“Zonas de contacto: Art History in a Global Network?”


Abstract

La idea de zona de contacto constituye un concepto productivo para pensar la configuración del mundo contemporáneo como un espacio de dimensiones heterogéneas y diversas que se encuentran en un continuo proceso de interacción y de producción mutua. En cuanto zona de contacto en sí misma, el ámbito de trabajo que denominamos historia del arte digital se prefigura como un interesante contexto sobre el que proyectar esta reflexión, extraer conclusiones y formular algunas ideas, especialmente en relación con las condiciones que hacen posible (y que limitan) la existencia de redes y comunidades globales en un mundo hiperconectado. Si partimos del convencimiento de que los problemas complejos que debemos afrontar en la actualidad solo pueden abordarse desde perspectivas transversales que exigen colaboración y cooperación a gran escala en estructuras fuertes, horizontales y solidarias, indagar sobre esta cuestión resulta esencial. A lo largo de este artículo editorial, se reflexiona sobre algunos de los parámetros que dificultan la constitución de redes globales en el ámbito de la historia del arte digital y se plantea la pregunta sobre cuál pueda ser el horizonte común que le confiera cohesión y un sentido compartido a escala global. Partiendo de una visión de la historia del arte digital como proyecto político, esto es, como actor clave en la configuración y discusión de nuestro presente y futuro hipertecnológico, se argumenta la necesidad de conferirle una misión (una pregunta-problema) que nos cohesione como comunidad diversa pero articulada en torno a un proyecto común.


Zona(s) de contacto

El concepto de zona de contacto fue introducido como categoría teórica por Mary Louise Pratt en su texto de 1991 “Arts of the Contact Zone” para analizar aquellos espacios en los que individuos y grupos separados geográfica, histórica y culturalmente entran en contacto y establecen entre sí relaciones de poder generalmente asimétricas. En su primera formulación, pues, este concepto, utilizado ampliamente en los estudios críticos sobre las sociedades coloniales, entiende la zona de contacto como un espacio de fricción, choque y colisión donde se producen procesos coercitivos y conflictivos en los que prevalecen la desigualdad y la subordinación. Desde este punto de vista, una zona de contacto es un espacio de tensión en el que concepciones distintas, modos de vida y fuerzas desiguales coliden.1 Sin embargo, la zona de contacto constituye también un espacio en el que se producen procesos de interacción, transacción y negociación entre actores diversos y heterogéneos que pueden dar lugar a interesantes dinámicas de hibridación, diálogo, intercambio y cooperación.2 Esta ambivalencia es consustancial a la zona de contacto y abordar su análisis conlleva navegar simultáneamente en dos direcciones: una dirección propositiva que active sus potencialidades y una dirección crítica que revele sus tensiones, disimetrías y subalternidades subyacentes.

Si pensamos en la configuración del mundo contemporáneo: los intensos procesos de circulación e interacción en un contexto global hiperconectado; la emergencia de una estructura ontológica basada en la hibridación de materialidades diversas en continua interrelación y producción mutua; el agotamiento de los límites categoriales que hasta ahora habíamos utilizado para pensar y ordenar el mundo y, en consecuencia, la expansión de lo trans como parámetro de interpretación; la mundialización de los problemas y el establecimiento de estructuras supranacionales, etc., parece claro que el concepto de zona de contacto continúa siendo una fructífera metáfora y una categoría teórico-crítica esencial para analizar y discutir los efectos, consecuencias y posibilidades de un mundo devenido en una trama de continuas interacciones en relación de creciente interdependencia viabilizadas y modeladas (las interacciones y las interdependencias) por infraestructuras tecnológicas.

Este marco de complejidad nos obliga, en primer lugar, a pensar las zonas de contacto en plural, pues lo que confrontamos no es la colisión de (dos) territorios, culturas o sociedades distintas, sino una multiplicidad de dimensiones trabadas y entrelazadas. En consecuencia, ubicar la reflexión en las zonas de contacto nos conmina a tomar conciencia de su carácter esencialmente heteromorfo. También nos obliga, en segundo lugar, a tomar en consideración su naturaleza intrínsecamente tecnomediada y a preguntarnos de qué modo los actantes tecnológicos ejercen su capacidad de agencia y modelación. En tercer lugar, situar la reflexión en las zonas de contacto también nos exige pensar en los territorios desconectados (en los no contactos), en las desconexiones, discontinuidades, bordes, brechas y distancias insondables que forman parte igualmente de la configuración del mundo contemporáneo y que en este escenario adquieren una relevancia mayor.

De hecho, los problemas globales contemporáneos, como la reciente emergencia sanitaria provocada por la irrupción de la covid-19 o la crisis climática, nos incitan a problematizar (de nuevo) la conformación del mundo como una heterogeneidad de zonas de contacto, pues si algo han puesto de manifiesto estas crisis es la paradójica precariedad de las redes globales en un mundo hiperconectado. La colaboración internacional muestra con bastante frecuencia intensas disparidades en cuestiones de acceso, infraestructuras y recursos institucionales, de manera que, en vez de exhibir una fortaleza basada en la cooperación, nuestro mundo se revela frágil y vulnerable. Esta cuestión no es baladí si tenemos en cuenta que los problemas complejos que debemos afrontar solo pueden abordarse desde perspectivas transversales que exigen colaboración y cooperación a gran escala en estructuras fuertes, horizontales y solidarias, emanadas del consenso y de la participación equitativa. De hecho, un problema es una zona de contacto de manera intrínseca, pues los problemas complejos, a diferencia de los objetos de investigación definidos en el marco de las disciplinas científico-académicas (efecto y causa de sus límites), desbordan las fronteras disciplinares (o, mejor dicho, son ajenos a los límites definidos en la academia). Un problema es un nudo o una trama en la que convergen territorios diversos. El abordaje de los problemas complejos implica, por tanto, establecer engranajes colaborativos, redes de comunicación, sinergias entre actores muy heterogéneos, y espacios de diálogo y de conversación a distintas escalas.

En cuanto zona de contacto en sí misma, el ámbito de trabajo que denominamos Historia del Arte Digital se prefigura como un interesante contexto sobre el que proyectar esta reflexión, extraer conclusiones y formular algunas ideas. Dada su naturaleza interdisciplinar, la Historia del Arte Digital se nos presenta como un territorio de contacto entre saberes, conceptos y prácticas investigadoras procedentes de distintos campos disciplinares que se coaligan (o deberían coaligarse) en proyectos necesariamente colaborativos. La Historia del Arte Digital es también un ámbito que propicia procesos de interconexión entre los desarrollos tecnológicos, el pensamiento crítico, la tarea interpretativa y la construcción epistemológica en el estudio y análisis de los fenómenos y procesos artístico-culturales, devenidos ellos mismos en parte de este entrelazamiento de zonas de contacto, toda vez que se han visto transformados en unidades informacionales, en continuo proceso de circulación y mutación, siempre en relación dinámica con otros objetos, otros espacios, otros sujetos. Estas dimensiones que constituyen la Historia del Arte Digital como zona de contacto heteromorfa no están exentas de problemas; podemos hablar, por ejemplo, de la dificultad de subvertir una cultura investigadora tradicionalmente individual y solitaria —cuestión recurrentemente anotada en los textos sobre Historia del Arte Digital— o de los posibles procesos de aculturación y colonización disciplinar (epistemológica, metodológica, analítica) que pueden subyacer a lo que, sin embargo, debería ser un proceso de auténtica fusión e hibridación intelectual.

