INTRODUCCIÓN
En los debates en torno a la relación entre el derecho internacional humanitario (DIH) y el derecho internacional de los derechos humanos (DIDH) en contextos de conflicto armado interno pueden identificarse dos grandes tesis interpretativas1. Por una parte está la tesis de la convergencia, la cual hace énfasis sobre las protecciones a los derechos básicos contenidas en los llamados “instrumentos de Ginebra” del DIH, así como en el papel que los organismos de derechos humanos y del derecho penal internacional han jugado en la interpretación y amplificación de las protecciones a los individuos durante los conflictos armados. Defensores de esta tesis afirman que, durante un conflicto armado, las protecciones individuales que emanan de los instrumentos del DIDH aplican concurrentemente con los instrumentos del DIH y de maneras que contribuyen a reforzar la dimensión protectora del DIH2. En esta línea, algunos han argumentado que la irrupción de las normas de derechos humanos a finales de la década de 1960 impulsó una transición de un “régimen de La Haya”, centrado en la regulación de las fuerzas regulares de los Estados, a un “régimen de Ginebra” que hace hincapié en la protección e inmunidades de la población civil. Si bien antes de 1960 existía una visión compartimentada de los regímenes del DIH y el DIDH, a partir de entonces ha tomado fuerza progresivamente una visión de complementariedad y convergencia. En lugar de normativas en conflicto, el DIDH y el DIH se complementarían y reforzarían mutuamente3.
Si bien es cierto que los derechos humanos “pertenecen” al DIH en el sentido muy general de que la protección básica de la persona humana es un elemento central de los llamados instrumentos de Ginebra4, hay fuertes razones para distinguir claramente los dos regímenes. Así, de acuerdo con lo que podría llamarse la tesis de la divergencia, cabe enfatizar importantes diferencias entre las dos normativas5.
Quizás la diferencia más notoria tiene que ver con el llamado principio de proporcionalidad. Según la formulación del estudio del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) sobre las normas consuetudinarias del DIH, durante un conflicto armado “queda prohibido lanzar un ataque cuando sea de prever que cause incidentalmente muertos y heridos entre la población civil, daños a bienes de carácter civil o ambas cosas, que sean excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista”6 (énfasis añadido). El balance de proporcionalidad requerido contrapone los daños a bienes protegidos con la ventaja militar prevista, según la determinación del comandante, y permite tales daños cuando la ventaja militar sea superior. La dimensión permisiva implícita en esta fórmula se hace explícita al contrastarla con el principio de proporcionalidad que regula el uso de la fuerza policial en condiciones de paz. En acciones policiales, en las cuales aplica plenamente el DIDH, se permite el uso de la fuerza letal únicamente como último recurso y cuando existe una amenaza inminente de ataque letal contra terceros inocentes7. En operaciones de policía no cabe apelar al concepto de objetivo militar para justificar el uso de la fuerza letal, ni tampoco la ventaja militar para justificar daños a terceros.
Igualmente importantes son aquellas normas del DIH que contienen lo que podría llamarse “cláusulas de escape”8. Según la regla 15 del estudio del CICR, por ejemplo, “se tomarán todas las precauciones factibles para evitar, o reducir en todo caso a un mínimo, el número de muertos y heridos entre la población civil, así como los daños a bienes de carácter civil, que pudieran causar incidentalmente”9 (énfasis añadido). Según la regla 20, “las partes en conflicto deberán dar aviso con la debida antelación y por medios eficaces de todo ataque que pueda afectar a la población civil, salvo si las circunstancias lo impiden”10 (énfasis añadido). En ambos casos —y no solo en estos— la invocación de salvedades se fundamenta en las dinámicas propias de un conflicto armado y en la llamada necesidad militar: la referencia a imperativos militares tenidos como necesarios puede justificar un menor nivel de precaución o la omisión de un aviso previo. Por supuesto, en el caso de operaciones de policía bajo la vigencia plena del DIDH no hay lugar para tales salvedades. En este sentido, cabe afirmar que el DIH es un derecho de excepcionalidad con respecto al DIDH, divergente y más permisivo en aspectos fundamentales11.
Aunque contradictorias, ambas tesis reflejan aspectos esenciales del régimen humanitario contemporáneo. Lo que subyace a su contradicción es una profunda tensión entre dos principios fundamentales del DIH: la necesidad militar y el deber de protección a personas y bienes civiles. Si bien el DIH busca proteger a poblaciones y bienes civiles, está comprometido a hacerlo sin impedir con ello el desarrollo de las hostilidades. (No sobra recordar que el DIH no es una normativa pacifista). La necesidad militar opera, en efecto, como una cláusula permisiva que desborda los causes limitantes del DIDH. Quienes hacen énfasis en el principio de protección han naturalmente defendido la tesis de convergencia; quienes enfatizan el principio de necesidad militar han subrayado la divergencia.
El presente escrito reconstruye algunas oscilaciones importantes del discurso humanitario en Colombia en torno a estas dos grandes tesis interpretativas. Con “discurso” me refiero a maneras de hablar del derecho, sobre todo entre operadores jurídicos y militares, que revelan cómo se ha concebido el DIH y cómo se ha desplegado para promover ciertas agendas e intereses12. Basado en diversas fuentes documentales, mostraré en lo que sigue que la relación dialéctica entre el principio de necesidad militar y los deberes de protección humanitaria se ha evidenciado nítidamente en la historia contemporánea de la implementación del DIH en Colombia. El doble propósito de mi reconstrucción histórica es mostrar los tortuosos caminos de la implementación doméstica del DIH y señalar algunas razones para ser cautos con respecto a su poder legitimador, esto es, su capacidad para justificar el uso de la violencia. Si bien hay mucho que destacar e incluso celebrar en la implementación profunda del DIH en Colombia en los últimos casi treinta años —desde la jurisprudencia muy general de la Corte Constitucional hasta el nivel táctico-operacional de las unidades militares— tal implementación no es un bien incondicional, sino que reviste riesgos sobre los cuales es importante tener plena claridad.
