¿Estudios visuales? ¿Estudios de la cultura visual? ¿Y la historia del arte?
Los estudios visuales (visual studies en su versión anglosajona, o Bildwissenschaft en el caso germano) han ido configurándose y definiendo su propio objeto de investigación desde hace menos de cinco décadas. Podríamos decir de una manera sumamente simplificada que los estudios visuales serían el campo de estudio, y la cultura visual su objeto. Pero al pensar estos estudios en relación con la disciplina de la historia del arte, y particularmente con la teoría del arte contemporáneo, el panorama se complejiza.
Mieke Bal, considerada una pionera de estos estudios, publicó en el año 2003 una interesante crítica al excesivo énfasis en la visualidad como la característica definitoria de los mismos. Los estudios visuales serían más una amplia área de investigación interdisciplinaria que una nueva especialización académica o, incluso, una evolución de la tradicional historia del arte. Precisamente el potencial de este interés en los objetos de la cultura visual reside, según la autora, en la negatividad de ambos términos, que si bien complejiza la delimitación de los dominios específicos, permite examinar la visualidad como un “producto de las tensiones entre las imágenes externas y los objetos y los procesos internos del pensamiento”.3 Tanto el término cultura como lo visual se terminan definiendo de manera negativa, es decir, por aquello que no son, ya que una definición esencialista terminaría o abarcando absolutamente todo (todo es cultural y todo es visual, al menos en potencia) o, prácticamente, nada (nada es únicamente cultural o visual).
Lo visual es, entonces, una mediación que no puede dejar de comprenderse a partir de la relación entre hechos visibles, cuerpos e interpretaciones. El verdadero objeto de estudio serían, entonces, los regímenes visuales y el funcionamiento de los dispositivos (que nunca son exclusivamente visuales) dentro de una determinada cultura. Bal se posiciona entonces frente a lo que denomina esencialismo de lo visual, que deja de lado las características históricas y materiales de los objetos. En la búsqueda (¿aburguesada?) por una definición dentro del campo de disciplinas académicas durante las últimas dos décadas del siglo XX los estudios visuales habrían perdido la capacidad disruptiva y crítica de sus orígenes.
El artículo de Bal apareció en la revista Journal of Visual Culture en abril del 2003. Un año y medio después el español José Luis Brea lo publicó en castellano en el número 2 de su revista Estudios visuales, junto con las respuestas de numerosos referentes, entre ellos Nicholas Mirzoeff, quien hace una contraofensiva interesante a las críticas explícitas de Bal, que define como políticas más que personales. En esta respuesta Mirzoeff despliega, precisamente, un antiesencialismo, enfatizando su interés por “la interacción de lo visual con lo social a través del sujeto”.4 Su atención a este sujeto, que es a la vez agente y “efecto de una serie de categorías de la subjetividad visual”5 le permite al autor diferenciarse de lo que llama “formalismo del objeto” para ahondar en una “crítica politizada”. Las definiciones no serían tan relevantes entonces, sino los usos políticos del análisis y la toma de posición en torno a la visualidad como un acto subjetivo enmarcado en negociaciones y confrontaciones constantes.
También W. J. T. Mitchell brinda nociones variadas sobre la visualidad y la cultura visual en su respuesta a Bal. Mitchell propone incluso una definición que, si bien busca trascender el esencialismo de los sentidos, no lo descarta del todo. La cultura visual se centraría, para el autor, en el “estudio de la construcción social del campo visual y la construcción visual del campo social”,6 constituida en la dialéctica entre “operaciones automáticas y deseadas, reflexivas y aprendidas, programadas y escogidas libremente”.7 No le interesan al autor la relación con la historia del arte o la definición del campo disciplinar, e incluso sospecha de este movimiento de institucionalización (acompañando la postura crítica de Bal), sino las posibilidades de la investigación “histórica, intercultural y teórica” de la visualidad.
Otros autores tomarán el artículo de Bal como disparador para reflexionar sobre su objeto de estudio y la relación con las disciplinas tradicionales. Si el trabajo de Bal buscaba delinear los posibles caminos a seguir por los estudios de la cultura visual, Norman Bryson busca desentrañar los cambios en la esfera social a los que se debe el surgimiento de este campo específico de estudios. La trayectoria de Bryson legitima esta preocupación y pone en evidencia la estrecha vinculación entre los intereses académicos y la necesaria financiación por parte del sector público o privado. Bryson, junto con Bal y Michael-Ann Holly, fundó durante la década de 1980 el doctorado en estudios visuales y culturales de la Rochester University, y ocupó además el cargo de director del posgrado en sus inicios.
Para el autor, a partir de los últimos años han proliferado las imágenes, pero lo han hecho a partir de un “imperativo del diseño y la estilización visual”.8 Más allá de que nuestra primera experiencia sea la de un exceso de estímulos visuales, asumimos sin embargo una ausencia, percibimos cierta escasez o “falta acumulada”. En resumen, accedemos a una gran cantidad de estímulos visuales, pero, sin embargo, siempre estamos esperando ese algo más que no logramos ver. Este sería para Bryson el verdadero cambio de régimen visual, al que las disciplinas más tradicionales estarían reaccionando, en particular la historia del arte, que habría generado una brecha entre el relativo estancamiento de las obras canónicas y la proliferación de imágenes contemporáneas que esta disciplina no lograría comprender completamente. El factor político está precisamente en esa necesidad (y a la vez rechazo) de comprender un régimen visual que puede ser tanto de dominación como de resistencia. Los métodos tradicionales de la historia del arte serían, entonces, claramente limitantes y hasta acríticos con relación a una nueva visualidad que se impone por su propia fuerza.
