Introducción[1]
Los estudios sobre la América hispana durante la segunda mitad del siglo XVIII han padecido el futuro condicional de ese período (el desmoronamiento de la Monarquía a inicios del siglo XIX) y al mismo tiempo se han beneficiado de éste. Beneficiado, pues, como bien se sabe, desde el siglo XIX se han buscado en los cambios de aquellos años las raíces de las revoluciones liberales que recorrerían el mundo hispánico, haciendo así de este medio siglo uno de los espacios históricos más visitados en América Latina. Y esto independientemente de los objetivos y de los enfoques de las sucesivas generaciones de historiadores que desde entonces lo han estudiado[2]. Si el señalamiento parece demasiado banal para insistir en él, no es menos cierto que ese futuro se ha instalado como el “destino eje” de las diferentes evoluciones de los años precedentes, organizando una sintaxis de su temporalidad y una visión correlativa de los procesos históricos. Y ha padecido de tanto examen porque, a fuerza de invocarlo, ha terminado por naturalizarlo; aun en la actualidad, estudios en historia política y económica que están renovando en muchos aspectos la historiografía de sus campos respectivos adolecen de esta percepción lineal de la temporalidad y de una concepción de los procesos como un devenir único, que estructura temarios y tópicos de investigación.
Estas visiones han afectado la manera de abordar, entre otros objetos historiográficos, la evolución de los vínculos entre las oligarquías indianas y la Monarquía: la voluntad de centralización regia de esta última y la acción de sus agentes coloniales, las reacciones de aquellas oligarquías y las dinámicas institucionales que articulan las relaciones entre unos y otras; todos estos aspectos han sido tratados e interrogados a partir de perspectivas muy diferentes, en ocasiones contradictorias, aunque en general este tipo de enfoques comparten la misma imagen de las secuencias y de las rupturas. El objetivo de este artículo es examinar, en un primer momento, la lógica de estas visiones lineales de la temporalidad y de los procesos históricos y, en un segundo momento, proponer un esquema no lineal a partir de las dinámicas institucionales de un aspecto central de las relaciones entre oligarquías coloniales y agentes de la Monarquía: la esfera de la fiscalidad.
1. Escala, intriga y narración
En su célebre ensayo sobre la escritura de la historia, Paul Veyne descompone el contrapunto entre la idea de proceso y la de acontecimiento, llegando incluso a preguntarse sobre la pertinencia de esta segunda noción (“el acontecimiento no es un átomo”), “¿Cómo descomponer las causas y condiciones del enunciado ‘Jacques no pudo tomar el tren porque estaba repleto?’. Sería necesario enunciar las mil y una maneras de contar este pequeño incidente, como enumerar todas las condiciones necesarias para que uno no pueda tomar el tren, incluida aquella de la existencia misma de los trenes”[3]. La pregunta, con cierto aire de Joyce, que a inicios de 1970 remitía a una reflexión bien nutrida sobre la explicación en las ciencias sociales, no deja de desconcertar cuando se la yuxtapone a ideas como “cambio institucional” o a otras maneras de significar procesos únicos. Esta imagen de una trama a la vez unitaria y compleja de fenómenos interconectados —cercana en ciertos aspectos a una metanarrativa— está presente en el momento en el que se usan expresiones como “procesos de desarrollo económico” o “el proceso de independencia”. Muy a menudo, estas expresiones sólo constituyen simples atajos o resúmenes anodinos de un contexto restituido por la lógica de una explicación. Estas visiones llevan consigo la representación de un devenir cuya unidad o totalidad se pone como telón de fondo, al tiempo que se las presenta como algo dado por evidente. Pero estas articulaciones no son en absoluto transparentes, o por lo menos es la idea de este texto, en el que se propone examinar cómo cierta idea de proceso afecta la generalización que se puede realizar a partir de observaciones locales.
Dos ejemplos permiten ilustrar estas problemáticas. Por un lado, las elecciones municipales de 1813, realizadas en América hispana bajo la Constitución de Cádiz y parte integrante de los grandes temas que conforman el “proceso de independencia”, elecciones que remiten a una supuesta matriz coherente y unitaria de temas y de preguntas: la emergencia de una ciudadanía y el estatuto de los Indios, las visiones políticas del territorio, el contrapunto entre las formas antiguas y modernas de representación, etcétera[4]. Por otro lado, y en un registro muy diferente, un encadenamiento homólogo que analiza las consecuencias económicas de la independencia, ya sea en una narrativa amplia o en estudios particulares, y donde cada uno, a su manera, cuenta la historia de las relaciones entre la configuración institucional de las sociedades latinoamericanas y su desarrollo económico a largo plazo[5]. Es importante aquí insistir en lo obvio: los temas y cuestiones que comprenden esos ejemplos se ordenan en una pluralidad de planos y de escalas, situación que no anula el hecho de que se enmarquen en unas lógicas lineales y unitarias.
En el caso de la temática de las consecuencias económicas de la independencia, ésta se organiza (desde los primeros trabajos de Coatsworth y las referencias hechas por North hasta los estudios más recientes de Haber) como una comparación entre Estados Unidos y América Latina, que intenta explicar el retraso relativo de la segunda respecto al primero[6]. El proceso así reconstituido y analizado es definido por la comparación misma, cuya pertinencia sólo reposa en el sentido común de una aparente proximidad histórica[7]. En estos estudios, las explicaciones oscilan, haciendo una gran simplificación, entre las que destacan el papel de las instituciones heredadas de las respectivas metrópolis y aquellas que buscan afinar la cronología de la evolución divergente entre las dos economías. A su vez, estas explicaciones están atravesadas por visiones contrapuestas sobre la evolución institucional: exógenas unas —que subrayan el papel de factores externos como la abundancia o la escasez relativa de factores de producción—, endógenas las otras —que ponen el acento en factores como los derechos de propiedad o la credibilidad de los pactos—. Así, estas explicaciones remiten a temporalidades contradictorias (dinámicas demográficas, inestabilidad institucional) poniendo en evidencia la ausencia de una reflexión sobre el fenómeno institucional mismo[8]. De ahí la pregunta por la pertinencia de un corte basado en la noción “consecuencias económicas de la independencia”.
