Venecia
La forma de Venecia es la de la relación antinatural entre el agua y la arquitectura y, al mismo tiempo, la de su implicación. Lejos de ser un organismo concluido o —por utilizar la expresión de Alois Riegl— “un monumento no intencionado” generado por un crecimiento orgánico, “natural”, consentido por el tranquilo paso del tiempo, Venecia es un “monumento”, si se puede decir así, que vive del y en el perenne conflicto entre la necesidad y la voluntad, el mismo que configura la relación agua-arquitectura, es decir, la unidad de la forma y la consunción de la forma. La forma de Venecia, y su propia historia, coincide con las maneras en que se ha gobernado este conflicto, como observó Francesco Petrarca ya en 1300. Al escribir que Venecia era el “puerto único donde se refugian las naves de los hombres”, utilizando la analogía marina hombres-naves, Petrarca percibió la homología entre “la firme e inamovible concordia”, que hacía segura la ciudad, y “la firmeza de los mármoles”, sobre los que se funda. Este pasaje tantas veces citado nos recuerda que la disposición de las piedras sobre las que se construyó Venecia es el resultado de una voluntad ejercida con “prudente sabiduría” para contrarrestar el elemento sobre el que están colocadas: el agua, que “por naturaleza tiende a bajar (aquam natura petere ima)” y que “cuanto más te esfuerzas en impedir que dé rienda suelta a su fuerza, más tenazmente se resiste y presiona (et suis quo magis uti prohjbeas viribus, eo cuntumatius illuctari adversum atque inniti)”, como escribió Leon Battista Alberti en el libro décimo del De re aedificatoria. Además, como el agua “ama estar sola consigo misma […] y su superficie superior está perfectamente alineada al mismo nivel que los bordes extremos (sedibus sese tantum contentam esse; […] superficiemque summam sese ad coaequatam altitudinis parilitatem limbo extremisque labris collibrare)”, continúa Alberti, la arquitectura y la ciudad no pueden sino violar su estatus. De esta profanación, Venecia es una representación consumada y, al mismo tiempo, la imagen actual de la resistencia que hay que oponer a “la concentración del tiempo en el círculo de la necesidad” (Hermann Broch).
También los mitos ligados al origen de Venecia deben interpretarse como etapas de la renovación continua del supuesto que unifica diversos ritos de fundación, para los que el reconocimiento de la sacralidad del agua es una condición constitutiva. Anita Seppilli, en su libro Sacralità dell’acqua e sacrilegio dei ponti, identifica el ejemplo más elocuente en Los persas de Esquilo, que aclara, a su vez, el significado de las palabras violación y profanación utilizadas antes. El destino de Jerjes, del Gran Rey derrotado en Salamina (“las naves los guiaron, las naves los arruinaron” [Los persas, 560]), estuvo marcado por “una culpa fatal que hay que expiar”, la construcción del puente que, como describió Heródoto, permitió a su inmenso ejército cruzar el estrecho de los Dardanelos, el Helesponto. Jerjes fue víctima de la hýbris, lo contrario de la “prudente sabiduría”, que le había llevado a atreverse a “esclavizar el sagrado Helesponto, a encadenar esa agua sagrada, la divina corriente del Bósforo. Y del vado hizo un camino […]. Él, un mortal, se creía más poderoso incluso que los dioses —¡qué idea insensata!— más poderoso que el propio Poseidón” (Los persas, 745-750). Poseidón, el dios del agua, Yαιήοχος, que significa “el que circunda la tierra”, “el que fecunda y agita la tierra”.
