrea de los frentes construidos en alabastro y la verticalidad de la luz que atraviesa los grandes lucernarios abiertos al majestuoso interior de la Caja remiten a un espacio cavernoso, a un vacío abierto en el seno de la materia. Descrito por el arquitecto como “aljibe de luz”, este hueco cúbico mantiene una clara coincidencia formal con el cuadro titulado El agua oculta —o El navegante interior—, realizado por Guillermo Pérez Villalta, en 1990. La pintura representa un enigmático barquero que surca un espacio de marcada interioridad, inundado por aguas oscuras. Campo Baeza ha expresado en numerosas ocasiones la grata sorpresa que le proporcionó, una vez ejecutado el edificio, encontrar esta obra y reconocer en ella evidentes paralelismos formales con los espacios proyectados. El pintor declaró que el tema del cuadro se originó en el empeño de aunar en una sola imagen la esencia arquitectónica de la ciudad de Granada y el espacio metafórico del pensamiento.
El proyectista realiza un volumen en el que pretende sintetizar la dimensión intimista de la luz en la arquitectura granadina. Ambos recurren en su cometido a la imagen simbólica de lo interno, preñado por lo cambiante: en la pintura, una habitación acuática; en la arquitectura, un hueco interior que transmuta su “espacialidad” con la variación de la luz horaria y estacional. La evidente coincidencia formal de los espacios imaginados parece localizarse más allá del gusto o las inquietudes personales de sus artífices y estar ligada a una memoria ancestral de dimensión colectiva que los supera. En el intento de manifestar lo primordial, estas dos manifestaciones formales se configuran como centros simbólicos: los rayos de luz verticales ponen en comunión el plano celeste del que proceden con el subterráneo, donde se aloja la vacuidad de lo mutable (figs. 7 y 8).
El cuerpo principal del Museo se configura como un volumen horizontal literalmente semienterrado que vuelca sus espacios al interior. Concretamente, hacia el patio localizado en el centro geométrico de la edificación, donde una doble rampa helicoidal sirve como elemento de comunicación interna entre las diferentes salas expositivas. Este tipo de rampa es una estructura formal que desde tiempos ancestrales simboliza la regresión-regeneración que define el paso por el arquetipo del laberinto:7 dispositivo espacial que remite a lo cavernoso, a lo profundo, al misterio que reside en la oscuridad de la materia (fig. 9).
Figura 9.
Vista del patio semienterrado con la rampa helicoidal del Museo de Andalucía. Foto: Javier Callejas, 2009
La intención original del arquitecto era hacer una única rampa continua, de descenso y ascenso, que se desarrollase en un solo tramo sin variar su proyección vertical. Una idea imposible de materializar en la realidad física, pero posible en la narración simbólica. En la Divina comedia (1304-1321), Dante y Virgilio cambian el sentido de su marcha continua —del descenso al ascenso— deslizándose por el cuerpo de Satán, que se localiza en lo más profundo. Es reseñable que la transcripción arquitectónica del recorrido efectuado en la Divina comedia —concretada en el Danteum (1942) de Giuseppe Terragni— indique, como en el Museo, que el cambio de sentido que posibilita la virtualidad de Lucifer no se puede traducir materialmente: en el edificio de Terragni este paso virtual se concreta en un espacio de tránsito cotidiano, equivalente al suelo del patio del Museo, que garantiza la conexión física entre las dos.8 Al establecer una analogía entre el cuerpo de Lucifer y el suelo del patio, este compartiría con aquel la condición de vacuidad que posibilita el cambio de dirección sin modificar la marcha. La condición —simbólicamente hablando— acuática, aformal del plano, se refuerza si se tiene en cuenta que las rampas del Museo se inspiraron en las dos rampas para pingüinos diseñadas en 1934 por Berthold Lubetkin para el Zoológico de Londres. En el caso londinense, se comunican entre sí por medio de un plano que es, literalmente, agua (figs. 10 y 11).
Figura 11.
Piscina para pingüinos en el Zoológico de Londres, construida por Berthold Lubetkin en 1934. Foto: Kenneth John Gill, 1978
Si, por lo tanto, las rampas se consideran en clave simbólica, el suelo del patio adquiere un significado numinoso que remite a la indeterminación de lo que se encuentra en lo profundo, en lo subterráneo. El edificio del Museo, en virtud de la ruptura de planos cósmicos que establece el patio abierto al cielo, se manifiesta, de nuevo, como la reelaboración del Axis Mundi arcaico (figs. 10 y 11).9
La memoria trasladada
El exorcismo de los espacios indefinidos que protagonizaron los edificios de la Caja y el Museo no se hizo exhumando la memoria que contiene todo descampado —rescatando los vestigios agrícolas, urbanos o naturales que pudiera contener—, sino extrapolando memoria exterior a este, en el mismo. El descampado fue considerado tabula rasa, espacio liminal, y se fundó a la manera arcaica, siguiendo un modelo previo, paradigmático.
El concepto de espacio liminal proviene de las investigaciones que sobre el ritual de paso antropológico realizó, a principios del siglo XX, Aldo van Gennep y, a partir de ellas, su discípulo Victor Turner, sesenta años más tarde.10 La liminalidad es una noción que alude al estado intermedio en el que el sujeto que pretende pasar de un estatus social a otro dentro de una estructura social concreta se ve obligado a permanecer durante un tiempo, y en el que es obligado a deshacerse de todos los lazos que lo ligan con su vida anterior para, una vez liberado, volver a nacer estableciendo nuevas vinculaciones con la comunidad.
