La puesta en escena de lo que
llamamos latinoamericano.
Una década de reflexión en la
revista Arte en Colombia (1978-1990)[1]
Bárbara Muñoz Porqué[i]
Universidad de los Andes,
Colombia
En este artículo examino cómo se ha configurado la relación entre
la modernidad cultural y la vanguardia artística durante la transición que va
de finales del siglo XIX hasta la segunda parte del siglo XX en América Latina.
A través de la revisión de un conjunto de ensayos que abordan la identidad
latinoamericana observo cómo en distintas épocas históricas artistas y teóricos
han intentado determinar las particularidades que nos permiten definir y acotar
el pensamiento y el arte en la región. En segundo lugar, con el objetivo
de profundizar en la definición de lo latinoamericano, realizo una relectura de
artículos publicados entre 1978 y 1990 en la revista Arte en Colombia que reseñan tanto la composición de
colecciones institucionales como el diseño de exposiciones de objetos
artísticos llevadas a cabo mayoritariamente en Estados Unidos y en Europa. Con
esta metodología interpreto cómo ciertas narrativas museales escenifican
experiencias identitarias que cristalizan nociones —en ocasiones cuestionables—
sobre el arte latinoamericano. Por medio del ejercicio crítico los escritores
seleccionados para el presente análisis responden a políticas vetustas de la
representación, lo cual nos permite reelaborar otros modos posibles
de relatar la realidad artística desde América Latina.
Palabras claves:
arte latinoamericano, museografía, crítica de arte, identidad.
In this article I examine how the relationship between cultural modernity
and the artistic avant-garde was configured during the transition from the end
of the 19th century to the second half of the 20th century in Latin
America. An examination of a set of essays that address the idea of
Latin American identity reveals how artists and theorists have tried, in
different historical periods, to identify the nuances of critical thinking
and art production in the region. In a second section, with the aim of delving
deeper into the definition of what is Latin American, I carry out a rereading
of a series of articles published between 1978 and 1990 in Arte en Colombia magazine
that address both the composition of institutional collections and the design
of exhibitions, mainly in the United States and Europe. With this methodology I
delineate how certain museum narratives deploy experiences
of identity that perpetuate —occasionally questionable— understandings of Latin
American art. Through their criticism, the writers selected for this analysis
react to outdated policies of representation, allowing us to re-elaborate
possible ways of retelling artistic reality from the standpoint
of Latin America.
Latin
American art, museography, art criticism, identity.
Neste artigo examino
como se configurou a relação entre modernidade
cultural e vanguarda artística
durante a transição do
final do século xix para a segunda
metade do século XX na América Latina. Através da revisão de um conjunto de ensaios
que abordam a identidade latino-americana, observo como em
diferentes períodos históricos artistas e teóricos tentaram determiner as particularidades que permitem definir e delimitar o pensamento e a arte na região. Em
segundo lugar, com o objetivo de aprofundar a definição do que é latino-a-mericano, realizo uma releitura de artigos publicados entre 1978 e
1990 na revista Arte en Colombia que revisam tanto a composição de coleções institucionais quanto o desenho de exposições de objetos artísticos realizados principalmente nos Estados Unidos e na Europa. Com esta metodologia, interpreto como certas narrativas museológicas encenam experiências identitárias que cristalizam noções — às vezes questionáveis
— sobre a arte latino-americana. Através do exercício crítico, os escritores
selecionados para esta análise respondem a
antigas políticas de representação, o que nos permite reelaborar outras formas possíveis
de relacionar a realidade artística da América Latina.
arte latino-americana, musicografia, crítico de arte, identidade.
Desde el campo literario uno de los referentes inaugurales que
esboza un pensamiento sobre la identidad latinoamericana es el ensayo “Nuestra
América” (1891) de José Martí. En un contexto político y social que le era
adverso, Martí desplaza del centro de interés las influencias y contagios
europeos y norteamericanos y le abre la puerta a lo autóctono, lanzando por
primera vez una mirada crítica sobre la herencia propia. Lo interesante de la
perspectiva martiana es que, lejos de idealizar la formación extranjera en la
esfera de lo cultural, postula la necesidad de reconocer otras realidades que
habían sido silenciadas dentro del programa político regional tras el
surgimiento de las nuevas naciones independientes. Martí centra su atención, en
primer lugar, en la formación de los gobernantes, quienes en vez de volcarse al
análisis de las singularidades del entorno copian modelos ajenos que no se
adaptan a la compleja realidad de ‘nuestros’ países. Conservando cierto matiz
mitológico dirá que “ni el libro europeo, ni el libro yanqui dabán la clave del enigma hispanoamericano”.[2]
Según el ensayista puertorriqueño Julio Ramos “Nuestra América” se
inscribe en la genealogía de textos que han sido apropiados y difundidos por la
institucionalidad desde una visión latinoamericanista y que, en consecuencia,
han perdido su carácter de acontecimiento. El texto de Martí, que oscila entre
un lenguaje poético y una voz de autoridad, se convertirá en uno de los
referentes para la identidad continental desde finales del siglo XIX. Para
Ramos, los discursos que han intentado postular una teoría de lo
latinoamericano terminan en muchos casos minimizando las representaciones y
constriñendo las heterogeneidades regionales, volviéndose un ejercicio en la
voluntad de poder. En otras palabras, los discursos que han entendido la
identidad como una estable y ordenada totalidad han ejercido una suerte de
dominio epistemológico sobre la dispersión y la fractura múltiple de las
realidades históricas: también en Martí
la ‘verdad’ del ser es el efecto de una notable voluntad de poder.[3]
Ahora bien, la radicalidad de Martí consiste en postular que
para que haya un articulado funcionamiento entre los gobernantes, la población
y los contextos vitales es necesario acercarse material e intelectualmente a
las subjetividades que tradicionalmente han sido marginadas y que lo son aún
más desde la modernización. A propósito de la fragmentación de la identidad
latinoamericana Martí escribe el siguiente pasaje, donde el malestar del ‘ser’
deriva del encuentro incompatible de las influencias, de la imposibilidad de
traducir diversas y yuxtapuestas realidades. Al mismo tiempo, la utopía de la
integración social está siempre muy lejos de concretizarse, y ello no solo para
los excluidos:
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de
petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de
Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de
España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la
cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, contaba en la noche
la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El
campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad
desdeñosa, contra su criatura.[4]
Según Ramos, aunque las relaciones dicotómicas entre tradición y
modernidad, ciudad y campo, civilización y barbarie siguen operando en la
matriz perceptual del pensador cubano, este se desliga de propuestas como las de
Domingo Sarmiento y Andrés Bello, quienes siguen moviéndose dentro de los
límites de la ‘civilización’ occidental. Bello concibe que el uso correcto de
la lengua permite construir normativa y adecuadamente las leyes que rigen la
vida en la sociedad; Martí apunta, en cambio, a la construcción de una
“biblioteca alternativa” que albergaría los conocimientos populares y las
cosmovisiones vernáculas, y daría cuenta de una mirada autónoma y emancipada
del continente que, desligada de los modelos imperantes en la época,
propiciaría el debate interno y ampliaría la comprensión de la identidad desde
otras vertientes. Para Martí, la enfermedad que corroe a América Latina no
radica tanto en los influjos avasallantes del extranjero que se apropia del
territorio, sino en cómo el pensamiento dominante en la región desdeña la
herencia étnica, el pasado ancestral y la pluralidad de elementos que coexisten
simultáneamente en el espacio social. Dice Ramos al respecto:
En “Nuestra América” el caos no es efecto de ‘barbarie’, de
la carencia de modernidad: la descomposición de
América es producida por la exclusión de las culturas tradicionales del espacio
de la representación política. De ahí que “Nuestra América” proponga la
construcción de un ‘nosotros’ hecho justamente con la materia excluida por los
discursos —y los Estados— [...].[5]
Imaginaria y conceptualmente, intentar delimitar cuáles son las
particularidades que conforman la identidad latinoamericana nos conduce a
revisar cómo se han fraguado algunas miradas en torno al territorio desde las
perspectivas histórica, política y cultural. Aventurar algo así como la ‘identidad regional’ conlleva el
riesgo de reducir realidades heterogéneas a una sola idea englobante que
termina en muchos casos clausurando perspectivas posibles sobre una
multiplicidad de hechos y objetos. Sin embargo, es cierto también que ubicarnos
en un marco interpretativo inicial para pensar en qué consiste lo propio nos da
un punto de partida para describir ciertas genealogías y problematizar sus sentidos
y funcionalidades dentro de contextos específicos. En ese sentido, tanto los
discursos identitarios —como el iniciado con Martí— como el arte realizado en
América Latina durante el siglo XX han sido lugares para explorar las
topografías de la identidad que se manifiestan en la aparición de movimientos y
conflictos que atraviesan una compleja realidad social, siempre transeúnte
entre la tradición y la ruptura, la mirada extranjera y el autorreconocimiento,
los intercambios simbólicos y aquello irreductible de la subjetividad.
