Introducción
El trabajo de Juan Manuel Echavarría (Medellín, 1947) comienza con la serie fotográfica Retratos (1996) y llega—en el momento de redactar este texto—hasta el documental Réquiem NN (2013). Echavarría ocupa un lugar privilegiado en la escena del arte contemporáneo en Colombia. No sólo por el hecho de que sus trabajos circulen en el circuito establecido del arte (museos y galerías) sino porque circulan, además, por fuera de las fronteras del mundo artístico, particularmente en espacios que se ocupan de la justicia transicional, la construcción de memoria o los diálogos de paz. En este sentido basta con pensar en que ha participado en exposiciones colectivas junto a artistas colombianos consagrados en el circuito artístico internacional (José Alejandro Restrepo, Miguel Ángel Rojas y Óscar Muñoz)1 o que su documental Réquiem NN se estrenó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (octubre 8-14, 2013). Del mismo modo, hay que considerar que Echavarría es un invitado frecuente, no sólo como artista sino como expositor, a congresos especializados sobre el conflicto armado en Colombia;2 es decir, su obra navega tanto en los circuitos especializados del arte como fuera de ellos.
Ahora bien, es clave tener presente que la valoración que se hace de los trabajos de Echavarría3 recurre, frecuentemente, a criterios extra-artísticos. El asunto no tiene que ver, desde luego, con la defensa de lógicas internas del campo artístico que indiquen qué valoraciones son legítimas y cuáles no, sino que tales valoraciones no se ocupan de las obras como tal o, cuando se ocupan de ellas, parece inevitable el desvío interpretativo hacia “la realidad” nacional: el conflicto armado, el desplazamiento forzado, las masacres, la desaparición forzada, etc. Para dar cuenta de ello, reparemos en los siguientes casos (tanto en el de Echavarría como en otros en el de otros artistas):
Como señala Ana María Reyes, al re-visitar el pasado colonial, esta obra se sitúa en una perspectiva crítica al respecto, sugiriendo que los orígenes de la violencia podrían encontrarse antes de 1948 en prácticas coloniales cuyas historias han sido reprimidas. Estableciendo un diálogo entre el presente y el pasado histórico […] evoca en el espectador un trauma colectivo que tiene continuidad histórica y se filtra en el presente [sobre “Corte de florero” de Echavarría].4
La obra puede ofrecernos conocimientos suficientes para acercarnos a la perspectiva de las víctimas, para entender, comparándolas con nuestras propias implicaciones con el mundo, lo terrible de las situaciones por las que pasan, y darnos herramientas para abrirnos imaginativamente a la comprensión de sus sufrimientos, entendiendo el punto de vista desde el cual el otro puede estar asumiéndolos y el lugar en el que lo hieren [sobre “Atrabiliarios” de Doris Salcedo].5
Óscar Muñoz y Erika Diettes ofrecen diferentes maneras de aproximarse a lo político desde el arte. Mientras el trabajo de Erika Diettes es importante debido a que suscita la posibilidad de un duelo simbólico, Óscar Muñoz suscita la palabra. La relación entre arte y política no puede establecerse como un único camino, sino que ofrece muchas posibilidades que se pueden ajustar a las composiciones particulares que realice cada sujeto ante diferentes gestos artísticos.6
Lo anterior nos da pistas para entender cómo se construyen discursivamente las obras que se relacionan con la violencia y el conflicto armado en Colombia, pues es, finalmente, la manera como los públicos, la crítica (incluido el periodismo cultural), la historia del arte o el consumo cultural, terminan por apropiárselas. Los tres fragmentos recogidos arriba dan cuenta de ello: el trauma colectivo,7 las víctimas,8 lo político,9 y el duelo10 forman parte del repertorio interpretativo; una suerte de consenso cuando nos aproximamos a este tipo de trabajos. En este documento se intentará un camino diferente: ver las obras desde el punto de vista formal y material principalmente. Para tal fin se considerarán cuatro series fotográficas: Retratos (1996), NN (2005), Escuela Nueva (1998), y Silencios (2010 al presente).