Asimismo, no cabe duda de que la Historia del Arte Digital aspira a configurar una comunidad global basada (o que debería estar basada) en el conocimiento distribuido y situado, en las narrativas descentralizadoras y en la integración de las particularidades específicas de los territorios culturales, geopolíticos y lingüísticos.3 No obstante, este proyecto apenas está iniciado, y es aquí donde quiero centrar la reflexión. En mi artículo de 2019 “Digital Art History: The Questions That Need To Be Asked”,4 del que deriva el que aquí presento, ya indiqué la necesidad de ir caminando hacia un modelo de Historia del Arte Digital más plural que pudiera aminorar algunas problemáticas presentes en su desarrollo: la subrepresentación geopolítica y cultural, el monismo lingüístico, la persistencia de un cierto universalismo tecnológico y epistemológico con sus nuevas formas de colonialismo y subalternidad o el monocultivo del pensamiento asociado a la prevalencia de un conocimiento producido siempre desde un mismo lugar. Estos problemas tienen que ver con las diversas velocidades con las que acontece el proceso de institucionalización de la Historia del Arte Digital en los distintos espacios (lo que se traduce en diferentes oportunidades de financiación, estructuras logísticas y formas de reconocimiento académico), pero también con cuestiones estructurales relacionadas con disimetrías sistémicas en las condiciones de producción, acceso y distribución del conocimiento científico-académico; con perspectivas inerciales todavía sesgadas sobre qué conocimientos son (o no son) relevantes; y con asunciones interiorizadas sobre a quién le corresponde la legitimidad del discurso, esto es, en quién nos miramos para autorrepresentarnos. Así pues, como zona de contacto, la Historia del Arte Digital refleja las problemáticas socioculturales, científico-tecnológicas y epistemológicas de estos espacios; sus potencialidades, pero también sus disimetrías y conflictos. Su análisis, por tanto, puede ayudarnos a profundizar en categorías y conceptos cuyo interés excede el propio ámbito de la Historia del Arte Digital como campo del saber científico-académico por cuanto son claves también para la interpretación del mundo en el que vivimos.

Este monográfico especial de las revistas H-ART y DAHJ ha querido abordar la cuestión de la Historia del Arte Digital como zona de contacto desde una perspectiva dual: por una parte, invitando a la reflexión, a la discusión y a la presentación de propuestas que plantean la convergencia entre desarrollos tecnológicos y producción de conocimiento histórico-artístico desde otros lugares distintos a los considerados tradicionalmente hegemónicos. Por otra parte, asumiendo el “contacto” como estrategia de acción, esto es, “poniendo en contacto” dos espacios discursivos diferentes (H-ART y DAHJ) coaligados en una tarea común.

Comunidad, ecosistema y red

Comunidad y pertenencia

La consideración de la zona de contacto como un concepto propositivo, esto es, un espacio donde las interacciones, hibridaciones, confluencias y convergencias pueden dar lugar a interesantes procesos de transformación en el orden de la producción de los conocimientos, la construcción de narrativas y la comprensión de lo cultural, requiere, a mi modo de ver, traer al centro de la discusión dos conceptos, no nuevos, pero cuyo reposicionamiento en relación con el tema que nos ocupa puede ser fructífero.5 Me refiero, por una parte, al concepto de “comunidad”, que nos lleva a pensar la zona de contacto como potencial espacio para conformar colectividades híbridas, diversas y heterogéneas que se enriquecen mutuamente y que fortalecen sus lazos cooperativos; y por otra, al concepto de “ecosistema”, que matiza la idea de zona de contacto al poner el acento en las interconexiones más que en el proceso de choque o colisión entre territorios, culturas y sociedades distintas y desemejantes.

Si el concepto de ecosistema hace referencia al entramado de relaciones de interdependencia que los integrantes de un grupo mantienen entre sí y con su entorno, la idea de comunidad alude al sentimiento de pertenencia. No se puede construir comunidad ni fortalecer lazos de cooperación si no se ha desarrollado el sentimiento de ser/fomar parte de “algo”. En nuestra actual ecología de comunidades distribuidas este sentimiento de pertenencia ya no está ligado sustancialmente a un territorio o a una identidad cultural; por el contrario, son los intereses compartidos, las ideas y creencias globalmente diseminadas los que articulan las comunidades contemporáneas. En consecuencia, la idea de comunidad, así entendida, nos exige problematizar cómo se produce ese sentimiento de pertenencia y nos conmina a prestar especial atención a la aparición de las subalternidades interiorizadas de las que hablara Antonio Gramsci, que se instalan de manera no consciente y que vician la construcción de una comunidad basada en la relación horizontal entre pares. Sin ánimo de ser exhaustiva, me referiré a tres de estos problemas que dificultan la constitución de una comunidad cohesionada en el ámbito científico-académico que denominamos Historia del Arte Digital.

Definiciones

Si entendemos que la idea de comunidad es, en parte, una producción discursiva, tenemos que referirnos en primer lugar a cómo se ha definido el campo de la Historia del Arte Digital, pues toda definición implica un proceso de delimitación y, en consecuencia, una dinámica de inclusiones y exclusiones que puede obstaculizar el proceso de autorreconocerse como parte de una comunidad. En la última década, la digital art history6 ha experimentado un intenso desarrollo y una importante expansión, al mismo tiempo que ha producido una abundante literatura autorreflexiva orientada a definir de una manera deductiva (es decir, estableciendo una definición apriorística) qué sea (y qué no sea, o qué pueda ser) la Historia del Arte Digital. Este interés ha de considerarse un proceso natural dado que la delimitación disciplinar es una herramienta básica en la tarea de legitimar cualquier área del saber como un campo de investigación específico. Así, ha sido habitual tratar de determinar cuáles son los factores que definen este campo y cuáles lo diferencian respecto de la historia del arte (supuestamente no digital), pero también (y me gustaría subrayar esta cuestión) cuáles son los aspectos que lo diferencian respecto de otras prácticas digitales y tecnológicas presentes en el campo artístico-cultural.

De hecho, dos de los hitos fundamentales en la configuración del campo denominado digital art history ilustran bien este problema. El primer hito es la publicación en 2013 del monográfico especial que la revista Visual Resources dedicó a la digital art history,7 en el cual, además de realizarse una tentativa de delineación histórica en tres fases,8 Johanna Drucker propuso su conocida (y archicitada) definición de la digital art history como diferenciada de la digitized art history, o lo que es lo mismo, la diferencia entre el uso de objetos culturales digitalizados (imágenes, textos, repositorios, etc.) y el uso de herramientas analíticas.9 De este modo Drucker situó claramente el uso de las metodologías de análisis proporcionadas por la tecnología computacional como “the proper domain of digital art history”.10 Esta definición, si bien discutida en algunos lugares,11 ha proporcionado el marco conceptual fundamental en el que ha quedado inscrita la práctica (y la idea) de la Historia del Arte Digital desde 2013: uso de herramientas analíticas de naturaleza computacional en su amplia diversidad (network analysis, spatial analysis o mapping, text analysis e image analysis). Por eso la Historia del Arte Digital es desde entonces un ámbito de investigación basado fundamentalmente en el análisis computacional de datos (visuales, textuales, espaciales, etc.). Tal es así que el segundo hito al que me refería anteriormente, la publicación en 2016 del artículo de Claire Bishop “Against Digital Art History”12 (que supone el reconocimiento, al modo lacaniano, de un otro, Historia del Arte Digital, que se percibe y se siente diferenciado o diferente de la historia del arte), centra su crítica en este tipo de aproximación analítica y computacional, plenamente identificada ya con el concepto de Historia del Arte Digital, al mismo tiempo que, como contrapartida, Bishop argumenta la validez (intelectual y teórica) de otras prácticas digitales en el campo histórico-artístico. Es decir, la argumentación de Bishop no busca excluir el componente digital del ámbito de la historia del arte, sino una determinada orientación basada en el análisis de datos.

