Introducción
Avances historiográficos de las últimas décadas en el ámbito de la construcción del Estado nacional sugieren que su formación debe comprenderse como un proceso negociado; es decir, el Estado no sería una entidad o un agente que gobierna por encima de la sociedad; más bien, éste se concibe como un conjunto de prácticas e instituciones de gobierno ejercidas por individuos que no pueden simple y llanamente imponer sus proyectos de gobierno sin ninguna reacción de la sociedad afectada directamente por dichas políticas1. Reconocer entonces que son los individuos y no las instituciones estatales quienes desempeñan las funciones públicas2 ha permitido avanzar en la comprensión del complejo proceso de formación estatal decimonónico. En tal sentido, planteamientos recientes consideran que las instituciones estatales y los nacionalismos deben comprenderse como una construcción histórica, cuya formación se debatió en diferentes campos de lucha y conflicto entre los actores sociales, en los cuales también participaron los denominados sectores populares3. En este sentido, la historiografía latinoamericana ha resaltado la participación de comunidades indígenas en la conformación de los Estados nacionales: constituir sistemas de alianzas, articularse con poderes regionales, resistir de diferentes formas y reformular su identidad constituyen algunas formas de su inserción en la construcción del Estado-nación4.
Estudios de caso para Perú, Bolivia, México, Argentina, Ecuador y Colombia han mostrado que los indígenas contribuyeron de diferente manera a la formación del Estado nacional, resaltando que el accionar o las respuestas de éstos ante las políticas liberales dependieron de circunstancias particulares, y que, además, los funcionarios estatales tuvieron que establecer vínculos o alianzas con los pobladores étnicos para llevar a cabo algunos de sus propósitos. La participación militar y tributaria de las comunidades indígenas en la formación del Estado republicano constituye uno de los aspectos que evidencian de manera concreta la inserción y la contribución de dicha población al proceso de conformación estatal5. También, esta historiografía ha mostrado el establecimiento de alianzas entre poblaciones étnicas y funcionarios estatales6, evidenciando que la unificación e integración nacional no fueron impuestas de forma instrumental a través de normas provenientes del sistema jurídico y de las instituciones del Estado, sino que en varias ocasiones tuvieron que ser adaptadas, a causa de la interacción y las prácticas sociales de los grupos implicados7. De igual manera, los aspectos de identidad, resistencia y justicia han llamado la atención de los historiadores. En algunos casos, se menciona que durante el período decimonónico las identidades étnicas se fortalecieron y se sobremarcaron frente al “otro”8, mientras que en otros se encuentra que la apelación a la justicia y la rebelión constituyó otro modo de responder ante las políticas liberales del siglo XIX9.
Justamente, en tal perspectiva se inserta el presente artículo al considerar aspectos de participación política diferentes a los del ámbito político formal —elecciones, ideas, discursos, formas de representación, entre otros—. Aquí se pretende ir más allá de las instituciones, las leyes y los escenarios de gobierno, para centrar el análisis en las relaciones sociales de poder, cuyo espacio de germinación se encuentra en la práctica cotidiana. En otras palabras, en las prácticas y lógicas de la vida política local, cuya presencia inmediata se manifiesta en alianzas, lazos y vínculos entre individuos y grupos, quienes a través del día a día recrean estrategias para hacer frente a las cambiantes dinámicas sociales y políticas de su tiempo10. Estudiar la construcción estatal como un proceso de formación que englobe la dinámica de las prácticas políticas y las relaciones de poder11 permitirá vislumbrar aspectos de lo político y la política12, cuyas huellas mostrarán la impronta que dejaron, en este caso, los indígenas caucanos. Precisamente, los conflictos, las formas de inserción y la apropiación de instrumentos y dimensiones institucionales por parte de indígenas en el ámbito de su comunidad constituyeron una muestra de las diferentes estrategias que éstos o sus representantes, a título individual y colectivo, emplearon para hacerle frente a un asunto neurálgico: la propiedad de la tierra.
El desenvolvimiento de dichas cuestiones refleja el contorno de participación política de estos actores desde los espacios comunes y situaciones de su vida diaria. En tales dinámicas, los indígenas apelaron a la justicia y recurrieron a los marcos normativos de la legislación estatal. A través de representaciones, memoriales, sumarios o solicitudes, buscaron la mediación de funcionarios del Estado (gobernadores, alcaldes, corregidores, procuradores) en la resolución de diferentes situaciones. Como también lo ha mostrado la historiografía, los sectores populares —entre ellos, la población indígena— estuvieron dispuestos a integrarse al Estado o trabajar con éste para asegurar derechos como la propiedad de la tierra, a través del uso de tribunales13. Por tanto, estos actores buscaron trabajar dentro del sistema usando oportunidades económicas y políticas, y al mismo tiempo aprovecharon la legislación y la ayuda de agentes externos para presionar a los gobiernos por medio de peticiones, juicios y protestas, con el propósito de que se protegieran sus intereses. Así pues, los campesinos indígenas, mientras coadyuvaban a los cambios de las sociedades, también contribuían a la creación de sus propios Estados-nación14.
En concordancia con lo anterior, los casos analizados dejarán entrever la complejidad de las lógicas, prácticas y estrategias de la vida política local, además de mostrar el uso del derecho, al que insistentemente acudieron los indígenas para resolver una problemática específica del siglo XIX: el asalto de sus propias tierras comunales. Con el uso de instancias judiciales y derechos promulgados por la legislación estatal, demandando además la mediación de representantes estatales, se considera en este texto que los actores en cuestión, al mismo tiempo que reconocieron y utilizaron el sistema judicial, fortalecieron el régimen liberal y, consecuentemente, se involucraron e integraron en el proceso de construcción estatal.
