[L]os últimos móviles del hombre: la muerte, el erotismo y la idea de trascendencia […]. La idea de Dios se convierte en la de su ausencia, el misticismo arraiga en la materia, y el concepto de libertad se identifica con el de trasgresión. Rafael Conte, Prólogo a La literatura y El mal
Entre 1993 y 1997 el fotógrafo venezolano Nelson Garrido expuso Transverberaciones,1 montaje en clave humorística que reunía un conjunto de santos travestidos, vírgenes erotizadas y un Cristo trifálico. El título de la muestra anuncia la densidad intertextual de las obras: Transverberaciones remite a santa Teresa, su experiencia mística-corporal superlativa y a Bernini con toda la fuerza expresiva del barroco italiano. La exposición se inscribe en una corriente del arte latinoamericano que se interesa por las imágenes religiosas que construyeron la geografía devocional del continente.2 De esa interlocución con el pasado se desprende un corpus de obras polifónicas que revisitan repertorios iconográficos fuertemente anclados en el imaginario colectivo. Dentro de la misma lógica, la carnavalización —tal y como la entendía Bajtín3— ha servido de dispositivo semántico para crear desde el arte un contradiscurso cuestionador de la autoridad, de la estandarización de los cuerpos y de la narrativa moderna de una historia lineal sin contradicciones.
La obra de Nelson Garrido (Caracas,1952) ofrece estrategias discursivas pertinentes para analizar algunas formas de carnavalización presentes en América Latina. Un claro ejemplo son sus imágenes paródicas y chocantes que textualizan lo sagrado.4 En la reflexión que sigue estudiaremos este proceso de resignificación centrándonos en las imágenes que carnavalizan la santidad. Nos enfocaremos en cuatro personajes que componen Todos los santos son muertos (1989-1993), serie expuesta en Transverberaciones y en tantas otras muestras colectivas e individuales, fuera y dentro de Venezuela.5 Hemos elegido estas imágenes como punto de partida porque proporcionan una visión panóptica de las tensiones y resemantizaciones propias del carnaval. Deliberadamente quisimos detenernos en los primeros personajes que conforman la serie porque han sido poco estudiados y arrojan luces sobre la consolidación del vocabulario visual del artista.
El cíclope y sus santos
Hablar de la obra de Nelson Garrido de los años ochenta es acercarse a un lenguaje deflagrador que ensanchó el arco poético de la fotografía venezolana, llevándola a territorios plásticos de fealdad y abyección. Hasta ese momento la tradición fotográfica venezolana había estado impregnada por la retórica visual de la denuncia, el uso de la película en blanco y negro, la exaltación estética de la belleza y el apego al paradigma indicial. La contracara de este lenguaje fotográfico depurado fueron los garridianos perros aplastados, cochinos levitando, mujeres y vísceras en un abrazo extático, carnicerías carnavalescas, vírgenes linchadas, vulvas votivas y milagrosas, y naturalezas muertas y podridas.6 Sus imágenes de entonces dialogaban con marcadores del posmodernismo: la intertextualidad, el uso de grandes formatos, el recurso a las instalaciones fotográficas y a formas elaboradas de enmarcado, el uso de la película a color, el copiado en cibachrome y, lo más importante, la reivindicación de la puesta en escena como espacio narrativo. Al entramado de las obras se suma la cultura popular como rasgo diferenciador y osatura de su alfabeto iconográfico. Tal protagonismo se desprende de una amplísima experiencia como fotógrafo antropológico de la Fundación Bigott.7
Su doble perfil, documental y artístico, cristalizó en Todos los santos son muertos, propuesta de un santoral popular. La serie surge después de un trabajo de campo titulado Muertos en vía (1987-1988), compuesto por varias fotografías de animales muertos, destripados o putrefactos que el fotógrafo encontraba a orilla de carretera (Img. 1). Garrido propone con estas tomas una estetización formal de la muerte que contrastaba con jocosos títulos.8 La confrontación con cuerpos desbordados y abiertos marca la incursión del fotógrafo en la cartografía de lo grotesco, tan cara a la cultura de la risa que se instaura en el ethos carnavalesco. Con las vísceras al aire el bestiario garridiano borra “la superficie sin falla que cierra y delimita el cuerpo, haciéndolo un objeto aislado y acabado. Así, la imagen grotesca muestra la fisonomía no solamente externa sino también interna del cuerpo: sangre, entrañas, corazón y otros órganos”.9 Esta inmersión en la abyección del cuerpo grotesco será retomada en la serie de los santos.
Imagen 1.