Como puede verse, esta definición cuasi-fundacional de la Historia del Arte Digital es problemática por al menos dos motivos. Por una parte, porque aparentemente deja fuera de su acción toda una serie de prácticas digitales y tecnológicas no directamente relacionadas con metodologías analíticas: sea el caso de la construcción de narrativas a partir de procesos de curaduría digital; la exploración de nuevas formas expositivas basadas en las especificidades de los lenguajes mediales, intermediales y transmediales; la investigación sobre los efectos y consecuencias de la aplicación de tecnologías de realidades mixtas en el campo cultural; o las prácticas de archivo y documentación (con todas sus implicaciones políticas y epistemológicas) que se encuentran en la base de la producción de repositorios y bases de datos, por poner algunos ejemplos muy conocidos. ¿Quedarían, entonces, fuera del campo de la Historia del Arte Digital este conjunto de prácticas materiales e intelectuales? Evidentemente no, como muy bien pone de manifiesto la Digital Art History Journal, que en sus artículos recoge problemáticas de más amplio espectro que las propiamente analíticas. Sin embargo, la inercia a identificar la Historia del Arte Digital con las prácticas data-driven se mantiene. La introducción de Kathryn Brown al compendio Art History and Digital Humanities ejemplifica esta cuestión cuando afirma que el propósito de este proyecto editorial ha sido “[to] examine how scholars have taken up and adapted techniques from the digital humanities for the purpose of generating new analytical tools for the study of visual arts”.13

Es importante, no obstante, evitar el quedarnos en una visión reducida de la definición propuesta por Johanna Drucker en 2013. El problema que afronta Drucker con esta definición es, en realidad, la distinción entre prácticas orientadas a la producción de nuevo conocimiento en el ámbito de la historia del arte, un conocimiento generado directamente por las tecnologías computacionales (y, por tanto, no posible de producir de otro modo), y aquellas que no suponen ninguna disrupción epistemológica respecto de los conocimientos histórico-artísticos producidos sin intermediación digital y/o computacional. Creo que esta distinción sí es clave para comprender qué sea la Historia del Arte Digital y cuál pueda ser su hecho diferencial respecto de otros modos de hacer historia del arte. Con todo, y a medida que nuestra sociedad posdigital avanza hacia la disolución de las dimensiones de lo digital y de lo no digital, considero que es más productivo pensar en términos de gradiente de transformación epistemológica, como propuse en 2013, más que establecer distinciones netas entre polos binarios.14

Por otra parte, la inscripción de la Historia del Arte Digital en el ámbito de la analítica de datos conlleva como problemática añadida situar su condición de existencia en la posibilidad de disponer de conjuntos de datos masivos, cuyo acceso presenta importantes desequilibrios y cuya producción es costosa entérminos monetarios; y en la posibilidad de acceder a infraestructuras tecno-lógicas con notable potencia de cálculo para su análisis y visualización, disponibilidad que también presenta desequilibrios y asimetrías. Retomaré esta cuestión un poco más adelante. Lo que me gustaría señalar ahora es que una concepción más amplia y diversificada de la Historia del Arte Digital, menos “datadependiente”, podría ser también un acicate para proponer narrativas alternativas al datacentrismo contemporáneo mainstream. No me estoy refiriendo (claro) a desentendernos del “dato”, pues, nos guste más o menos, el dato (y toda su constelación conceptual asociada) constituye una noción central en la configuración del mundo contemporáneo. Me estoy refiriendo a la posibilidad de articular otras formas de acción en torno al dato que excedan su uso como fuente para la extracción de conocimiento de acuerdo con las narrativas tradicionales, donde masa crítica, eficiencia, robustez tecnológica o potencia de cálculo resultan esenciales. El dato también puede ser tomado como una herramienta de discusión crítica o como una estrategia para desarrollar modos de producción, estructuración, gestión y exploración alternativos que operen como formas de tecnodisidencia.15

Genealogías

Una comunidad también se autorreconoce a partir del establecimiento de genealogías que la inscriben o la conectan con un linaje intelectual, cultural y social del que se siente parte. Una comunidad no nace como una seta, de la nada, en medio del campo. Una comunidad necesita entenderse en el devenir de un proceso histórico, del que puede declararse continuadora, rupturista o reformuladora. Por eso resulta tan importante dotarse de una narrativa histórica que establezca las dos preguntas fundamentales a partir de las cuales se genera el sentido de toda empresa: de dónde venimos y hacia dónde vamos. La Historia del Arte Digital no ha sido ajena a esta necesaria narrativa biográfica (o autobiográfica) y, en su búsqueda de legitimación disciplinar, también ha indagado y propuesto determinadas genealogías. Estas se han basado, fundamentalmente, en dos linajes: por una parte, las exploraciones computacionales e informáticas llevadas a cabo en el campo de la propia historia del arte desde finales de la década de 1970, genealogías que, significativamente, se circunscriben al ámbito anglosajón; y por otra parte, las humanidades digitales, de las que la Historia del Arte Digital se suele presentar (o entender) como rama derivada o producida a partir o en relación con ella. Aunque sobre este último linaje se podrían citar múltiples referencias, el companion de Routledge editado por Kathryn Brown en 2020 vuelve a ser un ejemplo muy claro al respecto, no solo porque el título del libro sea Digital Humanities and Art History sino porque explícitamente se afirma que “[u]nderstanding the connection between digital humanities and art history is key to conceptualizing digital art history”.16

Como sabemos, las historias reduccionistas que se construyen solo desde un lugar no constituyen un fenómeno privativo de la Historia del Arte Digital; por el contrario, representan un problema generalizado que la historia del arte global (al igual que sucede en otras disciplinas afectadas por el global turn) trata de aminorar mediante la articulación de nuevas narrativas descentralizadoras y descentralizadas. La construcción de una historia inclusiva que dé voz a todos y donde todos nos sintamos representados es un imperativo ético; pero también es una condición para la conformación de comunidades basadas en el sentimiento de pertenencia, pues conlleva el reconocimiento de otras formas culturales, intelectuales y sociales que han resultado en modos diferenciados de comprender cuál es o deba ser la relación de los desarrollos tecnológicos con el campo cultural y con la producción de conocimiento histórico-artístico. La elaboración, por tanto, de una historia poligenética, que se proyecta en múltiples direccionalidades, es crucial como antídoto a los modelos universalistas, a los modernos colonialismos tecno-epistémicos y a los procesos de transculturización que acontecen de manera imperceptible.

En relación con el segundo linaje, humildemente creo que este posicionamiento constituye un error, pues constriñe la comprensión de lo que sea (o pueda ser) la Historia del Arte Digital y provoca (nuevamente) un problema de autorreconocimiento, lastrando su conexión e hibridación con otros ámbitos del campo cultural en los que la exploración y la aplicación de desarrollos tecnológicos ha sido crucial, si bien diferente respecto de los usos e intereses de las humanidades digitales. No es la primera vez que me refiero a esta cuestión.17 En plena crisis de ansiedad provocada por el “retraso” que la historia del arte estaba experimentando respecto de otras disciplinas que tradicionalmente habían formado parte del core de las humanidades digitales (léase, las disciplinas del texto y del lenguaje), ya argumenté que, sin renunciar a las necesarias (y enriquecedoras) interconexiones con las humanidades digitales, la Historia del Arte Digital debía cimentar su aparato metodológico, crítico y epistemológico en un contexto mucho más amplio que integrara tanto el ámbito de exploración configurado desde hace décadas por los estudios digitales sobre museos y patrimonio cultural (museum computing, digital cultural heritage, etc.), como el ámbito de la producción artística contemporánea basada en prácticas tecnomediadas o en discursos sobre la tecnomediación.