Más allá de la opinión que se pueda generar sobre estos análisis, es indudable que con ellos se justifica la pertinencia de un edificio desplegado entre la esfera micro de las transacciones, los mecanismos de la construcción imperial y los efectos de su derrumbamiento sobre el orden económico. Cierto, un edificio dispuesto sobre una multiplicidad de planos y de escalas; no obstante, si se hace un acercamiento a las diferentes secuencias históricas locales, la imagen del proceso sobre la que este edificio reposa pierde el naturalismo de un dibujo realista. Toma, por el contrario, la apariencia de una dinámica cubista, con su pluralidad de planos entrecruzados, o la de una intriga que articula diferentes escalas. Se pueden completar estas ideas con el primer ejemplo mencionado, ya que la matriz de preguntas evocada para las elecciones municipales de 1813 se encuentra situada, ella misma, dentro de una trama más amplia de secuencias que también conforman una estructura general de comprensión. Se conoce bien la oposición entre los estatutos de Antiguo Régimen y las concepciones modernas de la nación, dualidad que organiza una secuencia compartida por los principales estudios recientes de historia política sobre la independencia latinoamericana. No obstante su valor, es de señalar que estos estudios no se detienen mucho en las relaciones complejas entre los mencionados estatutos y las dinámicas sociales de las comunidades indias. ¿Se pueden, por ejemplo, separar el proceso electoral y la instauración de nuevas municipalidades de otras evoluciones, o más bien, separarlas de las actitudes de los actores del mundo indígena frente a esas instituciones, o de evoluciones de larga duración, como las que estudiaron Nathan Wachtel y Jacques Poloni-Simard para los Andes del Sur y el Ecuador, respectivamente?[9]. Si la respuesta es negativa, cabe preguntarse si la capacidad de establecer éste y otros vínculos del mismo tipo responde solamente a un problema de escala: ¿pueden esas relaciones revelarse en una variación o en un desplazamiento en dos escalas diferentes?[10]
Para responder, se puede retomar esta problemática en trabajos que desde el inicio de los años setenta han incursionado en otras escalas de comprensión. Se ha señalado a menudo la dimensión continental o atlántica de los procesos políticos, y esta escala aparece como necesaria para la comprensión de los fenómenos locales[11]. Es el caso, por ejemplo, del artículo de François-Xavier Guerra y Marie-Danielle Demélas-Bohy sobre las elecciones de representantes americanos para la Junta Central y las Cortes españolas, donde se sintetiza una versión de esta visión de conjunto del proceso de independencia. El desmantelamiento de la Monarquía hispánica es tomado como una implosión producida por la contradicción creada entre la adopción progresiva de formas modernas de representación y la resistencia de los representantes peninsulares a aceptar las evidentes conclusiones sobre el peso que les corresponde a los americanos dentro de esa nación española situada aún entre las dos orillas del Atlántico[12].
A pesar de las diferencias entre autores, esta historiografía delinea un repertorio bien conocido de problemáticas: la emergencia de nuevas élites en un imperio desgastado por las crisis políticas; la aparición de nuevos actores; la evolución de los imaginarios políticos; el paso de formas tradicionales a formas modernas de representación; las prácticas electorales; el papel de las ciudades hispanas en los nuevos contextos políticos o el de la creación de nuevas municipalidades o de nuevos territorios provinciales por el constitucionalismo gaditano; y, de manera más general, el paso de un mundo de soberanías múltiples y segmentadas a uno de una sola y única soberanía nacional. Y cada una de estas problemáticas se ordena según un modelo de los procesos políticos y del cambio institucional: el de la lenta difusión de la modernidad, entendida como “un conjunto de mutaciones múltiples en el dominio de las ideas, del imaginario, de los valores, de los comportamientos […] es sólo en la expansión de los actores sociales modernos, en la difusión de nuevas formas de sociabilidad y en los imaginarios que estas transmiten, donde se reúnen las condiciones para acceder a la política moderna”[13]. Por lineal y teleológico, este esquema global del cambio social y político atenúa la percepción de las confrontaciones entre proyectos alternativos y omite la incertidumbre de sus desenlaces. Mientras que si se sitúa el análisis a escala local, es fácil percibir y constatar la multiplicación de dichas confrontaciones a partir de las últimas décadas del siglo XVIII.
Con esto no se está negando que buena parte de los estudios que se identifican con este enfoque global llegan a restituir correctamente la complejidad de los conflictos y de las dinámicas locales. El problema es que, por un lado, se tiene una multitud de conflictos locales en España y en América, con desenlaces bastante contrastados, y, por el otro, la “forma global” de un ciclo que estaría dispensando significados específicos a esas diferentes cristalizaciones locales. Lo que queda implícito en esta superposición es que la “forma global” es resultado de un ejercicio que asigna factores retrospectivamente; un ejercicio retórico de retrodicción —para retomar la expresión de Paul Veyne— que transforma el resultado de un proceso en la clave de interpretación de sus dinámicas y en la explicación de sus causas[14]. ¿Quiere decir esto que la visión lineal es el resultado ineluctable de un relato situado a escala atlántica, que a su vez no sería más que un artefacto del observador?
