El auge temprano de las bienales coincidió con el malestar del internacionalismo tras los acontecimientos de 1989 y con un estallido provisional de pensamiento cosmopolita. A la vez, formó parte de un proceso enorme de renovación de su imagen con el que las ciudades buscaban posicionarse como polos de atracción del capital global y centros de las economías creativas. En medio del despliegue publicitario y de las enormes inversiones en infraestructura se ha producido un crecimiento espectacular en el arte contemporáneo entendido como evento. Tanto el arte contemporáneo como el fenómeno de las bienales han mantenido una relación intranquila con las naciones y las regiones. Se ha pensado que la topografía de las ciudades y la voluntad de globalidad son más congruentes con el contexto post nacional o transnacional del arte contemporáneo. En consecuencia, los artistas se han alineado con ciudades específicas o han buscado situarse entre parejas de ciudades con la expectativa de participar en una nueva red cosmopolita de centros urbanos. Desde 1989 se les reconoce a las ciudades un nuevo tipo de importancia que incluye una relación a menudo tácita entre el capital simbólico y el capital financiero. Conviene tomarse un momento para examinar una vez más la relación entre el arte y las ciudades, y pensar en la necesidad de imaginar espacios nuevos para el cosmopolitismo.
Las ciudades se formaron por la necesidad de seguridad, la actividad del comercio y la expresión de la cultura. La idea de que la ciudad (o al menos una porción sagrada de la misma) constituye un santuario es igualmente antigua. En términos generales, sin embargo, la ciudad ofrece protección contra los invasores, promueve las industrias que procesan materias primas y se distingue, a través de la evolución de rituales y protocolos, de las costumbres de los “bárbaros”. La ciudad es un lugar de fortificación, asamblea y deliberación. Al permitir una reunión concentrada de personas, cosas e ideas estimula el intercambio, la traducción y la innovación. Si pensamos que la mejor manera de responder a estos valores es de forma concentrada, y si las intensidades que la vida urbana hace posibles se maximizan a través de una oscilación cuidadosa entre la proximidad y la distancia, entonces debemos preguntarnos: ¿quiénes son los “invasores” y “bárbaros” que amenazan a la ciudad contemporánea? ¿Es necesario que la revolución ocurra en la ciudad, para que nos pueda rescatar, como proponían Marx y Engels, de la “idiotez” de la vida rural?
Hoy en día las ciudades están plenamente inscritas en una matriz compleja de fuerzas globales y locales que generan nuevas dimensiones y jerarquías. Los peligros que las confrontan no provienen necesariamente de sus vecinos rivales ni resultan de la diferencia interna entre los problemas que aquejan a las áreas urbanas y a las rurales. Hace más de dos décadas Saskia Sassen comentaba que las ciudades globales, como Nueva York, Londres y Tokio, tienen más en común entre sí que con otras ciudades cercanas.1 A medida que se ha intensificado esta trayectoria globalizante hay ahora aún más ciudades que han ido reconfigurando sus prioridades a medida que se disocian de sus estados. Quizás esto suena extraño si se piensa en Singapur, porque allí la ciudad es a la vez estado y región, pero de hecho esta ciudad-isla es a la vez un caso atípico y, en cierto modo, una versión paradigmática de la ciudad global. En cualquier otro lugar las contradicciones entre la globalización y la urbanización son aún más agudas.
Hace poco el antiguo alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, afirmó que Brexit es lo más estúpido que ha hecho una nación hasta ahora, con la excepción de votar por Trump. Pero sus antiguos constituyentes no apoyaron a Trump; aunque la torre personal del Presidente está en Nueva York su base política habita aquel pedazo ignorado del territorio conocido como ‘fly-over America’. El giro hacia un programa de derecha populista y neo nacionalista, claramente visible también en regiones como la antigua Alemania Oriental y los resquicios desindustrializados de Francia, se percibe ahora como la amenaza más que enfrentan el capital global y la civilidad urbana en Occidente. Por todo el mundo aquellas regiones interiores se están distanciando cada vez más de las mega ciudades costeras y de las metrópolis.
¿A esto se reduce ahora Occidente: un duelo entre Trump y Clinton? ¿La ciudad contra el campo? Se trata de dos opciones erradas. No son igualmente malas, así como Macron no es lo mismo que Le Pen. Sin embargo, limitarse a estas dos opciones no puede más que desconcertar a quienes registran correctamente el hecho de que la inseguridad ontológica y la degradación ambiental están hurtándole el sentido a sus vidas. La globalización ha generado niveles nunca antes vistos de movilidad. Con sorprendente efectividad, el neoliberalismo logró desligar al poder estatal del control económico. Proclamando la liberación del mercado para la prestación de servicios transfirió bienes controlados por el estado hacia las compañías privadas, y proclamando la desregulación mercantilizó las infraestructuras de los servicios públicos, el cuidado ambiental y la protección social. Sin embargo, no logró generar una plataforma adecuada para la deliberación y redistribución de los bienes públicos, y de hecho produjo niveles de desigualdad que Occidente no había conocido desde las décadas de 1910 y 20. En pocas palabras, casi todos los logros del estado social, la responsabilidad democrática y los derechos humanos han retrocedido, y las nuevas amenazas ambientales, miedos xenofóbicos y modos intolerantes de gobernanza se han fusionado hasta volverse indistinguibles.