En un sentido similar, la respuesta de Michael-Ann Holly bucea en los orígenes de lo que llama una interdisciplina en la creación del doctorado de la Rochester University.9 Holly describe ese momento como de “talante lúdico”, en el que la incorporación de objetos no canónicos y teorías de diversos campos se realizaba con un “objetivo intelectual estimulante”, como reacción a los “resultados apolíticos y nada creativos” de la historia del arte. Sin embargo, la autora se sigue definiendo como historiadora, y es precisamente en esa crítica a la “ligereza” de los estudios visuales y culturales contemporáneos en la que enfatiza. Para la autora, que se declara deudora de Bal en muchos sentidos, “la historia no es solo la búsqueda de origen, puede ser escenario de la creación de significados, puede ser el lugar donde se inicia el cambio”.10 En este juego entre disciplinas la historia del arte aún tendría mucho para decir.
James Elkins se focaliza aún más en la noción de interdisciplinariedad. En su respuesta al ensayo de Bal desarrolla nueve modelos posibles, desde lo más codificado y segmentado hasta el rechazo radical de las definiciones académicas. Elkins defiende tanto la conservación de ciertas fronteras como los movimientos y cruces entre disciplinas (en definitiva, si no hay límites es imposible cruzarlos o romperlos), y propone a la historia del arte como una “fuente válida para estudios visuales más amplios”. Esto implica que la aplicación de las herramientas interpretativas de la disciplina a objetos no canónicos sería operativa precisamente por el enfoque en imágenes materiales atravesadas por procesos históricos, por lo que Elkins se acerca a la postura de Holly recién comentada.11
La última de las respuestas proviene de Griselda Pollock y resulta, a mi entender, la más interesante por la exposición de sus derroteros personales y profesionales. Pollock rescata del ensayo de Bal, precisamente, la ruptura de las fronteras, lo contestatario y lo lúdico de los orígenes de los estudios visuales. No se trata de dar un paso (como si de un camino lineal se tratara) de la historia del arte a algo más (mejor o peor), sino a una “red más compleja de intercambios entre prácticas de creación y análisis”, entre las que incluye tanto a la investigación histórica como al psicoanálisis, la filosofía, la semiótica y la misma práctica artística.12 La respuesta de Pollock enfatiza además el posicionamiento político de la interdisciplinariedad como una reacción a una academia estancada y obsoleta, pero también a los grandes relatos nacionalistas e historicistas. A esos relatos la autora opone el análisis y la teoría cultural, sin descuidar la genealogía y la sincronicidad.13 En este contexto la cultura visual no deja de ser una “entidad ilusoria”14 que, más que definir institucionalmente, es necesario poner en relación con la multiplicidad de prácticas (no solo) intelectuales.
Si bien el cuestionario publicado por la revista October en 1996 ya establecía ciertos lineamientos sobre el problema,15 resulta interesante tomar como punto de partida este debate iniciado por Bal a comienzos del siglo XXI, para pensar la multiplicidad de relaciones entre los estudios visuales y la historia del arte. El ensayo de Bal y las respuestas que recibe están insertos en un contexto de institucionalización y posicionamiento político mucho más definidos que en la década anterior, contexto en el que las relaciones con las disciplinas tradicionales, y no solo la historia del arte, se ven aún más tensionadas. Además, es en este período que en el medio argentino aparecen los primeros proyectos y se desarrollan encuentros específicos en torno a la cultura visual, por lo que también resulta revelador en una dimensión sincrónica. Creo que este dato es insoslayable dado mi propósito de observar los diálogos entre la historia del arte como disciplina consolidada y estos nuevos enfoques sobre los objetos visuales en Argentina, sin caer en el lugar común de la transferencia y utilización acrítica de los postulados “centrales” por investigadores “periféricos”.
Si bien los estudios visuales se nutren de los estudios culturales y la historia social del arte de los años setenta, así como de las críticas a la teoría formalista del arte moderno y de la propia expansión del campo artístico durante el siglo XX, la riqueza de este enfoque va más allá de la inclusión de objetos “extraartísticos”. La misma definición (o indefinición, más precisamente) del concepto de imagen ha posibilitado aperturas y reflexiones sobre el objeto estético en el cruce de una visualidad compleja, social y dinámica.16
En primer lugar, los estudios visuales han puesto el énfasis en la visualidad social de los objetos como característica dominante, incluyendo distintos factores internos y externos de la imagen que potencian su significado o lo complejizan, definiendo la visión a partir de sus aspectos tanto biológicos como sociales.17 Los trabajos pioneros desde la disciplina histórica han sido el libro de Michael Baxandall sobre la pintura del Renacimiento italiano, aparecido en 1972, y el de Svetlana Alpers sobre la pintura holandesa, de 1983, en los que los análisis de las obras se conjugan con el de los modos de visualidad contemporáneos; análisis que modifican las interpretaciones tradicionales de las mismas obras o períodos. Alpers es la primera que, explícitamente, utiliza el término cultura visual para referirse a su objeto de estudio,18 refiriéndose a Baxandall quien, si bien no lo dice exactamente con esas palabras, introduce la reflexión histórica sobre el estilo cognoscitivo o las capacidades interpretativas compartidas entre productores y espectadores.19
El giro pictórico (pictorial turn), como contrapartida al giro lingüístico de las décadas anteriores, apuntó desde un primer momento a ampliar el universo de lo visible, abarcando incluso aquello que no es visible,20 y a reaccionar al logocentrismo de la hermenéutica y el estructuralismo francés.21 En este sentido, el abanico de objetos plausibles de ser estudiados y considerados dentro de la historia del arte se abre, a partir de estas condiciones de visualidad y su vinculación con el contexto.
