INTRODUCCIÓN
Durante 2006, miles de estudiantes de secundaria salieron a las calles de varias ciudades de Chile. Enarbolando una serie de reclamos políticos —‘ya es suficiente’, ‘la educación es un derecho, no un privilegio’, ‘pongamos fin a la educación de Pinochet’, por nombrar algunos— demandaron reformas comprehensivas al sistema educacional chileno. La ‘revolución pingüina’ —como se conoció a una serie de protestas que se extendieron por meses a lo largo de Chile y cuyo nombre arranca de los colores oscuros (grises y blancos) de los uniformes estudiantiles— enfrentó lo que, hasta entonces, era la doctrina prácticamente unánime: que la libertad de enseñanza reconocida en el texto constitucional habilitaba a los particulares a fundar establecimientos educacionales y a administrarlos de conformidad con los mandamientos del libre mercado1. En respuesta a estos embates populares, el Congreso chileno aprobó la Ley General de Educación (20.370 de 2010) que venía a reemplazar la antigua Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (18.962). Como dicha reforma no abordó los aspectos centrales de las demandas estudiantiles, una segunda oleada de protestas vio la luz en 2011. Este segundo ciclo de protestas se agrupó, principalmente, en torno al reclamo en contra del lucro. Esto es, en contra de la posibilidad de que corporaciones de derecho privado se sirvieran de fondos estatales destinados a la educación para beneficio personal, lo que acertadamente ha sido descrito como el corazón del sistema educacional chileno2.
Desde entonces se han aprobado diversas reformas legales que han abordado distintos aspectos de los diferentes niveles de la educación. Si bien las regulaciones legales específicas pueden estar en mayor o menor sintonía con las demandas estudiantiles, lo cierto es que todas ellas se han impulsado a la luz de una nueva comprensión constitucional. Esa nueva comprensión constitucional que ha encontrado eco no solo en las cámaras del Congreso Nacional, sino también en las salas del Tribunal Constitucional, se instaló a partir de las protestas sociales que vengo relatando.
Por supuesto que el cambio de comprensión constitucional —en palabras de Jack Balkin, la aceptación de argumentos antes no considerados constitucionales, que ahora pasan a ser parte del nuevo entendimiento del texto constitucional3— no fue sencillo. Ello se debe, en parte importante, al escenario constitucional sobre el que se plantearon las demandas estudiantiles. Ese es un escenario que se ha dibujado sobre la base de considerar lo constitucional como un asunto técnico y, por consiguiente, restringido a ciertas formas de participación política4. De allí que no debiera extrañar que esta nueva lectura del texto constitucional, ofrecida por estudiantes en las calles y por medio de la aglomeración, fuera vista con sospecha (cuando no calificada rápidamente como antidemocrática) por las élites políticas.
Este trabajo tiene un doble propósito. De una parte, busca explicar en términos constitucionales eventos como al que acabo de aludir, presentando una visión diferente a la que el liberalismo constitucional suele ofrecer frente a ellos5. ¿Cómo concibe el liberalismo constitucional sucesos como los de las protestas? Permítanme echar mano a Maquiavelo para intentar explicarlo. En sus Discursos, el florentino narraba de este modo la que, en su opinión, era una de las causas de las buenas leyes romanas:
Sostengo que quienes censuran los conflictos entre la nobleza y el pueblo condenan lo que fue primera causa de la libertad de Roma, teniendo más en cuenta los tumultos y desórdenes ocurridos que los buenos ejemplos que produjeron, y sin considerar que en toda república hay dos humores, el de los nobles y el del pueblo. Todas las leyes que se hacen en favor de la libertad nacen del desacuerdo entre estos dos partidos, y fácilmente se verá que así sucedió en Roma6.
Pues bien, el liberalismo constitucional suele quedarse, como reprochaba Maquiavelo, en los tumultos, los ruidos, las aglomeraciones, los desórdenes, los gritos, la informalidad, todo lo que lo pone nervioso antes que en prestar atención a los buenos efectos —las buenas leyes, de hecho, decía Maquiavelo— que esos conflictos traen de la mano para la libertad de las repúblicas. Y quizá no cabría esperar otra cosa. ¿Por qué las cláusulas que reconocen el derecho de reunión son las únicas, de todo el catálogo de derechos, que enfatizan que ese derecho debe ejercerse pacíficamente y sin armas? ¿Es acaso la regla general que los demás derechos y libertades fundamentales pueden ejercerse de forma violenta y con armas? Si la respuesta es (como lo es) que no, entonces, ¿qué permite develar la necesidad de enfatizar que las reuniones en lugares de uso público deben desarrollarse pacíficamente y sin armas? Siguiendo a Salát, cláusulas de este tenor —que exhiben con toda su fuerza la animadversión hacia las asambleas de personas—, han abierto un campo fértil a las restricciones indebidas a la protesta7.
El primer propósito de este trabajo, entonces, como vengo diciendo, consiste en reivindicar la constitucionalidad democrática de las protestas. Para ello, en la primera parte (1) advertiré cómo las protestas sociales pueden funcionar como mecanismos de negociación de significados constitucionales. En breve: la protesta social funciona como una herramienta a la que la ciudadanía echa mano, para, a través de ella, amasar poder social que luego buscará transformar en poder político institucional8. De este modo, las decisiones que toma el Estado siguiendo las protestas son, antes que decisiones arrancadas a la fuerza, el fruto de la interacción entre la ciudadanía —el pueblo— y sus instituciones. Esa interacción, como diré, es necesaria para configurar una democracia representativa robusta —o la causa de buenas leyes, volviendo a Maquiavelo—. Si esto es así, que es lo que defenderé, las protestas operan como medios a través de los que la ciudadanía ofrece sus lecturas populares de la Constitución, ampliando, de esta manera, el perfil de quienes pueden vincularse a lo constitucional, democratizando las avenidas para abordar la actualización de los acuerdos comunes y dotando a las decisiones formales —las leyes— de legitimidad popular9.
El segundo propósito de este trabajo, aunque es el que se ha tomado el título, (2) consiste en llamar la atención sobre los costos —o riesgos, si se prefiere— que corremos al reivindicar una noción de derecho (positivo) a la protesta en los términos del propio liberalismo constitucional10. Esto puede resultar paradojal. Mientras la protesta social requiere para su configuración como derecho constitucional ciudadano (en los términos de Marx)11 al derecho, ese recurso al derecho trae de la mano, o ha traído de la mano, la indebida regulación de la protesta y, con ello, una afectación severa —los más críticos dirán fatal— de la capacidad disruptiva (y por ende negociadora) de la protesta.