La promesa moderna de la movilidad era inseparable de la retórica de la globalización. La modernidad fue impulsada por las transformaciones tecnológicas y las migraciones en masa. El movimiento fue un elemento fundamental de la era de la industrialización e incrementó la mezcla de las personas y sus culturas. Las diásporas y redes han creado alineaciones que sobrepasan las estructuras y sentimientos convencionales de pertenencia dentro de los parámetros del Estado-nación. Muchas veces se pretendió disimular la brutalidad de los cambios producidos con el brillo de las historias de los triunfadores, historias que celebraban los ejemplos heroicos de inmigrantes que pasaron de mendigos a millonarios o elogiaban los enormes avances en las oportunidades de vida. La globalización se alimentó de este compromiso modernista con el impulso hacia adelante y la transgresión de las fronteras. Se oponía a los mercados cerrados, no le tenía paciencia a los procedimientos institucionales y se oponía a las inhibiciones impuestas por los valores culturales tradicionales. La globalización prometía un movimiento constante de vitalidad e innovación como resultado de un programa de perturbación intencionada. Pero ¿cuántas personas accedieron a una vida más plena, a mayores riquezas y a una emancipación por cuenta de ese proceso? ¿Se ha desvanecido la nación, o es acaso ahora más importante que nunca?
Hace una década muchos de nosotros manifestamos un optimismo inocente, pensando que la movilidad podría expandir las formas de intercambio cultural y de traducción intercultural. Como observó Craig Calhoun, “todos hablaban de la cosmopolitización de la vida cotidiana, la democracia cosmopolita y el avance cada vez mayor de la unidad supranacional en Europa”.2 Las nuevas tecnología de la comunicación y la reducción considerable en los costos de viaje impulsaron a su vez una especie de cosmopolitismo ingenuo:
Así que ahora que cualquiera puede viajar a países lejanos, experimentar otras culturas y atravesar barreras geográficas; ahora que están desapareciendo los obstáculos representados por los sistemas políticos, los lenguajes, las culturas, las diferencias entre países y regiones, y que la transformación perpetua es quizás una constante de nuestra modernidad contemporánea; sobre todo ahora que los cimientos de la gobernanza nacional, en el sentido de la pertenencia a un estado nación, se hacen cada vez más débiles, se percibe el nacionalismo como un sentimiento que no encaja con la época y las personas están comenzando a construir una identidad nueva basada en la ciudad en la que viven. Esto es lo que caracteriza al mundo en el que vivimos y sin duda los artistas son una de las clases sociales que gozan de una mayor libertad de movimiento en esta era.3
En un lapso relativamente breve de tiempo han dejado de escucharse tales declaraciones enfáticas. Aquellos sociólogos, politólogos y curadores que pronosticaban el surgimiento de una identidad postnacional —que podría encontrar santuario en la ciudad cosmopolita o generar horizontes nuevos de conexión a través de las redes globalizantes— adoptan ahora perspectivas más cautas y definen en otros términos la relación entre movilidad y pertenencia. Ahora que los extremos violentos se hacen más y más visibles, el discurso es más desigual. En el campo de los derechos políticos, la proliferación de ciudadanos flexibles y de refugiados sin estado marcan los dos extremos de este espectro. En cuanto a la condición cultural, se constata de manera más y más preocupante que la movilidad está alimentando la McDonalización de la cultura. Al ver que los retos humanitarios se han tropezado con la neo militarización de los controles fronterizos, o que las nuevas formas de pensar la hibridez cultural han atizado también viejas fantasías de pureza étnica, nuestra comprensión de la fusión que se está dando entre lo político y lo cultural se vuelve algo extraña. Se piensa ahora que el contraataque político en respuesta a la globalización representa el fin de los ideales culturales del cosmopolitismo. Esto no es solo una consecuencia del hecho de que se hayan desenmascarado las falsas promesas de la movilidad y la hibridez que, en algunos casos, disimulaban desigualdades más profundas y generaban una imagen de equivalencia entre los portadores de tarjetas platino de viajero frecuente y los refugiados sin estado. Se trata también, y de manera más fundamental, de una respuesta a las dificultades materiales y simbólicas implícitas en la construcción de una comunidad viable y la articulación de formas de solidaridad capaces de establecer, y no solo de prometer, instituciones que distribuyan el placer, la justicia y la oportunidad. A no ser que nos consolemos con plataformas como Facebook no es posible creer que la globalización contribuya al cosmopolitismo de la sociedad. Por el contrario, la condición global se registra ahora no solo en términos de flujos acelerados, sino también con un tono de ansiedad creciente ante el horizonte de una crisis infinita. En Grecia la crisis es ahora una forma de vida, y esta es solo la punta de un congelamiento más extenso de la imaginación política. A todo lo largo del mundo una crisis se fusiona con otra. Problemas generados por la inequidad económica se metamorfosean con consecuencias anti humanitarias. Ya no tiene sentido hablar de una crisis. La crisis no es solo plural: es ambiente.
