El otro lado de la memoria: performance y escritura dramatúrgica como medio de escuchapara los actores de la violencia
The Other Side of Memory: Performance and Dramaturgical Writingas a Means of Listening to the Perpetrators of Violence
O outro lado da memória: performance e escritura dramatúrgica comomeio de escuta para os agentes da violência
Fecha de recepción: 16 de febrero de 2025. Fecha de aceptación: 16 de julio de 2025. Fecha de modificaciones: 11 de agosto de 2025
DOI: https://doi.org/10.25025/hart.11486
Sofía Sánchez
Candidata doctoral en el Departamento de Español y Portugués de Northwestern University, Estados Unidos.
Resumen :
El teatro social en Colombia ha desempeñado un papel fundamental en la construcción de la memoria y en la reparación psicosocial de las y los sobrevivientes del conflicto armado. No obstante, su potencial como dispositivo de escucha dirigido a quienes ejercieron la violencia ha sido menormente explorado. Este artículo examina la labor del dramaturgo Mateo Rendón, director de la corporación de teatro social La Parla, cuyas prácticas escénicas con jóvenes anteriormente vinculados a grupos armados interrogan las posibilidades éticas y estéticas del testimonio desde la posición del ofensor. Estas experiencias buscan hacer audible el peso del trauma y la culpa, y se inscriben en lo que la filósofa María del Rosario Acosta denomina gramáticas de lo inaudito: formas radicales de escucha que desafían los límites de lo inteligible.
Palabras clave:
Dramaturgia y performance, testimonio, ofensores, trauma, escucha.
Abstract:
Social theatre in Colombia has played a critical role in the construction of memory and the psychosocial repair of survivors of violence. Yet, its potential as a dramaturgical and performative device for listening to those who perpetrated violence remains underexplored. This article examines the work of playwright Mateo Rendón, director of the social theatre collective La Parla, whose dramaturgical and performance-based practices with young individuals, formerly associated with armed groups interrogate the ethical and aesthetic possibilities of testimony when articulated from the position of the offender. These practices seek to make the weight of trauma and guilt audible, engaging what philosopher María del Rosario Acosta calls gramáticas de lo inaudito: alternative modes of listening that resist the primacy of the intelligible.
Keywords:
Dramaturgy and performance,, testimony, perpetrators of violence, trauma, listening.
Resumo:
O teatro social na Colômbia tem desempenhado um papel fundamental na construção da memória e na reparação psicossocial dos sobreviventes do conflito armado. Não obstante, seu potencial como dispositivo de escuta àqueles que exerceram a violência tem sido escassamente explorado. Este artigo examina o trabalho do dramaturgo Mateo Rendón, diretor da corporação teatral La Parla, cujas práticas cênicas com jovens vinculados a grupos armados interrogam as possibilidades éticas e estéticas do testemunho a parti da posição do ofensor. Estas experiências buscam tornar-se audível o peso do trauma e a culpa, e se inscrevem no que a filósofa María do Rosario Acosta denomina “gramáticas do inaudito”: formas radicais de escuta que desafiam os limites do inteligível.
Palavras-chave:
Dramaturgia e performance, testemunho, ofensores, trauma, escuta.
¿Dónde quedarán tantas palabras que no se dicenni se escriben?
—Carolina Calle, Cartas de puño y reja. Epistolario de cárcel1Yo me volví guerrillera fue a la madrugada
Cuando caí a la deriva y me fui para el monte
Porque el que sólo a sembrar y a regar aprendiera
Cuando la guerra lo agarra, ¿a ‘onde másva y se esconde?
—Adriana Lizcano y Edson Velandia, La Guerrillera
“Hay futuro si hay verdad”. Ese ha sido el emblema de la Comisión de la Verdad, una premisa que atraviesa las casi ocho mil páginas del monumental informe que busca dar cuenta de las causas y los impactos del prolongado conflicto armado en Colombia. El esfuerzo por reconstruir las narrativas de la guerra, dignificar a las víctimas y exigir a los responsables el reconocimiento de sus actos no es solo una vorágine institucional, es un desafío ético y político para toda la sociedad. Este proceso ha convocado de manera pública a las voces de quienes perpetraron la violencia, a sus búsquedas de perdón, obligándonos a mirar de frente la crudeza de un conflicto demasiado arraigado. Sin embargo, la consolidación de la memoria colectiva va más allá de un extenso inventario de hechos atroces, y las comunidades afectadas han sido explícitas en lo que buscan: “no queremos una verdad que cuente casos solamente; queremos, sobre todo, una verdad que explique por qué”.2 Este principio constitutivo de la reconstrucción histórica y la fabricación de una memoria que atienda el reclamo de las víctimas demanda una escucha que vaya más allá de la denuncia y el testimonio, y se oriente hacia una comprensión más profunda de las motivaciones y de las estructuras sociales, económicas y culturales que han tejido décadas de conflicto armado.
Del amplio repertorio de responsables de la violencia con que cuenta Colombia, y que abarca desde miembros de las fuerzas militares del Estado, hasta guerrilleros, paramilitares y bandas criminales ligadas o no al narcotráfico, hay pocas figuras tan perturbadoras como la del niño ofensor: un menor de edad atrapado en el doble estigma de ser a la vez responsable y víctima de la violencia. Su incursión en la delincuencia o su militancia en grupos armados encarna, como pocas otras realidades, la profunda degradación del tejido social y los límites perversos que traspasa un conflicto al instrumentalizar la niñez como terreno fértil para su expansión. Es esta figura —la del niño sicario, el menor con el fusil al hombro— la que desafía los métodos de escucha y la forma en que se sistematizan los testimonios de quienes la sociedad suele etiquetar como victimarios. Su identidad dual abre preguntas fundamentales: ¿qué dispositivos de escucha exige la experiencia de los jóvenes reclutados a la fuerza o de aquellos que, ante la falta de oportunidades, optan por convertirse en sicarios o guerrilleros? ¿Qué lugar otorgamos en la construcción de la memoria a sus experiencias traumáticas sin revictimizar a las comunidades que alguna vez quebraron? ¿Cómo podemos acercarnos al relato que tensa el ser el producto de un sistema desigual y, al mismo tiempo, el agente de hechos atroces?
Estos y otros desafíos epistémicos y estéticos de la memoria pueden pensarse a partir del trabajo de la filósofa María del Rosario Acosta, para quien reconstruir un conflicto tan complejo como el colombiano exige no solo atender los testimonios de víctimas y victimarios, sino también los silencios que la guerra impone a sus sobrevivientes. Todo intento de relatar estaría incompleto sin considerar los “recuerdos fracturados —y en algunos casos literalmente obliterados—”3 que ha dejado tan largo conflicto. El trabajo de la memoria implica enfrentarse a los complejos mecanismos de comunicación que requiere el testimonio de un suceso traumático.
Como señala LaCapra, “el trauma es una experiencia desestabilizadora que interrumpe la identidad y la capacidad de representar la experiencia a través de formas narrativas convencionales. A menudo, resulta en una repetición compulsiva, ansiedad y un inquietante retorno del pasado de maneras que resisten una articulación completa”.4 Así como el trauma irrumpe en la experiencia, también se resiste a su narración. Diversos estudios han explorado su carácter fragmentario y la imposibilidad de traducirlo en una secuencia coherente de eventos,5 señalando las fisuras que deja tanto en el lenguaje como en la memoria.