1. LA PROTESTA COMO HERRAMIENTA DE NEGOCIACIÓN CONSTITUCIONAL
En esta primera parte expongo el papel (o uno de los papeles) que le cabe a la protesta social en una democracia constitucional. Comenzaré señalando (1.1) que una democracia representativa requiere de procedimientos e instituciones en las que se adoptan las decisiones autoritativas. Enseguida diré (1.2), con apoyo del trabajo de la profesora Nadia Urbinati, que ello, sin embargo, no es suficiente. Una democracia representativa requiere, además, ofrecer un espacio de poder para la opinión pública. Una democracia representativa en forma es una que logra acomodar tanto a la voluntad democrática que se configura al amparo de los procedimientos como a la opinión pública, evitando las desfiguraciones —esto es, la imposición indebida de una sobre la otra—. Explicado esto, (1.3) sostendré que la protesta social es una de las vías a través de las cuales la ciudadanía contribuye a formar opinión pública con su aparición pública (una primera forma de coreografía, que aprovecharé para anotar acá), y que ella, cuando aborda asuntos constitucionales, permite vehiculizar las concepciones populares que la ciudadanía sostiene respecto de la Constitución. Dicho esto, (1.4) terminaré echando un breve vistazo a las regulaciones del derecho que permiten configurar un derecho positivo (por diferenciación del derecho natural) a la protesta social. La segunda parte de este trabajo, como dije, (2) aborda los riesgos de esta configuración.
1.1. Voluntad democrática
De acuerdo con Nadia Urbinati, la democracia representativa es una diarquía, esto es, un gobierno de dos soberanas o dos cabezas12. De una parte, en su dirección interviene la reina o la soberana de la voluntad democrática. Esta soberana se expresa por medio de procedimientos formales, altamente detallados, cuando no deliberadamente complejos13. Un ejemplo de voluntad democrática lo constituyen los procedimientos de elaboración de las leyes. Como sabemos, los proyectos de ley deben cumplir con una serie de formalidades para poder ser admitidos a tramitación y, una vez hecho esto, se gatillan una serie de etapas que, fuera de los avatares propios de la política (las negociaciones, las transacciones, las pasadas de cuenta, etc.), brillan por la alta formalidad que las acompaña.
Estos procedimientos, una vez que se ponen en marcha por las autoridades previamente investidas, “dentro de su competencia y en la forma que prescrib[e] la ley” (así lo dispone el texto constitucional chileno aún vigente), producen decisiones autoritativas (por ejemplo, la ley). Permítanme citar un ejemplo local. De conformidad con el art. 115 i. 3 de la Constitución colombiana:
Ningún acto del Presidente, excepto el de nombramiento y remoción de Ministros y Directores de Departamentos Administrativos y aquellos expedidos en su calidad de Jefe del Estado y de suprema autoridad administrativa, tendrá valor ni fuerza alguna mientras no sea suscrito y comunicado por el Ministro del ramo respectivo o por el Director del Departamento Administrativo correspondiente, quienes, por el mismo hecho, se hacen responsables.
Como se aprecia, los actos de voluntad democrática devienen en autoritativos únicamente si en ellos participan funcionarios investidos en sus funciones estatales; si esos funcionarios y esas funcionarias ponen en marcha los procedimientos detallados en la Constitución, leyes y demás reglamentaciones; y cuando esas decisiones, dictadas satisfaciendo todas esas formalidades, respetan los límites de contenido que otros órganos —igualmente integrados por otros funcionarios y otras funcionarias, que deben haber sido previamente investidos en sus funciones y que deben, también, respetar sus propios procedimientos— se encargan de tutelar. ¿Es esto suficiente para una democracia?
1.2. La opinión pública
Que la democracia sea una diarquía, sin embargo, nos dice que esto no es suficiente. Nos advierte —sostiene Urbinati— que ella no se agota en el apego irrestricto a las formas y procedimientos detallados en constituciones y leyes, sino que debemos atender las órdenes o la voluntad de la otra soberana que concurre a conferir legitimidad a la democracia representativa: la opinión pública14. A diferencia de la voluntad democrática, la opinión pública se construye lejos de las avenidas formales. Si la voluntad democrática es equivalente a procedimientos, avenidas formales y regulaciones, la opinión pública es, en cambio, el dominio de lo extra institucional, de la informalidad y —esto es especialmente evidente en el caso de la protesta— de la presencia15. Tampoco es, como lo señalara Habermas, “representativa en el sentido estadístico”. No puede ser tenida como una suma de “opiniones privadas expresadas por personas individualmente consideradas”16, razón por la que no puede ser confundida con (o reducida a) las encuestas. De allí que la opinión pública no pueda ser concebida como certeza; esta cambia, muta, es a ratos amorfa. No es episteme, es doxa; opinión17. Está, como lo señaló Hegel, plagada de accidentes, ignorancia y juicios equivocados18. Pero de allí su fuerza. Es que es justamente por lo anterior que, en principio, la opinión pública no conoce de límites —nótese la diferencia con el funcionamiento de la voluntad formal—. No sugiere ella que haya voces que deban desoírse, sino todo lo contrario; su base eminentemente igualitaria, abierta a todos los “juicios, las opiniones y consejos respecto de los asuntos del Estado”19, por más desinformados y equivocados que estén, reclama la concurrencia de todas ellas.
Ambas soberanas, la voluntad formal democrática y la voluntad informal de la opinión pública, gobiernan en la democracia representativa. Ambas se influyen la una a la otra en una suerte de equilibrio dinámico20 al que concurren en una posición equiprimordial21, aunque sin confundirse22. Como lo señaló Schmitt, es justamente en una democracia que el pueblo no puede constituirse en un aparato administrativo o en un órgano del Estado. “Tal como un partido político no puede transformarse en un órgano oficial sin perder su naturaleza de partido” —escribió— “la opinión pública no puede permitir su transformación en una jurisdicción oficial…”23.
