Buscar, en plena oscuridad, una luz pese a todo, por tenue que fuese. Si te has perdido en el bosque en medio de la noche, la luz de una estrella muy lejana, de una vela detrás de una ventana o de una luciérnaga próxima te resultará asombrosamente saludable.
Es entonces cuando los tiempos se sublevan. Georges Didi-Huberman, Insurrecciones.
Introducción
La pandemia de covid-19 que llevó a Colombia a declararse en estado de emergencia sanitaria el 12 de marzo de 2020 constituyó un reto para los procesos de movilización social que se habían estado gestando en el país el año anterior. En el paro nacional de 2019, sectores heterogéneos de la sociedad colombiana habían ocupado de forma masiva las calles para presionar al gobierno de Iván Duque desde distintos frentes. Las peticiones por parte de grupos estudiantiles, profesores y sindicatos se entrelazaron con el descontento general frente a la falta de compromiso del gobierno con la implementación de los acuerdos de paz firmados en 2016 con el grupo guerrillero FARC-EP. Las marchas que se organizaron en los últimos meses de 2019 se vieron marcadas por una alta presencia de eventos culturales y de manifestaciones artísticas, que evidenció el rol decisivo que pueden jugar las artes dentro de procesos sociales y políticos para expresar desacuerdo y descontento.1 La organización de conciertos en vivo,2 la reunión alrededor de ollas comunitarias y de cacerolazos barriales,3 la presencia de colectivos de teatro y artes vivas en las jornadas de protesta, obtuvieron una fuerte atención en redes sociales. Se trató de un modo no solo de sostener el interés y compromiso de la población a lo largo de las semanas, sino de generar una contranarrativa para contrarrestar las perspectivas difundidas desde los medios de comunicación tradicionales que daban prelación a imágenes de vandalismo y destrucción de bienes públicos y que deslegitimaban las exigencias de los manifestantes.
No obstante, el estallido social entró en un hiato al finalizar el 2019 y le resultó imposible reactivarse el siguiente año: a partir de marzo, la implementación de medidas de confinamiento alrededor del país para contener el virus condujo a un vaciamiento de las calles y, por lo tanto, excluyó la protesta masiva y presencial del repertorio de prácticas posibles para el disenso. El espacio público, en el que los sujetos se reúnen y se hacen visibles, se volvió no solo inaccesible, sino perjudicial para el cuerpo propio, al mismo tiempo vulnerable y vulnerador de los otros cuerpos. En países como Chile o Estados Unidos el 2020 estuvo caracterizado por protestas masivas que hicieron caso omiso a las medidas de aislamiento por el covid-19: la causa de una reforma constituyente o del movimiento Black Lives Matter (BLM), respectivamente, fueron suficientes para incitar a la población a reocupar las calles vacías, a pesar del riesgo de contagio. Por el contrario, en Colombia se dieron pocos episodios donde las restricciones fueron transgredidas —el más llamativo fue el que se vivió entre el 9 y el 11 de septiembre de 2020: una serie de disturbios y protestas no organizadas sacudieron el país como consecuencia del asesinato de un civil a manos de agentes de la Policía, que tenía como trasfondo la insatisfacción frente a los seis meses de manejo gubernamental de la pandemia.4 Los estallidos de protesta eran sectorizados, puntuales y no planificados, a diferencia de la violencia que se estaba viviendo de forma sistemática en las regiones del país: solo en 2020, 381 personas asesinadas en 91 masacres,5 630 feminicidios6 y por lo menos 75 miembros de la comunidad LGBTIQ asesinados.7
Ante una situación crítica en materia de derechos humanos, la experiencia de la pandemia conllevó una serie de expresiones de disenso que se valieron de herramientas discursivas y visuales heredadas de la protesta tradicional adaptadas a un contexto de aislamiento. Así, la barrera existente entre el espacio público y el privado —una barrera célebremente trazada por Hannah Arendt en 1958, en su texto La condición humana, donde la filósofa retomó la visión clásica de la esfera pública como el único escenario de la política, relegando la esfera privada a la condición individual y, por tanto, apolítica— se vio infringida por acciones encaminadas a activar el rol de los ciudadanos como agentes activos desde el espacio del propio hogar. Las actividades realizadas en casa se mostraron explícitamente políticas, bajo una condición: la de la visibilidad. Fue Arendt quien reconoció que, para hacer parte de un mundo común, el individuo debe hacerse manifiesto frente a los demás: “Ser visto y oído por otros. Deriva su significado del hecho que todos ven y oyen desde una posición diferente. Este es el significado de la vida pública”.8 Las acciones realizadas en total soledad, sin testigo alguno, se considerarían apolíticas en tanto no contribuyen a formar un mundo material común en el que convergen opiniones distintas; es este el que lleva al ser humano a trascender su propia mortalidad.