De hecho, cabe formular la misma pregunta frente a enfoques que postulan la idea de una relación directa entre la trama institucional heredada del Imperio hispano y el desempeño económico de los territorios americanos que lo conformaban. En ambos casos, la escala adoptada parecería encontrar su expresión natural en una visión lineal y teleológica de los procesos que cada uno de ellos busca restituir. Y las diferentes dimensiones permanecerían irreductibles entre sí, y cada una de ellas sólo se ocuparía de respetar un imperativo de coherencia con su propio registro narrativo. Sin embargo, este contrapunto entre dimensiones, más que a un juego de escalas, remite a un desplazamiento de intrigas[15]. Merece la pena detenerse un instante sobre el par de nociones (relato/intriga) que estructura el notable ensayo de Veyne sobre la escritura de la historia. El relato histórico resultaría de una asociación de destrezas y de técnicas que permiten abstraer una particularidad, sobre las infinitas singularidades contenidas en las fuentes. Es así como se dibuja una intriga, una trama bien terrestre y contingente de incidencias, de procesos y de escalas, vinculadas en una disposición que no tiene sentido sino dentro de la perspectiva señalada por sus mismos vínculos. En este sentido, la narración histórica es el resultado de una elección subjetiva —aunque no arbitraria, porque es justificable—, la cual, una vez adoptada, impone el repertorio de tópicos y de secuencias que se deben explicar. En esta construcción, el relato de una intriga oscila entre la descripción y la búsqueda retrospectiva de la buena hipótesis —la retrodicción—, ambas reposando en una combinación siempre específica de conceptualización teórica y narración[16].
Con estas nociones se puede volver sobre los interrogantes acerca de las relaciones entre los cambios en las sociedades andinas a largo (o muy largo) plazo y las nuevas elecciones municipales constitucionales de 1813-1814. A inicios del siglo XIX, la posición de los actores políticos del mundo indio, así como los mecanismos de movilización política que articulaban sus intervenciones, se inscribían en una prolongada evolución, ilustrada por los mencionados estudios de Wachtel y Poloni-Simard: en los Andes del Sur de mediados del siglo XVIII, la movilidad y el mestizaje interno del mundo indígena se habían superpuesto a la lógica española de la residencia, con una correlativa redefinición de las jerarquías comunitarias; la segmentación corporativa de las comunidades y sucesivas redefiniciones de la categoría Indios —y en un mismo movimiento, la de Mestizo—. Se trataba, entonces, de una evolución de largo aliento que no podemos encerrar en las llamadas “categorías de Antiguo Régimen”, ya que estas dinámicas imponían una importante redefinición de los estatutos propios del régimen de las tradicionales dos repúblicas, la de españoles y la de indios.
A pesar de su pertinencia, estos procesos no son visibles en los análisis sobre las elecciones municipales. Si con frecuencia se hace referencia a las estructuras comunitarias o a ciertos aspectos de las transformaciones de larga duración, dichas referencias no llegan a captar las dinámicas propias de las comunidades, pues solamente se las evoca para ilustrar las dificultades que encuentra el establecimiento de las nuevas formas modernas —fundadas en la soberanía homogénea de un pueblo único— frente a la persistencia de vínculos y de fidelidades de tipo antiguo[17]. Aquellos procesos tampoco serán visibles si el análisis se limita a combinar el tiempo de lo político con la escala de las evoluciones sociales; e incluso, si se pasa del uno a otro, los dos procesos permanecen igualmente ajenos. La razón es que aquello que los vuelve invisibles o ajenos no es la mayor o menor escala o la distancia con que se los analiza. Dichos procesos quedan simplemente fuera de escena, porque la propia estructura de la intriga no llega a integrar diferentes temporalidades. La aplicación de la Constitución de Cádiz se construye sobre una sola temporalidad: el despliegue, a partir de las élites, de formas hispánicas de la modernidad política; no obstante, esta modernidad no era el destino único y necesario de las evoluciones estudiadas por Wachtel y Poloni-Simard.
Entonces, ¿cómo integrar las observaciones de lo local en un esquema global o en una forma de generalización que tenga en cuenta el desenlace incierto de conflictos y confrontaciones? ¿Cómo combinar las escalas en formas de generalización diferentes de las utilizadas en la literatura histórica evocada? Ante las visiones lineales de la historicidad, la noción path dependence es una posible herramienta[18]. La idea de dependencia temporal, como bien se sabe, conceptualiza los procesos marcados por las indeterminaciones en el inicio de una trayectoria, en la cual los acontecimientos históricos seleccionan uno de los equilibrios o de los desenlaces posibles, que a su vez fijan el repertorio ulterior de evoluciones posibles[19]. Para los argumentos de este texto, son esclarecedores los términos con los que Jacques Lesourne formula la dependencia temporal; en ella, “La referencia a ‘la historia’ no remite a la sucesión de acontecimientos del pasado, sino que evoca los procesos por los cuales el tiempo transforma en un pasado único la multiplicidad de futuros posibles. Procesos donde, además del azar y de la necesidad, como en la biología, se expresa la voluntad de los hombres por los proyectos que ellos intentan inscribir en el futuro. El azar, la necesidad, la voluntad, esta trilogía de la creación y de la destrucción, del cambio y de la permanencia, de la adaptación y de la esclerosis”[20].
