Introducción
La arquitectura moderna de Colombia es internacionalmente conocida y valorada. En la actualidad, cualquiera que posea algún interés por esta disciplina conoce las transformaciones introducidas por vistosas obras públicas en ciudades como Medellín o Bogotá. Hasta hace muy poco, sin embargo, ese mismo supuesto observador global se hubiera limitado a identificar como el más importante arquitecto colombiano a Rogelio Salmona y, probablemente, a su arquitectura como el producto de un inteligente rescate de una tradición local.
Así, la historia de la arquitectura moderna en Colombia vendría a tener al día de hoy dos etapas principales: la del padre fundador (y sus hermanos) y la de sus hijos (con impulsos parricidas como cualquier hijo bien nacido). Los autores de este ensayo creemos, sin embargo, que esta es una historia mutilada, porque antes de que emergiera el genial autor de las Torres del Parque, Colombia contó con una extraordinaria producción modernista que la historiografía de las décadas recientes se ocupó de cancelar o, al menos, de minusvalorar. Trataremos de mostrar que esto es así y de explicar brevemente el porqué de esa mutilación.
En los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en contraste con la devastación y con los aún persistentes dolores que aquejaban todavía a buena parte del mundo afectado por el conflicto, los países latinoamericanos disfrutaban de un presente optimista y en apariencia prometedor. Importantes masas campesinas cifraban en la emigración hacia las ciudades sus esperanzas de superación y las élites dirigentes imaginaban que sería posible reproducir el camino de crecimiento que habían seguido los países más exitosos; un éxito que en la posguerra se identificaba con Estados Unidos. Con la Misión Currie, Colombia fue el primer país latinoamericano que procuró incorporarse al nuevo esquema financiero internacional que emergía de Bretton Woods. Cuando aún no existían los bloques africanos, mediorientales o asiáticos, más allá de sus debilidades y de sus rencillas internas, en la recientemente creada Organización de las Naciones Unidas, los países al sur del río Bravo constituían un bloque considerable, cuyo peso devenía al menos en acciones simbólicas, como el hecho de que la gestión del nuevo edificio de la Organización en Nueva York fuera asignada al colombiano Eduardo Zuleta Ángel, a la vez que dos sobre los diez miembros del equipo de proyecto del edificio fueran arquitectos de la región. Ser modernos no parecía una utopía inalcanzable, en la medida en que se apostara a una adopción sin hesitaciones a las nuevas tecnologías.
Un importante y activo sector de los arquitectos colombianos de esos años intentó guiar su obra dentro del marco de tales ideas. Así, desde 1946, la producción colombiana empezó a ganar espacio en las publicaciones internacionales. Al releer algunas de las mayores revistas de arquitectura publicadas en Europa, Estados Unidos y América Latina1 se dibuja un cuadro muy claro sobre la valoración que tuvo, en la cual destacaban las obras de profesionales de formación norteamericana, sus experimentaciones en estructuras de concreto y un desprejuiciado uso de nuevas técnicas y materiales. Revistas y libros ayudaron a cimentar una imagen clara del modernismo en Colombia; sin embargo, en los años setenta esta arquitectura empezó a ser vista como demasiado internacional y, por lo tanto, inadecuada para representar un carácter auténticamente nacional. El paso siguiente fue su desaparición del discurso historiográfico y del espacio de la investigación académica y, finalmente, la construcción de una nueva imagen de la arquitectura colombiana contemporánea.2
La excelencia técnica en la época de la ilusión
Después de una década de experimentaciones, al menos en parte patrocinadas por el Estado modernizador de los gobiernos liberales, en las crecientes turbulencias políticas de los años cuarenta, y hasta a pesar de ellas, un variado grupo de arquitectos e ingenieros posicionó a Colombia en el mapa del modernismo internacional. Con limitados recursos públicos y, a menudo, a través de sus empresas privadas, ellos desarrollaron una arquitectura de excelente calidad constructiva y reconocida funcionalidad. Aunque el país volvía a precipitarse al abismo del conflicto político tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, al mismo tiempo empezaba el reconocimiento internacional de la labor de estos arquitectos, comprometidos con un proceso de modernización, como decíamos, aún entendido como un desafío eminentemente técnico.
