Toda mi posesión está expropiada: supervivencia y subjetividad a partir de Aliento de Óscar Muñoz


Abstract

Este artículo propone una reflexión sobre la intimidad entre el duelo y la estructura de la subjetividad, a partir de la reformulación plástica de la especularidad que sugiere la instalación Aliento de Óscar Muñoz. Siguiendo las ideas de Jean-Luc Nancy sobre la relación entre el intruso, la semejanza del retrato y la constitución del sujeto, se observa cómo las imágenes indéxicas de los sujetos que se reflejan/retratan en los espejos, en su mutua intrusión, suponen una tensión sostenida entre la apropiación y la expropiación de sí mismo. Se exploran las implicaciones de esta tensión a la hora de pensar la supervivencia de la subjetividad del espectador, como metáfora del sujeto doliente, y del otro muerto, cuyo rostro (des)aparece gracias al aliento del primero: la supervivencia que se juega sobre el límite de la relación de ex-apropiación que anuncia su reflejo interrumpido.


This paper explores the intimacy between the work of mourning and the structure of subjectivity in light of the artistic reformulation of specularity that is displayed in Muñoz’s installation, Aliento. Following Jean-Luc Nancy’s ideas on the way in which intrusion and portraiture are implied in the constitution of the subject, it shows how the indexical images of the subjects who reflect/portrait each other as intruders on the mirrors’ surfaces stress the tension between self-appropriation and self-expropriation. The latter introduces a consideration on the way in which the limit of ex-appropriation that their interrupted reflection implies impacts our understanding of their subjectivities’ survival: the spectator’s subjectivity, as a metaphoric mourning subject, and the dead other’s subjectivity, whose face (dis)appears thanks to the action of his breadth.


Este artigo propõe uma reflexão acerca da intimidade entre o luto e a estrutura da subjetividade, partindo da reformulação plástica da especularidade sugerida pela instalação Aliento de Óscar Muñoz. Seguindo as ideias de Jean-Luc Nancy acerca da relação entre o intruso, a semelhança do retrato e a constituição do sujeito, observa-se como as imagens indexicais dos sujeitos refletidos/retratados nos espelhos implicam, em sua mútua intrusão, uma tensão sustida entre apropriação e expropriação de si mesmos. São exploradas as implicações dessa tensão para pensar a supervivência da subjetividade do espetador, como metáfora do sujeito dolente, e do outro morto, cuja face (des)aparece por causa do alento do primeiro: a supervivência que está em jogo no limite da relação de ex-apropriação que anuncia o seu reflexo interrompido.


Todo ha emigrado contigo,

toda mi posesión está expropiada.

Nelly Sachs1

El artista dispone una serie de espejos circulares sobre unos soportes metálicos anclados a la pared. Ubicados a la altura promedio de la mirada del espectador, y separados como estaciones para la contemplación individual, su superficie no supera la extensión del círculo imaginario que encierra a una mano abierta. Inquieto por el deseo de ver aquello que no parece estar más que en el fondo del espejo, alguien se acerca. El vaho de su aliento se cierne sobre la superficie del cristal y la empaña con una mancha opaca que, poco a poco, cubre el campo en el que el reflejo debería producirse. La mancha se extiende y toca los bordes de una serigrafía de grasa oculta hasta ese momento; siguiendo el tempo de la exhalación, los trazos serigráficos emergen del fondo invisible de la transparencia entrelazándose en el negativo de la fotografía de un rostro de un muerto.2 Su silueta opaca interrumpe la visión que el quien se mira en los espejos tiene de sí mismo al suspender temporalmente el retorno del reflejo. Aunque al acercarse al espejo el espectador se pierde en la ruta de retorno sobre su rostro, el vaho que difracta la luz en este extravío también aviva la imagen de un rostro ajeno. El aliento infunde una vida transitoria a un rostro desaparecido, aquel que sobrevive al aparecer desapareciendo por contados instantes en (sobre, detrás, adelante, debajo y encima, todo a la vez) la imagen del reflejo opacado. Una imagen que, llegado el anuncio imperioso de una inhalación venidera, empezará a dilucidarse entre el vaho disipado una vez más.

En una entrevista con Hans-Michael Herzog, Óscar Muñoz afirma que su instalación Aliento (1995) es la puesta en escena de una relación con el otro y con uno mismo a través de la tensión entre la inhalación y la exhalación, entre la aparición y la desaparición, que se deriva del ritmo de la respiración de quien sopla sobre la imagen de su reflejo. Dice el artista colombiano que “en el mecanismo del aliento hay una relación con el otro y con uno mismo: cuando tú empañas con tu aliento la imagen, se borra la tuya propia; tú ya no eres, es la otra persona. Pero no puedes mantener la exhalación: necesitas inhalar”.3 La frontera entre los dos verbos, “eres, es”, nos anuncia una continuidad en la interrupción, una suerte de vida póstuma o de supervivencia que tiene lugar en el límite entre el dejar de ser yo y la llegada del otro –y, habría que añadir, entre el desvanecimiento del rostro ajeno y la dilucidación del propio–. En el ir y venir de las imágenes de Aliento convergen, por lo tanto, la supervivencia del yo en el reflejo, que podemos asociar a la cuestión de la apropiación del sujeto de sí mismo, y la del otro muerto en el retrato que el aliento del espectador aviva, que podemos asociar a la cuestión del duelo, esto es, al modo en el que la ausencia del otro muerto se acoge en el presente. Tratándose, pues, de una doble supervivencia, la pregunta que se asoma en este juego de reflejos opacos ha de ser doble también: ¿cómo se inscribe la pérdida en la estructura de la subjetividad y cómo se inscribe la subjetividad en la estructura de su acogida? ¿Cómo se expresa esta relación bivalente en la idea de supervivencia que la plasticidad de Aliento nos propone?

En las siguientes páginas quisiera explorar en qué consiste esta supervivencia para rastrear el modo en que los elementos plásticos de Aliento reformulan la estructura de la reflexión especular a partir de la tensión entre la apropiación y la expropiación de sí, tensión que estaría en la base del diálogo entre duelo y subjetividad que la obra nos propone. En un primer momento, observaré cómo el carácter indéxico de las fotografías que Muñoz transpone en las serigrafías de grasa, así como el de la película de vaho que resulta de la proyección del aliento sobre el espejo, nos permite replantear la relación especular del sujeto consigo mismo como una relación con una alteridad interior que Jean-Luc Nancy ha denominado intrusión. A la luz de sus ideas sobre la semejanza del retrato como la infinita tensión a sí que da forma a la subjetividad, mostraré en un segundo momento cómo el reflejo/retrato que (des)aparece sobre la superficie del espejo nos permite entender la supervivencia que estaría en juego en Aliento en términos de una relación, aquella en la que el sujeto sobrevive en la intrusión de un otro (muerto) que, a su vez y en el mismo movimiento, sobrevive en la abertura estructural del sujeto (doliente): la abertura ex-apropiadora de la subjetividad.

La intrusión de la intimidad

La imagen doble de los espejos de Aliento toma su forma a partir de un intercambio sostenido entre la transparencia y la opacidad. El aliento del espectador y la grasa invisible que permiten la aparición del rostro del obituario se entrelazan en la producción de dos imágenes evanescentes, la del reflejo transparente del rostro que mira y la del negativo opaco del que lo mira de vuelta, en las que la simetría especular de la reflexión se ve interrumpida por la (des)aparición de una mirada ajena. En nuestro intento de acercarnos a la intimidad prometida del reflejo, es decir la intimidad del reconocimiento de un rostro que es nuestro solo en tanto que lo vemos fuera de nosotros mismos, el espejo nos devuelve nuestra mirada – que, entonces, ya no es nuestra, o al menos no del mismo modo– en la mirada de otro. Una mirada que, además, nos mira en el presente de este acto de reconocimiento insertando en él un pasado que interrumpe la identificación apropiadora: la silueta de este otro en medio nos mira aquí y ahora con el trazo de una presencia pasada, una presencia material que anuncia la ausencia en el presente de una singularidad irrepetible, la de aquel que nos interpela con su silente mirada. El anhelo de nuestros ojos de tocar su imagen amada sobre el fondo del espejo, anhelo que aspira a establecer un círculo continuo entre el yo que mira y el reflejo en el que se ve mirarse, es aquí, pues, la causa misma de su interrupción. El advenimiento fugaz del rostro de un ‘intruso’ rompe o abre el círculo prometido del reflejo y, en efecto, expropia su propiedad: pone lo propio de su propiedad en otro lugar (ex), en el lugar del otro y, de tal manera, vuelca la reflexión en una exposición de sí mismo como ese otro: “je est un autre”.4 Yo es un otro, que no es sino otro modo de decir un otro –el intruso– soy yo. Observemos, para empezar, en qué consiste la intrusión de este aliento expropiador.

