
¿Cómo dejar atrás la idea del Antropoceno? En busca de un nombre para la nueva era geohistórica
Leonardo Ordóñez Díaz*
Universidad del Rosario (Colombia)
Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales • número 11 • enero-abril 2024 • pp. 8-30
https://doi.org/10.53010/nys11.01
Recibido: 16 de septiembre de 2024 | Aceptado: 30 de octubre de 2024
Resumen. A medida que nos adentramos en el tercer milenio, la ansiedad por el creciente desajuste de los patrones climáticos del planeta sigue en aumento. Paralelamente, la sospecha de que las secuelas ecosociales concomitantes marcan el paso hacia una nueva era geohistórica se refleja en la búsqueda de un nombre para los tiempos que corren (y, por ende, de una perspectiva adecuada desde la cual entender lo que está pasando). Entre dichos nombres, el de “Antropoceno” disfruta de amplia difusión en la comunidad científica. Pero, como lo han advertido numerosos autores, ese bautizo resulta problemático y altamente sesgado. Ante tal escenario, este artículo evalúa diez de los nombres alternativos propuestos en las últimas décadas para designar la nueva era —y sus implicaciones a la hora de hacer un balance de las actuales tensiones ecosociales planetarias—. Metodológicamente, el trabajo se basa en la comparación crítica (sin equivalente hasta ahora en el estado del arte) de dichos nombres y en la revisión de su plausibilidad como alternativa al de Antropoceno. El repaso del sentido y los presupuestos teóricos de las propuestas permite constatar que (i) si bien el esfuerzo por bautizar nuestra época se ha orientado sobre todo por enfoques emanados del norte global que critican la división naturaleza/cultura, al cabo la mayoría le otorga primacía a la visión naturalista, dándole parcial o totalmente la espalda a los desarrollos de la ecología política; (ii) desde la óptica del sur global, si se quiere obtener una imagen ajustada de la situación planetaria actual, es urgente corregir ese sesgo y tomarse más en serio la dimensión socio-histórica de los problemas ambientales.
Palabras clave: Antropoceno, Capitaloceno, Antrobsceno, Chthuluceno, sur global, geohistoria1.
How do we leave behind the idea of the Anthropocene? In search of a name for the new geohistorical era
Abstract. As we move into the third millennium, anxiety over the growing imbalance in the planet’s climate patterns continues to increase. In parallel, the suspicion that the concomitant ecosocial aftermath marks the passage into a new geohistorical era is reflected in the search for a name for the current times (and, thus, for an appropriate perspective from which to understand what is happening). Among such names, “Anthropocene” enjoys wide currency in the scientific community. However, as many authors have warned, this name is problematic and highly biased. Against such a backdrop, this article evaluates ten of the alternative names proposed in recent decades to designate the new era—and their implications when assessing current planetary ecosocial tensions. Methodologically, the paper is based on a critical comparison (with no equivalent so far in the state of the art) of these names and a review of their plausibility as an alternative to the Anthropocene. The review of the meaning and theoretical assumptions of the proposals shows that (i) although the effort to baptize our epoch has been mainly oriented by approaches from the Global North that criticize the nature/culture division, in the end, most of them give primacy to the naturalistic vision, turning their backs partially or totally on the developments of political ecology; (ii) from the perspective of the Global South, if we want to obtain an accurate picture of the current planetary situation, it is urgent to correct this bias and take more seriously the socio-historical dimension of environmental problems.
Keywords: Anthropocene, Capitalocene, Anthrobscene, Chthulucene, Global South, geohistory.