Si se consideran las acciones de protesta realizadas desde espacios privados durante la pandemia de 2020, se distingue el impulso a compartir las acciones con otros individuos, ya sea con aquellos inmediatamente cercanos, como los vecinos, o con otros usuarios de redes sociales, subiendo y replicando contenidos. En el caso de la pandemia en Colombia, la transmisión de información generó un sentido de sincronía entre distintas luchas, las de quienes sentían que no estaban siendo vistos y oídos por otros, y que buscaban apropiarse de sus propias narrativas y amplificarlas. En este artículo, me propongo pensar en las potencialidades estéticas y políticas de las acciones lumínicas —proyecciones efímeras que, con luz, trazan mensajes e imágenes sobre el espacio urbano— producidas desde espacios privados entre el 2020 y el 2021 en países latinoamericanos. Haré énfasis en las acciones de La Nueva Banda de la Terraza, en Medellín, Colombia, para pensar cómo a partir de la circulación de imágenes que brillaban en medio de la noche fue posible continuar entretejiendo una red de relacionalidad en medio del aislamiento.
Visibilidad e invisibilidad en el espacio público
La experiencia de la pandemia exacerbó cuán relacionados están los procesos de movilización social con el problema de la visibilidad e invisibilidad de ciertos cuerpos en el espacio público. Quiénes tienen el derecho a ser vistos, a ser escuchados, qué palabras son utilizadas para trazar una narrativa, qué imágenes se eligen para retratar una realidad, son disyuntivas en las que el ámbito socio-político y el estético se sobreponen.
Para Judith Butler, a ojos del Estado y las instituciones que hacen posible el neoliberalismo la vida de algunos individuos y grupos está siempre expuesta al riesgo de ser violentada o truncada —aquellos que nacen en condiciones de precariedad, entendida como la “distribución inequitativa de las condiciones necesarias para una vida vivible”9— por lo que, cuando efectivamente sus vidas son vulneradas, no se considera una afronta al orden natural de las cosas. Hay unas vidas que merecen ser lloradas en público y conmemoradas a través de monumentos; otras, en cambio, parecieran estar destinadas a desaparecer silenciosamente.10 Son esos cuerpos no merecedores de un duelo los que son constantemente invisibilizados en los medios de comunicación y en las versiones oficiales de la historia. En Colombia, un país marcado por un conflicto armado de seis décadas, la diferenciación entre los dos tipos de poblaciones venía de una larga tradición que privilegiaba las historias de grandes figuras políticas, o de episodios vividos en la ciudad, sobre el terror desencadenado en las zonas rurales. Más recientemente, el gobierno del presidente Iván Duque había sido altamente criticado por su intransigencia al momento de implementar los acuerdos de paz firmados en 2016 entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP.11 El sistemático asesinato de líderes sociales y de excombatientes de la guerrilla posterior a la firma del acuerdo no recibía la atención del gobierno, y las vidas afectadas por una fuerte oleada de violencia no eran sujetas a un duelo oficial, público y colectivo por parte de este.
Por lo general, las muertes de aquellos que no merecen ser llorados se da en un espacio al que Nicholas Mirzoeff denomina de no aparición, un espacio en el que “a nadie de fuera le importa lo que ocurre allí”.12 A diferencia de la concepción de Arendt —quien ve el espacio de aparición como el escenario de la política, como aquel en el que el individuo accede al ámbito de lo colectivo a partir de la acción y el discurso, y al que solo ciertos individuos pueden acceder13— para autores como Mirzoeff y Butler la existencia y disponibilidad del espacio de aparición no deberían ser dadas por sentado. Las luchas de la política misma, para Butler, se desarrollan no en ese espacio, sino para reclamar el propio lugar dentro de ese espacio. El espacio surge de una acción, cuando se le pregunta a ese cuerpo colectivo: “¿Quién eres?”;14 es ahí que se abre la posibilidad de aparecer frente a los demás y de reclamar el derecho a ser visto y oído. Por su parte, para Mirzoeff el verdadero espacio de aparición no surge de la normatividad, sino de las grietas que la surcan. La posibilidad para ciertos individuos de aparecer, de importar, solo se da cuando un sistema que considera a unos grupos más importantes que otros empieza a desmoronarse: es en esos resquicios que surge la oportunidad de reclamar atención.