La estructura de la reflexión supone por sí misma una alteración del sujeto que mira, que se mira del otro lado del espejo, en el reflejo inverso que ve delante de sí mismo y que, al ubicar su imagen en una exterioridad que está más allá de sí mismo, la hace susceptible de su apropiación en la simetría transparente de la reflexión. Las imágenes dobles y superpuestas de los espejos de Aliento llevan esta alteración del yo necesaria para su apropiación hasta un extremo revelador e inquietante. Aquí, el reflejo del espectador se produce, pero es un reflejo opaco; un reflejo que solo acontece en la suspensión que supone la ya mencionada intrusión de un tiempo pasado, de su mirada en el rostro del otro muerto que quiebra el presente en el que la reflexión acontece. La impropiedad de la muerte se interpone así en la propiedad de la vida y, más precisamente, en la propiedad de sujeto que intenta afirmar su estar vivo en el cierre especular de su identidad: el cierre que previene la abertura a todo lo que pueda interrumpir –esto es, abrir– la ruta de su retorno a «sí mismo». El reflejo opaco de Aliento se figura, pues, en la tensión modulada entre la propiedad del yo vivo y la impropiedad del otro muerto; es un reflejo en el que el retorno prometido de la mirada que se refleja se descubre como un retorno impropio de un otro en la identidad, así abierta, del «sí mismo». ¿Cómo acoger esta intrusión? ¿Cómo acoger la intromisión de esta imagen (im) propia sin perderme y sin perder la singularidad del otro-yo o del yo-otro, del yo es otro, en la trenza entre mi rostro y aquel que me mira?

En una entrevista con Diego Garzón, Muñoz insinúa que la angustia y la extrañeza que produce la ausencia del reflejo o, si se quiere, el reflejo como ausencia en los espejos de Aliento, están ligadas a una ominosa relación que se teje entre la interrupción de la auto-identidad del espectador y la impotencia que atraviesa el compromiso de conservar en el presente la impronta del otro rostro evanescente. En palabras del artista, “mirar cómo se deshace la imagen del otro, como se pierde y no podemos mantenerla, puede ser doloroso; pero, a la vez, es reconfortante para el espectador ver aparecer de nuevo su rostro”5: el dolor de la pérdida, dolor sobre el que se tensa el trabajo del duelo, coexiste entonces con el consuelo del reconocimiento especular de sí mismo en el presente de un sujeto cuya mirada, en este orden de ideas, es también metafóricamente la de un doliente. Esta coexistencia entre el dolor y el reconocimiento, entre lo irremediable de la pérdida de la vida pasada (la imagen opaca desaparece) y el deseo de afirmación de la vida presente (el reflejo reaparece), nos sugiere que uno y otro forman parte de una misma estructura: la estructura, ya decíamos arriba, de cierta supervivencia en la que la intimidad apropiadora del yo vivo que (se) mira solo se (le) presenta, como literalmente sucede sobre los espejos de Aliento, en y como la imposibilidad de neutraliza la diferencia intrusiva y expropiadora del otro muerto en su reflejo. Lo que está en juego en esta supervivencia es, por lo tanto, un movimiento de apropiación expropiadora tanto de mí mismo como del otro muerto: un modo de reconocerme y reconocerle en y como la pérdida de todo retorno a «mí/sí mismo».

De acuerdo con esto, la pregunta por cómo acoger la intrusión del otro muerto nos obliga a detenernos en el modo en el que su singularidad sobrevive en este «mí mismo» y, a la vez, en la manera en la que esta sobrevida está implicada también en mi propia supervivencia. Recordémoslo: la (des)aparición del reflejo transparente de quien (se) mira en el espejo y la del trazo que da forma al rostro de quien lo mira en la opacidad del vaho ocurren simultáneamente. La plasticidad de la(s) imagen(es) de Aliento conjuga el dolor de la pérdida y el consuelo del reconocimiento en un solo movimiento que, si bien se tensa en direcciones que parecen opuestas, invoca a esta tensión justamente como su condición de posibilidad. Así como la imagen del muerto no aparece sobre la superficie sin el aire que exhala quien se acerca al espejo, así también la proximidad entre el ojo que mira y la imagen reflejada no puede darse si no es sobre el límite opaco del otro rostro que interrumpe y a la vez da lugar a su simetría. No hay continuidad, no hay supervivencia en ninguno de los casos si no es sobre el vértice de la discontinuidad, de la intrusión expropiadora o, en breve, de la diferencia que abre la relación entre el sujeto que (se) mira (en) el rostro reflejado. Como escribe Nancy en El intruso, “mi supervivencia está inscrita en un complejo proceso, uno tejido entre extraños y extrañezas … que me llegaron de otra parte, que son otra parte «en mí»”:6 otra parte, la parte otra que inscribe su alteridad—la del otro muerto en Aliento—en el retorno que da forma al círculo ‘cerrado’ de mi identidad o, mejor, en la estructura especular sobre la que esta pretende erigirse. ¿Cómo pensar, entonces, la presencia de esta otra parte, este intruso que, como diría Nancy, me convierte en un extranjero para mí mismo?7

La modalidad de presencia del otro/yo superviviente se deriva, en el caso de Aliento, del carácter fotográfico de la imagen que (des)aparece sobre el fondo de vaho en los espejos. Los rostros a los que el aliento de la exhalación da su sobrevida son trasposiciones que el artista hace de las fotografías de personas de las que “lo único que existe es ese documento que las reemplaza y constata a la vez su ausencia”.8 Ahora bien, este reemplazo no es una simple sustitución de la presencia perdida del difunto. La imagen fotográfica funciona como una instancia visual en la que esta ausencia se constata en y como la imagen del rostro del muerto que, lejos de suplantarlo como su suplemento, lo expone como la marca de su retirada a la intimidad de una ausencia sin fondo, esto es, de un alejamiento de su presencia que se siente en la inmediatez familiar de la fotografía. La imagen fotográfica, propone Nancy, “se somete a una extracción incontenible de presencia … El secreto de la fotografía, el claro misterio de su estar perdida y siempre alejada, es su fuga hacia lo extraño en medio de lo familiar. La foto captura lo familiar e inmediatamente, instantáneamente, lo aleja hacia la extrañeza”.9 Esta simultaneidad entre captación y alejamiento pone de manifiesto, como sucede con los rostros serigráficos de Aliento, que la fotografía introduce un modo de presentación en el que la presencia (captación) y la ausencia (alejamiento) se imbrican mutuamente en la (des)aparición del referente como intruso en la imagen de la imagen. Al estar atravesada por la pulsión intrusiva de esta extrañeza, la imagen fotográfica permite que el otro muerto sobreviva en ella como el secreto huidizo de una presencia que llega, que nos mira, en su alejamiento de sí misma.

Las fotografías de los obituarios de las que Muñoz parte para hacer las serigrafías de grasa son indicios, en consecuencia, del modo en que la presencia superviviente se presenta en y como su propio proceso de vaciamiento o, si seguimos el lenguaje de Aliento, en y como la (des)aparición del rostro cuya sobrevida depende del aliento de quien la observa, quien la aviva. La supervivencia fotográfica consiste, de acuerdo con esto, en la extensión de un tiempo perdido en la percepción de una impresión material presente: el tiempo del intruso, el tiempo de la mirada que nos mira de vuelta en el espejo, se extiende en la superficie del espejo gracias a la materialidad del vaho que se estampa sobre las marcas de grasa y que, así, permite la (des) aparición en el presente de una imagen evanescente que está aquí al decirnos que ha estado aquí. Como señala Roland Barthes (citado en Krauss 2000), “la fotografía no establece una percepción del objeto como algo que está aquí (como sucede con la copia), sino una percepción de que ha estado aquí. Se trata de una nueva categoría espacio-temporal: inmediatez espacial y anterioridad temporal”;10 inmediatez, por lo tanto, de una presencia que emana y que se retira a la vez a la ausencia desde donde la extrañeza de su anterioridad nos interpela.11 Una presencia, pues, que se resiste a su fijación en la imagen y que, en esta resistencia, hace que la fotografía la señale como su indicio, esto es, como la escena material en donde su emanación y su retirada de la escena pueden sentirse por fuera de todo régimen de codificación. La imagen fotográfica es, sin más, la huella visible de un ausentamiento —vale decir, de una intrusión, de una sobrevida— invisible.