Ahora bien, es pertinente anotar que el problema de la tierra y los indígenas constituyó uno de los aspectos relevantes para la formación y consolidación del sistema republicano durante la segunda mitad del siglo XIX hispanoamericano15. La Colombia que hoy conocemos no fue ajena a la avanzada del liberalismo. Por tal motivo, este artículo pretende mostrar las respuestas de los indígenas que habitaron el estado del Cauca —Cali, Popayán, Pasto y Riosucio— ante las políticas de tierras de resguardo. En primera instancia, se presentará una revisión de la legislación de los gobiernos nacional y estatal en materia de las tierras comunales (resguardo), con el propósito de reconocer las concordancias y disonancias de ambas políticas, y registrar las particularidades de algunas zonas del territorio caucano. En segunda instancia, se revisarán las solicitudes individuales de indígenas destinadas a obtener porciones de tierra, no sólo mostrando el uso de la justicia y el conocimiento de las leyes por parte de dichos actores, sino también indicando los requerimientos necesarios para obtener un terreno. Además, en tercera instancia, se abordarán las alianzas, las prácticas, las estrategias y los mecanismos puestos en juego por autoridades estatales, los indígenas y sus aliados, cuya interacción en el ámbito de lo público refleja las redes de relaciones que intervinieron en la vida política local. Y para finalizar, se mencionarán las manifestaciones indígenas colectivas, que se daban a través de un apoderado y de las autoridades del Cabildo, encaminadas a defender intereses comunales.
1. Propiedad privada o comunal: políticas del Gobierno nacional y del estado caucano
El período comprendido entre 1850 y 1885 significó la aplicación de políticas liberales en Colombia encaminadas a construir una “nación de ciudadanos”, donde todos serían iguales jurídicamente. Empero, el propósito de construir una nación homogénea requería desarticular las poblaciones cuyo componente étnico y corporativo constituía un obstáculo para alcanzar tal objetivo. De ahí que las comunidades indígenas representaran el grupo social que debía desintegrarse e incorporarse a la República Liberal16. En tal contexto, se insertan las medidas relativas a las tierras de resguardo tomadas bajo la experiencia federal. Por ello, el presente apartado pretende visualizar las políticas gubernativas sobre el tema en dos niveles: el nacional y el regional. Además, se hará hincapié en las particularidades legislativas de los territorios que componían el estado caucano, pero sin perder de vista que las políticas gubernamentales se irían perfilando desde los grupos de poder y la sociedad en general.
Desde el orden central, se encuentra el artículo 6 de la Constitución de 1863, que hacía referencia a la incapacidad de comunidades, corporaciones, asociaciones y entidades religiosas para adquirir bienes raíces. Se señalaba que la propiedad raíz no podía adquirirse con otro carácter que el de enajenable y divisible a voluntad exclusiva del propietario17. Sin embargo, dicha orientación no se aplicó en el Cauca inmediatamente ni en su totalidad, pues sólo hasta 1872 aparece la declaratoria de inconstitucionalidad de una serie de normas aprobadas y aplicadas antes. Por ejemplo, los artículos 10 y 11 de la ley 90 de 1859, del Estado Confederado del Cauca sobre protección de indígenas, establecían el mantenimiento del sistema de comunidad permanente sobre los resguardos18.
Además de esto, en cada unidad política-administrativa se legislaba de manera diversa, que no se correspondía con las directrices de entes territoriales mayores. Allí, por ejemplo, se inserta la ordenanza N°. 7, expedida por la legislatura provincial de Pasto cuatro años antes de la ley 90 de 1859. El artículo 1 de esta ordenanza disponía que los terrenos de resguardos continuaran poseyéndose en común19. Parece ser, entonces, que la ordenanza de 1855 de Pasto constituyó un precedente para la emisión de la ley 90 de 1859. Por tanto, hasta 1859 el estado caucano y la provincia de Pasto se mostraron partidarios de mantener la propiedad comunal de los resguardos. No obstante, en 1869 —aunque todavía regía la ley 90 de 1859— la legislatura caucana decretó la ley 252 del 20 de septiembre, concediendo libertad a los indígenas del antiguo cantón de Supía y a los del Distrito de Yumbo parar disponer de sus resguardos, es decir, para dividir y enajenar la propiedad raíz20.
La promulgación de las anteriores leyes en Cauca posiblemente proporcione pistas acerca de la capacidad de la población indígena para defender la propiedad comunal y del grado de identificación como indígenas, en cuyo último caso les habría permitido actuar exitosamente como colectivo. Esto podría llevar a entender diferencias dentro del territorio caucano. En zonas con gran presencia de población indígena (la mayor parte del territorio), se trató de mantener la propiedad comunal, y la provincia de Pasto marcó un precedente al respecto. En otras, como el valle geográfico del río Cauca, con poca población aborigen, la situación fue distinta. Es más, la documentación revisada para este lugar informa sobre varias ventas o permutas de territorios de resguardo efectuadas desde 185821. Aquí habría que considerar si la legislación para la zona del valle geográfico del río Cauca estaba legitimando hechos de individualización, que ya venían acaeciendo en la realidad social de las comunidades, tal como aconteció en una localidad venezolana22.
Ahora bien, la ley 328 del 30 de septiembre de 1871, cuyos postulados seguían lo promulgado por la ley de 1869, dio un viraje a la política de proteger terrenos comunales. Tal normativa permitía enajenar o hipotecar las partes de los resguardos que correspondían a los indígenas. Pero sólo podía efectuarse si se contaba con la licencia previa del respectivo juez de circuito, quien la concedería siempre y cuando se aprobasen la necesidad y la utilidad de la enajenación o gravamen23. La observación de la legislación proferida entre 1871 y 1879 está en consonancia con el criterio general de enajenar los terrenos de resguardo; sin embargo, la ley 44 del 17 de octubre de 1873 señalaba que la división se condicionaba a una situación relevante: la aceptación de la mayoría de los miembros de la comunidad24.