Teniendo esto en cuenta, el espacio de no aparición es aquel que está sumido en las sombras, que no se ve iluminado por el foco de luz del espacio de aparición; quienes lo habitan y circulan están al margen del interés público, y sus vidas son aquellas que, en términos de Butler, están condenadas a la precarización —“la muerte lenta que sufren las poblaciones desatendidas, o que son blanco de las condiciones del neoliberalismo”.15 Ahí es donde tiene lugar una violencia ignorada y desatendida por el Estado. Durante la pandemia, la vida de aquellos que no podían refugiarse en sus propias esferas privadas —aquellos a quienes la necesidad los lanzaba a la calle, quienes temían más al hambre que al contagio— se veía expuesta a unos peligros ajenos a quienes tuvieron el privilegio de resguardarse en casa. De igual forma, la violencia que se vivía en el interior de algunos hogares revelaba la extensión de este espacio fuera de encuadre —los casos de violencia doméstica y de feminicidios también se dispararon en 2020.16
Mirzoeff insiste en que el espacio de no aparición está dominado por la policía, entendida en términos de Jacques Rancière como “el orden general que dispone la realidad”.17 Es este orden el que hace que unos cuerpos sean dignos de aparecer en el espacio público y otros queden relegados al espacio a los márgenes. Los grupos considerados “precarios” están en constante riesgo de desaparecer en el corto y el largo plazo: la vida de sus miembros, siempre en riesgo de ser truncada; sus historias colectivas, en riesgo de ser enterradas. Sin embargo, es en el espacio público donde el individuo que generalmente es invisibilizado y silenciado por las instituciones puede reclamar el derecho a ser visto y ser escuchado. La ocupación de cuerpos “indeseados” en la calle es un llamado de atención. La experiencia de exponerse en conjunto a un mismo peligro —en el caso de las manifestaciones, la misma fuerza pública—, de un saberse vulnerables frente a la violencia latente, es lo que permite superar el ensimismamiento individualista. El llamado a la solidaridad se produce en medio de una liberación de energía colectiva, que podría constituir esa relacionalidad extática de la que habla Butler,18 que permite al sujeto deshacerse, desposeerse de sí mismo al entrar en contacto con otros sujetos.
El aislamiento, en cambio, y la separación del cuerpo colectivo en los compartimientos que constituyen el espacio privado —piénsese en los grandes conjuntos de apartamentos y casas de las ciudades contemporáneas— obstaculiza los procesos de solidaridad que se dan en el espacio público. La traducción de experiencias que permite al cuerpo abrirse ante el cuerpo de otros, y que hace del cuerpo un “punto de transmisión en el que tu historia se vuelve mía, o donde tu historia pasa a través de la mía”,19 no puede darse si los sentidos están privados del contacto con el otro. La amenaza que representa el aislamiento consiste, entonces, en que los ciudadanos no pueden hacerse visibles en el espacio público de forma masiva y desestabilizar el orden que rige lo visible; además, la falta de contacto entre individuos imposibilita el proceso de tejer una relacionalidad que une distintas personas en un abrazo colectivo. De ahí que, como hace explícito Butler, la regulación de los sentidos se convierta en un asunto político, y que el Estado insista en censurar imágenes de violencia: a partir del testimonio de ese dolor ajeno —viéndolo o escuchándolo— el sujeto trasciende la individualidad que sostiene los modelos políticos y económicos neoliberales; eso hace de las imágenes una potencial amenaza.20 En la reevaluación de las verdades oficiales resulta central la producción de imágenes que surgen de los resquicios. “Los medios de comunicación pueden funcionar como parte del ‘soporte infraestructural’ cuando facilitan modos de solidaridad y establecen nuevas dimensiones espacio-temporales de la esfera pública, incluyendo no solo a aquellos que pueden aparecer dentro de las imágenes visuales del público, sino a aquellos que, por coacción, miedo o necesidad, viven fuera del alcance del marco visual”, escribe Butler.21 La irrupción de imágenes en el espacio público puede desencadenar procesos de “apertura al otro”: episodios que, más que generar simple empatía, conducen a la liberación del sujeto de su exacerbado individualismo, conduciéndolo a extraerse de su propia experiencia vital para adentrarse en la del otro. A continuación, discutiré una serie de acciones lumínicas para entenderlas como irrupciones del aislamiento físico y como oportunidades para la apertura al otro.
Mensajes luminosos en la horrible noche
En algunos países de Latinoamérica, uno de los fenómenos que se difundió durante la emergencia sanitaria fue el de las proyecciones sobre muros y calles desde espacios privados como ventanas y terrazas. A lo largo de los años 2020 y 2021, artistas y colectivos latinoamericanos usaron proyectores para plasmar mensajes críticos desde sus casas. Grupos como La Nueva Banda de la Terraza en Medellín, Streetdente y Optikal Ink Lab en Bogotá, Gritaluz en Lima, Articiclo en Ciudad de México, Projetemos en varias ciudades de Brasil o, de forma más especializada, Delight Lab en Chile, se valieron de proyectores para iluminar paredes y edificios cercanos con imágenes y, sobretodo, textos. A través de estos, se denunciaba lo que sucedía fuera de los límites de la esfera privada, aquello que se conocía o se insinuaba por testimonios o por reportajes periodísticos y que debía ser reiterado, reinterpretado o denunciado. Las democracias latinoamericanas atravesaban una profunda crisis social, económica y política que, a pesar de enraizarse en condiciones preexistentes, estaba siendo agudizada por la pandemia —o por el manejo que cada gobierno le estaba dando.