De hecho, la práctica efectiva de la denominada Historia del Arte Digital revela que estas imbricaciones son irremediables y podrían citarse numerosos proyectos construidos en estos espacios interseccionales. Sin embargo, desde el plano de la conceptualización teórica el referente epistémico y metodológico sigue siendo, de manera prevalente, el ámbito de las humanidades digitales (con los problemas de adanismo que esto plantea al ignorar discusiones previas acontecidas ya en otros ámbito del patrimonio cultural). En relación con esta cuestión, en 2019 yo propuse desplazar el centro de la reflexión desde la historia del arte como concepto disciplinar hacia el de cultura artística, entendida esta última como zona de contacto configurada por una pluralidad de actores que han abordado las cuestiones artístico-culturales y patrimoniales desde diferentes perspectivas e intereses tecnológicos, las cuales han tenido importantes efectos en la transformación material, epistémica y discursiva del campo.18 Creo que este planteamiento permite expandir el ámbito de acción de la Historia del Arte Digital al dar cabida a un pluralismo tecnológico que responde a distintas necesidades e intereses, además de facilitar los encuentros con otros actores.

Problema

Junto al sentimiento de pertenencia, el segundo factor que construye una comunidad es la implicación (engagement). Una comunidad es posible cuando existe un conjunto de intereses y de problemas comunes que nos involucra; o dicho de otro modo, cuando los grupos e individuos se sienten cohesionados por una misión compartida. En realidad, se trata de un fenómeno recursivo: nos sentimos parte de una comunidad porque nos involucramos en acciones que nos importan y que nos interesan; y, asimismo, nos involucramos porque nos sentimos parte de un grupo con intereses, valores y objetivos compartidos. La identificación de cuáles son los problemas de un campo del saber y de la práctica es esencial porque determina quién se siente interpelado y, por tanto, influye en quién se siente parte de la comunidad. Asimismo, es la conciencia de tener una misión que se advierte como necesaria e irrenunciable el factor clave que impulsa el fortalecimiento de los lazos de cooperación.

El desarrollo de la Historia del Arte Digital en la última década presenta, sin embargo, algunas dificultades a este respecto. En primer lugar, la prevalencia de visiones y concepciones construidas desde un único lugar (conceptual, geopolítico y lingüístico) y con vocación de universalidad, cuestión a la que he hecho referencia anteriormente, también ha reducido el espectro de problemas que aborda la Historia del Arte Digital, dejando fuera del radar, como veíamos, otras maneras de entender y practicar las convergencias entre los desarrollos tecnológicos, el campo del arte y el conocimiento histórico-artístico y, en consecuencia, otros problemas y otras formas de problematización. Sin ir más lejos, este número especial atestigua que, cuando se pregunta en otros lugares, emergen otros problemas distintos de los que habitualmente identificamos con la Historia del Arte Digital, y esto es así porque el conjunto de experiencias de realidad que entendemos como problemas emana de concepciones situadas sobre la tecnología, su uso, función y relación convergente con los modos de producción y distribución de los conocimientos y saberes. No se encuentran en este número, por ejemplo, problemas de computación, ni de análisis de datos, ni de visualizaciones, ni de network analysis, ni de gis, ni de machine learning. El conjunto de problemáticas que se aborda es bien distinto. Así pues, y como correctivo al monocultivo del pensamiento, sería importante traer de nuevo a primer plano el concepto de heteroglosia de Bajtín (1895-1975) y pensar la Historia del Arte Digital como un fenómeno en sí mismo heteroglósico, basado en el reconocimiento de la existencia de una diversidad de posicionamientos, perspectivas y puntos de vista, lo cual nos permitiría abrir nuevos horizontes de comprensión y, sobre todo, nuevos horizontes de encuentro.

Ahora bien, al igual que es crucial adoptar una perspectiva situada a fin de que los problemas que son propios y específicos de cada contexto emerjan, también es clave identificar cuáles son los problemas (o ámbitos de problematización) comunes que compartimos como comunidad global. Por ejemplo, distintos grupos pueden estar guiados por intereses diversos a la hora de usar, trabajar, analizar o producir contenidos culturales digitales, pero todos compartimos (o deberíamos compartir) un mismo problema: la transformación ontológica del campo cultural (artefactos, procesos, fenómenos, imágenes, interacciones) en conjuntos de información discreta (computables, manipulables, transformables, circulables), así como sus efectos y consecuencias, incluido el riesgo de devenir en un reduccionismo informacional que derive, a la postre, en un reduccionismo epistemológico. Obsérvese que no es este un problema técnico sino una discusión epistémico-ontológica que no concierne a la aplicación de determinadas tecnologías para producir determinados resultados (epistemológicos y/o críticos), sino que emana de la problematización de los fenómenos y procesos culturales en relación con su transformación tecnológica.

En este sentido, creo que la Historia del Arte Digital todavía necesita sistematizar cuál sea su problema (o problemas) en cuanto campo específico del saber y de la práctica. Es decir, todavía está pendiente por definir qué problemas afronta la Historia del Arte Digital más allá de las preguntas de investigación o de los problemas particulares que se han abordado en el marco de cada uno de los proyectos o investigaciones acometidos en la última década. Naturalmente, las tecnologías digitales y los análisis computacionales se utilizan para abordar preguntas de investigación que se relacionan con determinados problemas histórico-artísticos (mercado del arte, circulación de imágenes, patrones iconográficos, transferencias artísticas, etc.) y no son pocos los estudios en los que se enfatizan las implicaciones epistemológicas de estas investigaciones, que son muchas; sin embargo, estos problemas quedan inscritos en el contexto de proyectos y/o programas de investigación específicos, y no pueden ser asumidos como problemas compartidos. Sin duda, debemos partir del reconocimiento de que las problemáticas intelectuales y epistemológicas de un campo del saber son irremediablemente diversas en la medida en que dependen de marcos teóricos, bagajes intelectuales y formas de abordaje diferenciados (lo hemos dicho), pero para que el campo exista es necesaria también la definición de su rango de problemas, aquel al que remite y lo dota de sentido. De momento, el único elemento cohesionador entre las distintas vertientes de la Historia del Arte Digital es el empleo de tecnologías digitales y computacionales, y la compartición de unas determinadas metodologías de análisis. Este escenario no es nuevo, sino que reproduce la definición de las humanidades digitales desde sus tiempos primigenios, cuando Harold Short y Willard McCarthy la dibujaron como un conglomerado de disciplinas con un núcleo común de tecnologías y metodologías compartidas.19 Sin embargo, el uso de métodos de base científico-tecnológica para abordar problemas histórico-artísticos no es la definición del campo de problemas que compete a la Historia del Arte Digital como ámbito del saber y de la práctica. La prevalencia de un escenario de problemas atomizados también ha dificultado la identificación de cuál pueda ser la misión compartida de la Historia del Arte Digital como proyecto global.