Catástrofe
En general, los ritos de fundación revelan que los dos significados de los términos creación y construcción tienden a solaparse y no pocas veces coinciden. En cuanto ritos, su fin es el de propiciar la composición de la historia hecha por el hombre con los cambios de la naturaleza. Por una parte, son ritos de expiación: pretenden apaciguar a los espíritus que todo acto de fundación perturba, y aquí, un poco a la ligera, podríamos imaginarlos como precursoras manifestaciones de lo que Petrarca describió humanísticamente en 1321 como la prudente sabiduría, que hizo firmes incluso las piedras sobre las que se funda Venecia. Por otra parte, como enseñan los estudiosos de la historia de las religiones, esto comporta la identificación de la divinidad de la creación, el dios del agua, con el protector de las construcciones (Alberti define como tutor a Neptuno-Poseidón). Puesto que el agua separa, el dios que ostenta su poder es también el dios de las construcciones: toda construcción, en efecto, coincide con un asentamiento, con la separación “del medio, totius soli” de “un área, una porción de espacio exactamente delimitada y circundada por muros (area vero erit certum quodam loci prescriptuom spacium, quod quidem muro ad usus utilitatem ambiatur)” (De re aedificatoria I, 2). De esta coincidencia, de la doble naturaleza de este dios, se derivan muchas definiciones del trabajo del arquitecto, como las que destaca Stella Kramrisch al explicar el significado de la palabra Staphati, “el maestro de lo que permanece”, en las prácticas constructivas hindúes. Estos escasos indicios deberían inducir a replantearse la coincidencia de la divinidad del dios del agua y del dios de la arquitectura, incluso cuando se trata de la cultura moderna. Para confirmarlo, volvamos al libro décimo de De re aedificatoria. En este, Alberti recuerda cómo en “todo tipo de ceremonia utilizamos, según una costumbre antiquísima, agua (in nuptiis in expiationibus ac ferme omnibus denique in sacris vetustissimo ritu aquam adhibemus)”. La razón por la que esta costumbre es antiquísima pero actual la explica Alberti al principio del segundo capítulo: “el agua, según Tales de Mileto, sería el principio de todas las cosas y de la comunidad entre los hombres (aquam Milesius Tales principium essererum y humanae coniunctionis dixit)”. Estas afirmaciones no son originales y demuestran la deuda de Alberti con Vitruvio. Sin entrar en este argumento, podemos limitarnos a señalar cómo también Vitruvio, basándose en su conocimiento de las creencias y los rituales antiguos, consideraba que el agua era el elemento fundador de toda práctica constructiva. El octavo libro de De architectura está dedicado a los mirabilia aquarum. Tras situar en el centro de los libros segundo a séptimo el uso de los materiales y las técnicas edificatorias (II), los órdenes y los distintos tipos de edificios (III-VII), Vitruvio se ocupa del agua, tan necesaria para la vida como los otros tres elementos primordiales: el aire, el fuego y la tierra. Pero es con la fuerza del agua, con su energeia, como reiterará Alberti, con la que la arquitectura debe saber armonizar, como un poder que dialoga y se enfrenta con otro poder, porque “los que ejercen la dignidad sacerdotal según el rito egipcio demuestran que en la base de todo está la fuerza del elemento líquido (ex eo etiam qui sacerdotia gerunt moribus Aegyptiorum, ostendunt omnes res e liquoris potestate consistere)” y es “opinión tanto de los filósofos de la naturaleza como de los sacerdotes que en la base de todas las cosas se encuentra el poder del agua (cum ergo et physicis et philophis et ab sacerdotibus idudicetur ex potestate acquae res constare)”.
Dicho esto, demos un paso atrás y volvamos a Poseidón. Poseidón es el dios de las aguas y los terremotos. Un dios fértil y terrible. ¿Fértil porque terrible? Desafiarlo, como hizo el Gran Rey de los persas, significa exponerse a la catástrofe. Heródoto cuenta que Jerjes ordenó azotar el Helesponto para castigar su “agua arrogante”, cuando el primer puente que había construido fue destruido “por una violenta tormenta”. Las “palabras bárbaras e insolentes” (Heródoto) que pronunció al emitir esta orden preludian aquellas con las que, al concluir la guerra iniciada con la construcción del puente, derrotado y desnudo como lo describe Eurípides, Jerjes “que había osado encadenar hasta el mar” (Heródoto) reconoció: “la ruina de mi país, soy yo” (Los persas, 934). Si buscáramos una demostración de que todo gran esfuerzo constructivo implica la inmanencia de la catástrofe, creo que podríamos encontrarla en estas páginas de Heródoto. Pero, trasladándonos a tiempos más cercanos, ¿no es Alberti quien nos recuerda, de nuevo en el décimo libro, que “numerosos accidentes extraordinarios, imprevisibles, impensables (inaudita insperata incredibilia, tres palabras que escribió sin separaciones), provocados por la prodigiosa fuerza de la naturaleza, son capaces de dañar y alterar de un día para otro cualquier concepción arquitectónica bien ordenada? (et quae multa in dies prodigiosa naturae vis possit afferre, quibus omnis bene deducta ratio architecti vitietur atque disturbetur)”. Por esta razón, no basta con leer a Kant, Voltaire o Leopardi y estudiar cómo también ellos reaccionaron ante el terremoto que en 1755 puso en manos de un gran constructor de ciudades, el marqués de Pombal, las ruinas de Lisboa, para concluir que es imposible abordar la historia sin pensar en ella como la historia de las catástrofes, sabiendo que “de la destruction la nature est l’empire” (Voltaire, Poëme sur le désastre de Lisbonne, 1756), como especialmente en nuestra época sería oportuno recordar.
