hart.12424

Nota editorial

Resignificar y crear pasado en el presente: arte y memorialización en Colombia

DOI: https://doi.org/10.25025/hart.12424

María del Rosario Acosta López

Cuenta con un doctorado en filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, es profesora titular del Departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de California, Riverside, y profesora adjunta de los Departamentos de Filosofía y Literatura Comparada. Su trabajo se mueve principalmente en las áreas de estética, filosofía política y estudios descoloniales, con énfasis en justicia transicional, memoria, trauma, y estudios críticos de la violencia en Colombia. Sus publicaciones más recientes proponen aproximaciones a la escucha radical como tema central de la implementación de políticas de la memoria, incluyendo sus libros por venir, Gramáticas de la escucha: hacer audible lo inaudito (Herder, 2026) y “Haciendo memoria”: La memoria histórica en Colombia y sus legados (EAFIT & Siglo, 2026).

Isabel Cristina Ramírez Botero

Es historiadora del arte, curadora y Profesora Titular de la Universidad del Atlántico, Barranquilla, Colombia. Doctora en Teoría e Historia del Arte por la Universidad Nacional de Colombia, sus intereses de investigación se centran en la historia del arte moderno y contemporáneo del Caribe colombiano. Recientemente ha curado la Sala de la Colección Fundante del Museo de Arte Moderno de Cartagena y la exposición Sentipensantes: obras claves de la colección del Museo de Arte Moderno de Barranquilla. Es autora, entre otros, de los libros Geografías pictóricas. La exploración del espacio en el paisaje de Alejandro Obregón y Fragmentos de modernidad, y prepara Arte y modernidad en el Caribe colombiano.Proyecto intelectual de la vanguardia artística costeña, actualmente en proceso de edición por el Banco de la República.

En ese sentido, mi proyecto no busca representar lo que ya fue, sino activar el encuentro con la tierra negada.

—Cindy Muñoz, “Mi madre Estela”

Habría que plantearse, de manera más profunda y fundamental, la posibilidad de que la memoria sea también esencialmente interrupción. La descomposición, en este sentido, podría entenderse, practicarse, como “potencialidad” y su sentido podría orientarse a la re-composición.

—Rafael Castellanos, “Ruido, memoria y participación”1

Este número parte de la premisa de que la centralidad que ocupa el tema de la memoria en Colombia es el resultado de una batalla de decenios, articulada a través de sectores políticos muy diversos, de movimientos sociales de base, cuyas luchas merecen cada una su propia historia, y de prácticas de comunidades —algunas ancestrales— que se han preguntado por los modos posibles de conservar no solo sus historias sino sus maneras de recordar pese a una tendencia institucional a borrar toda memoria distinta a la oficial. Si la memoria se ha vuelto el tema de “moda”, si hay ahora una preocupación por su “instrumentalización”, si hay una disputa por cuáles modalidades de historia son pertinentes a la hora de construir y reconstruir una versión más “diversa” o “inclusiva” —habría que decir, quizás mejor, una versión otra, múltiple— de la nación, o de destituirla para abrir el campo a otras posibilidades de memorialización —no solo del pasado, sino de la imaginación de futuros posibles—, esto se debe en gran medida a una confluencia afortunada de factores que han permitido que incluso en el ámbito de las instituciones más hegemónicas se reconozca que la tarea de la memoria es indiscutible e inaplazable. Indiscutible y sin embargo, como lo sabemos, aún frágil y muy expuesta a arbitrariedades e intereses políticos. La memoria como tarea y deber del Estado siempre está en riesgo: en riesgo de ser olvidada como responsabilidad, de ser manipulada como ideología, de ser instrumentalizada como expresión de intereses privados. Este número parte también de la convicción de que por ello no puede dejar de ser tema central y prioritario de toda agenda, tanto académica como política, entendiendo que ambas cosas nunca dejan de estar en relación.