Argumentaré sin embargo que la globalización y el cosmopolitismo no son iguales ni codependientes. Esta posición le resultaría evidente a Immanuel Kant, quien con excepción de dos viajes muy breves nunca salió de Königsberg. Si reflexionamos sobre el paisaje actual podemos atribuirle a la globalización una lógica integrativa que busca facilitar los flujos al establecer rutas transparentes, servicios de clasificación estandarizados, plataformas consistentes y redes totalizantes. En pocas palabras, para permitir la movilidad y lubricar los intercambios la globalización necesita que el mundo sea hermético, plano, homogéneo. Esta máquina sin obstáculos no tiene nada que ver con el cosmopolitismo. A mi parecer, para ser cosmopolita hay que abrirse al mundo con todas sus diferencias. En el corazón del cosmopolitismo hay una paradoja maravillosa —este genera una igualdad radical entre todas las personas pero admite que el encuentro con personas diferentes solo puede ser significativo si se articulan tanto nuestras semejanzas como nuestras diferencias. De ahí que el cosmopolitismo tienda hacia la heterogeneidad, pues lo que busca es un mundo jovial de diferenciación generativa. Esta perspectiva nos permite atisbar una crítica a la mercantilización e instrumentalización de la cultura a nivel global, y además una manera distinta de construir el mundo. El globo de la globalización no es lo mismo que el cosmos del cosmopolitismo.
En este ensayo quiero dar un paso atrás y trazar nuevamente los vínculos entre la globalización y el cosmopolitismo. Para ello no solo será preciso exponer con claridad el contraste entre las orientaciones de la globalización y el cosmopolitismo, sino también repensar el papel de las instituciones culturales otrora establecidas ya sea con el fin de articular una identidad coherente para las culturas inscritas dentro de su espacio cívico, o de conferirle a la ciudad un lugar distinguido en cuanto repositorio de la cultura del mundo. Me propongo argumentar que estas instituciones se entienden cada vez más como parte de un diálogo transnacional más amplio en torno al cosmopolitismo. En este contexto, quiero repensar los vínculos entre los valores culturales y las capacidades institucionales. Las ciudades y los Estados-nación son fuerzas que median entre los ideales culturales del cosmopolitismo y la ideología de la globalización. Las ciudades y las naciones no son participantes neutros en el juego. Vienen con su propio bagaje que incluye prejuicios primordiales y jerarquías de exclusión.
Las ciudades que proclaman el vitalismo de la diversidad no pueden operar como santuario de la diferencia. Si se encierra a la diversidad dentro del principio del santuario la ciudad se precipitará en un movimiento giratorio conformado por múltiples espirales de aislamiento. Cada diferencia tomaría santuario en su propia microesfera. Cesaría el diálogo y reinaría la regresión infinita. Sin embargo, en un contexto en el que hay públicos diversos y espacios públicos conectados en red, el tráfico cultural no puede sobrevivir en un aislamiento relativo. Ninguna ciudad podrá perdurar si le impone barreras rígidas al intercambio, y una fracturación infinita de la esfera pública implica entregarse al ruido. Una vez más, parece que estamos atascados ante opciones igualmente malas. En la ciudad neoliberal e hiper comunicativa las opciones de un museo a menudo se reducen a permanecer como reliquia de un pasado pintoresco o hacerse un lugar como proveedor de servicios dentro del mercado de los espectáculos. Sin embargo, en lugar de resignarme pragmáticamente a la idea de que la identificación cívica es preferible al corporativismo neocolonial, o de permitirme la oposición simplista entre un nacionalismo malo y un cosmopolitismo bueno, quiero examinar de nuevo la base de un proyecto cosmopolita. Para ello será preciso examinar de manera más detallada cómo es que las personas hacen las veces de mediadoras entre diversos sistemas y la existencia de instituciones que llevan a cabo prácticas culturales colectivas. De otro modo nos quedaremos enredados en una danza de dependencias y desmentidos —los agentes cosmopolitas dependen de las instituciones nacionales pero desmienten su dependencia. A la vez, el imaginario nacional depende de los valores cosmopolitas pero desmiente la fuerza vinculante de todo cuanto comprometa su independencia soberana. ¿Cómo podemos zafarnos de esas oposiciones sofocantes?