Vitruvio se ocupa del agua, tan necesaria para la vida como los otros tres elementos primordiales: el aire, el fuego y la tierra. Pero es con la fuerza del agua, con su energeia, como reiterará Alberti, con la que la arquitectura debe saber armonizar, como un poder que dialoga y se enfrenta con otro poder.
Agua y arquitectura y la utilidad del mito
Como se puede leer en Lo demoníaco de Paul Tillich, “el mito remite las grandes catástrofes del acontecer cósmico a las luchas entre dioses y demonios”. De aquí debemos partir para explicar mejor cómo la relación agua-arquitectura consiste en una violación, comporta un sacrilegio, del que se derivan las nociones de crear y construir a la que he aludido. El mito demuestra cuán extendida estaba la percepción de que construir implica el peligro de que se desaten fuerzas oscuras. Es un peligro que incluso hoy en día se percibe, con una imprecisión solo igualada por la determinación con la que se ejerce. Todavía en la época humanista era bastante habitual repetir el exorcismo de colocar monedas de oro en los cimientos de las construcciones más representativas. Era una forma de congraciarse con la benevolencia del dios de las construcciones y de enmendar una violación.
¿Realmente estamos seguros de que las justificaciones que solemos dar a las obras que construimos están desprovistas incluso del eco de este tipo de exorcismo? En la variada parafernalia retórica que solemos emplear para justificar nuestras construcciones, en cuyos extremos se encuentran la necesidad y la celebración, ¿no cumple un papel cada vez más importante la percepción de estar violando, ante todo y en su sentido más amplio, el equilibrio natural, lo que induce a pensar hoy día de forma generalizada que no perturbar es el propósito de la arquitectura, praxis desprovista de pathos, cuyo objetivo es el “retorno” de “le bonheur du monde”, pues, en todo caso, “D’autres mains vont bâtir vos palais embrasés, / D’autres peuples naîtront dans vos murs écrasés” (Voltaire, Poëme …)?
La magnitud del sacrilegio que supone construir se explicita especialmente al percibir el carácter numinoso de las construcciones que violentan el poder de separación del agua. Esa percepción genera miedo, y los puentes son, de todas las construcciones, las más inquietantes. Heródoto describió cómo, tras el primer fracaso, el puente que cruzaba el Helesponto lo construyeron las expertas manos de los carpinteros contratados por Jerjes en Egipto y Fenicia, teniendo cuidado de proteger también sus flancos “para que los animales y los caballos no se asustaran al ver el mar bajo ellos”. “Caminar sobre las aguas” no solo asusta a los animales. Para entender la razón, debemos preguntarnos cómo interpretar el significado del término puente. ¿Puente significa camino o totalidad? Seppilli responde a esta cuestión citando a Judith Hallett: “un pons proporciona una vía que permite enfrentarse y competir con las potencias numinosas; el constructor de puentes debía haberse ganado inicialmente el respeto de sus conciudadanos como resultado de su capacidad para crear un artefacto concreto y tangible que permitiera enfrentarse a situaciones peligrosas, inciertas, sobrenaturales” (Alberti, como hemos visto, también utilizaba tres palabras: inaudita insperata incredibilia).