Al examinar la historiografía dedicada a interpretar los cambios
producidos en las artes en nuestro continente detectamos que las inquietudes
sobre la identidad a inicios de la década de 1970 se sostienen en nociones como
lo ancestral y la naturaleza, es decir, en ideas estrechamente vinculadas a la
geografía y a las creencias mitológicas. Estas posturas influenciaron algunas producciones artísticas, pero con ellas se corría
el riesgo de concebir el hecho estético únicamente desde esos acostumbrados
lugares de recepción. Antonio
Romera encuentra que los estilos de los artistas latinoamericanos se encuentran
sujetos al medio en el que están insertos: ese elemento común que funciona como
sustrato de la invención y que está regulado por el espacio que se habita.
Asimismo, al plantear la convergencia entre las técnicas europeas y el
desarrollo de nuevos intereses en la plástica regional, Romera devela una
perspectiva utópica alrededor de la subjetividad, que suspende la reflexión
crítica ante la velada y ‘mágica potencia’ del pasado que retorna y mantiene
jerarquías excluyentes promovidas por la idea de una ‘alta cultura’. Leamos, pues, el
discurrir de su hipótesis en el pasaje a continuación:
Su arte se va a parecer al de Europa, pero algo va a cambiar:
¿será el influjo espacial, la imposición absorbente de la naturaleza, acaso el
dominio del mito? El hombre sudamericano, con las técnicas superiores de una
civilización muy desarrollada, con un fondo cultural varias veces milenario, en
las nuevas tierras tiene que volver a plantearse los problemas más primitivos.[6]
Romera insiste en lo imperativo de ese nuevo llamado: con la apropiación
de técnicas avanzadas el artista, habitante de una geografía física y
simbólica, debe explorar y expresar aquello que el historiador denomina “problemas primitivos”. Estos problemas están encarnados, por ejemplo, en el trabajo
de dos artistas plásticos durante las décadas de 1930 y 1940: el cubano
Wilfrido Lam y el mexicano Rufino Tamayo. Al mezclar las estrategias
surrealistas del automatismo y la irracionalidad con el sustrato mítico
aquellos generan estéticas con resonancias afroamericanas y prehispánicas,
respectivamente. De este modo Romera, al revisitar los diversos casos que se
suceden casi simultáneamente en países distintos del continente, subraya que es
precisamente de esa mixtura de técnicas occidentales y poéticas regionales de
donde emergerá la “autenticidad” del arte latinoamericano, que oscila entre la
racionalidad y el instinto: la constante presencia del cuestionado “elemento
mítico inconsciente” en ‘nuestro’ devenir artístico.[7]
Como respuesta al desarrollo de una identidad arraigada en la
figuración observamos el surgimiento de nuevas búsquedas formales y
experimentales como la abstracción, el constructivismo y el geometrismo, con
figuras como Alejandro Otero, Jesús Soto, Julio Le Parc,
Joaquín Torres-García o el arquitecto modernista Carlos Raúl Villanueva (quien crea la Ciudad
Universitaria en Caracas sin ninguna referencia a temáticas nacionalistas e
invita a artistas como Léger, Calder y Arp, entre otros, a participar del proyecto). No será sino hasta inicios de los años sesenta
que se retoma el impulso por lanzar miradas críticas sobre la sociedad, como lo
hace la pintura de Pedro Alcántara en Colombia, la irreverencia institucional
que se gesta en el Instituto Di Tella en Argentina a través de nuevos soportes
de reproducción y géneros como la performance, o el desarrollo del diseño
gráfico en Cuba durante esa década. Todo ello genera, como apunta la crítica de
arte cubana Adelaida de Juan en su ensayo “Actitudes y reacciones” (1931), una relación inédita entre el
arte y la vida pública: “se pone de manifiesto la
función didáctica y estética de la gráfica, el concepto de que el patrimonio
cultural no puede ser considerado como válido para unos pocos, reducible al
ámbito ‘museable’, sino que se abre en amplios
niveles a lo que en otra ocasión llamáramos la belleza de todos los días”.[8]
Este breve panorama nos permite preguntarnos desde cuándo y en qué espacios particulares empieza a perfilarse
la necesidad de pensar estéticamente los conflictos que convergen en la
constitución de subjetividades políticas que transitan hacia la modernidad del
siglo XX. Los ensayistas en la región
han abordado este escenario en distintas épocas bajo la preocupación de
construir una historiografía del arte desde América Latina que no se desplome
bajo sus propios axiomas. Justamente, más
adelante examinaremos
cuáles son las categorías del lenguaje que han monopolizado la relación entre
el arte y el discurso que lo explica, y cómo el pensamiento contemporáneo
intenta trastocar, repensar y poner en cuestión las premisas heredadas.
Para
profundizar en lo que implica el título de este apartado revisaremos algunas crónicas publicadas en la revista Arte en Colombia, que reúne textos
críticos sobre el cine, la arquitectura y las artes plásticas, entre otros, y
que desde mediados de los años setenta funciona como referente para comprender
el discurso alrededor del arte en Latinoamérica.[9]
Exploraremos primero la relación que se ha fraguado históricamente entre la
identidad, el arte y la idea de Latinoamérica, así como los contagios que entre
estas tres esferas se han producido a lo largo de las pasadas décadas. Veremos
cómo las muestras sobre arte latinoamericano en museos europeos y
estadounidenses han construido también,
directa o indirectamente, una imagen de la identidad regional a partir de
políticas institucionales.[10]
El crítico e historiador Juan Acha en su crónica “Mitos y magia en
el arte latinoamericano” (1978)[11]
reseña un episodio de las tensiones surgidas alrededor del tema escogido para
la 1ª Bienal Latinoamericana, celebrada en la ciudad de São Paulo. El conflicto
consistió en que para la mayoría de los artistas el hecho de seleccionar un
título para el evento era de antemano una restricción que limitaba sus
perspectivas creativas y reducía sus posibilidades de participación. Acha
muestra las dos posiciones enfrentadas, cuestionando la postura de los artistas
que rechazaban la
escogencia de un tema general porque, según
ellos, era una imposición arbitraria por parte del comité organizador. La
crónica en el fondo se pregunta por la pertinencia de las matrices categoriales
que determinan y componen una exposición: por un lado, ¿hasta qué punto es
necesaria una línea temática para desarrollar un problema en una muestra y, de
serlo, cómo se la debería definir? Por otro, ¿cómo
distinguir cuándo esos mismos criterios, en vez de proponer nuevos lugares de
interpretación, terminan reproduciendo un lugar común?
Para Acha, la elección de un tema es vital, porque permite hacer
visibles realidades en las que antes no se había reparado. El crítico afirma,
además, que redescubrir el mito como tema museográfico es indispensable, porque
en este se alberga el conocimiento histórico de ‘nuestra’ identidad cultural;
“este rico y activo substrato mítico, nos singulariza”, escribe, aludiendo a la
facultad de exponer aquello que persiste como elemento irreductible en la
identidad latinoamericana por medio del arte. De esta manera, Acha considera
que en la práctica artística conviven capas históricas que revelan una doble
dimensión: la sustancia mitológica/antropológica y la creación de nuevas
imágenes de la realidad.
Ahora bien, desde nuestra perspectiva, si bien existen estrategias
artísticas que reinterpretan y evocan ciertos patrones, diseños y sentidos del
pasado, resulta riesgoso el deseo de querer ver en el paradigma del mito una
inagotable, constante y certera traducción de la identidad. El problema radica
en suponer que el arte funciona como un soporte donde se inscribe lo
latinoamericano, entendiendo el adjetivo como esa unidad bajo la cual se
aglutinan miradas, propuestas y contextos diversos entre sí. Acha se refiere a
la existencia de ciertos aspectos en común que constituyen ‘nuestra’
sensibilidad: en ese sentido, la Bienal vendría a ser una oportunidad para
revisar los rasgos míticos que resuenan en las obras de los artistas
latinoamericanos. Asimismo, ofrece una particular aproximación en la que se
asocia la actividad artística con la teúrgia. Su argumento revela que, hacia
finales de los años setenta, se asume que el arte responde a unas búsquedas de
la identidad frente a la institucionalidad internacional:
El arte refleja al hombre. En consecuencia, el artista latinoamericano
imprimirá, de alguna manera, lo nuestro colectivo en sus obras. Partiendo de
esa premisa, hemos hablado, durante mucho tiempo, de nuestra identidad y de
nuestra necesidad de reconocerla, así como de los comunes denominadores de
nuestra peculiar sensibilidad y, por ende, de su lectura en nuestro arte. Ya es
hora, por tanto, de estudiar en las obras mismas, nuestros elementos míticos y
mágicos, para discutir su proveniencia y cómo y por qué los venimos
transformando. El simposio de la 1ª Bienal contempla este estudio en equipos y
en discusiones públicas. En realidad, estamos llevando el arte al terreno de la
antropología, en el que es fácil ver cómo el arte forma parte del pensamiento
mítico y lo revela a través de imágenes, se mezcla con él y nos da a conocer
sensitivamente la realidad, fantasía mediante. El mito también es apropiación
de la realidad, mediante imágenes, o sea, fantasía. El arte, además, es teúrgia
(o magia), en cuanto corporiza recursos que contribuyen a la transformación de
la realidad.[12]
Una década después, en 1987, el crítico inglés Edward Lucie-Smith
reseña el reciente interés surgido en torno a Latinoamérica, evidenciado en la
exposición Arte de lo fantástico. América
Latina, 1920-1987 en el Museo de Arte de Indianápolis.[13] La intención de este montaje, según Lucie-Smith, se basó en la
hipótesis de que el arte latinoamericano estaría atravesado por una matriz de
irrealidad, por una poética imaginativa cuyos sustratos se encontraban en lo
que popularmente era más accesible y conocido: la novela de ficción, cuyos
exponentes más representativos eran García Márquez y Vargas Llosa. A este
familiar consumo cultural se aunaban artistas que ya para ese entonces eran
reconocidos internacionalmente: Matta, Botero y Lam. Esta muestra también estuvo conformada por obras de Reverón,
Tamayo, Kahlo, Torres García, Do Amaral y Colunga, quienes, según los criterios
museográficos, vendrían a dar cuenta de esa extrañeza producida por la idea de
lo fantástico que también traduciría plásticamente las complejidades de la
identidad.