En Chile, el colectivo Delight Lab había acompañado el estallido social en octubre de 2019 a través de intervenciones públicas a gran escala que señalaban a través de la palabra escrita los procesos que el país vivía; sus intregrantes las definieron como un ejercicio de activismo lumínico.22 Unos meses más tarde, con la declaración de la cuarentena el 15 de mayo de 2020, reaparecieron sus mensajes sobre la Torre Telefónica —edificio icónico que se alza junto a la Plaza de la Dignidad, epicentro de las manifestaciones en la capital.23 Las primeras de estas proyecciones tenían un aire esperanzador —“Esto también pasará”— y servían para acompañar a la población durante la pandemia. Otras palabras, como “Hambre”, se mostraban más críticas frente al manejo que el gobierno de Sebastián Piñera daba a la pandemia.24 De hecho, fue con la proyección de las palabras “Humanidad” y “Solidaridad”, que brillaron sobre el icónico edificio del centro de la capital el 19 de mayo de 2020, que el uso de mensajes lumínicos se reveló como una verdadera amenaza para la estabilidad del discurso de las instituciones. Esa noche, las palabras fueron bañadas por la luz de unos enormes reflectores transportados por un camión que era acompañado por otros vehículos de carabineros.25 La proyección del mensaje fue eclipsada por una luz aún más potente y sobre la Torre se vio, por una hora, nada más que una mancha blanca. La luz fue usada por ambos bandos para luchar, en la noche, por el control de una narrativa; fue, paradójicamente, herramienta de visibilización, de crítica contra un gobierno, como también herramienta de censura y silenciamiento. El encuentro entre ambos focos de luz, entre ambos discursos, fue registrado en redes sociales y los usuarios difundieron mensajes de apoyo al colectivo y de desaprobación ante el hecho de censura.
El accionar del estado como censor también se ha vivido en Colombia durante el gobierno del presidente Iván Duque: particularmente comentados han sido los casos de los murales ¿Quién dio la orden? (cubierto en varias ocasiones entre el 2019 y el 2021),26 los retratos con los rostros de Dilan Cruz27 y Julieth
Ramírez28 (2020) en Bogotá y el mural Estado asesino en Medellín (2021).29 La resistencia de los mensajes era posible gracias a la difusión de las imágenes: en el caso de las intervenciones lumínicas que se dieron en Colombia, estas aparecían de forma dispersa, con proyectores de capacidad media y sobre superficies que no necesariamente eran icónicas o hipervisibles —como lo era la Torre Telefónica en Chile. La naturaleza DIY (“hágalo usted mismo”) de muchas de las proyecciones que se realizaron durante el confinamiento exalta la posibilidad de que los ciudadanos puedan armarse con herramientas de relativamente fácil acceso para organizar acciones descentralizadas, muchas veces espontáneas. Estas respondían a situaciones que generaban indignación generalizada: desde asesinatos de líderes sociales y ambientales y delitos sexuales cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas, hasta casos de corrupción o de intransigencia por parte del gobierno se sucedían día tras otro, y una sensación de impotencia generalizada que se arraigaba en el país. En ese sentido, no era necesario organizar un cronograma ni una curaduría de las proyecciones, ya que los ciudadanos se sentían convocados por los mismos temas.
Inicialmente, el mensaje de cada proyección iba dirigido a un grupo restringido: el del barrio. Las calles habían perdido gran parte de la población flotante y se habían convertido en un territorio de uso exclusivo para actividades de primera necesidad —como la compra de víveres—, por lo que el público potencial que tenía en el pasado una pieza de arte urbano o de grafiti había sido diezmado.30 Los primeros testigos de la acción de proyectar, entonces, compartían un lugar y momento con los artistas. El verdadero impacto de estas proyecciones se alcanzaba a través del registro visual: fotografías y videos eran compartidos en redes sociales, y era así que alcanzaban un público extenso y diverso. Como el transeúnte topándose en la calle con la pieza gráfica, el usuario de redes como Instagram, Facebook o Twitter se encontraba con estos registros nocturnos que, in situ, brillaban solo por unos minutos, pero que en el mundo digital continuaban existiendo como reproducciones. Las proyecciones respondían a las novedades de cada jornada de aislamiento, siguiendo una lógica similar a la del titular de los medios de comunicación. Su objetivo era el de incitar a la población a mantenerse al tanto de lo que sucedía fuera de sus hogares —a mirar de frente aquello que podía fácilmente ser ignorado. Más allá de esta función inicial, implicaba confrontar las narrativas hegemónicas de los hechos, proponer una visión crítica de los mismos y generar una contranarrativa construida de forma colectiva.