Otra normativa, la ley 47 de 1875, aunque no emitió ninguna prevención para la división y enajenación de los resguardos, concedió más importancia a los términos amigables en que debía efectuarse dicho procedimiento. Esta ley también formuló una disposición particular para los Estados del Norte —actual Valle del Cauca—, que podría indicar el alto grado de transacciones de venta de tierras comunales. La normativa, en este caso, validó convenios escriturarios referentes a la cesión de propiedad de terrenos de resguardos, aunque contaba con una prevención: la transferencia sólo se validaba si había sido otorgada por la mayoría de los miembros de las respectivas parcialidades, con intervención del Cabildo de indígenas o de los administradores de las comunidades25. Como se puede observar, en la mayoría de los casos, la división y enajenación de los resguardos se supeditaban al consentimiento que debía existir entre la mayoría indígena y sus autoridades. La última ley registrada en el período objeto de estudio es la ley 41 sobre protección de indígenas del 4 de octubre de 1879, que decretó la división de los terrenos de resguardo entre los indígenas de cada comunidad y prohibió vender sus porciones de tierra. Aquí resulta llamativa la primera consideración plasmada en la ley para su expedición: “1. Que de casi todos los puntos del Estado se reclama una medida que asegure a la clase indíjena los pocos terrenos o resguardos a que al fin se ha visto reducida esa raza desheredada, i prohiba i evite el que se siga el despojo de esos lugares de asilo”26.
Las disposiciones de la ley, atendiendo reclamos de la mayoría de las zonas del estado, buscaron evitar la continuidad del “despojo” de tierras con el pretexto de compras y arrendamientos. No obstante, como la medida no podía oponerse a la disposición del orden central respecto al carácter enajenable y divisible de la propiedad raíz, allí se podría encontrar la explicación de la división de las tierras comunales. Al parecer, la promulgación de esta ley obedeció a un reclamo efectuado por la mayoría de poblaciones indígenas, encaminado a defender sus terrenos. Los funcionarios estatales habrían escuchado sus peticiones y emitido una medida que no contrariara las disposiciones nacionales (la propiedad divisible), pero que al mismo tiempo protegía la posesión individual de la tierra entre los miembros de las comunidades prohibiendo su venta. Tal vez dicha medida puede brindar luces acerca del peso de esta población en la configuración de las políticas estatales caucanas y mostrar la controversia entre las legislaciones federal y estatal respecto a políticas de resguardo; una polémica que también existió en otros territorios latinoamericanos27.
Una mirada general a las disposiciones anteriores en cuanto a las políticas del Estado del Cauca en materia de resguardos permite apreciar además una legislación poco agresiva referente a la desintegración de tierras comunales. Si bien la favorabilidad de los gobernantes del Cauca hacia los resguardos se relaciona con la utilización política de los indígenas en la Revolución de 186128, es necesario considerar que, aunque esta población participó en las luchas partidistas, sus acciones —la prestación de servicio militar, por ejemplo— deben interpretarse como una estrategia efectuada en determinada coyuntura política con el propósito de obtener algún beneficio a cambio. Esto se debería ver más como una compensación por los servicios prestados, y no tanto como utilización maniquea. Más si se tiene en cuenta —como lo manifiesta Cecilia Méndez para el Perú, y que puede servir para comprender el caso caucano— que la participación en la guerra de los estratos sociales más bajos constituía una instancia en la que dichos actores negociaban sus derechos y obligaciones con el Estado29.
Ahora bien, también sería acertado dirigir la atención hacia el peso de la presencia de población indígena y su capacidad de agencia, así como a cuestiones relacionadas con la identidad. Ello sin dejar de lado el análisis de la legislación a partir de contextos específicos y particulares de cada comunidad —este punto es importante porque permitiría matizar la idea generalizada de la disolución de los resguardos a partir de 1850—. Y, por último, es pertinente acotar que es comprensible la diversidad de leyes promulgadas durante la segunda mitad del siglo XIX acerca de las tierras de resguardo, por cuanto constituyeron ensayos enmarcados en la construcción del Estado.
2. De solicitudes y prestación de servicios
Como ya se mencionó en las primeras páginas, las prestaciones de servicios a una localidad, comunidad o al Gobierno central, por medio de funciones tales como “trabajador-contribuyente” y “soldado de milicias”30, constituyeron formas a través de las cuales los indígenas latinoamericanos participaron en la construcción estatal. Las solicitudes indígenas a título individual de pedazos de terrenos comunales en el estado del Cauca no constituyeron una excepción en este tipo de procesos, pues, ante la demanda de un derecho, los peticionarios argumentaron el cumplimiento de deberes y obligaciones para conseguir sus propósitos. En tal marco se circunscriben los casos que se analizarán a continuación.
Por ejemplo, la representación emitida el 13 de mayo de 1857 por José Buesaquillo y Jacinto Paz, indígenas del pueblo de Buesaquillo, muestra cómo dichos actores usaron la ley y las instituciones gubernamentales para acceder a sus derechos. Ellos solicitaron al gobernador la asignación de tierras de resguardo, argumentando ser comuneros y estar sujetos a todas las servidumbres de su localidad; y al mismo tiempo aludieron a la igualdad en el momento de obtener regalías. Según los peticionarios, todos los demás disfrutaban de terrenos suficientes para sus necesidades, mientras que el primero no poseía nada y estaba “sujeto a la peregrinacion i abrigo de mi patron, que unos dias me mira con agrado y otros sin él”; en tanto que Paz tenía una parcela tan reducida que no alcanzaba ni para sembrar una cuartilla de trigo. Los remitentes se creían con “igual derecho” que sus coetáneos de poseer tierra suficiente para suplir sus necesidades, por lo que esperaban obtener la gracia del gobernador, señalando además que cuando la obtuviesen estarían “altamente reconocidos, i prontos a prestar como siempre nuestros serbicios al Gobierno”31. La petición de este derecho se supeditó al cumplimiento de deberes y obligaciones, no sólo en el ámbito local, sino también cuando el Gobierno nacional lo necesitase. De esta manera, se aprecia que los indígenas esgrimieron varios argumentos para lograr su objetivo: aludieron a su condición de comuneros, apelaron al derecho de igualdad y ofrecieron sus servicios al Gobierno, siempre y cuando éste fallara a su favor.