El artículo está dividido en cuatro secciones. La primera reconstruye la activación del DIH en Colombia a partir de la promulgación de la Constitución Política de 1991 y hace énfasis en las primeras intervenciones de la Corte Constitucional como garante de su aplicación. Se muestra cómo en los años noventa la Corte interpretó la relación entre el DIH y el DIDH en clave de convergencia, y cómo importantes organizaciones para la promoción de los derechos humanos asumieron también la promoción y defensa del DIH en clave convergente. A partir de este trasfondo jurídico, el artículo procede a examinar la relación de las fuerzas militares con el DIDH y el DIH. Así, la segunda sección discute un primer período (1991-2006) en el cual las fuerzas fueron predominantemente ajenas, cuando no hostiles, a la regulación humanitaria. Lejos de asumir el DIH como propio —y lejos de adoptar el “punto de vista interno” del DIH, para usar la conocida fórmula de H.L.A Hart— en este período las fuerzas militares llegaron a entender la presión por el cumplimiento del derecho internacional como una forma de “guerra jurídica” subversiva. La tercera sección da cuenta de un segundo período (2006-2016) en el cual la actitud institucional de las fuerzas hacia el DIH cambió fundamentalmente. A partir del nombramiento de Juan Manual Santos como ministro de defensa, en 2006, las fuerzas iniciaron un proceso de apropiación sistemática y profunda del DIH. El artículo muestra en particular cómo oficiales de las fuerzas han reclamado el DIH como el marco normativo adecuado para evaluar las operaciones militares en contraposición al DIDH, esto es, siguiendo la tesis de la divergencia. La cuarta y última sección concluye con una breve discusión de algunas implicaciones de esta historia para nuestro entendimiento de la naturaleza y el poder legitimador del DIH.
1. ACTIVACIÓN INTERNA DEL DIH EN COLOMBIA
Si bien Colombia ratificó las Convenciones de Ginebra y las incorporó formalmente en su ordenamiento interno en 1960, por décadas estas no fueron implementadas dentro de las instituciones militares ni citadas en procesos judiciales13. Solo a finales de los años ochenta hizo referencia una autoridad judicial al AC3 de las Convenciones, la norma de más obvia y directa aplicación en el caso colombiano14. Según consta Alejandro Valencia Villa, la única mención explícita al AC3 en manuales castrenses después de la ratificación de los Convenios aparece en el Manual de Campaña del Ejército, de 1988, el cual ni explica el contenido de la norma ni incluye su texto. En la práctica, las garantías procesales mínimas del AC3, aplicables a quienes eran detenidos por militares o juzgados en los llamados consejos verbales de guerra, fueron ignoradas sistemáticamente por operadores militares que fueron facultados por declaraciones de estado de sitio para detener y juzgar a civiles antes de la transformación constitucional de 199115.
Esta ínfima implementación normativa del DIH antes de 1991 fue un reflejo del balance de poder subyacente en las relaciones cívico-militares. La estricta división de poderes que fue pactada y anunciada por el presidente Alberto Lleras Camargo en 1958, en su famoso discurso del Teatro Patria, tuvo también implicaciones en lo jurídico. Lleras propuso que, como garantía para superar la masacre partidista durante la época de La Violencia, las fuerzas militares se mantuvieran al margen de la política; serían organismos “no deliberantes”, sin derecho al voto ni a postularse para cargos de elección popular. Los poderes civiles, por otra parte, dejarían el manejo del “orden público” al arbitrio prácticamente autónomo de las fuerzas militares16. Bajo estos términos, hasta finales de la década de 1980 el poder judicial fue predominantemente deferente y pasivo frente al orden castrense. Los militares fueron autónomos también en lo judicial: en virtud del fuero especial consagrado en la Constitución, estaban en la práctica exentos de la acción judicial civil17.
Como es bien sabido, la promulgación de la Constitución de 1991 inició una transformación profunda de este viejo entramado político-normativo. El artículo 93 declaró la “prevalencia interna” de los tratados del DIDH y el artículo 214.2 la aplicabilidad del DIH. En un rechazo explícito a la abusada práctica de ampararse en la excepcionalidad jurídica para adelantar operaciones militares, el constituyente primario declaró en 1991 la aplicabilidad del DIH incluso durante las declaraciones de estados de excepción y abrazó así el imperativo internacional de “humanizar la guerra”18. Con ello se hizo un llamado a los operadores jurídicos para vigilar la compatibilidad del uso de la fuerza con los instrumentos del DIDH y el DIH.
Además de esta apertura constitucional al derecho internacional, en 1992 y 1994 respectivamente Colombia ratificó los Protocolos I y II de 1977 adicionales a las Convenciones de Ginebra, superando así una prolongada y efectiva oposición del estamento militar e incorporando al ordenamiento interno una serie de normas internacionales adicionales al AC319. En una interpretación maximalista (y técnicamente errónea) de los instrumentos, la Corte Constitucional dictaminó en sus exámenes de constitucionalidad que los Protocolos debían entenderse como normas de ius cogens, perentorias en el derecho internacional público y como tal incondicional y plenamente aplicables en el conflicto armado colombiano20. Tal entusiasmo maximalista fue una señal temprana de la disposición de la Corte a involucrarse activamente en la vigilancia del respeto al DIH y al DIDH, los cuales interpretó en clave convergente y de manera audaz mediante la figura del “bloque de constitucionalidad”.
La figura de bloque de constitucionalidad fue introducida por primera vez precisamente en la sentencia que estudió la constitucionalidad del Protocolo Adicional II, siendo así el DIH el primer régimen internacional en incorporarse al bloque (C-225 de 1995; para la definición de bloque de constitucionalidad ver fundamento jurídico §§11-12). Una manera general de conceptualizarlo es como una fórmula decisoria para determinar la relación entre el derecho internacional y el interno21. La necesidad de tal fórmula en el caso colombiano se deriva de una tensión fundamental en el texto constitucional. Si bien la Carta remite a instrumentos internacionales en sus artículos 93 y 214.2, también afirma la supremacía interna del derecho constitucional en su artículo 4. Ante esta aparente aporía, la Corte optó tempranamente por construir una jurisprudencia en clave de “armonización profunda”, analizando el contenido de los derechos fundamentales consignados en la Carta a la luz de los tratados internacionales relevantes y de sus interpretaciones autorizadas22. De este modo, la Corte en efecto apalancó sus potestades de vigilancia mediante una interpretación amplia de los artículos 93 y 214.2, llegando gradualmente a reconocer como fuentes válidas de derecho constitucional la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los criterios de derecho blando (soft law) producidos por organismos de derechos humanos internacionales y las interpretaciones autorizadas del CICR sobre el DIH23.