Un caso particularmente visible es el de La Nueva Banda de la Terraza, el colectivo inicialmente formado por Sergio Ortiz Parsons, Felipe Tabares y Laura Mora, que inició sus actividades sobre un muro en la ciudad de Medellín en abril de 2020. Con el hashtag #aisladosperonocallados empezó a compartir registro de las proyecciones en redes sociales e invitó a otros usuarios a proponer contenidos para proyectar.31 Eventualmente el grupo empezó a publicar imágenes captadas en otras partes del país, en nuevos muros, andenes y árboles, de modo tal que la propuesta se convirtió en una acción colectiva. En la mayoría de los casos se proyectaban mensajes que aludían a la realidad política y social local, haciendo referencia a eventos puntuales de ese día o semana: a partir de sus publicaciones en redes sociales es posible trazar una cronología de los eventos que marcaron al país durante el 2020 y el 2021. La línea de tiempo del grupo hacía un contrapunteo constante a la narrativa oficial del Estado y de los medios de comunicación. Inicialmente, su visualidad giraba alrededor del uso de la palabra, que incorporaba distintos usos de tipografías, colores y tamaños; más adelante, con la participación de artistas visuales —como los miembros de la revista La ración32— los textos empezaron a ser acompañados de imágenes (ilustraciones, fotografías o videos).
La naturaleza DIY de estas proyecciones podía, en teoría, ser fácilmente replicada —a lo que justamente incita una de las imágenes subidas por el colectivo a sus redes, donde se ven las instrucciones de cómo proyectar desde casa [Img. 1]. Además, frases como “Las paredes son la imprenta de los pueblos” o “La revolución será proyectada”33 brillaron también en las noches y, posteriormente, circularon como fotografías en redes sociales [Img. 2]. No solo la proyección lumínica podía ser utilizada como medio para transmitir una idea, sino que las plataformas digitales hacían del gesto efímero y situado una imagen reproducible y nómada. A pesar de esto, La Nueva Banda de la Terraza también difundió el mensaje “Tener un proyector es un privilegio de clase” [Img. 3].34 Con esta declaración el grupo reconocía su condición excepcional de cara a una población devastada por la crisis económica y social. Así, La Nueva Banda recibía imágenes y mensajes a su correo electrónico para proyectar, y replicaba fotos y videos de otros muros siendo intervenidos. Creaba una red de mensajes que se respondían unos a otros, que se replicaban idénticos o modificados, que daban la sensación de sincronía, de mutuo apoyo. Desde su cuenta en Instagram compartieron imágenes enviadas desde otras ciudades, unas de ellas fuera del país —Popayán, Bogotá, Nueva York, Los Ángeles, Barcelona, Linz— como gestos de solidaridad. “El efecto final de una obra exitosa tiene que ser que el público termine educando al público”, escribió Luis Camnitzer.35 Entender el arte como instrumento de liberación requería rechazar la distribución jerárquica de roles y promover la disolución de la distinción entre el maestro y el pupilo ignorante (en palabras de Rancière) para así reconocer la igualdad de inteligencias.36 En su accionar cotidiano, La Nueva Banda rechazaba el rol del maestro erudito, del artista articulador de las voces ajenas; se mostró, en cambio, como un facilitador para dar a conocer esas voces.
Imagen 2.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 8 de noviembre de 2020. Medellín, Colombia. terraza. 30 de junio de 2020. Medellín, Colombia.
Imagen 3.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 25 de mayo de 2020. Medellín, Colombia.
El uso de la palabra ha sido central para el arte político latinoamericano desde los años sesenta hasta el presente. Camnitzer había definido el conceptualismo latinoamericano como la articulación de tres elementos: política, poesía y pedagogía.37 Experiencias como las de Tucumán arde, en Argentina, los Tupamaros en Uruguay o el M-19 en Colombia demostraban cuán intricado ha estado el arte con la política en la región. El poder evocativo de la palabra, su sonoridad, la rima y la repetición, habían sido aprovechados por activistas para transmitir ideas que eran retenidas en las mentes de los lectores: la poesía se mostraba como un género potencialmente subversivo. Estos tres elementos se manifiestan con claridad en las proyecciones de La Nueva Banda de la Terraza.