La pertinencia de estas ideas en la discusión que se trata de presentar es bastante obvia[21]. Remite a la importancia de una visión no metafórica de la temporalidad. Es decir, una visión donde el paso del tiempo sea elemento explicativo y no simple espacio donde se organizan linealmente los hechos. El principal mensaje de la trilogía de la creación y del cambio de Lesourne, para los argumentos aquí presentados, es que una imagen de los procesos necesita una visión de la estructura de los actores. La idea de un espacio que hace posible la confrontación de “proyectos” supone, por un lado, la presencia de dispositivos institucionales, y por el otro, la articulación de una trama de relaciones sociales. Si los primeros constituyen el repertorio de soluciones posibles, cada una con sus propios retos, la segunda estructura la acción de los actores, quienes seleccionando proyectos, construyen, reproducen o transforman las configuraciones sociales. En las páginas siguientes se intentará presentar este contrapunto entre los dispositivos institucionales y la acción de los actores.
2. Dependencias temporales y construcciones institucionales
Un examen de otro ejemplo (la adopción del libre comercio en Buenos Aires en 1809, en vísperas del proceso político que conduce al Virreinato del Río de la Plata a la independencia) servirá para mostrar cómo las herramientas de la noción path dependency permiten ordenar una multiplicidad de secuencias, o una pluralidad de dinámicas entrecruzadas, propias de todo proceso institucional. Decidida por el último virrey de Buenos Aires, Baltasar Hidalgo de Cisneros, hacia finales del 1809, la “tolerancia provisoria del comercio con extranjeros” respondió a una petición presentada por negociantes ingleses, cuyos barcos anclaban en el puerto. A pesar de la banalidad del origen de esta medida, con ella se iba a modificar profundamente el funcionamiento de la exclusividad comercial castellana, regulada por las reformas de 1776[22]. Pero, para los argumentos del presente artículo, interesa ante todo señalar la extrema volatilidad política que rodeó su adopción, así como su permanencia dentro de un contexto político y económico en proceso de transformación.
La Junta Central, órgano que encarnó la resistencia a la Armada napoleónica en nombre del rey legítimo, Fernando VII, nombró al virrey Cisneros en reemplazo del elegido dos años atrás por los poderes locales, como salida a la crisis política provocada por la reacción de la ciudad a dos tentativas de ocupación militar británica. Paralelamente, una crisis fiscal no sólo amenazaba con paralizar el Virreinato, sino que con ella se habían suspendido las transferencias fiscales hacia la metrópoli desde 1803. En este contexto, con las autorizaciones comerciales de 1809, Cisneros buscaba nuevos recursos fiscales para corregir los desequilibrios y restablecer las transferencias hacia España, en un momento en el que la ofensiva de la Junta Central y sus aliados ingleses, iniciada hacia el final de 1808, aún no había sido destruida por las fuerzas francesas, o por lo menos así era visto desde Buenos Aires. Las necesidades de las autoridades que resistían la ocupación volvían estos recursos valiosos y prioritarios, frente a toda otra consideración[23].
No hubo entonces, con la autorización comercial de 1809, ningún desafío al orden político de la Monarquía, a pesar de las significativas novedades que introdujo, en el plano de la economía local, a la reglamentación imperial sobre el comercio colonial. Dicha autorización llegó como resultado de procedimientos que simplemente expresaban la articulación de ese orden y los elementos de la cultura jurídica en que se comunicaban: recurso al derecho y a la obligación de dar consejo, convocatoria a las corporaciones, derecho de presentar quejas y pedidos, proclamación de la medida adoptada como un privilegio temporal justificado por la urgencia de las circunstancias. La medida resultó exitosa: en 1810 las rentas de la aduana doblaron las de 1805. El problema es que, a inicios del mismo año, la autoridad que había nombrado el último virrey desaparece bajo la presión militar de los franceses. La crisis de legitimidad generada por este hecho revirtió los poderes soberanos sobre la ciudad de Buenos Aires. A partir de aquí, las autoridades que se suceden en la ciudad emprenderán un proceso de progresiva construcción republicana. En este contexto, la libertad de comercio fue conservada, al inicio —por lo menos hasta 1812—, como una “tolerancia provisoria”; pero en adelante se irá convirtiendo en un elemento central de la futura reestructuración económica de la región. Gracias a esta reestructuración, un sector basado en las ventajas comparadas de la exportación de productos de la ganadería local no sólo sustituye el sistema basado en la exportación de metales preciosos —propio del monopolio comercial castellano—, sino que va a convertirse en motor de una nueva prosperidad económica que tomará toda su fuerza a partir de 1820[24].
Si se limita a tomar retrospectivamente estas consecuencias como criterio de interpretación, no se tendría ninguna necesidad del path dependency para explicar la medida de 1809: la libertad comercial que ella evoca simplemente haría parte de un modelo en el que su doble éxito, fiscal y económico, traduciría la racionalidad de los actores que actuaron para adoptarla, dentro de un cuadro institucional destinado a reparar las distorsiones del sistema colonial y a restablecer un equilibrio económico. Otro tanto se puede decir del relato que hace de sí la república desde mediados del siglo XIX, cuya estructura narrativa no difiere del discurso lineal estándar de la modernidad. En estas visiones, aspectos como las discusiones que se dieron en el seno del Consulado de Comercio en los años 1790, en torno a la petición de otras autorizaciones comerciales, serían antecedentes de la situación de 1809 y anticiparían su destino. Este esquema reduce las medidas de 1809 a los límites de una intriga dotada de un futuro único que —sin embargo, y mirando más de cerca— nada permitía entonces predecir[25]; omite lo esencial de toda dinámica institucional, puesto que no solamente prescinde de los mecanismos de confrontación de proyectos alternativos (cada uno con visiones opuestas de la política y de la economía) sino que, se verá más adelante, no percibe el cambio de reglas de juego y, por lo tanto, los alcances y la conciencia de lo que se podía ganar o perder en medio de la volatilidad política.
