Ruido, memoria y participación
Rafael Castellanos
Gestor y organizador de Bogotrax
Doctor en Historia de la Filosofía, París IV, Sorbona
Bogotrax es reconocido como un festival —y un experimento— que empezó en febrero de 2004. A lo largo de sus distintas transformaciones, la participación fue el elemento clave que le dio su carácter distintivo. Basado en la colaboración y la solidaridad, tanto en su estructura de trabajo como en sus acciones, integraba al público con los artistas y los organizadores mediante fiestas, talleres, conversatorios y performances.
En febrero de 2010, durante su séptima edición —Resistencias—, debería haber tenido lugar una acción ejemplar. Ruido, memoria y descomposición era a la vez una obra y una acción, una performance, en la que los organizadores, los artistas y muchos de sus colaboradores participaron de manera articulada. La dirección estuvo a cargo de Juan Orozco y de quien escribe. Hicimos el guión, el storyboard; convocamos a los artistas y coordinamos las visuales y la parte sonora. Siguiendo algunas líneas generales del festival, adecuamos técnicamente el espacio para una triple proyección coordinada, lo que en ese entonces requería el uso de una tarjeta Matrox, nada fácil de conseguir. Esta macroproyección (al menos para aquel momento) debía apoyarse o “espacializarse” en un sistema de sonido con un rango de frecuencias y de volumen especial: un sistema monofónico de tres vías (agudos, medios y bajos), ecualizado en función de la claridad y la espacialidad del sonido, no del volumen. Era un sistema sonoro de por lo menos 20 kW.
¿Se trataba quizá de experimentar algo de la realidad y la forma en la que el ruido altera las memorias oficiales? En este caso, las memorias de la toma y la retoma del Palacio de Justicia. ¿Tuvo lugar esta performance? Lo que sigue es la anécdota amarga de su realización a medias y de su fracaso. El festival nos permitió permear la atención de un público seducido por el encuentro inusitado y placentero, con intervenciones críticas y una estética que lograba subvertir el horizonte estético del entretenimiento, a cuyos acuerdos e inmovilidad no debe someterse jamás la denuncia social. Entonces, sí, la performance se llevó a cabo, en la medida en que la hicimos, tras quién sabe qué serie de pactos inciertos de no hacer quién sabe qué denuncias que, irónicamente, nunca estuvieron planeadas. En todo caso, el equipo técnico inicial decidió no participar, en parte, por la presión e incertidumbre de último momento. La negativa —o acaso la duda— de las directivas del Museo Nacional, expresada un día antes del evento al ver la imagen del volante, fue suficiente para que el equipo desistiera.
Trataré de explicar mejor lo que ocurrió, pues fue ambiguo y complejo; estratégico y, al mismo tiempo, desordenado, como cuando se le pone el pie encima a un hormiguero. Para aquella edición de Bogotrax, el Museo Nacional nos había invitado amablemente a presentar una sección de nuestro programa dentro de sus instalaciones, como parte de su programación cultural. En medio de los talleres, foros y proyecciones que se llevaron a cabo, y atendiendo a la feliz coincidencia de que el museo albergaba la primera exposición individual en Colombia de Feliza Bursztyn, propusimos una acción colectiva experimental programada para el 12 de febrero de 2010, de 6:00 a 8:00 p.m., en el jardín sur de la fachada del museo.
Esta performance se vinculaba directamente con el tema de un foro abierto, propuesto y organizado por Bogotrax, que tuvo lugar en el auditorio del museo. El tema del foro —y de un texto que lo presentaba extensamente— era la relación entre estética y política; así de general y, quizá, así de ingenuo, pero, sin duda, también así de necesario, en un momento en el que el miedo, la censura y la autocensura estaban exacerbados y Bogotrax constituía, de cierta manera, un espacio estratégicamente difuso desde el que era posible abordar el tema de la praxis creativa y de las muchas formas de su compromiso social.1
Imagen. Volante de la acción colectiva experimental Ruido Memoria y Descomposición.
Ruido, memoria y… situacionismo bogotraxero
La performance fue anunciada como parte del programa que se llevaba a cabo en el museo. Una descripción general de la misma estaba disponible en la programación del festival que circulaba ampliamente, tanto en formato físico como digital. Pero en el instante mismo en que el volante que promocionaba la presentación de Ruido, memoria y descomposición llegó a las manos de las directivas del museo, el primer mensaje que nos trasmitieron sobre este evento específico, como organizadores de Bogotrax y a mí como coordinador de la acción, fue la censura: “Eso no se puede hacer”.
Esto sucedió, al parecer, cuando la descripción de la obra fue complementada con una imagen que invitaba al evento, un día antes de la fecha acordada y según un programa —el del festival— ampliamente difundido. Durante la inauguración del festival, que ese año se llevó a cabo en la Universidad Nacional, nuestro colaborador nos avisó que le habían manifestado que la obra no se podía presentar. “Vieron el flyer y se frikiaron” fue, posiblemente, en su forma coloquial, la explicación que me dio.