Para efectos del presente artículo, es importante señalar que un elemento articulador del bloque de constitucionalidad ha sido el principio pro homine o de favorabilidad individual, que orienta a la Corte a interpretar el corpus juris relevante en cada caso de modo que maximice la protección a derechos individuales24. En el contexto específico del DIH, este principio contribuyó a dar peso al principio humanitario de protección, y por tanto a favorecer interpretaciones convergentes de la relación entre el DIH y el DIDH. En este sentido, la sentencia C-225 de 1995 argumentó que el propósito esencial del DIH es la protección de un núcleo fundamental de derechos humanos. Se sigue de ello, según concluyó la Corte, que el DIDH y el DIH son “normatividades complementarias que, bajo la idea común de la protección de principios de humanidad, hacen parte de un mismo género: el régimen internacional de protección de los derechos de la persona humana” (fundamento jurídico §11).
Siguiendo esta línea hermenéutica, la Corte aplicó activamente sus potestades como garante humanitario en múltiples sentencias y áreas del derecho durante su primera década y subsecuentemente25. En sus fallos, el DIH ha sido descrito sistemáticamente como limitante y protector, garante de derechos intangibles y fuente de obligaciones de protección a la población civil. Cabe discutir aquí en algún detalle las intervenciones de la Corte en cuestiones de derecho penal militar puesto que, como veremos más adelante, este ha sido un importante punto de entrada del DIH a la institucionalidad militar. Adicionalmente, dada la escasa regulación de lo penal en los instrumentos del DIH, la Corte ha tenido un amplio campo de maniobra para “armonizar” el DIH con principios relativos a la no impunidad derivados del DIDH. Un objetivo central de la Corte en tales intervenciones fue asegurar que las infracciones al DIH fueran investigadas y sancionadas de manera imparcial y efectiva.
Así, en lo procedimental, la Corte declaró inconstitucionales las normas que permitían a oficiales en servicio activo fungir como fiscales, defensores o jueces en procedimientos penales militares (C-592 de 1993, C-034 de 1993, C-141 de 1995). Según razonó la Corte, dado que los oficiales en servicio activo están en relaciones de subordinación dentro de la jerarquía militar, carecen de la independencia necesaria para defender adecuadamente a un acusado, investigar diligentemente o decidir imparcialmente los casos26. Sustantivamente, la Corte precisó el alcance del principio de obediencia debida, aclarando que este nunca puede entenderse como absoluto o ciego y destacando el imperativo internacional de protección a los derechos humanos (C-578 de 1995). Según argumentó la Corte, dejar de responsabilizar al inferior cuando “es consciente de que su acto de ejecución [de la orden de servicio] causará con certeza la violación de un derecho fundamental intangible de alguna persona” equivaldría a otorgar una garantía constitucional de impunidad (fundamento jurídico §6.1).
En la sentencia que probablemente constituye el hito más importante de la década, la C-358 de 1997, la Corte buscó alterar el balance de poder entre las jurisdicciones penales ordinaria y militar mediante una construcción estricta del criterio de nexo que, según el artículo 221 de la Constitución, debe existir entre una acción delictiva y un acto del servicio para que sea competencia de la jurisdicción militar27. La Corte enfatizó que el fuero militar no puede entenderse como un “privilegio estamental” sino que debe estar ligado a un “elemento funcional” de relación con el servicio (ver Análisis del Nexo §6-7). Según la Corte, aquellas acciones que constituyan un crimen de “gravedad inusitada”, en particular los crímenes de lesa humanidad, rompen por su naturaleza cualquier nexo con el servicio y por tanto deben ser investigadas y juzgadas en la justicia ordinaria (§10). La Corte determinó también que en casos de duda la jurisdicción ordinaria tendría la competencia.
Si bien esta jurisprudencia constitucional encontró obstáculos importantes para desplegarse a lo largo y ancho del poder judicial, en particular por parte del Consejo Superior de la Judicatura y del Tribunal Superior Militar, los operadores judiciales ordinarios y las autoridades civiles de investigación penal fueron alineándose gradualmente con ella. De este modo, la tesis de convergencia vino a orientar progresivamente a las autoridades judiciales civiles a la hora de investigar y juzgar infracciones al DIH y violaciones al DIDH por parte de los miembros de la fuerza pública28.
Además del sistema judicial, otro impulso importante para la difusión de la tesis de convergencia en Colombia provino de organizaciones defensoras de derechos humanos. Esto puede parecer obvio, dados los conocidos vínculos y afinidades de las organizaciones con la Corte Constitucional, pero históricamente la incorporación del DIH a la agenda del activismo en derechos humanos en Colombia suscitó profundos conflictos al interior del movimiento. Dado que tales conflictos desplegaron diversas formas de discurso jurídico, y revelaron obstáculos en la implantación de la tesis de convergencia en Colombia, ameritan una breve discusión.
El conflicto dentro del movimiento nacional de derechos humanos en torno a la relación entre el DIH y el DIDH resultó de la proximidad histórica y afinidad ideológica que muchas organizaciones tenían con los grupos guerrilleros. Al incorporar el DIH al activismo, las organizaciones tendrían que denunciar también las infracciones cometidas por estos grupos, no solo las del Estado. En su momento, el debate se planteó en términos de la aplicabilidad del DIH a la guerra de guerrillas29. Por una parte, algunos observaron correctamente que el DIH es un derecho pactado por Estados soberanos y sesgado a favor del soberano, y argumentaron en esta línea que el ius in bello en la guerra de guerrillas no debía identificarse con el DIH sino más bien con una ética propia de la acción guerrillera. Tal ética debía tomar en cuenta tanto la justicia de la causa guerrillera y sus limitaciones de medios, como la superioridad militar y la falta de legitimidad del Estado. Enfatizando la responsabilidad del Estado como garante del respeto a los derechos humanos, se argumentó así mismo que las denuncias de las organizaciones no gubernamentales debían enfocarse en el Estado y, más pragmáticamente, que mal harían tales organizaciones en contribuir a los esfuerzos estatales por deslegitimar a las organizaciones guerrilleras30.