En otra crónica sobre este mismo evento, “Arte fantástico.
Reflexiones acerca de una exposición” (1988),[14]
el historiador y crítico de arte argentino Damián Bayón sostiene que esta exhibición, que reunía
cuadros y otras construcciones de treinta pintores latinoamericanos, se
encontraba un poco limitada en términos espaciales, porque ofrecía una visión
parcial respecto al conjunto total. Sin embargo, su atención recae en algunas
visiones recopiladas tanto en el catálogo de la exposición como en la discusión
organizada por el museo, en la que se proponían algunas perspectivas críticas
sobre la muestra. A partir de ellas Bayón nos hace preguntarnos por los lugares
desde los cuales se limita, esboza y enuncia, descriptiva y conceptualmente,
ese espacio simbólico y geográfico que es América Latina. En el siguiente
pasaje se refiere a su propia contribución al catálogo y explica, con un dejo
de ironía, cuáles son sus reparos respecto a la exposición:
En cuanto a mi propio texto, espero haberme hecho el portavoz de
lo que los críticos latinoamericanos les reprochamos a los ‘de afuera’ cuando
escriben sobre nuestro arte moderno. Para mí las objeciones principales podrían
resumirse en dos: la supuesta dependencia a nuestro pasado indígena y colonial
(que según algún celoso intérprete tiñe todavía nuestra cultura); y la ilusoria
creencia, wishful thinking de
alguno de esos mismos exégetas, de que la mayoría de los artistas
latinoamericanos se sienten estrechamente concernidos con la realidad política,
social y hasta revolucionaria de cada uno de sus países.[15]
Desde una perspectiva similar a la planteada por Bayón, la crítica
y curadora brasileña Aracy Amaral, en su artículo “Art in Latin America. Permanencia de lo pintoresco” (1989),[16]
pone en cuestión el punto de vista propuesto por la curadora Dawn Ades para la construcción de
la exhibición Art in Latin
America: The Modern Era,
1920-1980, en la galería Hayward
del Southbank Centre en Londres[17].
En ella, según Amaral, los criterios
que determinaron la selección y montaje de las obras acabaron limitando el
estatuto moderno del arte latinoamericano. Por un lado, se seleccionaron sobre
todo obras dedicadas al vínculo entre arte, política y sociedad, y por otro la
exposición insistió en presentar una visión del paisaje rural y la cotidianidad
campesina, dejando de lado otras perspectivas de la realidad latinoamericana.
Es decir, Art in Latin
America omitió las articulaciones entre el sujeto
y el escenario urbano y por ende no le dio espacio alguno, por ejemplo, a las
intervenciones representativas del arte cinético venezolano (Otero, Soto y
Cruz-Díez):
En su enfoque histórico, Dawn Ades aborda la tierra, la religión y la magia del Nuevo
Mundo, el hombre y su trabajo, la participación del artista en la problemática
social del continente. Sin duda, una visión europea. Pero cuando argumentamos
con la curadora sobre este aspecto, ella reconoce lo siguiente: “Cuando me
imaginé la exposición, me di cuenta de que mi punto de vista tenía que ser
subjetivo, como europea que soy. Sería falso decir que podría ser objetiva al
ver ese arte”.[18]

Imagen. Hoja de
contacto con el registro de la entrada exterior a la exposición "Art in Latin America: The Modern Era, 1820-1980". Hayward Gallery, Londres, 1989. Foto: Julio Etchart
- www.julioetchart.com
Como señala Gabriela
Piñero en su libro Ruptura y continuidad. Crítica de arte desde América Latina esta
exposición, si bien se deslinda del marco de lo fantástico para abordar el arte
latinoamericano, Art in Latin America:
The Modern Era, 1820-1980 sigue una línea evolutiva
desde la época de la Independencia hasta las experimentaciones de la vanguardia
en el Cono Sur. A propósito de la postura ideológica que supuso este proyecto
curatorial, Piñero señala lo siguiente: «La reflexión conducida en las páginas
del catálogo sobre las connotaciones políticas y culturales de la noción de
‘América Latina’, sobre las exclusiones y connotaciones colonialistas de este
término, y sobre sus límites para designar una región comprendida por más de
veinte países y una gran variedad de grupos étnicos y lingüísticos, no fue
referida por la crítica local, si bien posteriormente devendría una de las
principales estrategias para impugnar las muestras panorámicas y ensayar nuevos
abordajes al arte local» (Piñero, 2019: 91).
Para ver una
secuencia de imágenes de registro en sala de esta exposición, sugiero visitar:https://www.ribapix.com/search?adv=false&cid=0&mid=0&vid=0&q=Exhibition,%20%27Art%20in%20Latin%20America%3A%20the%20modern%20era,%201820-1980%27,%20Hayward%20Gallery,%20London&sid=false&isc=true&orderBy=0&pagesize=24#
La crítica brasileña repara también en algunas omisiones en el
montaje museográfico, empezando porque el nombre de la exposición señala que
esta abarca hasta 1980 y prácticamente no se muestra ninguna obra posterior a
1960; así mismo, el sesgado tratamiento que la prensa inglesa le dio a la
exposición coincidió con el costumbrismo que fungió como matriz básica para la
selección de las obras, enfocándose en aquellas que “muestran la naturaleza, el
mestizo, en fin, lo diferente”.[19]
La postura que observamos en la crónica de Amaral la encontramos también en
otras plumas que en ese mismo período histórico estaban encarando la crisis de
las categorías con las que se piensa la identidad desde el arte. En su ensayo
“América Latina: arte e identidad” (1989) el historiador de arte y docente
colombiano Germán Rubiano, quien fuera el primer director del Museo de Arte de
la Universidad Nacional de Colombia, parte de discusiones de la idea de origen en
pensadores como Eduardo Galeano, Antonio Caballero, Arturo Uslar Pietri, Simón
Bolívar y Alejo Carpentier. A propósito de la exposición que estaba circulando
en Estados Unidos, El espíritu
latinoamericano.
Arte y artistas en los Estados Unidos, 1920-1970, centrada en la nueva geometría, el arte comprometido, la
abstracción, el surrealismo y el arte conceptual, Rubiano apunta: “ojalá esta
muestra erradique del todo la idea de que el arte de América Latina, tomado en
conjunto, tiene que ver solo con temas folclóricos, expresiones ‘ingenuas’,
colores estridentes y pinceladas violentas”.[20]
En torno al tema de las exclusiones detectamos otras crónicas en
las que se evidencia esta realidad en la década de 1980. Graciela Pantin, en “Vacío histórico en el Moma” (1986), relata que
en la curaduría de la exposición
Contraste entre las formas. Arte geométrico abstracto, 1910-1980 no figuran
los artistas latinoamericanos representativos de este lenguaje plástico, lo
cual, según ella, significa una reiterada intención de crear un vacío histórico
en la representación creativa de toda una parte del continente.[21]
La paradoja que implica dicha exclusión preocupa a la socióloga
y la lleva a preguntarse por sus efectos en la perpetuación
de ciertas prácticas artísticas dentro de las narrativas del arte moderno.
Podríamos expandir el interrogante y plantearnos cómo los criterios museales
determinan la producción escritural, que es la que finalmente termina
configurando la historia de las artes plásticas.