Aprovechando el rango de disciplinas que la revista H-ART reúne en sus convocatorias, pensamos entonces que sería esta una ocasión para invitar a reflexionar sobre el papel que juegan las prácticas artísticas y culturales en el contexto concreto del presente histórico y político en Colombia, aún marcado por la narrativa del conflicto armado, pero cada vez más crítico de aquellas miradas que reducen la tarea de la memoria a los confines temáticos de la guerra y la interpretan como responsabilidad exclusiva de un proceso “transicional”. Nos preguntábamos (e imaginábamos) reflexiones en torno al tipo de estéticas que se ponen en juego en la institución del museo, en prácticas colectivas o en manifestaciones políticas recientes y diversas que han entablado una disputa sobre la distribución misma del sentido como problema para el arte, entendido de manera amplia. Reflexiones estéticas y sobre la estética, entonces, que en lugar de pensar el terreno de la memoria como uno de “inclusión” de múltiples voces, se preocupan también por transformar sus gramáticas, esto es, los criterios que determinan de antemano qué se hace o no visible, audible, perceptible, qué cuenta como recordable e historizable en el campo de la memoria.2

Esto, por supuesto, atado al hecho de que lo que se ha conseguido a partir de la movilización de esta diversidad de perspectivas (algunas inconmensurables entre sí) y del planteamiento de “disputas ontológicas”3 en el corazón de las batallas por la memoria en Colombia, es la conciencia cada vez más arraigada de que trazar la memoria de “la violencia” en nuestros territorios implica necesariamente preguntarse por las múltiples temporalidades en juego en dicho recorrido, por las causas estructurales que, más allá de los actores y hechos más visibles del conflicto armado reciente, han hecho posible la proliferación de la guerra, y por las luchas y resistencias que, desde las más recientes hasta aquellas que llevan labrándose por siglos, se han articulado en torno a modalidades de supervivencia (política, histórica, cultural) frente a violencias que son también, y profundamente, de carácter estético y epistémico.

Lo que no nos esperábamos, y constatamos con sorpresa y admiración —y con un sentimiento de agradecimiento profundo a todas las personas que decidieron responder a la convocatoria— es, por un lado, la insistencia consistente en la necesidad de ampliar la pregunta por aquello que cuenta o no como “creación artística”, y un empeño por cuestionar la pertinencia de seguir enfocando la multiplicidad de propuestas y acciones estéticas exclusivamente en términos de la institución del arte, que es ella también problemática. Al plantear la necesidad de expandir los límites del arte y discutir sus categorías, se nos muestra la riqueza de las metodologías y epistemologías de las artes, las prácticas de cocreación y los lenguajes alternativos (visuales, sonoros, audiovisuales, ficcionales, entre otros) que posibilitan ejercicios de memorias en donde las víctimas pueden tener una agencia que desafía la categoría de artista. Por otro lado, muchos de los artículos enfatizan la necesidad de una ampliación histórica y posantropocéntrica de la violencia, invitando a expandir aún más la pregunta por aquello que cuenta como violencia y quiénes han sido (y continúan siendo) afectades por ella. La estela de la violencia es entonces aquella que queda trazada, como nos invita a pensarlo nuestra artista invitada Cindy Muñoz, a través de memorias que se mueven entre el archivo personal de recuerdos borrados, la búsqueda de la figura de la madre racializada, cuya memoria queda permeada por las múltiples capas de silencio que le impiden atravesar el camino hacia el presente, hasta la reflexión profunda sobre los conceptos de historia y memoria, de imagen y recuerdo, que atraviesan lo estelar de su representación, que dibujan la trama de esa madre Estela, estela que es tela, tejido, trazo, para resignificar la relación con la violencia de un pasado que no ha pasado aún, no solo porque sus efectos sigan actualizándose en el presente, sino porque su rastro no puede ser —y quizás no podrá llegar a ser— reconstruido sin más como recuerdo.

Ya en las imágenes que presentan, recorren y acompañan el número desde sus comienzos, a través de esa intervención fotográfica del archivo y esa transformación archivística de lo fotográfico que se inauguran con “Mi madre Estela”, el reto que nos plantean las contribuciones a esta colección de artículos es el de atender no solo a las diversas voces, agencias y cuerpos que se reúnen en torno a la memoria —la demandan y la inventan, si es necesario, para imaginar un presente capaz de hacerle justicia a pasados silenciados, borrados y obliterados— sino a las distintas gramáticas, marcos de sentido y distribuciones de lo sensible que la componen. Desde las cicatrices en los muros hasta los cuerpos en escena, desde los monumentos derribados hasta los territorios estigmatizados, desde los archivos coloniales hasta los ecosistemas devastados, lo que está en juego es la posibilidad de un repertorio amplio y complejo de memorias y una pluralización de las narrativas en disputa.