Si la intrusión del otro muerto puede acogerse como una presencia que sobrevive en la figura del rostro de vaho, es justo gracias a esta categoría fotográfica, el índice. Como ya ha señalado Nelly Richard, “tanto la imagen fotográfica como la desaparición conjugan el ya no con el todavía12 gracias a la proximidad material entre la presencia ausente del referente en el pasado (ya no) y su ausencia presente en el ahora (todavía) indexical.13 No en vano los trazos de grasa que Muñoz dibuja sobre la superficie de los espejos son una transposición de las impresiones indéxicas de la luz en las fotografías de los obituarios: la supervivencia del otro muerto no es otra cosa que el he estado aquí de un referente que en la foto se indica en y como su partida del presente, esto es, en y como la intensidad del sentimiento irrebatible de su pérdida en la silueta que (des)aparece. Esta transposición de las impresiones fotográficas a los trazos de grasa que el artista imprime sobre los espejos nos remite así al movimiento de apropiación expropiadora que rastreamos arriba. Gracias a la transposición, la silueta del rostro del otro muerto puede (des)aparecer cuando el aliento del espectador opaca los contornos de las foto-serigrafías de grasa. En este proceso, la foto-serigrafía guarda su registro indéxico solo en un sentido metafórico, dado que el desplazamiento del medio fotográfico a su reproducción serigráfica supone una ruptura de la contigüidad material entre el índice y su referente de las fotografías originales. La foto-serigrafía actúa solo como el registro de la luz sobre el papel fotográfico (he ahí la metáfora: esto es como aquello), sin ser nunca ella misma el resultado de una impresión indéxica.

De esta manera, la transposición desplaza la contigüidad característica del índice a las huellas efímeras que el vaho imprime sobre el espejo, huellas que son literalmente las marcas indéxicas del aliento del espectador, cuya acción es análoga, por consiguiente, a la de la luz que se imprime sobre el papel fotográfico. Este desplazamiento plástico, esta especie de inversión de la luz pasada de la foto en el aliento presente de los espejos opacos, nos deja ver, tanto en un sentido literal como en uno figurado, que el advenimiento intrusivo del rostro del otro muerto en el presente, ese advenimiento que hemos llamado supervivencia, no es más que el negativo de mi propia impresión indéxica, la de mi aliento vivo, sobre el espejo. Aquello que se cifra o se anuncia en la presencia indéxica del rostro que me mira de vuelta no es solo la sobrevida de su pasado perdido en el presente, ya que en ese rostro ajeno también se figura negativamente, como su fondo o su frente opaco, la indexicalidad de mi propio aliento. Mi aliento, mi vida, que, así, también sobrevive, también se hace visible en su tensión hacia la ausencia intrusiva de mi muerte por venir, en la presencia de una silueta evanescente que me es tan ajena como propia, que solo me es propia en tanto permanece siendo ajena: la silueta del límite entre el trazo de grasa y el vaho que la hace visible, la silueta de una singularidad pasada y perdida cuya intrusión en mi reflejo, que es ahora el suyo, me anuncia mi propia muerte. Ciertamente, el día en el que mi aliento alcance su último estertor, seré yo quien habrá estado aquí.

La intimidad que el ojo busca en su reflejo se descubre aquí como una intimidad que solo puede tener lugar en la interrupción que supone este anuncio de la muerte –es decir de la discontinuidad inevitable de un yo ahuecado por una ausencia que desde siempre lo consume– en el índice invertido de un rostro ajeno. Como sucede con la extraña familiaridad de la fotografía, lo que la mirada del espectador captura en la proximidad del espejo es, entonces, el alejamiento de su propia presencia, el alejamiento de su retorno suspendido a «sí mismo», que se advierte en la mirada evanescente del otro muerto. Si cuando nos acercamos al espejo esperamos constatar la propiedad de nuestra identidad en la simetría cerrada del reflejo (el que mira hacia adentro es idéntico al que mira hacia afuera), el juego de la indexicalidad transpuesta de Aliento parece decirnos que la ilusión de esta simetría solo es posible cuando comprendemos que en la intimidad que late en el corazón de la identidad es la de una abertura a la intrusión de la alteridad de la muerte, de su mirada inquietante, en la mismidad o el continuum de una vida – de un yo– inmortal.

Mi más íntimo reflejo, aquel que busco en la profundidad latente del reflejo cuando me acerco al límite del espejo y respiro, no es entonces la imagen de mi rostro invertido que cerraría el círculo de un retorno a «mí mismo» y que, así, confirmaría mi propiedad sobre una vida transparente, sobre una interioridad idéntica a sí misma. No: mi más íntimo reflejo no es otra cosa que el reflejo de mi intimidad. Una intimidad secreta, familiar y extraña en su alejamiento, que excede cualquier retorno apropiador a mi supuesta interioridad, en tanto que descubre que mi vida, mi ser presente, transcurre sobre el límite opaco de su progresiva (des)aparición hacia el vacío intrusivo de la muerte: el límite en el que el retorno a «mí mismo» se suspende en la abertura que implica esta exposición a una ausencia que desde siempre, entre cada exhalación y cada inhalación, está ahuecando mi presencia. La ausencia de la muerte que en Aliento me mira en la figura indéxica de otro fotografiado me expone, en efecto, a esta abertura íntima o a esta intimidad de la abertura que comparto con él: un intruso que, resistiéndose a toda apropiación o interiorización, también soy yo mismo expropiado de toda posesión sobre mi «mí mismo». Ser un intruso para mí mismo no me acerca, como parece prometerlo mi acercamiento al espejo, a esta extrañeza de la intrusión. Antes bien, me revela lo que Nancy llama la ley general de la intrusión14: estoy abierto-cerrado, pues en la abertura que tiene lugar sobre los límites de mi yo vivo, los límites de los trazos indéxicos que mi aliento dibuja sobre la superficie del vidrio, hay un flujo incesante e incontenible de la alteridad de un otro pasado que me mira y que, en su singularidad, cierra también los límites de mi yo: un otro en mí, un intruso que (no) soy yo.

¿Qué es entonces lo que sobrevive en mí o, mejor, en este límite de la figura (la del muerto, sí, pero también, con ella y en torno a ella, la de mi intimidad reflejada) en el que toda mi propiedad queda expropiada? Si la supervivencia se tensa sobre este límite, si la aparición del rostro del otro muerto en mi reflejo depende de la proyección de mi aliento, del fondo/frente en el que emerge su figura, aquello que aquí sobrevive en su latencia evanescente no puede ser anterior a esta relación de mutua expropiación. Y escribo mutua porque lo que está en juego aquí, sobre el límite de este reflejo opaco, no parece ser solo la supervivencia del otro muerto y de su pasado en el presente en el que me miro en el espejo, sino también—y quizás fundamentalmente, en calidad de fundamento ineludible y, por ello mismo, excesivo—la de la propiedad paradójica de mi yo: el advenimiento del intruso me permite sentir en la mirada de su rostro (que, fuera de mí, es también el mío), la mirada intrusa que rompe y a la vez cierra el círculo ahora abierto de mi reflejo. Es en esta no-coincidencia entre mi reflejo y el retrato opaco en donde puedo verme; su intrusión mueve mi imagen al ritmo del azar con el que mi soplo, mi aliento, se posa en la superficie del espejo.