En este caso particular, formulamos la siguiente hipótesis: la
composición de un archivo, como acervo en el que se preservan obras y objetos
que, por distintos motivos, son valorados patrimonialmente por una comunidad,
se encuentra ligada tanto a la práctica curatorial como a las políticas de
adquisición y exhibición museográficas que regulan cuáles son los criterios
desde los cuales se construyen los discursos históricos sobre el arte. Pantin cierra su reseña con una anécdota: al preguntarle a
Magdalena Dabrowski, coordinadora y autora del
catálogo de la exposición, sobre la notoria omisión de obras latinoamericanas
en la muestra, esta respondió que ni el museo ni la corporación McCrory —institución que donó las obras para la exposición—
poseía ese tipo de arte. Al terminar la entrevista, en la librería del museo, Pantin consultó el catálogo de dicha corporación y halló
que sí poseía obras de artistas latinoamericanos de la corriente del
abstraccionismo geométrico en su colección. La crítica solo puede apuntar al
final de su escrito: la conclusión es obvia.[22]
A propósito de una exposición en el Museo Guggenheim de la colección de arte latinoamericano
de la institución con motivo de sus 50 años, Luis Camnitzer
lamenta el escaso número de obras seleccionadas y las confusiones temporales
visibles en el guión curatorial. En su crónica
titulada “La Colección Latinoamericana del Museo Guggenheim” —publicada en el
mismo número de Arte en Colombia
donde apareció la reseña recién comentada de Bayón— el artista y teórico
uruguayo advierte que, si bien hay que celebrar el creciente interés de
instituciones norteamericanas por adquirir y mostrar arte latinoamericano, esa
categoría en sí misma tiene problemas:
La etiqueta de latinoamericano o hispánico es un arma de doble
filo, ya que en el fondo uno siempre quiere ser destacado por la calidad y no
por etiquetas geográficas o étnicas. El doble filo es creado tanto por
‘nosotros’ como por ‘ellos’. Por un lado nos
preguntamos ¿Por qué no se nos incluye en el fondo ‘universal’ del arte?, ¿nos
falta calidad y solamente podemos funcionar en un ghetto?
Por otro lado, desafiamos las nociones de valores universales en el arte,
afirmamos que somos distintos y que estamos trabajando para nuestras culturas
propias y no para ese fondo universal. O sea que hacemos trampa, una trampa que
nos permite cómodamente criticar cualquiera que sea la política metropolitana
con respecto a lo que hacemos, aunque sea buena la intención y se trata de
cumplir nuestros deseos.[23]
La crítica de Camnitzer presenta
ambivalencias y cierta oscilación entre las dicotomías ‘ellos’ y ‘nosotros’,
‘hegemonía’ y ‘periferia’, ‘fondo universal’ y ‘culturas propias’. Consideramos
que ellas dan cuenta de las fricciones que distinguen lo propio y lo ajeno, no
como una estable separación que resiste las influencias externas, sino como una
tensión inherente a los problemas culturales generados por los cruces entre
identidad y otredad. Desde esta perspectiva se pueden entender
los gestos en que se reafirma que ‘somos distintos’ y
el hecho de que al mismo tiempo nos complace que el arte latinoamericano sea
absorbido por las instituciones museales de prestigio internacional. Se trata,
pues, de pensar la ambigüedad contenida en ese deseo de reconocimiento del arte
producido en nuestra región, pero sin reducirlo a “etiquetas geográficas o
étnicas” que limiten su comprensión.
Por otro lado, la historiadora de arte estadounidense Shifra Goldman se pregunta sobre el proceso de reducción al
que se encuentra sometido el arte latinoamericano a propósito de la exposición Arte hispánico en Estados Unidos,
organizada en el Museo de Bellas Artes de Houston en conjunto con la galería
Corcoran de Washington. En
su artículo “¿Hacia lo homogéneo? Arte hispánico en Houston” (1987) la autora plantea que la
categoría de ‘hispánico’ había sido utilizada inicialmente en el gobierno de
Richard Nixon para agrupar a la población de origen puertorriqueño, mexicano y
cubano con el fin de manejar, bajo este término, la creciente diversidad
demográfica del país. Ahora bien, en este caso particular, los curadores
reunieron obras y artistas con expresiones, problemas y orígenes disímiles,
reduciendo y neutralizando las diferencias bajo la idea de lo étnico, y obviando
las complejidades que implicaba la articulación de obras poco afines entre sí.
Para Goldman, el tratamiento que los curadores le dan a lo étnico está regido
por visiones predominantes en torno a “lo folclórico, lo sentimental, popular,
exótico, religioso y tradicional” ante lo cual plantea la pregunta: ¿de qué
naturaleza es la contribución del arte latinoamericano en los Estados Unidos?[24]
Dos años después, en su crónica “El espíritu latinoamericano. La
perspectiva de los Estados Unidos” (1989), Goldman reflexiona, al igual que
Rubiano, sobre la exposición El espíritu
latinoamericano y, desde una particular perspectiva genealógica, menciona
los casos, los impulsos y las experiencias que en los años ochenta estallan
como síntoma de una época.[25]
El surgimiento de un neocolonialismo cultural durante aquella década generó
modelos de dependencia expresados en relaciones de centro y periferia que
determinaban la inclusión o exclusión de obras y artistas dentro del circuito
internacional del arte. Sin embargo, el director del Museo de las Artes del
Bronx, el puertorriqueño Luis Cancel, propuso poner en disputa algunos
estereotipos sobre el arte latinoamericano, suspendiendo de este modo los
imaginarios según los cuales este arte era homogéneo y limitado a los colores
vivos y cálidos, brochazos expresionistas, narrativa folclórica y exotismo.[26]
Así, Goldman explica que en la exposición El espíritu latinoamericano se pretendía dar cuenta de la
pluralidad de estilos, formatos y contenidos de creadores de origen latinoamericano
que desarrollaron su obra en el estimulante espacio cultural estadounidense.[27]
En cifras, la muestra comprendía “más de 250 obras de 130 artistas de 14
países”, y a partir de ella la historiadora problematiza,
por medio de una serie de interrogantes, los límites,
las fronteras y las definiciones que giran en torno a la noción de lo
latinoamericano, dentro y fuera del territorio de la crítica, del mercado y de
las formas de comprender sus flujos, sus resistencias y sus reinterpretaciones:
1) ¿Existe un grupo de características (estilo, temática,
contenido) que distinguen el arte latinoamericano en términos de tiempo y
espacio? 2) ¿Hay normas especiales para evaluar la calidad del arte
latinoamericano que son diferentes de las que se aplican al arte en Europa y en
América del Norte? 3) Como corolario, ¿cómo se forma el criterio del gusto y
cómo se establecen las reglas de calidad? 4) ¿Debería ser pensado el arte
latinoamericano en muestras especiales o integrado a la corriente principal, en
la medida en que las muestras especiales solo sirven para establecer guetos
artísticos? 5) ¿Se puede considerar el mercado del arte como un indicador
válido de calidad artística? 6) ¿Tienen los curadores, historiadores del arte y
los críticos la responsabilidad de establecer un marco histórico y de
desarrollar el conocimiento del arte latinoamericano? ¿Qué pueden hacer para
erradicar los estereotipos anteriores y evitar la creación de nuevos
prejuicios? 7) ¿Deberían los artistas latinoamericanos esforzarse para adaptar
sus ideas conceptuales y estéticas a lo que se considera como aceptable a nivel
internacional, o deberían mantener la actitud que algunos califican de
provincial y retrógrada? 8) ¿Deberían las referencias regionales y nacionales
ser suprimidas a favor de normas universales o es que tales normas han sido
controladas desde hace mucho tiempo por los poderes que ejercen una hegemonía
internacional en muchos campos de la actividad humana?[28]
Continuando en esa misma vertiente crítica, Goldman revisa en su ensayo
“Mirándole la boca a caballo regalado” (1990) algunas de las exposiciones sobre
arte latinoamericano que se han realizado en Estados Unidos, resaltando la cercanía entre el arte mexicano, las instituciones y el
público, y situando ese repentino interés en el contexto del boom literario latinoamericano. Aquí
Goldman subraya cómo la política internacional indirectamente resuena en la
emergencia de dichas exposiciones, es decir, agrega una dimensión sociocultural
que está por fuera de lo meramente artístico. La comunidad de origen hispano en
Estados Unidos suponía una considerable población de votantes, por lo que se
comienza a dar mayor visibilidad a su presencia en el país y se reconocen sus
manifestaciones artísticas a través de premios, exhibiciones y publicaciones,
entre ellas una edición especial de la revista Time titulada ¡Magnífico! Hispanic
Culture Breaks Out of the Barrio (1988), en cuya
portada se retrata al actor Edward J. Olmos.
