Carta a mis amigos colombianos


El ensayo de Fernando Lara en formato de carta destaca los logros de la arquitectura colombiana en las últimas décadas, con un enfoque en la conformación de instituciones. El autor parte de una breve introducción sobre la teoría decolonial para argumentar que necesitamos superar el eurocentrismo que aún prevalece en nuestra disciplina. Una posible vía para descolonizar nuestra crítica arquitectónica proviene de las ideas del antropólogo colombiano Arturo Escobar. A pesar de las capas de colonización inherentes a los procesos de modernización, el diseño institucional colombiano es algo que deberíamos discutir como caso de éxito en nuestro continente.


Abstract

Fernando Lara’s essay in the format of a letter highlights the achievements of Colombian architecture in the past decades, with a focus of institutional building. The author departs from decolonial theory to argue that we need to move beyond the Eurocentrism that is still prevalent in our discipline. One possible route to decolonize our architectural conversation comes from the work of Colombian anthropologist Arturo Escobar. Despite layers of colonization that are inherent to the modernization processes, Colombian institutional design is something that we should discuss as a success case in our continent.


Me esforcé durante varios meses pensando en el enfoque correcto para este artículo. Lo quería corto, agudo y provocativo. También lo quería con el tono decolonial adecuado. ¿Realmente necesitamos otra pieza eurocéntrica que juzgue nuestra arquitectura desde lejos? ¿No estamos hartos de los dobles estándares, el uso de conceptos y reglas extranjeras para medir nuestro entorno construido? Estas preguntas son el núcleo de mi investigación actual. Al intentar comprender el entorno construido de las Américas, lucho con el hecho de que una gran mayoría de nuestro conocimiento proviene de otro continente. Existe una dislocación entre el espacio y el conocimiento: a pesar de nuestra profunda creencia de que el espacio importa, nuestro juicio casi nunca está influenciado por nuestro propio conocimiento. Como lo recuerda Edward Said, en su clásico Orientalismo (1974), la cultura europea desarrolló narrativas sobre todas las demás sociedades de la Tierra y, como resultado, se posicionó como el centro del conocimiento humano. En lugar de preguntar cómo las arquitecturas latinoamericanas pueden encajar en las historias de la disciplina escritas por otros, este ensayo pregunta: ¿qué podemos aprender de Colombia para comprender el lugar de las Américas en una historia global del entorno construido?

Una posible respuesta la da Roberto Fernández, en su libro seminal El Laboratório Americano (1997). Allí analiza cómo la teoría arquitectónica, hasta el día de hoy, trata a las Américas como un tipo especial de periferia que se convierte en un laboratorio eterno, en el que se abandonan sistemáticamente viejas experiencias para explorar otras nuevas. América se convierte así en el lugar de la modernidad por excelencia, de la eterna novedad, de un perpetuo estado de infancia, por usar un concepto etnocéntrico hegeliano que debería estar desactualizado; pero que insiste en enmarcar nuestra narrativa. Adrian Gorelik refuerza la idea de laboratorio y atribuye específicamente a la ciudad de América Latina el papel de “una máquina para inventar la modernidad”.1 La afirmación de Gorelik plantea una serie de preguntas: ¿de qué modernidad estamos hablando y cuáles son sus consecuencias reales? ¿Cómo podemos desarrollar una teoría para nuestra propia modernidad? ¿Sería una “modernidad apropiada”, como lo discutieron Marina Waisman y Chistian Fernández Cox en el primer Seminario de Arquitectura Latinoamericana de la década de 1980? Pero como dice el argumento de la colonialidad, ¿podría la modernidad haber sido apropiada si no tuviéramos más remedio que aceptarla? ¿Por qué no hemos escrito todavía nuestra propia historia, en nuestros propios términos?

Hace unos años el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires organizó una exposición que pretendía dar respuesta a la última pregunta. Verboamérica, exposición curada por Andrea Giunta y Agustín Pérez Rubio, reorganizó toda la colección permanente del museo utilizando conceptos latinoamericanos, en lugar de eurocéntricos. El resultado fue asombroso y me hace preguntarme: ¿por qué no hemos hecho lo mismo en arquitectura?