La colaboración es uno de los conceptos más importantes cuando se trata de crear un espacio para el diálogo y el intercambio en la cultura contemporánea. El término tiene una importancia especial en el sector de los museos y las artes. Desde un punto de vista instrumental es una herramienta que coordina la multiplicidad de funciones que es indispensable en la producción cultural. También resulta útil en el plano conceptual cuando se busca derrocar las jerarquías misteriosas del genio artístico y destacar la interacción creativa que se da en el desorden de la producción cultural. Sin embargo, de todo esto resulta una mirada aún demasiado estrecha de la colaboración. Hasta ahora apenas habríamos logrado señalar la diferencia entre el proceso vertical de implementación y mando que emana de arriba, y la actividad horizontal de colaboración que procede desde el medio. Además de reconocer que la colaboración se propaga hacia afuera nos queda el reto adicional de comprenderla dentro de un espacio social más amplio.
Diez años después de haber constatado la presencia cada vez más marcada de las técnicas colaborativas en las prácticas artísticas contemporáneas, Maria Lind formuló la necesidad de repensar también la “sistematización” de los museos y de las instituciones de arte contemporáneo.4 Dado el alcance y la velocidad de los flujos en un mundo en trance de globalización, a lo que se le suman las complejidades enmarañadas del cosmopolitismo, el nuestro es un momento crucial para reflexionar sobre la utilidad del museo. En tiempos recientes la capacidad de ofrecer un espacio para la contemplación y la reflexión, así como la participación y el entretenimiento, se ha estirado hasta el límite. Sin embargo, el estatus privilegiado que se le reconoce al museo en tanto plataforma para la deliberación y hogar de las ‘bellas artes’ se opone también a la tendencia emergente de las prácticas colectivas, efímeras e interactivas en el arte contemporáneo. En este contexto la colaboración no se organiza a partir de una estructura de mando vertical, sino que se despliega a través de un proceso horizontal de experimentación. Solo puede haber una actitud que favorezca el juego conjunto si hay también un proceso circundante que genera confianza. A medida que los artistas conectan su práctica con la idea de que la ciudad (o la condición urbana en general) representa el lugar de producción y la zona donde han de ejercer sus luchas, se impone también una pregunta de doble filo en torno a los papeles y límites de las instituciones. Por un lado se amplía el museo, pues se acoge a agentes externos a la institución, por el otro se fractura el marco evaluativo, pues se produce una dispersión del evento artístico hacia una zona ilimitada. En cualquiera de los dos casos, ya no hay más santuario para el mundo en el museo y el museo funciona cada vez menos como santuario para la historia de la ciudad.
Descolonizar las Instituciones del Arte
En diversos lugares del mundo han surgido coaliciones artísticas, grupos de trabajo, confederaciones, redes colaborativas y organizaciones transnacionales que no solo han tratado de desarrollar una “mutualización de los recursos” sino que también se han propuesto crear una nueva plataforma para una “ética de la solidaridad”. En términos de Natasha Petresin-Bachelez se trata de una “revolución de las redes”,5 revolución que ella ha mapeado a la luz de la influyente teoría de Bruno Latour.6 El propósito de las redes consiste en desarmar las estructuras centralizadas de autoridad, mejorar el intercambio de conocimientos entre pares y aprovechar el potencial democrático de las nuevas tecnologías de la comunicación. De allí que las redes no solo fueran herramientas importantes de diseminación, sino también un elemento crucial dentro de un nuevo marco conceptual. Latour propuso su Teoría del Actor-Red con el propósito de destacar la interdependencia entre acciones individuales y el sistema que hace posible el flujo de fuerzas. Desde esta perspectiva la agencia existe en tanto haya una red y, a su vez, las redes se activan por las acciones de los individuos.
Junto con otras personas (entre ellas Maria Lind) Petresin-Bachelez fue una de las cofundadoras de Cluster, una red de instituciones pequeñas situadas en el área periurbana de algunas ciudades europeas, y de Jolón en el Medio Oriente. Otras de las redes transnacionales importantes es Arts Collaboratory, que ofrece una plataforma para el intercambio entre organizaciones artísticas en África, Asia y América Latina. Varias coaliciones de artistas, activistas y académicos han formado grupos de trabajo como Estéticas Decoloniales y la Red de Conceptualismos del Sur. Se han organizado también nuevos sindicatos de artistas, como Gulf Labor y W.A.G.E., que se oponen al abuso de los derechos laborales en la construcción del Guggenheim Abu Dhabi. En Australia tenemos a CAOA, una red de organizaciones de arte contemporáneo que procura el intercambio de conocimientos y apoyo entre pares. Sin embargo, la más importante en términos de sus dimensiones y alcance es una confederación de seis museos que Lind ha definido como un “faro de esperanza”.7
Para dar un paso adelante en un camino que nos permita enfrentar los retos que se presentan en la era del neoliberalismo precario y el globalismo complejo, me enfocaré en L’Internationale, una confederación de seis instituciones de arte moderno y contemporáneo en Europa que ejemplifica la posibilidad de repensar la función del museo como parte de una colaboración transinstitucional. L’Internationale es una colaboración continua entre seis museos e instituciones de arte contemporáneo en Europa, iniciada por seis directores: Vasif Kortun, Zdenka Badovinac, Bartomeu Mari,8 Manuel Borja-Villel, Bart de Baere y Charles Escha. La confederación agrupa los personales y recursos de Moderna Galerija (MG+MSUM, Liubliana, Eslovenia); Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS, Madrid, España); Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA, Barcelona, España); Museum van Hedendaagse Kunst Antwerpen (M HKA, Antwerp, Bélgica); SALT (Estambul, Turquía) y Van Abbemuseum (VAM, Eindhoven, Holanda). Aunque está anclada en Europa, L’Internationale mantiene vínculos con instituciones asociadas en diferentes partes del mundo. Comenzó a operar formalmente en 2010 y asumió su forma actual en 2013 con el proyecto Los usos del arte —El legado de 1848 y 1989.