Nelson Garrido, El Gato Félix, 1988. Fuente: Vilera Díaz, Diana (ed.). Nelson Garrido. Premio Nacional de Artes Plásticas,1991. (Caracas: La Cueva Casa Editorial, 2017)
El nombre del santoral sugiere la reformulación de aspectos tanto de la tradición popular como de la tradición cristiana. En el primer caso Garrido invierte el conocido dicho que reza “todos los muertos son santos (buenos)”, refrán que sugiere el enmascaramiento del lado ominoso del difunto. En consecuencia, la permutación lingüística en el título sitúa a los santos garridianos en el discurso de lo popular, componente inalienable de la experiencia carnavalesca. Sin embargo, es en la esfera de la tradición cristiana donde se da la reelaboración discursiva más importante, porque al enfatizar el carácter mortal de los santos el artista los reubica en una latitud terrenal, acortando la distancia entre estos y el común de la gente.
Los primeros acercamientos de Garrido a representaciones neotestamentarias y hagiográficas se remontan a principios de 1989. En su cuaderno de bocetos Cristo, los santos, las ánimas del purgatorio, ángeles y arcángeles aparecen bosquejados partiendo del estudio de sus atributos iconográficos.10 En esta fase embrionaria se fijan los primeros elementos constitutivos de Todos los santos son muertos. La serie escenifica fuentes pictóricas y hagiográficas que se aproximan al clásico tableau vivant, reintroducido por la fotografía de los años ochenta. En su mayoría, las imágenes (diapositivas de 6 × 6) se copiaron en un formato cuadrado o rectangular vertical, tanto en blanco y negro como a color en cibachrome.11
Imagen 2.
Nelson Garrido. Bocetos para la serie Todos los santos son muertos, 29/05/1989. Fuente: Cuaderno de bocetos n°1, 1989-1992, vol. I. Colección Archivo Documental Nelson Garrido/ Organización Nelson Garrido (ADNG/ONG), Caracas-Venezuela
La serie fue realizada en Caracas en dos etapas, la primera de 1989 a 1990 y la segunda durante el año 1993. El trabajo está conformado por trece santos (católicos y populares), una (auto)crucifixión y una pietà. Cada uno de ellos fue concebido para que circulara bajo la forma de estampita religiosa, divulgada en postales editadas por el propio artista.12 En contextos museísticos y expositivos el santoral adquirió el formato de la instalación, mostrado en estructuras enunciativas del arte religioso: el altar, el retablo, el relicario y las estampitas votivas. Pensando en la dimensión martirial de los santos, Garrido diseñó enmarcados bordeados de clavos, significantes del suplicio.
Desde el punto de vista de la composición los santos garridianos suelen ubicarse en el centro, retratados de cuerpo entero, en plano americano o plano medio corto. Casi todos se encuentran representados solos o acompañados por figuras acartonadas que emulan alguna presencia humana o angelical. El fondo puede ser homogéneo, imitando la estética de las estampitas populares; de inspiración del románico catalán (Img. 5) o nebuloso, como es frecuente en las representaciones pictóricas de escenas religiosas (Img. 4).13 En las dos últimas obras que cierran la serie surge una cuarta tipología que copia el fondo de los frescos que Giotto pintó en la Capilla Scrovegni de Padua (panel central en la Img. 3).
Imagen 3.
Nelson Garrido, El altar de la autocrucifixión, instalación, Quinta Bienal de la Habana, 1994. 275 × 340 cm. Colección Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Foto: Nelson Garrido. Fuente: cortesía del artista.
Imagen 4.
Nelson Garrido, Santa Lucía, 1989. Fuente: Página Flickr de Nelson Garrido, https://www.flickr.com/photos/nelsong arrido/320761435/in/album-
Imagen 5.
Nelson Garrido, El Ángel Exterminador, 1989. Fuente: Diana Vilera Díaz (ed.), Nelson Garrido. Premio Nacional de Artes Plásticas, 1991 (Caracas: La Cueva Casa Editorial, 2017).
En la primera etapa del santoral los santos aparecen en la escena con distintas variaciones de encuadre, de película y con una iluminación inspirada en las secuencias nocturnas y de puesta de sol de Querelle (1982), la controversial película de Rainer Werner Fassbinder. La intención era recrear una atmósfera de burdel, licenciosa y grotesca. De la misma fuente cinematográfica Garrido retomará la artificialidad kitsch y la exaltación de Eros y Thanatos. Algunas veces el texto visual propone palimpsestos del barroco: perspectivas inusuales, encuadre ligeramente picado, uso dramático del esquema de iluminación, derroche áurico y una corporalidad “masiva y pesada”14 que ocupa un espacio contundente en la composición.