Las decisiones de una democracia representativa en forma —permítanme ocupar esta deportiva expresión—, se construyen sobre la base de una red de discursos que se despliegan en dos ámbitos y que evidencian ese diálogo continuo al que hice referencia antes echando mano al trabajo de Urbinati: (a) el de la política institucional, altamente estructurada y procedimentalizada que apunta a la formación de voluntad (por ejemplo, el Congreso Nacional); y (b) el de la política informal, más dispersa y menos estructurada que apunta a la formación de poder social y que busca influir definitivamente en la política institucional. Mientras la voluntad democrática determina los contornos (la legalidad) por los que se mueve la opinión pública, la opinión pública influye, o esperamos que influya, las decisiones institucionales. Como lo expuso James Madison, “la opinión pública determina los límites de cada gobierno, y es la real soberana de un gobierno libre”24. La opinión pública, dicho de otro modo, se transforma en la piedra de toque de las decisiones adoptadas por medio de los procedimientos y canales institucionales del poder. No en vano, “el grado de correspondencia entre voluntad general y opinión general es” —apunta Urbinati recordando a Rousseau— “el termómetro que mide la fuerza y salud de la comunidad política”25. O como lo ha señalado más recientemente Robert Post, la brecha entre la opinión pública y las políticas del Estado nos sirve como una herramienta para evaluar la justicia social de las decisiones gubernamentales26. En palabras de Maquiavelo, ahora en otra obra, el príncipe debe sentir que es afectado por el pueblo y el pueblo tiene que sentir que afecta al príncipe27. Es la interacción entre estas dos voluntades y su justo equilibrio, en efecto, lo que nos permite identificar una democracia representativa con valor normativo y no como un mero sucedáneo de la hoy irrealizable democracia directa —la gran tarea a la que se ha dedicado Urbinati28—.
Por eso es importante proteger la configuración igualitaria de la opinión pública, para lo que cobra especial relevancia en el contexto de sociedades heterogéneas29. Y es que una opinión pública que excluye voces o, para decirlo de otra forma, que solo se construye a partir de voces (por cualquier criterio) seleccionadas, corre el riesgo de ofrecer un parámetro popular de cotejo de las decisiones institucionales que es incapaz de dar cuenta de manera fidedigna de la real salud y fuerza de la comunidad30. Y ello transforma a esa comunidad, y sus decisiones institucionales, en pura fuerza e imposición —y la pura fuerza y el terror, nos advirtió Rousseau, “no constituye derecho alguno”31—.
1.3. La protesta como una forma de opinión pública
Como se ha apuntado hasta ahora, la democracia representativa presupone una relación estrecha entre las instituciones formales de toma de decisión, como el Parlamento, y los espacios informales de formación de la opinión32. La legitimidad de los primeros, de hecho, depende de qué tan abiertos se muestran a ser permeados por la opinión pública. La protesta es, en este contexto, uno de los medios (y para algunos y algunas para quienes los canales tradicionales de participación no se encuentran disponibles, el único medio a la mano)33 a través del cual la ciudadanía concurre a la formación de la opinión pública frente a la cual, luego, el Estado y sus instituciones responden. La protesta se ofrece como herramienta de aparición política, por medio de la que, voces que de otro modo estarían silenciadas, se instalan en el espacio público para constituirse en actores políticos34.
La protesta es, así, una forma de coreografía política —una primera forma de coreografía—. En efecto, se trata de una puesta en escena y una representación que ofrece una opinión que reclama atención y que, no en pocos casos, entretiene. Primero, porque, como lo ha indicado Judith Butler, la nota distintiva de las reuniones es la aparición pública y unida de las personas. Pero no solo de personas en un sentido figurado o abstracto (del modo que el mismo texto constitucional afirma que las personas nacen libres e iguales en dignidad o el Código Civil presupone que las personas contratantes se encuentran en posición de completa libertad para hacerlo), sino de personas en su sentido corporal, que con sus experiencias de exclusión y reclamos se sitúan en el espacio público35. Y es su nota distintiva porque la reunión en espacios públicos obtiene su fuerza social a partir de su carácter performativo. “Todo poder”, como lo sostiene Pierre Rosanvallon, “requiere una puesta en escena”36.
En segundo lugar, porque las coreografías y otras formas de representaciones son parte del repertorio al que se recurre en las protestas sociales37. Y es que si el poder de las protestas es generalmente oblicuo, es decir, opera dirigiéndose a la autoridad, pero también a los públicos a los que la autoridad presta atención38, entonces la capacidad de la representación, la escenificación y la dramatización son únicas39. En efecto, a través de las coreografías quienes protestan pueden intentar crear un espacio de intimidad (aun cuando en público) y complicidad con el reclamo que formulan40. Las emociones y vivencias de la demanda, así, se hacen comunes. Quizá el caso más notable del que hemos tomado conocimiento en el último tiempo lo representa la coreografía del colectivo feminista Las Tesis “Un violador en tu camino”, apropiada por movimientos de todo el mundo41. Junto con la fuerza de la protesta, además, las coreografías permiten que las personas que generalmente están en la posición de público asuman el papel de actores y actoras del poder. Ello colabora a transformar en verdaderos escenarios los espacios públicos emblemáticos de las ciudades, disputando (por medio de su resignificación política) su uso regular42. Por último, también es posible que, junto con el mensaje de creatividad, las coreografías —con su alegoria— envien una señal que permita bajar las tensiones de las respuestas estatales, en especial las de la policía43.
La protesta, de este modo, abre paso a la ciudadanía corporal: una forma de ciudadanía que enfatiza la presencia de los cuerpos y que, sobre la base de ese giro ontológico —que coloca de relieve la inescapable conexión de las personas con sus diferencias sociales, materiales y naturales—, amplía la estrecha concepción de ciudadanía, generalmente abstracta, que ofrece la variante legal de la misma. Esto permite explicar, por ejemplo, cómo es posible que niños, niñas y adolescentes, excluidos para todos los efectos de la ciudadanía legal, puedan devenir por medio de la aparición pública en sujetos políticos44. De esto pueden dar cuenta las y los estudiantes que se movilizaron durante 2006 en Chile. Ellos y ellas pasaron de ser adolescentes que se encontraban debajo de la edad ‘legal’, a transformarse en las y los actores políticos que instalaron la discusión política más relevante de la que hayamos tenido noticia en los últimos 15 años en Chile: la relativa a la política educacional nacional que, dicho sea de paso, persiste. A ellos y ellas la protesta y la coreografía les permitió representar sus reclamos a la comunidad política. A través de la aparición pública de individuos que, de otra forma, estaban relegados a la patria potestad de sus padres y madres, la protesta les permitió amasar poder social que —de manera más o menos imperfecta, pero nadie dudará que de alguna manera— se ha venido transformando en distintas formas de poder político: en decisiones institucionales, en voluntad democrática45.