Por otro lado, la imagen es desde este enfoque productora de conocimiento, a la vez que se relaciona con la formación de los espacios de poder. Chris Jenks, por ejemplo, en su introducción a la compilación Visual Culture, despliega una interesante genealogía de la visión como elemento central de las diferentes teorías epistemológicas, así como de los discursos hegemónicos que configuran nuestra propia relación con la realidad. Así, un término como observación se transforma en un concepto instructivo anclado en el positivismo, que le impone una determinada carga semántica a la práctica (inocente) de la visión y el rol del sujeto (pasivo) que observa.22 Desde esta posición, el análisis de las obras de arte se cruza con los debates contemporáneos por el poder simbólico y real, ampliando las posibilidades de interpretación de los hechos y objetos estéticos, que pierden de esta manera su aparente neutralidad política.
Una imagen visual, siguiendo esta perspectiva, posee múltiples capas que incluyen, por ejemplo, la presencia y la ausencia, las convenciones de representación y de presentación sincrónica y diacrónica. La visión es mucho más que una operación mecánica, estática y ahistórica. Para Martin Jay “la sociedad actual del espectáculo se basa en la estimulación del deseo visual sin ofrecer una satisfacción verdadera, de maneras que sugieren una complicidad entre la vista y la ausencia”.23 La mirada misma se percibe como profundamente activa y productora de sentidos, y es imposible separar radicalmente las esferas tradicionales de percepción (mecánica) e interpretación (intelectual).
Cada imagen implica (y construye) su historia técnica, social y política, pero también se refiere a las prácticas concretas en las que el sujeto ve, entiende, aprecia y otorga sentido al mundo. Dentro del universo de “aparatos visuales” Marita Sturken y Lisa Cartwright incluyen al cuerpo mismo del sujeto que ve y del sujeto que es visto, cruzando así los estudios visuales con la corporalidad y las prácticas sociales sobre el espacio y sobre los otros.24 Ya lo vimos antes con el concepto de agente visual de Mirzoeff: el giro de los estudios visuales hacia el espectador implica una postura crítica con respecto a la historia del arte tradicional y su enfoque basado en los productores y el desarrollo aparentemente carente de conflictos de escuelas y estilos artísticos. En una entrevista que le hiciera la especialista en educación Inés Dussel, Mirzoeff definía la cultura visual como “una práctica que tiene que ver con los modos de ver, con las prácticas del mirar, con los sentidos del que llamamos el espectador, el o la que mira o ve”.25
La pregunta por lo que está permitido ver, por quién y en qué condiciones, ubica a lo visual como un régimen de conocimiento y habilita la reflexión tanto sobre el control y la autoridad como sobre la resistencia o las heterotopías posibles, las “insurrecciones contra la mirada”.26 Otorgarle agencia a la imagen es, a su vez, plantear el problema de la mirada y del sujeto que mira, y es por lo tanto profundamente histórico. Las teorías de Michel Foucault sobre el saber, el poder y la visión aparecen, no siempre explícitamente, en los diferentes trabajos que intentan definir la cultura visual. Para Foucault, “cada sociedad posee su régimen de verdad, su ‘política general de la verdad’: es decir, define los tipos de discursos que acoge y hace funcionar como verdaderos”.27 El término tipos, que también puede pensarse como medios, habilita la inclusión de los aparatos o mecanismos que son validados, en un momento dado, tanto para mirar como para producir imágenes. Los trabajos de Foucault sobre el poder y las formas de conocimiento son una importante vía de acceso a los estudios visuales para muchas disciplinas, en particular a través de la obra de Martin Jay o Jonathan Crary.28
La historia de los dispositivos ópticos que permiten y condicionan los modos en que los sujetos se relacionan con lo visible (e invisible) abre innumerables posibilidades de investigación en una sociedad cada vez más tecnificada, en la que los hechos estéticos no pueden desligarse de los modos de producción industriales. Pero también permite una mayor comprensión de las obras canónicas de la historia del arte, en las que las técnicas de reproducción se vuelven inescindibles de sus condiciones de visualidad y regímenes escópicos.
Este acercamiento implica también una atención especial a las tecnologías de producción y reproducción de las imágenes, como elemento constituyente de las mismas y de las diversas relaciones que establecen con los espacios y los sujetos. En línea con la obra de Walter Benjamin, la posibilidad de la reproducción técnica de la imagen permite centrar la reflexión en torno a la mirada, al ojo que es “más rápido captando que la mano dibujando”,29 y a la “presencia masiva” que reemplaza la irrepetibilidad y lejanía de la obra de arte. Los estudios visuales se vuelven un interesante marco teórico desde el cual pensar tanto la fotografía como los objetos de diseño, pero también la pintura, escultura o arquitectura, en relación con los procesos sociales de producción, circulación y visualidad, mediados por la técnica. Las imágenes estadísticas, las ilustraciones botánicas o las representaciones cartográficas dejan de observarse como documentos históricos para ser analizados en su materialidad y características visuales.30 Si bien la historia social y cultural ya había puesto en evidencia la complejidad de estos objetos para un estudio que abarcara procesos largos y multidimensionales, la conjunción de estos estudios históricos con un análisis de la visualidad puesta en juego por sus contemporáneos brinda resultados interesantes y enriquecedores para diferentes disciplinas.