La idea de una confederación responde a los límites tanto del museo como de la ciudad entendida como espacio de santuario. Incluso el Reina Sofía es demasiado pequeño para funcionar como una base genuina de refugio artístico, y hoy en día todas las ciudades demuestran ya una enorme amplitud cultural, de modo que no es posible que una sola institución cumpla con la tarea de representarla. En una era de movilidad la colaboración es inevitable. Sin embargo, la fuerza contrapuesta de la globalización y la ideología del neoliberalismo le dan prioridad a la competencia y subordinan la creatividad a los mandatos del provecho instrumental y las ganancias comerciales. Ahora que la Unión Europea se encuentra bajo el dominio de objetivos económicos y políticos caníbales la propuesta de una nueva confederación que enaltece los valores culturales de la diferencia y abre una nueva frontera para el intercambio entre agentes locales y globales parece no solo ir a contrapelo de la historia sino también reiterar la fe en el cosmopolitismo. Como señaló H. G. Wells, no hay evidencia de que se haya construido alguna vez la ciudad cosmopolita, pero es igualmente claro que, en cada era, el sueño del cosmopolitismo se ha expresado nuevamente.
¿Qué aspecto tendría entonces tal confederación y qué la distingue de mega instituciones como la Tate, que ha consolidado su base central a través del desarrollo de satélites, o de las estrategias del Guggenheim, que estructura su crecimiento a través de un sistema de franquicias distribuido de manera horizontal? Como lo destaca Manuel Borja-Villel, la confederación surgió impulsada por la alteración radical de las bases sobre las que se establecieron los museos. “El neoliberalismo”, sostiene, “nos ha quitado el suelo” y nos ha dejado “atrapados entre un pasado en el que no nos reconocemos y un futuro que no nos gusta”.9 Es una especie de versión cultural de la prosopagnosia —te quedas mirando algo que te es familiar pero no logras discernir ninguno de sus rasgos. En Europa Oriental circula todavía un chiste viejo: “la situación es catastrófica, pero aún no es seria”. No se trata de reírse de aquello que motiva nuestras lamentaciones sino de comenzar de nuevo e imaginarse una visión alternativa de lo que somos. Es por ello que L’Internationale ha adoptado una estructura molecular y una orientación transversal como fundamento de su confederación. Definen su práctica de trabajo conjunto como una confederación para marcar la diferencia entre su forma de colaboración y los proyectos temporales o las alianzas tácticas. Definen su estructura como “un espacio para el arte dentro de un internacionalismo no jerárquico y descentralizado, basado en los valores de la diferencia y del intercambio horizontal entre una constelación de agentes culturales arraigada en lo local y conectada a lo global”.10 Esta estructura holgada y dinámica se propone ser un punto desde donde es posible distanciarse del pasado irreconocible y del presente desagradable. Se trata de un esfuerzo por diferenciarse de la lógica acumulativa del museo clásico, que pretende aferrarse a una comprensión enciclopédica de la cultura mundial, y del programa corporativista antes mencionado. Lo que se busca, en palabras de Manuel Borja-Villel, es que L’Internationale se convierta en una institución transnacional ‘monstruosa’, tan grande que no pueda controlarla ningún polo local de poder, y tan difusa que se oponga a cualquier estilo estético singular.
Durante los últimos cinco años esta confederación ha producido una gran cantidad de publicaciones, conferencias y proyectos. Sin embargo, no es posible medir la importancia de este giro colaborativo en términos de una mayor productividad, pues su tarea consiste en generar nuevos conocimientos en torno a la posición histórica del museo, adoptar modelos alternativos de gobernanza institucional, repensar los espacios de producción artística y, en último término, acoger el papel de los públicos en cuanto constituyentes. A lo largo de cada uno de estos cuatro dominios podemos identificar también la necesidad de aproximarnos a tres objetivos que se han hecho sentir desde hace cierto tiempo a todo lo largo del sector pero que permanecen sin resolver. Así, hay un proceso en zig zag, en el que se identifican y ensayan ciertas prácticas, así como un método volátil de articulación y reflexión conceptuales que se ejerce en la búsqueda de estos tres objetivos: descolonizar la imaginación, democratizar la institución e instituir el procomún.