En ese contexto, Goldman incorpora en su lectura factores poco reconocidos
pero fundamentales en el nuevo panorama como los negocios petroleros entre
México y Estados Unidos, la competida esfera política-electoral y la
contribución de la comunidad hispana al crecimiento económico de la nación
estadounidense, todo lo cual influye en el incremento de exposiciones, subastas
y fundaciones interesadas en el arte latinoamericano. Para la autora, ante la
efervescencia de la acogida de lo latinoamericano es pertinente un análisis
reposado de todo el ecosistema cultural que lo envuelve:
En mi concepto, también existe la necesidad de echar una mirada
crítica sobre la configuración real de las exhibiciones: las inclusiones y
exclusiones de artistas y movimientos en ellas, su museografía, su publicidad,
los ensayos de sus catálogos, los eventos que las rodean y sus fuentes de
financiación [...]. Y lo último, pero no lo menos importante es la necesidad de
tener en cuenta las relaciones sociales, políticas y económicas que
proporcionan la estructura y el ambiente para esas exposiciones de arte
latinoamericano que en cierto sentido rompe el curso usual de los hechos. ¿Por
qué esas exhibiciones y por qué en ese momento?[29]
Refiriéndose al aumento de exposiciones sobre arte latinoamericano,
Edward Sullivan también recuerda el especial de la revista Time, comentando las
omisiones y perspectivas parciales que los artículos contienen y resaltando
igualmente que el término “hispano” se usaba con la idea de unificar
cómodamente una diversidad de realidades y procedencias. Según el escritor y
académico norteamericano los estereotipos que implicaba dicho vocablo
generalmente giraban alrededor de los colores vibrantes, la noción de lo
mágico, la irracionalidad de la violencia y la exaltación de lo popular, los
cuales eran emparentados no solo con los referentes literarios del boom o con el muralismo mexicano, sino
también con la cultura popular y sus derivaciones cinematográficas y
publicitarias entre los años veinte y cuarenta, que habrían construido las
imágenes de lo que el autor llama el boom
del “chic latino”: Carmen Miranda y las evocaciones de una naturaleza
femenina exuberante, o específicamente películas como Volando a Río (Freeland, 1933), ¡Que viva México! (Eisenstein, 1932) y
el libro Ídolos detrás de los altares
(Brenner, 1983).
Destacamos aquí el inicio del texto “Mito y realidad. Arte
latinoamericano en Estados Unidos” (1989), en el cual Sullivan se cuestiona la
repentina financiación, tanto por instituciones privadas como públicas, de
programas culturales y muestras sobre arte latino entre los años cuarenta y
sesenta, que fueron impulsadas por las “políticas de buenos vecinos” y por el
ánimo de acercar lo latino al público norteamericano con el objetivo de crear
nuevas alianzas para contrarrestar la avanzada del comunismo. Finalmente, nos interesa resaltar el contraste
que Sullivan establece entre dos exposiciones ya referenciadas: Arte de lo fantástico y El espíritu latinoamericano. Para el
autor, la segunda estaría mejor lograda, ya que las obras de la primera no
necesariamente dan cuenta de un universo irreal ni exploran connotativa o
plásticamente el concepto curatorial de lo ‘fantástico’. Según Sullivan, la
particularización de un problema resulta el tratamiento más apropiado para
abordar el arte latinoamericano, lo que implica que un abordaje certero no
consistiría en la mera reunión de corrientes sino en pensar metodológicamente
en sus propias singularidades:
Muchas de estas obras debilitan el poder del argumento escogido
por los curadores para enfocar esta muestra. La variedad y el vigor de mucho de
lo que fue mostrado nos lleva inevitablemente a preguntar si el término
‘fantasía’ o los otros estereotipos con respecto al arte latinoamericano —el
color violento, el emocionalismo estridente, la fidelidad a tradiciones
populares— pueden considerarse de alguna manera válidos. No digo que estos
elementos no existan en algunos sectores del arte latinoamericano. Es indudable
que estos rasgos son característicos de muchos de los ejemplos del excelente
arte de varios de los países del continente. Pero debemos tener mucho cuidado
de no reunir todo y ver el arte latinoamericano como un todo monolítico que
debe ajustarse a categorías elaboradas de manera errónea y a veces sin sentido.
En última instancia, las muestras o los estudios del arte latinoamericano más
exitosos son aquellos que tratan de realzar la enorme diversidad de las
culturas individuales de las muchas naciones que conforman el continente, o los
que investigan más profundamente acerca de la producción visual de los países,
movimientos o grupos específicos.[30]
Encontramos otra manera de entender la función de las muestras de
arte latinoamericano durante los años ochenta en museos norteamericanos en el
caso del montaje de una exposición con algunas de las obras de arte que servían
para decorar las oficinas de la Organización de Estados Americanos (OEA). Estas
piezas fueron prestadas para materializar el proyecto propuesto por María Leyla de González, cuyo objetivo era dar forma y coherencia
interna a un acervo heterogéneo y disperso. Señala el artista y crítico
colombiano Félix Ángel, en su reseña “Arte de América Latina y el Caribe en su
contexto cultural” (1985), que esta exposición tuvo lugar en el único museo en
los Estados Unidos dedicado al arte de América Latina: el Museo de Arte
Contemporáneo de América, en Washington, D.C., espacio que anteriormente estaba
dedicado a servir como la residencia de los secretarios de la OEA. A diferencia
de las anteriores exposiciones comentadas en este apartado, Ángel destaca que
el gesto de articular esta colección desordenada quería brindar una propuesta
no canónica del arte latinoamericano, subrayando que el museo no buscaba
“establecer una línea rígida de apreciación en el estatuto del arte
latinoamericano del siglo XX” y que, antes bien, la misma puede leerse como un
paso importante en la educación de un público acostumbrado a mirar de reojo a
sus vecinos.[31]
De todo este episodio hay tres elementos que vale la pena
comentar. El primero reside en la traslación de una obra que pasa de ser una
pieza que embellece y confiere prestigio a un espacio burocrático a verse
inscrita dentro de una corriente artística como parte de un conjunto de obras
en el espacio museográfico. Es decir, la obra de arte deja de operar como
elemento secundario en una escenografía institucional cuando se la exhibe y se
activa la potencialidad de sus significados estéticos y conceptuales, tanto
aislada como puesta al lado de otras. Lo segundo es reflexionar sobre la
postura expresada por Ángel —quien participó en el proyecto— de no imponer la
lectura que dicha muestra propone como única plataforma de aproximación al arte
latinoamericano sino, más bien, concebirla como una experiencia posible entre
otras alternativas. Y el tercer elemento a remarcar es que esta exposición, que
contó con más de 600 obras de géneros y épocas muy diversas entre sí, logró
emancipar al arte latinoamericano de las categorías que debía vestir en los
países desarrollados y otorgarle legitimidad a una tradición artística que
desde principios del siglo XX venía incursionando dentro de lenguajes como la
geometría, la abstracción y la figuración.
La categoría
de lo latinoamericano no apunta al confinamiento e inscripción de la obra en
una geografía continental. Es decir, la obra de arte no se encuentra
determinada exclusivamente por las condiciones que el contexto espacial
brindaría al artista dentro de una época determinada. Tampoco se opone lo
latinoamericano al pensamiento occidental, justamente porque las actuales
confrontaciones epistemológicas suspenden rígidas posturas para enunciarlo
desde el lenguaje expresivo de las mismas mixturas en tensión. Deshacemos aquí
las oposiciones binarias y contrapuestas para imaginarlo como un espacio
provocador y productor de encuentros. Desalojamos el uso exclusivo de la
cultura, entendida en correspondencia estricta a lo nacional, por constituir en
muchos casos una reducción de la identidad. Damos paso, antes bien, a la idea
de lo latinoamericano como un lugar fronterizo, poroso y en movimiento, que
franquea límites divisorios para abrirse paso a los contagios entre técnicas,
influencias, sistemas de creencias, desplazamientos físicos y configuraciones
conceptuales.
En
esta zona de sentido nos gustaría detenernos en algunas hipótesis y
acercamientos que el filósofo chileno Pablo Oyarzún
reúne en su ensayo “Categorías estéticas y puntos de enfoque. La cifra de lo
estético: historias y categorías en el arte latinoamericano” (2011), para revisar otros modos de
interpretar la diferencia y la identidad como lugares habituales desde los que
se ha abordado el hecho artístico de la región. La pregunta que se esboza al inicio
del texto es si acaso se puede detectar y nombrar lo que hay de singular en lo
latinoamericano y, en consecuencia, las valoraciones a través de las cuales se
lo ha delimitado. Según Oyarzún, esta pregunta nos
arroja un repertorio de adjetivaciones con las que se han descrito operaciones
estéticas y se han definido matrices conceptuales asociadas a lo
latinoamericano: lo salvaje, lo real-maravilloso, lo telúrico, lo exótico y
todas sus derivaciones posibles. Ante esta atmósfera, el topos de la identidad y de la
diferencia se erige como la vertiente que ha dominado las interpretaciones de
lo propio, minimizando y aglutinando realidades heterogéneas bajo la docilidad
de vanas generalidades.