Por otra parte, estaban quienes enfatizaban el imperativo universal de protección humana y el rol central de las víctimas en el activismo de derechos humanos. La victimización por parte de los grupos guerrilleros puso a muchas organizaciones en la difícil posición de reconsiderar sus compromisos ideológicos. De particular importancia fueron las masacres de civiles y la práctica generalizada del secuestro. El DIH ofrecía categorías específicas para identificar y denunciar los abusos propios de la guerra, entre ellos los actos de perfidia, el uso de escudos humanos, el uso de minas antipersonales, el desplazamiento forzado, la toma de rehenes y el reclutamiento de menores.
Ante tal disyuntiva, algunas organizaciones optaron por no denunciar las acciones de las guerrillas, pero muchas otras —entre ellas varias muy importantes como el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), la Comisión Andina de Juristas Seccional Colombia (luego Comisión Colombiana de Juristas –CCJ) y la Corporación Región— comenzaron desde principios de la década a recopilar sistemáticamente información y a denunciar infracciones al DIH no solo por parte de la fuerza pública y los grupos paramilitares sino también por parte de las guerrillas.
En un acápite del reporte anual de 1996, la CCJ articuló en términos generales su concepción de la relación entre DIH y DIDH en clave de convergencia:
Suele hablarse con cierta frecuencia de las acciones que en un conflicto armado autoriza o permite el derecho internacional humanitario para calificar, desde el punto de vista jurídico, la legitimidad de la conducta (…) Sin embargo, el sentido del derecho internacional humanitario es bien diferente. En efecto, se trata de un conjunto de normas que se aplican a una situación especial y excepcional como es el conflicto armado, cuya realización (…) procura establecer límites para proteger a las personas que no están involucradas en el enfrentamiento (…) y a los bienes cuyo deterioro puede entrañar peligro para las personas protegidas (…) El derecho internacional humanitario, antes que autorizar comportamientos o conductas, es un catálogo de prohibiciones con el objeto de defender a las personas y bienes protegidos. Por ello, resulta impropio hablar de acciones permitidas par las normas humanitarias31 (cursivas añadidas).
Como para la Corte Constitucional (cuyas sentencias se citan abundantemente en el reporte), para la CCJ el régimen humanitario es ante todo limitante y protector, nunca permisivo ni autorizante. El DIH consistiría fundamentalmente —para usar una apta expresión de Iván Orozco— en una suerte de “derechos humanos para la guerra”, exigibles a todas las partes del conflicto, mientras que los derechos humanos en su normalidad son “para la paz y responsabilidad exclusiva del Estado”32. En virtud de esta interpretación del DIH en clave de convergencia, la CCJ llegó a considerar a las guerrillas y grupos paramilitares como posibles violadores de los derechos humanos, y por tanto como objetos aptos de denuncia.
Cabe mencionar, por último, que también los informes y resoluciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos añadieron fuerza a la tesis de la convergencia en Colombia a finales de los noventa. En 1997 la Comisión emitió un informe sobre Colombia en el cual invocó el AC3 con el fin de determinar si la muerte de Arturo Ribón Avilán y otros constituía una violación del artículo 4 de la Convención Americana o una muerte legítima en combate33. En este informe y los de seguimiento, la Comisión determinó que los regímenes humanitarios y de los derechos humanos “convergen” y se “refuerzan mutuamente.” Estimó la Comisión que cuando ocurren violaciones a los derechos humanos en contextos de conflicto armado, el alcance de las obligaciones estatales, en particular en lo que atañe a los derechos a la vida, la libertad de movimiento y el debido proceso, deben determinarse a la luz del DIH y viceversa: las protecciones consignadas en el DIH deben interpretarse a la luz de la jurisprudencia interamericana34. Posteriormente, a partir de 2004, la Corte Interamericana de Derechos Humanos procedió a emitir un importante número de fallos contenciosos en contra de Colombia por violaciones a derechos humanos cometidas en contextos de hostilidades.
2. REACCIÓN MILITAR A LA ACTIVACIÓN INTERNA DEL DIH: 1991-2006
El 7 de agosto de 1991, Rafael Pardo Rueda tomó posesión como el primer ministro de defensa civil en la historia de Colombia. Llegó al ministerio con el mandato constitucional recién acordado de mayores controles civiles a la acción militar y prevalencia interna del DIDH y DIH. Según recuenta Pardo en sus memorias, uno de los primeros retos que encontró al asumir labores fue el de redefinir los límites de competencias entre él y el comandante general de las fuerzas militares. En lugar de la vieja fórmula de Lleras, según la cual el orden público estaría en manos de las fuerzas militares y la política en manos de civiles, el nuevo orden constitucional exigía que el ministro se encargara de definir los objetivos y prioridades de la política pública en defensa y seguridad. El ministro sería, en palabras de Pardo, “responsable en lo político ante su superior el Presidente, ante el Congreso y ante la Nación por los asuntos de defensa, militares y policiales”, mientras que el comandante general sería responsable de “la aplicación de medios para el cumplimiento de los objetivos” y responsable ante el ministro35.
Entendiendo mejor que Lleras la vieja máxima de Clausewitz, según la cual la guerra es la continuación de la política por otros medios, el nuevo ministro reclamó para sí la definición de las políticas de seguridad. Sin embargo, su aplicación de la máxima fue parcial, pues su división de competencias planteaba dejar el control disciplinario y penal dentro del ámbito de lo operativo y consecuentemente por fuera del ámbito de acción ministerial. Según Pardo, bajo su nueva fórmula “el Comandante General es la cabeza de la organización disciplinaria y de justicia penal militar, en la que no interviene el nivel ministerial”, siendo el fuero penal militar un reflejo necesario de esta división de competencias36.
Si bien el DIDH y el DIH hicieron parte de la nueva agenda ministerial, las acciones se concentraron en la instrucción y en la creación de directivas e institucionalidad, no en el control interno, disciplinario o penal, de las tropas37. Los empeños iniciales por difundir las normas internacionales no llegaron a ser ni profundos ni efectivos. Como cabía esperar dada la oposición histórica de la oficialidad a la ratificación de los Protocolos Adicionales, las emergentes instituciones a cargo de la difusión de normas internacionales —integradas en buena parte por profesionales civiles en el ministerio— encontraron abierta oposición al discurso de los derechos humanos y el DIH dentro del estamento militar. En buena medida, la causa de tal hostilidad fue la relación estrecha que los militares percibían —no sin razón, según vimos en la sección previa— entre el discurso humanitario y sectores sociales históricamente hostiles a ellos y simpatizantes de los grupos insurgentes. Según reportó la Oficina del Alto Comisionado de Paz en 1996, había una “censura semántica y jurídica” entre los oficiales formalmente a cargo de la implementación del DIH: se hacía poco y no se quería hablar sobre lo poco que se hacía38.