A esta imposibilidad de representación, se suma que los mecanismos institucionales de elaboración de una memoria oficial del conflicto se movilizan entre jerarquías y ordenamientos cronológicos, protocolos que condenan al sobreviviente de la violencia traumática a un segundo nivel de silenciamiento, pues no puede expresar su experiencia en un registro lineal. ¿Cómo pueden los sobrevivientes dar cuenta de lo que les afecta si lo sucedido funciona como un lenguaje encriptado? Acosta plantea este interrogante como un llamado a reconocer la urgencia de crear nuevos dispositivos para la comprensión de las narrativas de la guerra que se encuentran en estado de silenciamiento, es decir, la invención de nuevas gramáticas de la escucha.6
En este texto propongo un diálogo entre el concepto desarrollado por Acosta, utilizado como marco analítico para examinar las metodologías dramaturgia testimonial y dramaturgia cifrada.7 A través de estas estrategias, el dramaturgo y director Mateo Rendón8 ha abordado la violencia traumática entre jóvenes responsables de múltiples actos delictivos, respondiendo desde el teatro social a la necesidad de construir formas alternativas de escucha y representación de sus relatos. Específicamente, me centraré en dos experiencias performáticas situadas en contextos de violencia urbana y conflicto armado en Colombia: el trabajo escénico desarrollado con jóvenes vinculados a pandillas que operaban en distintas comunas de la ciudad de Cali, y el proceso de escritura dramatúrgica emprendido por un joven indígena Embera Katío, sobreviviente de reclutamiento forzado, quien participó en los talleres de teatro dirigidos por Rendón en un centro penitenciario de Medellín.9
Desde sus diferencias disciplinarias, tanto Acosta como Rendón han asumido el trabajo de pensar la escucha como un acto ético y político, entendiendo que los silencios que impone la violencia traumática albergan historias dolorosas que quieren ser escuchadas a pesar de que su tránsito hacia la palabra resulte complejo o casi imposible. La exteriorización de esos relatos —en este caso las narrativas de los responsables de la violencia— no solo amplía y complejiza la comprensión del conflicto armado en Colombia, sino que también contribuye a los procesos de reintegración social y la elaboración de prácticas y políticas orientadas al perdón para sus sobrevivientes. Se trata de un perdón que no equivale a olvido ni a absolución, sino a la aceptación de una responsabilidad situada en la trama de la guerra, un gesto que, lejos de clausurar el pasado, lo interroga de forma insistente: no solo para esclarecer qué ocurrió, sino para entender por qué y, con suerte, cómo evitar repetir los mismos errores.
Las dramaturgias experimentales en forma de biografías y el uso del cuerpo en la performance intervienen y ayudan a expresar la experiencia traumática cuando el lenguaje lineal no es suficiente. Además, representan un campode experimentación escénico que desafía los modos tradicionales de escuchar y procesar la voz testimonial de quienes han sembrado el dolor.10 Al poner en marcha dispositivos alternativos de escucha, estas prácticas proponen nuevas gramáticas que articulan la escritura, el cuerpo y la comunidad. Si bien este proceso es profundamente íntimo, también es, por naturaleza, colectivo: involucra al individuo y el acompañamiento de guías y compañeros —muchos de ellos antiguos aliados de esquina o de prisión— que, tras haber participado en dinámicas violentas, conforman comunidades alternativas de escucha. En esos espacios se ensayan nuevas formas de narrar, se inaugura una voz que les permite hacerse audibles ante sí mismos, ya no desde el gesto violento. Esta es otra voz que busca entender y resignificar el trauma que también afecta a los eslavones más jovenes del conflicto.
En la búsqueda de la escucha radical
La condición paradójica del trauma —explica Acosta— influye en la asimilación de los eventos y causa un retardo estructural11 que le impide a la persona asumir el suceso como un recuerdo en un pasado fijo y fácilmente localizable. Sin embargo, al mismo tiempo, el trauma se percibe como una pulsión repetitiva: “El trauma interrumpe por consiguiente de manera radical y pone en cuestión los mecanismos que usualmente permiten explicar el tránsito del evento al recuerdo a través de una concepción lineal (y narrativa) de la experiencia”.12 La naturaleza del trauma desestabiliza las concepciones unitarias y estables de historia y memoria al imponer otros parámetros espaciotemporales, que además afectan la producción de sentido.
La catástrofe del sentido13 que produce el trauma excede los límites del lenguaje, alterando sus significados y desorientando sus mecanismos de conceptualización. El mundo, como se conocía, se transfigura radicalmente y, con ello, las palabras que lo dotaban de sentido. Acosta conceptualiza esta experiencia de radicalidad y desvinculación como la dimensión estética de la violencia, en tanto irrumpe en el orden de lo conocido para inaugurar nuevos sentidos: “[La violencia] introduce nuevas realidades, impensadas, previamente inimaginadas (sí que lo sabemos en el caso de la realidad del conflicto en Colombia), que nos confrontan con aquello que Hannah Arendt, refiriéndose a los horrores de los campos de concentración nazis, describía como su ‘abominable originalidad”.14
La incapacidad del sobreviviente de la violencia traumática de producir vocabularios aprehensibles o representaciones sobre el hecho, se debe a modalidades de violencia extrema que sobrepasan las capacidades de la imaginación. Basándose en la naturaleza contradictoria y compleja del trauma y las limitaciones estéticas que impone, Acosta articula su crítica reconociendo que, si bien los mecanismos institucionales para la sistematización de la memoria —archivo, testimonio, espacios jurídicos— ocupan un lugar fundamental en la revisión histórica de los sucesos, hay aún un camino por recorrer, mediaciones por ejecutar a partir de la “naturaleza irrepresentable”15 del trauma.
De modo que escuchar es más que una operación de registro y semantización: su trabajo se expande y se tensiona ante la presencia de lo inenarrable, ante la necesidad de atender no solo a las voces, sino también a los contextos,16 las emociones y todo aquello que rodea la experiencia del dolor. Alejandro Castillejo Cuéllar lo ha señalado en su trabajo etnográfico y antropológico. Escuchar, dice, es también habitar “los paisajes sonoros del dolor, las dimensiones sociales y culturales del sonido y especialmente del silencio”, así como “la experiencia de lo auditivo y sus tecnologías de inscripción, notación, legibilidad y sus dimensiones morales, políticas y estéticas”.17
La tan reiterada fórmula “la voz de las víctimas” se expande así hacia territorios menos visibles: lo (in)audible, aquello que sobrepasa el sentido convencional del lenguaje y que no se deja nombrar fácilmente. “¿Cómo aprenden las sociedades a reconocer y escuchar las heridas como heridas, es decir, aquellas experiencias humanas que, en su multiplicidad de posibilidades vitales, fracturan la vida y el orden mundial en el que navegamos diariamente?”.18
La escucha, en este marco, no es pasiva ni transparente: es un gesto que sostiene, que se deja afectar. ¿Qué pasa —comenta Castillejo en sus notas etnográficas— cuando la crudeza extrema y viscosa de la violencia que tortura y desaparece “explota el lenguaje forense?”.19 Y, a partir de estos cuestionamientos, resulta vital preguntarse: ¿cómo registrar los residuos silenciosos que, en su paradójica condición, también gritan la crudeza de la violencia humana?
Aquí es donde las gramáticas de la escucha —en el sentido propuestopor Acosta— adquieren relevancia, pues ponen en evidencia la urgencia de inaugurar estructuras de sentido que, en niveles sensibles, perceptivos y conceptuales, hagan audibles los relatos y experiencias que la violencia traumática ha condenado al silencio.