Oyarzún
sostiene que la mirada extranjera y el imaginario de la naturaleza han
construido el discurso sobre el arte y la literatura latinoamericanos.[32]
Ambas, en mutua correspondencia, provocan representaciones que se originan
desde la visión extranjera ante el exceso desbordado del paisaje que,
ilimitadamente enigmático, encarna la fijación de un desconcierto. Escribe Oyarzún: “las categorías estéticas con que se ha pensado el
arte y la literatura latinoamericanos trasuntan una mirada que no es de casa,
el reflejo en la retina del extranjero —conquistador, invasor, colonizador o
turista— de una enormidad que llama al asombro. La enormidad, bien lo sabemos,
de la naturaleza”.[33]
Desde
esta perspectiva heredada es que hemos concebido la realidad. A través de un
lente ajeno se han ido modulando nuestras formas de recepción, que lejos de
desenhebrar particularidades y tensiones internas, parecen detenerse sobre una
idea de raigambre mítica desde la visión occidental. Un caso emblemático de
esto lo constituye el tratamiento conferido a la categoría de mestizaje para
dar cuenta de fenómenos sociales, políticos y artísticos. Ante el escenario
trazado en la cita a continuación, cabría preguntarse ¿cómo pensar lo
latinoamericano por fuera del discurso de la identidad y de la diferencia?:
Hoy
el discurso que enarbola las señas de la identidad de lo ‘latinoamericano’
tiene mucho más que ver con razones y necesidades de mercadeo, en la medida en
que el así llamado ‘primer mundo’ sigue manteniendo, respecto a estas regiones,
una percepción fuertemente ideologizada que tiene como nutrimento esos
discutibles blasones de lo salvaje, lo pintoresco, lo telúrico y lo mágico, y
en la nómina podríamos seguir incluyendo los otros que he rozado (y sin
descontar el neobarroco).[34]
Entonces,
este pensamiento compuesto por una mirada ajena, al acentuar lo vernáculo,
clausura las potencialidades de lo latinoamericano en nociones como la
identidad y la diferencia. Citando un pasaje de Hölderlin, Oyarzún
aclara que la tensión entre lo propio y lo ajeno radica en que, mientras lo
primero exige un esfuerzo arduo para quien lo aprende, lo segundo —lo ajeno— es
aquello que es apropiado con mayor facilidad.
Aquello que configura lo ‘propio’ sería, para el poeta alemán, una
ajenidad constitutiva pero no localizable sino siempre dislocada, incluso
respecto de sí misma.[35]
Integrar esta propuesta crítica a nuestra investigación significa descentrar
los conceptos categoriales dominantes para repensar otros marcos
estético-epistemológicos desde los cuales abordar el problema de la
representación.
El
“espacio gnóstico”, esa zona de conocimiento intermedia donde confluyen la
mímesis, la incorporación y la reapropiación, es una noción elaborada por el
escritor cubano José Lezama Lima en La
expresión americana (1957). A ella acude Oyarzún
para dar cuenta de la constitución de los procesos expresivos de la estética
regional, definida por el académico chileno como “un principio y una matriz de
conocimiento abierto y metamórfico, porque todo lo
que lo invade se suma —‘vegetativamente’— en un magma primordial, que sin
embargo no está hecho de rudimentos, sino de vestigios, y así se transforma”.[36]
El ensayo de Lezama Lima ofrece una nueva lectura de la historia
latinoamericana en cuanto ficción imaginativa que, en vez de ceñirse al dominio
del mestizaje y la identidad como únicas entidades posibles de análisis —y que
venían formulándose desde el siglo XIX— propone otros entrecruzamientos donde
algunos referentes occidentales y ciertos acontecimientos político/artísticos
regionales suscitan la elaboración de una inédita imagen que nos conduce hacia
modos de comprender lo propio sin el riesgo que supone la radicalidad de los
esencialismos.
Entendiendo el trauma como una
herida, Oyarzún concluye su ensayo con una idea que
conmociona y atraviesa la historia del continente, constituida por episodios de
violencia simbólica y material a partir del gesto fundacional que significa
nombrar una insólita geografía. Señala Oyarzún que el
lenguaje poético de Gabriela Mistral despliega un pensamiento sobre el
mestizaje como la indeterminación de tensiones inacabadas que se actualiza en
el presente a modo de pasado que retorna ininterrumpidamente: “el genuino
pensamiento del mestizaje es el pensamiento de una pugna, íntima, inherente,
[...] un conflicto desgarrador”.[37]
En
otro ensayo, Oyarzún (1997) propone leer la cuestión
del mestizaje no como matriz de origen biológico ni como ontología de la
mezcla, sino desde el paradigma del estilo, entendido este como “modo de ser”
en el que se reconocen dos vertientes: la lengua y el habitar.[38]
La primera es concebida como aquella experiencia de expropiación que acentúa la
distancia entre la idea de un ‘nosotros’ —entendido como ficción retórica de la
integración— y las palabras que son enunciadas. En ese sentido, Oyarzún afirma que hablar, en este contexto, es traducir.
La segunda vertiente, el habitar, es entendida en contraposición a la mudanza
que tiene que ver con los tránsitos físicos y los desplazamientos simbólicos
del sujeto latinoamericano que lleva a cuestas referencias interrumpidas,
dispersas posesiones y memorias fragmentadas mientras que, por el contrario, el
habitar se relaciona más a la estabilidad espacial que implica la fundación
como forma de instaurar/inaugurar un proyecto de mundo. Sería pertinente
recordar, también, cómo Antonio Zaya describe esta misma categoría para así
componer una visión integral sobre similares y puntuales acercamientos: “el
mestizaje no es un acuerdo armónico y definitivo sino un resultado precario,
inestable —como ya apunté— de dos antagonismos que tienen centros opuestos de
interés vital”.[39]
Oyarzún avanza
una última hipótesis, y es la de considerar el arte latinoamericano como el
trazo de una imposibilidad, la impotencia de una traducción plena de las
singularidades, es decir, pensar la manifestación estética como el resultado de
paradojas irresueltas que ponen en escena la dificultad inherente e
irreductible de aquello que históricamente nos constituye: “se podría aventurar
que lo que puede haber de rasgo específico en el arte latinoamericano —y esto
lo diré con todos los asomos de duda— se define por la (re)presentación de esta
irrepresentabilidad”.[40]
A
propósito de esa imposibilidad de traducción de las singularidades señalada por
Oyarzún, proponemos traer a colación una visión que,
de alguna forma, contrasta con lo recién analizado. El crítico de arte
colombiano Jaime Cerón considera la traducción, por el contrario, como una
operación en la que se pueden distinguir cuatro modulaciones o formas
expresivas dentro del contexto del arte latinoamericano que sirven para
especificar cómo podrían ser detectadas las traducciones culturales respecto al
problema de la identidad. Estos cuatro ejes de intervención que encuentra el
autor en el arte latinoamericano son: la apropiación iconográfica, la
interpretación desde lo poscolonial, el trabajo con las lógicas económicas de
los modelos culturales y la puesta en escena del ejercicio artístico por fuera
de los cánones morales que regulan la sociedad.
Para
Cerón, la forma en que percibimos el presente está ligada a los modos de
rearticulación que surgen al comparar críticamente “los sistemas simbólicos
dominantes” y “la tradición histórica previamente acumulada” para entender que
la intervención de objetos de la cultura, inaugurada por algunos procedimientos
como el collage, el ready-made
y el ensamblaje, dan cuenta de un giro inédito que inicia una genealogía de
relecturas en el contexto moderno del siglo XX.
Ahora
bien, la hipótesis de Cerón es que las prácticas artísticas en Latinoamérica
esconden una tradición de traducciones. Es decir, el arte en toda la región
integra, asimila, excluye o reinventa ciertas referencias/herencias históricas
para reelaborar así, desde otros lugares ligados al contexto social
latinoamericano, propuestas que reflexionan sobre aspectos de la cultura a
partir de las transfiguraciones, traspasos y recodificaciones que supone todo
proceso de traducción, entendido etimológicamente como pasaje de un lugar a
otro.
Algunos
de los ejemplos que repasa Cerón incluyen las reinterpretaciones de obras del
arte occidental que realiza Beatriz González al inscribirlas sobre las
superficies de mobiliarios artesanales; la puesta en escena de la tensión entre
lo geográfico, lo político y los medios de comunicación en la intervención
urbana de Alfredo Jaar Un logo para América (1987); las esculturas de Bart Simpson que
vinculan el pasado prehispánico y los imaginarios de la sociedad de masas en Crítico bizarro (1990) de Nadín Ospina; Atrabiliarios
(1993) de Doris Salcedo, en la que la artista encapsula los zapatos de
mujeres desaparecidas en zonas rurales dentro de una caja que protege con una
superficie de fibra animal tensada en los bordes por hilo de sutura médica y
que evoca la fantasmagoría provocada por el duelo; o la obra Peletería con piel humana (1997) de
Nicola Constantino, quien fabrica objetos como abrigos, bolsos, corsés y
zapatos que simulan ser realizados con superficies del cuerpo cargadas de
connotaciones eróticas (las texturas son en realidad elaboradas con silicona)
criticando así el vínculo actual entre la belleza, la identidad y lo femenino.
Según Cerón, es necesario “desmontar el valor ideológico de la autenticidad, la
singularidad, la originalidad o la unicidad” porque dichas categorías
manifiestan estereotipos sobre la producción artística en el continente que
siguen contribuyendo a nuestra opinión sobre lo propio.[41]
Al
rastrear la necesidad de abordar las fronteras nominales en las que se
inscriben ciertas prácticas artísticas notamos que, desde la década del
setenta, distintos académicos en el continente se han dado a pensar esa
indeterminación en la que habitan las obras de arte, es decir, la oscilación
entre el lenguaje expresivo de las particularidades geográficas y sociales y el
abandono de todo rastro de referencialidad en búsqueda de narrativas inéditas y
abstractas logradas a través de la experimentación material. El ensayista
argentino Saúl Yurkievich piensa que el arte
latinoamericano no puede estar definido exclusivamente por el tratamiento de
los contenidos ni tampoco por el territorio o el espacio de su producción.