En esa danza nebulosa, la movilidad del reflejo/retrato de Aliento me anuncia, como diría Barthes, que en mi deseo de que la imagen del espejo coincida con mi yo profundo, con su solidez y su estabilidad supuestas, “es yo lo que no coincide con mi imagen; … soy yo quien soy divido, disperso”,15 quien solo puede hacerse visible, como sucede en Aliento, en la movilidad de mi reflejo, en la danza de la intrusión que lo ahueca, que lo—que me…—invade. Solo en la interrupción del retorno a «mí mismo» puedo sentirme a mí mismo, esto es, puedo sentir el ritmo íntimo, más íntimo que cualquier identidad conmigo mismo, del devenir en el que, desde ya, mi presencia se vuelva hacia la ausencia (im)propia de mi muerte. El devenir de la síncopa, el ahuecamiento o el ausentamiento de mi yo que es lo que llamo mi «mí mismo»; el movimiento en el que, como escribe Nancy, “el «yo» más absolutamente propio se aleja a una distancia infinita … y se hunde en una intimidad más profunda que cualquier interioridad”.16 Es esta fuerza del devenir la que se hace visible, sensible, en la imagen de vaho en la que mi aliento—aquello que impulsa mi vida, el ritmo de la respiración que anima mi cuerpo—se presenta frente a mí en la interrupción de mi reflejo. Una y otra supervivencia, la del otro después de su muerte y la de mi intimidad conmigo mismo, son las dos caras de los impulsos que, siguiendo las palabras de Muñoz, se encuentran en el límite en el que se implican uno al otro: la supervivencia del otro en la pérdida—su rostro (des)aparece—es coextensiva a la supervivencia del yo en el reconocimiento—mi rostro (des)aparece—. Lo que sobrevive es la relación sin la que ninguno sobrevive en el presente: la relación que los expropia uno a otro para otorgarles, retirándosela a la vez, su propiedad.

De acuerdo con esto, la supervivencia no debe pensarse en ninguno de los dos casos como la prolongación indefinida de cierta continuidad del yo consigo mismo que, a su vez, encerraría al otro en el círculo inverso de una negatividad hermética o, lo que es lo mismo, en el afuera que reposaría más allá de los límites del yo. No: la supervivencia es, por el contrario, la marca del límite en el que uno y otro se cortan, se escanden o se interrumpen, para sobrevivir en la discontinuidad o en la abertura de la relación de expropiación en la que cada uno toca al otro—y, al menos en el caso del yo, se toca a sí mismo, a su «mí mismo»—en el presente. Si lo que sobrevive es la relación, la intrusión no puede ser simplemente el evento de la llegada de un intruso absoluto, por llamar de alguna manera, que anteceda a la relación misma como una entidad autónoma y exterior que se interpone en la ruta de retorno a «sí mismo» del yo. Como sucede con los espejos de Aliento, el otro muerto que emerge sobre el fondo de vaho solo puede hacerse visible cuando el espectador, en su fantasía de reconocimiento, esto es, de retornar a sí, de volver en sí en la imagen invertida del reflejo, establece una relación, una suerte de intimidad inesperada, con la singularidad indéxica que lo mira (esto es, en la que se mira) en la serigrafía de grasa. Una relación que es su propiedad sobre sí mismo.

La intrusión es también, entonces, el evento de mi llegada a este límite del encuentro conmigo mismo, con mi intimidad profunda, en la (des)aparición del intruso que interrumpe el círculo, ahora abierto, de mi yo: un yo que soy yo mismo en tanto que soy también él, en él y con él. El extranjero que sobrevive en mí así como yo sobrevivo gracias a él, aquel que puede tomar tantas formas como rostros singulares hay en los obituarios que Muñoz colecciona, es un extranjero cuya extrañeza no le viene de un más allá o de un pasado que antecede, como una experiencia intocable, a mi propia vida aquí y ahora. Al revés: en palabras de Nancy, “el extranjero múltiple que es una intrusión en mi vida … no es otro que la muerte o, mejor, la vida/muerte: una suspensión del continuum de ser, una escansión en la que «yo» no tengo/no tiene mucho que hacer”.17 El intruso que sobrevive es la relación que aquí se marca con la barra inclinada: la vida en la muerte como escansión del yo por el otro en él. Una escansión, una (dis)continuidad en lo más íntimo y más ajeno a cualquier interioridad, en la que lo que se tensa infinitamente es el sentimiento, el pathos o la pasión de un sujeto18 que, preso de ser un «sí mismo», de buscar su identidad en el círculo de su mismidad absoluta, se pierde en la abertura de esta relación ex-apropiadora consigo mismo como otro o, si se quiere, en la opacidad de su reflejo sin fondo. La (des)aparición del rostro del obituario y de mi reflejo invertido en el espejo, su tránsito lento y efímero con el que se tensa lo inevitable de la pérdida y el consuelo del reconocimiento, nos sugiere una tensión entre la fantasía del continuum del yo y la intimidad de la abertura del «mí mismo»: uno y otro se tensan en la extraña pasividad de un sujeto que solo puede apropiarse de sí mismo en y como la pasión de esta abertura infinita.19 Al introducir un modo de apropiación que solo tiene lugar en la expropiación que supone esta relación fundamental con la intrusión, el ojo que busca su rostro en el espejo es tanto el agente que busca, entonces, como el objeto buscado: un objeto que no está más allá o afuera del acto de la mirada en tanto que no es otra cosa que la relación, el límite de una abertura/intrusión infinita que no está ni afuera ni adentro del sujeto que mira, el entre en el que su «sí mismo» sobrevive como el sentido pasible de su propia pérdida.

Retrato, o la semejanza sobreviviente

Esta pasión íntima del sujeto, este paso del cierre pretendido de la estructura especular a la abertura de la intrusión como pathos de la intimidad del «mí mismo», podemos comprenderla a la luz de la distinción entre el reflejo y el retrato que Nancy introduce en La mirada del retrato. El juego de las imágenes indéxicas de Aliento no es otro, de hecho, que el de una modulación entre esos dos términos, reflejo y retrato, que se conjugan en el encuentro, a la vez transparente y opaco, a la vez continuo y discontinuo, entre la mirada del espectador y la de su intruso en el espejo. Para Nancy, la diferencia entre la relación que el sujeto establece consigo mismo en la estructura del reflejo y en la del retrato se juega en el hecho de que, en su búsqueda de un retorno sobre sí que asegure la apropiación, el primero busca garantizar la continuidad del yo, su soberana autonomía, por medio de su afirmación como una presencia idéntica a sí misma; por su parte, el segundo solo puede tener lugar in absentia del sujeto que en él se figura, razón por la que está expuesto a la discontinuidad de la ausencia desde su misma concepción. Se trata de “dos formas de pasión que se desafían gruñendo … : una de ellas es el narcisismo del reflejo, mientras que la otra sería la pasión, a la vez más activa y más pasiva, de una relación con el otro en sí, o a sí como otro”.20 Si la primera es una pasión que aspira al retorno como reconocimiento de un yo cerrado en sí mismo, la segunda instaura una relación de reconocimiento también, pero lo hace en la direccionalidad infinita que se abre en la abertura al otro yo, al intruso que ahueca su presencia, y no en el retorno narcisista sobre una esencia fija o por fijar, bien sea como una sustancia inmanente por descubrir o como un espíritu trascendente por sublimar. El sujeto del retrato no se reconoce, pues, en una relación especular de retorno en sí, sino en “la relación a sí mediatizada por la salida de sí”,21 es decir, por la tensión hacia sí mismo fuera de sí mismo que, como vimos, no es otra cosa que la tensión que interpone la intrusión.

Pensar a la subjetividad como el movimiento siempre abierto de una relación a sí (es decir como un «mí mismo» discontinuo al que me tiendo en mi retrato) y no como el cierre de un retorno en sí (es decir como un yo reflejado, reflexivo e inmortal), nos permite entender en qué direcciones y cómo es que tiene lugar la supervivencia en y de la relación de intrusión –la relación vida/muerte, yo/otro, adentro/afuera– que Aliento nos propone. Se trata, como veremos, de dos direcciones o impulsos que se implican mutuamente como las vías opuestas que se encuentran y entrecruzan en la tensión de fuerzas de cualquier vector:

(i) Por una parte, el sujeto sobrevive en la intrusión del otro. La supervivencia del sujeto que mira, entendida como el sentimiento de su intimidad más allá de toda interioridad, depende de la interrupción que inscribe la (des)aparición del retrato del otro muerto en su reflejo y, con ella, de la exposición a la ausencia de la muerte que ella introduce en la esperada reflexión de un yo absoluto. El sujeto que (se) mira no puede sobrevivir, entonces, como un original que se representaría simétricamente en la imagen del sujeto mirado. Antes bien, lo que el hecho de su supervivencia querría decir aquí es que la estabilidad y la fijeza de dicho original, que así dejaría de ser un original representado y pasaría a ser uno que se semeja, no antecede a esta relación expropiadora con el intruso que le devuelve y le retira la mirada en el (su) retrato. La semejanza del retrato, nos dice Nancy, no tiene nada que ver, efectivamente, con el reconocimiento de un original representado.22 Dado que la relación a sí que se abre en el retrato supone que la mismidad del sujeto retratado no responde a la simetría de la re-presentación de una presencia (aquella que, por ejemplo, se identificaría a sí misma en el espejo), la subjetividad del sujeto retratado se retrata, por el contrario, solo en su apertura a la intrusión de la ausencia que lo atraviesa y que así le presenta, infinitamente, al abismo íntimo de su devenir (im)propio. Como escribe Nancy, esta ausencia, la ausencia de la muerte que en Aliento se anuncia en el retrato del obituario en el que busco mi reflejo como mi (su)retrato, “no es otra cosa que la condición en la que el sujeto se semeja. Semejarse es ser sí mismo o lo mismo que sí, … pero esta mismidad es la remisión interminable de una mirada sobre sí a una mirada fuera de sí, una exposición de sí”.23 Una exposición expropiadora, diríamos, de mi mismidad al intruso que me mira y me semeja, el otro yo cuya intrusión me permite sentirla (a mi mismidad, que ahora es también la intrusión) ya no como lo idéntico de una identidad cerrada sino como lo semejante de mi intimidad abierta, esto es, como mi estar volcado desde siempre hacia lo otro de mi muerte, hacia la síncopa de mi ajenidad más propia. Solo puedo ser mi «mí mismo», solo puedo sentir mi intimidad sobreviviendo a cada instante, si el movimiento de esta remisión interminable, de este ser a sí, continúa abriendo mi subjetividad; solo puedo reconocerme, pues, en el retrato del intruso que me abre, que me expone, a la abertura de la semejanza que es mi mismidad.

El rostro que busco en el espejo es, no en vano, el rostro en el que mi aliento se retrata negativamente: el rostro opaco del intruso en el que mi mirada sobre mí es siempre una mirada fuera de mí. Este rostro que me semeja al interrumpir el continuum de mi identidad reflejada es el rostro, pues, de mi subjetividad retratada: siento mi mismidad, la abertura de mi «mí mismo» como la tensión de un a sí, tensión en la que me reconozco perdiéndome; tensión, sin más, de una semejanza infinita en la que “el sujeto es la obra del retrato y, en esta obra, él se encuentra, se pierde”.24 La semejanza de la mismidad interrumpe así la mímesis de una auto-identidad: soy lo que soy en mi tensión infinita hacia mí mismo—en la semejanza en la que me reconozco en mi propia pérdida—y no en la continuidad de una serie de ‘estados’ temporales o representaciones, para ser precisos, que se adecuarían miméticamente a una esencia original y auto-idéntica que se trasluce transparentemente en todos ellos. Esta tensión a sí, esta relación con la pérdida que me permite reconocer mi rostro allí donde, en estricto sentido, no lo veo o solo lo veo en su negatividad, se manifiesta plásticamente en Aliento en el hecho de que la mirada del sujeto retratado (ya no reflejado) se vuelca hacia adelante. No hacia el frente en el que el reflejo me devolvería mi imagen invertida para garantizar el retorno, sino hacia adelante: allí donde “mi rostro es invisible, como lo es siempre para mí. La semejanza del retrato me pone en relación con la ausencia del rostro propio, con su ser-adelante-de-sí”.25 Allí donde mi rostro (des) aparece en la proyección de mi yo.

La metáfora de Muñoz es contundente: mi rostro (des)aparece con el soplo de mi aliento, aquel que me permite sentirme en y como la ex-apropiación de mí mismo, de un «mí mismo» intruso, que supone la abertura de una mismidad retratada. Esta abertura interna de la mismidad es el efecto de una trenza, como nos sugiere Georges Didi-Huberman en uno de sus trabajos sobre la pintura,26 entre lo que él llama la ‘existencia de soporte’ (el lienzo, la superficie del espejo, sub), la ‘existencia de pigmento’ (el chorro del pigmento, el aliento que se arroja sobre, jectus) y la ‘existencia significante’ (el subjectus, el sujeto observado, la figura que se distingue entre sub y sobre). En Aliento, esta trenza se anuda en el intervalo infranqueable entre el ojo que mira, que se lanza hacia adelante-de-sí en su esperanza de reconocerse, y la superficie opaca en la que su mirada se proyecta. La mirada se lanza sobre (se pro-yecta) como el aliento cubre el espejo con vaho y, en esa proyección, el ojo se mira en el trazo opaco de un rostro intruso, un rostro cuya (des)aparición progresiva evidencia que la coincidencia deseada entre la presencia de quien mira y la de aquel que lo mira de vuelta, siempre está interrumpida por el movimiento incontenible de una ausencia intrusa que no puede cerrarse en el círculo de la identificación de un yo consigo mismo. Una ausencia que yace recubierta o disimulada, como la foto-serigrafía de grasa, bajo la fantasía de la presencia auto-idéntica de la que la proyección emerge y que, por ende, ahueca o permea la ruta del retorno que esta auto-identidad supondría. La ausencia, sin más, que atraviesa a toda presencia que, al salir de sí misma (recordémoslo: a sí) en su búsqueda de sí, no puede coincidir nunca consigo misma en tanto que su proyección no puede deshacerse del intervalo de la ausencia que ella pretende superar: la superficie liminal que, como los espejos de Muñoz, es su soporte o, para usar el término de Derrida, su subjéctil.27

El subjéctil está siempre en el medio, allí donde yace como el soporte estructural y por ende vacío, siempre esquivo y volátil, de toda proyección: es el intersticio subyacente y pasivo (de ahí el prefijo sub-) que el proyectil desea superar en su lanzamiento pero, a la vez, es el lienzo opaco que, como un prisma, desvía activamente la trayectoria del haz de luz que intenta cruzarlo (de ahí que, como el proyectil, sea un jéctil: fórmula activa de una eyección constante, de un (re)envío). La aparente pasividad del subjéctil no lo encierra en la inmovilidad de un subjecto, esto es, de un algo eyectado que se encierra en una esencia hipostasiada. El subjéctil es el intersticio que opera como el soporte de esta estructura de lanzamiento o de envío especular pero que, tal y como sucede con la opacidad del vaho en los rostros de Aliento, es simultáneamente la membrana que, al desplazar o desviar este lanzamiento en el juego abismal de la semejanza, interrumpe el retorno esperado de su trayectoria. En palabras de Didi-Huberman, “la proyección [de la mirada, del sujeto que mira, del aliento sobre el espejo] choca o se atasca, se frustra siempre en el espesor del cuadro porque la dimensión de la superficie, en su complejidad interior, produce el reenvío, la retirada del proyecto o proyectil, el destiempo del lanzamiento”.28 El destiempo o el desfase, diríamos, entre la ‘existencia de pigmento’ (el yo que mira) y la ‘existencia de soporte’ (el yo mirado) que, al no coincidir jamás en la síntesis de una ‘existencia significante’ perfecta, sumergen a la mirada en el sentimiento de desvarío de un espaciamiento infinito: no hay modo de superar el límite entre uno y otro. El sujeto que se cerraría con la superación del subjéctil y la consecuente hipóstasis de su esencia no existe, por lo tanto, sino en y como el cruce infinito de envíos y reenvíos que tiene lugar en este límite móvil: el sujeto existe como proyección infinalizada y nunca como proyecto u obra finalizada.29 En esta no-coincidencia entre el yo que mira y el yo mirado, lo único que coincide, lo único que se siente en su tensión sin fondo es, para seguir las ideas de Nancy, “el sujeto de su sujeto: su profundidad y su superficie, su subjetividad y su subjetilidad, su mismidad y su alteridad en una sola «identidad» cuyo nombre es retrato”.30 En la apertura del retrato, en la remisión interna de su semejanza, la identidad del sujeto que se mira es la de su mismidad: el abismo en el que la subjetividad anhelada de un yo profundo y la subjetilidad intrusa de la superficie del subjétil coinciden en un solo movimiento, aquel del vértigo de un (re)envío infinito a sí.