En una ponencia presentada en agosto de 1996, el capitán de la Armada a cargo de la recién creada Oficina de Derechos Humanos y Derecho Humanitario del Ministerio de Defensa reportó cándidamente cuán difícil era “poner a caminar a nuestros militares sobre esta temática” y cuán pobres habían sido los resultados alcanzados por su oficina39. El capitán reconoció que pocos en las Fuerzas Armadas entendían siquiera lo básico en materia de DIDH y DIH, incluyendo a los oficiales encargados de administrar la justicia penal militar. El tiempo dedicado a la instrucción en la materia era insuficiente; para muchos mandos, las veinte horas de instrucción en DIH durante los cursos de formación serían su única exposición al tema. No había personal capacitado para impartir los cursos e incluso los materiales de enseñanza contenían errores doctrinales e imprecisiones40.
Por otra parte, si bien se crearon más de un centenar de oficinas de derechos humanos y derecho humanitario dentro de las unidades militares, su capacidad de gestión fue inversamente proporcional a su número: estaban pobremente dotadas, sin recursos y a cargo de oficiales de bajo rango y con poca capacidad de acción41. Más importante aún, el trabajo que hacían las oficinas se concentró no en difundir las normas humanitarias y monitorear su cumplimiento al interior de las unidades militares, sino más bien en denunciar públicamente las infracciones cometidas por los grupos guerrilleros. Replicando las estrategias del activismo no gubernamental que eran usadas con considerable éxito en su contra, las fuerzas militares dedicaron las oficinas a documentar casos y publicar y distribuir reportes con denuncias de infracciones cometidas por los grupos guerrilleros42. La misión central de las mismas, ideada y coordinada al más alto nivel, fue la deslegitimación pública, nacional e internacional, de los grupos insurgentes, no el control interno o la difusión del DIH entre las tropas y en el terreno43.
Así pues, en la medida en que los militares invocaron el derecho internacional, lo hicieron de manera eminentemente instrumental, como parte de una campaña de deslegitimación de sus enemigos militares y no como estándares de disciplina o control interno, ni tampoco como instrumentos de defensa jurídica. De este modo, los oficiales no adoptaron el “punto de vista interno” del DIH, en el sentido de Hart, sino que se limitaron al punto de vista externo. En efecto, las normas del DIH no fueron “aceptadas” y “usadas como guías de conducta” de manera institucionalizada por las fuerzas, sino que fueron más bien invocadas en términos de “regularidades de conducta observables, predicciones, probabilidades” y “signos de un posible castigo” —principalmente el castigo y la deslegitimación de sus enemigos44.
Por otra parte, los militares adoptaron el punto de vista interno del derecho doméstico a la hora de defender su fuero penal e imponer obstáculos procesales en la jurisdicción ordinaria. En efecto, los abogados defensores del personal militar interpusieron sistemáticamente demandas de competencia ante el Consejo Superior de la Judicatura, que hasta el 2000 en su mayoría fueron falladas a su favor. Las demandas de competencia contribuyeron a alargar los procesos y con ello aumentaron las probabilidades de prescripción. Otro recurso para alargar los procesos fue la renuncia abrupta de los abogados defensores y la renuencia o lentitud de los operadores militares a ejecutar órdenes de captura o hacer notificaciones a testigos para declarar45.
Estas tácticas de obstaculización procesal vinieron a reforzar las ventajas que de por sí tenían las fuerzas militares en la práctica de pruebas y en la investigación forense en áreas de combate. En la mayoría de los casos, los militares se hacían cargo del levantamiento de cuerpos y de recabar información sobre las circunstancias de las muertes; los casos eran llevados directamente a la jurisdicción militar46. Hasta el año 2000, los civiles no podían intervenir directamente en los procesos militares, razón por la cual no podían disputar, agregar o solicitar pruebas en la instrucción penal. Si bien los fiscales ordinarios podían abrir procesos basados en denuncias de allegados a las víctimas, llevar a cabo las investigaciones implicaba recabar pruebas y testimonios de operadores militares poco dispuestos a colaborar.
En paralelo a estas modalidades de obstrucción procesal, la expresión más clara y extrema de la predominancia del punto de vista externo en las instituciones militares se dio en lo que algunos oficiales dieron en llamar la “guerra jurídica”. En su versión moderada, la guerra jurídica identificó las denuncias de los activistas en derechos humanos como una forma de subversión encubierta, que operaría por vías formalmente legales pero en colaboración con organizaciones ilegales y en coordinación con sus estrategias armadas47. En su versión fuerte y francamente escabrosa, la guerra jurídica constituyó una teoría conspirativa con visos delirantes, que vio en los operadores jurídicos mismos, en particular en los investigadores de violaciones de derechos humanos en la Procuraduría, la Fiscalía y en la Defensoría del Pueblo, a probables colaboradores de los grupos guerrilleros48.
Así, en un artículo publicado en 1997 en la revista Fuerzas Armadas —el principal órgano de divulgación de las fuerzas militares— se afirma abiertamente que “al ser juzgado [un oficial] por la Justicia Ordinaria la probabilidad de que el fiscal o juez sea proclive a la subversión es alta”49. El artículo comienza por aclarar que la subversión debe siempre entenderse en sentido amplio y procede a afirmar que uno de sus objetivos de larga data ha sido “infiltrar el poder judicial y disciplinario y utilizar estos elementos para proteger a la subversión y atacar a las Fuerzas Militares”50. El caso emblemático sería la destitución del brigadier general Álvaro Velandia Hurtado, ordenada por el procurador delegado para los derechos humanos Hernando Valencia Villa en 199451. Esta y otras destituciones de oficiales por parte de la Procuraduría habrían causado un “síndrome de la Procuraduría” entre la tropa, que al temer verse atrapada en prolongados procesos judiciales perdía su disposición al combate y concedía ventajas a la guerrilla52.