Señala el autor sobre esta época que el criterio más en boga, aunque
controvertido o reconocido a medias, es el de considerar como arte latinoamericano
al producido por artistas latinoamericanos sea cual fuere su estética o lugar
de residencia.[42]
Ante esto nos preguntamos, cinco décadas después, ¿cómo se interpreta ese mismo
criterio en la actualidad? ¿Acaso habría nuevos elementos que agregar u omitir respecto
al origen geográfico, las técnicas empleadas, la relectura contemporánea del
pasado y la alteración de los medios o la modificación del soporte de
inscripción? Yurkievich distinguía en su momento dos
vertientes que delimitaban lo que había de particular en el arte
latinoamericano, poniéndolo en tensión tanto adentro como afuera de las
fronteras nacionales:
Como
en otras áreas, en el arte latinoamericano contrastan dos movimientos: uno
marginal, de repliegue, centrípeto, localista, y el otro expansivo, centrífugo,
internacionalista. El primero promueve y consagra valores que no trascienden
las fronteras nacionales y que alcanzan en el mercado local cotizaciones a
veces desmesuradas. Se trata en general de artistas tranquilizadores,
previsibles, de tendencias asimiladas por el gusto social, ‘legibles’ para la
mayoría y estéticamente más o menos anacrónicas.
Frente a estos artistas de reconocimiento exclusivamente
nacional, hay valores internacionales que se incorporaron al circuito mundial
por contacto directo con las metrópolis culturales y rara vez a partir de sus
países de origen. A veces, los artistas que tienen formación e información
actualizadas, producen obras de avanzada que son rechazadas por el medio, cuyo
grado de permeabilidad y de cosmopolitismo superan excesivamente.[43]
Esta
ambivalencia entre lo localista y lo internacionalista sigue operando como una suerte
de binarismo desde el cual se interpreta el arte producido por artistas
latinoamericanos. Frontera, mercado, gusto, metrópolis, cosmopolitismo son las
coordenadas en las que se mueven las valoraciones del arte latinoamericano, el
cual depende de su inscripción dentro de una territorialidad determinada, sea
esta simbólica o geográfica, para poder ser comprendido y archivado en la
memoria cultural de los espectadores.
4. La identidad:
una ficción inconclusa
Nos
hemos aproximado retrospectivamente a Martí, Ramos y Romera, cuyas lecturas
están marcadas por la influencia del mestizaje y las relaciones dicotómicas
entre lo propio y lo extranjero, el mito y lo moderno, lo geográfico y lo
simbólico, lo regional y lo occidental, para revisar cómo la historiografía del
arte en América Latina construye ciertos imaginarios de la identidad que
propician unos modos específicos de comprender los diversos movimientos
artísticos que atravesaron el siglo XX. Hemos revisado cómo la crítica de arte
construye nociones de lo latinoamericano a través del ejercicio de la escritura
en el que se analiza el montaje de obras o las estrategias del coleccionismo
entre finales de la década de 1970 e inicios de los años noventa.
De este modo, hemos explicado la aparición de algunas representaciones
estereotipadas de lo latinoamericano que
encontramos reforzadas o cuestionadas en las crónicas de teóricos como Acha,
Lucie-Smith, Bayón, Amaral, Rubiano, Pantin, Camnitzer y Goldman sobre exposiciones organizadas en
Estados Unidos y Europa. Los autores analizan
la disposición de las piezas en el espacio museográfico, así como la omisión de algunos nombres clave del arte latinoamericano en la retrospectiva de algún
movimiento artístico del siglo XX. Miran críticamente las matrices
dominantes —lo pintoresco, el costumbrismo, la irrealidad y la fantasía, entre
otras— bajo las cuales se organizan las piezas, las corrientes y las
expresiones del amplio espectro del arte producido dentro y fuera de la región
con el fin de repensar los regímenes estéticos, las estrategias curatoriales y los criterios políticos que
determinan, por medio de narrativas cambiantes, los modos de comprender la
historia del arte.
Desde
allí, hemos evaluado, a través de distintas visiones críticas, los discursos
tradicionales que han abordado las particularidades de la identidad en el
escenario del arte. Estas propuestas, trazadas por Oyarzún,
Cerón y Yurkievich, coinciden en cuestionar los
criterios habituales con los que se ha pensado el arte latinoamericano para
problematizar mejor lo irreductible e irrepresentable que contienen las
prácticas estéticas. Desmantelar los relatos arquetípicos que han persistido en
la elaboración de un pensamiento sobre el arte y la identidad latinoamericanas
significa, entonces, desplazarnos hacia perspectivas y umbrales metodológicos
que permitan describir otras modulaciones del lenguaje, otras indeterminaciones
categoriales para narrar el acontecer histórico/artístico en la región.
Para concluir, terminamos con una cita de Ángel
Rama que da cuenta de cómo ciertas voces del pensamiento en torno a las artes
en América Latina propusieron otros modos de pensar la identidad por fuera de
las dicotomías entre opuestos, abriendo un campo de reflexión que asume la
identidad no tanto como una postura de resistencia sino como un dinamismo lleno
de interrupciones, pulsiones y afinidades:
Existe la pulsión de homogeneización, que es una pulsión no
solamente económica ni política, sino también cultural [...]. Al mismo tiempo
dentro de este esfuerzo que trata de homogeneizar hay respuestas, es decir, el
elemento interno. Nosotros no somos elementos pasivos, somos elementos activos
y por lo tanto productores, y hacemos respuestas a esta pulsión que recibimos.
Aquí es donde se coloca el problema de la identidad que es, en el fondo, el
problema de la ruptura de la continuidad histórica. Cuando un hombre se plantea
su identidad es porque ha habido una ruptura anterior en su continuidad. Esta
ruptura es la marca del mundo occidental [...]. Las respuestas que demos son
las que resuelven la identidad, quiero decir, la identidad no es meramente la
copia del pasado; la identidad no es la continuación de las soluciones dadas
antes que nosotros. La identidad es nuestra respuesta, nuestra invención
original, nuestra creación ante la pulsión externa. De otro modo: la identidad
es nuestra invención. Es una pura entelequia imaginativa del querer ser de
todos nosotros.[44]
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Yurkievich, Saúl.
“El arte de una sociedad en transformación”. En: América Latina en sus artes, editado por Damián Bayón, 173-188.
Ciudad de México: Siglo XXI/Unesco, 2006.
Zaya,
Antonio. “Identidad y diferencia: las Américas. Representación y práctica de la
diferencia (¿latinoamericana?)”. En Una
teoría del arte desde América Latina, editado por José Jiménez, 78-94. Madrid: MEIAC/Ediciones Turner, 2011.
[1]
El presente ensayo comenzó como una sección de mi tesis “Prácticas
archivísticas en el arte contemporáneo. Documento, colección y museo”,
realizada como requisito para obtener el doctorado en filosofía con mención en
estética y teoría del arte de la Universidad de Chile (julio de 2018).
[2]
José
Martí, “Nuestra América”, en La gran enciclopedia martiana, tomo 9 (Badalona, España:
Editorial Martiana, 1978), 5.
[3]
Julio
Ramos, “‘Nuestra América’: arte del buen gobierno”, en Latinoamericanismo a contrapelo, editado por Raúl
Rodríguez (Cali: Editorial Universitaria del Cauca, 2015), 129.
[4]
Martí,
“Nuestra América”, 5.
[5]
Ramos, “‘Nuestra América’”, 123.
[6]
Antonio
Romera, “Despertar de una conciencia artística (1920-1930)”, en América Latina en sus artes, editado por
Damián Bayón (Ciudad de México: Siglo XXI/Unesco, 2006), 10.
[7]
Romera,
“Despertar de una conciencia artística”, 13.
[8] Adelaida de Juan,
“Actitudes y reacciones”, en América
Latina en sus artes, editado por Damián Bayón (Ciudad de México: Siglo
XXI/Unesco, 2006), 44.
[9]
Dirigida por Celia Sredni de Birbragher,
esta revista empezó a circular en 1976 en Bogotá de forma trimestral. Al
contrario de lo que indica su nombre, la publicación no se centró
exclusivamente en las prácticas artísticas realizadas en Colombia, sino que
estuvo dedicada a registrar e interpretar los distintos fenómenos estéticos en
la región. A su vez, Arte en Colombia
se convirtió en un referente internacional que reunía crónicas, columnas y
artículos de colaboradores en América Latina, Europa y Estados Unidos,
propiciando el debate alrededor de la escena artística contemporánea. La
investigadora Ivonne Pini, en su artículo “Pensar el arte desde las revistas
publicadas en Bogotá, 1944-1987” (Revista errata 11 [2013]: 96-127) resume así
la orientación fundamental de este proyecto editorial: “Los diversos puntos de
vista que recogía la revista por medio de sus escritores demarcaban una línea
de análisis crítico que enfatizaba el peligro de una tendencia homogeneizadora,
cosmopolita, construida sobre bases eurocéntricas que manipulan y cuestionan la
diferencia cultural”,122. A partir de 1991 la revista se publica bajo el nombre
de ArtNexus
y actualmente sigue en circulación.