Es en esta «identidad» entre sujeto y subjéctil en el retrato donde la fantasía del reconocimiento de la ‘existencia significante’ de un sujeto reflejado desemboca o se suspende, como nos sucede frente a los espejos de Aliento, en el sentimiento expropiador de mi salida de mí a mí, esto es, en la intimidad intrusa de la mismidad de un sujeto retratado o, mejor, de una subjetividad retratada. En efecto, lo que la opacidad del espejo me revela es que mi subjetividad no puede cerrarse nunca en la esencia de un sujeto absolutamente autónomo en su identidad consigo mismo; mi subjetividad, por el contario, me viene de la ausencia que me ahueca y que me sostiene, aquella que me iguala y me distingue del intruso que soy en lo más profundo de mi yo y de su alteridad interior, es decir, de mi/su mismidad semejante. El otro muerto que me mira en Aliento es mi retrato en tanto que su mirada me expone a mi subjéctil, que no es otra cosa que mi muerte—mi vida/muerte, mi yo/otro, mi intimidad—o, mejor, mi estar muriendo siempre, entre cada inhalación y cada exhalación. La ausencia de mi reflejo en esta mirada ex-apropiadora (la mía, la suya, una en la otra) me expone al movimiento incontenible del devenir que yace bajo, adelante o detrás (sub) de todo lanzamiento de un sujeto a sí o, si se me permite la expresión, de toda pro(sub)yección subjetivante: soy lo que soy porque me pro(sub)yecto hacia mí mismo como otro. De ahí que mi yo, que ahora llamaremos mi mismidad o mi subjetividad retratada, solo pueda sobrevivir gracias a la intrusión del otro muerto que veo en mi retrato: él, que soy/es yo; él, que me anuncia que sobrevivo al anunciarme, en el mismo gesto, que ya estoy muriendo.

(ii) Por otra parte, y esto no es más que una implicación del primer movimiento, el otro sobrevive en la abertura del sujeto. Pensar en esta segunda dirección de la supervivencia es indispensable para prevenir cualquier aproximación a la estructura de la semejanza del retrato como una estructura especular disimulada de un yo, esto es, de una mismidad auto-idéntica. Podría objetarse que la equiparación entre la intrusión y la exposición al subjéctil corre el riesgo de caer en la borradura o la instrumentalización de la alteridad singular del intruso al inscribirla en la abertura o la salida a sí en la que el sujeto siente, como hemos visto, su intimidad consigo mismo. El retrato no sería más que una modulación del reflejo: la abertura de la semejanza terminaría permitiendo un retorno sin resto o sin exceso sobre sí—un reconocimiento sin pérdida—ya no mediante la simetría entre el yo que mira y el intruso que lo mira de vuelta en el espejo, sino a través de la apropiación neutralizadora de su alteridad como un punto de llegada aplazado, postergado o espaciado de la proyección del yo mismo. En ese caso, la interrupción del círculo del reflejo no escaparía de la teleología de toda estructura especular: el telos de la auto-identidad seguiría operando como principio rector de la continuidad del yo que, así, se confirmaría en una interrupción que no interrumpiría el retorno de la reflexión en tanto que, precisamente, evitaría cualquier exposición del yo a una intrusión auténtica. Exponerse no sería aquí sino otra forma de resguardarse, esto es, de permanecer de este lado del límite de espaldas a la amenaza que el lado del otro imprime sobre su pretendida completitud; la salida a sí no sería, pues, sino una salida hacia el fondo del adentro, una suerte de introyección en sí. Lo anterior implicaría, en última instancia, que la abertura de la semejanza del retrato eliminaría la supervivencia del otro en la estructura de la subjetividad.

¿En qué sentido podría sobrevivir entonces la singularidad del otro muerto en la mismidad del retrato? ¿Puede la fuerza de esta singularidad inscribirse en la estructura de una subjetividad retratada, como hemos sugerido, sin que su interrupción del continuum del yo sea una simple modulación de la estructura teleológica de un sujeto en sí? Volvamos ahora a las imágenes de Aliento:cuando me acerco al espejo, el rostro opaco que mi aliento traza sobre las serigrafías de grasa no solo interrumpe literalmente la simetría de mi imagen en el reflejo, como sucede, por ejemplo, cuando soplo sobre la superficie de un espejo cualquiera. La interrupción aquí no es una interrupción genérica; al contrario, la interrupción es cada vez única, cada vez distinta, en cada uno de los espejos que conforman la instalación. El rostro—o los rostros, uno y muchos a la vez—es un rostro ineluctablemente singular cuya interrupción, por consiguiente, es siempre singular también: singular no solo porque es la imagen de un cuerpo y de una vida perdida, única e irrepetible, sino sobre todo porque el trazo que define su silueta es siempre diferente. Como dice Muñoz, “ante todo, se trata de personas con unas facciones particulares que las hacen distintas de otras”.31 No hay dos serigrafías idénticas, razón por la que la intrusión a la que me expongo cada vez que mi aliento se cierne sobre los retratos de los obituarios es una intrusión, para usar una expresión de Nancy, singular plural, es decir que tiene lugar cada vez más de una vez: es singular en y como una unicidad (cada vez) que necesariamente implica su diferenciación de por lo menos otra unicidad singular (más de una vez), aquella sobre la que se traza la singularidad de cada una. Una singularidad que solo emerge, en consecuencia, en su mutua relación y nunca antes de ella; una singularidad que es necesariamente plural en tanto que solo puede ser compartida. Así pues, la singularidad que señala el cada vez no es otra cosa que el evento de esta mutua exposición, esto es, de esta relación de mutuo trazado o de trazo compartido. De ahí que el rostro de la serigrafía que me mira de vuelta en Aliento no sea el de una identidad hipostasiada—bien sea como una esencia o un sentido inmanente o trascendente—sino, en absoluto contraste, el de una subjetividad singular en su relación con la mía; la mía, mi intimidad invisible para mí, que puedo sentir en el cada vez de esta intrusión en mi retrato.

Esta distinción entre identidad y singularidad, este contrapunto entre la esencia y la relación, nos permite entrever el modo en que el otro muerto sobrevive singularmente en la tensión a sí de la mismidad semejante del retrato. Como vimos arriba, la sobrevida del otro en mi «mí mismo» es siempre la sobrevida de la relación; de ahí que la supervivencia de su rostro singular no deba comprenderse bajo la lógica de cierta apropiación o interiorización mimética de su alteridad en la mismidad auto-idéntica de un yo cerrado, inmutable y anterior a esta relación. El otro muerto no sobrevive en la opacidad de mi (su) reflejo de vaho en el sentido en que su vida se prolongue en el rostro que (des)aparece frente a mí y que así, sobreviviría en adelante dentro de mi yo como mi semejante. La supervivencia sí está relacionada con la semejanza que comparto con él, pero no con una semejanza entendida en términos de imitación, una semejanza en la que la sobrevida del otro muerto se derivaría del hecho de que, en tanto que él se asemeja en el reflejo a la imagen mi yo, en tanto que el parece estar en lugar de esta imagen como una suerte de repetición suplementaria, yo soy el original al que ella responde y en el que su sentido se encierra y agota. No: la intrusión de la imagen del otro muerto en mi reflejo me semeja, y así sobrevive en la intimidad de mi mismidad, no porque “semeja a un original, sino [por]que semeja la idea de semejanza a un original; o, mejor dicho, ella misma es el «original» de la semejanza a sí de un sujeto en general, pero cada vez también de un sujeto singular”.32 Semeja la idea de semejanza, vale decir, el movimiento de la remisión a sí de todo original.

El otro muerto sobrevive en el reflejo opaco que comparto con él porque su (des)aparición hace visible y sensible para mí, en y como su rostro siempre singular, el «original» de la semejanza a sí de un sujeto en general pero siempre particular, esto es, el «original» del movimiento de la intimidad abismal que es un «mí mismo». El original originario de la intimidad sin fondo en la que un «sí mismo» se abre al advenimiento del intruso—la muerte por venir, el morir inherente al devenir—que él mismo es: el original del abismo sin fondo de una intimidad por fuera de toda interioridad en el que toda subjetividad se desenvuelve a cada instante y cada vez, siempre singularmente.33 La intimidad que, como nos sugiere el carácter indéxico de lo(s) rostro(s) de Aliento, no es otra cosa que la interrupción de todo retorno sobre un yo inmortal o, si se quiere, la exposición infinita a la ausencia de mi muerte por venir que desde siempre me invade, que desde mi nacimiento me ausenta de mí mismo. Así pues, lejos de inmortalizar la esencia de una identidad perdida para hacerla sobrevivir en su proyección en la fijeza del reflejo de mi yo ‘original’, el retrato del otro muerto me expone a la infinitud de la muerte en (una) persona34: me expone a la intrusión de la muerte en general, aquella que se agita en la intimidad de mi «mí mismo», pero lo hace al enfrentarme—al expropiarme, al ponerme en relación—con el rostro de una muerte siempre excesiva, siempre singular.