Como en todo acontecimiento, en la adopción de las libertades comerciales de 1809 se cruzaron numerosas secuencias. Aquí interesan tres de ellas, que evolucionaron con lógicas diferentes. En primer lugar, se tomarán las que estructuran la interpretación que hace el historiador Tulio Halperin Donghi sobre la independencia en el Río de la Plata; éstas son el agotamiento del dispositivo que aseguró el financiamiento de la defensa del Río de la Plata desde el siglo XVII y su articulación con la revuelta y la militarización provocadas por la reacción de la ciudad a las tentativas inglesas de ocupación de la plaza[26]. En segundo lugar, se hará referencia al contexto en el que partidarios y opositores de las medidas comerciales presentaron sus proyectos respectivos, volviéndolos visibles como soluciones alternativas del momento. Y, en tercer y último lugar, se describirán los mecanismos de movilización política que figuran y reconfiguran las coaliciones de los actores, definiendo a partir de ellas las oportunidades de cada uno de los proyectos en juego.
1. El mecanismo que subvencionaba el conjunto de la administración virreinal en Buenos Aires reposaba en los conocidos situados que funcionaban desde el siglo XVII. En el caso que estudia este artículo, la transferencia de fondos se realizaba desde cajas reales —como la de Lima o la del Alto Perú—, que se beneficiaban de los impuestos a la producción de metales preciosos, y desde la ciudad-puerto se repetía la transferencia de una parte de estos fondos hacia España. El situado de las cajas reales de Potosí, que aseguraba el principal traslado hacia Buenos Aires, implicaba a su vez el funcionamiento de un sistema que articulaba una cantidad de dispositivos, entre los que el tributo indígena ocupaba un lugar considerable, no tanto por su contribución directa a las rentas de las cajas de Potosí, sino por el rol primordial de la participación de las comunidades indígenas en la economía colonial y, por lo tanto, en la extracción de metales preciosos[27].
No se trata aquí de describir esta mecánica fiscal de Antiguo Régimen (que llevaría a explicar tanto los factores que afectan el nivel de producción minera —y, por lo tanto, los ingresos tributarios— como los efectos de un sistema de este tipo sobre el conjunto de la economía)[28]; se trata más bien de señalar la independencia de estos mecanismos de las otras secuencias señaladas, así como el impacto de elementos externos que llegaron a afectar la evolución de la estructura fiscal en su conjunto. Por ejemplo, los conflictos fronterizos con las posesiones portuguesas durante el siglo XVIII, los episodios locales de la Guerra de los Siete Años, la creación del nuevo virreinato (que acompaña la entrada de España en la guerra de Estados Unidos); cada uno de los acontecimientos de esta serie contribuyó a reforzar el dispositivo militar en el Río de la Plata, a aumentar su costo y a intensificar las presiones sobre las cajas encargadas de su sustento. Durante las últimas décadas del siglo XVIII, en la Tesorería de Buenos Aires el situado cubría el 80% de los gastos administrativos y militares. Sin embargo, este equilibrio no paraba de erosionarse por el doble efecto de la evolución interna del mecanismo fiscal y de los impactos externos que ya se mencionaron. En un inicio, los envíos desde Buenos Aires hacia España fueron suspendidos como consecuencia de la derrota naval franco-española de Trafalgar, pero enseguida fue la propia debilidad de las cajas de Buenos Aires la que prolongó esta suspensión, pues, a pesar de que el situado seguía llegando, no cubría hacia 1803 sino el 30% de los gastos. Es en esta trayectoria fiscal que repercuten la militarización y la revuelta provocadas por la reacción de la ciudad a las tentativas de ocupación inglesa en 1806 y 1807. Reacción que a su vez redefine el contexto político en el cual se trataban estos asuntos fiscales.
El examen de las mencionadas tentativas de ocupación militar de la ciudad, efectuadas en el contexto de la política impulsada por Inglaterra, pone en evidencia tanto el universo institucional que organiza la ciudad y sus relaciones con la Monarquía como sus posibles vías de insubordinación. Es hecho conocido que la primera de las tentativas militares inglesas contra la Corona española concluye con la ocupación temporal de la ciudad de Buenos Aires, plaza mal protegida por su guarnición y abandonada por la autoridad virreinal, que se repliega hacia el interior. La ciudad cayó rápidamente en manos de los ingleses, en junio de 1806, y enseguida se reconquistó por la acción de fuerzas que combinaron cuerpos permanentes, milicias y cuerpos de milicias recién formados. Estos últimos con importante participación de jefes de las familias notables, generalmente comerciantes. Debe recordarse que las milicias se beneficiaron —desde las ordenanzas de 1730— de la jurisdicción militar al mismo nivel que los otros cuerpos permanentes; posición desde la que los milicianos se integraron plenamente a la dinámica de facciones de la ciudad. Una vez más, no es aquí el lugar para reconstituir esta historia, lo que necesariamente conduciría a nuevas regresiones; en lo que concierne a este artículo, simplemente se muestra la particular combinación de mecanismos institucionales que definen un acontecimiento y estructuran su intriga.