Algunas proyecciones aludían a eventos del pasado que se relacionaban al presente, como si antiguos espectros reaparecieran en nuevas formas. Por ejemplo, la masacre de Bojayá (2 de mayo de 2002) fue conmemorada en su aniversario dieciocho con proyecciones donde las palabras se intercalaban con fotografías históricas, como las tomadas por Jesús Abad Colorado tras la masacre. Al incluir el hashtag #BojayáPuedeVolveraOcurrir [Img. 4] el grupo sugería que la masacre representaba, desafortunadamente, una violencia en modo alguno excepcional. Era una violencia que no solo estaba volviendo a presentarse en el municipio chocoano —en varias ocasiones sus habitantes habían denunciado presencia paramilitar y de la guerrilla ELN antes del inicio de la pandemia38— sino que se manifestaba alrededor de todo el país, especialmente en zonas periféricas —recor-demos que en el periodo de la pandemia el asesinato de líderes sociales aumentó vertiginosamente. Ante la tentación de no mirar hacia afuera, los mensajes luminosos exigían del ciudadano una responsabilidad histórica de sostener la mirada ante el horror del pasado y del presente y advertir las potenciales consecuencias de la indiferencia.39 Con #BojayáPuedeVolveraOcurrir La Nueva Banda insistía en la amenaza de los patrones históricos que se repetían. Insistía, también, en el uso del lenguaje como herramienta política. Mientras la respuesta estatal al aumento de masacres fue redirigir el debate alrededor de la crisis humanitaria que se estaba viviendo con el uso de eufemismos como los “homicidios colectivos”,40 las palabras proyectadas hacían contrapeso al discurso oficial. En el muro confluían las violencias pasadas con las presentes, mientras que tácitamente se señalaba la responsabilidad del espectador frente al flujo de eventos —como si sostener la mirada de algún modo iluminara esos lugares que el Estado nos insta a ignorar.
Imagen 4.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 3 de mayo de 2020. Medellín, Colombia.
Las proyecciones enfatizaban el rol que juega el lenguaje en la construcción de una realidad social compartida y cómo la lucha contra la indiferencia debía ir acompañada de una contienda lingüística. Respondiendo a una situación que se había vivido en Argentina en junio de 2020, un mensaje rojo se leyó en los muros de La Nueva Banda: “No es desahogo sexual, es violación” [Img. 5].
Imagen 5.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 9 de junio de 2020. Medellín, Colombia.
El mensaje respondía a las declaraciones del fiscal argentino Fernando Rivarola, quien había reducido la condena de cuatro hombres acusados de violar una menor de edad, refiriéndose al crimen como un “desahogo sexual doloso”.41 El 10 de marzo del siguiente año 14 menores de edad fueron asesinados por las Fuerzas Militares de Colombia en un bombardeo a un campamento de las disidencias de las FARC. El ministro de Defensa, Diego Molano, calificó de “máquinas de guerra” a los menores reclutados y fue fuertemente criticado al respaldarse en estas palabras para defender el accionar del ejército.42 Esa noche, en los muros en Medellín brillaron las palabras “El Estado es una máquina de guerra” [Img. 6], con las que se buscaba en cierto modo corregir la declaración oficial y subvertir los roles de víctima y victimario que Molano había insinuado unas horas antes. Ambas proyecciones visibilizaban la lucha que se desenvolvía en el campo de las palabras, que mostraban su peso en la formación de realidades. Al mismo tiempo, ponían el foco sobre una población particularmente vulnerable y hacían hincapié en el recrudecimiento de delitos contra menores de edad, de delitos sexuales y de violencia de género.
Imagen 6.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 10 de marzo de 2021. Medellín, Colombia.
El rol de las palabras escritas es, como hemos visto, central para este ejercicio de circulación de pensamiento crítico. Las palabras invitan a imaginar, ayudan a completar la información que las imágenes dejan por fuera de la composición, o a hacer comprensible lo que nos cuesta digerir de ellas. La poesía, entonces, puede apelar a una parte de nosotros que se ha visto insensibilizada a causa de la sobreexposición a imágenes de violencia. No obstante, al respecto de las potencialidades y limitaciones de la palabra y la imagen, Didi-Huberman plantea que “en cada producción testimonial, en cada acto de memoria, el lenguaje y la imagen están absolutamente ligados el uno al otro, sin dejar de intercambiar sus lagunas recíprocas. Una imagen aparece a menudo donde parece fallar una palabra; una palabra aparece a menudo donde parece fallar la imaginación”.43 Es por esto que imágenes hicieron también parte del repertorio de La Nueva Banda de la Terraza, con lo que aquellos que generalmente no aparecían en el debate público podían tener no solo una voz, sino también un rostro. Tras la violación de una menor de edad perteneciente a la comunidad emberá chamí en Pueblo Rico a manos de siete soldados el 21 de junio de 2020,44 enunciados como “El machismo no descansa en cuarentena” o “104 feminicidios en Colombia en cuarentena” aparecieron en el muro en Medellín. Las cifras o las palabras no parecían ser suficientes en esta ocasión: rostros de niñas de la comunidad emberá brillaron también en las noches [Img. 7]. Los retratos habían sido tomados por el fotógrafo Federico Ríos en el 2014 y aparecían seis años más tarde para denunciar el crimen, para invitar a mirar a aquella población que se encuentra en un estado de abandono por parte del Estado. Este crimen en particular había recibido la atención de los medios de comunicación, y el gobierno había respondido subrayando que se trataba de un caso excepcional que ensuciaba el buen nombre del ejército.45 No obstante, la población indígena en el país ha sido históricamente víctima de precarización y de violencia sistemática,46 por lo que la respuesta oficial y la narrativa de las “manzanas podridas” desestimaban la precarización a la que las minorías étnicas se veían expuestas a diario.