El paisaje y el mapa, además de ser términos clave para la geografía y denotar una “práctica activa en la construcción y comunicación del conocimiento espacial”31 se conectan con la visión y la disciplina artística en tanto actividad social, histórica y fisiológica. La descripción geográfica es, bajo esta perspectiva, la tarea de “interrogar, sintetizar y representar la diversidad de ambientes, lugares y personas” a partir de “imágenes plenas y convincentes”.32
Estos nuevos enfoques, además, se configuran como transnacionales, cuestionando la historia global del arte, así como las historias extremadamente localizadas, pensando la disciplina más como un “campo que comparte algunos conceptos y propósitos básicos”.33 Las redes de circulación de las imágenes quiebran permanentemente las fronteras, mientras que los discursos académicos se mantienen muchas veces en los límites nacionales o regionales o se amparan en términos globalizadores. Se habilita así una nueva mirada no solo sobre las obras de arte o las imágenes, sino sobre las instituciones: museos, academias o archivos, públicos o privados.34
Más que un campo de estudio contrapuesto, que superaría o competiría con la historia del arte, los estudios visuales pueden ser vistos como “una serie de intervenciones estratégicas dentro de disciplinas existentes”.35 En este sentido, investigadores con trayectorias e intereses diversos han echado mano de este marco teórico para problematizar sus objetos y enriquecer el análisis a partir de enfoques transdisciplinarios.
La imagen en su concepción material se amalgama con la imagen como medio, siendo poseedora a la vez de presencia y ausencia, lo que permite reflexionar sobre la “praxis humana de la imagen”36 en diferentes contextos, acercando la distancia entre la disciplina histórica y la antropología. Pensar la imagen desde esta perspectiva implica ubicarla en relación con el cuerpo, con el sujeto y con su propia materialización. Significa entender a la imagen como artefacto, para cuyo análisis el qué (contenido o tema) va en relación estrecha con el cómo y la preocupación por la medialidad o, incluso, la intermedialidad o la hibridez de los dispositivos. A partir de una reflexión acerca de los llamados medios visuales Mitchell llega a una definición aún más interesante de la cultura visual, pensada como “un campo de estudio que se niega a dar por sentada la visión, que insiste en problematizar, teorizar, criticar e historizar el proceso visual en sí mismo”.37
Los estudios visuales en la Argentina
En el primer apartado se intentó hacer un resumen rápido y bastante superficial de los desarrollos de los estudios visuales o estudios sobre la cultura visual a nivel internacional, particularmente en torno a la imagen y a la relación con la disciplina histórica. Sin embargo, es imposible pensar en una trayectoria local completamente autónoma ni completamente dependiente de estos desarrollos, como si se tratara de traducciones o aplicaciones de métodos foráneos a objetos locales. Como analizaré en los siguientes párrafos, los múltiples contactos de investigadores argentinos con las teorías y debates en torno a la cultura visual se entretejieron de manera particular con problemáticas y objetivos propios, generando una producción original y, a su vez, potenciadora de nuevos debates.38
A partir del debate entre Bal y sus seguidores o detractores queda claro que la propia definición de los estudios visuales ha sido y es problemática. En el caso argentino esa tensión se complejiza aún más con el giro conceptual y metodológico que atravesó la disciplina en los últimos treinta años, lo que implicó cambios importantes en los currículos de los planes de estudio, que se originaron tanto interna como externamente y respondieron a demandas del sector profesional, así como de los propios estudiantes, docentes e investigadores.39
La permanente tensión de la historia del arte como disciplina, entre la rigurosidad científica y los “vaivenes de la moda cultural”,40 se suma en el contexto argentino a la reflexión sobre lo latinoamericano y lo periférico.41 La pregunta por los estilos y las categorías tradicionalmente impuestas desde modelos europeos y que están siendo cuestionadas incluso desde los espacios hegemónicos permite abrir el juego a numerosas producciones artísticas que escapan a un encasillamiento. La reciente reedición por una editorial local de los trabajos de Baxandall y Alpers evidencia la actualidad y relevancia de ambos trabajos para los historiadores argentinos, así como la necesidad de repensar el lugar que estos enfoques han ocupado en la reciente historiografía.