Sorprende, por su elocuente ausencia, la falta de textos dedicados alos museos de la memoria en el país. Esa ausencia puede leerse también comouna forma de crítica, quizá la más contundente, a un tipo de institucionalidadde la memoria que, en lugar de abrirse a la multiplicidad de voces y lenguajes, tiende a reproducir narrativas centralizadas y “curadurías expertas” que —como advierte Italia Samudio— imponen regímenes de visibilidad y monumenta-lización que clausuran la potencia de otras formas de recordar. El caso delMuseo Nacional de Memoria Histórica resulta, en este sentido, paradigmático: sus reiteradas crisis de dirección, sus disputas conceptuales y los tropiezos en su materialización física no son meros problemas administrativos, sino síntomas de una dificultad más profunda para imaginar desde la institucionalidadun proyecto verdaderamente plural y dialógico. Quizás lo que estas tensiones ponen en evidencia es la necesidad urgente de repensar desde la base qué significa un museo de la memoria: no como un contenedor del pasado, sino como un espacio de imaginación radical, capaz de albergar memorias en conflicto, temporalidades diversas y modos de sentir y narrar que exceden por mucho los marcos del saber experto.

A la vez, entre todos los artículos del número quedan señaladas tensiones fundamentales: entre arte y política, entre representación y espectacularización, entre campo artístico y prácticas artísticas comunitarias, entre institucionalización y contramemorias comunitarias, entre archivo y ficción, entre humano,no humano y lo otro-que o más-que humano. Estas tensiones no debilitan el campo: lo enriquecen y marcan el pulso de un debate contemporáneo sobre cómo narrar lo vivido y cómo abrir horizontes de no repetición. Desde la memoria, propuesta al comienzo del número, en palabras de Muñoz, como “reconexión con la tierra”, pasando por planteamientos que postulan la idea de que la memoria es también lo que no se ve, lo que no está en la imagen, hasta la práctica de su destitución, para usar los términos de Rafael Castellanos en el texto que cierra el número, como interrupción y re-composición, la memoria aparece así cuestionada, interpelada, resignificada y materializada en prácticas artísticas que contribuyen al repertorio de epistemologías de la memoria al que el presente número busca contribuir.

Ahora bien, las decisiones curatoriales nunca son fáciles y la organización de este número, lo sabemos, evocará conexiones muy productivas sin dejar de correr el riesgo de que otras queden latentes y hasta pasen desapercibidas a los ojos de quienes leen. En primer lugar, como mencionábamos, abrir con el texto “Mi madre Estela” de Cindy Muñoz es significativo porque encarna, de manera radical y sensible, el núcleo de algunos de los debates sobre arte y memorialización que recoge el número. Resulta relevante el ejercicio de escritura de una artista que trabaja habitualmente con otros medios de expresión y con formas singulares de pensamiento-creación que cruzan el archivo, el performance, la fotografía, la ritualidad y el tejido. El trabajo de Muñoz recoge, además, temas que resuenan en todo el número: la relación madres-hijes/hijes-madres como punto de partida de muchos ejercicios de memoria, la relevancia del archivo como espacio de fabulación y la crítica profunda a las representaciones hegemónicas de los cuerpos racializados, junto con la formulación de epistemologías del arte que parten de lo íntimo, lo personal, lo femenino y lo periférico. Muñoz afirma en su respuesta a nuestra invitación que abordar hoy la pregunta por la memoria en Colombia desde el arte no puede ser un ejercicio distinto a la tarea de su descolonización. Invitación, reto, pregunta fundamental que el número deja abierta y articula, con la conciencia de que, desde la historia del arte y la filosofía, que son las disciplinas que nos marcan como curadoras y que atraviesan también el trabajo de la artista, la tarea apenas comienza.