La guerra jurídica se manifestó también en declaraciones públicas y semipúblicas proferidas por los altos mandos en contra de organizaciones no gubernamentales y de operadores judiciales encargados de la protección de los derechos humanos. De singular importancia fueron las acusaciones públicas del comandante del Ejército y del ministro de defensa en contra de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía53. En 1997, el entonces comandante del Ejército y juez penal de última instancia, Manuel José Bonnett, acusó a la Fiscalía en el texto de un fallo absolutorio de hacer “apreciaciones torcidas y dañinas” y de “falta de seriedad por parcialidad asumida en este proceso y el ánimo odioso con que los fiscales de Derechos Humanos investigan a los militares”54. En 1998 y ya como comandante general, Bonnett escribió un editorial en la revista Fuerzas Armadas, en el que cuestiona abiertamente las motivaciones de los defensores de derechos humanos y descalifica su labor mientras exalta los logros en derechos humanos de sus fuerzas55. El culmen de esta hostilidad pública se dio en un famoso discurso del expresidente Álvaro Uribe, en agosto de 2003, en el cual acusó a los defensores de derechos humanos de ser “politiqueros al servicio del terrorismo”56. Sobre todo en su primer mandato, Uribe alienó sistemáticamente a defensores de derechos humanos y a miembros de órganos regionales e internacionales para la protección de estos, y llegó a negar tanto la existencia de un conflicto armado como la aplicabilidad del DIH en Colombia.
Sin bien estas denuncias públicas en nombre de las fuerzas militares constituyen un indicador importante de la relación de las fuerzas frente al derecho internacional, de lejos el lado más oscuro de la guerra jurídica lo constituyeron las amenazas y ataques a defensores de derechos humanos y operadores judiciales57. Según datos del Grupo de Memoria Histórica, entre 1991 y 2006 fueron atacados cientos de miembros de la rama judicial, siendo los años de mayores ataques 1995 y 200258. En un estudio sobre la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía iniciado en 2003, Danilo Rojas-Betancourth y su equipo encontraron que el factor que más obstaculizaba el trabajo de la Unidad era precisamente la vulnerabilidad a amenazas y ataques de los fiscales, testigos, organizaciones de víctimas, abogados defensores y también de los acusados59.
3. APROPIACIÓN MILITAR DEL DIH: 2006-2016
Dados estos antecedentes, resulta por lo menos sorprendente que fuera durante el segundo período presidencial de Uribe que las fuerzas militares iniciaron una apropiación profunda del DIH. Según hemos visto, a principios de los noventa el ministro Pardo buscó revisar la vieja máxima de Lleras Camargo y reclamó para sí la competencia para definir las políticas públicas de seguridad y defensa, dejando sin embargo lo disciplinario y penal dentro de las competencias del comandante general. Debido en buena parte a una profunda crisis de legitimidad desatada por el conocimiento de los llamados “falsos positivos” —miles de ejecuciones extrajudiciales que seguían patrones comunes— a partir de 2006 el recién nombrado ministro de defensa Juan Manuel Santos, su viceministro Sergio Jaramillo y su equipo buscaron revisar la máxima de Pardo y ampliar el ámbito de las competencias ministeriales para incluir también lo operativo y lo disciplinario en el ámbito de las políticas públicas de seguridad y defensa60.
La relación entre el DIH y el DIDH tuvo un lugar central en la articulación de las nuevas políticas de seguridad y defensa del Ministerio, en particular en las políticas de “consolidación territorial” dentro del marco de la Seguridad Democrática. A partir de 2006 se buscó que estándares derivados del DIDH y el DIH hicieran parte de la planeación y el control de las operaciones militares, y que las oficinas de control e inspección internos de las fuerzas empezaran a incorporar estándares derivados de estas normativas. En efecto, en 2006 las fuerzas militares iniciaron una transición desde el punto de vista eminentemente externo de la “guerra jurídica” a una adopción del punto de vista interno del DIH.
La nueva visión del derecho impulsada desde el Ministerio de Defensa está sintetizada en un ambicioso documento de política —la Política integral de DD. HH. y DIH— publicado en 200861. La Política buscó introducir el DIH y el DIDH en el nivel táctico-operacional principalmente mediante un sistema de control organizacional interno, con nuevos procedimientos, roles y estándares en cuyo centro estaría el llamado “derecho operacional”. Tal derecho resulta de una síntesis y simplificación de las normas internacionales aplicables a la regulación de la fuerza armada, interpretadas a la luz y en términos de objetivos operacionales y políticas de seguridad. En este sentido, el derecho operacional constituye una amalgama de derecho, doctrina militar y políticas de seguridad62. En su propósito de ser accesible y proveer orientación clara a las tropas, el derecho operacional debe precisar —y puede explotar— las lagunas y apertura hermenéutica del DIH. En el caso colombiano, se ha incluido dentro del derecho operacional, además de referencias directas a los instrumentos internacionales y a las interpretaciones autorizadas del CICR, la jurisprudencia asociada al bloque de constitucionalidad y pronunciamientos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Estas normas fueron contextualizadas e interpretadas desde la perspectiva táctica y estratégica específica de las políticas de seguridad democrática del gobierno de Uribe.
El contenido específico del derecho operacional fue presentado en el primer Manual de Derecho Operacional de las fuerzas, publicado por el Ministerio en 2009 y posteriormente revisado en 2015 para un contexto estratégico diverso63. Una de las innovaciones más célebres del primer Manual fue la de distinguir y articular dos tipos de operaciones en las cuales aplican sendos marcos legales, y para las cuales se diseñó un dispositivo didáctico de tarjetas de color rojo y azul64. Para operaciones en “áreas de hostilidades” aplica el DIH, entendido como un derecho de excepción o lex specialis y en ese sentido limitante del alcance pleno de los derechos humanos. Para operaciones clasificadas como de aplicación de la ley en las llamadas “zonas de consolidación territorial”, aplican los estándares plenos y más restrictivos del DIDH65. Y si bien el Manual propende por “modular” la aplicación del DIH y así ampliar el alcance del DIDH, está en todo caso estructurado alrededor de la tesis de divergencia66. En clave de divergencia, distingue dos modalidades del principio de proporcionalidad y aclara que la proporcionalidad en operaciones militares es más permisiva que en operaciones de aplicación de la ley; así mismo aclara que en operaciones de aplicación de la ley la fuerza debe ser el último recurso, mientras que en contextos de hostilidades la fuerza letal puede ser la primera opción contra objetivos militares legítimos67.