Esta capacidad de evitar el peligro mediante la construcción de artefactos le fue reconocida en Roma al pontifex, “el constructor sagrado de una via varcante l’acqua”. A los pontífices les eran colectivamente atribuidas las funciones del rex. Tal hecho se justificaba por la capacidad que debían tener no solo para interpretar los prodigia, sino también para mantener el Pons Sublicius, el puente sobre postes que cruzaba el Tíber, construido según la tradición, en el siglo VII a. C. Julio César también ocupó el cargo de pontifex maximus antes de dirigir la campaña militar que lo llevó a la desembocadura del Rin (55 a. C.). Cabe preguntarse si la “pericia ingenieril” de la que hizo gala al construir el puente sobre el Rin modificando la estructura del Puente Sublicio no fue más que una consecuencia de su condición de “especialista en ciencias rituales”. Esto se desprende del pasaje de De bello Gallico (IV, 17), en el que César describe cómo los postes de madera se clavaron en el lecho del Rin “no en posición vertical (non sublicae modo), sino oblicuos e inclinados, de modo que se orientaran hacia la corriente (ut secumdum naturam fluminis procumberent)” y luego trabados en una estructura, cuyas partes “cuanto más crecía el ímpetu de la corriente tanto más estrechamente se encajaban entre sí”.
Dicho esto, uno se pregunta, ¿no demostró también con ello César su conocimiento del poder oracular de las aguas, esto es, su erudición sobre lo que la corriente con su fuerza obligaba a hacer al constructor? La función del pontifex maximus pasó a identificarse cada vez más con la custodia del puente, pero lo cierto es que la importancia concedida a los rituales asociados con su construcción y mantenimiento ha estado siempre vinculada, no solo en Roma, con la percepción del peligro que representaba la violación del poder numinoso del agua. El puente es “un sendero hacia los dioses” —otro de los significados de la palabra—; pero, a su vez, un lugar diabólico.
Innumerables son las leyendas surgidas en cada rincón del mundo que cuentan cómo el mismísimo diablo fue convocado para construir puentes. Los puentes del diablo se encuentran en todos los países de Europa. Incluso Venecia tiene uno, y aunque la leyenda que le dio nombre se refiere a un hecho reciente, igualmente evoca que la osadía de construir un puente es diabólica y que su peligro requiere la intervención de un gran taumaturgo —César, por ejemplo—. “Todo esto demuestra que la obra (el puente) es entendida o lo fue, hasta un pasado no muy lejano, como sagradamente temeraria”, concluye Anita Seppilli. Pero incluso la presencia del diablo y del taumaturgo, que requieren las construcciones más osadas y aterradoras, no hacen más que confirmar el origen sacrílego de toda construcción en la que toma forma “la tensión entre creación y destrucción sobre la que se fundamenta lo demoníaco”. Sin embargo, lo demoníaco, explicó Paul Tillich, no debe confundirse con lo satánico. En lo satánico “la destrucción se concibe sin creación”; lo demoníaco, en cambio, es “la unión de la profundidad y el abismo”, es “la fuerza positiva que continuamente fuerza a salir de la condición de inocencia y que puede convertirse en tentación únicamente porque es la fuerza de la creatividad”. Quien se dedica a la historia de la arquitectura, en particular, debe enfrentarse continuamente a esta fuerza, a su energía, a su complejidad y a su indefinible naturaleza. Para ello, hay que utilizar muchas y diversas herramientas, entre las que están, como he tratado de decir, los libros a los que he hecho referencia. En el caso de Vitruvio o Alberti, por poner un ejemplo, el debate que anima la cultura arquitectónica se suele referir a ellos como a una tradición que ya es incapaz de hablarnos. Pero si no seguimos dialogando con esta tradición, esto solo significa que somos nosotros los que ya no sabemos dialogar entre nosotros.
Al hacer referencia a los libros relacionados con el vínculo agua-arquitectura, he tratado de decir que estos, pero también los mitos, y quizá más cuando los mitos transmigran en el tiempo de la historia como vemos en Heródoto, ofrecen extraordinarias lecciones para entender nuestro presente y vivir en él desenterrando sus raíces. Esta convicción se encuentra, asimismo, en La filosofía en la época trágica de los griegos, donde Nietzsche escribe: “en general, para vivir, hay que ver la propia existencia, tal como se presenta, en un espejo transfigurador”. Los mitos, primero, y la historia, después.