El primer bloque de textos con los que proponemos continuar la provocación de Muñoz reúne los artículos de Juan Camilo Bustos y Paola Camargo, quienes coinciden en situar las prácticas artísticas creadas por víctimas —yno por artistas profesionales— como formas legítimas y potentes de construcción de memoria, verdad y reparación en el contexto del conflicto armado colombiano. Ambos textos cuestionan la separación entre arte, política y justicia al mostrar cómo las víctimas —madres de falsos positivos y mujeres afrocolombianas desplazadas— transforman el dolor en acción estética y ética, desplazandoel arte de los circuitos institucionales hacia territorios comunitarios y de resis-tencia. Mientras Bustos propone la noción de litigio estético para analizar la potencia disruptiva de las Madres de Soacha, Camargo estudia cómo La Comadretransita de la lucha jurídica a la creación artística en un diálogo riguroso conotras epistemologías de la memoria. Este bloque abre el número con un eje fundacional: el de las víctimas como autoras y del arte como espacio de litigio, sanación y agencia, desde donde se redefinen las fronteras entre lo artístico, lo político y lo memorial.

El segundo bloque, con los textos de John Archbold y de Ana Guglielmucci y Carlos Salamanca, parte de reflexiones y exposiciones vinculadas al Museo Nacional de Colombia para pensar la necesidad de expandir los marcos de representación de la memoria en el museo. Archbold problematiza el lugar de la literatura en el museo a partir del caso de Candelario Obeso, evidenciando los límites de una museografía aún regida por jerarquías coloniales que subordinan las voces afrodescendientes y la dimensión discursiva de la literatura. Guglielmucci y Salamanca proponen, por su parte, a partir de su aproximación a la exposición reciente La violencia en el espacio. Mecanismos y paisajes de necropoder, una lectura posthumanista y relacional de la guerra en Colombia, donde animales, plantas y humanos comparten el trauma de los territorios devastados, abriendo el horizonte de una memoria ecosistémica que cuestiona la justicia antropocéntrica. Este bloque interroga las formas institucionales de representación —museales, curatoriales y epistemológicas— y propone una apertura radical de los lenguajes del arte y la memoria hacia lo no humano, lo literario y lo subalterno minorizado.

En el tercer bloque, los artículos de Natalia Quiceno y Cindy Guzmán y de Sofía Sánchez coinciden en explorar el teatro como territorio para pensar la memoria desde los cuerpos, las voces y los silencios que la violencia ha dejado en Colombia. Quiceno y Guzmán analizan el trabajo del Colectivo Teatral de Bojayá, mostrando cómo las comunidades afrodescendientes del Atrato convierten el escenario —las ruinas del pueblo viejo, el río, la iglesia— en un espacio ritual de duelo y reparación, donde el cuerpo se vuelve archivo vivo y el teatrouna forma de rehacer los vínculos entre memoria, territorio y comunidad. Sánchez, por su parte, estudia el teatro social de Mateo Rendón y su trabajocon jóvenes ofensores, proponiendo el performance y la escritura dramatúrgica como medios de escucha radical para quienes ejercieron la violencia. Juntas, las dos investigaciones articulan el teatro como espacio ético de reparación y escucha, donde tanto víctimas como responsables de hechos violentos elaboran el trauma desde prácticas escénicas que desbordan los límites del lenguaje y activan el vínculo con el territorio.

En el cuarto bloque, los textos de Óscar Campo, Liseth Espíndola y Sebastián Vargas Álvarez amplían los marcos de la memoria más allá del conflicto armado al examinar otras violencias históricas —coloniales, raciales, sanitarias y territoriales— que han configurado las ideas de nación y de progreso en Colombia. Campo analiza el desalojo de las cocineras del Paseo del Río en Barrancabermeja como un gesto de borramiento poscolonial donde el espectáculo del progreso actualiza la lógica extractiva del enclave petrolero. Espíndola reinterpreta la Ley de Vientres desde una lectura de archivo y de fabulación crítica —en diálogo con la literatura— para revelar resistencias maternas invisibilizadas por las narrativas abolicionistas oficiales. Vargas Álvarez estudia el escudo de Agua de Dios como un dispositivo de historia subalterna que reescribe el pasado del lazareto desde la voz de sus propios habitantes. Estos textos invitan a releer el archivo y la imagen desde sus silencios y borraduras, cuestionando las historias dominantes y proponiendo modos de memoria que emergen desde los márgenes —populares, femeninos, locales y comunitarios— como formas críticas y emancipatorias de pensar el pasado.