Para descolonizar la imaginación debemos alejarnos de las orientaciones colonialistas y las actitudes modernistas. No es ya posible entender las culturas del sur como materias ‘primas’ que los agentes del norte pueden extraer y procesar. Nos corresponde apreciar el hecho de que la interpenetración de las culturas del mundo también ha provocado nuevas exigencias de igualdad y respeto, así como una mayor comprensión de la hibridez en todas las formas de producción cultural. La descolonización de las instituciones del arte es más que un cambio de actitud, ha estimulado también una nueva manera de pensar la organización de las colecciones, la identificación de múltiples narrativas históricas, la asociación con artistas para expandir los sitios de archivo, el desarrollo de programas curatoriales transnacionales y, en términos más generales, la reorientación del conocimiento histórico en torno a asuntos urgentes y la exploración de los afectos. El reto consiste en generar relatos pluriversales en los que se defina la identidad de manera relacional, más que fija, y que el juego entre la parte y el todo genere una apertura hacia múltiples mundos, más que la confirmación de una perspectiva singular centrada en la nación.
Para democratizar la institución no basta con expandir el acceso público al museo; hay también que articular una forma radicalmente nueva de entender al público en tanto constituyente cuya presencia le da forma al museo. Esta noción expandida de agencia pública se hizo evidente en primer término en la evolución de la práctica artística, en el cambio de énfasis de la autonomía creativa a la colaboración cultural. Contra la jerarquía vertical o la estructura piramidal de la agencia creativa, que posiciona al artista en la cumbre, en el papel de creador único, y le adjunta al personal curatorial y pedagógico en el papel de mediadores cuya función consiste en transferir y traducir el mensaje implícito en la obra de arte para un público general, ahora es preciso darle paso a un modelo alternativo en el que la creatividad se distribuye de manera más abierta y el artista colabora con los curadores, los mediadores y el público para coproducir la realización de una propuesta estética al interior de un contexto colectivo y reflexivo.
La institución del procomún se distingue tanto de la propuesta imaginaria de una cultura alternativa como de la jerarquía modernista que privilegió una visión del mundo específica como pináculo de la cultura universal. La institución del procomún se produce cuando diversos agentes se reúnen para discutir un proyecto compartido, y en el contexto de L’Internationale ha encontrado sus articulaciones más intensas a través de iniciativas como el archivo del procomún, donde se generan múltiples historias a través de un fondo común de recursos y personas pertenecientes a colectivos artísticos, movimientos sociales y universidades.
Surgen muchos retos a la hora de desarrollar y ensayar estos objetivos en un mundo de movilidad intensificada. Si ya es bastante difícil comprender cómo es que cambian al moverse las ideas, los símbolos y los objetos estéticos, para ver cómo operan y mutan en un campo de otros flujos habrá también que prestarle atención a los efectos en cascada que conllevan los cambios geopolíticos, las plataformas circundantes de comunicación y las presiones institucionales que emergen dentro de cada escenario específico. De modo que la movilidad no es solo un fenómeno que está reconfigurando nuestra idea de lugar sino que también está alterando nuestras maneras de ver y sentir el mundo, y esto afecta de manera crucial el modo en el que los museos organizan la representación y las oportunidades de diseminar conocimiento. Las nuevas tecnologías de la comunicación están originando nuevas formas de intimidad a distancia, acelerando las relaciones de retroalimentación entre productores y consumidores y colapsando muchos de los límites tradicionales desde los que se generaba aquella distancia crítica en la que se asentaba la autoridad del museo. La perspectiva de quien está por fuera no garantiza objetividad y neutralidad. Tienen que surgir nuevos tipos de intimidad y complicidad entre culturas para que podamos establecer una confianza y familiarizarnos con las redes complejas de la formación cultural. En este contexto el conocimiento dejará de ser definitivo y universal. Será contingente, pluriversal y se entretejerá con las luchas entre las culturas públicas hegemónicas y las contrahegemónicas.