No quiero dar a entender, con esta reflexión, que debamos avanzar hacia una homogeneización de la Historia del Arte Digital, lo cual sería contradictorio con la necesidad, ya indicada, de concebir este campo como un fenómeno heteroglósico en sí mismo. Lo que quiero proponer es la necesidad de encontrar un equilibrio entre la diferenciación e individuación propia de unas prácticas investigadoras situadas y la definición de unos problemas comunes que puedan servir de marco para la construcción de alianzas fuertes a escala global. La narrativa del cambio climático puede servir de ejemplo. Cada contexto geográfico, geopolítico y cultural afronta problemas distintos sobrevenidos como consecuencia de la crisis medioambiental, pero todos compartimos un relato común, el que nos impele a salvaguardar el planeta como condición sine qua non para salvaguardarnos a nosotros mismos.

Ecosistema, tecnoecosistema y redes

La articulación de una comunidad, su establecimiento y desarrollo conlleva necesariamente procesos de interrelación y comunicación. Es en este sentido que el concepto de ecosistema, que alude a las relaciones de interdependencia que los integrantes de un nicho ecológico mantienen entre sí y con su entorno, puede ser fructífero como revisión de la categoría de zona de contacto.

La noción de ecosistema implica la existencia de redes o subredes, más o menos formalizadas y conscientes, que ligan a los integrantes del ecosistema entre sí a través de acciones que influyen en los comportamientos de los demás y en el propio entorno en el que se inscriben. Así pues, pensar el campo de la Historia del Arte Digital en términos de ecosistema implica preguntarse, en primer lugar, cuáles son los nodos que constituyen estas redes y subredes, qué tipo de interacciones los conectan entre sí, en torno a qué cuestiones y/o intereses se nuclean, cuáles son las zonas más densas y cuáles las más precarias o cuáles son los nodos centrales que pueden actuar como puentes entre distintas áreas de la red. También implica detectar algunos fenómenos limitantes para el desarrollo de la red en cuanto estructura horizontal y distribuida, como son los procesos de cuello de botella, las recentralizaciones o la existencia de silos que solo fomentan conexiones internas en comunidades cerradas. En la actualidad tenemos suficientes métodos analíticos para desentrañar la topología de redes complejas, como muy bien sabemos precisamente en el campo de la Historia del Arte Digital, por lo que sería interesante (y necesario) llevar a cabo un análisis de este tenor a fin de disponer de materiales objetivados que nos ayuden entender cómo se configura (y cómo funciona) el campo de la Historia del Arte Digital o, más ampliamente, el campo en el que la convergencia entre desarrollos científico-tecnológicos, conocimiento histórico-artístico y campo del arte constituye el ámbito de problematización y de actuación.

Ahora bien, en nuestro mundo hipertecnificado, configurado a partir de una ecología híbrida de materialidades diversas, donde actantes humanos y no humanos convergen, las comunidades y los ecosistemas deben abordarse necesariamente desde una perspectiva posantropocéntrica y poshumana. Como decía al inicio de este texto, las zonas de contacto contemporáneas pertenecen a los territorios tecnológicos configurados por los hardware, software, algoritmos y redes neuronales, que son hoy los espacios donde se producen la mayor parte de las interacciones, transacciones, transferencias, negociaciones, colisiones; por donde circulan las ideas, las formas, las imágenes, los saberes, las creencias, las acciones; en donde se instancian las formas de la representación y acontecen los modos de la interpretación. Por tanto, más que de ecosistemas, de lo que hablamos hoy es de tecnoecosistemas.

La noción de tecnoecosistema trae al primer plano el concepto de infraestructura tecnológica como una de las categorías clave no solo para pensar la configuración del mundo hiperconectado que habitamos sino también la posibilidad misma de existencia de comunidades globales. Tradicionalmente, el término “infraestructura” se ha utilizado en el campo del arte para designar el conjunto de instituciones culturales y académicas (museos, universidades, bienales, congresos, editoriales, etc.) generadoras de discursos, contactos y redes. Este concepto requiere ser ampliado, al menos, en dos sentidos: por una parte, integrando las estructuras tecnológicas como materialidades mediadoras y productoras de discursos y conexiones, con un valor agencial clave; y por otra parte, incorporando a los actores tecnológicos (corporaciones, empresas, plataformas), cada vez más determinantes en la configuración del tecnoecosistema artístico-cultural.

Que las infraestructuras y dispositivos tecnológicos median en la producción y circulación de conocimiento no es un hecho nuevo. Esta intermediación se produce desde que alguien cogió una piedra y arañó un trozo de roca para comunicar algo. En el campo de la historia del arte lo sabemos muy bien cuando recurrimos, por ejemplo, al advenimiento de la fotografía para explicar algunas de las principales transformaciones relacionadas con el conocimiento histórico-artístico que acontecieron a partir de la segunda mitad del siglo xix. Tampoco la reflexión teórica sobre esta cuestión es nueva al respecto en el ámbito de la historia del arte, y aquí siempre nos viene bien el socorrido ejemplo de Walter Benjamin. Sin embargo, la era Internet, la eclosión de las herramientas informáticas y la configuración de un ecosistema de infraestructuras tecnológicas conectadas a escala global ha generado un escenario de enorme complejidad y ha dado lugar a nuevas problemáticas que debemos atender.

Como bien sabemos, la tecnología funciona desde hace bastante tiempo como una infraestructura clave para la creación, desarrollo y mantenimiento de redes y de conexiones en el campo cultural y científico-académico. Creo que todos estaremos de acuerdo en que estas dinámicas de interconexión y de participación facilitadas por la tecnología han dado lugar a una reconfiguración de nuestro ámbito en un espacio más poroso, permeable y fluido. Ha contribuido a la emergencia de nuevas formas de institucionalidad, abiertas y desjerarquizadas; y ha facilitado el que podamos pensar en términos de translocalidad como superación de la dialéctica binaria local-global.

No obstante, quizás lo más relevante de todo este nuevo escenario sea la dependencia irreducible que se ha producido del conocimiento y de los saberes culturales respecto de estas infraestructuras tecnológicas; o dicho de otro modo, las infraestructuras tecnológicas constituyen hoy el marco de posibilidad de la producción y circulación de los conocimientos; lo que equivale a decir que, cuando hablamos de infraestructuras tecnológicas, estamos hablando de las condiciones materiales que hacen posible la existencia misma de la Historia del Arte Digital y de la propia historia del arte. La “posibilidad” de producir y poner en circulación determinados conocimientos está imbricada hoy en las posibilidades que tengamos de acceso, desarrollo y uso de estas infraestructuras. Por eso constituyen estructuras críticas, en el doble sentido de la palabra: demandan una centralidad como parte de nuestro aparato teórico y epistemológico y requieren de un discurso crítico que cuestione su configuración y examine posibles alternativas. Téngase en cuenta que, cuando hablamos de infraestructuras tecnológicas, no solo nos estamos refiriendo a lo que tradicionalmente identificamos con dispositivos, herramientas y/o recursos tecnológicos; también hay que incluir en esta reflexión el conjunto de prácticas sociales, políticas y epistémicas que tienen lugar en torno al desarrollo y uso de estas infraestructuras (estándares para la normalización y codificación de contenidos digitales, protocolos de uso, acuerdos entre países para el desarrollo de infraestructuras transnacionales, financiación, etc.).