En ese año, una extraordinaria obra de arquitectura e ingeniería llegó en las páginas de las mayores revistas internacionales del sector. Se trataba del estadio de béisbol 11 de Noviembre, en Cartagena de Indias, levantado en tiempo récord, según el proyecto de Jorge Gaitán Cortés, Édgar Burbano, Álvaro Ortega y Gabriel Solano, con los cálculos estructurales de Guillermo González Zuleta. En Estados Unidos, los editores de Architectural Record subrayaron la atrevida estructura en voladizo de la cubierta. Tan atrevida que pidieron la opinión de algunos ingenieros neoyorquinos. En el texto, se remarcó la rapidez y la calidad de la ejecución de esta obra pública, pero sobre todo se destacó la conexión entre los diseñadores y Estados Unidos: Ortega y Solano habían estudiado en Harvard (y antes en McGill y University of Pennsylvania, respectivamente), y Gaitán en Yale. Sin embargo, con esta obra de tan atrevida invención plástica, ellos parecían alejarse de una supuesta “timidez anglosajona” en el ámbito estructural.3
En los años siguientes, este proyecto apareció en numerosas revistas, desde Inglaterra hasta Argentina. En 1948, fue publicado en The Architectural Review,4 luego en Nuestra Arquitectura5 y, más tarde, en la cubana Arquitectura,6 así como en revistas europeas de enfoque más técnico.7 Aún en 1959, una foto del estadio aparecía en una página de la revista brasileña Módulo.8 No por casualidad, Concrete Quarterly, editado por el Concrete Centre de Londres, lo mostró como ejemplo de estructura atrevida (otra vez bold), pero de inspiración española, a pesar de las reconocidas conexiones con Estados Unidos.9 Aún más indicativo fue el enfoque escogido por L’Architectured’Aujourd’hui. El estadio se presentó en un número dedicado a Walter Gropius y su influencia a través de la enseñanza en Harvard: “Cet construction d’une grande élégance peut être considérée comme un exemple classique des possibilités offerte par le beton armé”.10 Diez años más tarde, otra estructura deportiva en voladizo, el Hipódromo de Techo, diseñado por Álvaro Hermida Guzmán con el ingeniero Guillermo González, fue publicada en México11 y Francia.12
La experimentación en concreto, llevada a cabo con ingenio y maestría plástica, pero más que todo con racionalidad y economía de recursos, empezó a definir así la imagen del modernismo colombiano. En este cuadro sobresalían los arquitectos que habían trabajado en el proyecto de Cartagena y se enfatizaban sus relaciones con las más avanzadas experiencias de enseñanza en Estados Unidos. La red profesional y académica de Harvard definía un marco muy claro en la recepción de estas obras. En Argentina, Ortega y Solano encontraban espacio en Nuestra Arquitectura. Sobre el estadio se notaba que el hormigón representaba el “elemento estructural económicamente más accesible” y se subrayaba la racionalización de la estructura, de la cual había sido eliminado cualquier elemento superfluo, hasta el relleno entre hierros del voladizo.13
De manera parecida, en torno a un edificio de departamentos se relevaba la racionalización de los espacios y el aprovechamiento de todos los materiales disponibles, del hormigón a la madera.14 El mismo Ortega estuvo trabajando entonces en Buenos Aires y la pertenencia a esta red, que incluía a Marcel Breuer y al argentino Eduardo Catalano, claramente favoreció la difusión de sus obras. Al final de 1949, con material recogido de Proa, en otro número de la revista comparecieron tres proyectos de Ortega, Solano y Gaitán.15 Las palabras clave, como otras veces, fueron economía, sencillez, lógica, sobriedad y uso de materiales locales. Casas diseñadas por estos profesionales, así como por Cuéllar, Serrano & Gómez y otros más, desarrollaban los conceptos defendidos por Gropius y Breuer, como se observaba desde las páginas de la revista A Arquitectura Portuguesa e Cerâmica e Edificação.16
Ortega y Solano, tanto por su red profesional como por su posición de vanguardia en el ámbito de la prefabricación,17 gozaron en esos años de buena visibilidad internacional, sobre todo en las revistas norteamericanas. Fotografías de la estación de buses de Bogotá y de la construcción de viviendas económicas con el método vacuumconcrete, del cual Ortega poseía la patente para Colombia, acompañaron un detallado artículo de The Architectural Forum sobre las bóvedas de concreto.18 Del mismo modo, estas imágenes y las de la Capilla del Gimnasio moderno de Juvenal Moya fueron utilizadas en otro artículo sobre bóvedas y cáscaras en concreto.19 Ortega llegó a construir en Filadelfia una piscina cubierta con elementos prefabricados.20 En un texto de Architectural Record se explicó su método para superponer las bóvedas ligeras y utilizar la tecnología del vacío no solamente para moldearlas, sino también para levantarlas.21 El paso de Le Corbusier por el país y su