Una poética de lo siniestro
Hay una práctica recurrente en la obra de Juan Manuel Echavarría: la exploración visual que realiza sobre los materiales, sobre las huellas grabadas en la materia. La transformación material que allí se evidencia está marcada por el contexto de la violencia, de modo que las cosas que las imágenes reportan, su materialidad, dan testimonio del conflicto armado en Colombia. Las huellas grabadas en la materia son, propiamente, vestigios de la violencia. En las cuatro series fotográficas que se analizarán hay un denominador común: la documentación de la degradación de la materia como correlato de la degradación del conflicto armado en Colombia. Desde luego, la materia en estos casos es inseparable del contexto y, por lo tanto, de una comunidad.
Detengámonos, en primer lugar, en las fotografías de la serie Silencios (2010 al presente). En marzo de 2012 asistí a la exposición de esa serie fotográfica en la Universidad de los Andes, titulada para esa ocasión La O (en referencia a la letra “O” que no resultaba visible en uno de los tableros fotografiados). Las fotografías impresas en gran formato (101x152 cm) dejaban ver muy bien cada detalle. La naturaleza actuando en la materia: la vegetación subiendo por las paredes, desplegándose por el suelo, cubriendo lo que hace poco eran escuelas habitadas por niños y niñas. Es difícil no dejarse cautivar por la explosión exuberante de sus colores y formas (Imagen 1). La lenta potencia vegetal es bella y la narración de Echavarría—pues coincidí con la vista guiada del artista—, daba cuenta de eso. Sin embargo, ese relato era inseparable de la historia del destierro y la masacre ¿Es posible conciliar los dos relatos?
Imagen 1:
Juan Manuel Echavarría, “Silencio rojo” de la serie Silencios. 2012, 101 cm x152 cm. (Cortesía del artista).
En conjunto, las imágenes de Silencios están cargadas de una sobrecogedora belleza. Lo que inicialmente atrae nuestra mirada es, tal vez, la belleza nostálgica de la ruina: “¿Ignoráis por qué razón las ruinas agradan tanto? Yo os lo diré; todo se disuelve, todo perece, todo pasa, sólo el tiempo sigue adelante. El mundo es viejo y yo me paseo entre dos eternidades ¿Qué es mi existencia en comparación con estas piedras desmoronadas?”.11 Sin embargo, las ruinas de Silencios no son ruinas de un tiempo lejano, no pertenecen a un mundo viejo; son ruinas frescas, demasiado cercanas en el tiempo: son ruinas que no debieron serlo. Las cicatrices marcadas en la materia aún no se han cerrado, de ahí que la belleza de esas imágenes sea inquietante y que, de hecho, resulte obsceno llamarlas bellas. “¿Qué es mi existencia en comparación con estas piedras desmoronadas?”, dice Diderot interrogándose por su frágil y perecedera existencia con respecto a lo que parecen ser indicios de un eterno ayer (“me paseo entre dos eternidades”). Tal vez Diderot pone su existencia en relación con un “ellos” ya lejano; pero Echavarría, que transita por esas ruinas, y el público, que las recorre virtualmente, ¿pueden decir lo mismo?:
El 11 de marzo de 2010 fui invitado al viejo Mampuján en los Montes de María, Colombia. La Comunidad conmemoraba los 10 años de su destierro por el grupo paramilitar “Héroes de los Montes de María”. En este momento inicié la serie de fotografías que he denominado Silencios (…) incluye las escuelas de más de 60 veredas y poblaciones, la mayoría en los Montes de María (Colombia).12