Desde luego que la opinión pública que la protesta ayuda a configurar alcanza, también, las lecturas constitucionales. Esto es lo que hicieron, por ejemplo, los y las estudiantes en Chile. Por medio de movilizaciones populares ofrecieron sus lecturas alternativas de lo que debía ser la adecuada relación entre derecho a la educación y libertad de enseñanza. No fueron abogados y abogadas los que se animaron a ofrecer ese nuevo paradigma; no se trabó esa nueva relación en las salas de alguna Corte; los actores y las actoras que definieron esa nueva comprensión constitucional no vestían oscuro traje de talle y corbata. Antes bien, esa nueva comprensión constitucional se originó en las calles, fue avanzada por estudiantes vistiendo zapatillas y jean, y echando mano al lenguaje popular, a los cantos y a los memes.
El primer paso para poder aceptar que desde la ciudadanía pueden formularse interpretaciones (o como las llamo acá, lecturas) populares de la Constitución, supone abrazar una versión de lo constitucional que rechaza su comprensión exclusivamente legalista. Se trata de rechazar la idea conforme a la cual la Constitución y su comprensión —para parafrasear Marbury v. Madison— es enfáticamente tarea de la judicatura46. Tal noción, no es innecesario insistir en esto, transforma la Constitución en un contrato y, de paso, confiere el monopolio de su lectura a los abogados y abogadas, que son quienes han sido adiestrados en la lectura e interpretación jurídica. Las avenidas públicas, de este modo, ceden frente a las salas judiciales y la política frente al derecho.
La comprensión constitucional que acá se sugiere, en cambio, rechaza lo que Hrischl ha denominado ‘juristocracia’47, y pretende hacer efectivo el ideal del autogobierno democrático, ideal que, desde luego, debe también alcanzar nuestros acuerdos fundamentales que definen la forma y sustancia de nuestra identidad política. Por oposición al modelo judicial de la lectura constitucional, donde jueces y juezas son los encargados exclusivos, o en cualquier caso últimos, para interpretar la Constitución, el constitucionalismo popular o democrático que acá se defiende devuelve al pueblo ese papel central (y si nunca lo tuvo, reclama su reconocimiento)48. En concepto de Reva Siegel y Robert Post, el constitucionalismo democrático apoya el papel que juegan el gobierno representativo y los ciudadanos movilizados en la implementación de la Constitución49, justamente el tipo de interacción a que hace referencia Urbinati. La protesta es, entonces, en esta comprensión, una de las formas a través de las cuales la ciudadanía ofrece sus lecturas populares de los acuerdos constitucionales. A través de ella, la ciudadanía se transforma en una comunidad de consentimiento de las interpretaciones constitucionales que avanzan las instituciones, las que algunas veces impulsan, pero frente a las cuales, ciertamente, se erige como control de legitimidad50.
1.4. El derecho positivo a la protesta
¿Qué papel ha cumplido el derecho en todo esto? ¿Ha contribuido el derecho a asegurar esta herramienta que permite a la ciudadanía ofrecer sus propias lecturas constitucionales? Por cierto que sí. Esta es la cara amable del derecho. Esto ha ocurrido, en primer lugar, cuando el derecho ha ofrecido su fuerza protectora a estas formas de intervención política informal. Es decir, el derecho también protege las formas no institucionales de participación, y lo hace a partir de una amalgama de derechos y libertades que se encuentran reconocidos en las constituciones de la región. ¿Qué derechos? Aunque típicamente se invocan la libertad de expresión51 y el derecho de reunión52 (la más de las veces subsumiendo, y de paso privándolo de su propia dogmática, al segundo en el primero53) para configurar el derecho positivo (como señala el título de esta sección) a la protesta, hay otros como la privacidad, el derecho a formular peticiones y la libertad ambulatoria que también podrían concurrir. Como fuere, este abanico de derechos y libertades concurre, como digo, a dar forma al derecho a la protesta social.
Diversos tribunales de distintas partes lo han reconocido. La Corte Federal alemana ha señalado, por ejemplo en el caso Brokdorf, que “el derecho de los ciudadanos a participar en la formación de la voluntad política no solo se expresa votando en las elecciones, sino también ejerciendo influencia en el proceso continuo de formación de la opinión política, la que en un Estado democrático debe ser libre, abierta, sin regulaciones y, en principio, ajena a la intervención estatal”54. Algo similar sostuvo la Corte Suprema de Chile, cuando, casi apostando, señaló que la protesta “puede ser relevante para generar debates en la opinión pública”55. La Corte Suprema de Canadá, a su turno, ha dicho que las protestas —aunque en el caso que cito se refiere a las de orden laboral— se fundan en una serie de derechos fundamentales que involucran valores cruciales para una democracia: el desarrollo de la autonomía, la intervención en decisiones sociales y políticas, y en el intercambio común de ideas56. Más recientemente, a fines de 2018, la Corte Constitucional de Sudáfrica insistiría en que la protesta es esencial en democracias como las nuestras, por cuanto le confiere voz a la sociedad civil para “influir en el proceso político…”57. El mismo año la Corte Constitucional de Colombia afirmó, en similar sentido, que “la reunión y la manifestación pública y pacífica son derechos fundamentales”, que, ejercidos dentro de sus márgenes, no hacen otra cosa que “fortalecer el principio democrático en el sistema constitucional actual”58.
Es la contribución a la legitimidad de las decisiones políticas, quizá, la razón más poderosa para proteger constitucionalmente a las protestas. Al abrir la política a la participación ciudadana más allá del momento autoritativo manifestado en el voto59, se enfatiza el valor del autogobierno: el principio sobre el que se construye la democracia y conforme al cual no solo somos súbditos de un Estado, sino ciudadanos y ciudadanas en cuanto podemos vernos reflejados y reflejadas como autores y autoras de las decisiones estatales. Como lo afirmara la Corte Constitucional de Sudáfrica algunos años atrás, ahora en otro caso: “tener al pueblo involucrado en el proceso de creación de las leyes fortalece la legitimidad de la legislación a ojos de la comunidad […] y porque es abierto y de carácter público, ese sistema actúa como un contrapeso al lobby secreto. La democracia participativa es de especial importancia para aquellos sectores de la comunidad que se encuentran relativamente desempoderados en un país como el nuestro, donde existe una gran disparidad de riqueza e influencia”60. La Corte Constitucional de Colombia ha hecho el mismo énfasis: la protesta “contribuye a disminuir el déficit de representación de muchos sectores de la sociedad colombiana y busca ‘llamar la atención de las autoridades y de la opinión pública sobre una problemática específica y sobre las necesidades que ciertos sectores, en general minoritarios, para que sean tenidos en cuenta por las autoridades’”61.