Otras innovaciones importantes de la Política y el Manual incluyen el requisito de que toda operación militar especifique en su orden de operaciones unas “reglas de enfrentamiento” que definan las circunstancias bajo las cuales se permite usar la fuerza68. La Política creó también la figura del “asesor jurídico operacional”, que si bien está contemplada en el Protocolo Adicional I (art. 82) no había sido implementada en el país. Solo oficiales profesionales en derecho pueden actuar como asesores operacionales, siendo su función principal emitir conceptos al comandante sobre la legalidad de una operación planeada y establecer sus reglas de enfrentamiento69. Aunado al despliegue de los asesores operacionales, la Política creó la Oficina de Doctrina y Asesoría en el Ministerio, encargada de adecuar el diseño de políticas macro a los estándares del derecho internacional y de asesorar a los asesores operacionales. De este modo se dio un despliegue gradual de abogados expertos en DIH y DIDH en áreas de combate70.
El doble propósito de estas reformas e innovaciones —y de la Política más ampliamente— se enuncia con claridad en la presentación del ministro Santos al documento de política:
La Política establece por una parte el acompañamiento permanente de asesores jurídicos operacionales y la incorporación de toda esta normativa en las órdenes de operaciones y en las reglas de enfrentamiento. De esa manera es también un instrumento de protección de nuestros hombres y mujeres: quien obre dentro de esos parámetros sabe que no tendrá problema alguno porque actúa dentro de la legalidad71.
El problema al que se refiere el ministro Santos es, por supuesto, legal. Las reglas de enfrentamiento y el visto bueno del asesor jurídico operacional constituyen por una parte guías y controles dentro de las operaciones, pero por otra son también material probatorio y potencialmente exculpatorio en investigaciones disciplinarias y penales. Así, uno de los objetivos de incorporar el DIH a través de los dispositivos articulados por el Manual Operacional fue profesionalizar y mejorar la defensa jurídica en casos penales y disciplinarios, y de este modo dar “seguridad jurídica” a las tropas72. En lugar de obstáculos procesales, los defensores de las fuerzas fueron llamados a invocar ante los jueces las autorizaciones y permisos que emanan del DIH73.
Esta invocación del DIH en contraposición al DIDH en contextos de defensa jurídica ha sido recurrente a partir de la introducción de la Política. En este sentido cabe afirmar que, con la introducción de los dispositivos asociados al “derecho operacional” en 2008, las fuerzas militares llegaron finalmente a percatarse de las ventajas de profesionalizarse en derecho internacional y de reclamar el DIH como suyo, esto es, de asumir el punto de vista interno del DIH.
Quizás la ocasión más álgida de este reclamo fue la iniciativa del Ministerio de Defensa de reformar el artículo 221 constitucional en 2012 (Acto Legislativo 02 de 2012). Si bien el Acto fue declarado inexequible por la Corte Constitucional (C-740 de 2013), en su momento reveló una actitud hacia el DIH por parte del estamento militar diametralmente opuesta a la de diez años atrás. Lejos también de los delicados matices y balances normativos del Manual Operacional de 2009, el Acto Legislativo de 2012 intentó hacer del DIH el marco jurídico por excelencia a la hora de evaluar las acciones militares, respecto al cual habrían de ajustarse tanto las normas del derecho penal como la asignación de competencias jurisdiccionales. En efecto, según reza parte del texto de la reforma:
Cuando la conducta de los miembros de la Fuerza Pública en relación con un conflicto armado sea investigada y juzgada por las autoridades judiciales, se aplicará siempre el Derecho Internacional Humanitario. Una ley estatutaria especificará sus reglas de interpretación y aplicación, y determinará la forma de armonizar el derecho penal con el Derecho Internacional Humanitario74.
Además del énfasis en el DIH, el Acto buscó crear un “Tribunal de Garantías” integrado en parte por abogados militares que se encargaría de vigilar que el DIH fuera el marco jurídico usado, así como de dirimir conflictos de competencia entre las jurisdicciones militar y ordinaria. En la exposición de motivos se declara expresamente que un objetivo central del proyecto es recurrir a las dimensiones permisivas del DIH en el ámbito penal: “esta norma de armonización del DIH con el derecho penal permite construir causales de exoneración de responsabilidad penal que reflejen las reglas específicas del DIH”75.
Una de las consideraciones que motivó el proyecto fue la percibida falta de capacidad técnica por parte de operadores jurídicos ordinarios en materia de DIH. Según se sostuvo en la ponencia para segundo debate en la Cámara de Representantes:
La aplicación del artículo 3 del actual Código Penal Militar desencadenó un “vaciamiento” de competencia de la Justicia Penal Militar a favor de la justicia ordinaria al punto que toda operación militar, por esencia acto del servicio, terminó siendo asumida por la justicia ordinaria y decidida por jueces y fiscales que carecen del nivel de especialidad que exige el fuero penal militar consagrado en el actual artículo 221 de la Constitución Política76.
Así, si antes se acusaba a los operadores jurídicos de ser simpatizantes o cómplices de las guerrillas, ahora se les acusa de no entender la naturaleza y complejidades propias del DIH, esto es, de no estar capacitados para adoptar el punto de vista interno del DIH. En esta línea, uno de los oficiales más articulados y vociferantes en el reclamo del DIH como marco para la evaluación jurídica de lo militar —y actualmente brigadier general a cargo del Departamento Jurídico Integral del Ejército— defendió en una ponencia académica el Proyecto de Acto Legislativo argumentando que “el desconocimiento del DICA [Derecho Internacional de los Conflictos Armados] que orienta al Derecho Internacional Humanitario y del Derecho de La Haya en el apropiado uso de los métodos y medios para conducir las hostilidades en la batalla” habría “contribuido a que muchos de nuestros mejores héroes, combatientes de la Patria, se vean injustamente incursos en procesos penales y disciplinarios por casos totalmente relacionados con el servicio”77. En una interpretación pronunciadamente divergente de la relación entre los dos regímenes, el oficial llegó a describir como un “craso error” dar énfasis al DIDH en el derecho operacional. “El DIH no es un apéndice de los Derechos Humanos”, afirma el oficial, puesto que “permite desplegar la fuerza militar con más contundencia, multiplicar el poder de las armas y los métodos y los medios de conducir hostilidades”78. El actual artículo 221 de la Constitución, resultado de otra reforma constitucional que esta vez la Corte Constitucional sí avaló (Acto Legislativo 1 de 2015, declarado exequible en la sentencia C-084 de 2016), reitera la primacía esperada para el DIH como marco evaluativo para las Fuerzas Armadas, aunque de manera más débil que en la reforma previa79. En línea con esta reforma constitucional, la Fiscalía General de la Nación ha producido así mismo directivas que dan eco a esta comprensión del DIH80.