Fue entonces a un virrey debilitado por su propia actitud a quien el Cabildo le impuso, una vez recuperada la ciudad, la formación de una Junta de Guerra, dirigida por el oficial que había organizado y dirigido la reconquista: Antonio María de Liniers. Ni la actitud del Cabildo ni la respuesta a la crisis militar escapaban a la tradición institucional de los reinos castellanos de Indias. Sin embargo, la nueva Junta de Guerra iba a poner en juego una política de militarización que, por un lado, si bien remitía al mencionado rol de las milicias y traducía completamente la constitución tradicional de la ciudad, por el otro, no cesaba de modificar el juego político e institucional. Cuando en 1807 se da la segunda tentativa de ocupación inglesa, es la ciudad misma la que asume el rol principal de su defensa: su población (incluidos los esclavos), sus cuerpos militares y regimientos fueron los protagonistas del éxito. Una vez asegurada la victoria, la Junta de Guerra sancionó la incompetencia del Virrey y decidió su destitución y nombró en su lugar a Liniers, quien desde la reconquista de 1806 estaba a la cabeza de la Junta; aunque excepcional y acompañada de una importante movilización popular, se puede decir hasta aquí que el gesto permanece todavía dentro de los límites del orden institucional colonial. Paralelamente, se observa que la militarización en este contexto no sólo se inscribe —como a inicios de los años 1760— en el juego de facciones que atravesaba la ciudad, sino que reconfigura profundamente sus relaciones y dinámicas políticas; el fenómeno alcanza dimensiones considerables y produce la emergencia de nuevos actores o la redefinición de nuevas posiciones.
Esta situación aparece claramente a inicios de 1809, con el golpe que realizó contra el virrey Liniers una coalición formada por miembros del Cabildo, entre ellos su titular Martín de Alzaga y otros jefes de unidades militares. Desde el año anterior, la tradicional competencia por las gracias que autorizaban el comercio con Brasil había alimentado un lenguaje de contienda entre el Virrey y un grupo de grandes comerciantes que controlaban el Concejo municipal. Si este tipo de confrontación respondía a prácticas bien instaladas y ritualizadas, el contexto internacional y las tentativas de intervención de la Corte portuguesa, recién instalada en Brasil, incidían al mismo tiempo resignificando el juego local. Como ya se dijo, los actores implicados se habían renovado, y fue precisamente la negativa de la mayoría de los jefes de milicias integrados a una coalición la que marcó la derrota del golpe conducido por el negociante Martín de Alzaga, cuya influencia y cuyo prestigio se afirmaban también en su rol central durante la defensa de Buenos Aires[29]. En este nuevo juego político se preservó la militarización de la ciudad, que causaba grandes gastos y que se buscaba reducir por parte de las autoridades metropolitanas[30]. Los cuerpos militares creados a partir de 1806 consumían el 31% de las rentas fiscales entre 1806 y 1810 y representaban alrededor del 60% del total de los gastos militares (incluidos los de frontera). Es también a esta situación de crisis fiscal que el nuevo virrey Cisneros busca dar respuesta, a finales de 1809.
De la detallada reconstitución de esta secuencia hecha en su momento por Halperin Donghi, se ha elegido presentar una síntesis que acentúa la superposición de conflictos con desenlaces inciertos, al punto de haber desnaturalizado un poco su análisis. Con esta perspectiva se busca subrayar el encadenamiento aleatorio de acontecimientos que cruzan diferentes lógicas sociales e institucionales, en una complejidad donde, sin embargo, es posible distinguir la estructuración pertinente que permite la comprensión de sus intrigas.
2. La otra secuencia mencionada, que se cruza con la apertura comercial de noviembre de 1809, es la articulación de los discursos a favor y en contra de esta medida[31]. El último virrey y los actores de la ciudad expresaron su conciencia sobre el hecho de tener que optar, excepcional y temporalmente, entre derogar o no un aspecto central del orden legal del comercio atlántico, para responder a una crisis fiscal. Pero el enfrentamiento entre quienes se oponían a la apertura comercial —el titular del Consulado y el representante del comercio de Cádiz— y los partidarios de la medida —el consejo del Consulado, el Cabildo reestructurado después de la crisis de enero de 1809 y el representante de los propietarios y productores rurales— reflejaba también una querella antigua sobre la estructuración de los negociantes en su calidad de corporación. Todo esto repercutía tanto en el funcionamiento de la justicia comercial como en la articulación de sus jerarquías internas. Estas últimas resultaban de la distribución de privilegios como el derecho exclusivo a ser comisionado de los grandes comerciantes de Cádiz. De estos privilegios resultaba un orden de preeminencia que se veía amenazado por la aplicación de rutas alternativas —ya sea la que ya se señalaba con Brasil, con las potencias neutras, o la del momento con Inglaterra—. Enemigos y partidarios de la apertura comercial estaban de acuerdo sobre el carácter excepcional de las circunstancias políticas a las que era necesario responder y sobre la necesidad de producir recursos fiscales. El desacuerdo estaba en la solución: mientras que unos proponían reforzar la prohibición y exclusividad comercial —reacción propia de un imperio que está dejando de existir—, los otros proponían generalizar las libertades comerciales —lo que, de realizarse, significaba la pérdida de su carácter de gracia o privilegio—.
Clasificar los argumentos económicos de unos y otros en mercantilistas y liberales traicionaría la articulación que ofrecía este tipo de discursos en la época, menos definidos que la expresión de una dualidad clara y simple. Entre 1796 y 1802, en los debates y conflictos en torno a otras autorizaciones análogas en el seno del Consulado de Comercio, partidarios de propuestas de liberalización —que contradecían incluso las disposiciones reales— reclamaban estas libertades bajo el lenguaje de las recompensas y los privilegios otorgados por la gracia real. Por su lado, los partidarios de las restricciones —tanto en 1796 como en 1809— lo hacían bajo una visión de unidad de los territorios hispánicos que, en cierto sentido, los acercaba a la de los liberales de Cádiz en 1812. Entonces, ni las opciones de los actores respondían a casillas predefinidas, ni la proyección de los actores respondía a una vía bien definida, ya que la voluntad compartida de preservar la unidad de la Monarquía se acompañó de visiones diferentes sobre la autonomía de las regiones que debían o no beneficiarse de las libertades comerciales[32].