De la tradición pictórica de la mística barroca Garrido también tomó marcadores celestiales (ángeles, nubes y aureolas) que solían incorporarse al cuadro creando un espacio separado, destinado a la trascendencia. Sin embargo, en la fotografía garridiana las visiones están ausentes; solo queda una huella de la experiencia extática tatuada en el rostro del santo.15 En el santoral fotográfico las codificadas miradas hacia cielo de la tradición religiosa se superponen a posturas corporales manieristas que resuenan con el erotismo corporal del arrobo místico. Mártires o no, atravesados por flechas o víctimas de la enucleación, sus santos se muestran gozosos en la unión con el Misterio. Este tratamiento gestual rompe con una parte de la tradición iconográfica que retrata a los santos en el martirio con un gesto estoico de impávida virtud frente al suplicio.16 Garrido también recurre a la representación de la conmoción del cuerpo en la experiencia extática, cuyo ejemplo iconográfico más conocido es la ya referida obra de Bernini y sobre la cual Georges Bataille desarrolló su tesis sobre la relación entre la mística y el erotismo.17 Siguiendo este hilo de Ariadna, los santos garridianos rehabilitan el sensualismo que impregna el discurso (corporal y escrito) de la mística cristiana18 y lo anclan a la experiencia terrenal, distanciándose así de la noción barroca de reivindicar el cuerpo solo en la medida en la que da testimonio de un estado espiritual elevado.19
En el santoral garridiano la carnavalización pasa por la relectura jocosa y erotizada de la representación de los relatos hagiográficos en los que el cuerpo es obliterado y, a la vez, obscenamente exaltado en la recreación casi morbosa del martirio.20 Al respecto, cabe citar el análisis que hace Marie-Christine Pouchelle sobre las formas de presentación del cuerpo en la Leyenda dorada. La autora parte de la importancia del dolor en el anclaje del santo a la realidad mundana, dolor que “conecta el polo privilegiado de la persona (el alma) y su polo despreciado (el cuerpo) y a través de él se anula la negación del cuerpo y de la realidad que corre en silencio entre las líneas”.21 Además de fungir como cable a tierra el sufrimiento es la materia prima para una operación espiritual y sensorial alquímica: la conversión del dolor en gozo, de “suplicios en delicias”.22 El cuerpo carnal martirizado se transforma así en el vehículo de experimentación religiosa y espiritual por excelencia. En esa línea de comprensión se inscriben los santos garridianos que, vía una exacerbación visual del deleite, saturan de corporalidad la experiencia de la santidad. La vuelta de tuerca que acciona el fotógrafo reside en proponer equivalencias entre esa experiencia carnal religiosa y la corporalidad profana atravesada por pulsiones de orden erótico.23
Si en la pintura religiosa lo trascendente se manifiesta a contrapelo de lo profano,24 en Todos los santos son muertos lo trascendente y lo inmanente se amalgaman, expresándose en clave paródica. La fusión entre ambas instancias inscribe las escenas garridianas en el realismo grotesco que une “[l]o cósmico, lo social y lo corporal […] en una totalidad viviente e indivisible”.25 De ahí que el cuerpo y la materia adquieran un valor positivo que se opone a las dicotomías platónico-cristianas cuerpo/mente, material-carnal/sublime-espiritual. En el santoral de Nelson Garrido el realismo grotesco se expresa en la reivindicación del cuerpo pulsional, condenado a la abyección de la carne. Así, lo grotesco infiltra y desautoriza el discurso hagiográfico a través de una “festiva degradación”26 que integra la trascendencia a la experiencia vital cotidiana, al hecho de vivir en una realidad palpable, física.
Los santos garridianos también son un pretexto para interpelar el medio fotográfico. En la serie Garrido deja entrever su tras bastidores: una biblioteca y el soporte del fondo para la fotografía. La doble dimensión introduce una reflexión que desplaza la imagen fotográfica del ça a été barthesiano al ça a été joué de Soulages,27 cuestionando de esta manera la histórica noción de la fotografía como registro y asidero de lo real, desestabilizando las relaciones que se entretejen entre fotografía y testimonio, fotografía y memoria, fotografía y muerte (pensemos en Barthes y el atesorado retrato de su madre analizado en La Chambre claire). De modo que la intrusión de la discontinuidad entre el espacio escénico y el de la realidad profana no desdice la intención del artista de incorporar la inmanencia a la experiencia de lo sagrado.
A medida que fue avanzando en la creación de los santos el fotógrafo fue agregando objetos en la parte inferior de la imagen, significantes terrenales en la escenificación de la santidad. Su estrategia recuerda la tradición pictórica hagiográfica en la que la parte superior del cuadro estaba reservada para la representación de lo sagrado (la visión, la jerarquía celestial) y la parte inferior se refería al mundo profano e histórico. A través de esta nomenclatura el fotógrafo hizo de la ocupación del espacio una extensión más de la dimensión temporal de sus personajes píos.