huella en la producción local pasó casi inadvertido en el ámbito internacional, con más que todo referencias a los proyectos de planeación de Josep Lluís Sert y Paul Lester Wiener.22 Entre tanto, grandes firmas, que a menudo gestionaban también la parte constructiva del proyecto, levantaban importantes edificaciones comerciales, como torres para oficinas y bancos y algunas obras públicas de calado: infraestructuras deportivas, palacios gubernamentales, edificios universitarios y hospitalarios. Desde Estados Unidos, la mirada hacia el sur continuaba oscilando entre voluntad de descubrimiento y benevolencia paternalista. A la hora de hacer su selección para Latin American Architecture Since 1945, Henry-Russell Hitchcock dedicaba gran atención a Colombia, a pesar de tener un conocimiento directo muy limitado. Como expresión de un “estilo internacional” basado en la adopción de las nuevas tecnologías, el historiador norteamericano hacía hincapié en las experiencias formativas de los colombianos en Estados Unidos y sus relaciones profesionales con el norte, subrayando las diferencias con otros países latinoamericanos. En la exhibición y en el libro, la firma Cuéllar, Serrano & Gómez destacaba como una de las protagonistas en el escenario latinoamericano, y también se mencionaban Ortega & Solano, Jorge Arango, Obregón & Valenzuela, Francisco Pizano, Bruno Violi y Juvenal Moya. La producción colombiana, según Hitchcock, se caracterizaba por su “carácter casi anglosajón”, un “diseño claro y bien organizado”, los “excelentes estándares técnicos” y la “sobriedad en el diseño y sólida técnica”, con lo que se diferenciaba de la demás arquitecturas del continente.23 Quizás por estas mismas razones, poco antes Sigfried Giedion había prácticamente excluido Colombia de su recopilación A Decade of New Architecture,24 a pesar de conocer personalmente muchos arquitectos colombianos a través de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna y de saber que Josep Lluís Sert los valoraba como los mejores en América Latina después de los brasileños.25 Sin embargo, el suizo estaba entonces buscando epicentros alternativos del modernismo, más en línea con sus planteamientos sobre la nueva monumentalidad y las síntesis de las artes, y claramente, la imagen dibujada por Hitchcock y muchas revistas internacionales cabía muy poco en este di curso. En cualquier caso, Colombia parecía gozar de una cierta relevancia en el desarrollo del modernismo internacional en la posguerra, a juzgar por el historiador estadounidense, que en su Architecture: Nineteenth and Twentieth Centuries no dudaba en mencionar al país a lado de Brasil, México y Venezuela, aunque en este caso sin hacer referencias precisas a ningún arquitecto.26
En Colombia, la actividad edilicia seguía fuerte en los años cincuenta; la construcción en concreto dominaba la práctica, gracias también a las innovaciones del método del reticular celulado de Doménico Parma. Cuéllar, Serrano & Gómez lideraban la profesión y su trabajo seguía despertando interés en las publicaciones internacionales. En la revista paulistana Habitat, el edificio del Seguros Bolívar fue presentado como un moderno ejemplo de arquitectura para oficinas, concebido con un diseño eficiente, una planta efectivamente abierta y dotado de todas las instalaciones para su perfecto funcionamiento: “A estrutura foi executada em concreto protendido, e a impressão que favorece ao expectador é de uma leveza de concepção, tão pura em sua manifestação exteriorizante, que faz lembrar certos aspectos da arquitetura de Mies van der Rohe”.27 Ese mismo edificio, el Ecopetrol y la sede de la Sociedad Colombiana de Ingenieros fueron publicados también en Arquitectura México.28 En Inglaterra, la firma protagonizó un largo artículo de Concrete Quarterly, que recogía proyectos de varios arquitectos bogotanos. En el texto, volvía a ser presentada una imagen muy parecida a la propuesta por Hitchcock: “In spite of this, Colombian architecture makes up in the general excellence of design and execution for what it may lack in visual excitement. Finishes and workmanship are of a standard unrivalled anywhere in South America, as indeed is the quiet competence of design generally”.29 Sobresalían entonces los grandes edificios de oficinas de la firma —como el Seguros Bolívar, el Bochica, el Acción Cultural— y el nuevo aeropuerto internacional de Bogotá, todos construidos con el sistema reticular celulado. Además, fueron presentados proyectos como el Banco de la República, del español Alfredo Rodríguez Orgaz; el edificio Esso, de Martínez Cárdenas, y el Senda, de Esguerra & Herrera. Igualmente caracterizados por estructuras en concreto perfectamente ejecutadas eran el supermercado Rayo, de Pizano, Pradilla & Caro, y la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Esguerra, Sáenz y Samper.