La imposibilidad del lenguaje forense ante el horror, tal como lo plantea Castillejo, entra en diálogo con lo que Acosta conceptualiza como gramáticas de lo inaudito: una extensión de gramáticas de la escucha, que alude tanto a aquello “que aún no ha sido escuchado (lo que no se ha hecho aún audible)” como a lo que “se nos presenta como éticamente inaceptable”.20 Este último concepto —lo inaudito— introduce la incomodidad, o incluso la perplejidad, con la que la violencia se nos impone cuando continúa transgrediendo los límites de lo éticamente pensable.
Esta revolución estética a la que convoca el pensamiento de Acosta encuentra un espacio privilegiado en el teatro y la performance. Como gran ejercicio de la imaginación que habla por medio del cuerpo y el espacio, el teatro no exige que el testimonio se articule dentro de los límites del lenguaje convencional ni que se someta a una lógica narrativa plenamente inteligible. En cambio, su potencia radica en la creación de un espacio donde lo indecible puede manifestarse sin ser reducido a categorías cronológicas. El cuerpo individual y colectivo, sus pausas, gestos interrumpidos o la repetición obsesiva de una acción, así como los silencios, los colores y el sonido se convierten en estrategias para dar forma a lo que, de otro modo, permanece fuera del ámbito de lo expresable. La experiencia escénica no solo actúa como un archivo de experiencias, sino como un laboratorio donde se ensayan formas diversas de escucharlas y sostener su presencia más allá de lo verbal.
En este punto, el trabajo del dramaturgo antioqueño Mateo Rendón con jóvenes ofensores y su exploración de las dramaturgias testimoniales y dramaturgias cifradas ofrece un marco valioso para comprender al teatro como ejercicio exploratorio de lo inaudito.
La práctica performática y escritural que Rendón ha desarrollado con los responsables de la violencia gesta una mediación basada en la escucha, que no señala ni delata, y que, por el contrario, abre campo para que la experiencia traumática se exprese en sus propios términos. Esta dimensión performativa de la escucha no se limita a la recepción pasiva del testimonio, sino que implica una apertura ética y estética que reconoce el valor de lo fragmentario, lo inarticulado y lo ambiguo. En consonancia con la propuesta de Acosta sobre las gramáticas de lo inaudito, el teatro configura un espacio donde lo que ha sido excluido del horizonte de lo decible encuentra un modo de aparecer, sin la exigencia de integrarse plenamente en un relato coherente. Esta irrupción no disminuye la fuerza ni la verosimilitud de lo expresado; por el contrario, revela su potencia afectiva. Su valor reside en abrir espacio a las experiencias del conflicto armado, atendiendo a sus singularidades y a quienes lo vivieron desde lugares desafiantes, particularmente quienes ejercieron la violencia y hoy buscan nombrarla.
Performances pandilleros y dramaturgias desmovilizadas
Medellín, Colombia, es una ciudad de contrastes. En su centro se impone la gentrificación galopante, alimentada por el turismo atraído por el mito distorsionado de Pablo Escobar y la ostentosa exhibición de la estética narco. Mientras tanto, en las periferias se extienden las comunas: conglomerados de viviendas que se elevan en las laderas de las montañas, barrios y casas en estrecha cercanía; aglomeración de techos divididos por fronteras invisibles. Durante los años ochenta y noventa, la Comuna 13 fue considerada uno de los barrios más peligrosos del mundo, terreno fértil para la incursión del narcotráfico, las bandas criminales y la presencia urbana de la guerrilla y los grupos paramilitares. Las polémicas alianzas entre el Estado y el paramilitarismo impusieron a la fuerza una “paz” superficial bajo la cual se intentó eliminar a las bandas criminales,21 generando apenas una tregua frágil y pasajera frente a décadas de violencia urbana.
Mateo Rendón es hijo de la Comuna 13 y esta ha sido el epicentro de su proyecto dramatúrgico con los “responsables de hechos dolorosos”.22 Medellín no solo ha sido el escenario en el que ha escrito sus dramaturgias personales, sino también el lugar donde ha gestado un sueño comunitario: la corporación de teatro social La Parla, organización sin ánimo de lucro que promueve las artes escénicas como herramienta de reparación y resocialización de comunidades fragmentadas por la guerra. Su labor encarna un esfuerzo colectivo que se sostiene en el tiempo gracias al compromiso profundo y la potencia creativa de quienes la integran: amigos, colegas, profesionales y gestores que, desde oficios diversos como la docencia, el diseño, la música, el periodismo o la culinaria, comparten la convicción de que el teatro puede, aunque sea por un instante, interrumpir la lógica de la violencia y abrir un resquicio para imaginar otra manera de habitar el mundo. Una manera que no se define por la exclusión o el castigo, sino por el encuentro y la construcción compartida de sentido, alimentando la posibilidad de que algo más sea posible, allí donde las realidades insisten en decirles a las juventudes que no hay porvenir para quien elige la no violencia.23
Las metodologías desarrolladas por Mateo Rendón para orientar el trabajo artístico de La Parla, se han gestado mediante un ejercicio doble de traducción y resemantización. Lejos de reproducir un compendio de técnicas y tradiciones aprendidas en su formación académica,24 su apuesta consiste en poner al alcance de las comunidades los principios escénicos del teatro y la performance25 y tensionarlos en el diálogo con los territorios que transitan.26 Se trata de explorar hasta qué punto las nociones canónicas pueden ser desplazadas de su centro, resignificadas y cuestionadas desde la rearticulación comunitaria:
[…] en lo que fallamos mucho como académicos es que servimos a la mesa de las comunidades un pan viejo. Las comunidades necesitan un pan fresco, un pan de hoy, una idea del perdón que me la pensé anoche, que me la pensé hoy, que me la camino y, entonces, cambia. Cada vez que subo a la cárcel salgocon una idea diferente de justicia restaurativa […] y ese constante ejercicio lo que hace es ponerle dos signos de interrogación al concepto, más que un punto final.27
En su búsqueda de un conocimiento situado, Rendón dirige la mirada hacia figuras como la del joven encapuchado o el sicario que sembraba dolor en su propio barrio, preguntándose por la identidad dual de esos muchachos que podrían ser sus compañeros de estudio o sus vecinos. Desde el teatro, comienza a explorar formas para que las manos útiles de la guerra encuentren otra manera de ocupar el tiempo y de imaginar la vida. De este modo, da sus primeros pasos hacia una escucha activa de los ofensores, un ejercicio que terminaría llevándolo a trabajar en Cali, invitado por una ONG para integrar prácticas artísticas a lo largo de diecisiete comunas de la ciudad, afectadas por el reclutamiento de jóvenes en una pandilla que se esparcía por el territorio como un cáncer: “[…] lo que estaba pasando con esos muchachos era como si la tierra tuviera metástasis, era como una enfermedad que se había regado por todo lado”.28
Muchos de estos jóvenes pandilleros, desencantados de la violencia, comenzaban a enfrentarse a las secuelas físicas, mentales y emocionales del sicariato y la drogadicción. Para la mayoría de ellos, el cuerpo —marcado por heridas visibles e invisibles— se había convertido en el testimonio vivo de una historia de exclusión y supervivencia. Enmendaduras: Ruta Acrobática con “Sementales” que dejaron de delinquir para hacer Teatro29 fue la primera exploración metodológica de Rendón en la búsqueda de tácticas30 que les permitieran a los jóvenes ofensores entrar en contacto con las memorias ocultas, silenciadas, difíciles de contar, pero que pesan en la vida cotidiana. En las bitácoras de trabajo, Rendón se pregunta: “¿Es posible que estos hombres que están entre los 15 y los 22 años, hastiados de sus culpas, no tengan con quién desahogarse?”.31
Años de hurto, extorsión y sicariato que van de la mano de un consumo prolongado de estupefacientes se sostienen en medio de organizaciones delincuenciales en donde no se habla del arrepentimiento, ni se confiesan las sudoraciones nocturnas o las pesadillas en las que se asoma la culpa. Convocados por Rendón para hacer talleres de teatro y performance, quinientos jóvenes entre los 18 y los 22 años iniciaron una exploración de manera íntima y colectiva para indagar por otras formas de conectar con la memoria donde el cuerpo y la palabra intentarían narrar lo que tanto les pesaba. Dos años después, el número de alumnos inscritos ascendió a mil doscientos, y de ese proceso comunitario, que se expandió para remediar el cancerígeno impacto de la violencia, emergió un núcleo de cien líderes que asumieron la tarea de replicar las estrategias artísticas y dejaron la pandilla para convertirse en gestores, extendiendo así el alcance del trabajo hacia una comunidad juvenil cada vez más amplia: “[…] ellos aun filados en los asuntos de la pandilla, escucharon la propuesta de hacer acrobacia y teatro para narrar la vida y dejar de delinquir sin saber que serían los pioneros, las raíces de un árbol genealógico de jóvenes rescatados de la esquina”.32
A este amplio grupo de jóvenes, cohesionados por una misma estructura pandillera, Mateo lo bautizó ficcionalmente como Los Sementales. El alias, además de funcionar como medida de seguridad en un proceso pedagógico que lo expuso a amenazas por debilitar la lógica de la delincuencia, operaba como una alegoría de la reproducción y ostentación de sistemas patriarcales profundamente violentos que la pandilla buscaba perpetuar en las calles de Cali.