Como bien lo señala Lydia Inés Muñoz, la posesión y el usufructo de la tierra para los indígenas se correspondían con las necesidades y los servicios prestados a los “dos gobiernos” —el civil y el eclesiástico—, así como con la misma parcialidad a través de los cargos desempeñados32. Justamente, en tal dinámica se inserta el siguiente caso. El 1 de mayo de 1857, la Gobernación de la Provincia recibió una representación de Agustina, Petrona y María Dolores Guacán, en la que pedían repartir de nuevo en partes iguales un pedazo de terreno de resguardo en el pueblo de Jamondino, que les había dejado su padre, Pedro Guacán, al fallecer33. Aquí se observa claramente la querella de las solicitantes con su hermano Joaquín, quien había obtenido al parecer la mayor parte en la primera repartición. A su favor, el 11 de mayo de 1857, el hermano de las reclamantes, con el objetivo de seguir poseyendo la tierra adjudicada, argumentaba que el terreno se había repartido “igual i equitativamente” entre todos los interesados y que su parte era “igual” a las demás; no obstante, consideraba que:
“[…] devia tomar mayor porcion que las mujeres: por que yó como hombre tengo que desempeñar las cargas consejiles del Pueblo y su Cavildo, tengo que desempeñar las obligaciones que me impone el Gobierno en mi calidad de Ciudadano, y tengo tamvien que dar evacion a los cargos de la Yglesia designados anualmente por nuestro cura i otros mas incidentes”34.
En este caso, se conjugaron los servicios locales del Cabildo y la Iglesia, una obligación relativa al Gobierno (nacional) con una concepción de igualdad, cuya premisa correspondía a los cargos y a los servicios prestados como funcionario público de su localidad35, al igual que a la condición de ciudadano. La argumentación de Joaquín Guacán, además de encajar cabalmente en lo propuesto por el artículo quinto de la ordenanza No.7 de 1855 —consistente en repartir terrenos en proporción a las necesidades de los indígenas36—, aludió a la ciudadanía y, por consiguiente, a los derechos y deberes que cualquier ciudadano tenía con el Gobierno y su localidad. En efecto, como lo afirma Marta Irurozqui, la condición de ciudadano se ganaba gracias a la labor por el “bien común”; lo que significaba que un individuo podía ser beneficiario de derechos merced a los deberes ejercitados37, precisamente lo que argumentó Joaquín Guacán.
Como ya se mencionó, uno de los servicios más notorios durante el período de estudio era el alistamiento en las tropas, que supieron aprovechar los indígenas para conseguir sus propósitos. Así, por ejemplo, el 30 de enero de 1863 se expidió un decreto que concedía a los indígenas de Pitayó y Jambaló las tierras ubicadas entre ambos lugares, habida cuenta de los servicios prestados a la causa federal durante la Revolución de 186138. En este punto, de nuevo se observa la manera en que los indígenas aprovecharon la coyuntura de las batallas por el poder político nacional para conseguir beneficios e integrarse en el proceso de construcción estatal decimonónico. Como bien lo indica Méndez, la movilización campesina en algunas zonas —centrándose otra vez en el caso peruano— sugiere la existencia de “constantes negociaciones entre el Estado nacional y las fuerzas locales y a un campesinado consciente de que su participación podía ser decisiva en dichas batallas”39, y era, por consiguiente, merecedora de recompensas. Es posible que este punto también lo consideraran los indígenas de Pitayó y Jambaló, en el Cauca.
Otro ejemplo en la misma dirección es el caso de Tomás Daza, miembro de la parcialidad del pueblo de Botanilla. El 26 de agosto de 1864, este indígena remitió una representación al jefe municipal de Pasto denunciando un despojo de tierra. Según él, el Cabildo menor le había quitado su pedazo de terreno para concedérselo al presunto extranjero José Criollo. Al justificar los derechos sobre el terreno, el remitente esgrimió que en 1840 —cuando se estaban otorgando los solares del resguardo en su pueblo— se hallaba como capitán de una compañía en servicio activo a favor del Gobierno, bajo las órdenes del general Tomás Cipriano de Mosquera. Esto, al parecer, le daba derecho a disfrutar de seis vales diarios de ración que no cobró, porque a cambio prefirió solicitar a Mosquera un terreno donde fundar su casa de habitación y sementera, a cuya propuesta, según Daza, accedió el General.
Sin embargo, el 2 de septiembre de 1864, el Cabildo Pequeño de indígenas de Botanilla comunicó al jefe distrital de Pasto que no era cierta la presunta venta del terreno efectuada por el general Mosquera. El Cabildo argumentaba que, debido a la muerte de María Palameño, madre del “extranjero” José Criollo, natural del pueblo de Botanilla, el terreno quedó vacante, y que Daza, hallándose de alcalde mayor, se apropió de éste hasta que en el mes de febrero el hijo de Palameño lo reclamó. Al final, el Cabildo defendió la condición indígena de Criollo por haber nacido de una indígena de Botanilla, considerando justa la solicitud del demandante y resolviendo a su favor40. Este caso, de manera particular, muestra la audacia argumentativa de Daza al acudir a la prestación de servicios militares, la obtención de sueldo y el posterior canje de los vales obtenidos en guerra a cambio de un pedazo de terreno. Lo cierto en este caso es que, cuando los indígenas señalaban que habían “espuesto su pecho a las balas en defensa del Gobierno de los Estados Unidos de Colombia” y servido como soldados41, estaban usando su participación militar como capital político para obtener recompensas y, en tal caso, negociar beneficios con el Estado.