Batallo mucho con esta pregunta, porque vivo entre Texas y Brasil, dos periferias de la Gran Colombia que sufren la misma inseguridad colonial, siempre comparándose con el norte “desarrollado”. De hecho, aprendí del antropólogo colombiano Arturo Escobar que nuestra modernización está íntimamente relacionada con nuestra colonización, un marco conceptual importante que desarrollaré más adelante.

Por ahora, permítanme remontarme unos siglos para ver la historia de este hermoso espacio que ahora llamamos Colombia. Me estoy aventurando aquí lejos de la zona de confort como académico; pero creo que podemos estar de acuerdo en que los bordes norte de los Andes fueron el hogar de varias culturas sofisticadas, conocedoras y técnicamente avanzadas, como los muiscas y los taironas, junto con los quimbayas y los calimas (caribes). Todos ellos fueron exterminados casi por completo por el holocausto amerindio; su población descendió de 3,5 millones en el siglo XVI a 800.000 a finales del siglo XVIII, y aumentó a 1,3 millones en 2005. En términos relativos, la población indígena descendió del 100 % al 3,4 %; mientras que los no indígenas pasaron de 0 a 40 millones (0 al 96 %). Entre tanto, poco más de un millón de africanos fueron vendidos como esclavos y llevados a Colombia para sustituir a la población indígena que realizaba trabajos forzados. Para mí, es imposible hablar de espacio, en general, o del entorno construido, en particular, sin tener en cuenta esas cifras: la aniquilación de varios millones de indígenas por parte de los europeos siempre debería enmarcar nuestra discusión.

Los lectores deben haberse dado cuenta a estas alturas de que me refiero a la historia de todo el continente americano, y no simplemente, a la parte sur. Concede y toma algunos detalles locales, nuestros espacios contienen las historias del holocausto amerindio, así como la historia de varias formas de servidumbre y esclavitud, las cuales forman la base de nuestra modernización. Durante décadas, Jürgen Habermas ha sido una importante referencia académica para discutir la noción de modernidad y los procesos de modernización que conlleva. En sus escritos, tales procesos son transformadores y empoderadores. Un enfoque tan optimista de la modernidad y la modernización puede explicar por qué todavía estamos muy encantados con estos conceptos en la arquitectura: amamos nuestros edificios modernistas, planeamos la modernización de las infraestructuras, luchamos por la modernidad como sinónimo de construcción. O, mejor aún, apostamos por el desarrollo como sinónimo de arquitectura.

Propongo que aquí todo arquitecto, dentro y fuera de Colombia, lea la obra de Arturo Escobar, y cuanto antes mejor. Escobar ha dedicado su vida a mostrar que la modernización tiene un lado oscuro llamado colonización: la idea de que las formas de vida de una población son mejores y, por lo tanto, deben imponerse a otras poblaciones:

Por casi cincuenta años, en América Latina, Asia y África se ha predicado un peculiar evangelio con un fervor intenso: el ‘desarrollo’. Formulado inicialmente en Estados Unidos y Europa durante los años que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial y ansiosamente aceptado y mejorado por las élites y gobernantes del Tercer Mundo a partir de entonces, el modelo del desarrollo desde sus inicios contenía una propuesta históricamente inusitada desde un punto de vista antropológico: la transformación total de las culturas y formaciones sociales de tres continentes de acuerdo con los dictados del llamado Primer Mundo. Se confiaba en que, casi que por fiat tecnológico y económico y gracias a algo llamado planificación, de la noche a la mañana milenarias y complejas culturas se convirtieran en clones de los racionales occidentales de los países considerados económicamente avanzados.2

La contribución de Escobar a la investigación del siglo XXI es juntar modernización y colonización como caras de la misma moneda. Hemos sido entrenados para aborrecer la colonización y para adorar la modernización. Solo cuando comprendamos que son elementos de un mismo proceso, entenderemos la crisis del mundo contemporáneo como la crisis de los hombres blancos (heterosexuales) los que siempre han sido favorecidos por la modernización y el desarrollo, tal como los conocemos. Tanto nuestra crisis contemporánea de desigualdad como nuestra lucha con las llamadas políticas de identidad son el resultado de este largo proceso de modernización/colonización. El proceso de construcción de esta modernización desigual se probó primero en las Américas, y la arquitectura ha sido fundamental en ello. Sin embargo, las modernizaciones solo fueron posibles porque se borraron múltiples historias, se levantaron barreras simbólicas y se naturalizaron las exclusiones, como lo recuerda el libro de Roberto Fernández, El Laboratório Americano.