La impronta carnavalesca en Todos los santos son muertos se refracta en la centralidad de la risa como mecanismo de transgresión y de superación del miedo escatológico, el miedo a la autoridad, a la violación del interdicto y a la violencia. Al respecto, Bajtín apunta que, en el frenesí pasajero del carnaval, la victoria sobre el miedo se da a través de la risa.28 Esto explica la multiplicación medieval de imágenes cómicas que ridiculizaban la muerte, la autoridad y los castigos ultraterrenales. Siguiendo la senda del teórico ruso, Garrido se apropia de la risa como mecanismo último de inversión que baja del pedestal (a la tierra) las fuentes del miedo, fracturando el tabú con una carcajada. De hecho, el santoral garridiano nace como respuesta ironizada a una educación católica estricta que, durante la adolescencia del artista, condenaba sin matices toda actividad autoerótica. Por esa razón, la serie de los santos es también un acto de exorcismo, una catarsis en la que el artista se saca el clavo,29 triunfa sobre el miedo normativo, deslastrándose por fin de la culpabilizante mirada inquisitoria de la moralina católica de su época.
El ángel luctuoso
Desde la imagen inaugural de la serie el espectador asiste a un juego paródico de ambivalencias.30 El santoral arranca con El Ángel Exterminador incrustado en un artificial firmamento románico.31 En la escena todo exuda simulación, opereta fotográfica: falso cielo, atrezzo entre angelical y benedictino, expresión corporal confusa, maquillaje exagerado y la desconcertante presencia de un transformador eléctrico en el piso. La aparente incoherencia entre objetos, personaje y escena representada sitúa al espectador entre la pintura y la impostura. Tal ambivalencia inicial señala un espacio liminal donde se desvanece32 la línea que separa lo sagrado y lo profano, el episodio apocalíptico y la vida corriente. En El Ángel Exterminador lo sagrado se expresa en el descenso de una criatura celestial a la tierra y en el fulgor que ilumina al ángel, replicando de esta manera las fórmulas pictóricas para representar la imagen visionaria.33 Otras formas que reviste lo sagrado provienen de un estrecho diálogo intertextual con referencias bíblicas y de la pintura religiosa. En consecuencia, Garrido retoma la representación antropomórfica del ángel como solución figurativa al problema teológico que planteaba hacer visible lo trascendente e incorpóreo. Lo profano, en cambio, se expresa en la atmósfera kitsch de materiales sustitutivos que revalorizan una sensibilidad social íntimamente ligada a lo popular.34
La carnavalización más flagrante del personaje se manifiesta en los signos mortuorios plasmados en su rictus y en las moscas, significantes entomológicos de putrefacción orgánica. La muerte se hace aquí contenido manifiesto y obliga al espectador a confrontarse con la abyección del cadáver, avatar predilecto del cuerpo grotesco. Con esta desviación semiótica Garrido pone la primera piedra: la muerte ineluctable todo lo iguala, a los santos y a quienes no lo son. Tan democrático fatum permite acercar a lo terrenal todo aquello que la doctrina ubica en los confines inalcanzables de la eternidad, la virtud intachable y la anulación del cuerpo deseante y deseado, un cuerpo destinado a perecer.35
La transgresión serio-cómica se prolonga en el Ken crucificado que sostiene el ángel. El crucifijo parodia la estampa dolorista de Cristo y la sustituye por un emblema feliz de la cultura de masas, imagen que reifica el cuerpo y lo higieniza en su plástica y lisa apariencia. Garrido rehabilita así el episodio bíblico y lo integra al contexto actual de la saturación visual publicitaria, de la hiperpresencia de cuerpos profilácticos e idealizados. Desde esta perspectiva, e inspirada en el canon de la pintura medieval, la imagen miniaturizada del cuerpo crucificado se contrapone al cuerpo a escala natural del santo garridiano, reivindicado en toda su carnalidad.
Aparte de la toca El Ángel Exterminador lleva un calzoncillo de falso oro que insinúa claramente sus genitales. La pesada prenda sugiere una virilidad sexual que está ausente en la tradicional representación etérea y desexualizada de los ángeles.36 Por último, la peluca dieciochesca induce a la risa al tiempo que reenvía a la seriecísima noción de justicia personificada en los jueces y magistrados. De hecho, la justicia está íntimamente ligada a la figura del Ángel Exterminador que, en el Evangelio de san Juan, aparece justo después del juicio final. La peluca es también una hiperbolización paródica de las langostas torturadoras con “cabello como cabello de mujer” que aparecen el Apocalipsis, 9:8. Estos insectos humanizados son presentados en las Escrituras como súbditos del “ángel del abismo”. Con este primer personaje bíblico Garrido marca una pauta de transgresora intertextualidad que irrigará toda la serie. La escena casi minimalista prefigura la hipersexualización, el travestismo y la desnudez como estrategias-tipo de una carnavalización que exacerba lo corporal en la representación de la santidad.