Las piedras desmoronadas en Silencios no sólo son cercanas en el tiempo sino también en el espacio,13 de ahí que nuestra existencia delante de tales ruinas nos ponga en relación con un “nosotros”. Esas fotografías quiebran, necesariamente, la visualización distanciada y romántica de la ruina; lo nostálgico se trasmuta, más bien, en un escenario siniestro.14 Es lo familiar que retorna como extraño: la escuela, la infancia, las rondas, el alfabeto, el tablero… ahora convertidos en otra cosa, en una cosa extraña, en algo parecido al fin del mundo de las imágenes postapocalípticas del espectáculo audiovisual (NatGeo, Hollywood…). Pero las de Echavarría no son imágenes ficticias, parece que el fin del mundo fuera aquí y ahora. Las tensiones de esta serie—la ambivalencia entre lo bello y lo siniestro—generan conmoción al observarlas. Invitan, inicialmente, al goce de las puras formas, al deleite sensual de la mirada; sin embargo, hay que detenerse, darles tiempo para que el tiempo interrumpa la suave “delectación morosa”,15 para que detonen, en última instancia, sus silencios: el abandono, la desolación y el destierro. De lo humano sólo quedan huellas en las ruinas. Lo único vivo allí es la naturaleza vibrante y hasta los animales son vestigio de lo humano. En un video de la serie Testigos de los silencios (2014), titulado “Una lección”, un burro está dentro de un salón de una escuela abandonada. El burro está frente a la cámara y detrás de él una pared y un tablero. El suelo de lo que fuera el salón de clases ahora está enlodado. El burro está en completa quietud. El video finaliza con el testimonio de un campesino de Manpuján, Gabriel Pulido, quien dice: “Es muy probable que el burro traía un niño y volvía por él a la escuela. El burro vuelve por ese niño que ya no está”. Es la ausencia de una comunidad lo que ponen en evidencia tanto el mundo animal como el vegetal: la hierba trepa por las paredes, se extiende por lo que fueran tableros, los embellece, los quiebra, los borra y, en el espacio vaciado de lo humano, irrumpe otro vestigio vivo: un animal que espera lo que nunca va a llegar: un niño, un trayecto, una comunidad. Entonces, la ruptura de la pared—la grieta en el tablero—es análoga a otra ruptura: la del tejido social (Imagen 2). De eso hablan estos Silencios.
Imagen 2:
Juan Manuel Echavarría, “Silencio con grieta” de la serie Silencios. 2011, 101 cm x 152 cm (Cortesía del artista).
Lo familiar que retorna como extraño—lo siniestro—, también se encuentra en Escuela Nueva (1998), una serie de fotografías que recoge los vestigios de cuadernos y cartillas infantiles:
Encontré los libros de los niños en la escuela abandonada de un caserío llamado Chicocora en la región del Chocó. Chicocora es un pueblo fantasma en el océano Pacífico. Su gente había huido por temor a una incursión paramilitar (…) Los libros son algunos rastros de los niños invisibles de Chicocora. Rastros de niños afro-colombianos atrapados en la guerra.16
La primera fotografía de la serie deja ver la estructura de una construcción completamente en ruinas. No se podría adivinar qué fue, salvo por la inscripción en una de sus paredes: “Escuela Nueva”. Aquí, como en Silencios, hay una exploración material sobre lo que queda, sobre los restos que deja la guerra; y lo que queda “habla” elocuentemente, es decir, testimonia. No quiere decir esto que Echavarría sea un testigo—como no lo es ningún artista que reporte en diferido17 —sino, más bien, que su trabajo fotográfico captura aquello que da testimonio de las consecuencias del conflicto armado: la destrucción, el abandono, la fractura de una comunidad.