En la imagen que se construía, más que los grandes programas públicos que habían marcado el auge del modernismo en países como México o Brasil, destacaban ahora en Colombia obras privadas y empresas que utilizaban métodos innovadores, fueran el concreto al vacío o el reticular celulado. Edificios comerciales e industriales, residencias para la clase media alta y otros sofisticados programas privados, como los clubes campestres, seguían apareciendo en las revistas internacionales.30 Fuera de Bogotá, el desarrollo de las ciudades seguía patrones parecidos a los de la capital y así también crecía la profesión. Sin embargo, el enfoque de los medios impresos especializados, nacionales e internacionales, quedaba sobre la capital, como bien lo evidencia la selección operada por Hitchcock en Latin American Architecture. Y antes, en el precoz artículo de Chloethiel Woodard, en The Architectural Forum de 1946, solo se mostró una obra de Vieira & Vázquez en Medellín.31 De hecho, a pesar de la calidad del modernismo que se desarrollaba en muchas ciudades, esto tuvo muy poca visibilidad, con algunas excepciones. En un largo ensayo de L’Architecture d’Aujourd’hui, que recogía una buena selección de proyectos bogotanos, se vieron también la Fábrica Colombiana de Tabacos, de Nel Rodríguez y John Sierra, en Medellín, y tres casas de los arquitectos caleños Lago & Sáenz.32 En la revista brasileña Acrópole, después de la visita de Rino Levi al CINVA de Bogotá y su paso por Medellín y Cali, se presentó, bajo el título “Arquitetura na Colombia”, tal vez con un sentido de representatividad, el edificio de apartamentos Santa Mónica en Cali, de Borrero, Zamorano & Giovanelli,33 una de las firmas más interesantes de la década. Sin embargo, la imagen de la Arquitectura en Colombia, como demostraba el libro de Carlos Martínez,34 hasta en su segunda edición, seguía siendo, de hecho, la de la arquitectura en Bogotá. Y esto no ha cambiado durante largo tiempo.
El olvido en la época de la desilusión
Sin embargo, a contrapelo de esta difundida valoración internacional, se estaban gestando las bases de un discurso historiográfico radicalmente diferente. En el seno del mismo nuevo esquema financiero internacional de la inmediata posguerra se había sancionado una definición que maduró varias décadas más tarde y que cambió las expectativas hacia el futuro, y con ello de los sistemas de valoración. El entonces llamado Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (actualmente Banco Mundial) emitió en 1948 una resolución por la que se establecía, por primera vez, la frontera entre el mundo “desarrollado” y el “subdesarrollado”, siendo esta la de un ingreso per cápita de 100 dólares mensuales. En las décadas que siguieron se fue haciendo cada vez más claro que esa frontera era mucho más dura de atravesar que aquella de la paralelamente inventada “cortina de hierro” entre Occidente y los países del llamado socialismo real. El take off, que como una controlada vía para dejar atrás el subdesarrollo habían estado promoviendo Walter Rostoff y los intelectuales demócratas que impulsaron a Kennedy y su Alianza para el Progreso, se fue percibiendo como no menos utópico que los voluntaristas “saltos hacia adelante” que trataron de encarar Stalin, Mao Tse Tung y otros líderes del socialismo real.
En América Latina, esos fracasos fueron el fondo sobre el que comenzó a recortarse la idea de que el “subdesarrollo” no era, como se había supuesto, un fenómeno de simple atraso temporal, sino un problema estructural. Había que asumir entonces que la técnica no era la llave para ser modernos. Es más, que quizás tampoco se trataba de reivindicar a la modernización como una panacea. O una conclusión aún más radical: que la ilusión de la modernización técnica era el engañoso espejismo que ocultaba la condición estructural del problema.
Mientras tanto, en los años sesenta esa ilusión del progreso basado en la técnica (y más profundamente la fe en la razón como guía) también entraba en crisis en el mundo “desarrollado”. Dos factores confluyeron para dinamitar esa creencia. Por un lado, a lo largo de los llamados "treinta gloriosos" (1945-1975), la expansión del estado de bienestar fue reduciendo por debajo de lo admisible la tasa de acumulación, lo que empujaría al Capital a promover el brutal desmontaje de las políticas de igualación que se inició a mediados de los años setenta. Por el otro, casi al mismo tiempo, por razones opuestas, también importantes sectores de esas mismas sociedades, a uno y otro lado de la “cortina”, comenzaron a proclamar su crisis, llamando a un nuevo realismo de lo imposible.