3. Relaciones sociales de poder: autoridades, indígenas y aliados
Llevar a cabo las disposiciones legales para repartir equitativamente terrenos de resguardo entre indígenas conllevaba inevitablemente conflictos entre los mismos nativos y funcionarios estatales, cuya matriz común serían las relaciones sociales de poder reveladas en sumarios, peticiones y memoriales. La exposición de otro conjunto de casos no sólo ilustrará el conocimiento y uso de la ley por parte de indígenas, sino que hará evidente un aspecto que caracterizaba a sus pueblos: su inclinación a litigar42. Tal es el caso del sumario instruido el 15 de abril de 1860 por Ángel María de la Cruz, indígena de la parcialidad de Tangua, contra el corregidor de Yacuanquer por expropiarle un pedazo de terreno para otorgárselo a Evangelista Amaguaña. El implicado expuso que cuando tuvo la edad necesaria para tener derecho a terrenos de resguardo, se le otorgó un pedazo de tierra que disfrutó por más de dos años. Pero había perdido la mitad a causa del Corregidor del lugar, quien, siguiendo a Tomás Primate (tinterillo del pueblo y defensor de Evangelista Amaguaña), formó contra él una “artificiosa cabala” desposeyéndolo del terreno para otorgárselo a su contrario. Tras estos sucesos, el demandante se dirigió al alcalde como autoridad superior para que favoreciera su solicitud43, exponiendo una serie de argumentos legales. En primera instancia, afirmaba ser hijo de indígenas tributarios, que tenía derecho a poseer un terreno de resguardo conforme a la ley sobre terrenos de la Recopilación Granadina (artículo 3). En segunda instancia, consideraba que Amaguaña no podía obtener tierra de resguardo porque era menor de edad e hijo de padre desconocido. Por último, en tercera instancia, De la Cruz aludió a la antigüedad de su posesión44.
Evidentemente, tales argumentaciones permiten apreciar que este indígena no sólo conocía y aplicaba la normativa estatal y nacional, sino que además conocía acerca del margen de acción y posición de la autoridad local, en cuyo caso recurrió a una autoridad superior. Como resultado de esta querella, un mes después, la Alcaldía informó que, de acuerdo con lo expuesto por el Cabildo, Amaguaña era menor de edad y no prestaba servicio público. Por otra parte, su madre poseía terrenos donde trabajar y alimentar a sus hijos, así que se resolvió devolver a Ángel María de la Cruz el pedazo de terreno45. En este sumario, por tanto, el alcalde tuvo en cuenta los argumentos legales expuestos para conceder un fallo a favor del solicitante.
En otro contexto, se puede estudiar el caso de Marcelo Prado, indígena de la parcialidad de Catambuco. El 13 de octubre de 1863 informó al gobernador de la Provincia que, por más de treinta años, había poseído media cuadra de terreno adjudicada por la autoridad superior de Pasto. El pedazo obtenido, según Prado, era casi inútil, aunque, debido a su trabajo y al de su esposa, se hallaba en regular estado. La cuestión de su denuncia radicaba en que ahora el alcalde mayor y algunos miembros del Cabildo Pequeño de indígenas buscaban dividir su media cuadra de terreno para agregársela a un nuevo beneficiario, Manuel Chachinoy, quien ya contaba con la otra mitad. De modo que el remitente dirigió sus esfuerzos a mantener íntegro su terreno, aludiendo a tres razones: primera, al derecho de posesión, que indicaba el tiempo de ocupación; segunda, al trabajo y a las mejoras introducidas al terreno; y por último, a la injusticia en la segregación, debido a que el posible beneficiado también tenía una posesión en otra localidad46.
Fue así como, vista la representación de Prado y atendiendo a la justicia de la petición, el 15 de febrero de 1864, la Alcaldía del Departamento resolvió que se previniese al alcalde de Catambuco para que mantuviera en su terreno íntegro a Marcelo Prado47. Poco después, sin embargo, el 1 de abril, el jefe del Distrito de Santander, Juan Cano, volvió a sustraerlo del terreno y se lo agregó a Chachinoy. Éste fue el motivo para que, el 25 de abril de 1864, Marcelo Prado de nuevo elevase una comunicación ante la Gobernación, razonando acerca de lo justo y lo injusto bajo el amparo de la legislación:
“[…] que se les cersene las tierras a los que tienen mas para darles a los que no tienen, santo i bueno; pero que de media cuadra que poseo de terreno malo, laderoso y cangagua [sic: cangahua], se me quite la mejor, para agregar al que tiene mas que yo i la mejor tierra, no me parece justo, i por eso es que elevo a U. esta mi solisitud, para que de conformidad con la lei 90 de 19 de octubre de 1859, sobre protección de indígenas se me haga justicia”48.