Tal liminalidad, asumiendo la analogía entre la estructura del ritual de paso antropológico y la del ritual de paso material, se identifica con el estado intermedio, definido por la abolición de la forma, por el que toda refundación espacial pasa en su proceso de regeneración. Una fase caracterizada por la indeterminación que en esencia es pura potencia, pura posibilidad, al no ser nada. Del estudio de los dos arquetipos de paso material paradigmáticos, el diluvio universal y el laberinto, se obtiene que dicho estado liminal se simboliza con la inundación acuática y con la indeterminación de lo interno —lo subterráneo—, respectivamente.11 Esto es, con los dos simbolismos que se hacen presentes en los rituales de fundación urbana arcaica.
Tanto el diluvio como el laberinto son dos arquetipos que indican renovación espacial. Ambos se estructuran en unas fases temporales sucesivas muy determinadas: el estado previo que degenera hasta hacerse liminal, el estado liminal en sí y, por último, el regenerado. El diluvio, equivalente al bautismo, conlleva la inmersión de la tierra — del cosmos previo, envejecido o pecaminoso— en un estado intermedio, neutro, caracterizado por la ausencia de forma y, en virtud de este impasse, su regeneración final. El laberinto es una imagen del viaje del hombre hacia la muerte y el renacimiento. Un viaje que comporta dos fases: la ida al centro y el regreso. Así, el camino iniciático a las profundidades implica una regeneración espacial metafórica: el mundo exterior que obliga al héroe a adentrarse en el interior de la materia en busca de respuestas, ve regenerada su naturaleza en virtud del hallazgo producido en las profundidades.12
En estos dos arquetipos de paso material se hace patente una evidencia: solo es posible alcanzar la regeneración espacial mediante la intervención de un instrumento que, proveniente del estado original, es capaz de atravesar sin degradarse la total disolución de la forma —la inundación o el centro del laberinto—. Este instrumento se identifica con el propio cuerpo del sujeto pasante en los rituales del paso antropológico. En los dos arquetipos de paso material, con el arca y el hilo de Ariadna; es decir, con dispositivos que actúan como conductores de memoria: cordones umbilicales que vinculan entre sí el cosmos anterior y el posterior.13
Alberto Campo Baeza utiliza el recurso de la traslación memorística con el fin de otorgar identidad inmediata al espacio periurbano donde se construyen sus arquitecturas. Tal y como explica el arquitecto, existe un paralelismo entre las dimensiones del edificio de la Caja y las de la Catedral de Granada: tanto la altura del vacío interior como el diámetro de sus pilares coinciden exactamente con las dimensiones de la nave principal y las columnas catedralicias. De nuevo, el hallazgo de esta coincidencia se produjo una vez que el proyecto estuvo finalizado. En el diseño de la Caja, por tanto, no se tomaron de manera consciente las formas de la Catedral como referencia previa (fig. 12). Sin embargo, años más tarde y de una manera ya totalmente intencionada, el arquitecto optó por dimensionar el patio del Museo trasladando a este los diámetros mayor y menor del patio del Palacio de Carlos V (fig. 12).
Figura 12.
Comparaciones dimensionales entre Catedral de Granada-Caja y Palacio de Carlos V-Museo. Fotomontaje del autor, referenciado en planimetrías de Alberto Campo Baeza, 2015
Con esta estrategia, intuitiva o perfectamente programada, se realiza un trasvase de formas fundacionales desde la ciudad histórica al extrarradio. La Catedral y el Palacio de Carlos V se levantaron como símbolos del nuevo poder religioso y político, respectivamente, en la urbe recientemente conquistada. Estas formas inaugurales del cristianismo instauraban orden en la supuestamente desarticulada y caótica ciudad árabe, al imponerse sobre ella con la libertad que les otorgaba el hecho de ser concebidas como centros simbólicos —en este sentido, sobra comentar la gran carga expresiva del círculo perfecto que configura el patio del Palacio en el corazón de la imbricada arquitectura alhambreña—.14 Tanto la Catedral como la residencia del emperador se ejecutaron, finalmente, siguiendo los cánones de belleza del nuevo arte renacentista, y este ideal estético es el que el arquitecto contemporáneo traslada a la periferia y lo integra en el seno de los rotundos volúmenes de sus nuevas arquitecturas (figs. 13-15). Un trasvase de memoria fundacional que otorga belleza atemporal, precisamente, a los vacíos internos que convierten la Caja y el Museo en un contemporáneo Axis Mundi, aquel dispositivo arcaico capaz de erradicar de un solo golpe la liminalidad del espacio no formado, al convertirlo en lugar.
Epílogo
La interpretación simbólica que se ha hecho de la Caja-Museo puede ser objeto de una crítica inmediata: el único capacitado para hacer esta tarea sería el autor de las obras, pues es él quien mejor conoce su origen conceptual. Para refutar esta cuestión se cita a Mircea Eliade, quien, refiriéndose a las obras del romanticismo alemán, afirma:
Ni siquiera hay derecho a detenerse en lo que los autores pensaban de sus propias creaciones para interpretar el simbolismo que estas implicaban. Es un hecho que, en la mayoría de los casos, el autor no agota la significación de su obra. Los simbolismos arcaicos vuelven a aparecer espontáneamente incluso en las obras de autores “realistas”, que lo ignoran todo acerca de los símbolos […] Los símbolos y los mitos vienen de demasiado lejos; son parte del ser humano y es imposible no hallarlos en cualquier situación existencial del hombre en el Cosmos. 15