Esto se aplica en diversos grados a Colombia y Brasil, así como a Estados Unidos y Canadá. Quizás por eso me siento tan a gusto en Colombia: conozco los códigos invisibles, su proceso de modernización, la estratificación de su sociedad y la lógica espacial de sus ciudades. La lectura cognitiva del espacio urbano es tal que puedo habitar Bogotá, Medellín y Cartagena (las ciudades que he visitado) con casi exactamente la misma relación cuerpo-espacio que desarrollo desde mis décadas en Brasil. El compromiso relacional que establezco con el entorno construido de las ciudades colombianas es muy familiar, porque los niveles de significación derivados de tal encuentro son muy similares a lo que experimento en Brasil.

Pude leer, por lo tanto, la asombrosa arquitectura de Rogelio Salmona, Fernando Martínez Sanabria y Germán Samper con los mismos lentes que uso para leer a Niemeyer, Costa y Mendes da Rocha. Siguiendo mi proceso académico, tal vez podría escribir sobre la diseminación3 de las ideas de Martínez Sanabria a un público más amplio (Bogotá sí parece una ciudad de ladrillos desde arriba) o utopías4 incompletas de Salmona y Samper. O podría leer la arquitectura de Giancarlo Mazzanti, Daniel Bonilla, Felipe Mesa y Ana Elvira Vélez con las mismas lentes que uso para leer a Angelo Bucci, Arquitetos Associados o Carla Juaçaba.5 Pero, nuevamente, usar el mismo marco me daría resultados muy similares. En un ensayo que escribí con Kevin Alter hace muchos años, asumimos el desafío de discutir edificios de todas las Américas en busca de precisión y autenticidad, denunciando su doble estándar: el norte siempre es celebrado por su alto nivel de precisión, y el sur, por su autenticidad. Se parece mucho a la paradoja OTAN-centrista conocimiento/cultura: el norte tiene conocimiento y el sur tiene cultura.6

En este breve ensayo, espero invertir esa ecuación sin mirar la autenticidad o la crudeza en la arquitectura colombiana; tenemos muchos extranjeros escribiendo sobre eso. Organizan exposiciones sobre nuestras arquitecturas modernas en Nueva York y publican libros que tratan de encajar nuestros edificios en su relato de la historia de la arquitectura.

Eso está bien, pueden impulsar sus carreras y obtener ascensos en sus universidades. Pero, ¿por qué tenemos que hacer lo mismo? ¿Por qué los arquitectos e historiadores de la arquitectura colombianos y brasileños necesitan estudiar sus edificios en relación con la producción arquitectónica en otras partes del mundo? En cambio, propongo llamar su atención sobre las instituciones colombianas que hacen posible dicha arquitectura. Instituciones que, no me da vergüenza decirlo, son las mejores en las Américas en este momento.

Para desarrollar esto, permítanme comenzar con la historia de un encuentro aleatorio. Estaba una tarde lluviosa en el Aeropuerto El Dorado, esperando un vuelo a Medellín que se retrasó. Escaneando las paredes de la habitación en busca de un enchufe eléctrico para cargar mi computador (probablemente porque llegué tarde a una tarea de escritura, como lo estoy ahora), me senté junto a un caballero que estaba haciendo lo mismo: solo en un rincón remoto donde se había dejado un enchufe para salvar a los viajeros dependientes de la computadora. Cuando me acerqué al asiento y conecté mi cargador al enchufe disponible, el caballero levantó los ojos de su pantalla y miró hacia arriba para reconocerme. Se trataba de Sergio Fajardo, el exalcalde de Medellín que había sido recientemente elegido gobernador de Antioquia.