La picardía anticlerical
En la misma sobriedad visual de los primeros santos se inscribe El Arciprés de Hita (1989), obra que se refiere al arcipreste de Hita, personaje enigmático y humorístico, presunto autor del Libro de Buen Amor en el que cuenta sus hilarantes aventuras amorosas.37 En la serie se le retrata con dramatismo teatral, efecto logrado gracias a la combinación entre la poca profundidad de campo y el manejo de la iluminación. Su presencia en el elenco devocional garridiano constituye un abierto cuestionamiento a la jerarquía católica y denuncia la lujuria soterrada que atraviesa el imaginario judeocristiano. En el libro, el venusino38 clérigo medieval comparte su autobiografía amorosa bajo la forma de una didáctica sentimental que parodia su lucha contra la naturaleza de un cuerpo movido por las más mundanas apetencias. Para Garrido, las graciosísimas “locuras amorosas” del arcipreste son la encarnación bufonesca de las prohibiciones eclesiásticas con respecto al sexo y las contradicciones platónico-cristianas con respecto a la carne, leitmotiv de toda la serie.39
El rescate del clérigo medieval está inextricablemente liado a la carnavalización. El tipo de personaje, la época a la que se refiere, la exaltación concupiscente y la confrontación alegórica entre doña Cuaresma y don Carnal hacen de este libro un espacio carnavalesco.40 En clave garridiana, la figura del arcipreste es leída como un emblema de la voz popular que logra expresarse y subvertir los imperativos de la moral católica, parodiando con picardía la didáctica ejemplarizante del púlpito.41 Aunque el título de la fotografía conduce invariablemente a la fuente literaria medieval, Garrido refuerza esta relación mediante el uso del fondo románico y el atuendo eclesiástico. Sin embargo, esas relaciones aparentemente diáfanas se tornan ambivalentes. Con una expresión de terror evasivo en el rostro el “arciprés” evoca el suplicio de Cristo con los estigmas evidentes en la palma de sus manos. Por lo tanto, el detalle iconográfico carnavaliza la Imitación de Cristo42 al conjugar el sacrificio en la cruz con el fantasma de un cura lujurioso.
Imagen 7.
Nelson Garrido, El Arciprés de Hita, 1989. Fuente: Página Flickr de Nelson Garrido, https://www.flickr.com/photos/nelsongarrido/320752181/in/album-72157594417382757
El otro nivel de la transgresión carnavalesca se da en los juegos semánticos del paratexto. En el santoral garridiano el clérigo pasa de arcipreste (sacerdote) a “arciprés” (ciprés), convirtiéndose así, por maniobra lingüística, en una criatura insólita, con algo de hombre y algo de árbol cementerial. Tal evocación se enraíza en la observación del motivo iconográfico central del Infierno musical en el panel izquierdo de El jardín de la delicias de Hieronymus Bosch (El Bosco): el hombre-árbol.43 Su personaje monstruoso tiene extremidades de tronco y un cuerpo-cáscara que Fränger califica de “pálida como un cadáver”.44 La comparación forense reverbera en la estampa mortuoria de nuestro clérigo garridiano, demacrado, macilento, impregnado por la evidente putrefacción que señala la presencia de las moscas. De esta manera lo grotesco de la muerte está presente desde el mismísimo título. Y no se trata de una muerte cualquiera: para Garrido la muerte es un proceso regenerador y, por lo tanto, carnavalesco. Desde su prisma alquímico la muerte engendra vida y, como en el carnaval, es interpretada como símbolo del ciclo destrucción-renovación y centro de transformación esotérica.45
Un niño hipersexuado
El 29 de mayo de 1989 Garrido bocetea El Santo Niño Jesús de Atoche (Atocha), puesta en escena que rompe con el esquematismo minimalista de los primeros santos. Como es habitual en las series garridianas, la carnavalización de la imagen comienza desde el título con la permutación vocálica al final del nombre de la localidad de Atocha. El cambio desorienta y nos confronta con una polisemia: ¿es la palabra “atoche” (atiborramiento) una forma de insistir en la frugalidad dadivosa que la leyenda le atribuye al Niño Jesús peregrino?46 ¿O acaso en ese desliz ortográfico el santo queda sustraído de la geografía metropolitana (la España colonial) y resituado en otro universo cultural? Nos referimos concretamente al de los Andes venezolanos en el que no existe el vocablo “atoche” pero sí numerosas declinaciones de una palabra que se le parece: “toche” (tonto) y a la que podemos aproximar el verbo “tochear” (hacer tonterías), el participio “atochado” (atontado) y el sustantivo “tochadas” (tonterías). En las preguntas ya va implícito el juego de distorsiones.