Como abandonar a ideia do Antropoceno? Em busca de um nome para a nova era geo-histórica
Resumo. À medida que adentramos no terceiro milênio, a ansiedade em relação ao crescente desalinhamento dos padrões climáticos do planeta continua a aumentar. Ao mesmo tempo, a suspeita de que as consequências ecossociais concomitantes estejam dando início a uma nova era geo-histórica se reflete na busca de um nome para esse momento (e, portanto, de uma perspectiva apropriada para compreender o que está acontecendo). Entre essas denominações, o “Antropoceno” goza de ampla aceitação na comunidade científica. Contudo, como muitos autores já alertaram, esse nome é problemático e altamente tendencioso. Com esse panorama, neste artigo, são avaliados 10 dos nomes alternativos propostos nas últimas décadas para designar a nova era — e suas implicações para realizar um balanço das atuais tensões ecossociais planetárias. Metodologicamente, o artigo baseia-se em uma comparação crítica (ainda sem equivalente no estado da arte) desses nomes e em uma análise de sua plausibilidade como alternativas ao Antropoceno. Uma análise do significado e dos pressupostos teóricos das propostas revela que, (i) embora o esforço para batizar nossa época tenha sido orientado sobretudo por abordagens do Norte global que criticam a dicotomia natureza-cultura, na prática, a maioria delas dá primazia à visão naturalista, negligenciando parcial ou totalmente os desenvolvimentos da ecologia política; (ii) da perspectiva do Sul global, para se obter um quadro preciso da situação planetária atual, é urgente corrigir esse viés e levar mais a sério a dimensão sócio-histórica dos problemas ambientais.
Palavras-chave: Antropoceno, Capitaloceno, Antrobsceno, Chthuluceno, Sul global, geo-história.
Introducción
Hace ya más de dos décadas que circula con insistencia la idea según la cual, como consecuencia de los impactos generados por las actividades humanas sobre los ecosistemas de la biosfera, el Holoceno habría llegado a su fin y nuestro planeta entraría en una nueva era denominada “Antropoceno”. Sería la primera vez que un cambio de tal magnitud obedecería a causas ligadas al quehacer humano, que habría alcanzado así el rango de una fuerza geológica. Esta idea no es nueva, pues sus antecedentes se remontan a fines del siglo XIX, cuando en 1873 el italiano Antonio Stoppani definió al Hombre como una “nueva fuerza telúrica” (Bonneuil y Fressoz, 2016, p. 18), y a inicios del XX, cuando en 1920 el ruso Vladimir Vernadsky, creador del concepto de biosfera, advirtió cómo los ciclos biogeoquímicos planetarios manifestaban con más claridad las huellas del impacto de la acción humana (Steffen et al., 2011, p. 845). Empero, solo hasta el presente siglo la noción de una nueva era geológica movilizada por factores de origen humano se difunde y, propulsada por la creciente preocupación alrededor de fenómenos como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, alcanza una resonancia que desborda ampliamente el campo de los estudios ecológicos y ambientales. Parte de la notoriedad y atractivo de la idea se explica por el nombre que le dio el químico atmosférico holandés Paul Crutzen: “Antropoceno”, la era del hombre (2002). En efecto, dicha denominación proyecta el alcance de la actividad humana a una escala espacial de rango planetario y a una escala temporal de millones de años, lo cual resulta seductor en la medida en que enmarca en un cuadro grandioso y monumental las repercusiones del desarrollo civilizatorio.
Sin embargo, la idea de “Antropoceno” ha sido objeto de vigorosas críticas desde los campos de la ecología política y la historia ambiental, lo que pone sobre el tapete la cuestión de cuál podría ser el nombre adecuado para los tiempos que corren, caracterizados por una presión cada vez mayor sobre los ecosistemas, por el continuo aumento de la temperatura media global y por el advenimiento cada vez más frecuente de eventos climáticos y meteorológicos extremos, con las consecuencias nefastas que ello supone para las comunidades animales y vegetales y para las capas más pobres de la población mundial, sobre todo en el sur global. En este contexto, las páginas siguientes abordan la cuestión del nombre de la nueva era geológica en una secuencia de tres momentos. En la primera parte se hará un recuento rápido de las razones por las cuales el nombre de “Antropoceno” es inadecuado, dados los sesgos que presupone y las imprecisiones a las cuales suele conducir su adopción. En la segunda parte se revisan diez nombres alternativos que se han sugerido en las últimas décadas y se evalúa en qué medida tales denominaciones iluminan aspectos de la problemática ecológica que pueden ayudar a superar los sesgos de la corriente antropocénica predominante hasta ahora. Al final se verá cómo la incorporación de las facetas sociales, históricas y políticas al análisis de los problemas ambientales aporta elementos de juicio indispensables para sopesar la plausibilidad de las distintas propuestas de nomenclatura en estos tiempos de emergencia ecológica.