La sucesión de estilos es uno de los mayores problemas que la historia del arte argentina ha cuestionado en los últimos años. El concepto de anacronismo introducido por Georges Didi-Huberman,42 que permite pensar las obras como montajes y reflexionar sobre el tiempo como variable compleja, se revela particularmente potente en el estudio de la cultura visual latinoamericana. La interdisciplinariedad de la profesión, motivada por el contacto estrecho con otras profesiones a partir de las actividades académicas, de investigación, gestión o difusión, también ha impulsado este cuestionamiento. En palabras de Marta Penhos en relación con el estudio del arte hispánico, la alternativa sería “la escritura de una historia multivocal, heterogénea y no reducible a un único paradigma”, en fin, la construcción de “historias del arte y de las imágenes” (mis itálicas).43 En ese mismo sentido, María Isabel Baldasarre y Silvia Dolinko proponen “reivindicar el método de la historia del arte y ponerlo en diálogo a la vez con otros saberes y disciplinas”.44
En el libro Travesías de la imagen, en donde aparece el trabajo de Baldasarre y Dolinko recién citado, Mariana Marchesi y Sandra Szir apuntan a los estudios de la cultura visual como estrategia para la inclusión de objetos no canónicos, “no como fuente documental sino como discursos en sí mismos”.45 Dato interesante, este libro, junto con el segundo volumen publicado un año después, es una compilación de trabajos de historiadores y críticos de arte reunidos bajo los sellos editores del CAIA (Centro Argentino de Investigadores de Arte) y la Universidad de Tres de Febrero en la que se dictan tanto una licenciatura en gestión cultural como un doctorado en teoría comparada de las artes, dando cuenta de la vigencia de estas discusiones en diversos ámbitos académicos centrales. Esta coyuntura, si bien aparece como similar a la que comentamos en el primer apartado, posee sin embargo características particulares, como veremos más adelante.
La necesidad de reforzar a la historia del arte como disciplina abocada al estudio de la imagen, a partir del diálogo con otras carreras,46 nace en el contexto local de la preocupación por lo visual que se observa en otras disciplinas (antropología, geografía, educación) y, a la vez, está arraigada profundamente en el propio devenir académico. La carrera de historia del arte de la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, ha vivido desde su creación una tendencia a la apertura y la transdisciplinariedad, lo que se reforzó a partir del último plan de estudios. Ya el cambio del plan de estudios anterior, en 1986, incluía una primera apertura, creando las orientaciones de música y artes combinadas, debido a “1) la interrelación entre las Artes; 2) la consideración de disciplinas teóricas y teóricas prácticas que se ocupa [sic] de los fenómenos artísticos” y, punto particularmente llamativo, “la necesidad de proporcionar al egresado instrumentos adecuados a los requerimientos de la sociedad actual, profundamente inserta en un ámbito dominado por los medios de comunicación masiva” (mis itálicas). Si bien se decidió sacar la palabra “historia” del título, el consenso sobre las “artes” prevaleció, incluso, sobre la comprensión de nuevos objetos de estudio.47
La gran mayoría de las carreras en teoría o historia del arte forman parte de facultades, departamentos o escuelas de humanidades, ciencias sociales o filosofía, salvo contadas excepciones en las que existe un área específica de artes, como las Universidades de Córdoba, Tres de Febrero o La Plata. Los historiadores en formación comparten espacio con disciplinas como historia, antropología, filosofía, ciencias de la educación, diseño, psicología, periodismo, sociología, turismo, geografía, tecnología o letras. A su vez, los impulsos hacia la internacionalización de la investigación, los contactos entre universidades y la participación de los egresados en congresos y asociaciones impulsó aún más ese diálogo.
En conversaciones con estudiantes y egresados de la UBA, por ejemplo, al consultar por quiénes trabajaban o fomentaban la lectura de los estudios visuales, surgían en particular docentes que propiciaron estos intercambios disciplinares, tanto desde lo académico como desde lo personal. Las mencionadas Marta Penhos, María Isabel Baldasarre, Sandra Szir y Silvia Dolinko, así como Gabriela Siracusano, Laura Malosetti Costa, Isabel Plante o José Emilio Burucúa, por nombrar a los más citados, no solo han promovido una reflexión que busca ir más allá de la historia del arte, sino también la formación concreta de grupos de trabajo, institutos y encuentros internacionales. La creación del CAIA en 1989, organizador de numerosos congresos y encuentros internacionales y, a partir de 2012, la publicación de Caiana: Revista de historia del arte y cultura visual, son hitos también relevantes dentro de la propia carrera.
Sin embargo, los mismos investigadores, que funcionan como referentes de la cultura visual para muchos de sus estudiantes y graduados, se declaran al margen de los estudios visuales como marco teórico exclusivo. El estudio de la imagen fue adquiriendo porosidad48 y, en fuerte diálogo con la historia social, la reflexión giró más en torno a las instituciones y a los circuitos culturales. Los trabajos que abordan estos objetos desde la historia del arte se enfocan más en la materialidad o en los elementos técnicos, pero sin descuidar lo institucional y los aspectos sociales de la visualidad. La preocupación por la imagen se orientó, entonces, hacia los propios objetos. En la convocatoria al taller “Materiales y materialidad en la imagen medieval”, del Centro Materia de la Universidad de Tres de Febrero (2019), se explicita que “esta postura parte del llamado ‘giro icónico’ que, desde la historia del arte, la historia cultural y los estudios visuales, propone redirigir la atención hacia las propiedades físicas y materiales del artefacto artístico”.