El Santo Niño Jesús de Atoche se inspira de la iconografía tradicional de la cual conserva algunos elementos: el sombrero, el cetro, las flores, la concha, el hábito de peregrino y la paleta cromática. La trasgresión más evidente es el falo hipertrofiado, eco caricaturesco de la ostentatio genitalium.47 La elección de una iconografía tan ajena a la iconosfera venezolana no es fortuita.48 Con la imagen de un pretendido Niño Jesús hipersexuado Garrido se alinea con un afluente de la tradición renacentista que estaba en sintonía con cambios teológicos centrados en la humanización de Cristo y en la resemantización de su miembro viril en sermones, homilías y exégesis del evangelio. De acuerdo con tales ideas la representación del falo —símbolo de poder y dignidad regia— era una forma de ilustrar el misterio de la encarnación y de la salvación de la humanidad por medio del sacrificio redentor.49 En este sentido, el pene gigante en el Jesús garridiano más que reivindicar un acto provocador desacralizante insiste en la identificación con el Cristo hombre.50 Sin embargo, el mismo miembro agigantado también está cargado de ambivalencia. Aquí, el hiperbólico postiche en el cuerpo de un hombre sonriente, infantilizado por los objetos que lo rodean, obliga a pensar en un pene de juguete que se mofa del discurso de una virilidad obsesionada con el tamaño de los genitales masculinos. Todo este complejo tejido de intertextualidades y temporalidades son una muestra más de la ambivalencia propia de las imágenes carnavalescas.51
Imagen 8.
Nelson Garrido, El Santo Niño Jesús de Atoche, 1990. Fuente: Página Flickr de Nelson Garrido, https://www.flickr.com/photos/nelsongarrido/320761437/in/album-72157594417382757
Dentro de la escena, la cabeza de cochino, símbolo judeocristiano de la lujuria y la gula,52 funciona como elemento autobiográfico y encarnación de la presencia libidinal del propio artista que, desde los años ochenta, se hace llamar “el hombre-cochino”. El cerdo es el motivo iconográfico más importante y recurrente en la obra de Nelson Garrido. Con frecuencia sustituye a la imagen de Cristo, como en El cochino levitando (1985), formulación conceptual inspirada en La resurrección de Cristo de Raffaello Sanzio. De manera análoga, en el santoral garridiano el gorrino señala la dimensión carnal de Jesús. Garrido refuta así la inmaculada naturaleza de la santidad y reintroduce el cuerpo en el centro de toda experiencia, sagrada y profana.
La carnavalización de la santidad también se expresa en jocosos anacronismos que terminan por despojar al Niño de sus sandalias medievales y ataviarlo con unas pantuflas de Mickey Mouse. Los putti que suelen corearlo desde las alturas descienden a la tierra en la figura de la azafata de PanAm World Airways. La acartonada imagen es la representación angelical profana de la sociedad tecnocrática que sobrevuela mecánicamente los cielos. Dentro de las sustituciones angelicales se infiltra la memoria afectiva del artista con la inclusión del standee de un antiguo retrato de su hermana. Todos estos elementos son indicadores de un carnaval que se actualiza e incorpora el ecosistema de significados proveniente de las industrias culturales y de la cultura de masas. El carnaval también es evocado con la chinchurria que tiene el Niño en la mano, producto consumido en épocas carnestolendas en Venezuela y recordatorio visceral del cadáver del cerdo. La carnavalización última consiste en apropiarse de una imagen votiva y popular y transgredirla en una reescritura contemporánea. Además del barniz massmediático la iconografía garridiana incorpora en filigrana alusiones al dios Elegguá del panteón yoruba,53 personaje con el que suele sincretizarse el Santo Niño.
Feminización, travestismo y erotización
Hasta finales de 1989 las puestas en escena se suceden y se hacen más complejas. Después de las primeras tomas angelicales aparece san Martín de Porres (1579-1639), santo popular peruano rebautizado en el santoral garridiano con el nombre de San Martín de Porra (1989). Se trata del primer fraile dominico mulato, sobresaliente por su humildad, vocación de servicio a los enfermos y a los pobres. En su iconografía más difundida se le ve con el hábito, una escoba (signo de su caridad y servicio), un rosario alrededor del cuello y un crucifijo. Se le representa rodeado por un perro, un gato y un ratón que simbolizan su poder persuasivo sobre los animales y la naturaleza. Como es habitual, el fotógrafo resemantiza la imagen del santo desde el momento en el que lo nombra. Al igual que en los santos anteriores la modificación del paratexto es un marcador de la carnavalización. Con el título propuesto san Martín pasa a asociarse con la palabra “porra” (golpe o arma), inyectándole así una dosis de violencia. Pero ¿a qué violencia se refiere Garrido?, ¿a la de la santidad paleocristiana asociada al martirio?, ¿a la de la religión católica con su tabú sexual institucionalizado y su sospechosa connivencia con regímenes políticos conservadores?,54 o ¿tal vez hace eco de la violencia que marcó a Venezuela con el Caracazo ese mismo año?55 Tomando en cuenta el carácter ideológico del artista (anarquista y anticlerical) y las preocupaciones políticas que lo atizan es posible que la “porra” en el nombre del santo golpee todo lo antes mencionado.56
En cuanto a la estructura compositiva, San Martín de Porra sigue el modelo de las primeras imágenes, construidas según los cánones de la pintura religiosa, con la división espacial entre lo mundano (abajo) y lo celestial (arriba).57 La distinción entre lo sagrado y lo profano está marcada por los significantes escénicos (gestualidad, decorado, maquillaje). Sin embargo, veremos que esta dualidad es solo aparente. En la estructura profunda el santo sigue siendo exaltado desde una subjetividad que forzosamente pasa por el cuerpo, subjetividad encarnada que es capaz de acoger tanto la experiencia místico-religiosa como la dimensión más pedestre de la condición humana.