Ahora bien, el carácter testimonial de estas fotografías no es documental sino artístico; y su poética, lo siniestro. Tal vez en estas fotografías la belleza sólo es un instante de la totalidad de la obra, quizás sea un señuelo que busca capturar la mirada mediante las tensiones que produce, como lo señala Eugenio Trías en su reflexión sobre lo siniestro:
En lo bello reconocemos acaso un rostro familiar, reconocible, acorde a nuestra limitación y estatura, un ser u objeto que podemos reconocer, que pertenece a nuestro entorno hogareño y doméstico […] Pero de pronto eso tan familiar, tan armónico respecto a nuestro propio límite, se muestra revelador y portador de misterios y secretos que hemos olvidado por represión, sin ser en absoluto ajenos a las fantasías primeras urdidas por nuestro deseo; deseo bañado de temores primordiales.18
En Escuela Nueva la referencia al mundo infantil está presente en las cartillas y el juego: el juego de dibujar, de colorear una imagen… y, por extensión, los utensilios, los colores, cuya posesión procura goce a su propietario: inscribir una marca propia en un objeto; la satisfacción, quizás, de rellenar un vacío mediante la réplica de una imagen. Eso es lo que nos resulta familiar al observar esas imágenes: reconocemos nuestra propia experiencia en ellas. Pero de pronto eso tan familiar se torna extraño. Se vuelve extraño tanto para el observador de las imágenes como también para quien las captura y, esto último, precisamente, resulta significativo: que el propio Echavarría “lea” las imágenes de manera equívoca, como si ellas mismas engañaran a quien las crea. Ninguna imagen es neutral, cada imagen está cargada de sentido; sin embargo, ningún sentido está establecido anticipada ni permanentemente. A veces vemos una cosa pero interpretamos otra. Pero acaso aquello que malinterpretamos oculta algún sentido que podríamos valorar como verdadero. El lapsus lingüístico, por ejemplo, funciona de esa manera: el sujeto dice algo sin saber exactamente qué es lo que dice (y dice la verdad); algo semejante a la idea del “inconsciente óptico” planteada por Benjamin: hay algo que vemos que no sabemos que vemos. Dice Echavarría sobre algunas de esas imágenes:
Las páginas para colorear, las que los niños no pudieron terminar, son amenazas virtuales: un oso que va detrás de un niño, una cobra que hace gritar a una niña, un león que amenaza a otro niño ¿No es una ironía muy perversa que la amenaza paramilitar no permitió a los niños que terminaran de pintar las amenazas de estas ilustraciones?19
Pero en realidad, ni el oso persigue al niño, ni el león amenaza, ni la niña grita por el inminente ataque de la cobra. Todos esos niños, los de las ilustraciones, están visitando un zoológico y ven a los animales en cautiverio. El grito de la niña no es de terror sino de admiración; no alerta a los demás para que huyan, sino que los llama para que observen a la cobra en reclusión. La presencia de los animales salvajes trasmutó, en la apreciación de Echavarría, la diversión en peligro. Tal vez porque los niños verdaderos sí tuvieron que huir de él: no de un peligro animal pero sí salvaje. De hecho, en el mundo criminal colombiano tal bestiario existe en el inmenso repertorio de los alias, así que no es infrecuente encontrarse con titulares y noticias como estas: “Capturan a alias ‘Cobra’ y ‘Pantera’, narcotraficantes de Alta Guajira”,20 “En los últimos días la opinión pública ha escuchado en los medios mencionar constantemente un alias: Gavilán”.21 Lo latente en las cándidas ilustraciones de la cartilla es, entonces, lo salvaje. Lo que retorna en esas imágenes es acaso el miedo primitivo a ser cazado y devorado por una bestia. El “fallo” perceptivo de Echavarría parece metonímico: la destrucción y el deterioro material de las cartillas es desplazado hacia el potencial aniquilamiento de los niños por las “bestias” del zoológico. Pero la extrañeza que producen esas imágenes en quien las observa, su carácter ominoso, propician otro recorrido: el aniquilamiento de una comunidad real, la de Chicocora, es desplazado metonímicamente hacia la destrucción y el deterioro material de las cartillas devoradas por los elementos del desastre.22 Eso es lo que capturan sugestivamente Escuela Nueva y Silencios.