Imagen 7.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza en colaboración con Federico Ríos. 10 de marzo de 2021. Medellín, Colombia.
El 2 de junio de 2020, día en el que en Estados Unidos se convocó al #blackouttuesday como respuesta al asesinato de George Floyd a manos de la policía, el colectivo publicó en su cuenta de Instagram las palabras: “Las vidas negras importan. #BlackLivesMatter”. La semana siguiente el nombre de Anderson Arboleda brilló sobre nuevas paredes: el caso del joven afrocolombiano que había sido víctima fatal de violencia policial en mayo en Puerto Tejada reaparecía a la luz de las manifestaciones antirracistas que sacudían el mundo. “El racismo es la pandemia” o “Morir es cuestión de raza” eran slogans que evidenciaban la falta de visibilidad del racismo sistemático vivido en Colombia. “Aquí tenemos suficientes motivos para quemarlo todo”, se leía en muros alrededor de Medellín y en las redes de La Nueva Banda de la Terraza. El desequilibrio entre la reacción del público estadounidense y la del colombiano frente al asesinato de dos ciudadanos afro evidenciaba la diferencia entre los procesos históricos en ambos contextos: una historia de movimientos sociales por los derechos de la población afroamericana había permitido el levantamiento de miles de individuos; por el contrario, en Colombia se hacía evidente la falta de visibilidad de las minorías étnicas que, además, están demográficamente relegadas a zonas periféricas del país. Las vivencias de la población afrocolombiana permanecían fuera del encuadre y las proyecciones buscaban hacerlas aparecer. Siguiendo con esta idea, Mirzoeff escribe: “Aparecer es importar, en el sentido de Black Lives Matter, ser digno de ser llorado, ser una persona que es relevante. Y es reclamar el derecho a mirar, en el sentido de que yo te veo y tú me ves, y juntos decidimos lo que hay que decir como resultado. Se trata de ver lo que hay que ver, desafiando a la policía que dice ‘siga caminando, aquí no hay nada que ver’, y luego dar a lo visible un nombre que pueda decirse”.47 El autor resalta la importancia de observar aquello que surge del espacio de no aparición, de escuchar los testimonios y cuestionar aquello que se ha establecido como verdadero o falso. Nos incita a detenernos, a desobedecer con el gesto de sostener la mirada y de repetir un nombre que se nos insta a olvidar.
Mientras el mundo parecía mirar hacia el norte —el desaforo de las protestas del BLM y la proximidad de las elecciones presidenciales en Estados Unidos atraían la atención de la prensa internacional— las proyecciones exigían dirigir la atención a las crisis locales. Un mensaje enfatizando este anglocentrismo brilló el 10 de septiembre de 2020 tras la muerte de 14 individuos en medio de disturbios en Bogotá:48 “Colombian lives matter too. Gonorreas” [Img. 8]. El mensaje se apropiaba del slogan de Black Lives Matter para mostrar que el idioma y la geografía también eran determinantes al momento de decidir quiénes aparecían en las noticias y quiénes no. La reflexión alrededor del idioma ya se había dado el 20 de julio de ese año, en el aniversario de la Independencia, cuando las palabras “In / The / Pendiente / ¿El bien germina ya?” aparecieron en Medellín [Img. 9]. El juego bilingüe, la repartición de sílabas en versos y la alusión al himno nacional generaban un mensaje disruptivo que exigía ser descifrado por el lector. Se denunciaba la crisis que atravesaba el país (con la evocación de la ladera y la composición piramidal de la frase), la constante presencia norteamericana en este (un tópico presente en la gráfica local a raíz de las varias oleadas de intervencionismo norteamericano en la región) y los ideales fallidos del Estado colombiano, encarnados en un himno nacional puesto en duda.49 El mensaje iba dirigido a una élite intelectual obsesionada con los acontecimientos en curso en el otro hemisferio y miope ante los males brotando de la tierra que habitan. Frente a esa constante mirada hacia el norte La Nueva Banda ya había proclamado: “Nuestro norte es el sur” [Img. 10], retomando el gesto de 1941 de Joaquín Torres García. En su cuenta de Instagram se podían encontrar imágenes enviadas desde ciudades distintas del país, e incluso algunas realizadas en otros países, con lo que se destacaba la prevalencia de una solidaridad a la distancia y se sugería que todavía había quienes miraban en esa dirección: la de una Colombia en crisis. En medio de la horrible noche50 en la que estaba sumergido el país, y que no parecía tener fin, estas acciones daban la sensación de que la población no había sido abandonada del todo; aunque no pudiera acompañarse en un mismo espacio y levantar su voz en un único grito, ella podía hacerse ver y oír y, por lo tanto, importaba [Img. 11].