Esta representación muestra la posibilidad de recurrir a instancias fuera del ámbito local cuando la situación lo requería. En este caso, Prado solicitó que sus representaciones, e incluso el informe del jefe del distrito de Santander, “desviado de la justicia”, se remitieran a las autoridades de Pasto, pues no confiaba en los funcionarios locales, debido a las falsedades del informe y las amenazas que le profirieron49. De tal manera, el 9 de junio la Jefatura Municipal de Pasto resolvió que se le devolviese el pedazo de terreno a Marcelo Prado con sus antiguos linderos50. Este caso ilustra, además, la capacidad de maniobra, no sólo de los funcionarios estatales, sino de los propios indígenas. Cuando las autoridades no obtenían del ámbito legal la resolución esperada para su aliado, recurrían a acciones de hecho como amenazar al contrario y manipular la información. A estos actos, el indígena solicitante no permaneció pasivo. Éste apeló a la legislación y acudió una y otra vez a la mediación de los funcionarios estatales de mayor autoridad hasta obtener un resultado acorde con su concepción de justicia, amparado en las leyes.
En este punto es importante tener en cuenta que dicha concepción de justicia, aunque evidentemente se apoyaba en la ley, llevaba la impronta de la visión de lo que el solicitante consideraba como justo, y ello pareció ser una herencia del período colonial. Como bien lo manifiesta Romana Falcón, antes —aunque, en este caso, incluso después— de la implantación de la ley moderna, la determinación de lo “justo” o “injusto” era un proceso plural que pretendía responder a las particularidades de cada caso, prevaleciendo nociones de lo “bueno”, lo “justo” y lo “humano”51. Nuevamente, entonces, se aprecia que los indígenas supieron aprovechar las ventajas legislativas y hasta recurrieron a argucias fuera del marco legal para beneficiar a sus aliados.
La conflictividad local respecto a los terrenos de resguardo también involucró querellas familiares. Se encontró que, por ejemplo, el 23 de agosto de 1864, Andrés Naspiran, indígena tributario del pueblo de Mocondino, comunicaba al jefe distrital de Pasto que cuatro días antes los miembros del Cabildo, sin atender al procedimiento legal, lo habían despojado de su terreno. Según el remitente, los cabildantes, adhiriéndose a la persona de sus afectos, o engañados por falsos informes, concedieron el único pedazo de terreno a su “criminal hijo, que no contento con haberme pegado i estropeado, me ha quitado hoy el terreno que me daba un pan para mi subsistencia i la de sus hermanos”52. En otra comunicación, del 4 de septiembre de 1864, Naspiran indicaba que en el acto violento de despojo no tenía culpa el jefe distrital, sino su “vil hijo”, por el “infame” procedimiento de ganarse al Cabildo Pequeño diciéndole que no tenía terrenos donde trabajar. No obstante, según el peticionario, su hijo sí tenía tierra, y para comprobarlo y poder obtener justicia, solicitó se efectuase personalmente una vista de ojos53.
Este caso y los anteriores muestran que a la hora de actuar para obtener beneficios, tanto indígenas como autoridades y sus aliados no se quedaron pasivos. Esta vez litigaban para conseguir o mantener la posesión individual de terrenos de resguardo, esgrimiendo argumentos legales, concepciones de justicia, y actuando fuera del marco normativo. De manera que, como se ha evidenciado para territorios de México, Bolivia, Ecuador y Perú54, los indígenas utilizaron recursos legales e ilegales, y cuando fallaban, recurrían a la violencia55, situación cercana a lo acontecido en algunas localidades del estado del Cauca. Al considerar el planteamiento de los historiadores sociales del colonialismo —conocido además como from the ground up, y según el cual los pueblos colonizados, al resistirse y adaptarse a la colonización, contribuyen a darle forma al orden social resultante—, se puede mostrar la participación de “subalternos” en la resistencia y creación del Estado-nación56.
4. Peticiones colectivas en pro de tierras de resguardo
Los memoriales, solicitudes o sumarios dirigidos por indígenas o sus apoderados al Tribunal de Justicia no sólo se encaminaron a obtener beneficio particular o individual, sino que también incluyeron representaciones colectivas presentadas para defender intereses de toda una comunidad. La acción posesoria de los indígenas de Polindara, en 1874, contra Fernández, Hurtado, Correa y Mesa testimonia el uso de dicha estrategia. Fue así como los miembros del Cabildo otorgaron poderes al señor Liborio Navia para que los representara en la acción de despojo de sus tierras y viviendas afectadas57. La resolución de este caso favoreció a los indígenas de Polindara, al tener tres aspectos a su favor. Primero, los testigos confirmaron el despojo del área de población y las habitaciones del que fueron víctimas los indígenas, señalando además que estos últimos sufrían graves perjuicios y ultrajes58. Segundo, la acción del apoderado se encaminó a reunir los documentos que comprobaran el despojo, y, también, Liborio Navia rogó al juez la restitución en virtud de las leyes del Estado59. Y, tercero, contaron con el beneplácito del Procurador General del Estado, en cuanto “protector nato de los yndígenas”. Así que, conforme a la justicia, y por autoridad de la ley, se resolvió devolver a la parcialidad de indígenas de Polindara el área de población y las casas que ocupaban indebidamente los implicados60. Como se puede apreciar, los indígenas acudieron a la protección de funcionarios estatales para defender su derecho histórico a la posesión comunal de la tierra61, y, esta vez, la autoridad no los defraudó.
Recuperar terrenos de resguardo era una constante en los tribunales de justicia, y los fallos, en uno y otro caso, dependían de aspectos tan cotidianos como el proceder de los funcionarios y los argumentos de los implicados. El juicio promovido por los indígenas del resguardo de Tunía en abril de 1870 contra Otero, Patiño, Orozco, Vidal, y otros, debido a la usurpación de una parte de tierras comunales, constituye una muestra de las interpretaciones jurídicas encaminadas a favorecer uno de los bandos. Se encuentra aquí que —aunque los testigos y los miembros del Cabildo Pequeño manifestaron que los indígenas habían poseído pacíficamente los terrenos de resguardo y que fueron despojados de manera violenta por los vecinos de Usenda62—el Juzgado del Circuito declaró no ha lugar la petición, ya que en la documentación no constaba el tiempo de posesión para calificar el despojo. Ante tal resolución, los indígenas apelaron la sentencia63, aunque el 15 de junio de 1870 el Tribunal del estado del Cauca ratificó el fallo. La argumentación era la misma: en la información no constaba el tiempo de tenencia del terreno, fundamental para demostrar la posesión. Así que, tres días después, el Tribunal de Popayán confirmó el auto apelado64. En esta ocasión, al parecer la omisión de un dato —crucial— en los interrogatorios condujo a obtener un fallo negativo para los indígenas de la comunidad de Tunía.