Un antecedente de este tipo de exploración se encuentra en Retratos (1996), el primer trabajo fotográfico de Echavarría. Retratos está conformado por una serie de maniquíes destrozados por el uso y el tiempo. La deformación de estas figuras resulta inquietante pues, en algunas de ellas, no solamente está la “herida” sino también la curación: un remiendo semejante a un vendaje de cabeza que remite a las imágenes de soldados heridos (Imágenes 3 y 4):
[…] vi dos o tres cuadras de almacenes de ropa con maniquíes afuera donde exhibían las prendas. Pero los rostros están rotos, los cuerpos incompletos o mutilados, muchos no tenían ojos ni narices. Parecían civiles víctimas de una guerra. Fue un choque (…) desde la primera vez, vi a las personas pasar, mirar la ropa, tocar la tela, pero nunca detenerse a observar los rostros mutilados. Entonces me reconocí como uno de ellos y dije: “Ese también soy yo; no he visto la violencia que vivimos aquí en Colombia, no la he querido reconocer”.23
Esta serie muestra ya una dirección en el trabajo de Echavarría: el interés por la descomposición social encarnada en la descomposición de los objetos. En Retratos se articula una relación entre la descomposición de los maniquíes y la indiferencia de los transeúntes, es decir, una suerte de metáfora que muestra la indiferencia de la ciudadanía con respecto al conflicto armado en Colombia. El efecto clave en Retratos es que estos maniquíes están permanentemente expuestos, pero, a su vez, completamente distantes y ajenos a la mirada. Están insertos en la vida cotidiana pero completamente invisibles. Hace falta, entonces, que el fotógrafo los remueva de su cotidianidad para que puedan ser vistos. Y si lo que hay en Retratos—como en Silencios y Escuela Nueva—es una estrategia metonímica (la descomposición social encarnada en la descomposición de los objetos), esto ha sido posible porque en el trabajo de Echavarría se ha logrado hacer una distinción entre el objeto y el lugar que ocupa el objeto. Pero no hay que confundir en este caso el lugar con el contexto, pues el contexto de los maniquíes es un almacén de ropa pero el lugar que ocupan es el de guerra: y de la guerra en un sentido amplio. De ahí que estas imágenes no se agotan en la interpretación contextualista del conflicto armado en Colombia, pues su poética apunta a un espacio más vasto en el que se accede a lo real por medio de lo artificial; de ahí que esta poética resulte tan distante del documentalismo de guerra, en el que se accede a lo real por medio de lo real.24 En la serie titulada NN (2005) Echavarría continúa con los mismos recursos formales: realizar un registro sobre la descomposición de los objetos. En este caso, un registro sobre maniquíes destrozados, pero a diferencia de Retratos, estos maniquíes no han sido fotografiados en su funcionalidad (exhibidores de ropa), sino que han sido “desnudados” y fotografiados en un estudio (Imágenes 5 y 6). Es difícil no ver en estas fotografías, así como en el montaje para su exhibición, una suerte de laboratorio forense: fragmentos de cuerpos descompuestos cuyos indicios parecen mostrar un crimen y distintas formas de violencia. Cuerpos que parecen exhumados de fosas comunes, sin identidad ni identificación, propiamente NNs ¿Qué es lo que permite construir esas relaciones?, es decir, ¿cómo es posible identificar un maniquí inanimado con el cuerpo de una víctima? La respuesta tiene que ver con algo en lo que se ha venido insistiendo, el recurso metonímico cuya afección pasa por el registro de lo siniestro: “La duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado”.25 Metonímicamente los maniquíes de NN cobran vida mediante su referencia a la muerte; un efecto ambivalente entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo humano e inhumano. Esta ambivalencia está en la raíz misma de lo siniestro, en cuya clave, por ejemplo, Andreas Huyssen interpreta Unland: The Orphan’s Tunic (1997) de Doris Salcedo:
The Orphan’s Tunic es objet trouvé, una mesa de cocina, usada y maltratada, residuo y testigo material. El objeto que a primera vista parece simple y sencillo empieza a cobrar vida tras una inspección más detallada. Su complejidad tiene tanto que ver con lo que hay ante los ojos del espectador, como con lo que está ausente. Aquello que es heimlich y familiar, ese mueble corriente, se convierte en unheimlich, siniestro, pero lo hogareño se conserva a la vez que se niega en lo unheimlich.26
La ambivalencia entre lo familiar y lo extraño, transita entre lo que hay ante los ojos y lo que está ausente: “sugiere sin mostrar, revela sin dejar de esconder […] ¿Qué es lo que se da a la visión cuando se descorre el velo, que hay detrás de la cortina rasgada? […] Tras la cortina hay imágenes que no se pueden soportar […] ¿Puede el arte mostrar, sin mediación, en toda su crudeza de horror y pesadilla esas imágenes?27 En las cuatro series fotográficas reseñadas, Echavarría prueba de manera consiente esa vía, la de sugerir sin mostrar, la de bordear el horror sin que el espectador quede paralizado, como se verá en el siguiente apartado.