En compañía de la acrobacia y la performance como tácticas para ocupar un cuerpo acostumbrado a la adrenalina del peligro y la persecución, estos ofensores crearon intervenciones artísticas donde intentaron dotar de imagen, postura y textura el peso de la culpa y los avatares internos a causa de la abstinencia. Por medio de la representación de cuerpos aprisionados, crucificados, en mutación, discursos fragmentados, emociones visibles y un espacio para el desahogo, se gestaron múltiples intervenciones en las que se narraron los actos delictivos, pero más que eso, las heridas que le dieron origen.
La performance El Perro Catártico es uno de los tantos ejemplos de estas exploraciones. A lo largo de los talleres en los que Los Sementales exploraban su rol en la violencia —recuerda Rendón— un joven sicario decidió representarse como un perro: un guardián nocturno, condenado a vigilar y a ladrar cuando alguien cruzaba la frontera invisible del barrio. Con un bozal cubierto de cigarrillos y ropas rotas, se encerró en la jaula que protegía a una virgen en el parque, el mismo lugar donde había asesinado. A los pies de la virgen buscaba redención. Entre las madres presentes en el público —muchas marcadas por la pérdida violenta de sus hijos—, una se acercó, abrió la reja y lo abrazó. Le arrancó el bozal y los restos de su traje, como si, al hacerlo, lo liberara de la identidad que la violencia le había impuesto. En cada performance, la escena dejó de ser solo un espacio de representación para convertirse en un territorio de tránsito y reescritura de sí mismos, más allá de la delincuencia y el consumo. Al convertir el barrio en escenario, el gesto se amplió hacia la reparación simbólica del territorio y sus dolientes.
Tras la experiencia performática, se produjo una negociación semántica y memorística decisiva. Por razones académicas, era necesario documentar y evidenciar los testimonios, así como la eficacia de las prácticas escénicas en procesos de resocialización de personas inmersas en contextos de violencia. Sin embargo, Rendón advirtió el riesgo de que esta sistematización redujera las vivencias a un registro archivístico con tono testimonial, inscrito en lógicas confesionales o jurídicas que podían hacer sentir a los jóvenes como si se estuvieran incriminando en escena. Frente a ello, optó por traducir los testimonios a un lenguaje poético, dando forma a lo que llamó dramaturgia testimonial: un dispositivo dramatúrgico en el que la memoria y la experiencia se liberan de la literalidad del relato para desplegarse en una dimensión simbólica, capaz de propiciar un vínculo emocional tanto con quien comparte la historia como con quien la recibe y le da una nueva forma por medio de la escritura.
La dramaturgia testimonial en Enmendaduras se entrelaza con una dramaturgia que es también de los afectos, en la que la narración no es solo un acto de recuperación de la memoria, sino una práctica de encuentro. No se trabaja con relatos distantes ni con una recopilación neutra de experiencias, sino con historias que emergen dentro de un vínculo de confianza, construido en el tiempo y mediado por las clases de teatro. La dramaturgia testimonial que practica Rendón en su trabajo de escucha con los responsables de la violencia excede la mera representación cruda de sus actos. En su lugar, él gesta una reescritura que mezcla las palabras y lo que el cuerpo del performer hizo audible, sus símbolos y las emociones inexploradas que se exteriorizaron.
En las dramaturgias que confecciona Rendón, el testimoniante se reconoce, pero no se siente atrapado en la confesión ni en el juicio. Los monólogos aluden a una experiencia que es íntima y, al mismo tiempo, síntoma de un complejo sistema social: “¿Si no puedo ser ladrón ni futbolista, entonces dónde me gasto estas ganas de correr? ¿Por dónde transpiro esta violencia en la que me volví sobresaliente? ¿Y con estas ganas de someter gente y esquinas, cómo duermo?”.33
Como resultado de este proceso de escucha, Rendón creó a partir de cada performance una dramaturgia testimonial, un conjunto de narrativas aprehensibles, un testimonio híbrido. Varios de estos laboratorios de escucha se encuentran consignados en su libro Ellos también resucitan:34
El muchacho, ávido de huir, toquetea la chapa de la casa.
Aún, hediondo a delito desemboca a los pies de la abuela con el deseo urgente de reaprender a vivir.
Es la nueva paradoja del hijo pródigo.
Acostado en el vientre de la noviecita, el excombatiente escucha la vida. Pero la bondad trae consigo una sed inmarcesible.
El eco de los gritos y la reminiscencia del forcejeo de las víctimas todavía lo acusa, lo encuentra.
El rostro de los enemigos le enturbia el principio del amor. Afeitado frente al espejo del baño, el muchacho sabe que no hay refugio donde esconderse de sí mismo.35
El fragmento captura la tensión entre el deseo de redención y el peso de lo hecho. La dramaturgia testimonial de Rendón documenta las transiciones e inscribe las memorias en una poética del cuerpo y la elaboración de la culpa y el trauma, en la que la resocialización no es un acto lineal, sino una lucha interna constante contra las huellas de la violencia.