De allí que la protesta, una forma de ejercicio de la libertad de expresión y del derecho de reunión, entre otros, deba protegerse constitucionalmente, pues esa protección que el derecho le dispensa permite —como afirma Post— “salvaguardar el proceso comunicativo por medio del cual la opinión pública se forma, de modo de asegurar la integridad del gran proceso por medio del cual la opinión pública se transforma en voluntad pública, la ley”62. Hay veces en que las personas tomarán parte de dicho proceso comunicativo por medio del discurso y la prensa. Pero desconocer que dichas instancias están disponibles solo para un grupo muy reducido de personas es equivalente a realizar una petición de principios. Por eso es que, otras veces, la participación en el proceso comunicativo tomará la forma de piquetes, quema de banderas y carnavales63. Cuando los movimientos sociales recurren a la protesta, entonces, lo hacen porque se encuentran facultados constitucionalmente para recurrir a mecanismos no institucionales de participación por medio de los que intervienen en la configuración de la opinión pública. Como lo sostuvo recientemente la Corte Constitucional de Sudáfrica, la protesta es “central para muestra democracia. Existe en primer lugar para darle voz a los que carecen de poder. Esto incluye a los grupos que carecen de poder político y económico, y otras personas vulnerables […] en muchos casos, para estas personas y grupos este será el único mecanismo disponible que tendrán a la mano para expresar sus legítimas preocupaciones”64.
Por el contrario, si la opinión pública se conforma solo de acuerdo a un puñado de voces, en general las voces que tienen fácil acceso al poder de los medios de comunicación, entonces esas decisiones tendrán, no obstante su validez formal, una legitimidad político-constitucional muy débil. Esto quiere decir que es precisamente cuando se limita el acceso de las personas al espacio público cuando se afecta la legitimidad democrática constitucional. Cuando el Estado impone límites exorbitantes a la protesta o sobre otras formas de agencia política informal, la voz pública a la que aquel responde equivale a la voz exclusiva de unos pocos y unas pocas, cuestión que, como no podría ser de otra forma, solo exacerba la desconfianza en las instituciones, en sus decisiones y, a final de cuentas, en la democracia65.
2. LOS COSTOS DEL DERECHO A LA PROTESTA
Hasta acá he presentado, de modo aún esquemático, el derecho (positivo) a la protesta social. Grosso modo, he señalado que en una democracia constitucional este se encuentra protegido por el ejercicio de derechos fundamentales y que hay buenas razones para que ello ocurra: el recurso a la protesta permite concurrir a la formación de la opinión pública frente a la que las instituciones responden. Esto es especialmente necesario en el caso de ciertos grupos sociales para quienes —como también señalé—, la protesta es el único medio que tienen a disposición para poder participar. En esta parte del trabajo avanzo sobre otro tipo de asuntos. Primero, (2.1) dejaré planteados de modo inicial los riesgos y costos que van envueltos en la regulación legal del derecho a la protesta. Esto, que podría parecer obvio, debe mirarse en perspectiva de un entorno legal que ha tendido a aplaudir estas regulaciones. Como diré en la segunda parte de esta sección (2.2), esa mirada benevolente hacia las regulaciones de la protesta celebra que estas ahora no sean directamente castigadas por el Estado —hecho que antes apuntó la sociología66—. Lo que las nuevas regulaciones legales de la protesta permitirían —esta es la apuesta de esas voces celebratorias— es abrir espacios para que las partes involucradas (las autoridades políticas, la policía y las personas que protestan) puedan acordar antes que solo disputar —disputa en la que la ciudadanía se llevaba, desde luego, la peor parte— su desarrollo67. Finalizaré esta parte (2.3) colocando una nota de cautela que retoma el riesgo que pasaré enseguida a enunciar: y es que parece que las regulaciones legales que de una parte le dan la bienvenida al derecho a la protesta, se han logrado (si cabe la expresión) a costa de domesticar el carácter disruptivo de esta. Y con ello, su potencial político.
2.1. Riesgos y costos
La idea de esta segunda parte, como dije al comienzo, es la de advertir sobre los riesgos que la concepción jurídica o legalista de la protesta social trae de la mano —concepción que sin embargo es necesaria, y de allí lo paradojal, para poder interactuar en términos constitucionales—. ¿Cuáles son los costos del derecho positivo a (o dicho de otro modo, de la positivación de) la protesta social? ¿Cuáles son los riesgos de la legalización de la protesta? Para decirlo en breve: bajo la (¿)ilusión(?) de garantizar las interacciones populares con lo constitucional, la legalización del derecho a la protesta social —como diré, principalmente, las regulaciones que ese reconocimiento legal trae de la mano— le resta valor contestatario. Su legalización y regulación, lo propio del derecho, afecta severamente el valor disruptivo de las movilizaciones. Esas regulaciones que se posan sobre la protesta, no obstante se presentan como una forma de asegurar el derecho, hacen realidad con peculiar claridad aquello que Wendy Brown —de ella tomo las expresiones riesgos y costos— identificó como la paradoja del idioma universal de los derechos y sus efectos locales: mientras los derechos, dice, pueden operar como una herramienta de emancipación en algún momento de la historia, pueden, en otro momento, volverse “mecanismos de obstrucción o cooptación de las formas más radicales de demandas políticas […] una promesa vacía”68.
En ese entendido —quiero insistir en esta paradoja—, el reconocimiento de un derecho positivo a la protesta, que en algún momento de la historia constituyó un avance69, por cuanto ya no se prohibían las reuniones públicas70 y la ciudadanía no era sencillamente (en términos que era visto como aceptable) reprimida por el Estado cuando recurría a ellas71, es hoy, en cambio, un golpe severo a esta72. En efecto, al privarla de la espontaneidad propia de la aparición disruptiva, al prácticamente eliminar la incertidumbre política en torno al evento, el reconocimiento legal ha terminado minando crucialmente su poder social.
Dicho de otro modo, si la virtud de la protesta es (o era) la de servir como una herramienta de negociación política y popular de entendimientos constitucionales, una herramienta para empujar a la soberana formal a prestar atención a lo que la otra soberana, la informal, demanda, su regulación legal ha redundado en un aplacamiento de ese poder social que una protesta más disruptiva es capaz de provocar. De este modo, la soberana de la opinión pública queda, indebidamente, domesticada. Indebidamente porque, de esta manera, la opinión pública se configura solo con algunas voces, quedando excluidas las que la ciudadanía puede directamente presentar. De paso, con ello se trunca la fricción necesaria para producir las buenas leyes.