Por su parte,
la académica María Clara Bernal en su artículo “Revista y Arte en Colombia:
dos publicaciones en las redes del arte latinoamericano” (Revista errata 11 [2013]: 128-149) menciona que la revista, que
se fue transformando a lo largo de varias décadas, funciona como una red o
lugar de congregación para el pensamiento artístico. Asimismo, señala que “la
revista no solo ha logrado darle visibilidad al arte colombiano y latinoamericano
a lo largo de los años, sino que ha contribuido a la profesionalización del
campo de la crítica del arte y a la construcción de una historia crítica y
teórica hecha desde América Latina; en este sentido, la revista es también un
campo de reflexión política”, 145.
[10]
Destacamos el artículo “Reformulando relatos históricos-críticos en el arte de
América Latina”, publicado por Pini en 2010, porque constituye un antecedente
clave sobre los temas que aborda esta investigación. En el texto se discuten
las relaciones entre el internacionalismo y las singularidades propias de la
realidad artística latinoamericana; entre las configuraciones que producen los
estereotipos culturales y los espacios de resistencia posible ante la idea de
una identidad homogénea. Pini comenta artículos, describe algunas exposiciones
realizadas en Estados Unidos y Europa sobre arte latinoamericano, y analiza los
textos de autores como Marta Traba, Damián Bayón y Roberto Guevara, entre
otros, para develar los cruces conflictivos entre el exotismo y el
nacionalismo, entre el centro y la periferia, entre la particularidad de lo
regional y la universalidad de la modernidad. De este modo, propone que la
fabricación de la historia del arte puede ser comprendida, no como un proceso
lineal en el que evolucionan de manera ininterrumpida los lenguajes artísticos,
sino como una dinámica atravesada por miradas problemáticas sobre el carácter
identitario de lo propio. Las narrativas del arte latinoamericano pueden ser
entonces releídas a la luz del análisis que se realice del contexto social,
político y cultural de un momento determinado.
Por otro
lado, en “Arte abstracto en la década
de 1950 en Bogotá: la mirada de los críticos a los artistas y los artistas como
críticos” (Historia crítica 84
[2022]: 79-101), de Bernal y Pini, encontramos una zona en común con la
propuesta metodológica de este artículo. Las autoras rastrean en detalle las
disputas entre el lenguaje de la abstracción y la figuración al analizar las
discusiones difundidas en revistas como Prisma
y Plástica, dando cuenta así de las
percepciones y definiciones estéticas expresadas por críticos y artistas a
mediados del siglo XX en Colombia.
[11]
Juan Acha, “Mitos y magia en el arte latinoamericano”, Arte en Colombia 8
(1978): 24-25.
[12]
Acha,
“Mitos y magia”, 25.
[13] Esta
exposición coincidió con la celebración de los Juegos Panamericanos en
Indianápolis. Por otro lado, vale la pena recordar que posteriormente se
presentaría en ciudades como Nueva York, Miami y Ciudad de México.
[14] Damián
Bayón, “Arte fantástico. Reflexiones acerca de una exposición”, Arte en Colombia 37 (1988): 33-35.
[15]
Bayón, “Arte fantástico”, 34.
[16] Aracy Amaral, “Art in
Latin America.
Permanencia de lo pintoresco”, Arte en
Colombia 42 (1989): 54-59.
[17] Para ver una secuencia de imágenes de registro en sala
de esta exposición, sugiero visitar: https://www.ribapix.com/search?adv=false&cid=0&mid=0&vid=0&q=Exhibition,%20%27Art%20in%20Latin%20America%3A%20the%20modern%20era,%201820-1980%27,%20Hayward%20Gallery,%20London&sid=false&isc=true&orderBy=0&pagesize=24#
[18] Amaral, “Art in
Latin America”, 57.
[19] Amaral, “Art in Latin America”,
57.
[20]
Germán
Rubiano, “América Latina. Arte e identidad”, Arte en Colombia 39 (1989): 42.
[21] Graciela Pantin, “Vacío histórico en el Moma”, Arte en Colombia 30
(1986): 79.
[22]
Pantin, “Vacío histórico en el
Moma”, 80.
[23]
Luis
Camnitzer, “La Colección Latinoamericana del Museo
Guggenheim”, Arte en Colombia 37
(1988): 32.
[24]
Shifra Goldman, “¿Hacia lo
homogéneo? Arte hispánico en Houston”, Arte
en Colombia 35 (1987): 51.
[25]
Escribe Goldman que mientras en los años sesenta el boom literario fue el fenómeno que logró capturar al público
norteamericano, en el caso de los años ochenta, en cambio, lo fue el arte
latinoamericano a través de la circulación de múltiples exposiciones sobre
artistas de la región. La historiadora indica que dicho acontecimiento se
inaugura con la exhibición de artistas latinoamericanos residentes en Estados
Unidos titulada Aquí y organizada por
la Universidad de California del Sur. Otras de las exposiciones que, según
Goldman, hacen parte de esa cronología de intereses son “una retrospectiva de
obras de Diego Rivera (1986), Arte
hispano en los Estados Unidos: treinta pintores y escultores contemporáneos (1987);
Arte de lo fantástico: América Latina,
1920-1987; e Imágenes de México
(1988)”. Shifra Goldman, “El espíritu
latinoamericano. La perspectiva desde los Estados Unidos”, Arte en Colombia 41 (1989): 49.
[26]
Goldman, “El espíritu latinoamericano”, 51.
[27] Esta
exhibición, cuyo criterio de selección eran artistas que hubieran visitado o
vivido en los Estados Unidos, estuvo organizada bajo las siguientes categorías
temáticas: 1) constructivismo y nueva geometría, 2) arte de compromiso social,
3) surrealismo del Nuevo Mundo, 4) perspectiva figurativa, 5) el espíritu
abstracto, 6) ideas y procesos.
[28]
Goldman,
“El espíritu latinoamericano”, 50.
[29]
Shifra Goldman, “Mirándole la boca a
caballo regalado”, Arte en Colombia
44 (1990): 59.
[30]
Edward
Sullivan, “Mito y Realidad. Arte latinoamericano en Estados Unidos”, Arte en Colombia 41 (1989): 63.
[31]
Félix
Ángel, “Arte de América Latina y el Caribe en su contexto cultural”, Arte en Colombia 26 (1985): 68.
[32]
Pablo
Oyarzún, “Categorías estéticas y puntos de enfoque.
La cifra de lo estético: historia y categorías en el arte latinoamericano”, en Una teoría del arte desde América Latina,
editado por José Jiménez (Madrid: MEIAC/Ediciones Turner, 2011), 96.
[33]
Oyarzún, “Categorías estéticas”,
96.
[34]
Oyarzún, “Categorías estéticas”,
100.
[35]
Oyarzún, “Categorías estéticas”,
101.
[36] Oyarzún, “Categorías estéticas”, 104.
[37]
Oyarzún, “Categorías estéticas”,
107.
[38] Pablo Oyarzún, “Identidad, diferencia, mezcla: ¿pensar
Latinoamérica?”, en América Latina:
continente fabulado, editado por Rebeca León (Santiago de Chile: Editorial
Dolmen, 1997).
[39]
Zaya,
“Identidad y diferencia: las Américas. Representación y práctica de la
diferencia (¿latinoamericana?)”, 83.
[40] Oyarzún, “Categorías estéticas”,
108.
[41]
Jaime
Cerón, “Traducciones culturales.
Contrabando y piratería en la construcción de identidades”, en Una teoría del arte desde América Latina,
editado por José Jiménez (Madrid:
MEIAC/Ediciones Turner, 2011), 63.
[42]
Saúl
Yurkievich, “El arte de una sociedad en
transformación”, en América Latina en sus
artes, editado por Damián Bayón (Ciudad de México: Siglo XXI/Unesco, 2006), 176.
[43]
Yurkievich, “El arte de una
sociedad”, 177.
[44] Ángel Rama
Divulgación, “Ángel Rama, más allá de la ciudad letrada - Espejo de escritores”, video de YouTube, 59:55, junio 28 de 2014, https://www.youtube.com/watch?v=XmDCiJVEtcE.
.
[i] Investigadora venezolana residente en Bogotá. Trabaja en los
campos de la cultura visual y la estética contemporánea. Es Doctora en
Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile
(2018), Máster en Antropología Visual de la Universitat de Barcelona (2008) y
Licenciada en Letras de la Universidad del Zulia (2005). Desde el 2016, es
profesora del Departamento de Diseño de la Universidad de los Andes.
bv.munoz@uniandes.edu.co