En San Martín de Porra la industria cultural también permeabiliza la imagen a través de una sustitución iconográfica que desplaza el bestiario tradicional hacia el ahora legendario bestiario de Walt Disney: Mickey y Pluto. En el relato hagiográfico los animales aparecen en un episodio que ilustra el poder del santo para apaciguar los instintos territoriales de enemigos históricos en la cadena alimenticia: el perro, el gato y el ratón.58 En la puesta en escena los dóciles animales del relato original se multiplican y se metamorfosean en personajes caricaturescos, en animales de granja (gallos, canarios). Al cortejo zoológico se suma un inesperado dromedario cuya presencia rompe con el registro massmediático, reenviando al espectador culturalmente adiestrado al recuerdo entrañable del pesebre. En Venezuela los camellos y dromedarios son atracciones exóticas de feria. Sin embargo, están inscritos en la tradición navideña porque a veces se les incluye en el nacimiento para evocar la llegada de los Reyes Magos desde Oriente. Con este detalle ornamental Garrido nos reintroduce en el registro de lo popular, insistiendo en la idea de crear puestas en escena que recrean la actividad familiar de construir el nacimiento (pesebre) en el mes de diciembre.
Imagen 10.
Nelson Garrido, San Martín de Porra, 1989. Fuente: Página Flickr de Nelson Garrido, https://www.flickr.com/photos/nelsongarrido/320758381/in/album-72157594417382757/.
Este santo ilustra la ambigüedad identitaria que se repite a lo largo de toda la serie. Muchos de los personajes que componen el santoral se sitúan en un espectro fronterizo entre la mística y la vulgaridad, entre lo carnal y lo terrenal, entre la definición sexuada y la indefinición andrógina. Y es precisamente la ambivalencia de los personajes uno de los signos más flagrantes de carnavalización. En San Martín de Porra la trasgresión se traduce en un travestismo entendido desde un entramado identitario ambiguo que parodia estereotipos de lo femenino y lo masculino. El santo garridiano cambia su atuendo de fraile por un delantal doméstico que va a juego con los rollos que adornan su cabeza. Dependiendo de la versión de la puesta en escena el personaje lleva una escoba de paja o una aspiradora, extensión simbólica de la función social de la mujer en el imaginario de la posguerra.59 A través de una mímesis paródica la estampa del san Martín del fotógrafo venezolano cuestiona así los clichés de la mujer ama de casa, cautiva en el espacio doméstico.
La representación garridiana del santo también caricaturiza ideas patriarcales fuertemente enraizadas según las cuales las virtudes de san Martín, como el servicio y el cuidado a los otros, son rasgos femeninos.60 Al transformar la iconografía y feminizar al personaje Garrido ridiculiza las taxonomías psicológicas que se le atribuyen a los distintos géneros, creando una cierta inestabilidad axiológica. Recordemos con Beatriz Trastoy que el travestismo en el arte implica un compromiso ideológico y “se erige como un modelo desestabilizador del binarismo social, como expresión de la angustia cultural que genera el derribamiento de certezas y saberes”.61 También, y no sin razón, la autora llama la atención sobre el efecto de choque que siguen teniendo las imágenes de travesti que generan fascinación, repulsión o ambas emociones al mismo tiempo. Por esa razón el travestismo en el discurso artístico cumple una función desmitificadora que cuestiona la construcción social de lo femenino y lo masculino.