Es en esta exposición a la relación originaria de toda subjetividad, por llamarla de algún modo, la relación con la pulsión de la muerte que ahueca la totalidad esencial de cualquier sujeto que se diga yo, en la que la singularidad del otro muerto sobrevive en mi «mí mismo» conservando la impronta irreducible de su alteridad intrusiva. Si el otro muerto puede sobrevivir en mí por fuera de todo régimen de interiorización (sobre todo del que rige el movimiento de un sujeto que interiorizaría su singularidad perdida en el presente, por supuesto) es porque su supervivencia es, en este orden de ideas, un elemento constitutivo de mi propia, y así siempre impropia, subjetividad. Una subjetividad que no puede trazarse sobre los límites de un yo hipostasiado y auto-idéntico sino que, al contrario, solo puede sentirse en y como la modulación infinita entre lo mismo y lo otro que acontece en la tensión de un sujeto (ya no un yo) cuyo «mí mismo» es su pro(sub)yección a sí. A sí que, ya sabemos, es al mismo tiempo a (su) otro: en breve, a su yo que es el otro en la relación. El sentimiento de mi «mí mismo», es decir de la intimidad sin fondo en la que me siento a mí mismo en mi pérdida, no puede aflorar, en efecto, si no es en la relación con el intruso que (no) soy/es yo mismo: el intruso que perfora el retorno en el que la autonomía del yo se confirmaría al exponerme a la abertura originaria de una ausencia –la muerte por venir, el morir que empieza a recorrerme desde que mi cuerpo expulsa su primer aliento– sobre la que mi presencia en el mundo, tal como sucede con los retratos de vaho en Aliento, se traza, se agita y se ahueca emigrando hacia la nada de la que surgió. La (des)aparición del intruso en mi reflejo, su supervivencia evanescente, no es sino el anuncio de esta ex-apropiación de mi «mí mismo» que es mi mismidad: una presencia que se tiende a su ausencia, aquella que la atraviesa desde fuera en el adentro o, mejor, que la invade y la expone a su “in/exterioridad infinita”.35

La sobrevida del otro muerto en el retrato que mi aliento aviva es, en conclusión, la sobrevida de esta abertura originaria en la que mi subjetividad se tiende infinitamente a la intimidad de su a sí singular, abertura que se presenta (hace presencia, se hace sensible, se expone, se retira) en la intrusión de un rostro (im) propio en mi reflejo. Una intrusión en la que la sobrevida debe entenderse, para terminar, como el límite en el que mi subjetividad y la del otro muerto se tocan, sin subsumir su singularidad en una identidad cerrada sobre sí misma, en el sentimiento de lo que Nancy llama una “interioridad originaria”, esto es, “una abertura imposible de cerrar: identidad constituida en un infinito «para sí», es decir, idénticamente «para el otro»”.36 De ahí que, como decía Muñoz, la fuerza de la pérdida y el deseo de reconocimiento no puedan desligarse: la angustia que produce la pérdida de la imagen del otro muerto cuando inhalo, aquella que parece resolverse con la (re)aparición consoladora de mi reflejo, es siempre la angustia que produce el duelo por la pérdida de mí (otro) mismo. Siento que soy quien soy, siento que soy «para mí mismo» solo en la medida en que ese «mí mismo» es siempre el destello de un impulso hacia el otro, «para el otro», al que me tiendo como su (mi) doliente. Es este impulso, el impulso a sí de una subjetividad, el que sentimos en la plasticidad de Aliento: la supervivencia (del otro muerto, de mí mismo, de nuestra relación originaria, originariamente compartida) no es otra cosa que el acontecimiento de este soplo de una presencia in absentia que se figura en su tensión hacia el abismo de la ausencia de la que emerge y a la que se retira. El soplo, sin más, con el que mi aliento retrata en el espejo la figura de unos rostros intrusos y efímeros que vibran, que respiran conmigo y como yo mismo, sobre la silueta de su—de mi—inminente (des)aparición.

Oscar Muñoz. Aliento. 1995, Serigrafía sobre espejos metálicos. © Otto Saxinger, OK Centrum. Cortesía de Alcuadrado Gallery.

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Oscar Muñoz. Aliento. 1996-2000, Serigrafía sobre espejos metálicos. © Thierry Bal, 2008. Cortesía de IVIMA.

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Sachs, Nelly. “La silueta”. Viaje a la transparencia (obra poética completa), traducido por José Luis Reina-Palazón. Madrid: Trotta, 2007, 265.

Notes

[*] Este artículo es una elaboración de la tesis de maestría titulada “Sobre el umbral, o para un vaciado infinito: tres figuras de duelo a partir de Jean-Luc Nancy” (2014) realizada por Pérez Moreno en el marco de las discusiones del grupo de investigación Ley y violencia del departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes.

[1.] Nelly Sachs, “La silueta”, en Viaje a la transparencia (obra poética completa), traducido por José Luis Reina-Palazón (Madrid: Trotta, 2007), 265.

[2.] Aunque puede presumirse que los retratos de las serigrafías sean de personas desaparecidas, Muñoz ha señalado que las fotografías de base fueron tomadas de obituarios públicos y, por ello, “pueden ser desaparecidos, pero muertos, y no solo por la violencia” (Diego Garzón, Cantos cuentos colombianos, 61). No me referiré aquí a la especificidad de la muerte suspendida de las víctimas de la desaparición forzada; sin embargo, las conclusiones a las que quisiera llegar podrían ser útiles para pensar, en otro espacio, la particularidad del duelo por el desaparecido también. La intrusión que está en el corazón de la relación entre subjetividad y supervivencia que aquí rastreo sería, en efecto, análoga en el caso del duelo por el muerto sepultado y en el del duelo por el desaparecido: en ambos casos el punto crucial es su ausencia en el presente (en el presente del yo doliente) y no la incertidumbre sobre el acontecimiento de su muerte.

[3.] Hans-Michael Herzog, Cantos cuentos colombianos. Arte colombiano contemporáneo (Zürich: Hatje Cantz Publishers-Colección Daros Latinoamérica, 2005), 244 [énfasis del autor].

[4.] Arthur Rimbaud, “Lettre à Georges Izambard”, en Œuvres Complètes (París: Livre du Poche Collection La Pochothèque, 1999), 237. La célebre sentencia de Rimbaud en sus Cartas de vidente a Georges Izambart introduce la estructura de expropiación que está en la base de la formación gramatical –y, digámoslo de una vez, no solo gramatical– del yo como un pronombre personal vacío. La sentencia está antecedida por la siguiente afirmación “C’est faux de dire: je pense; on devrait dire: on me pense” (Arthur Rimbaud, “Lettre à Georges Izambard”, 237), cuyo pronombre on –un nosotros impersonal, distinto de nous y cercano al uno impersonal del español– es imposible traducir al español. Podemos aventurar la siguiente traducción: “es falso decir yo pienso: deberíamos decir nosotros me piensa(n)”, nosotros que es uno, que es mi unidad escindida. La sentencia es la expresión de esta escisión, que aquí está relacionada con la remisión infinita entre el sujeto (objeto) pensante y sí mismo como objeto (sujeto) pensado, esto es, con la remisión de su auto-presentación. Siguiendo las palabras de Rimbaud, en lo que sigue trataré de afirmar que es falso decir que yo me presento; deberíamos decir, como nos sugiere el juego de presentación y evanescencia de los rostros de Aliento, nosotros me presenta(n).

[5.] Diego Garzón, Otras voces, otro arte. Diez conversaciones con artistas colombianos (Bogotá: Planeta, 2005), 61.

[6.] Jean-Luc Nancy, El intruso, traducido por Margarita Martínez (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 22-23.

[7.] Jean-Luc Nancy, El intruso, traducido por Margarita Martínez (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 32.

[8.] Diego Garzón, Otras voces, otro arte. Diez conversaciones con artistas colombianos (Bogotá: Planeta, 2005), 28.

[9.] Jean-Luc Nancy, The Ground of the Image, traducido por Jeff Fort (New York: Fordham University Press, 2005), 106 [traducción al español por el autor].

[10.] Rosalind Krauss, “Notas sobre el índice 1 y 2”, en La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos, traducido por Adolfo Gómez Cedillo (Barcelona: Alianza, 2002), 232.