Es cierto que la tecnología lleva siendo mucho tiempo objeto de reflexión por parte del pensamiento filosófico, de la teoría de la cultura y de la sociología de la tecnología. Ahora bien, el giro que en este sentido representa la Historia del Arte Digital (y las humanidades digitales en general), lo que podríamos considerar su hecho diferencial, es que la práctica de la Historia del Arte Digital no constituye solo un “pensar” sobre lo tecnológico, sino un producir conocimiento “con” y “a través de” la tecnoepisteme que define nuestro momento histórico. La Historia del Arte Digital no es solo un pensar “sobre” las condiciones tecnológicas de nuestro tiempo, es también un “hacer” técnico. Esta circunstancia como definitoria de la Historia del Arte Digital es crucial al representar una amplificación de la tarea humanística, que asume también como propia la fabricación de materialidades tecnológicas en la forma de recursos, sistemas, plataformas y contenidos. Por tanto, en cuanto directamente involucrada en el uso y producción de estas materialidades tecnológicas, en cuanto cooperadora necesaria del actual proceso de hipertecnificación cultural y humana, la Historia del Arte Digital adquiere también una responsabilidad ineludible. Esta situación se vuelve más problemática aún si cabe como consecuencia de lo que en un texto anterior he denominado la paradoja perversa de la hipertecnologización, que se explica de una manera muy simple:20 a mayor tecnologización, mayor naturalización de la tecnología; a mayor naturalización, más crece su invisibilidad; y a mayor invisibilidad, más se incrementa su capacidad de modelación subjetiva, social, cultural, política y epistemológica como consecuencia de lo que ya Ortega y Gasset denominó en el primer tercio del siglo xx la obnubilación de la conciencia.21

En este sentido, es importante trazar distintas líneas de actuación. Por una parte, es necesario contribuir a desarrollar una conciencia crítica agudizada que nos haga visibles los efectos de nuestras propias acciones como usadores y hacedores de tecnología, que revele los mecanismos no neutrales que operan en nuestra toma de decisiones y que evidencie las consecuencias de nuestros actos particulares como engranajes del propio sistema.22 Así, por ejemplo, debemos preguntarnos qué cosmovisiones del mundo y de la cultura están embebidas en las infraestructuras que utilizamos y de qué modo estamos contribuyendo a consolidar y legitimar estas cosmovisiones (con sus definiciones implícitas de lo social, cultural y de lo humano) a través de su uso acrítico e inercial. También debemos abordar y hacer emerger la nueva topología del poder viabilizada por y a través del tecnoecosistema en el que nos inscribimos. En este sentido, debemos preguntarnos quién detenta el control de estos sistemas tecnológicos (y por tanto, de su usuarios, de lo que estos pueden hacer o no pueden hacer), de qué modo estas determinan quién puede y quién no puede participar y cómo se puede participar (teniendo en cuenta el carácter limitante de la sofisticación tecnológica) o qué nuevas formas de colonialismos tecnoepistémicos y culturales se están produciendo.23 Pensemos, por ejemplo, en la paradoja que a veces se produce cuando aspiramos a construir narrativas descentralizadoras tomando como base infraestructuras que vehiculan las mismas cosmovisiones (y actitudes) hegemónicas que se pretenden desarticular.

Asimismo, y como he indicado anteriormente, en la compleja ecología de la producción de conocimiento y de circulación de los saberes de nuestro mundo global, en el que intervienen múltiples actores, debemos incluir en nuestra reflexión no solo a las instituciones académicas y culturales tradicionales, sino también a los nuevos actores que, en nuestra sociedad hipertecnificada, han adquirido un papel central en la configuración del campo cultural: me estoy refiriendo a las grandes corporaciones tecnológicas, en algunos casos devenidas en auténticas instituciones culturales (sea Google Art & Culture el ejemplo más paradigmático), las empresas proveedoras de servicios y de conocimiento tecnológico al sector de la cultura, y también los actores surgidos al calor de la economía de las plataformas, cuyo modelo de negocio se basa en la acumulación y monetización de la producción artístico-cultural.

Sin menoscabo de los interesantes lazos de cooperación y colaboración que pueden establecerse en un modelo de relación horizontal y dialógica, la incorporación de estos nuevos actores al ecosistema implica plantearnos, al menos, dos cosas: por una parte, es necesario abordar los procesos de privatización cultural en ciernes o que se están ya produciendo. Debemos preguntarnos cuánta información cultural y científico-académica, y cuánta tecnología estará en manos privadas en un futuro y, por tanto, cuáles serán, a medio plazo, nuestras dependencias respecto de las corporaciones tecnológicas en nuestra tarea como investigadores y analistas culturales. Por otra parte, debemos reflexionar sobre el desplazamiento del principio de autoridad y de legitimación hacia otros actores distintos de los que tradicionalmente han operado en el campo cultural y académico como consecuencia de una delegación no consciente de la toma de decisiones. No me refiero aquí, claro, a activar mecanismos para “conservar” el poder en el reducto del establishment cultural y académico, sino a la pérdida insensible de una posición relevante en la articulación de los discursos sobre el devenir artístico-cultural.

Sea como fuere, parece evidente que para aminorar los procesos de privatización, apropiación, dependencia tecnológica, colonialismos tecnoepistémicos, etc. antes descritos, uno de los objetivos a los que debemos aspirar es a la producción de un tecnoecosistema sostenible basado en la compartición de los saberes y en la optimización y mutualización de los recursos económicos y tecnológicos, desarrollado desde una perspectiva horizontal, transversal y equitativa bajo los principios de la corresponsabilidad y de la solidaridad, y a partir de una apropiación diferenciada y situada de la tecnología. Este objetivo, ciertamente, tiene sus propias dificultades, pues implica contender con un contexto geopolítico muy diverso en el que coexisten distintas políticas institucionales, agendas de investigación, prioridades tecnológicas, programas de financiación y culturas científico-académicas. La articulación de estrategias que permitan aminorar estas dificultades constituye, sin duda, uno de los desafíos que deberá informar la agenda de la Historia del Arte Digital en los próximos años.

La Historia del Arte Digital: proyecto político y campo de problemas

Como he argumentado en párrafos anteriores, si bien la heterogeneidad de planteamientos, intereses, objetivos y prácticas es consustancial a todo campo del saber y de la actividad, y muy especialmente si lo consideramos desde una perspectiva global, también es importante sentirnos parte de un proyecto común que nos cohesione como comunidad e incentive el fortalecimiento de los lazos de cooperación. Si asumimos este planteamiento, parece conveniente reflexionar sobre cuál pueda ser ese horizonte común que confiera unidad a la Historia del Arte Digital como proyecto. Es en el marco de esta reflexión donde me gustaría proponer una visión de la Historia del Arte Digital que implica, al menos, dos desplazamientos respecto de las preguntas que nos hemos formulado hasta ahora.

En primer lugar, la pregunta sobre qué pueda ser la Historia del Arte Digital no debería plantearse ya en términos binarios en relación (o confrontación) con una supuesta historia del arte (tradicional o analógica). La condición posdigital (o digital) que nos define actualmente implica la disolución de lo tecnológico en todos los ámbitos de la vida sin que pueda establecerse una distinción neta entre lo digital y lo no digital en buena parte de la geografía del planeta. La tecnología es ahora más que nunca esa segunda naturaleza (o sobrenaturaleza) de la que hablara Ortega y Gasset, ubicua y omnipresente.24 La tecnología digital hace tiempo que dejó de ser un factor externo que, desarrollado y elaborado en los laboratorios de los tecnólogos, adoptamos en su momento con el objetivo de propiciar una potencial disrupción epistemológica y metodológica en nuestro campo del saber. La tecnología digital y sus infraestructuras forman parte (e instituyen) nuestras formas de vida, cada vez más tecnomediadas. Por tanto, si la tecnología es aquello con lo que convivimos diariamente, de lo que se trata ahora es de pensar (y de negociar) cómo queremos que sea esa coexistencia, debiendo centrar el debate tanto en las oportunidades que se nos presentan como en las incertidumbres que se abren ante nosotros.