La intención de la obra, de la acción, fue inmediatamente cuestionada. “¿Ustedes qué van a hacer?” fue una de las preguntas que resonó varias veces en la oficina de la dirección esa misma noche de jueves, en medio de una diatriba sobre la relación entre estética y política, que a su vez no hacía sino repetir las preguntas, inquietudes y posiciones que habían sido presentadas a la discusión pública en el auditorio del museo. Un foro y un debate entre ilustres conocidos y desconocidos: José Alejandro Restrepo (artista), Bruno Mazzoldi (escritor), Miguel Ángel Herrera (politólogo) y quien les habla.
Pero volvamos a lo que desató la pregunta “¿qué van a hacer?”: la ima-gen que acompañaba la invitación —una imagen diagramada, pública y muy conocida—, que, gracias a su reproducción y posible recontextualización —a su “reciclaje” público—, nos condujo a una discusión en sí misma muy política, con la entonces curadora del museo, Cristina Lleras. El temor parecía ser, sobre todo, que se tratara de un panfleto audiovisual y que el museo, como institución, se prestara para ello. Por la misma razón, aunque desde otra perspectiva, Erik Arellana, de la fundación Nydia Erika Bautista, quien junto al colectivo VivoArte iba a facilitarnos su archivo de imágenes del suceso, decidió no hacerlo, probablemente por suspicacias similares a las de las directivas del museo: que su labor como archivistas y protectores de la memoria fuera tergiversada o quizá cooptada por un sujeto de fronteras tan difusas como el festival Bogotrax —sujeto y actor del evento—.
Estas tentativas de censura, discusiones, obstáculos y presiones de último momento convirtieron la realización de la acción en toda una proeza, que, lastimosamente, no pudo efectuarse como había sido planeada. Con todo, la performance demostró la capacidad técnica de un festival completamente autogestionado y su capacidad para improvisar sobre un tema propuesto, aun en medio de las dificultades técnicas impuestas por la censura: “Ustedes no pueden hacer eso”, le dijo Cristina Lleras a David Rincón al mirar el volante del evento saliendo de la impresora de alguna oficina del museo adjunta a la suya.
Tres potentes videoproyectores, 20 kW de sonido, consolas, micrófonos y demás equipos, dispuestos y ecualizados, fueron finalmente las herramientas con las que el festival pudo llevar a cabo la otra intervención. Otra, diferente a la propuesta en el programa, pero replicada bajo las limitaciones impuestas.El cuerpo y el contenido de la obra y de la acción no correspondían del todo con lo planeado. Su narrativa se volvió una mise en abîme de lo que se quería tematizar: la memoria oficial como una ruidosa mezcla de imágenes —de sucesos— que, en su ininteligibilidad, se vuelve simplemente y, sobre todo, eminentemente maleable ante el poder.
El libreto de la obra, sobre el que se desarrollaba una interpretación al mismo tiempo estructurada e improvisada, una performance, era sencillo: su línea de tiempo iba desde el comienzo de la transmisión en vivo de la toma del Palacio hasta la dramática interrupción de la misma, luego de que el presidente de la Corte, en una angustiante “entrevista” telefónica en vivo para Radio Todelar, le pidiera desesperadamente al presidente de la República, Belisario Betancur, que diera la orden inmediata de cese al fuego. La respuesta del Gobierno, por intermedio de su ministra de Comunicaciones, Noemí Sanín, fue interrumpir la emisión en los dos canales nacionales para pasar, en su lugar, el partido programado esa noche en el Campín: Millonarios contra Unión Magdalena.
Se trataba, por así decirlo, de una secuencia de sucesos conocida, que parecía ella misma, de cierta manera, una alegoría de nuestra historia, de cómo la violencia irrumpe en nuestra realidad, interrumpiendo “el orden”, y de cómo intentamos en vano pretender que no ha pasado nada; interrumpiendo, espectacularmente —con un partido de fútbol—, el cauce perceptivo: la transmisión en vivo sobre la que se apoya la memoria de los hechos. Pero un suceso no cubre al otro. Ni lo interrumpe. Ni lo remplaza. La transmisión del partido no tapaba el sentimiento de zozobra; solo lo recubría como el maquillaje en el rostro de un payaso que no ríe. Es el relato de una memoria descompuesta, una memoria incapaz de reconstituirse.
Desde una perspectiva “terapéutica”, se diría que fue la experiencia de un suceso que no logramos integrar, una experiencia y una memoria de lo sucedido que no consigue componerse con todas las interrupciones que la constituyen. Se yuxtaponen, de manera desordenada, los relatos y las perspectivas; se enaltece el trauma, la dificultad que, en vez de ser superada, terminará por repetirse (porque la responsabilidad termina recayendo sobre el otro…).