No pude evitar presentarme como arquitecto/urbanista en su peregrinaje obligatorio a Medellín, la ciudad de la eterna primavera y las asombrosas políticas urbanas. A los dos minutos de la conversación, Fajardo dijo que no se merecía ningún crédito por las maravillas urbanas de Medellín: “todo estaba ahí antes, ya sabes, simplemente aproveché las instituciones fuertes de la ciudad y las desperté”. Su vuelo fue llamado, nuestra conversación de veinte minutos terminó y una pregunta permaneció conmigo durante años: ¿de qué instituciones estaba hablando Fajardo? Según la mayoría de los relatos encontrados en los medios arquitectónicos, todo se debió a su liderazgo y al talento de Giancarlo Mazzanti, Felipe Mesa, Camilo Restrepo, Felipe Uribe y Ana Elvira Vélez, guiados por visionarios como Alejandro Echeverry y Jorge Pérez Jaramillo. Ni una sola revista de arquitectura habló de las siglas mágicas: EPM y EDU. Para ser justos, un artículo del New York Times (18 de mayo de 2012) de Michael Kimmelman le da crédito a EPM por su papel principal en la transformación de Medellín. Pero no es solo Medellín, Colombia tiene la Ley 80 de 1993, que dicta la competencia de diseño para los principales edificios públicos. En Bogotá, el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) funciona de manera similar a la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) en Medellín.

¿Por qué es esto importante? Porque otros países de las Américas no cuentan con ese marco legal o institucional. Me horroricé al darme cuenta de que una gran mayoría de mis colegas arquitectos y estudiosos de la arquitectura de todas las Américas no tenían ni idea de la importancia del diseño institucional en el éxito de las políticas urbanas contemporáneas colombianas. Hemos insistido en retratar las maravillas del diseño actual como resultado de arquitectos geniales y políticos audaces. Parecemos estancados en el mito de Kubitcheck/Niemeyer, PRI/Pani o Pérez Jiménez/Villanueva; pero no hemos entendido que las ciudades de hoy son diferentes, más complejas y heterogéneas de lo que fueron durante la primera mitad del siglo XX. El sueño de la modernización del siglo XX no se materializó, al menos no del todo, ni en Colombia ni en algunas partes del Sur Global; de hecho, la modernización nunca se materializó del todo en ninguna parte. Lo que me dijo Fajardo fue muy revelador: que Colombia ha sido capaz de desarrollar un marco institucional capaz de apoyar un enfoque creativo de las realidades urbanas de sus ciudades. Solo tenemos que aprender a estudiarlas desde adentro, comprender sus desafíos y, luego, capitalizar esos marcos existentes que permiten transformaciones positivas.

Para iniciar una encuesta amplia y no científica sobre el papel que cumplen las estructuras legales e institucionales en el diseño urbano y la excelencia de la arquitectura, entrevisté a diecisiete arquitectos7 de siete países latinoamericanos diferentes en 2011. A todos les hice las mismas tres preguntas: 1) ¿cuáles son los procesos más comunes para nombrar equipos de diseño que llevan a cabo proyectos gubernamentales? 2) ¿Cuáles son las limitaciones y problemas con el proceso actual de selección de diseños? Y 3) ¿cuál sería la mejor manera de encargar un diseño de espacios públicos de buena calidad en su opinión? Las respuestas a la primera pregunta fueron tan diferentes como la jerga utilizada en las calles de esos siete países; pero surgió un fuerte consenso sobre las otras dos: necesitamos incluir criterios de diseño en el proceso de selección.

De las entrevistas se desprende claramente que las instituciones municipales sanas y fuertes son uno de los principales atractores (inductores positivos) de un buen espacio público. Aparte de Colombia, ningún otro país de América Latina tiene una ley nacional (o federal) que exija concursos de arquitectura para los principales edificios públicos. La ausencia de una legislación sólida basada en el diseño crea una serie de distorsiones y el resultado final es, a pesar de contadas excepciones, mediocre. Brasil, por ejemplo, tiene una ley que obliga al Gobierno a contratar la oferta más barata, basándose únicamente en criterios cuantitativos de construcción y “experiencia”, medida contando solo la cantidad de metros cuadrados construidos por una práctica. No hay ninguna consideración de diseño cualitativa en ninguna parte del proceso. En México, un sistema anticuado de tres licitaciones permite a los políticos y sus arquitectos favoritos manipular fácilmente los contratos de diseño. Los arquitectos ayudan a sus amigos con ofertas más altas aquí y son recompensados más tarde cuando sus amigos devuelven el favor. Durante los últimos veinticinco años en Colombia, la Ley 80 generó los mecanismos para juzgar el diseño arquitectónico y urbano, lo que elevó así la barra para todo el país: por eso la arquitectura colombiana ha atraído tanta atención internacional.