El escudo de Perseo
El recurso afectivo es un asunto problemático en las obras de arte que dan cuenta del dolor, la violencia, la injusticia y otras miserias humanas. Esta es una cuestión que no resulta ajena en el trabajo de Echavarría. Es decir, el horror que se mezcla con la belleza—particularmente en Silencios y Escuela Nueva— podría gravitar en torno a un esteticismo que desvía la atención hacia lo puramente formal en detrimento del tema, como lo advierte Sontag:
Que un sangriento paisaje de batalla pudiera ser bello –en el registro de lo sublime, pasmoso o trágico de la belleza- es un lugar común de las imágenes bélicas que realizan los artistas. La idea no cuadra bien cuando se aplica a las imágenes que toman las cámaras: encontrar belleza en las fotografías bélicas parece cruel. Pero el paisaje de devastación sigue siendo un paisaje […] Lo que hace el arte es transformar, pero la fotografía que ofrece testimonio de lo calamitoso y reprensible es muy criticada si parece «estética», es decir, si parece demasiado al arte […] una fotografía bella desvía la atención de la sobriedad de su asunto y la dirige al medio mismo, por lo que pone en entredicho el carácter documental de la imagen.28
Las series fotográficas que se han reseñado podrían resultar fallidas si en ellas se buscara—aun sin la intención del artista—algún tipo de reconciliación gozosa: un embellecimiento de la barbarie.29 De esto es consiente Echavarría, es decir, del problema en torno a la representación de la barbarie: “El arte, como el escudo de Perseo, nos permite ver el horror sin petrificarnos”,30 dice Echavarría. Esta parece ser una reflexión que acompaña todo su trabajo: las masacres (Corte de florero, Bocas de ceniza, La guerra que no hemos visto); los desaparecidos (Réquiem NN); el secuestro (La María) y el desplazamiento forzado (Los testigos, Silencios, Escuela Nueva). Dos cosas hay en la reflexión de Echavarría: por un lado, la necesidad de dar cuenta de la barbarie (ver, testimoniar, documentar) y, por el otro, la posibilidad de hacer ver aquello que no podemos ver sin quedar paralizados: el horror, es decir, una experiencia que pone a prueba lo que nuestra sensibilidad puede llegar a tolerar, una conciencia del límite de la propia representación de los hechos.
Imagen 8:
Juan Manuel Echavarría, NN. 2005, North Dakota Museum of Art, Grand Forks, (Cortesía del artista).
Hay algo problemático con respecto al horror, el dolor y el sufrimiento cuando el arte trata de acercarse a ellos. El asunto no es fácil de resolver y suele plantearse de manera dicotómica: ¿puede o no el arte representar el dolor? ¿Puede o no el arte testimoniar por las víctimas? Para Mieke Bal, por ejemplo, “el arte contemporáneo está buscando a tientas estrategias para evitar los inconvenientes de la representación, la emoción fácil y el reconocimiento instantáneo de cuestiones críticas”.31 Detengámonos en los tres inconvenientes señalados por Bal, pues son problemas centrales en el arte contemporáneo que se ocupa de las víctimas de la violencia.