Defender bienes comunales, como el acceso a montes o aguas, también demandó manifestaciones colectivas en aquel tiempo. Así, por ejemplo, el 17 de octubre de 1859, el alcalde indígena del pueblo de Mocondino, Estanislao Jenoy, promovió un expediente solicitando la conservación de los montes del pueblo. La representación indicaba que dichos indígenas poseían un bosque en común y que su interés era seguir usufructuándolo colectivamente. Para este grupo era más conveniente tener “dicho monte en comun y no cada uno su correspondiente pedazo”, circunstancia que también favorecería al Gobernador, pues si se llevaba a cabo alguna repartición, los indígenas lo molestarían todos los días con sus pleitos. La situación salió a relucir porque los señores Luis Bernardo y Manuel Jojoa, después de haber convenido poseer comunalmente el monte, se apropiaron sin autorización de algunos pedazos e impidieron a los demás indígenas sacar madera o leña65. Respecto a la argumentación de la representación, nótese la advertencia esgrimida acerca de la conveniencia de obtener un fallo a favor de la solicitud, en tanto que si tenía lugar alguna repartición individual, se desprenderían varios conflictos, y los indígenas no dejarían de acudir cotidianamente al Gobernador para hacérselos conocer. Se deduce, entonces, que estos actores eran conscientes de su capacidad de maniobra, por lo que era mejor no ir en contra de sus propósitos. Como aconteció en otras latitudes, los indígenas solicitaron que la autoridad estatal asumiera el papel de mediador66, responsabilizándola por los futuros acontecimientos que podía desencadenar su decisión. Retomando este caso, se encuentra que la resolución final —al considerar los beneficios de la posesión comunal para todo el pueblo y el acto inapropiado de los Jojoa— amparó la solicitud de Estanislao Jenoy, de acuerdo con la ley 90 de 185967.
Defender el uso público del agua común también constituyó otra cuestión de acción indígena. El 7 de febrero de 1876, el Cabildo y miembros de la parcialidad del pueblo de Tescual elevaron una solicitud al alcalde distrital comunicando que Juan de la Cruz, en calidad de alcalde mayor del pueblo, hizo cambiar el lugar donde se tomaba el agua, privando a la parcialidad y sus animales de su uso doméstico. Su argumentación también incluyó referencias al pasado. Según ellos, por más de sesenta años habían usado el punto más cercano a la cabecera del pueblo, la puerta antigua, que había sido construida por sus antepasados con el objetivo de asegurar los sembrados del poblado; sin embargo, el referido alcalde movió el lugar de la puerta a la parte superior, pretendiendo dejar sin agua al pueblo y sin pasto a los animales. Los infrascritos también se basaron en la legislación —ley 90 de 1859— en lo concerniente a los usos y costumbres de cada parcialidad para que, de acuerdo con la voluntad de la comunidad, se conservase por su antiguo curso el uso público de tal recurso68. La decisión final de la Alcaldía del distrito, expedida el 13 de marzo de 1876, resolvió que la puerta permaneciera en el lugar donde se encontraba desde hacía años, y que sólo se podía cambiar la ubicación tras consultar a la mayoría de la parcialidad. Las razones esgrimidas por la Alcaldía se basaron en una legislación cuyo aspecto más relevante consistió en otorgar a la parcialidad indígena la capacidad de decidir sobre sus asuntos internos, siempre y cuando existiera un acuerdo entre la mayoría de la población y los miembros del Cabildo Pequeño. Por tanto, como otros indígenas, en este caso se optó por la vía institucionalizada para enfrentar los conflictos69.
Vivir en comunidad implicaba la existencia de un acuerdo general respecto a las decisiones que afectaban la vida colectiva, no sólo sobre el acceso a montes o aguas, sino además sobre la propiedad comunal misma. El informe de los miembros del Cabildo de indígenas del pueblo de Anganoy, dirigido al Jefe del Distrito de Pasto, ilustra esta situación en 1864:
“Nosotros como representantes del Pueblo hemos reunido a todos los padres i madres de familia i después de preguntarles si querían vivir siempre en terrenos comunales a todos como ahora vivimos, i como han existido nuestros antepasados; o si querían que a cada uno se le diera su porción pa husarla benderla o enajenarla, como cosa propia, contestaron diciendo, como también lo decimos nosotros: que nuestro deseo i nuestro verdadero interés son, vivir siempre en comun, i no queremos que se haga inobacion ninguna bajo este respecto, esto es, no queremos que se divida nuestro resguardo, porque dentro de pocos días al poder cada indígena bender su terreno se acabaría nuestro pueblo apropiándose los blancos de nuestras tierras”70.
Este informe proporciona pistas acerca de cómo cada parcialidad indígena asumió la tenencia de sus terrenos de resguardo. La parcialidad de Anganoy manifestó su deseo de vivir en comunidad, y por ello, no buscó ningún cambio o innovación en la posesión de la tierra. Es de resaltar que la anterior comunicación hace referencia a la consulta hecha a las comunidades indígenas sobre la división o no del resguardo, lo que posiblemente constituye un preámbulo de la política gubernamental caucana en años posteriores, pues el artículo 20 de la ley No. 44 del 17 de octubre de 1873, “sobre administracion y división de los resguardos de indígenas”, establecía que “para que pueda efectuarse la division de un resguardo, basta que lo pida la mayoría de los indígenas de la comunidad”71. Éste es un buen ejemplo de consenso entre indígenas que pretendían mantener su propiedad comunal, y una muestra de la manera en que dichos actores respondieron ante la legislación estatal, buscando mantener su autonomía jurisdiccional y, quizá, también, política y cultural, como sucedió en otros lugares latinoamericanos72.