2.2. Las regulaciones de la protesta
¿Dónde pueden identificarse esos riesgos? Permítanme comenzar indicando de inmediato que, en el derecho comparado —y nuestros países no son la excepción —, el reconocimiento legal del derecho a la protesta ha ido acompañado de diversas regulaciones. Y esto es así porque los derechos, lo sabemos, se ejercen en un entorno de regulaciones que permiten identificar sus contornos, es decir, identificar —con independencia de la tesis que abracemos respecto de las regulaciones de derechos fundamentales— qué es lo que podemos hacer bajo el halo protector de un derecho constitucional y qué no. En el derecho comparado, esas regulaciones del derecho a la protesta se conocen como las regulaciones manera, tiempo y lugar (MTL) de la protesta73.
Como los derechos, incluso los constitucionales, no pueden ejercerse de cualquier forma, entonces la protesta puede desarrollarse solo de ciertas maneras, en ciertos horarios y en algunos lugares. En el derecho comparado e internacional se ha señalado que estas regulaciones no son inconstitucionales o contrarias a las convenciones internacionales en sí mismas. Tanto en el derecho internacional de los derechos humanos como en el derecho comparado, las regulaciones MTL de las protestas son adecuadas, considerando que estas permiten a la autoridad hacerse una idea de las medidas que debe tomar (por ejemplo, cómo reordenar el flujo de tránsito) para lograr que las movilizaciones se desarrollen tan libres de problemas como sea posible, así como para salvaguardar los derechos de terceras personas74.
De este modo, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en el caso Kozlov et al. v. Belarus, Communication, ha señalado que las regulaciones MTL son compatibles con el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos en la medida que se sujeten a los requerimientos generales de las regulaciones de los derechos75. Otro tanto se ha sostenido en la Corte Europea de Derechos Humanos76. A nivel regional, aunque la Corte Interamericana de Derechos Humanos no ha tenido oportunidad de decidir un caso sobre estos asuntos, ha sido la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión la que ha sostenido idéntico criterio. En su informe de 2005 —cuyos criterios reitera en el citado más arriba de 2019— sostuvo que “dentro de ciertos límites, los Estados pueden establecer regulaciones a la libertad de expresión y a la libertad de reunión para proteger los derechos de otros”77. En el caso del derecho constitucional comparado, las regulaciones al derecho a la protesta también se han aceptado como parte del escenario regular. Ellas buscarían y permitirían la protección de los derechos e intereses de terceras personas78.
¿Se trata, entonces, de permisos? No deberían serlo. La mayoría de las constituciones e instrumentos de derechos humanos que reconocen el derecho de reunión —sobre el que se cimienta la protesta— lo reconocen ‘sin permiso previo’. Si a ello sumamos la fuerza protectora de la libertad de expresión y la prohibición de censura previa o de discriminación de los puntos de vista que la acompañan, entonces no hay duda de que las restricciones previas no suelen ser miradas con simpatía por el derecho. Por eso es que, otra vez, tanto en el derecho comparado como en el internacional estos procedimientos de regulación MTL deben ser considerados como mecanismos de notificación a la autoridad. Notificación a la autoridad y no, en cambio, una solicitud de permiso puesta en manos de un agente con facultades ilimitadamente discrecionales79.
Nótese que acá podemos observar un primer momento en que la aparición del derecho comienza a perturbar el carácter disruptivo de la protesta80. Y lo hace allí donde, no obstante reconocer el derecho sin permiso previo, ordena a las personas dar aviso a la autoridad de la ocurrencia de una protesta81. Adviértase que ni siquiera estoy hablando del caso —esta es la situación de Chile— en que es posible identificar una brecha entre lo que se denomina la Constitución escrita y la Constitución real, una distancia entre los textos constitucionales que garantizan la protesta sin permiso previo, de una parte, y la práctica política que ha transformado estas regulaciones en verdaderas instancias de autorización, de otra82. Sino que me refiero al ‘caso ideal’ en que el derecho se garantiza sin permiso previo, pero en el que se obliga a las personas, de todas formas, a dar aviso a la autoridad: el primer paso al control de la disidencia. Y es que, como han dicho Bassa y Mondaca, no deja de ser hasta cierto punto curioso que “si la protesta social se articula en contra de la autoridad […] sea esa propia autoridad [la] que fije no solo los límites de la protesta, sino también las maneras en que esta deba expresarse”83.
2.3. Regulación como domesticación84
¿Cómo se profundiza esta domesticación? Déjenme partir comentando el caso chileno —que no dista mucho de las experiencias comparadas—. En Chile es un decreto (Decreto Supremo N.° 1.086 de 1983) el que regula las reuniones públicas. De conformidad con este decreto, las personas que planifiquen realizar manifestaciones públicas en “lugares de uso público”, deberán presentar un formulario a la Intendencia Regional (o Gobernación, según corresponda). En ese formulario se debe (i) individualizar un responsable; (ii) especificar el recorrido que la marcha pretende realizar; (iii) presentar cuál es el objeto de la movilización; (iv) identificar quiénes harán uso de la palabra; (v) detallar el lugar en el cual la marcha acabará; y, finalmente, (vi) identificar el número aproximado de asistentes85.
En el derecho internacional de los derechos humanos, pero como señalé, también en el comparado, se ha sostenido que estas regulaciones han abierto un espacio para que las personas que protesten puedan iniciar una negociación con las autoridades. Este es el cambio de paradigma respecto a las protestas que varias voces han celebrado: se dejó de verlas como episodios de desorden que deben ser reprimidos86, para considerarlas formas convencionales de participación que deben permitirse87. Y no solo que deben permitirse, sino que se trataría —sostiene esta idea— de acciones que canalizadas a través de las regulaciones MTL responderían a los intereses de todos los involucrados. Y es que las regulaciones MTL sentarían las bases para la instalación de mesas tripartitas en las que protestantes, autoridades civiles y policíales, negocian y acuerdan (i) el modo de la protesta, (ii) el lugar en que se desarrollará y (iii) la hora en que tendrá lugar88. Eso insinuó la Corte Constitucional de Colombia cuando afirmó que un sistema de notificaciones, por ejemplo, permitía justamente realizar el derecho a la protesta. Se trataría, en buenas cuentas, de regulaciones —sostuvo la Corte— que “no contienen cosa distinta que mecanismos para hacer efectivos los derechos fundamentales, en aras de la convivencia pacífica…”89. En el derecho internacional de los derechos humanos se ha seguido un patrón similar al considerar las regulaciones MTL como catalizadores de un espacio de negociación. Se las presenta, en efecto, como “mejores prácticas” relacionadas con la libertad de reunión90.