Por último, el Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las FARC, que como es bien sabido incluye mecanismos de justicia transicional penal para la fuerza pública, posiciona también al DIH como fuente jurídica prioritaria a la hora de juzgar penalmente las conductas de los miembros de las fuerzas, y enfatiza el requisito de experticia en DIH para los operadores de la justicia transicional81. En este sentido, la articulación de los dos regímenes internacionales dentro de los Acuerdos refleja también el proceso de apropiación del DIH por parte de las fuerzas durante la última década.
4. “IUS POST BELLUM” Y EL DEBER DE SUPERAR EL DIH
Las oscilaciones del discurso humanitario en Colombia en los últimos casi treinta años reflejan la tensión entre las dos grandes tesis interpretativas sobre la relación entre el DIH y el DIDH. Por una parte, la tesis de convergencia ha sido predominante en la jurisprudencia de la Corte Constitucional y en el activismo de las organizaciones de promoción y defensa del DIDH. Por otra parte, tras un período de marginalización, instrumentalización y hostilidad abierta frente al derecho internacional marcado por la llamada “guerra jurídica”, las fuerzas militares han pasado gradualmente a apropiarse del DIH siguiendo una interpretación divergente de su relación con el DIDH. Si bien parece improbable que las sospechas propias de la “guerra jurídica” hayan desaparecido por completo del estamento castrense, la profesionalización jurídica ha logrado avances institucionales claros en las fuerzas. Para concluir, quisiera señalar algunas implicaciones de esta historia de la implementación del DIH en Colombia relativas a la naturaleza y posibles usos de sus normas.
Quizás el peligro más apremiante que conlleva un énfasis exclusivo en los deberes de protección del DIH, es decir una visión estrecha de la relación entre los dos regímenes en clave de convergencia, es perder de vista las dimensiones más permisivas y destructivas del DIH. Al enfatizar la tesis de divergencia, se destacan precisamente tales dimensiones, que típicamente se asocian al principio de necesidad militar. En un contexto como el colombiano actual, donde los prospectos de implementación del Acuerdo de Paz son inciertos, y las posibles nuevas amenazas, múltiples, es fundamental tener plena claridad sobre los verdaderos alcances del DIH y su relación con el DIDH.
En comparación con la invocación regular de la excepcionalidad antes de 1991, o con la “guerra jurídica” de los años noventa, la profesionalización jurídica de las fuerzas militares colombianas en la última década constituye sin duda un avance. Los controles internos y la racionalidad organizacional apalancada por la Política integral de DD. HH. y DIH de 2008 han tenido efectos disciplinantes y limitantes. No obstante, el uso competente del DIH conlleva sus propios riesgos y peligros. El escalamiento de bombardeos aéreos por parte de Israel y Estados Unidos en los últimos veinte años ha estado acompañado de una tecnificación jurídica sin precedentes. Los miles de civiles muertos a causa de tales bombardeos en Afganistán, Irak y los Territorios Ocupados evidencian cuan poco limitante puede resultar la profesionalización militar en DIH.
El postacuerdo en Colombia plantea riesgos y amenazas muy propias. He argumentado en otro lugar que un imperativo esencial en una transición de la guerra a la paz es que el uso de la fuerza armada por parte de agentes estatales se reduzca significativamente82. Esto implica que el catálogo de justificaciones públicas para el uso de la fuerza sea limitado, en particular que se excluyan las invocaciones a la necesidad militar y a la proporcionalidad en el uso de la fuerza en contra de objetivos militares. Una transición exitosa de la guerra a la paz debe restaurar —o garantizar por primera vez, como sería el caso en grandes áreas de Colombia— el catálogo completo de protecciones del DIDH. Para usar el lenguaje del ius post bellum, cuando el Estado se embarca en una transición de la guerra a la paz, los derechos humanos plenos serán los iura que deben ser reconocidos y protegidos post bellum. En consecuencia, el uso de la fuerza estatal debe pasar progresivamente a manos de la policía, la cual debe luchar contra organizaciones delictivas u otras amenazas en estrecha colaboración con jueces y fiscales.
Un riesgo específico del momento actual, entonces, es invocar con excesiva facilidad el marco del DIH, bajo el entendido erróneo de que se trata de una norma exclusivamente limitante, a la hora de enfrentar a organizaciones criminales y otras nuevas amenazas. El Manual Operacional de 2015 contempla ya el uso de la fuerza militar en contra de bandas criminales83. Así mismo, la Directiva 0015 de 2016 del Ministerio de Defensa autorizó el bombardeo a campamentos de bandas criminales. En la medida en que estas disposiciones pueden equivaler a una pena de muerte por presunta membresía en una organización narcotraficante, y que tal medida va en contravía de la dirección propia de un posconflicto, deben ser causa de preocupación. En su momento, Gustavo Gallón —director de la CCJ— publicó una sorprendente defensa de la Directiva 015 de 2016 basada en la tesis de convergencia. Según escribió en su columna semanal del diario El Espectador, el DIH “no contiene autorizaciones, solo prohibiciones: sus normas están orientadas a la protección de no combatientes en un conflicto armado” y por tanto nada habría que temer de la Directiva84. Es claro, sin embargo, que las normas del DIH también están orientadas a definir qué constituye un objetivo militar legítimo y a permitir la fuerza militarmente necesaria para “neutralizarlo”. Tal fuerza es a menudo letal y en todo caso más destructiva que aquella permitida por el DIDH en condiciones de paz.