Sin embargo, esta práctica no está libre de riesgos ni de cuestionamientos éticos. ¿Cómo es posible relacionarse desde los afectos con las memorias de quienes han ejercido la violencia? El desafío radica en no justificar sus actos, sino en construir un lenguaje que permita comprender las condiciones que los llevaron a cometerlos, su inmersión en la guerra cotidiana de las calles y, en algunos casos, su tránsito hacia otras formas de existir. Es aquí donde la co-biografía toma fuerza: el dramaturgo no es un observador externo, sino que su propia historia se entrelaza con la de quienes testifican, generando un diálogo en el que dejan de ser opuestos o distantes. Este intercambio no es un ejercicio de redención automática de un sujeto ante otro, sino una confrontación con la memoria, un intento de desplazar la violencia de su lógica implacable y abrirla a una dimensión poética. Así se gesta una dramaturgia en la que Rendón y sus alumnos reconocen haber habitado las mismas calles y sus dificultades. Desde ese lugar, el dramaturgo crea los monólogos que retratan el malestar del desasosiego: “Esto es lo único que he podido ganar después de tanto matar; un movimiento de manos incontrolable, una dopamina enemiga, una voluntad descuartizada, un grito constante, una misericordia que espera desnuda a que Dios creador de la tormenta someta este torbellino que quiere acabar conmigo. Espero que esto que soy pueda dejar de ser algún día”.36
El teatro, entonces, no solo recupera el pasado, sino que lo despliegaen nuevas formas, en metáforas que permiten imaginar lo que parecía impo-sible: un cuerpo que ha aprendido a correr para la guerra, encuentra en el mo-vimiento escénico un nuevo sentido, una pregunta urgente sobre su propiatransformación. A este proceso, Rendón lo llama teatro-quirófano:37 “¿qué tal si amputamos tu gesto de la guerra y le ponemos una prótesis artística para que camines de otra manera? y, ¿qué tal si nos imaginamos que el ensayo de teatro es un quirófano donde tú vienes y te operas ati mismo?”.38
A partir de la experiencia con Los Sementales, la dramaturgia se convirtió para Rendón en un camino metodológico, ético y político que se ha movilizado siempre en clave de escucha, para acercarse a los relatos marginados y complejos de aceptar. Nunca será un proceso fácil atender a la voz de los responsables de la violencia y, sin embargo, esa es una de las tareas a las que nos llaman los contextos en transición, como el caso colombiano tras la firma de los acuerdosde paz, cuyo alcance se ve amenazado por el creciente asesinato y persecución de excombatientes.
La escucha que propone la dramaturgia testimonial parece coincidir con los anhelos de la escucha radical a la que Acosta apela. El trabajo con jóvenes ofensores debe ser particular en cada caso, adaptándose a las realidades, deseos y límites de cada uno, de manera que la narración de sus memorias traumáticas se dé en sus propios términos. Las dramaturgias pandilleras inauguraron un cuerpo fuera de la violencia con intervenciones performáticas a modo de gramáticas nuevas para elaborar el peso de sus culpas. Sus experiencias se convirtieron en la semilla de una línea investigativa en la vida de Mateo Rendón, que desde aquel entonces no ha dejado de indagar, en clave de escucha radical, en las narrativas de los responsables de la guerra.
Dramaturgia carcelaria
Dos años después de la experiencia en Cali, y ya de regreso en Medellín, la acumulación de aprendizajes le permitió a Rendón afianzar y sistematizar sus metodologías para el trabajo teatral con ofensores. Parte importante de esta trayectoria se ha desarrollado en las cárceles de menores, donde Rendón entró en contacto con jóvenes víctimas de reclutamiento infantil que ingresaron a los bloques delictivos de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y la guerrilla de las FARC. La cárcel,39 desde el año 2020, se convirtió en el segundo escenario central para la dramaturgia testimonial; allí, Rendón, siguiendo los lineamientos de la Justicia Restaurativa, elaboró ejercicios alrededor de temas como el testimonio, el perdón y la reincorporación a la vida en sociedad.
En este segmento quisiera remitirme a un caso particular: la historia de Alejandro, un joven de 20 años de la comunidad indígena Embera Katío, quien desde los 14 cumplía una condena por extorsión y homicidio. Reclutado forzosamente a los 7 años por las AUC, fue obligado a participar en múltiples hechos delictivos hasta que fue capturado por la policía. En prisión, asistía a los cursos de teatro que Rendón impartía a jóvenes excombatientes, aunque su presencia destacaba por sus largos silencios, difíciles de romper. Sin embargo, en la bitácora de la clase, Alejandro hizo a Rendón dos peticiones explícitas que evidenciaban la complejidad de su memoria y su relación con la escritura: “No quiero que se entienda todo lo que voy a escribir” y “Hay cosas que no sé cómo escribir porque son recuerdos muy malos. Entonces quiero escribir con dibujos”.40 Esta solicitud, más que una resistencia a la palabra, revelaba la necesidad de un lenguaje propio, cifrado, que le permitiera narrar lo indecible sin exponerse a los marcos confesionales o judiciales.
Las peticiones de Alejandro parecen ejemplificar lo que Nelly Richard, citada por María del Rosario Acosta, ha denominado grafías dañadas,41 es decir, la incapacidad de testimoniar en un lenguaje convencional aquello que exige ser expulsado, desahogado. Al escribir en la bitácora, Alejandro hizo explícito que deseaba y necesitaba narrar, pero no sabía cómo hacerlo. Como sostiene Acosta, este es el gran reto de la memoria articulada en la escucha radical: “atender a los múltiples pliegues y fracturas trazados por las experiencias que estos testimonios buscan comunicar”.42
A diferencia de la disposición corporal y experimental de Los Semen-tales, el caso de Alejandro evidencia los límites que la experiencia traumática impone a la expresión. ¿Qué hacer cuando la memoria no encuentra cauceen la acción escénica y la necesidad de narrar exige un lenguaje propio, inacce-sible para las formas convencionales de representación? En este escenario, la dramaturgia y la recolección de la memoria se enfrentan a un desafío distinto: el testimonio no solo quiere ser escuchado, sino también codificado de manera que el testigo pueda habitar su relato sin exponerse a la crudeza de la literalidad. La respuesta emergió en la forma de una nueva práctica escritural: la dramaturgia cifrada, un dispositivo que convierte a la escritura en refugio, en un espacio donde la memoria fragmentada encuentra una sintaxis alternativa para decirlo indecible.
La dramaturgia cifrada es un proceso de creación introspectiva que consiste en ejercicios narrativos en los que cada joven escribe para sí mismo eso que le cuesta procesar o aceptar. Con el pacto de ficción que permite el teatro, el joven puede adentrarse en memorias complejas de su pasado y contarlas en clave de fabulación. Lo ficcional cumple aquí un rol fundamental, pues muchos temen que sus escritos los incriminen o provoquen retaliaciones en sus contextos. La escritura en clave de dramaturgia busca que exploren otras formas de recordar y narrar la violencia traumática, alejándose del tono confesional que impone la ley. Sin embargo, no se trata de dotar de códigos convencionales a una memoria que, como señala Acosta, se resiste a ser configurada. Los textos producidos por estos jóvenes evitan enmarcarse en narraciones cronológicas o en relatos completos. Los orígenes de este método tienen un referente claro que Rendón relata en su texto “Las Puntas del Fuego: O un abecedario para Alejandro”:43
En la grabación de la película Rodrigo D No Futuro del director colombiano Víctor Gaviria, uno de sus “actores naturales” había escrito en secreto un diario completamente cifrado. Utilizando símbolos y viñetas para reemplazar las letras del abecedario, Ramón Correa, un joven delincuente de la comuna 5 de Medellín, había desarrollado una forma de dramaturgia para sí mismo, un texto que no existía para ser leído, sino que existía para permitirle al escritor un acto de expresión inaccesible al público.44
La dramaturgia cifrada no busca reconstruir testimonios lineales, sino abrir grietas en las estructuras rígidas del silencio, permitiendo que el sujeto se vea a sí mismo, se asome a sus heridas, revise las motivaciones de su militancia y reflexione sobre las implicaciones de una niñez suspendida en la guerra. Para ello, cada joven diseña sus propios mecanismos de escritura: crea códigos personales, fusiona palabras con símbolos y dibujos, inventa nuevos abecedarios o resignifica términos cuya carga semántica solamente él puede descifrar; escribe con materiales diferentes al lápiz o el papel o crea grafías y representaciones con otros materiales como tierra, hojas u objetos cuyas texturas tengan una carga semántica y emocional vinculada a su memoria traumática.