Existe incluso cierta reticencia, sobre todo entre los investigadores arraigados en la sociología del arte, a entender los estudios visuales como algo más que una “negación posestructuralista del supuesto orden imperante [más] que propuestas concretas de estudio del hecho artístico”.49 Esta identificación barre con toda la complejidad que se vio en el primer apartado, argumentando que sus autores no prestan atención a la existente (¿y por ello menos cuestionable?) “histórica jerarquía del arte”, es más, que incluso la niegan. La subordinación de lo social a lo visual (aun cuando en muchos de los trabajos citados la visualidad es definida enfáticamente como un hecho social) llevaría, según esta lectura, a “descuidos” en torno a la figura del creador-productor, homogeneizando todos los objetos visuales sin distinción de jerarquías. En los autores argentinos mencionados, sin embargo, esta doble vertiente del interés en la ampliación del campo cultural (y dentro de él la cultura visual, específicamente) por un lado, y por otro la preocupación por la relación de los artefactos con los modos sociales de producción, circulación y consumo, construye una práctica disciplinar (como se ha dicho) porosa, flexible y multidisciplinaria, que mantiene al objeto en el centro del análisis. Además, la preocupación por el sujeto y la mirada como actividad social posibilita numerosas relecturas y apropiaciones de los estudios visuales, pensando en la “transvisualidad como una categoría habilitadora de esos encadenamientos donde las representaciones visuales se recuperan y resemantizan”, tal como aparece en la convocatoria al II Simposio sobre Cultura Visual y Teorías de la Imagen (Imágenes en tránsito: acciones y procesos) del Centro de Estudios Visuales Latinoamericanos de Rosario (2018).
Por otro lado, los estudios visuales se conjugaron con la historia cultural y conceptual, recuperando sus orígenes en la Escuela de Frankfurt. En este sentido, los trabajos de José Emilio Burucúa sobre las representaciones de la masacre consideran a la imagen visual más allá de su condición de medio o representatividad. Existe una “idea de verdad” que subyace a lo visual y hace imposible “traducirlo” en palabras. La asociación entre mirada y experiencia, imagen y prueba, presencia que a su vez implica una ausencia, sobrevuela los trabajos en torno a la muerte y a la guerra, con particular impacto en el contexto argentino y latinoamericano.50 Al respecto, la publicación del último número de la revista Sans soleil. Estudios de la imagen en el año 2017, sobre la guerra en la cultura visual, resulta elocuente.51
Los estudios visuales han repuesto a la imagen en su cotidianeidad, teniendo en cuenta las condiciones de circulación de los objetos en cuestión. En el ámbito local, la imagen impresa y sus particulares modos de producción y consumo han generado diversos proyectos de investigación, jornadas y publicaciones que, tomando como punto de partida estos debates, se aproximan a épocas, objetos y ámbitos novedosos.52
Pero, como se vio antes, este enfoque en la visualidad ha cruzado las fronteras académicas, generando interesantes diálogos transdisciplinares. Dentro del campo del diseño gráfico, por ejemplo, los estudios visuales, en conjunto con los estudios culturales y la semiótica, proponen nuevas lecturas de los objetos, así como de la propia disciplina, habilitando la reflexión en torno a la producción tecnológica, el consumo cultural y la visualidad. Esto resulta clave para comprender al diseño como práctica social inscrita en el espacio, así como a la imagen con sus propias características. El énfasis en las “prácticas cotidianas de la mirada” resulta un espacio de interacción atractivo y transformador entre los estudios visuales y la historia del diseño gráfico.53
La fotografía y el cine, que ya surgían para Benjamin en toda su potencia destructiva y catártica,54 incluyen la variable del movimiento y del tiempo en la cultura visual, lo que se vuelve especialmente fructífero en los trabajos de Paola Cortés-Rocca y Verónica Tell sobre la relación entre la práctica fotográfica y los discursos modernizadores y nacionalistas durante el siglo XIX.55 A su vez, se despliega una red de asociaciones y tensiones que afecta tanto a las obras de arte contemporáneas como a las instituciones, que deben ser repensado en este nuevo contexto tecnológico a partir de los vínculos entre la cultura visual y la creación de museos nacionales o exposiciones internacionales, circuitos oficiales o contrahegemónicos de crítica de arte y nuevas tecnologías.56 Ninguno de estos trabajos puede definirse como dentro de un marco acotado a los estudios visuales, pero tampoco responden al paradigma tradicional de la historia del arte.
De la misma manera las investigaciones sobre la moda, el cuerpo y la sexualidad se han nutrido de los estudios visuales para comprender los objetos dentro de los contextos culturales (sincronía) y las trayectorias históricas (diacronía) que los atraviesan. La exposición La seducción fatal. Imaginarios eróticos del siglo XIX, realizada en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires entre noviembre de 2014 y marzo de 2015 y curada por Laura Malosetti Costa, se propuso desnaturalizar el carácter aurático de las obras del patrimonio del Museo y vincularlas con otras manifestaciones de la cultura de su tiempo, “para mirarlas de nuevo, como artefactos visuales que dieron forma al deseo, como indicios del universo ideológico y mental en el que se inscribieron”.57 El abordaje de las obras de arte en conjunto con una multiplicidad de imágenes provenientes de la prensa ilustrada, fotografías eróticas o películas se conjuga en este caso con los estudios de género para problematizar el cuerpo femenino, así como el rol de las instituciones como disciplinadoras de la mirada.