[11.] Interpelación que es el efecto de la desaparición del referente y no de su ausencia sin rastro, pues el referente se presenta en la salida de sí que se hace sensible en su imagen indéxica. Esta desaparición del referente es la que inquieta a Muñoz quien, en su conversación con Garzón, afirma lo siguiente: “Lo que he coleccionado son las fotos de personas que han muerto. ¿Por qué me interesan muertas? Porque el referente, el modelo, ha desaparecido … Si fotografías un vaso y el vaso se quiebra, de ese vaso solo queda la fotografía como testimonio de que fue” (Diego Garzón, Otras voces, 61-62). Lo que la fotografía dice en su mutismo ensordecedor, así como lo que la palabra testimonial dice en su sonoridad ciega, no es ‘yo estoy en lugar del referente’ (no se trata de una sustitución, de ventriloquia), sino ‘yo estuve allí, con el referente, que permanece en mí como lo que fue’. Se trata, pues, de cierta emanación del referente, como aquella que se presume en la proximidad que establece la memoria entre el discurso del testigo y la experiencia que narra. En esta emanación, sin embargo, el referente nunca se presenta en sí mismo; el referente se presenta saliendo de sí, sin llegar ni salir nunca absolutamente; emana desde su pérdida, desde su sustracción irrefutable al pasado, y es la estela de este de este ausentamiento la que se presenta (des) apareciendo en la fotografía y en la palabra testimonial, la que les otorga su valor.

[12.] Nelly Richard, “Imagen-recuerdo y borraduras”, en Políticas y estéticas de la memoria, editado por Nelly Richard (Santiago: Cuarto propio, 2000), 172.

[13.] Rosalind Krauss, “Notas sobre el índice 1 y 2”, en La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos, traducido por Adolfo Gómez Cedillo (Barcelona: Alianza, 2002). En su conocido ensayo sobre el carácter indéxico de la fotografía, Rosalind Krauss afirma que “los índices basan su significado en una relación física con los referentes; son señales o huellas de una causa particular, y dicha causa es aquello a lo que se refieren, el objeto que significan” (Rosalind Krauss, “Notas sobre el índice 1 y 2”, 216). El significado del índice no es mimético (como el del ícono) ni convencional (como el del símbolo), pues se produce por su proximidad material a un referente pasado que excede la materialidad presente de la huella que lo señala. Más que significarlo mediante la ilusión de la profundidad de una presencia subyacente propia del signo lingüístico, el índice lo indica siempre como algo que ya está afuera, saliendo de dicha materialidad en su remisión hacia el pasado del que proviene. El índice es así la marca de algo que ya no está, razón por la que su operación semántica es, como insinúa Krauss, la de una interrupción similar a los modificadores lingüísticos: se trata de un “deíctico” por excelencia, una indicación que en sí misma no tiene significado, un gesto de señalamiento de algo invariablemente exterior que, en su retirada de la materialidad en la que se imprime (como la luz que literalmente se imprime sobre la película fotográfica), se resiste a todo esfuerzo de codificación apropiadora. El sentido del índice apunta a una región que, pese a sentirse en la proximidad de la impresión material, se resiste a ser significado, ya que “los términos del índice instauran un significado carente de sentido” (Rosalind Krauss, “Notas sobre el índice 1 y 2”, 219): el suyo es un sentido huido que se cifra sensiblemente, no semánticamente, en la contigüidad siempre interrumpida entre el índice y su referente.

[14.] Jean-Luc Nancy, El intruso, traducido por Margarita Martínez (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 32.

[15.] Roland Barthes, La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, traducido por Joaquín Sala (Barcelona: Paidós, 1989), 42.

[16.] Jean-Luc Nancy, El intruso, traducido por Margarita Martínez (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 42.

[17.] Jean-Luc Nancy, El intruso, traducido por Margarita Martínez (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 26.

[18.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 62.

[19.] En esta pasión de la pasividad en la que se juega la posibilidad de que el sentimiento de la ex-apropiación tenga un sentido para el sujeto expuesto a su intrusión (im)propia; un sentido que solo puede acogerse, sentirse, en el límite de la relación en la que él mismo se abisma, esto es, en el límite de su apertura infinita a su in/exterioridad. Como señala Nancy, “la pasividad de la que se trata aquí no puede determinarse en oposición a la actividad. No consiste en ser pasivo sino en ser, si podemos decirlo así, pasible al sentido; ser capaces de recibirlo, de acogerlo” (Jean-Luc Nancy, The Gravity, 75 [traducido por el autor]) no como una unidad cerrada dispuesta para su apropiación, sino como la intensidad o el sentimiento de la moción de su partida, de su reenvío y, con él, de su puesta en abismo.

[20.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 45.

[21.] Jean-Luc Nancy, El intruso, traducido por Margarita Martínez (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 42.

[22.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 40.

[23.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 48.

[24.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 34.

[25.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 45.

[26.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 30.

[27.] Jacques Derrida, Forcenar el subjéctil, traducido por Bruno Mazzoldi (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2000), 21. Como Nancy apunta en una de las notas al pie de La mirada del retrato, la reflexión sobre la subjetividad que está en la base de la idea de la semejanza que hemos observado parte del concepto derridiano de subjéctil. Derrida otorga este nombre al espaciamiento entre las trayectorias (jetées) de lo objetivo y lo subjetivo que son el soporte subyacente, pero derivado de una proyección indetenible e infinita, de la auto-representación del sujeto. “El subjéctil se tiende entre estas diferentes jetées,” escribe Derrida, “ya sea que constituya el elemento subyacente, el lugar y el medio del nacimiento, ya sea que se interponga como un lienzo, un velo, un soporte de papel, el himen entre el adentro y el afuera … él mismo entre dos lugares” (Derrida, Forcenar el subjéctil, 28-30). Se trata, pues, de una suerte de membrana, trama, soporte o, en última instancia, de la condición de posibilidad liminal—proyección y subyección simultáneas—de la subjetividad. En tanto soporte en el que la proyección (el proyectil que se lanza) y la subyección (el lanzamiento que queda oculto bajo la marca de su impacto) se entrelazan, el subjéctil no es ni subjetivo ni objetivo; su cualidad de soporte es la del límite, “aquello que no tiene otra consistencia que la del entre-dos” (Derrida, Forcenar el subjéctil, 21), que no es ni lo que se presenta ni lo que no se presenta, que no está ni afuera ni adentro de lo presentado, sino que ocupa el (no) lugar de una liminalidad infinita: el entre en el que el evento la presentación tiene lugar. El subjéctil es el entre de la relación en el que la proyección y la subyección del proyectil –el lanzamiento, la tensión a sí– se entrelazan en la figura (el sujeto proyectado) que este nudo sostiene.

[28.] Georges Didi-Huberman, La pintura encarnada, seguido de La obra de arte desconocida de Honoré de Balzac, traducido por Manuel Arranz (Valencia: Pre-textos, 2007), 47.

[29.] En tanto estructura de deseo (de un deseo de sí), la estructura de la proyección depende del espaciamiento infinito del intervalo entre el sujeto (objeto) que se proyecta –el sujeto que desea– y el objeto (sujeto) al que se proyecta –el objeto de deseo–. La proyección opera, entonces, sobre el poder negativo del intervalo de una abertura interna en el que radica la potencia del deseo, vale decir, aquella de un poner una presencia a distancia, de ahuecarla. Esta potencia, en palabras de Nancy, es la de “la división del sujeto de sí mismo, y la subsiguiente revelación de que su verdad, su valor y su fin reposan en otra parte, aunque él es en sí mismo este «en otra parte», uno que consecuentemente nunca cesa de reabrir un hueco dilatador en el sujeto” (Jean-Luc Nancy, The Gravity, 33 [traducido por el autor]). El proyecto del sujeto, su proyección a sí para apropiarse de sí, es el de ponerse a sí mismo a distancia: distancia en la que la tensión a sí del deseo es ella misma el abismo de la intimidad del «sí mismo», un lanzamiento cuyo fin es su infinalización.

[30.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 48.

[31.] Hans-Michael Herzog, Cantos cuentos colombianos. Arte colombiano contemporáneo (Zürich: Hatje Cantz Publishers-Colección Daros Latinoamérica, 2005), 246.

[32.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, traducido por Irene Agoff (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006), 48.

[33.] El original originario es así el movimiento o la tensión de una intimidad que no puede reabsorberse para su auto-presentación, sino que solo se siente en su ex-tensión infinita, esto es, en la tensión que la pone a ella fuera de ella en ella en la que lo íntimo solo puede sentirse en la moción—que de la mano de Nancy hemos llamado aquí la pasión— de su espaciamiento interno hacia la exterioridad o la negatividad interior que la agita, que la escinde y que la habita.

[34.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, 54.

[35.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, 57.

[36.] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, 57.