En pocas palabras, para aprehender la importancia de lo que Petresin-Bachelez llamó la “revolución de las redes” necesitamos un nuevo marco evaluativo y conceptual. En la museología las evaluaciones tienden por lo general a enfocarse en los logros de los museos individuales en términos de su apoyo a las prácticas artísticas, el desarrollo del conocimiento cultural, la interacción con las comunidades locales, o su participación económica en el turismo cultural. En el caso de una confederación la importancia de la colaboración transnacional es tal que no basta con ampliar el marco y extender los puntos en una evaluación comparativa. Por lo tanto, el estudio de L’Internationale no debería limitarse a computar una lista más extensa de programas artísticos y una red más extensa de efectos culturales. Lo que se busca con una confederación no es simplemente ampliar una estructura para generar mayor poder adquisitivo o proteger a los socios de las fuerzas turbulentas del cambio. Asimismo el conocimiento que se produce a través de una confederación debería ser más que la suma de los contenidos de los seis respectivos graneros. Una formación compleja de tal tipo no es del mismo orden que el objeto estándar de interés en los estudios museológicos ni es comparable al fenómeno de las franquicias corporativas. Podemos estipular más bien que las redes, coaliciones y confederaciones operan más bien como objetos discrepantes dentro de este campo. Les corresponde abrir nuevos horizontes y confrontar algunos de los viejos problemas. Por ejemplo, en la primera colección de textos que produjo L’Internationale han querido examinar de nuevo algunas preguntas viejas e irresueltas en torno a los medios, el estatus y el contexto del arte. ¿Cuál es el propósito del diálogo en un campo relacional de práctica visual? ¿Se trata de un medio para generar más obras objetuales, o de un fin material en sí mismo? ¿Cómo encajan asuntos a escala planetaria con el viejo discurso de lo local y lo global? ¿Cuál es el estatus de los desechos efímeros, y necesita lo sagrado todavía una barrera protectora en una institución de arte contemporáneo? ¿Es posible reconstituir lo común en el contexto de una pluralidad radical?11
Concluiré este ensayo con una breve reflexión en torno a un asunto controvertido: la imbricación entre estética y política. Este asunto ha ocupado un lugar central en varios de los proyectos que ha liderado L’Internationale y un análisis breve de su manera de abordarlo nos permitirá comprender algunos de los avances conceptuales que han surgido de este proyecto colaborativo. Desde los inicios de la modernidad varios artistas, curadores y teóricos han confrontado este asunto siguiendo una de dos trayectorias mutuamente opuestas. Por un lado se afirma que la belleza del arte no tiene otra función más que desarrollar la lógica autónoma e interna del placer desinteresado del espectador. Por el otro muchos afirman también que el arte adquiere belleza a través de la subordinación de la forma a la función, de modo que se convierte en la expresión de algo externo —por ejemplo un parámetro conceptual preexistente o la voluntad inherente a una ideología política. En una respuesta reciente a este dilema el filósofo Jacques Rancière nos invita a pensar que “la vida es la noción que nos permite superar aquellas contradicciones”.12 Rancière corrobora esta tesis a través del análisis de una alianza sorprendente de fuentes —los escritos de Immanuel Kant y de John Ruskin, así como las prácticas visuales de la vanguardia soviética. A la luz de estas cumbres del pensamiento y la práctica estética modernistas Rancière detecta un giro en las definiciones convencionales de la belleza, y afirma que aquella no resulta de una integración mecánica ni es el resultado de una resolución formal. La belleza no se mide ni con respecto a su semejanza con la perfección orgánica, como una flor, ni en su capacidad de atenerse a una forma conceptual a priori. Por el contrario, la función del arte emerge de su capacidad de expandir e intensificar la comunicación. Todas las formas de comunicación se orientan necesariamente hacia afuera. Apuntan hacia lo social y se amplifican gracias a las prácticas colectivas de intercambio y traducción. Así, la belleza del arte no se define por criterios internos derivados ya sea de la autonomía estética o de la utilidad política, sino por el “acoplamiento” o “socialización” que ocurre a través de la comunicación. El arte y la vida convergen en la conjunción espontánea de la utilidad social y el placer sensorial. Se produce así un espacio que podemos llamar un heterocosmos, que acoge al otro y se afirma como un “lugar para la vida”.13 Rancière insiste en pensar que no se trata aquí de una unificación en la que el arte y la vida se disuelven el uno en la otra, sino de una concordancia que se representa como “suplementaria” y que por ende produce un espacio perpetuamente abierto.
Rancière contrapone su concepto del espectador emancipado a la idea del espectador desinteresado, tan influyente a inicios de la modernidad. Cabe anotar que el uso de técnicas visuales vanguardistas con el fin de alterar el orden normativo y sacudir las modalidades sensoriales tuvo su momento en un contexto en el que comenzaba apenas a percibirse el papel central de lo visual en la condición urbana. Dada la condición de hipervisualidad en la modernidad tardía, la condición del espectador es tan irónica como crítica. En respuesta a este giro, varios teóricos y curadores han percibido un cambio de paradigma en la función del arte —de la posición del espectador a la del usuario. Steven Wright ha discutido algunas prácticas artísticas que no se distinguen de actividades sociales, donde no se busca en modo alguno usar el arte como representación de la sociedad, sino que más bien las acciones sociales y artísticas colindan entre sí como ejemplos de una “ontología doble”. Wright argumenta que estas prácticas, por ejemplo las cenas compartidas, tienen una “ontología primaria en tanto lo que sea que son, y una ontología secundaria en tanto formulaciones artísticas de aquello mismo”.14 Este marco conceptual difiere del Rancière. Mientras que Rancière no va más allá de la intención vanguardista de producir una “concordancia” entre el arte y la vida, uno de los retos que surgen con la “revolución de las redes” es el de encontrar “significado en las relaciones”.