Sin embargo, antes de que se redacte un concurso, las instituciones públicas están obligadas a decidir qué construir y dónde. De Colombia nos enteramos de que tanto el IDU en Bogotá como el EDU en Medellín desempeñan esos roles bastante bien. Son fuertes oficinas municipales encargadas, por un lado, de desarrollar una estrategia urbana para la ciudad; por el otro, de ejecutar esa estrategia para garantizar transformaciones urbanas positivas. Luego, todos los proyectos de diseño son asignados por concurso, y estos son administrados por el organismo regulador correspondiente; además, los concursos de arquitectura, así como algunos proyectos urbanos a gran escala, a menudo están a cargo de la Sociedad Colombiana de Arquitectos. Existe, por tanto, una oportunidad de integrar conocimientos y de buscar un equilibrio entre la toma de decisiones urbana y arquitectónica a través del diseño, lo que permite a los arquitectos evaluar de forma más crítica la calidad del diseño mientras las instituciones interdisciplinarias abordan los retos urbanos.

Liliana Ricardo, subdirectora del IDU en Bogotá, me contó cómo las diferentes oficinas (transporte, salud, drenaje, electricidad) trabajan juntas en equipos de proyectos organizados en áreas de la ciudad. En Argentina, mis entrevistados me dijeron lo difícil que es para ellos incluso comunicarse entre diferentes oficinas municipales, y mucho menos cooperar en la implementación de proyectos. De hecho, ese es también el caso de Curitiba, la más famosa de Brasil, donde la integración del transporte y el espacio público es fundamental, así como la posibilidad de mantener la continuidad de la planificación más allá del breve ciclo de elecciones a la alcaldía.

Por último, pero no menos importante, las ciudades necesitan dinero para invertir en infraestructura. Después de fuertes décadas de desarrollo entre 1950 y 1970, América Latina experimentó una profunda crisis financiera en la década de 1980 y el desmantelamiento de proyectos de infraestructura pública después de la década de 1990. La privatización de los servicios públicos dejó a las ciudades de la región hambrientas de fondos que deberían utilizarse en la reinversión. Con una regulación débil y una aplicación más débil, las empresas privadas de servicios públicos decidieron distribuir sus ganancias entre los accionistas (rendimiento a corto plazo), en lugar de invertir en una mejor infraestructura para un futuro sostenible. El caso de Sabesp, en São Paulo, es un ejemplo. Privatizada en 2002, la empresa encargada de suministrar agua y alcantarillado a veinte millones de habitantes de la ciudad más grande de Suramérica, distribuyó dos mil millones de dólares en dividendos en los siguientes diez años. En 2014, después de dos años de menor precipitación, los embalses alrededor de São Paulo estaban operando al 5 % de su capacidad y el agua estaba racionada en varias áreas de la metrópoli, casualmente, los barrios más pobres.

En ese escenario, llama la atención que las empresas públicas municipales de Medellín sobrevivieran al frenesí privatizador de los años ochenta y noventa, que en esa ciudad coincide con la peor crisis de seguridad pública y violencia. Controlada por el municipio, que aún posee la mayoría de las acciones de la empresa, la EPM proyecta un presupuesto de inversión de seis mil millones de pesos (dos mil millones de dólares) para 2018-2021. Puede que no parezca mucho, pero piense esto: equivale a la cantidad gastada en Río de Janeiro durante un periodo de tres años (entre 2012-2015, en la preparación para los Juegos Olímpicos), una ciudad con tres veces la población del capital de Antioquia.