Se sugirió más arriba que el doble éxito (político y económico) de las medidas de 1809 ha servido para explicarlas. Así, la libertad comercial se habría impuesto por los efectos benéficos sobre la fiscalidad y el crecimiento económico, virtudes que habrían sido anticipadas por los actores. En contraposición, el conflicto bonaerense presentado lleva a constatar que este tipo de registro explicativo lineal no incluye aspectos esenciales en su proceso de adopción. Es evidente que los actores que dominaron la vida política de la ciudad, los grandes comerciantes y los jefes de milicias, buscaron multiplicar sus oportunidades de acción comercial; no obstante, de esta evidencia banal no se pueden deducir estrategias comunes a un grupo de grandes comerciantes, puesto que no solamente cada uno de sus segmentos se situó de manera diferente ante los privilegios comerciales, sino que estos mismos privilegios, ubicados en sus contextos, apuntaron a anticipaciones diferentes en 1808, 1809 o 1810.
Con el recurso a una perspectiva fundada sobre la noción dependencia temporal, se llega a diferenciar entre los diseños de los actores y los resultados de sus acciones, y a ambos aspectos, de los mecanismos que aseguraron la adhesión a este resultado o a su reproducción[33]. Dentro de esta perspectiva, resulta posible pensar que las razones que impulsan a los agentes a participar en acciones que imponen un cierto orden político-institucional se encuentran en otros lugares, y no en los objetivos de este orden. Más aún, que los mecanismos de movilización capaces de asegurar la imposición, la estabilidad y la reproducción de este orden puedan ser a su vez independientes. En otras palabras, que las razones del triunfo de la facción de los partidarios de la libertad de comercio, en detrimento de sus opositores, no estaban ligadas causal y linealmente, ni a las virtudes de la medida, ni a los mecanismos que contribuyeron a perpetuarla. Es por esta razón que solamente la convergencia de una secuencia (“militarización y crisis fiscal”) con otra (“la confrontación de proyectos sobre la estructuración local del comercio atlántico”) no alcanza a explicar las autorizaciones de 1809. Esto nos lleva a la tercera secuencia que se propuso ver: la capacidad de movilización.
3. La decisión del virrey Cisneros sobre las libertades comerciales no significó una simple alternativa a partir de un cálculo de costos y beneficios; incluyó, además, la capacidad de acción en medio de tensiones que ordenaban las cambiantes configuraciones. La composición de una Junta convocada para tratar este asunto —siguiendo un procedimiento corporativo habitual— sorprende por la presencia de siete jefes de guarnición, entre ellos cinco grandes negociantes, y por la ausencia del jefe de filas de los partidarios de las restricciones, Martín de Alzaga —antiguo titular del Consulado desde 1796, héroe de la defensa de Buenos Aires, principal alcalde del Cabildo y enemigo del comercio con Brasil—, quien se hallaba interno en la Patagonia a causa del golpe fallido de enero de 1809. La composición de esta Junta expresaba entonces nuevos equilibrios políticos, dentro de los que la adopción de uno de los proyectos en competencia, más que una elección simple, estaba reflejando la diferente capacidad de movilización política dentro del juego de facciones.
En ciertos análisis, estos mecanismos de movilización política son identificados con el rol de los actores colectivos (comerciantes, grupos políticos, milicianos) y con los llamados vínculos tradicionales. El “juego de facciones” se plantearía, así, como resultado de la segmentación sistemática de los cuerpos sociales que constituían la trama política local. Otra es, sin embargo, la situación que se ha descrito, donde las acciones políticas se comprenden a partir de los vínculos que atraviesan las distintas formas corporativas de asociación. No se entrará aquí en el detalle de esta diferencia explicativa; no obstante, los argumentos aludidos exigen precisar ciertos aspectos, pues es frecuente que se identifiquen las jerarquías políticas y jurídicas —expresadas por las representaciones de un orden político— con los mecanismos de adhesión que sostienen toda movilización política. A pesar de las diferencias regionales, el fenómeno de las facciones está asociado al papel de jefes de grupos de acción más o menos estables o de reconocidos personajes del universo colonial: titulares de oficios, jefes de familias y de importantes parentelas, más en general, señores de otros hombres en diferentes contextos. La mayoría de los jefes militares a los que se ha hecho referencia aquí formaban parte, en efecto, de estos universos sociales. En la estructuración de sus acciones políticas, la historiografía ha señalado también el papel de las solidaridades y de los vínculos llamados tradicionales, como podía ser un origen común en España, relaciones de clientela y fidelidad o dependencias personales, de filiación y alianza dentro de una red de familias emparentadas, etcétera. En esta línea, las familias notables se han llegado a considerar como sólidas unidades corporativas, según una visión bastante común de una conocida y abundante historiografía[34]. Sin embargo, los mecanismos corporativos o grupales presentados en estos términos supondrían la estructuración del juego político como un sistema de oposición —o de cooperación— entre clanes a partir de linajes, cada uno con sus mecanismos de identificación y de solidaridad, situación que —según se ha visto— no existe en nuestro contexto.
Es innegable que los miembros de familias notables de la ciudad tenían plena conciencia del prestigio que les podía otorgar el ejercicio de un cargo eclesiástico, de una magistratura o el comando de una unidad militar, y de cómo ese prestigio repercutía sobre el conjunto de la Casa. Pero si el ejercicio de un cargo se extendía sobre el conjunto familiar, era por los méritos, los servicios a la Monarquía y las recompensas que obtenía un individuo con el que se identificaba un grupo entre todas las personas relacionadas por el vínculo del parentesco. Y esta identificación reconfiguraba —o podía reconfigurar— la memoria genealógica, dando como resultado una estructuración indeterminada de una parentela. Luego, con esto no es posible hablar de un sistema de derechos y de deberes —entre ellos, deberes de protección—, asignados según un conjunto de posiciones, de proximidades reales o simbólicas en relación con un ancestro común. De aquí se deriva que las grandes familias estén a menudo en competencia por todo reconocimiento formal de autoridad, y que inviertan muchos recursos para adquirirlos, tantos como los que gastan en enfrentamientos por el honor y la reputación que puedan disminuirlos, situación bien conocida y documentada.