Esta línea de tiempo, este libreto alegórico, anticipaba de otra manera el tema de la obra. Tal descomposición de la memoria, en la interrupción y el encubrimiento, parecía requerir una plástica que precisamente la explicitara: una descomposición empírica, estética, de esos flujos perceptivos sobre los que se constituye la memoria; descomposición en un sentido moral, que es sin duda el del encubrimiento. Este solo es posible cuando existe un discurso oficial, una memoria oficial, que reclama para sí una legitimidad superior a la de otras memorias posibles (y a otras formas posibles de la memoria, por ejemplo, la ruidosa exploración de los archivos disponibles).
Pero el ejercicio de esta performance abre también otra perspectiva: la memoria debe ser entendida en su multiplicidad, más que a la luz de la legitimidad que le otorgan un discurso oficial o unos archivos oficiales. En este caso, tendríamos que componer con una multiplicidad esencial de la memoria. Habría que plantearse, de manera más profunda, la posibilidad de que la memoria sea también, y esencialmente, interrupción. La descomposición, en este sentido, podría entenderse y practicarse como “potencialidad”, y su sentido podría orientarse a la recomposición. El cauce de la percepción, mediado —interrumpido y posibilitado por el mismo transcurrir (transmisión en vivo, reproducción en vivo)— está él mismo habitado por la ausencia. El presente es siempre el de un ahora que ya no es, que nunca ha sido en realidad y que hace posible el presente de la percepción. El presente, el mismo juego de la presencia y la ausencia del ahora, es esta multiplicidad. La memoria, como repetición, es también el reflejo de esta descomposición del presente, para ser presente en una ausencia constitutiva. Su maleabilidad tecno-mediática denota ese origen disruptivo —de la percepción y de la memoria—. Si la interrupción hace parte del presente, entonces la memoria es, por definición, múltiple.
La memoria de la toma del Palacio no requiere la deslegitimación de un discurso oficial, ni la imposición de otro, sino más bien de darles legitimidad a otros discursos, otras memorias: la de las víctimas, por ejemplo, pero también la de otras imágenes, otras miradas, que atraviesan la realidad de este suceso.2La multiplicidad de voces, de memorias del evento, se libera justamente al poner en duda la legitimidad de una memoria oficial, cuya restitución es, en este sentido, imposible.
El archivo audiovisual y los audios de las entrevistas telefónicas al magistrado Alfonso Reyes Echandía componen con el ruido mismo que amenazaba siempre con interrumpirlas. La descomposición del espectro electromagnético compone con aquello que amenaza su inteligibilidad: la retransmisión en vivo de imágenes y palabras logran así recrear otra descomposición que alimenta la forma del suceso: la interrupción. Esta es la posibilidad de la irrupción, el ruido de un suceso histórico que desborda una cotidianidad que no logra contenerlo y que parece volverse ella misma irreal. Los audios de las llamadas se mezclaban en vivo, no con música, sino con el ruido de esas otras frecuencias, como una suerte de metáfora de la tragedia, de lo inaudito de unas memorias públicas. Su crudeza se refleja en esas súplicas del presidente de la Corte, ante el sordo presente de una democracia rota.
La proyección de estos archivos, y del ruido que los constituye, es la composición y la performance audiovisual de una “descomposición estética”.Es, al mismo tiempo, una manera de mostrar el proceso de “descomposición de la memoria colectiva”. Es una exploración no simplemente de una memoria social, por así decirlo, sino del socius de la memoria: de aquello que, mediante la memoria, en su multiplicidad, nos reúne. La descomposición de la memoria como exploración, como análisis y desglose de toda una economía política dela imagen —a partir de la interrupción, del ruido en los cauces perceptivos— integra hoy nuestra recolección de ese evento. Una memoria originalmente mediada por la imagen y su reproducción. Un momento histórico cuya síntesis final, en un discurso o una narrativa oficial, parece imposible. Es una memoria, técnicamente, “descompuesta”.
Las márgenes del Museo Nacional, sus jardines públicos externos y su fachada eran, sin duda, un lugar estratégico para ubicar, como un caballo de Troya, la acción de este objeto crítico-participativo.
Febrero 10, 2025.
1. Los textos, invitaciones, volantes y manifiestos de Bogotrax a los que nos referimos, y sobre los que se basa esta anécdota —y la reflexión sobre la misma, están disponibles aquí: https://archive.org/details/ArchivosBogotrax. La “estructura”, el libreto de la acción, la participación de numerosos artistas y la manera en la que toda la infraestructura y los equipos fueron dispuestos a través de la red del festival, darían pie a una historia y muchas otras anécdotas igualmente extensas que rememoro aquí.Por cuestiones de tiempo y espacio, más que de pers-pectiva, fue necesario simplificar.
2. Por ejemplo, esa mirada sobre “el hombre de las palomas” en la obra de José Alejandro Restrepo —como parte de la instalación Abandonen toda esperanza (2018) y del video Caballero de la fe (2011)—, de quien se supo recientemente, en una entrevista, que hacía parte de la inteligencia militar.