No es que todo sea perfecto en el contexto colombiano. El propio Fajardo es parte de una amplia articulación política que aplasta a la izquierda y asegura que el centro-derecha y la extrema derecha tengan un virtual monopolio nacional. Es bien sabido en el exterior que Antioquia tiene el núcleo del uribismo. También está bien establecido en la literatura que la estratificación social por ley termina por estigmatizar a los pobres y se convierte en la mayor barrera para la movilidad social. De hecho, no todo lo que hace EPM es sabio o responsable; véanse los fracasos de Hidroituango.

Como lo recuerda Arturo Escobar, hay un colonialismo desagradable entrelazado con el proceso de modernización de Colombia. Sin embargo, el país construyó algo notable en su adopción institucional de la calidad del diseño.8

Mirar la arquitectura colombiana desde el exterior no debe tratarse de los hermosos edificios diseñados por talentosos arquitectos desde el cambio de milenio. Sí, son importantes y merecen elogios; pero son la punta de estructuras mucho más grandes, legales e institucionales las que realmente importan. La lección que todos los que vivimos en la periferia de la Gran Colombia debemos aprender es de qué modo construir como ustedes.

References

1. 

Alter, Kevin y Fernando Lara, eds. Latitudes. 2. Austin, TX: Center for American Architecture and Design, 2014.

2. 

Carranza, Luis E. y Fernando Luiz Lara. Modern Architecture in Latin America: Art, Technology, and Utopia. Austin: University of Texas Press, 2015.

3. 

Escobar, Arturo. La invención del desarrollo, 2.ª ed. Popayán: Universidad del Cauca, 2014.

4. 

Fernández, Roberto. El Laboratorio Americano: Arquitectura, geocultura y regionalismo. Madrid: Biblioteca Nueva, 1997.

5. 

Gorelik, Adrián. Das vanguardas a Brasília: Cultura urbana e arquitetura na América Latina. Belo Horizonte: Editora UFMG, 2005.

6. 

Hernández, Felipe. Beyond Modernist Masters: Contemporary Architecture in Latin America. Boston: Birkhäuser, 2010.

7. 

Hernández, Felipe, Mark Millington e Iain Borden, eds. Transculturation: Cities, Spaces and Architectures in Latin America. Amsterdam: Rodopi, 2005.

8. 

Lara, Fernando. “Brazilian Architecture: Centripetal and Centrifugal Moments”, introduction. In Brazilian Architectural Guide, editado por Bruno Santa Cecilia. Berlin: DOM Publishers, 2013.

9. 

Lara, Fernando. “Dissemination of Design Knowledge: Evidence from 1950s’ Brazil”. The Journal of Architecture 11, n.º 2 (2006): 241-455. https://doi.org/10.1080/13602360600787165

10. 

Lara, Fernando. “Incomplete Utopias: Embedded Inequalities in Brazilian Modern Architecture”. Architectural Research Quarterly 15, n.º 2 (2011): 131-138. https://doi.org/10.1017/S1359135511000558

11. 

Said, Edward W. Orientalism. New York: Vintage, 1974.

Notes

[1.] Gorelik, Das vanguardas a Brasília.

[2.] Escobar, La Invención del Desarrollo, 47.

[3.] Lara, “Dissemination of Design Knowledge: Evidence from 1950s’ Brazil”.

[4.] Lara, Incomplete utopias: Embedded inequalities in Brazilian modern architecture.

[5.] Lara, “Brazilian Architecture: centripetal and centrifugal moments”.

[6.] Alter y Lara, Latitudes.

[7.] The interviewees were: Juan Rois, Gerardo Caballero, and Monica Bertollino, from Argentina; Renato Anelli, Jorge Jauregui, Pedro da Luz Moreira, and Marcelo Palhares Santiago, from Brazil; Liliana Ricardo and Jorge Pérez, from Colombia; David Barragán and Maria Augusta Hermida, from Ecuador; Rafael Yee, from Guatemala; Carlos Ortiz, Axel Becerra, and Gabriel Montemayor, from Mexico; and Enrique Larranaga, fromVenezuela.

[8.] Escobar, La invención del desarrollo