Si en condiciones “normales” la disociación entre tecnología, sociedad, cultura, conocimiento, sujeto y naturaleza solo puede plantearse como un artificio, dadas las relaciones de interdependencia y los procesos de coevolución que los ligan en un entramado difícilmente descomponible, en nuestro contexto actual esta disociación ha dejado de ser un artificio para convertirse en una completa imposibilidad (en cuanto que nuestro pensamiento y nuestra imaginación están mediados y modelados por lo tecnológico) y en una irresponsabilidad, si somos conscientes de que nuestra sociedad, altamente hipertecnificada, avanza hacia un estadio de tecnodependencia total, incrementado por la crisis sociosanitaria provocada por la covid-19. Así pues, en un contexto de prevalencia tecnológica, acelerada por la pandemia de la covid-19, no tiene sentido ya trata de justificar el porqué de la perspectiva digital y computacional en el campo de la historia del arte (aludiendo a sus potencialidades, posibilidades y avances, tal y como suele ser habitual en las narrativas tradicionales de las Historia del Arte Digital que todavía se siguen produciendo como parte de su legitimación disciplinar). De lo que se trata ahora es de pensar el cómo se lleva a cabo esta transformación y el para qué, con qué sentido. Es esta una reflexión que debemos plantearnos como historiadores del arte, y por tanto en relación con nuestro ámbito disciplinar, pero también como sujetos inscritos en un mundo hipertecnomediado que avanza inexorablemente hacia una situación de dependencia tecnológica absoluta.

La idea de que el adjetivo “digital” es en realidad una etiqueta transitoria que finalmente acabará diluyéndose porque toda la historia del arte será, más tarde o más temprano, una historia del arte irremediablemente digital, se ha planteado en más de una ocasión durante la última década y ahora parece tener más sentido que nunca, pues, con independencia de los gradientes de transformación epistemológica y metodológica a los que hice referencia anteriormente, es difícil pensar en la existencia de una historia del arte completamente ajena a las condiciones materiales que son hoy la condición de posibilidad de la producción y la circulación de los saberes. Ahora bien, esta argumentación presupone una suerte de “evolución natural” a partir de la cual, de manera insensible y progresiva, llegaremos a esta especie de pandigitalidad en el campo histórico-artístico (y, en general, en todas las disciplinas). Sin embargo, a mi modo de ver, esta evolución “natural” requiere de un posicionamiento consciente que reflexione sobre cómo se transforma la historia del arte en cuanto proyecto político más allá de las evidentes mutaciones que se están produciendo (y que se seguirán produciendo) desde el punto de vista metodológico, epistemológico e institucional. Creo que esta visión de la Historia del Arte Digital como proyecto político, esto es, como actor clave en la configuración y discusión de nuestro presente y futuro hipertecnológico, puede ser la base de ese horizonte común que nos dé cohesión y sentido como comunidad global. He de reconocer que esta visión de la Historia del Arte Digital está irremediablemente condicionada por mi concepción de las humanidades digitales como unas humanidades transformativas y emancipadoras que, en consecuencia, deben ser pensadas desde el imperativo de la acción en cuanto compromiso ético de la teoría y del pensamiento crítico.25

Así pues, considero que la pregunta clave que debemos plantearnos en los albores de la tercera década del siglo xxi no es qué sea la Historia del Arte Digital, ni siquiera qué sea la historia del arte, sino qué significa hacer historia del arte aquí y ahora, en nuestro tiempo posdigital e hipertecnomediado. ¿Cómo construye su rol y su identidad en este escenario? ¿Cuál es su función? ¿Cómo puede instituirse en un actor central en un contexto de creciente hipertecnificación (que afecta muy especialmente al campo cultural) con todas las implicaciones que esta situación conlleva? Esta pregunta no es baladí (me parece) pues sustrae a la historia del arte de sus límites disciplinares y amplifica su campo de actuación más allá de las cuestiones propiamente histórico-artísticas. Desde esta perspectiva, el nudo gordiano en torno al que se nuclearía la práctica de la Historia del Arte Digital no serían (o no serían solo) las problemáticas asociadas a su propia transformación disciplinar, epistemológica y metodológica, sino aquellas que afectan a la transformación del mundo y, particularmente, a la comprensión y producción de lo cultural, las que conciernen a la definición del ser humano en un contexto de creciente hibridación tecnológica, y las que involucran la producción del sujeto y la modelación de las subjetividades en un escenario hipertecnificado y tecnodependiente. Naturalmente, este planteamiento supone un descentramiento disciplinar de la historia del arte que no debe confundirse, sin embargo, con un abandono de las cuestiones epistemológicas, intelectuales y metodológicas directamente relacionadas con lo que tradicionalmente constituye su “ámbito” de investigación. Por el contrario, lo que propongo es una extensión del campo de problemas que pueda dar cuerpo a la Historia del Arte Digital como proyecto político compartido.

En segundo lugar, y en relación con este planteamiento, creo que debemos desplazarnos de la pregunta sobre cómo los desarrollos tecnológicos pueden transformar (o están transformando) institucional, epistemológica y metodológicamente la historia del arte para preguntarnos cuál es el problema (o problemas) que constituyen su campo de acción. Como decía en párrafos anteriores, no me refiero aquí a los problemas intelectuales, críticos y/o investigativos de cada uno de los proyectos o de las investigaciones particulares, sino al problema de la Historia del Arte Digital en cuanto forma particular de interrogar al mundo y en cuanto sujeto político.

Según Deleuze, proponer un problema tiene por efecto visibilizar nuevos elementos al darles otro contexto, otras condiciones de posibilidad en el marco de otro preguntar.26 Es por esto que Deleuze insiste en que si no se encuentra el problema que da marco a una filosofía el desarrollo permanece abstracto, y si se encuentra el problema todo se vuelve muy concreto. Si, de acuerdo con Deleuze, los problemas están siempre expresados por una pregunta, cabría plantearse, entonces, ¿cuál es la pregunta-problema que le puede proporcionar su concreción a la Historia del Arte Digital y cuál sería aquella en la que todos podríamos reconocernos en el marco de un proyecto global?

Centrar la atención en la noción de problema y no solo en los temas de investigación, los enfoques teóricos o las tecnologías a emplear puede ser fructífero por muchas razones. Por una parte, porque elimina la necesidad de definir qué sea la Historia del Arte Digital (y quién cabe o no cabe en ella), dado que de lo que se trata ahora es de identificar los espacios de problematización que debemos abordar en virtud de las condiciones que definen nuestro mundo contemporáneo. Lo que interesa es, pues, la definición del campo de problemas que confrontamos. En la medida en que los problemas no están dados, la indagación sobre el campo de problemas también nos conmina a reflexionar de qué modo y por qué determinadas experiencias y/o dominios de la realidad cultural devienen un problema (¿para quién lo son y quién decide que lo son?), y nos obliga a preguntarnos cuáles son los modos de interrogación de la Historia del Arte Digital, es decir, de qué modo problematiza las experiencias de realidad.