La editorial Ampersand, con una larga lista de publicaciones que de una u otra manera abordan la cultura visual (particularmente la colección Caleidoscópica, dirigida por Sandra Szir, bajo la cual se han reeditado los libros de Baxandall y Alpers ya citados), ha desarrollado también la colección Estudios de moda. En palabras de su director, Marcelo Marino, los textos reunidos consideran “los aspectos materiales de la moda, las prácticas del vestir y sus sociabilidades, las relaciones con el cuerpo, con la sexualidad, con la política y su diálogo con la cultura visual y el ámbito literario”.58
Los estudios visuales, al problematizar la mirada, permiten repensar tanto artefactos culturales como prácticas cotidianas ajenas al campo artístico pero que, sin embargo, establecen diálogos con él permanentemente, como la vestimenta y el diseño de indumentaria. A su vez, la inclusión de objetos asociados al ámbito de lo doméstico pone en jaque la separación tradicional entre lo público y lo privado, y habilita una lectura política de prácticas y espacios cotidianos. Las imágenes visuales, ya sean artísticas, publicitarias o científicas, son repensadas como herramientas disciplinadoras del cuerpo y de las prácticas sociales en relación con el espacio. Los trabajos de Julia Ariza y Gisela Kaczan en torno a la representación de los cuerpos femeninos, la investigación de Claudia Pantoja sobre los cuerpos patologizados y la técnica fotográfica, o las compilaciones realizadas por el Área de Antropología Visual (AAV) de la Universidad de Buenos Aires son algunos ejemplos de este enfoque.59
La problematización de la visualidad ha encontrado un importante impulso desde la antropología, atravesada por sus propias transformaciones disciplinares. El AAV ha desarrollado en este sentido una gran cantidad de investigaciones y publicaciones tendientes a conjugar las críticas y miradas alternativas desde ambos campos académicos, con la participación conjunta de antropólogos e historiadores del arte de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. En particular se destacan las líneas de investigación en relación con las imágenes científicas y técnicas (y aquí entronca con las preocupaciones por las imágenes cartográficas), el cuerpo y su ausencia (imágenes de violencia, guerra y/o muerte), el lugar de la imagen (y los actos de visión) dentro de las luchas por el poder y sus nuevas medialidades (e intermedialidades). Los trabajos de Hans Belting y Georges Didi-Huberman ya citados son puestos en diálogo de manera interesante y estimulante, para pensar la visión como una práctica social y política que no puede ser comprendida sin adentrarse en la potencia misma de las imágenes. El concepto de “agencia” desarrollado por Alfred Gell surge también como un puente teórico (y metodológico) entre la antropología y la historia del arte, como una alternativa a los estudios tradicionales, desplazando el énfasis de las estructuras y relaciones sociales a la propia obra en su(s) contexto(s).60 En una línea similar, en el Instituto de Antropología de Córdoba (IDACOR), entidad de doble dependencia del CONICET y de la Universidad Nacional de la provincia, generó diferentes líneas de investigación que toman a las imágenes como dispositivos complejos que involucran prácticas y discursos políticos, en particular el Núcleo de Antropología de lo Visual.61
En cuanto a las redes y grupos de investigación, la Red de Estudios Visuales Latinoamericanos está integrada por investigadores de distintas disciplinas (sociología, historia del arte, ciencias sociales, filosofía, letras, diseño, comunicación) y distintos países del continente (Argentina, Brasil, Colombia, México, Chile, España, Puerto Rico), edita la revista Artefacto visual y organiza encuentros internacionales (seis hasta la fecha); también ha publicado distintas obras sobre cultura visual latinoamericana, que pueden descargarse de su página web.
El Centro de Estudios Visuales Latinoamericanos (CEVILAT) pertenece a la Universidad Nacional de Rosario y se enfoca en el análisis de los estudios visuales como “opción alternativa al discurso forjado por la historia del arte de corte eurocéntrico, subrayando la inscripción de las imágenes en un espacio de sensorialidad junto a su función social y política”. El ya citado AAV, por otro lado, ha organizado desde los años noventa distintos seminarios y jornadas en torno a las imágenes, orientándose cada vez más concretamente a los estudios visuales. Edita la revista-blog e-imagen y, si bien la mayoría de los integrantes provienen de la antropología, hay contactos con la historia del arte, como ya vimos, y formaron a fines del 2018 el grupo IRUDI, integrándose a redes de alcance transnacional.
Otro proyecto, particularmente dirigido a educadores, es el PROYECTO TRAMAS, Red de Alfabetización Audiovisual y Formación Ciudadana, perteneciente a FLACSO. Lo integran sociólogos y expertos en comunicación y educación, pero mantiene contactos con historiadores del arte. En 2008, por ejemplo, Nicholas Mirzoeff y José Emilio Burucúa fueron los invitados estrella de los seminarios ofrecidos por la facultad.