Imagen 8.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 10 de septiembre de 2020. Medellín, Colombia.
Imagen 9.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 20 de julio de 2020. Medellín, Colombia.
El regreso a las calles
Después de más de un año del inicio de la emergencia sanitaria, la población colombiana ocupó una vez más las calles: el 28 de abril de 2021 un paro nacional fue convocado y, a pesar de la propagación del virus, millones de ciudadanos se reunieron en protestas multitudinarias por más de tres meses seguidos. En este escenario se evidenció que las luchas sociales se libran tanto AFK (Away From Keyboard, en palabras de Legacy Russell51) como en línea. Ambas dimensiones de la desobediencia civil implican diferentes grados de exposición —al virus, a la fuerza pública—, pero juntas amplían la red de solidaridad que abarca a quienes no pueden ocupar las calles y da visibilidad a voces que han sido históricamente marginadas.
La proliferación de una contravigilancia civil que amenaza la narración unívoca de los acontecimientos por parte del Estado pone en el punto de mira las vidas consideradas prescindibles y nos pide, como espectadores, que reconozcamos su presencia, su permanencia, y que las veamos. Con respecto a las motivaciones que llevaban a La Nueva Banda de la Terraza a proyectar, Laura Mora reconoce el rol potencialmente subversivo de la mirada: “La gente teme mirar y participar de ese muro, que no nos dice nada nuevo, solo nos recuerda de manera efímera los domingos en la noche que: vivimos en el país más desigual de la región, que nos están matando y que la policía no nos cuida, entre muchas otras cosas… Sin embargo solo el acto de mirar y relacionarse con lo que proponen sus vecinos les parece ya un acto demasiado subversivo…”.52 Es por este motivo que la persistencia de las acciones luminosas en medio de la noche y la insistencia en redes sociales de sus mensajes se revelan como actos de resistencia al olvido y la indiferencia. Como nos recuerda Mirzoeff, la mirada puede desatar esos procesos de conexión: “‘Ver’ debe entenderse como ese punto de intersección entre lo que sabemos, lo que percibimos y lo que sentimos, utilizando todos nuestros sentidos”, escribe. “A diferencia de la perspectiva visual tradicional de un solo sentido, es una forma colectiva de mirar, visualizar e imaginar. Este nuevo compromiso se niega a dejar pasar estos momentos. Nos mantiene mirando con atención persistente lo que al principio parece insoportable”.53 La mirada no es, entonces, únicamente un acto de percepción visual, sino un proceso crítico, reflexivo y emocional que permite visitar el pasado para comprender el presente e imaginar futuros más luminosos: “En tiempos oscuros, soñaremos con los ojos bien abiertos” [Img. 12].
Imagen 12.
Proyección de La Nueva Banda de la Terraza. @lanuevabandadelaterraza. 1 de junio de 2020. Medellín, Colombia.
Como ya se había vivido en Chile durante el estallido social, cuando los manifestantes en la Plaza de la Dignidad se veían acompañados por las palabras de aliento sobre la Torre Telefónica, el paro nacional del 2021 en Colombia continuó viéndose iluminado por mensajes sobre las fachadas de edificios. En las noches y durante tres meses de protestas las proyecciones acompañaron a los manifestantes e hicieron reverberar los mensajes de las arengas sobre los muros. A la distancia, en otros países, otros muros se encendían con mensajes de solidaridad: “Fuerza Colombia”, se leía en la capital chilena, y fotos de la Torre Telefónica intervenida por Delight Lab fueron compartidas en redes sociales. En Sao Paulo el mensaje “El pueblo resiste” sobre la bandera tricolor colombiana fue proyectado por el grupo Projetemos54 [Img. 13] y distintos mensajes aparecieron en muros de Argentina, Alemania y Estados Unidos. La red de solidaridad se hacía manifiesta en ese gesto lumínico, donde las miradas se dirigían hacia el Sur y prometían cerrar los ojos. En medio de la noche que no cesaba los muros auguraban la llegada de un nuevo amanecer [Img. 14].