¿Es posible representar el horror de la guerra? ¿El arte puede dar cuenta de la experiencia límite de lo inhumano? Estas preguntas se plantearon hace unas pocas décadas; después de Auschwitz, propiamente. De hecho, quizás pueda afirmarse que hasta entonces existían creaciones paradigmáticas que daban cuenta del horror de la guerra, por ejemplo, Los desastres de la guerra de Goya (1810-1820) o el Guernica de Picasso (1937). Sin embargo, independientemente de sus aciertos narrativos y simbólicos difícilmente podría afirmarse que tal paradigma, contextualmente hablando, tenga potencia crítica o emotiva hoy en día, cuestiones fundamentales para hablar de arte y agencia política: “[…] Los desastres de la guerra […] aunque todavía impresionantes, no podrían hoy tan fácilmente llenar los requisitos necesarios para la agencia política. La representación se ha hundido bajo el peso de su propio éxito, es decir, del monopolio que prácticamente ha conquistado el terreno de la cultura visual”.32 Estas obras siguen cumpliendo hoy en día, como afirma Bal, con la tarea de la exhortación indignada. Sin embargo, la cuestión política no se agota en la indignación, tal vez ni siquiera allí se realiza lo político. Sigamos con otro de los inconvenientes señalados por Bal: la emoción fácil.
La representación, desde la perspectiva crítica es inseparable del problema de la emoción fácil, es decir, del afecto sentimentalista. La conmoción puede hacer que la indignación se active mediante el sentimiento compasivo (“la tarea de la exhortación indignada”). La emoción fácil es inseparable del orden de la representación mimética, de ahí que Adorno condene de ésta su tendencia a la estilización y, específicamente, a la estilización de la barbarie que se encuentra no solo en la industria cultural sino también en el arte: extraer belleza del horror se ha convertido en la versión estilizada de la fealdad, es decir, de la injusticia y el sufrimiento. El tercer inconveniente planteado por Bal, el reconocimiento directo de cuestiones críticas, asume que el aspecto político de la obra se encuentra en los contenidos y, por lo tanto, se debe dirigir a la concientización del público. El artista que asume esa vía considera que debe quitar el velo que cubre la realidad y hacer ver lo que permanecía oculto: la dominación, la explotación, la alienación, la exclusión, el poder, la violencia (de clase, de género, simbólica…), etc. El problema es que reconocimiento directo es inseparable del panfleto político, del arte panfletario que, en última instancia, se reconcilia con el mundo tal como lo percibimos “naturalmente”. Los problemas planteados por Bal remiten a la cuestión de la efectividad del arte político. Sin embargo, quizás la cuestión política en el arte tenga que ver menos con la efectividad y más con la afectividad o, en otras palabras, que su efectividad pasa, necesariamente, por una dimensión afectiva. Tal vez la poética del trabajo de Echavarría se construya por esa vía.
Cuando se habla de los efectos del arte político tal vez no deba tomarse la noción de “efecto” en un sentido estricto, pues todo efecto exige verificación. Tal vez, en estos casos, estemos más cercanos a los afectos, un terreno puramente subjetivo (el de los efectos pretende objetividad). Detengámonos en la reflexión que hace Bal sobre La casa viuda III de Doris Salcedo:
La cama es aquí el elemento central de la casa que evoca por sinécdoque; la parte más íntima. Y dado que, de acuerdo con el título, la casa “enviudó” antes de llegar al alcance del espectador, antes debió estar “casada”. La casa, que en un tiempo perteneció a una familia, ahora está privada de quien(es) la amó (la amaron). A causa de esta personificación invadir su espacio es un ataque personal, mientras que la implicación con el sufrimiento de las víctimas vuelve el dolor tanto físico (la violencia) como psíquico (la privación). Se trata, sin embargo, de una implicación a la vez voluntaria (se podría pasar por el corredor rápidamente, sin detenerse) y forzada (si no se detiene, se pierde la obra). Ver la obra, pues, entraña dolor.33
Evidentemente Bal confía en las potencialidades políticas del arte y afirma que la obra de Salcedo entraña dolor y que el espectador que se encuentre con ella resulta afectado; pero esto último sólo es una posibilidad: son necesarias la voluntad y el esfuerzo del espectador.34 Si tenemos en cuenta esto, debería tenerse más precaución cuando se le exige al arte algo que está más allá de su competencia: incidir en una situación específica como el conflicto armado. Sus efectos están en el plano de los afectos. Desde luego, la conmoción afectiva no es un asunto menor, pues resulta inseparable de la ética y la política. Si, como se señalaba al comienzo de este texto, las interpretaciones recurrentes sobre el arte que se ocupa del conflicto armado en Colombia hacen referencia al duelo, las víctimas, lo político y el trauma colectivo, es claro que una de las pretensiones de este arte, o de sus intérpretes, es tener algún tipo de efectividad, o bien sobre la situación como tal o bien sobre la percepción que tenemos de tal situación. Si se piensa en lo primero, se opta por el efecto sobre lo real (que en nuestro contexto empieza a llamarse “reparación simbólica”); si se piensa en lo segundo, se opta por lo que una obra hace con su presencia de manera afectiva.