¿Son estas noticias que hay que celebrar? No tan rápido. Si bien es cierto que el derecho a la protesta florece en el contexto de Estados democráticos —no obstante haber sido también repertorio común en movimientos democratizadores91—, la experiencia latinoamericana indica que a ella recurren principalmente —como algunas visiones, sobre todo provenientes del derecho internacional de los derechos humanos han enfatizado— aquellos y aquellas para quienes los canales tradicionales de comunicación se encuentran cercenados. Para ellos y ellas, que carecen de acceso a los canales regulares de información e influencia de la opinión pública, las protestas bien pueden venir a ser la única alternativa de participación disponible. Este panorama de la región lo dibujó recién, nomás, la secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Alicia Bárcena, quien a comienzos de 2020 sostuvo en el Foro de Davos que, “[l]a desigualdad conspira contra el crecimiento y recientemente ha dado lugar a conflictos por demandas sociales insatisfechas, como la insuficiente provisión de bienes públicos y la baja protección social”92. Si esto es así, es decir, si a la protesta social recurren los grupos sociales (no necesariamente en condiciones de pobreza, pero) cuyas demandas enfrentan al poder estatal y económico, ¿qué posibilidades hay de que exista una genuina negociación entre quienes se sientan a la mesa constreñidos por las regulaciones MTL?
La verdad es que el perfil político y social de quienes echan mano a la protesta ofrece asimetrías de entrada en las negociaciones a que da lugar la regulación constitucional, legal y reglamentaria de la protesta. Y la impactan de la peor forma posible: no es cierto que las regulaciones sean establecidas sobre la base de consensos o negociaciones. De hecho, se ha dicho que las regulaciones MTL de las protestas terminan mostrando a un Estado que se comporta, precisamente, como cualquier otro propietario93. Como alguien, o algo, que define a su antojo quiénes intervienen, cuándo y cómo94. Es que no debe pasarse por alto que estas regulaciones no dejan de ser la materialización, aunque por otra vía que la de la pura fuerza, del control represivo de las protestas95. En un contexto tal, es el Estado el que define los espacios de disenso96 y transforma las protestas en rutinas permitidas e institucionalizadas97. Pero además en eventos que, una vez que ya empezó a regular, puede seguir sujetando hasta el fin. Es decir, incluso aunque fuera posible pensar en protestas que mantienen su carácter disruptivo no obstante se encuadren dentro de los lineamientos regulatorios del ejercicio del derecho a la protesta (sobre lo que diré algo en las conclusiones), lo cierto es que esto (que se estén cumpliendo esas regulaciones producto, justamente, de la disrupción) será algo que las autoridades estarán dispuestas siempre a disputar. Y no es necesario pensar en la disrupción como equivalente a la violencia: es común que las autoridades objeten la solicitud reiterada de reuniones en lugares de uso público, no obstante se trate, justamente, de solicitudes que se ajustan a las regulaciones del derecho. Lo mismo podría afirmarse, en rigor, de cualquier forma de protesta que saque de su zona de confort al modelo de la gestión negociada (negotiated management)98.
¿Cómo no ver en estas regulaciones, entonces, una burocratización innecesaria que transforme las (denominadas) regulaciones de la protesta en un nuevo sistema que excluye y segrega, o vuelve a segregar, a los peor situados y a quienes presentan visiones de disenso frente a la hegemonía imperante? La aceptación de un amplio poder regulatorio para el Estado, se ha desarrollado a costa de privar a las protestas de su potencial político. Como se ha señalado, se trata de regulaciones que no permiten la disrupción99 o que facilitan las protestas solo a condición de que sean inefectivas100. A fin de cuentas, las regulaciones MTL han llevado a configurar el derecho a la protesta como una suerte de concesión graciosa del Estado, lo que ha condicionado fuertemente la capacidad de la ciudadanía para ser un actor político relevante. La aceptación poco crítica y hasta cierto punto celebratoria de las regulaciones MTL ha transformado los actos, otrora de disrupción y por lo tanto de contienda política, en presentaciones que quedan en (o que son empujadas, a decir verdad) el terreno de la coreografía o la mímica antes que en el de la aparición agencial de la ciudadanía.
CONCLUSIÓN: ¿QUÉ HACER?
En este trabajo me he servido de la idea de coreografía para apuntar dos versiones de esta en relación con las protestas. Primero, como parte del repertorio al que las personas que protestan echan mano y que les permite, en rigor, dramatizar sus reclamos y presentarlos (ponerlos en escena, podríamos decir) ante los y las demás. Segundo, como el ritual de escenificación al que son empujadas las protestas, las que al ser sometidas a intensas regulaciones legales devienen en actos rutinarios, sitiados y controlados por el Estado. Quiero concluir este trabajo arrojando algunas ideas —recién a modo de sugerencias— para encarar el desafío que coloca sobre la mesa Lucas Arrimada y que se conecta con este segundo aspecto de la protesta que acabo de terminar de revisar: “¿Cómo regular la protesta [pregunta Arrimada] sin castrar su potencial vitalista, su capacidad espontánea de comunicar rápidamente necesidades y reclamos?”101.
Primero, es importante ofrecer un matiz relevante. De todo lo que he señalado en la segunda parte de este trabajo, y en especial en la sección 2.3, no se sigue que la protesta haya perdido absolutamente el potencial transformador. La práctica indica que, así sea domesticada —un factor que las organizaciones sociales, por lo demás, internalizan—, es aún capaz de provocar procesos de cambio social. Y ello se debe, desde luego, a factores que la sociología desde hace un tiempo ya ha apuntado y que, en buena medida, escapan a los contornos del derecho (aunque este, o más propiamente las autoridades echando mano a aquel, tratan de modular). En efecto, como notara Tarrow tiempo atrás, la fuerza política de las acciones colectivas convencionales, esto es, de las acciones aceptadas como regulares y permitidas en una democracia, como las protestas, descansa no solo en la disrupción que sean capaces de provocar. Esto quiere decir que, si bien esa dirupción es relevante, y que es lo que empuja a la autoridad a negociar significados constitucionales —y en ocasiones excepcionales, constituyentes102—, hay otras consecuencias de las protestas que, como digo, aun domesticadas pueden estar presentes y son relevantes para los Estados. Me refiero a los efectos indirectos que ellas traen de la mano —sobre lo que algo dije arriba citando a Lipsky—. En efecto, parte importante del poder social que los grupos que protestan logran amasar descansa no solo sobre sus propios hombros, sino también sobre los de las demás personas que se solidarizan con el reclamo que se formula103.