Después de San Martín de Porras siguieron apareciendo personajes que rompían con la ortopedia visual heteronormativa y binaria. Un claro ejemplo es su representación queer de san Sebastián. Desde el Renacimiento este santo ha sido retratado como un sensual efebo. En el siglo XX su iconografía fue capitalizada dentro de las representaciones homoeróticas. De acuerdo con la etnóloga Marika Moisseeff la erotización y ulterior relación de san Sebastián con el sadomasoquismo y la cultura queer se dio por la difusión de los provocadores textos de Sade, Sacher-Masoch y del psicoanálisis freudiano con su pansexualismo falogocentrista.62 En tal contexto de recepción las flechas se asimilaron al simbolismo fálico, el martirio del santo pasó a encarnar el éxtasis sexual por la penetración y su aceptación gozosa de la tortura se transformó en la recreación de los fantasmas sadomasoquistas masculinos. De esta tradición Garrido retoma la transformación del “suplicio en delicia”,63 el gesto sensual y la atmósfera queer. Sin embargo, el fotógrafo se distancia de la iconografía apolínea porque, en su versión, el santo no es ni joven ni viejo, ni feo ni bello. Su sencilla desnudez cuestiona así un inalcanzable canon de belleza y humaniza su estampa al despojarlo de la belleza excepcional de su cuerpo.
La carnavalización de la construcción social de los géneros llega a su apoteosis con la puesta en escena de Santa Liberata, iconografía cautivadora, epílogo de la primera etapa del santoral garridiano. Dentro de las versiones realizadas de la misma imagen Garrido creó una gemela bufonesca: La sonrisa de Santa Liberata, más gozosa que mártir. La santa virilizada exalta la ambivalencia extática de dolor/placer, gozo/sufrimiento y, a través de la androginia, reúne en su cuerpo el símbolo de la coincidentia oppositorum, doctrina que explica la unión de los contrarios como misterio divino, más allá de toda definición y de todo dualismo.64 Con esta obra Garrido reafirma la cartografía carnavalesca de su santoral al jugar con las categorías de lo femenino y lo masculino, descompaginando el libreto del imaginario visual de la época, mostrando un cuerpo grotesco, hiperbolizado y erotizado en clave humorística.
Nota conclusiva
Los santos de Nelson Garrido están inmersos en un universo diegético atravesado por la intertextualidad, la transgresión y la risa. En su textualización de lo sagrado el fotógrafo carnavaliza la santidad al hacer del cuerpo terrenal y grotesco el arcano mayor de la serie. Moscas, cabeza de cerdo y chinchurria evocan la inexorable senda abyecta hacia la muerte. Estas asociaciones en el contexto del santoral remiten a su vez a la “mística del asco” (Debroise65) en la que lo más hondamente corporal se asimila en el éxtasis místico. Tal relación dialéctica entre lo terrenal y lo trascendente tiñe una parte importante de la obra de Nelson Garrido y juega un rol considerable en la construcción de Todos los santos son muertos. En su díscola estética el santoral garridiano también reproduce los valores santos de la fealdad, la repugnancia y el asco de las santas barrocas. En este sentido, y retomando el comentario crítico del historiador José Antonio Navarrete,66 las imágenes garridianas apelan no ya a una terapéutica de la repugnancia sino a una didáctica heterodoxa que trata de unir en la experiencia de lo sagrado elementos aparentemente alejados: la dimensión terrenal y perecedera del cuerpo sexuado y la dimensión atemporal y divina del alma concebida en términos cristianos (efluvio de la divinidad, eterna e indestructible).
Imagen 11.
Nelson Garrido, San Sebastián, 1990. Fuente: Página Flickr de Nelson Garrido, https://www.flickr.com/photos/nelsongarrido/320758384/in/album-72157594417382757/.
Imagen 12.
Nelson Garrido, Santa Liberata, 1990. Fuente: Página Flickr de Nelson Garrido, https://www.flickr.com/photos/nelsongarrido/320758382/in/album-72157594417382757/.
La desnudez es otro de los marcadores que permite sacar del estado de latencia el cuerpo del santo, frecuentemente disimulado y reprimido en los relatos hagiográficos. Garrido propone para sus personajes un doble anclaje al mundo terrenal: el dolor del martirio y el placer erótico. Por esa razón, el santoral está henchido de un lenguaje corporal emotivo, altamente expresivo y que escenifica la tirante relación entre la doble naturaleza de los hombres que, como la del Cristo y los santos, es carnal y espiritual a la vez.
Por último, la imbricada intertextualidad, la acumulación inflacionaria de objetos-símbolo, la yuxtaposición de referencias del catolicismo popular, la santería y el cristianismo apuntan hacia una dinámica de apropiación-deformación de fundamentos raigales de la narrativa representacional venezolana. Los santos garridianos muestran una reflexión que se nutre de imaginarios sociales y se expresa con códigos vernaculares. Sin embargo, el mensaje plasmado en clave disruptora carnavaliza iconografías, superponiendo registros religiosos, culturales y estéticos. En esa intersección de discursos, de inmoderada vocación de recomposición y de disolución de dicotomías se opera una desestabilización de los relatos oficiales sobre lo sagrado, el cuerpo y la construcción social de los géneros. En consecuencia, el aporte de estas imágenes fue traer a escena lo que el régimen escópico dejaba por fuera.