En el campo de la cultura arquitectónica internacional, primero, el relativamente tímido disparen sobre el modernismo del Team X e, inmediatamente después, el llamado populista a abandonar la fe de herencia iluminista en la razón, la coherencia, el progreso y la austeridad abrieron paso a un desmontaje de la “arquitectura moderna” y se inició lo que deberíamos llamar demolición posmoderna del futuro. Es que con el abandono de esa herencia, el futuro desapareció de la escena, primero, mediante el intento de recuperación de un efímero culto por el pasado y luego con una cínica reivindicación del puro presente.
Está claro que el futuro como esperanza estaba en el corazón de la utopía modernista. Como tan lúcidamente lo advirtió Terry Eagleton,35 un sector de los posmodernistas euroestadounidenses con nostalgias modernistas creyó ver, heideggerianamente, en los márgenes, en las fisuras, en la “diferencia” insoslayable del “otro”, la única posibilidad de resistencia a la liquidación capitalista de todo valor.
En la crítica de la arquitectura, esa posición se sintetizó en la fórmula del “regionalismo crítico”36 que, puesto de cabeza, se tradujo en Latinoamérica como “modernidad apropiada”.37 Nacían así categorías que permitían situar exitosamente la obra de algunos arquitectos que desde el final de los años sesenta habían empezado a ganar reconocimiento internacional. La nueva ola, como la llamaba el crítico estadounidense C. Ray Smith en un artículo de Progressive Architecture sobre el estado de la arquitectura en América Latina después del paso de Le Corbusier, era protagonizada en Colombia por Rogelio Salmona, Fernando Martínez y Guillermo Bermúdez: “In Bogota, the modern hero is Alvar Aalto, whose work is taken as a point of departure by Fernando Martinez and others”, escribía Smith, quien seguía elogiando el conjunto San Cristóbal de Salmona y Hernán Vieco como “one of the most distinguished low-cost housing projects anywhere” y considerando el uso de la diagonal como prueba de la teoría de la evolución simultánea: “for the New Generation in South America is making the same things happen that are happening in architecture world-wide”.38 En los años siguientes, Salmona empezó a aparecer en revistas de Francia,39 Italia40 y España;41 mientras que la arquitectura de ladrillo comenzaba a marcar el panorama urbano de Bogotá, como anotaban desde las páginas de El Arquitecto Peruano.42 De tal forma, estos arquitectos se abrieron el paso en las revistas y, al llegar a la década de 1980, se produjo el eclipse definitivo de aquellas dos primeras décadas de excelente modernismo en Colombia descritas en la primera parte del artículo. Un eclipse al que contribuyó especialmente la labor de un conjunto relevante de historiadores y críticos locales, preocupados sobre todo en hacer una tabula rasa de la cual pudiera resaltar la producción de Rogelio Salmona y algunos más como representantes de aquella “alteridad resistente”.
Conclusiones
No debería entonces sorprender que este momento fue igualmente decisivo en el ámbito de la recepción de la producción arquitectónica colombiana. Dos libros influyentes de estos años ayudan a entender el cambio. En su famoso Arquitectura latinoamericana, Francisco Bullrich, aunque solo mencionara a Colombia en la introducción, resaltaba las figuras de Salmona y Ortega & Solano,43 abrazando así la lectura —de una larga tradición que remontaba al menos a Walter Curt Behrendt y Sigfried Giedion— de una contraposición entre una cultura arquitectónica orgánica y una racionalista. Una lectura que en Colombia se había desarrollado explícitamente desde la Segunda Bienal de Arquitectura de 1964. Unos años más tarde, Damián Bayón y Paolo Gasparini publicaban una panorámica de la arquitectura latinoamericana, seleccionando a un arquitecto por cada país:44 empezaba así la equivalencia Colombia = Salmona. Esta elección podría explicarse fácil con el casi contemporáneo estreno de la obra maestra de Salmona, las Torres del Parque. Sin embargo, esta mostraba la existencia de un clima nuevo: el surgimiento de un juicio basado en la nostalgia por un mundo no globalizado; una nostalgia refugiada en la recuperación de lo “humano”, de la singularidad, de una mano de obra tradicional y relativamente barata y, sobre todo, de una idealizada comunidad local y de un esencializado carácter nacional.