Hasta que la ciudad no entienda que los migrantes son un recurso y no un problema, no se darán muchos pasos hacia adelante.
Francesco Careri
En este lado del mundo casi todos somos migrantes, si no en carne propia, al menos en la de algunos de nuestros antepasados cercanos. Para empezar, uno de los que esto escribe es hijo de migrantes de un pueblo cercano y el otro viene de otro país. Bogotá pasó en el siglo XX de tener 100.000 habitantes a más de 6.000.000. De esto se deduce, casi por obligación, que los habitantes de esta ciudad no han nacido aquí o sus ancestros llegaron desde afuera a hacer aquí su vida.
Así que esta es una ciudad de migrantes, desarrollada por la fuerza de muchas generaciones que han llegado desde distintos lugares a construirla, que han aportado con sus culturas y costumbres a lo que nos define como bogotanos. Hoy, esta ciudad sigue recibiendo a cientos de miles procedentes de una reciente migración, esta vez del vecino Venezuela. Recibe puede ser una palabra adecuada, pues en la mayoría de los casos, ni la actitud ni los recursos de aquellos quienes recibimos hacen posible hablar de acogida u hospitalidad, cualidades que merece quien llega desplazado por distintas circunstancias de su lugar de origen.1
No podemos dejar de pensar en estos caminantes del siglo XXI, quienes durante días recorren carreteras hasta llegar a nuestras puertas. Atravesar una frontera siempre implica cierto temor; sin embargo, esa sensación es significativamente diferente para los que por fuerza han sido desplazados de los lugares donde viven, de la compañía de sus familiares y conocidos, de su sustento económico, y que se han marchado porque la violencia los obliga o por la necesidad de conseguir cómo vivir.
Los espacios de frontera son espacios sin identidad, fríos, anodinos. Los puertos, los aeropuertos, las aduanas, los muros, las vallas o esas delgadas líneas imperceptibles que dividen políticamente territorios no constituyen lugares apegados a la vida. La disposición y el ánimo de los cuerpos que allí se agrupan para atravesar una puerta a una nueva vida hace que se den la mano la tristeza y la esperanza. Son espacios olvidados, de paso fugaz, que merecen ser objeto de investigación y publicación.
Daniela Ahrens nos habla sobre la posibilidad de entender y construir un espacio que califica como relacional.2 Se trata de un espacio que surge solo cuando los seres humanos tejemos relaciones con los otros, con lo que nos rodea, con los otros seres. Ese espacio relacional es todo lo contrario de ese otro espacio prestablecido, el de la ciencia, en el que nos educamos y que parece que creemos con más facilidad, ese donde trabajamos desde las pantallas de nuestros computadores y que nos sitúa en este como entes sin cuerpo, sin arriba ni abajo, sin tamaño ni medida, sin memoria ni sueños.
Y de eso, entre otros temas, se trata este número de la revista Dearq: “Espacios en la migración”, de ese espacio que se aparece y surge solo a través de aquellos quienes se mueven. De esos quienes, sin otro remedio y de manera dramática, mueven consigo toda una cultura, una identidad que arrastran con conflictos e historias entre sus hombros y sus cosas.
Entonces, el espacio está pegado a la piel y, a veces, la atraviesa. Ese espacio se hace, no se comprende, se vive, no se mide, se camina. Y eso nos sitúa en una temporalidad especial que no entiende de pretéritos perfectos ni de futuros simples, es puro presente. Un presente que guarda el misterio de quien no entiende cuánto le ocurre, sino que solo está en un mundo que unas veces cabe en un puño y otras es extensión infinita frente a los ojos.
El espacio y el movimiento que muestra este número de la revista está cargado de vida. Una vida que se aferra con todo lo que es a un mundo que parece escapársele entre los dedos. Ahora mismo, mientras escribimos esto, cantan aquí, dentro del computador: “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida…”. ¿Cómo será eso de cargar con esos sitios en el cuerpo propio, sin que los sitios queden?
El movimiento que contienen estos cuerpos, que en determinados momentos se ven obligados a detenerse, supera cualquier entendimiento del territorio, de las fronteras y de los trazos que marcan un adentro y un afuera. Esas detenciones obligadas ponen en tensión la potencia de unas vidas cualquiera, como la suya o la nuestra. Vidas que sueñan con seguir adelante, moviéndose hacia dentro, al latir con el pulso templado de mares salados, moviéndose hacia fuera, agitando telas que se llenan de viento caliente y traen susurros mecidos.
Según lo aprendimos, necesitamos un punto fijo para hacer posible el movimiento. Un punto fijo que, a final de cuentas, tampoco puede contenerse y también se mueve. Con este número de la revista, queremos invitarlos a moverse, a compás, a levantarse de la silla y recorrer entre letras y fotografías ciertos territorios próximos y lejanos, para ver si así todo se mueve; si todo se mueve tanto que en determinado momento no seamos capaces de encontrar ese lugar del que salimos a caminar alguna vez, algún día… Y que entonces todo sea ir, ir de nuevo, ir curiosos sin dar por sabido y no tanto volver.