En esta fase inicial, la escritura simbólica es un proceso íntimo, ajeno a la legibilidad externa o a las exigencias de una estructura narrativa conven-cional. Solo desde esta opacidad inicial pueden comenzar a quebrarse lossilencios impuestos por masculinidades gestadas en la guerra, aquellas que encuentran dificultades para hablar de su propio pasado. En estos textos circulan sensaciones, olores, imágenes fragmentadas, recuerdos de pesadillas, confesiones y experiencias que el joven trata de hacer aprehensibles dentro de un códigosensible, accesible únicamente para él, y que se articula en clave de escena o situación ficcionada.
En una segunda etapa del proceso, los textos cifrados tejen alianzas con el cuerpo, el movimiento y el acompañamiento de Mateo Rendón, así como con las redes de apoyo construidas entre los compañeros de taller. A través de esta integración progresiva, las dramaturgias cifradas encuentran nuevas formas de manifestarse: se despliegan en monólogos, canciones, poemas, partituras corporales, performances y montajes teatrales: “Estas reflexiones comenzaron a configurarse como conceptos escénicos que de manera muy intuitiva fueron pensados y elaborados por los mismos actores de la violencia, sin embargo, ahora estos actores estaban poetizando la violencia en vez de consumarla”.45
En el proceso de hacer audibles los registros fracturados del trauma, los dispositivos escénicos como la luz y la música se convierten en medios aliados para ayudar a elaborar la experiencia. Muchas veces el evento traumático se evoca a través de colores o sonidos, que en escena se transforman en premoniciones de iluminación, indicios de qué luces deben usarse: “La memoria, como él la recuerda, ya es una premonición a la luz. Y cuando uno aprisiona en el cerebro eventos traumáticos, cuando vuelve, deshace los pasos hasta ese evento, normalmente este se difumina, es un mecanismo de defensa ante las heridas. Entonces ahí aparecen los sonidos, las acciones, los objetos, el color”.46
En este contexto, la escritura dramática y su mecanismo cifrado se convierten en una herramienta gramatical para dotar de forma a la experiencia traumática y ayudarla a salir a flote. Al igual que Los Sementales urbanos, este joven indígena decidió crear su propio código secreto y visitar lugares de la memoria donde se albergaban los más dolorosos recuerdos de su militancia forzada: su paso por la llamada “Escuela de la muerte de Belén de los Andaquíes”, en el municipio de Puerto Torres, Caquetá. En esta región rural y abandonada por el Estado, el Bloque Central Bolívar de las AUC, conocidas nacionalmente por la crueldad de sus métodos, transformó la escuela del pueblo en un centro de entrenamiento militar: “Dicho entrenamiento no se limitó a la formación militar y política, sino que incluyó el desarrollo y aprendizaje de habilidades en técnicas de tortura y sevicia, valiéndose para ello de personas cuya vida y muerte fueron usadas como instrumentos para enseñar cómo hacer daño a otros”.47
Alejandro y otros niños, en su mayoría indígenas, fueron adiestrados en el perverso ejercicio de torturar y flagelar en simulacros de guerra. El caso de Alejandro se enmarca en un conflicto sistémico de instrumentalización de la niñez por parte de múltiples grupos armados a lo largo del territorio colombiano. Según datos recientes del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF)y UNICEF, el reclutamiento infantil en Colombia se concentra entre los 13 y17 años en el 80% de los casos. El Centro de Memoria Histórica señala queentre 1990 y 2017, al menos 16.238 personas, entre 9 y 18 años, fueron víctimas de reclutamiento, situación que ha afectado especialmente a niños, niñas y adolescentes en zonas rurales y ha tenido un impacto desproporcionado en las comunidades indígenas. La profundidad de las heridas de Alejandro era tan grande como sus silencios y, aun así, en la complicidad tejida en los talleres de teatro,él pedía ser escuchado. La confección de un código privado para recordar lo vivido le demostró que su gramática, su intento de reconciliarse con su pasado, debía conectarse con la lengua de su comunidad, esa que no pudo pronunciar en la militancia:
El mundo no le había dado la bienvenida a Alejandro en español, tampoco lo había descubierto en español. En cambio, la guerra sí. Sus captores lo reclutaron y adiestraron en español. La gente que escuchó gritar y huir en cada toma o masacre, lo hizo en español. Para Alejandro el español era la lengua de la guerra y ahora de camino a la paz, se había encontrado con la necesidad de una memoria escrita de otra forma.48
Esa “otra forma” de reconstrucción de lo vivido expone las complejidades del trabajo de la memoria y las limitaciones institucionales que, en el caso de Alejandro, lo han condenado a crear versiones de su historia en una lengua que perpetúa el trauma en lugar de elaborarlo. La memoria que Alejandro quería reconstruir para sí, por medio de la dramaturgia, no era confesional ni cronológica, sino privada e intransferible: un intento particular de aceptar lo sucedido, perdonarse y comprender que, en su condición minoritaria y racializada, su cuerpo fue instrumento de una guerra perversa. La dramaturgia cifrada en el contexto de los responsables de la violencia es el mecanismo para crear garabatos de perdón, intentos de reparación, avances hacia una paz que, aunque imperfecta, puede poner fin a tanto sufrimiento.49
La creación del código cifrado de Alejandro se realizó “a partir de la recuperación de símbolos simples que contuvieran en su naturaleza una afectación particular”.50 Es decir, símbolos dotados de significados personales y a los que su autor asignó nuevas claves que le permitieron consignar información y mantenerla en secreto ante cualquier lector externo. Para Rendón, la falta de uniformidad y la multiplicidad de signos posibles que entran en juego facilitan la comunicación con el hecho traumático, de por sí fragmentado. Alejandro desarrolló su nuevo abecedario acudiendo a uno de los símbolos más dolorosos para la comunidad de Belén de los Andaquíes: el árbol de mangos. Este árbol, ubicado en el patio de la escuela, fue usado como escenario de tortura. En su corteza quedaron los vestigios de estas prácticas:
Cada línea contiene extrañamente la historia de la toma, como si fuera una forma de clave morse del dolor. No podemos decir que la corteza del árbol cuenta la historia en español u otro idioma, sin embargo, todos pueden comprender que las marcas cuentan claramente lo que ha sucedido. Esto es así, porque la memoria no puede ser contenida en un único idioma, y sin embargo todos podemos hablar el idioma de la memoria.51
Alejandro creó una alianza entre las marcas del árbol y sus memorias, localizando líneas en diversas direcciones que apuntaban a múltiples momentos de lo vivido, quebrados y libres de secuencia. Progresivamente, las líneas rectas se tornaron curvas y le dieron la bienvenida a otros símbolos y dibujos. Por medio de la creación de escenas cortas, Alejandro pudo dotar de inteligibilidad sensaciones difusas y memorias complejas que antes no podía verbalizar.52 La dramaturgia se convirtió en una mirada ficcional aliada, una práctica que, como ventana y espejo, le permitió recorrer sus pasos y, con suerte, reflexionar sobre la oportunidad de crear un cambio en su vida. El ejercicio de Alejandro pone de relieve los complejos límites entre víctimas y victimarios, estigmas que flagelan a estos jóvenes y en cuyos cuerpos se han escrito violencias opresoras que los han condenado al abandono estatal, la impunidad, la pobreza y la guerra como destinos por cuenta de su género y su etnia.