Finalmente, los artículos de reflexión de Italia Samudio, José Ruiz y Rafael Castellanos cierran el número examinando la tensión entre memoria, arte y poder institucional desde distintas materialidades —murales, monumentos y performance— que disputan la construcción de la historia oficial en Colombia. Samudio analiza las estéticas ciudadanas de la memoria en las calles, en especial los murales como cicatrices y como prácticas de agencia política frente al silencio y la impunidad, contrapuestas a la monumentalización institucional. Ruiz revisa los derribamientos e intervenciones de monumentos coloniales durante las protestas del Estallido Social colombiano, proponiendo una lectura crítica de la caída de los símbolos del poder histórico y su reescritura desde las comunidades. Castellanos reflexiona sobre el performance Ruido, memoria y descomposición (Bogotrax, 2010) y la censura institucional que enfrentó por parte de las directivas del Museo Nacional de Colombia, para pensar la memoria como interrupción y multiplicidad, más que como relato unívoco. Los tres textos sitúan el arte como un campo de disputa entre memorias oficiales y ciudadanas, mostrando cómo los gestos de desobediencia estética —en el muro, en la calle o en el museo— reactivan el potencial crítico del arte y de la memoria en la esfera pública contemporánea.

Los diálogos aquí trazados, estamos seguras, serán ampliamente desbordados por las lecturas y resonancias de autores y lectores. Algo extraordinario del conjunto reunido es la multiplicidad de ecos, cruces y discusiones posibles entre los textos: aproximaciones diversas que, al atender a casos, metodologías y registros distintos, confirman la centralidad del tema y la urgencia de mantenerlo en el debate público. Queremos expresar nuestro profundo agradecimiento a les autores que atendieron a nuestra provocación y compartieron generosamente sus trabajos y a les pares lectores que no solo evaluaron sino que retroalimentaron las propuestas. Agradecemos también al comité editorial de la revista H-Art, en cabeza de su actual directora Patricia Zalamea, el voto de confianza y la invitación a organizar uno de los números especiales de la revista. Para nosotras es siempre un regalo poder encontrar oportunidades de trabajo interdisciplinario en el que nuestras investigaciones, siempre en conversación, encuentran espacios para entrar en diálogo explícito; hacerlo además con la riqueza de las voces de tantes otres que decidieron acoger nuestra convocatoria ha sido un verdadero privilegio. Finalmente, agradecemos al equipo editorial de la revista H-Art, en cabeza de Laura Bolívar, por el acompañamiento, la coordinación y el rigor con los que condujeron desde el comienzo un proceso cuyos resultados presentamos a continuación.

Cómo citar:

Acosta López, María del Rosario e Isabel Cristina Ramírez Botero. “Resignificar y crear pasado en el presente: arte y memorialización en Colombia”. H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, n.o 21 (2025): 17-23. https://doi.org/10.25025/hart.12424.

  1. 1. Abrimos con dos epígrafes tomados de los textos que, respectivamente, inauguran y clausuran este número. Este gesto busca dar voz a les autores y, al mismo tiempo, señalar el amplio rango de nociones de memoria que se entretejen en las páginas que siguen. Más que encuadrar la lectura, estos fragmentos funcionan como umbrales que invitan a recorrer las resonancias, tensiones y afectos que atraviesan las reflexiones reunidas.

  2. 2. Véase: María del Rosario Acosta López, Gramá-ticas de la escucha. Hacer audible lo inaudito (Herder, 2026).

  3. 3. Diana Gómez, “El encantamiento de la justicia transicional en la actual coyuntura colombiana. Entre disputas ontológicas en curso”, en Las víctimas, la memoria y la justicia en el contexto de la globalización. Aproximaciones al debate actual, editado por Graciela Pardo y Juan Celis (Instituto de Estudios de Comunicación y Cultura de la Universidad Nacional de Colombia, 2016), 159-178.