La poética de lo siniestro es el recurso afectivo de las cuatro series analizadas en este texto. “El arte, como el escudo de Perseo, nos permite ver el horror sin petrificarnos”, dice Echavarría. El hecho de poder verlo no se logra, en este caso, con la estilización del horror o con la referencia documental directa, sino aproximándose a él mediante un desvío metonímico; de ahí la extrañeza que producen estas fotografías. No hay intención allí de informar, denunciar, sensibilizar o concientizar sobre alguna situación específica. Independientemente de sus referencias territoriales estas series no se agotan en la interpretación contextual como lo hace, por ejemplo, Pérez Moreno al analizar cuatro fotografías de la serie Silencios, agrupadas con el título Silencios de Bojayá:
A las 10.43 de la mañana del 2 de mayo de 2002, una pipeta de gas lanzada por guerrilleros de las FARC en medio de un combate con paramilitares de las AUC explota en una iglesia en la que se resguardan 119 civiles en la cabecera de Bojayá, un pequeño municipio en el Chocó. El estruendo se prolonga en un intervalo de silencio que llega hasta nosotros como la fuerza de una violencia que quiebra nuestro intento de elaborar una experiencia que nos hiere, que es siempre otra, que viene y retorna al otro muerto cuya alteridad entrecorta estas palabras.35
Más allá del contextualismo, en estas fotografías se accede a lo real por medio de lo artificial. Su contexto es Bojayá, pero su lugar es el de la guerra en un sentido amplio. En otras palabras, su interpretación no se agota en el contexto y quizás no pase necesariamente por allí. El contexto, por el contrario, es necesario en la fotografía documental. Basta pensar con algunas fotografías de Jesús Abad Colorado en el que el mismo escenario, Mampuján o Bojayá, es capturado de manera diferente. En la fotografía tomada a Ana Felisa Velásquez en 2009 (Imagen 9), el escenario desolado es actualizado con la presencia de Ana Felisa, pero no solo con su presencia sino también con su acto conmemorativo: en medio de la imposibilidad de un uso, como habitar una casa, instala una mesa, un mantel, un florero y unas flores. Esta fotografía es narrativa, enseña algo de manera directa, documenta. Esta imagen se utilizó como portada del libro Mujeres y guerra y en el crédito se dice: “Después de trabajar durante años como empleada doméstica para adquirir una vivienda propia en su natal Mampuján, Ana Felisa Velásquez observa las ruinas de su casa. Sólo la pudo disfrutar durante un año pues el pueblo fue desplazado forzadamente por el Bloque Norte de las AUC”.36 Hay indicio directo del lugar, de la víctima y de los propiciadores del crimen. La fotografía de Abad Colorado informa mientras que las de Echavarría sugieren, enseñan al mismo tiempo que ocultan. Su potencia afectiva está en la ambivalencia que produce en el espectador mediante la tensión entre lo familiar y lo extraño, que en este texto ha sido rotulado como lo siniestro.
Imagen 9:
CNRR- Grupo de Memoria Histórica. Mujeres y Guerra. Víctimas y Resistentes en el Caribe Colombiano. Bogotá: Taurus, 2011. Después de trabajar durante años como empleada doméstica para adquirir una vivienda propia en su natal Mampuján, Ana Felisa Velásquez observa las ruinas de su casa. Sólo la pudo disfrutar durante un año pues el pueblo fue desplazado forzadamente por el Bloque Norte de las AUC.