La escritura para sí en código personal, que posteriormente se transforma en escena, le permite al sobreviviente revisitar sucesos dolorosos desde múltiples perspectivas y pensar en su rol dentro de ellos. En el caso de los responsables de la violencia, que a su vez fueron víctimas de reclutamiento infantil, esta forma de revisitar la memoria les permite comprender la magnitud de sus actos y los mecanismos de dominación que los condicionaron. Diversos testimonios de niños reclutados evidencian que requieren de varios años para reconocer y aceptar su participación en hechos dolorosos, ya que en la militancia se alcanzan altos niveles de normalización de la violencia, lo que dificulta cuestionar los límites éticos que esta transgrede en el momento mismo de los hechos.
Son estas complejas narrativas las que proponen retos epistémicos e institucionales para la recolección de la memoria. Sin embargo, Acosta nos recuerda que los silencios que encuentran formas de hacerse audibles, se convierten en lugares de resistencia53 para las comunidades afectadas. La memoria que comunica la catástrofe del sentido e intenta hacerla inteligible se posiciona como forma de resistencia política. En los esfuerzos creativos que demandan las gramáticas de lo inaudito se sostiene la posibilidad de una escucha ética que responda a las particularidades que impone el trauma. La escucha radical que gesta sus propias condiciones para hacerse posible constituye “una estrategia esencial, subversiva e imaginativa frente a la violencia traumática en su modulación colonial y colonizadora […] capaz de crear e imaginar las gramáticas que puedan hacer audible lo que de otra manera permanece inaudito”.54
El trabajo dramatúrgico de Mateo Rendón parece ser una respuesta en proceso a este llamado de Acosta. Los jóvenes victimarios, convertidos en dramaturgos tras las rejas o actores alejados de la pandilla, han pasado por procesos legales que les exigieron ofrecer versiones oficiales de su participación enla guerra. Sin embargo, estas versiones no representan el cierre del trabajo de la memoria ni la reparación del tejido social. En las cárceles, se albergan, de manera silenciosa, narrativas encriptadas, grafemas enfermos que revelan los matices profundos del conflicto armado.
Lejos de querer crear narrativas que justifiquen los actos delictivos de los agresores o pretender que sus condenas sean reducidas, el teatro se transforma en espejo para que los hijos de la guerra intenten darle forma y lenguaje a las estructuras de violencia que los moldearon.
Ante la atroz —aunque ya común— figura de los niños y jóvenes victimarios, es posible resistir con el proyecto político y estético de escucharlosy permitirles que sus relatos encriptados se hagan audibles, un proceso que pue-de conceptualizarse mediante lo que José Medina denomina “una tarea de co-creación o co-recreación de mundos de experiencia y significado que han sido interrumpidos, bloqueados, impedidos o masacrados”.55
Las gramáticas de lo inaudito que facilitan las dramaturgias testimoniales y las dramaturgias cifradas proponen espacios de resistencia que desafían nuestras formas de escuchar los testimonios de los responsables de hechos dolorosos y nos instan a cultivar nuevas sensibilidades políticas en un contexto donde el relato de la guerra se ha vuelto parte de lo cotidiano.
El “árbol genealógico de jóvenes rescatados de la esquina”,56 del que Los Sementales surgieron como semilla, sigue extendiendo sus ramas, arraigando sus raíces en los territorios periféricos condenados al olvido.
Por medio de las líneas que entrelazan las múltiples dramaturgias —testimonial, afectiva, cifrada— se asoman indicios de esperanza y pasos concretos hacia la resocialización y el duelo colectivo, ampliando nuestra sensibilidad frente a realidades que aún esperan ser comprendidas. Estas prácticas no solo interrumpen el gesto violento inscrito en la identidad de los jóvenes responsables del dolor, sino que van formando una audiencia más dispuesta a escuchar. Porque, como recuerda Rendón, “cada hombre arrepentido necesita de un pueblo que lo perdone y lo abrace”.57 Rendón y La Parla entienden la potencia de ese ejercicio y, como una joven y audaz bisagra en el teatro nacional, siguen convocándonos a asumir el papel de espectadores activos en este esfuerzo colectivo.
Bibliografía
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Cómo citar:
Sánchez, Sofía. “El otro lado de la memoria: performance y escritura dramatúrgica como medio de escucha para los actores de la violencia”. H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, n.o 21 (2025): 155-175. https://doi.org/10.25025/hart11486.
1. La periodista Carolina Calle emprendió el proyecto de oír los relatos de mujeres privadas de la libertad que no saben leer ni escribir y que no cuentan con ningún otro medio para comunicarse con sus familias. Cartas de puño y reja. Epistolario de cárcel (Colectivo Remitentes Editorial, 2022) es el resultado de largas jornadas de escucha que se convirtieron en cartas, como artefacto para romper años de silencio y el doble aislamiento que experimentan las mujeres presas en condición de analfabetismo.
2. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, Informe final (Comisión de la Verdad, 2022), XX.
3. María del Rosario Acosta López, “Gramáticas de la escucha: Aproximaciones filosóficas a la construcción de memoria histórica”, Ideas 68 (2019): 60, .
4. Dominick LaCapra, Writing History, Writing Trauma (Johns Hopkins University Press, 2001), 20.
5. Sigmund Freud, Más allá del principio del placer, trad. José Luis Etcheverry (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1973). Obra original publicada en 1920. Véase también Cathy Caruth, Unclaimed Experience: Trauma, Narrative, and History (Johns Hopkins University Press, 1996).
6. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 73.
7. Mateo Rendón, También Ellos Resucitan (Fa-llidos Editores, 2020), 16.
8. Mateo Rendón es licenciado en Teatro de la Uni-versidad de Antioquia y magíster en Paz, Desa-rrollo y Ciudadanía de la Universidad Uniminuto de Bogotá. Dirige la corporación de teatro social La Parla.
9. Centro Penitenciario Carlos Lleras Restrepo, en el Corregimiento de San Cristóbal, departamento de Antioquia.
10. En comparación con la amplia trayectoria del teatro testimonial que involucra a víctimas, las experiencias escénicas trabajadas con ofensores son menos frecuentes en Colombia. Entre los referentes que dialogan con el trabajo de Rendón y La Parla se encuentra Horacio (Mapa Teatro, 1993-1994), proyecto desarrollado con internos de la Penitenciaría La Picota en Bogotá, que cuestionó los límites entre arte, documento y dispositivo judicial. Otro antecedente es Victus (dir. Alejandra Borrero, 2016), montaje que reunió en escena a excombatientes, integrantes de la fuerza pública, víctimas y civiles para poner en tensión, mediante la memoria compartida, los procesos de reconciliación en el país.
11. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 66.
12. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 66.
13. Acosta toma este concepto de Nelly Richard, quien se enfoca en los sobrevivientes de tortura y desapariciones forzadas en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet.
14. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 72.
15. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 67.
16. El volumen Cuando los pájaros no cantaban (2022), editado por la Comisión de la Verdad, introduce un giro en el marco testimonial al situar a la naturaleza como agente de memoria, capaz no solo de sufrir el daño, sino de dar testimonio de él. Para una reflexión más detallada sobre esta conceptualización, véase: María Palacio Chiriví, “Hacia una redefinición de los territorios testimoniales: la naturaleza como testigo en Cuando los pájaros no cantaban de la Comisión de la Verdad”, Visitas al Patio 19, n.º 1 (2025): 83-102, https://doi.org/10.32997/RVP-vol.19-num.1-2025-5090.