Cuando me preguntan qué son las humanidades digitales suelo dar dos respuestas concisas: por una parte, las humanidades digitales son una manera de pensar y de interrogar los fenómenos y procesos histórico-culturales teniendo en cuenta las características tecnoepistémicas que definen nuestro tiempo histórico; por otra, un espacio para problematizar estas características en relación con las formas de producción, acceso, representación y circulación de los conocimientos y los saberes. Estas dos respuestas son extensibles a la Historia del Arte Digital aunque, como he indicado en párrafos anteriores, esta se inscribe (o debería inscribirse) en un contexto más amplio y no remitido exclusivamente al ámbito de las humanidades digitales. Este número especial, titulado Zonas de Contacto: Digital Art History in a Global Network?, activa esta idea de la Historia del Arte Digital como espacio de problematización al obligarnos a reflexionar, nuevamente, sobre las condiciones que hacen posible (y que limitan) la existencia de redes y comunidades globales en un mundo hiperconectado. A lo largo de este artículo editorial asoman diversas ideas reflexionadas en los últimos años que, articuladas en el marco de este tema, me sirven de base para exponer una visión de la Historia del Arte Digital como proyecto político y para argumentar la necesidad de conferirle una misión (una pregunta-problema) que pueda ser compartida a escala global.

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Notes

[*] Nuria Rodríguez-Ortega Doctora en Historia del Arte por la Universidad de Málaga y Especialista en Humanidades Digitales por la Universidad de Castilla La Mancha. Es directora del Departamento de Historia del Arte desde el año 2009, miembro de la Junta de Facultad de Filosofía y Letras, miembro del Claustro Universitario, donde ejerce como portavoz del grupo claustral “Filosofía y Letras”, y es miembro del Consejo de Gobierno de la Universidad de Málaga desde el año 2013. Es miembro de número de de la Academia Europaea en la sección de Musicología e Historia del Arte. Es directora del grupo de investigación iArtHis_Lab (iarthislab.eu), un laboratorio de investigación, formación e innovación centrado en el estudio de la Historia del Arte y de la cultura artística desde perspectivas digitales, computacionales y tecno-críticas. Desde 2018, es directora adjunta de la Cátedra Picasso Fundación Málaga. También ha sido miembro de la Cátedra Estratégica de Tecnologías de Vanguardias en Humanidades y de la Cátedra Estratégica de Videojuegos, Gamificación y Juegos Serios de la Universidad de Málaga. Desde octubre de 2017 es la Presidenta de la Sociedad Internacional de Humanidades Digitales Hispánicas (hdh). nro@uma.es

[1.] Mary Louise Pratt, “Arts of the Contact Zone”. Profession 91 (1991): 33-40. Después desarrollado en Mary Louise Pratt, Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation (Londres: Routledge, 1992).

[2.] Véase, por ejemplo, James Clifford, “Museums as Contact Zones”, en Routes: Travel and Translation in the Late Twentieth Century (Cambridge: Harvard University Press, 1997), 188-219.

[3.] Desde la publicación del libro de James Elkins Is Art History Global? (Londres: Routledge, 2007) el carácter global de la historia del arte como ámbito del saber y de la práctica viene siendo objeto de problematización. Véase, por ejemplo, la evaluación llevada a cabo diez años más tarde en el número especial de Artl@s Bulletin (6, n.º 1, 2017) editado por Béatrice Joyeux-Prunel y titulado Art History and the Global Challenge: A Critical Perspective.

[4.] Nuria Rodríguez-Ortega, “Digital Art History: The Questions that Need to Be Asked”. Visual Resources 35, n.º 2 (2019): 1-15.

[5.] La idea de la zona de contacto como espacio dialógico que puede propiciar encuentros basados en una reciprocidad real ha sido objeto de discusión. Así, Robin B. Boast advierte, al menos para el concepto de museum as contact zone propuesto por James Clifford, que la zona de contacto constituye, en realidad, un espacio intrínsecamente neocolonial en la medida en que, a pesar de las buenas intenciones tendentes a propiciar diálogos horizontales, se mantiene como un espacio asimétrico de apropiación. Para Boast, las zonas de contacto no son ni pueden ser espacios de reciprocidad real porque la parte dominante siempre se impone: “Thus, always, is the contact zone. An asymmetric space where the periphery comes to gain some small, momentary and strategic advantage, but where the centre ultimately gains”. Con todo, Boast acaba su argumentación reconociendo que el problema de la zona de contacto no reside tanto en que constituya un espacio intrínsecamente asimétrico, pues esta asimetría se puede subvertir al fin y al cabo. El problema, sostiene, reside en la práctica, esto es, en cómo se configure dicha zona de contacto y en su uso (a veces no consciente) para enmascarar asimetrías, sesgos y apropiaciones. Robin B. Boast, “Neocolonial Collaboration: Museum as Contact Zone Revisited”. Museum Anthropology 34, n.º 1 (2011): 56-70.

[6.] Utilizo intencionalmente la denominación inglesa dado que el desarrollo teórico y metateórico se ha producido casi completamente en lengua inglesa.

[7.] Murtha Baca, Anne Helmreich y Nuria Rodríguez-Ortega (eds.), Digital Art History, número especial de Visual Resources 29, n.º 1-2 (2013).

[8.] Murtha Baca y Anne Helmreich, “Intro-duction”. Visual Resources 29, n.º 1-2 (2013): 1-4.

[9.] Johanna Drucker, “Is There a Digital Art His-tory?”. Visual Resources 29, n.º 1-2 (2013): 5-13.

[10.] “A clear distinction has to be made between the use of online repositories and images, which is digitized art history, and the use of analytical techniques enabled by computational technology that is the proper domain of digital art history”. Drucker, “Is There”, 7.

[11.] Véase Georg Schelbert, “Art History in the World of Digital Humanities: Aspects of a Difficult Relationship”. Kunsttext.de 4 (2017): 1-10.

[12.] Claire Bishop, “Against Digital Art History”. Digital Art History 3 (2016): 123-131.

[13.] Aunque luego se incluyen capítulos que exceden esta problemática. Kathryn Brown, Digital Humanities and Art History (Londres: Routledge, 2020), 2.

[14.] Nuria Rodríguez-Ortega, “Digital Art His-tory: An Examination of Conscience”. Visual Resources 29, n.º 1-2 (2013): 129-133.

[15.] Véase, por ejemplo, el proyecto Tierra común, https://www.tierracomun.net/

[16.] Brown, “Introduction”, 2.

[17.] Nuria Rodríguez-Ortega, “Humanidades digi-tales, digital art history y cultura artística: relacio-nes y desconexiones”. Artnodes 13 (2013): 16-25.

[18.] Rodríguez-Ortega, “Digital Art History: The Questions”, 10.

[19.] Willard McCarthy y Harold Short, “The Map of the Digital Humanities”, presentado en Ma-pping the Field. International Symposium, Pisa, abril de 2002, https://eadh.org/publications/mapping-field

[20.] Nuria Rodríguez-Ortega, “Tecnologías humano-centradas, y el porqué de Ortega”. Revista eviterna 9 (2021): 180-194.

[21.] José Ortega y Gasset, Ensimismamiento y alteración: Meditación de la técnica y otros ensayos (Madrid: Alianza, 2015 [1933]), 27.

[22.] Nuria Rodríguez-Ortega, “Social Sciences and Digital Humanities of the South: Materials for a Critical Discussion”, en Digital Humanities in the Global South, editado por Domenico Fiormonte, Paola Ricaurte y Sukanta Chaudhuri (Minneapolis: Minnesota University Press, en prensa).

[23.] Nuria Rodríguez-Ortega, “Cinco ejes para pensar las humanidades digitales como proyecto de un nuevo humanismo digital”. Artnodes 22 (2018): 1-6.

[24.] Ortega y Gasset, Ensimismamiento, 66.

[25.] Rodríguez-Ortega, “Digital Art History: The Questions”, 12; “Social Sciences and Digital Humanities of the South”.

[26.] Gilles Deleuze, Diferencia y repetición (Buenos Aires: Amorrortu, 2017 [1968]), 16-17.