En relación con las tendencias recientes de las prácticas colectivas y colaborativas que se integran a la vida cotidiana, no se trata de superar la polarización al crear un espacio que acoge al otro y de encontrar un lugar para la vida en el arte, sino más bien de que el arte se escape de las restricciones institucionales y asuma un modo de ser que instituye el procomún. Mientras que la vanguardia trató de superar la separación a través de un suplemento radical, las agrupaciones contemporáneas constituidas por colectivos como Ruangrupa hacen que los límites entre el arte y la vida sean redundantes (porque no hay representación de nada) y al mismo tiempo se valen de las condiciones materiales de la vida cotidiana, inevitablemente limitadas, tal y como son, de modo que la relación entre el arte y la vida opera a una escala de 1:1. Para Wright, y para L’Internationale en muchos de sus proyectos, esta orientación hacia el uso es importante porque, en lugar de formular una crítica más de la posición del espectador, establece una ruptura con las tesis modernistas en torno a la función del arte y da cuenta además de aquellas prácticas colectivas que alteran las expectativas institucionales en torno a la autoría y que proponen la constitución artística de ambientes que rechazan la lógica museal de la colección, la clasificación y la mercantilización. En estas prácticas no hay público, porque quienes participan no están frente a ellas sino que deben involucrarse en ellas. Están hechas de y contribuyen a la producción espacio temporal del proyecto que es, a la vez, la materia de la que está hecha la obra de arte. Wright sostiene que esta reorientación de la conducta hacia el uso, ya sea dentro o fuera de los muros del museo, nos permite liberarnos de la corrosiva ilusión de un excepcionalismo “que ha dejado al mundo autónomo del arte plagado de cinismo”.15
La posibilidad de que esta monstruosa tentativa anticapitalista pueda sostenerse por cuenta propia es incierta. Hasta ahora ha prosperado porque ha encontrado maneras de explotar las contradicciones al interior de las estructuras europeas de financiación. No puedo predecir si la confederación es como un remolino provisional formado por una corriente saliente o si prosperará a medida que sobrepasa a sus rivales. Sin embargo, lo mínimo que esta estructura logra es invitarnos a prestarle atención a un problema existencial dentro del campo del museo. Las líneas de fractura que separan los intereses de los artistas y de movimientos cívicos como la Gulf Labor Coalition de instituciones como el Guggenheim son evidentes a escala global. Este conflicto también se está dando en Europa. ¿Puede ganar terreno la búsqueda de la igualdad democrática y del intercambio cultural abierto ahora que el proyecto europeo avanza hacia formas cada vez más pronunciadas de fragmentación y desigualdad?
Si trazamos un mapa de las actividades y aspiraciones del arte contemporáneo ¿cuál sería realmente su aspecto? No es difícil trazar las líneas de movimiento que relacionan los lugares de origen con los lugares de trabajo.16 Obtendríamos así un mapa que nos resultará familiar, no muy diferente de las rutas de vuelo globales de las principales aerolíneas. Sin embargo, estamos igual de familiarizados con la resistencia con la que responden los artistas cuando los críticos y curadores los categorizan a partir de identidades regionales. ¿Podemos por ende producir un mapa diferente de las estructuras de pertenencia, que fluya de una manera de entender nuestro lugar en el mundo en relación con tres escalas —nuestro cuerpo, una comunidad y el mundo en cuanto esfera— y luego superponer este mapa a las formas de pertenencia cívica, nacional y cosmopolita? Estoy seguro de que este mapa sería algo así como un inestable diagrama de Venn. Sin embargo, más allá de capturar de manera diagramática nuestra condición interconectada, esta imagen también responde a las formas complejas de solidaridad política y de trabajo institucional en redes que son necesarias en el mundo del arte. El arte contemporáneo opera ahora en un atado de relaciones sociales y está enredado en una multiplicidad de referencias culturales y medios artísticos. De ahí un desafío radical al que han debido responder la evaluación estética y la crítica normativa. Lo bueno y lo meritorio no son ni equivalentes ni impermeables o incapaces de afectarse entre sí. Dado que los museos no son ya santuarios para la preservación del arte por el arte y que están implicados en la crisis global de la desindustrialización, descolonización, migración y cambio climático, a la vez que deben forjarse un camino en el terreno ideológico del neoliberalismo y las plataformas interactivas de comunicación, sin duda alguna es hora de desarrollar herramientas que amplifiquen las prácticas colaborativas transnacionales y trans institucionales.