Segundo, el tango se baila entre dos. Si quienes protestan asumen la alegoría de las protestas, son los primeros y las primeras en hipotecar su potencial social. Cuando lo que más importa es el rito, la experiencia de participar, antes que el sentido político-constitucional de la demanda, entonces la protesta nace como una coreografía —pero de las del segundo tipo—, antes que como una herramienta de negociación de sentidos constitucionales o de contienda política.
Tercero, hay que preguntarse si las movilizaciones que tensionan las comprensiones constitucionales deben necesariamente enmarcarse en el ejercicio de derechos. No se trata de alentar la ilegalidad, desde luego, pero sí de rescatar el potencial disruptivo de las protestas mirando más allá de las regulaciones legales104. Por ejemplo, una buena primera pregunta que podemos hacernos es por qué las Cortes supremas o tribunales constitucionales han comenzado a reconocer la constitucionalidad del derecho a la protesta, un derecho que supone gente en las calles y que, por eso mismo, es esencialmente molesto para el liberalismo constitucional (que nace, ni más ni menos, para colocar a la multitud entre paréntesis). Una alternativa es que lo hacen para que otras formas de aparición política de ciudadanías subalternas, más confrontacionales a los Estados, queden teñidas de ilegalidad. Permítanme mirar otra vez el caso chileno. Cuando la Corte Suprema de Chile, en el caso arriba identificado, reconoció la legalidad del derecho a la protesta, lo hizo mientras reprochaba la ilegalidad de las tomas u ocupaciones de establecimientos educacionales. Dijo, en efecto, que “la toma de una escuela es, por definición, un acto de fuerza que no constituye un medio legítimo de emitir opinión ni forma parte del contenido del derecho a manifestarse. Es un comportamiento antijurídico que no respeta los derechos de los demás”105. Si se coloca esta sentencia en contexto, quizá pueda entenderse mejor el reproche: mientras los movimientos estudiantiles en Chile lograban confrontar la política educacional de la autoridad echando mano a las tomas extendidas tanto temporal como territorialmente, la protesta se había vuelto, justamente por lo que vengo señalando en este trabajo, un evento predecible y alegórico. Pero no un problema serio para el Gobierno como las tomas, las que incluso buscó penalizar106.
Cuarto, no es fácil escapar del derecho. Esto debe llevarnos a observar las respuestas a esta crítica que el propio derecho ha ido generando y que no debiera sorprendernos: el derecho está plagado de contradicciones que suelen poner en tensión la existencia de un solo modelo normativo. Esas tensiones —permítanme parafrasear Anthem de Leonard Cohen— bien pueden ser esas grietas a través de las que, a veces, se asoma la luz. Anotaría, para terminar, dos tipos de situaciones. De una parte, no son pocas las protecciones que el derecho mismo ha aportado para, aun en el contexto limitado que vengo reseñando, proteger las protestas. De este modo, tanto el derecho internacional de los derechos humanos como el derecho comparado han señalado que no procede la penalización de las protestas espontáneas —es decir, las que se realizan, justamente, al margen de las regulaciones MTL—; que una excesiva burocratización de las regulaciones MTL atenta contra los derechos sobre los que se erige la protesta; que el Estado debe ser escrutado especialmente cuando recurre a la fuerza o a las herramientas penales para enfrentar las protestas; en fin, que es deber del Estado disponer espacios públicos para que las personas puedan reunirse y participar de la formación de la opinión pública.
De otra parte —que me parece más interesante y desafiante— hay veces en que el mismo derecho opera como una suerte de mediador entre legalidad y facticidad, mediación que transforma algunas manifestaciones de esa facticidad en actos legales o simplemente permitidos. Nótense las palabras de uno de los magistrados de la Corte Suprema de Chile que acompañó su voto disidente con la siguiente reflexión en la sentencia que, recuérdese, había sostenido la ilegalidad de las tomas:
Que sin perjuicio de considerar que la toma de un establecimiento educacional, por la fuerza, constituye un hecho en principio ilegal, puede, en circunstancias extraordinarias, no ser objeto de reproche por la sociedad y, más aún, ser considerada como forma última de la expresión de reclamo ante la necesidad de adoptar cambios urgentes en materia educacional, e incluso, como forma de protesta para la obtención de cambios políticos mayores107.
Hay otros ejemplos que traban este flirteo con la facticidad. En 2014 la Audiencia Nacional de Madrid debía pronunciarse sobre un cúmulo de acusaciones dirigidas en contra de un grupo de manifestantes que decidió bloquear el acceso al Parlamento catalán. Junto con impedir el acceso de los parlamentarios de la comunidad, les arrojaron pinturas y rasgaron alguna que otra chaqueta. Las acusaciones incluían los delitos de contra las instituciones del Estado en concurso ideal con el de atentado a la autoridad agravado y el delito de asociación ilícita. La Audiencia, sin embargo, rechazó las acusaciones. Y sostuvo, para ello, que:
Cuando los cauces de expresión y de acceso al espacio público se encuentran controlados por medios de comunicación privados, cuando sectores de la sociedad tienen una gran dificultad para hacerse oír o para intervenir en el debate político y social, resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica, como mecanismos de imprescindible contrapeso en una democracia que se sustenta sobre el pluralismo, valor esencial, y que promueve la libre igualdad de personas y grupos para que los derechos sean reales y efectivos, como enuncia la Constitución en su título preliminar.108
¿Qué hacer, entonces, frente a la transformación de la protesta en una coreografía consentida por el Estado? He querido concluir advirtiendo que existen, en el derecho, algunos ecos de este reclamo. Ya sea para bien —advirtiendo los límites al propio derecho— o para mal —volviendo a engullir todo aquello que busca expresión propia fuera de él—. Por ahora, diría que el trabajo que hacemos quienes trabajamos en, y con el derecho —sin pretender agotar la discusión, desde luego—, es explorar y exponer las ventajas y desventajas que este, a ratos amigo, a ratos enemigo, ofrece para el desarrollo de una democracia representativa más vigorosa. Una democracia en que el diálogo entre la soberana formal y la soberana informal sea, no obstante tenso y molesto, uno que permita arribar a mejores leyes. Y las mejores leyes se logran con todas las voces.