No obstante, si estos mecanismos cubren a menudo el juego político, no se puede decir que lo estructuren, en el sentido de ofrecerle objetivos y de producir metas; ocurre simplemente que ellos se superponen en la misma medida en la que la acción de estos individuos se ubica en una pluralidad de contextos normativos. No se encuentran entonces elementos que permitan hablar de facciones basadas en linajes claramente delimitados y segmentados. Lo que si se encuentran son coaliciones cambiantes, más o menos estables, en las que la reiteración de las confrontaciones políticas puede generar la forma de una facción, y donde las redes de familias notables constituyen uno de los elementos que les dan estabilidad, aunque no las determinan. En otras palabras, se trata de conjuntos de acción articulados en redes ego-centradas, y cuya estructura determina el acceso a los recursos y las capacidades de movilización.
Aún más, en las confrontaciones que llevaron a adoptar las libertades de 1809 en Buenos Aires, la capacidad de quienes apoyaban la medida no dependió solamente de las relaciones entre las coaliciones dentro del Consulado, sino de las relaciones exteriores, incluidas las personas relacionadas con sus miembros (incluso, independientemente de un vínculo directo: los familiares de los familiares, los amigos de los amigos…). La autoridad que llegaron a tener los jefes de caserna o de batallón, instalados a raíz de la crisis de 1806, dependió tanto de una renovada legitimidad como de la estructura de las redes que los ubicaban en relaciones con sus pares y los vinculaban con otros sectores sociales. Si la comprensión de un proceso supone entender la estructuración de los actores que intervienen “por la voluntad de sus proyectos”, como plantea Lesourne, la reconstitución de redes ego-centradas será la que permitirá explicar los mecanismos de mediación política que generaron su unión en coaliciones.
Conclusión: restituir las trayectorias y cruzar las intrigas[35]
Con el análisis de tres secuencias (la crisis fiscal y la militarización de la ciudad; la confrontación de proyectos alternativos; la capacidad de movilización sobre la base de redes ego-centradas) se llega a una noción de dispositivo que intenta formalizar dos aspectos de las dinámicas institucionales. Por un lado, la existencia de formas simples de estructuración social —como podía ser la asociación entre cuerpos políticos y fueros, o el servicio al Rey y su recompensa—, principios de asociación que hacían parte de los recursos y de las soluciones alternativas de una cultura política. Por otro lado, la combinación de esas formas simples en procesos políticos donde los conflictos y las cooperaciones entre actores imponían la adopción de ciertas formas y la emergencia de otras. En estos cruces se producían, así, secuencias de selección entre combinaciones alternativas, generando cada una su propia dependencia temporal. opia dependencia temporal., es decir, constituyendo el sentido de sus acciones y elecciones en función de su propia historicidad[36]. En el contexto estudiado, esas combinaciones de formas simples de organización construyeron los desafíos, los objetivos y los proyectos que dieron sentido y definieron lo que estaba en juego en la cooperación y en el conflicto. Sin embargo, no se puede decir que ellas determinen las posibilidades de imponer una combinación particular, pues esta capacidad dependió más bien de los mecanismos específicos de la movilización política, de la capacidad relacional que lograron los actores implicados. Es en esta convergencia donde realmente se delimita un proceso path dependent de construcción institucional, un proceso donde la contingencia forma parte de la evolución del sistema a largo plazo.
Se puede resumir esta propuesta planteando que la explicación de los procesos no puede anteponerse a la observación de los actores, sino que debe resultar de ella. Los vínculos personales representan en esta perspectiva tanto el instrumento para observar sus dinámicas como el espacio en el cual se sitúan los mecanismos que las generan. Con ellos se delimita el campo de lo posible en función de sus propias trayectorias. Esta posición contrasta con los ejemplos evocados al iniciar este artículo. Se ha planteado como punto de partida una crítica a visiones lineales y teleológicas de procesos presentados como un plano homogéneo, en el que se encadenan acciones económicas o políticas. Dos grandes temas entraron en discusión. El primero, las transformaciones políticas que se piensan a través de un relato de la modernidad que afecta de manera homogénea las representaciones de los actores, que serían a su vez proyectadas como formas coherentes de acción política. El segundo, los estudios que tratan los vínculos entre contextos institucionales y crecimiento económico, para los cuales el proceso histórico resultaba también teleológico, esta vez por definición, ya que se lo presenta como el movimiento de un conjunto interdependiente de variables guiado por, o impulsado hacia, un objetivo —el equilibrio— que es independiente de las posiciones iniciales y de toda otra posición intermedia de las variables[37]. Los puntos ciegos de estas aproximaciones invitan a cruzar las intrigas; se acaba de sugerir que los modelos de la dependencia temporal permiten entender e integrar estos cruces, al ordenar una multiplicidad de secuencias dentro de intrigas que abarcan —en un mismo movimiento— desenlaces inciertos de dinámicas locales, así como la forma global de un proceso. Las intrigas así cruzadas obligan a considerar los diferentes futuros inciertos por los que transitaba la acción de los actores, es decir, las condiciones que pueden explicar el sentido de sus elecciones en diferentes momentos de un proceso. En este camino, lo relacional y la historicidad no se reducen a alusiones metafóricas, sino que representan, por el contrario, el lugar mismo donde se conforma la dinámica de cambio estudiada.