En este sentido, otras disciplinas, más o menos cercanas a la historia del arte, han encontrado en los estudios visuales nuevas preguntas e interrogantes, como la geografía (en contacto estrecho con la cultura impresa), la antropología y la educación. A partir de coloquios o grupos de investigación en torno a la imagen, diferentes investigadores han problematizado tanto la visualidad como los dispositivos visuales asociados al discurso científico. Entre los primeros, se destacan las Jornadas de Antropología e Imagen organizadas por el AAV desde el 2012, las Jornadas de Visualidad y Espacio: Imágenes y narrativas (2011) organizadas por la Universidad Nacional de Entre Ríos; los Simposios sobre Cultura Visual y Teoría de la Imagen (2016, 2018 y 2021) organizados por la Red de Estudios Visuales Latinoamericanos y el CEVILAT; las Jornadas de Estudios de las Imágenes (2018) organizadas por el Núcleo de Antropología de lo Visual de Córdoba, o el taller “Materiales y materialidad en la imagen medieval” (2019) organizado por la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
Numerosos investigadores trabajan a partir de los estudios visuales, sin atarse completamente a un único marco teórico, incluyendo la preocupación por los aspectos históricos y materiales de los propios objetos sobre los que se han construido sus disciplinas. Los mapas, fotografías de paisaje o documentos etnográficos,62 así como las imágenes estadísticas63 se convierten en dispositivos (en el sentido definido por Michel Foucault y Gilles Deleuze), en tanto productoras de subjetivaciones y desubjetivaciones, perdiendo su estatuto de pruebas verídicas o simples testimonios de “lo real”.64
Si “los desarrollos tecnológicos recientes vuelven a redefinir los regímenes de visibilidad”,65 esta preocupación por la imagen técnica implica también una reflexión sobre los aspectos sociales de la visión. Estas investigaciones se entrecruzan así con la historia de la educación, de sus objetos e instituciones, potenciando una lectura crítica a la vez que abriendo la posibilidad de desarrollar nuevas estrategias, más enriquecedoras y transformadoras, a través de “una pedagogía de la mirada que apunte a una relación distinta con la imagen, una relación no anoréxica, una relación política y ética más plena”,66 tanto desde la práctica docente como desde la política.
Conclusiones
La interdisciplinariedad es característica en el contexto argentino, más allá de los debates entre los autores anglosajones insertos en los estudios visuales. La relación de los historiadores del arte con estudiantes, docentes e investigadores de otras carreras se observa en los pasillos de las mismas facultades. En el caso de la Universidad de Buenos Aires es ejemplar: sus orígenes se encuentran dentro de la disciplina histórica, pero su desarrollo está fuertemente vinculado a la antropología, geografía o filosofía, con las que comparte espacio y programas curriculares. Pero, como se vio en el apartado anterior, son pocos los estudiantes que no se cruzan con discusiones, teorías y objetos fuera del canon artístico.
Dentro de este contexto, el debatido quiebre de las fronteras disciplinares se realiza de manera casi espontánea en las conversaciones dentro y fuera de las aulas. En las bibliotecas universitarias el acceso a una gran cantidad y variedad de material bibliográfico es permanente y hasta fomentado por las cátedras y proyectos de investigación. De esta manera los objetos de estudio aparecen por lo general cruzados por múltiples perspectivas de análisis, marcos teóricos ampliados y preocupaciones que van desde lo más formal y específico al contexto social, histórico, económico y político.
Los historiadores del arte en Argentina se han identificado muy fuertemente, además, y por diversas razones, con la historiografía social y cultural anglosajona. A partir de allí, la incorporación de objetos no tradicionales, bajo un enfoque histórico, se ha realizado a partir de la comprensión de la imagen como agente de transformación política, en estrecha vinculación con los discursos hegemónicos y contrahegemónicos, a caballo entre Occidente y las culturas prehispánicas, entre los movimientos populares y de izquierda y las ideologías de derecha represivas, en claro paralelismo con la propia historia de la universidad en las últimas décadas. La fuerte movilidad social y económica anclada en el imaginario a los estudios universitarios públicos y gratuitos, además de la histórica apertura migratoria (al menos en los discursos legales), ha fortalecido la diversidad y multiculturalidad en las aulas, multiplicando los debates en torno a las disciplinas, sus objetos y su inserción en la sociedad, tanto a nivel profesional como político. El organigrama del actual Ministerio de Cultura da cuenta de la incorporación de historiadores del arte dentro de áreas estratégicas de gestión del patrimonio cultural a nivel nacional.
Es en este contexto particular que es posible comprender la apropiación de los debates de los estudios visuales en el ámbito local, como un marco teórico entre tantos otros que viene a enriquecer esa mirada ya interdisciplinaria y con múltiples intereses. Lejos del estancamiento y aburguesamiento denunciados por Bryson, Bal y Holly cuando idearon el posgrado en la Rochester University, la historia del arte argentina se fue adaptando a las nuevas demandas de estudiantes y profesionales a partir de sus propias experiencias. La contemporaneidad de los debates en torno a las imágenes, así como la profunda relación con otros enfoques o disciplinas brinda alternativas sumamente interesantes y complejas a la hora de abordar los diferentes objetos de investigación en el campo de la historia del arte. Asimismo, propone una reflexión dentro de la misma disciplina, en un contexto atravesado por fuertes reclamos de descolonización y despatriarcalización de la práctica y la investigación artística.
Las publicaciones de los textos, en castellano u otros idiomas, facilitan los intercambios, así como los numerosos eventos internacionales e interinstitucionales y la digitalización y traducción de contenidos. Pero esos textos e investigaciones no abonan un terreno virgen, sino que se entrecruzan con preguntas propias acerca de la materialidad y producción de obras y artistas “periféricos” y su circulación a nivel global; la reproducción de imágenes por medios no convencionales como almanaques ilustrados, mapas o fanzines digitales; la agencia de esas imágenes en los conflictos políticos y en la propia conformación de la nacionalidad argentina; la conservación y puesta en valor de un patrimonio cultural descuidado históricamente; por citar solo algunos ejemplos. En todos ellos la contextualización histórica resulta fundamental para comprender los acontecimientos visuales dentro de una disciplina que, más allá del nombre, continúa configurándose como de reflexión crítica y potencial transformadora del orden político y las relaciones sociales.