17. Alejandro Castillejo Cuéllar, “De las grafías a las fonías: la voz, lo (in)audible y los lugares de ladesaparición”, Revista Fractal, n.º 90, s.f., párr. 5,https://www.mxfractal.org/articulos/RevistaFractal90Castillejo.php.
18. Castillejo Cuéllar, “De las grafías a las fonías”, párr. 16.
19. Castillejo Cuéllar, “De las grafías a las fonías”, párr. 33.
20. María del Rosario Acosta López, “De la estética como crítica a las gramáticas de lo inaudito: resistencias estéticas frente a la violencia epistémica”, trads. María Camila Salinas, Juan David Franco, Yulieth Sánchez y Santiago Cadavid, Estudios de Filosofía 66 (2022): 143, https://doi.org/10.17533/udea.ef.349487.
21. Operación Orión: el 16 y 17 de octubre de 2002 se inició el operativo militar urbano más grande de la historia de Colombia que buscaba eliminar las Milicias Urbanas de la guerrilla de las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los Comandos Armados del Pueblo (CAP), que habían tomado control del sector. El operativo, que involucró a las fuerzas paramilitares, estuvo lleno de irregularidades y causó la desaparición de 200 civiles inocentes, así como asesinatos y violaciones a los derechos humanos.
22. Esta es la terminología usada por Rendón dentro de su metodología para referirse a los jóvenes victimarios. Para profundizar en esto véase Teatro Quirófano de Monstruos: Prácticas teatrales para la implementación de la Justicia Restaurativa con Responsables de Hechos Dolorosos (La Parla, en prensa, publicación prevista para 2026).
23. Algunos de los miembros del equipo base e interdisciplinario de La Parla son: Valeria Montoya, Valeria Gutiérrez, Juliana Vanegas, Geraldine Paniagua, Yeison Miranda, Samuel Gómez, Duván Quiñonez, Juan José Montoya, Daniel Arredondo y Simón Restrepo.
24. La dramaturgia de Rendón dialoga con tradiciones como el Teatro del Oprimido de Augusto Boal (1974), que propone desestabilizar las jerarquías entre actor y espectador en favor de una praxis emancipadora, y con el teatro testimonial latinoamericano, que ha incorporado a víctimas directas de la violencia en el escenario para articular memorias colectivas y exigir justicia, como en los trabajos de Patricia Ariza en Colombia (Ariza, 2009), Lola Arias en Argentina (Mi vida después, 2009) o las puestas en escena del Grupo Yuyachkani en Perú (1982-presente).
25. El teatro se fundamenta en un pacto ficcional y en convenciones escénicas que estructuran la relación entre actores, personajes y espectadores, donde la narratividad y la dramaturgia articulan el acontecimiento; véanse Peter Brook, The Empty Space (Penguin, 1968), y Patrice Pavis, Dictionary of the Theatre: Terms, Concepts, and Analysis (University of Toronto Press, 1998). Supone un espacio codificado y repetible, en el que el trabajo actoral se orienta a representar un mundo posible ante un público que acepta temporalmente sus reglas; véase Marvin Carlson, Performance: A Critical Introduction (Routledge, 1996). La performance, en contraste, privilegia la acción en tiempo real y su carácter irrepetible, sin depender necesariamente de ficción, personajes o dramaturgia; véanse Peggy Phelan, Unmarked: The Politics of Performance (Routledge, 1993), y Richard Schechner, Performance Studies: An Introduction. 2.ª ed. (Routledge, 2002). Se define por su inmediatez, por la disolución de las fronteras entre arte y vida, y por situar el cuerpo como lugar de enun-ciación y obra simultáneamente; véase Diana Taylor, The Archive and the Repertoire: Performing Cultural Memory in the Americas (Duke University Press, 2003).
26. De forma paralela a los proyectos artísticos que La Parla desarrolla en la Comuna 13 y en centros penitenciarios, la organización ha puesto en mar-cha la Escuela de Teatro para Sobrevivientes de He-chos Dolorosos en la selva del Alto Baudó, Chocó.
27. Mateo Rendón, Reciclar la guerra, entrevista realizada por María del Rosario Acosta [en proceso de publicación].
28. Rendón, entrevista.
29. Título de la tesis de grado de Rendón, con laque obtuvo el título de licenciado en Teatro enla Universidad de Antioquia en el 2019.
30. Tomo el concepto desde la perspectiva deD. Soyini Madison en Acts of Activism. Human Rights as Radical Performance (Cambridge Uni-versity Press, 2010), 2: “Creating a means and a spa-ce from whatever elements or resources are available in order to resist or subvert the strategies of more powerful institutions, ideologies, or processes”.
31. Mateo Rendón, Enmendaduras: Ruta Acrobá-tica con “Sementales” que dejaron de delinquir para hacer Teatro (Universidad de Antioquia, 2019), 23.
32. Rendón, Enmendaduras, 12.
33. Dramaturgia hecha a partir del relato de alias “Arenas”.
34. Rendón, También Ellos Resucitan.
35. Rendón, También Ellos Resucitan, 68.
36. Fragmento de monólogo inspirado en las ex-periencias dramatúrgicas de alias “Talero” y su necesidad de consumir pegante antes de asesinar. Rendón, Enmendaduras, 23.
37. El término teatro-quirófano tiene su origen en Superposiciones (1978), diálogo entre Carmelo Bene y Gilles Deleuze. Allí, el escenario es concebido como un espacio quirúrgico en el que la obra y el cuerpo del actor son “intervenidos” para extraer lo accesorio, cortar las redundancias y exponer lo esencial del gesto y la palabra. Esta concepción implica un trabajo de desmontaje y reconfiguración que no busca representar una realidad dada, sino operar sobre ella, generando nuevas formas de experiencia y de sentido.
38. Rendón, Reciclar la guerra.
39. Centro Penitenciario Carlos Lleras Restrepo, en el Corregimiento de San Cristóbal, departamento de Antioquia.
40. Mateo Rendón, “Las Puntas del Fuego: O un abecedario para Alejandro”, Acotaciones. Inves-tigación y Creación Teatral, n.o 52 (2024): 434.
41. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 72.
42. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 73.
43. Rendón, Mateo, “Las Puntas del Fuego: O un abecedario para Alejandro”, Acotaciones: Revista de investigación y creación teatral, n.º 52 (2024): 431-440. Crónica publicada el 12 de julio de 2024.
44. Rendón, “Las Puntas del Fuego”, 434.
45. Rendón, Enmendaduras, 12.
46. Mateo Rendón, entrevista por Sofía Sánchez, 9 de junio de 2023.
47. Centro Nacional de Memoria Histórica, Tex-tos corporales de la crueldad. Memoria histórica y antropología forense (Bogotá: CNMH, 2014), 135.
48. Las cursivas son mías. Rendón, “Las Puntas del Fuego”, 435.
49. Rendón, entrevista.
50. Rendón, “Las Puntas del Fuego”, 436.
51. Rendón, “Las Puntas del Fuego”, 437.
52. Alejandro recuperó su libertad cuando estaba iniciando la experimentación de cómo llevar al cuerpo y al espacio su gramática personal. Por tal motivo no se llegó a consignar ningún tipo de acción performática en escena.
53. Acosta López, “Gramáticas de la escucha”, 62.
54. Acosta López, “De la estética como crítica”, 149.
55. José Medina, “Estéticas de la resistencia: reimaginando la filosofía crítica desde las gramáticas de lo inaudito de María del Rosario Acosta López”, Estudios de Filosofía 66 (2022): 10
56. Rendón, Enmendaduras, 12.
57. Rendón, entrevista.