No obstante, solicitudes en pro de la disolución de resguardos por miembros indígenas del Cabildo de La Montaña (Riosucio), durante las décadas de 1850 y 186073, constituyen un ejemplo en dirección contraria74. Appelbaum muestra que los indígenas de las localidades de La Montaña no estaban preocupados únicamente por preservar el resguardo, sino por obtener la supremacía y el estatus de cabecera. Ellos no se describieron como parte de una comunidad étnica mayor, sino que negociaron y pelearon para proteger su parcialidad, distrito y facción política partidista75. El nodo central cuya fuerza aglutinaba las reacciones de las poblaciones indígenas parece ser la relación entre tierra e identidad, puesto que la defensa de los resguardos dependía de considerarse indígenas pertenecientes a una comunidad o excluirse de ésta.
En este punto, resulta sugerente traer a colación la apreciación de Edda Samudio sobre la división de resguardos en una localidad venezolana durante el siglo XIX. La historiadora expresa que, si bien la legislación tendiente a individualizar las tierras comunales fue un ingrediente importante en el proceso de descomposición comunal, ésta no constituyó precisamente el elemento desestructurador, ya que en tal proceso intervinieron y se conjugaron factores humanos y naturales76. En consonancia con lo anterior, Lydia Inés Muñoz señala que prácticas como el arrendamiento de terrenos comunales y la cesión de tierra a particulares (no indígenas) fueron elementos que irían configurando las condiciones de privatización de los resguardos77. De manera que se podría considerar que la legislación sobre división de resguardos en la segunda mitad del siglo XIX no fue el único factor que intervino para su privatización, sino que confluyeron otras circunstancias de la realidad social que venían gestándose desde antes de la promulgación de las leyes sobre desintegración de resguardos, y que responderían, además, a dinámicas internas de las mismas comunidades. Con los dos anteriores casos, se puede concluir, parafraseando a Appelbaum, que los indígenas desempeñaron un papel ambiguo pero importante en la defensa y división de sus tenencias de tierras78.
Consideraciones finales
Las representaciones, los memoriales o sumarios diferentes efectuados por la población indígena durante el período de predominio liberal (1850-1885) constituyen una muestra no sólo de su participación en la construcción estatal, sino de su integración al régimen liberal. De manera específica, el uso de la justicia y la solicitud de intervención de funcionarios estatales del ámbito local o regional representan algunos de los mecanismos puestos en marcha para solucionar conflictos locales, individuales o colectivos, o, simplemente, para elevar solicitudes amparadas legalmente, cuyo objetivo era obtener algún terreno. Las resoluciones y las interpretaciones legislativas a favor o en contra de lo requerido por los indígenas permiten entrever, además, la dinámica de los conflictos locales y de las prácticas y lógicas tejidas por los actores involucrados, que se hacían presentes en las relaciones del transcurrir diario de la vida política aldeana.
La legislación e información encontradas para zonas de los actuales Nariño, Cauca y Cali presentaron singularidades. Si bien, en términos generales, la normativa de los gobernantes caucanos fue menos agresiva frente a la tenencia de la propiedad comunal, a lo largo del período se pudo observar la fluctuación de sus postulados. En algunos casos, defendieron las tierras de resguardo, y en otros, reglamentaron la división, notándose tres tendencias: a) se fracciona el terreno pero se evita la venta individual de las porciones otorgadas a los miembros de la parcialidad indígena; b) se permite la enajenación, la hipoteca o la fragmentación de los resguardos; c) se supedita a un previo consenso de la mayoría de los integrantes de la comunidad. La variedad de disposiciones muestra lo cambiante de las políticas gubernamentales caucanas respecto a la población indígena, cuyo curso no sólo reflejó el proceso de conformación estatal, sino las demandas de las poblaciones mismas. Como bien se apreció, algunas poblaciones indígenas solicitaron la división de sus propiedades comunales, y otras no. Por ejemplo, en los resguardos de los alrededores de Cali se visibilizaron acciones tempranas de división y venta de sus terrenos, y las autoridades estatales emitieron legislación para facilitar o garantizar tales hechos, mientras que en Pasto se legisló en defensa de la propiedad comunal.
Así que la división de los resguardos dependió, más que de la legislación, de los requerimientos de cada comunidad indígena y su respectivo contexto, al igual que de su grado de identificación indígena, y, correlativamente, de las manifestaciones cotidianas encaminadas a defender su propiedad comunal. La defensa de los resguardos quizá se relacionó con la fuerza de su identificación étnica; de modo que reconocerse como indígena constituyó un aspecto relevante a la hora de conservar los resguardos. Pero cuando dicha identidad no era fuerte, tal defensa no resultaba relevante. Sin embargo, para la mayoría de territorios que componían el estado del Cauca era importante defender los terrenos comunales, y la legislación no fue adversa respecto a tal propósito. Para finalizar, es pertinente plantear que tanto la población indígena como la legislación caucana permitieron caracterizar la construcción estatal durante la segunda mitad del siglo XIX como un proceso que se fue erigiendo a partir del actuar indígena y del de los funcionarios estatales. Es en ese transcurso que la región del Cauca fue dibujando un plano compuesto por una población indígena activa dispuesta a manifestarse e integrarse al régimen liberal para alcanzar sus propios propósitos.