Una precisión más antes de entrar en materia. Podría pensarse que, ante la magnitud de los problemas actuales, la búsqueda de un nombre para nuestra época sería un asunto de menor cuantía, sea porque se trataría de una simple discusión de palabras, o porque el uso del término “Antropoceno” parece ya lo bastante afianzado como para que otros nombres puedan aspirar a sustituirlo. Frente a tales objeciones, cabe advertir que la elección del nombre de una época, lejos de ser un ejercicio neutro de mero etiquetado, es un acto en el cual se traslucen concepciones del mundo mediadas por intereses precisos y plenas de consecuencias políticas en la medida en que moldean la toma de decisiones. Como veremos enseguida, la preeminencia adquirida por la idea de Antropoceno en parte se explica porque ese término fomenta tácitamente un modo de enfocar los asuntos mundiales afín a la tradición eurocéntrica del norte global. En consecuencia, la revisión de propuestas alternativas de nomenclatura está justificada como una herramienta para relativizar la aparente obviedad del enfoque antropocénico y para abrir nuestra visión a otras posibles vías de acceso a los problemas socioambientales contemporáneos.
“Antropoceno”: un bautizo problemático
El núcleo de la idea de Antropoceno radica en la postulación de que los seres humanos, en virtud de su éxito demográfico, de sus niveles de desarrollo tecnocientífico y del impacto de sus variadas actividades productivas, se han convertido en los últimos siglos en una fuerza geológica capaz de generar cambios de enorme magnitud en los ciclos biológicos y químicos del planeta (Steffen et al., 2011, p. 842-3)2. A fin de subrayar el aumento exponencial del impacto humano sobre la biosfera, los textos canónicos sobre el Antropoceno apoyan su tesis con gráficos que ilustran la Gran Aceleración definitoria de la fase más reciente del proceso modernizador, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, tanto en lo tocante a las tendencias socioeconómicas como a las del sistema-Tierra (Steffen et al 2011, p. 851-2)3. Según esas evidencias, la nueva época es la era del hombre porque, en lo sucesivo, para bien y para mal, el destino del planeta depende de cadenas causales activadas por los seres humanos en sus relaciones metabólicas con los ecosistemas. En palabras de Schwägerl (2013), “parece que la Tierra del futuro será dominada por la acción humana” (p. 29).
Más específicamente, el enfoque antropocénico se basa en dos ideas claves4: (i) desde la revolución industrial, la especie humana se ha vuelto el factor decisivo de los desenvolvimientos histórico-geológicos conducentes al actual trastorno ecológico; y (ii) para resolver las dificultades derivadas de ello, es preciso retomar las riendas de los procesos que amenazan con salirse de control mediante el empleo de herramientas tecnocientíficas diseñadas para ello.
Estos supuestos básicos resultan discutibles por varias razones. En primer lugar, por su antropocentrismo radical. El punto de vista antropocénico, lejos de objetar o mitigar la tendencia de la modernidad a situar a los seres humanos como única fuente posible del sentido y del valor, la reafirma y, de hecho, la lleva a un grado más amplio de despliegue. Si bien en principio la idea de Antropoceno, al resaltar los bucles de retroalimentación incesante que existen entre historia humana e historia natural, parece invitarnos a abandonar la oposición modernista de naturaleza y cultura, al cabo termina afianzándola al atribuirle a la acción humana (culturalmente mediada) la capacidad de determinar el curso de los grandes procesos evolutivos planetarios. A tono con esta perspectiva antropocéntrica, los portavoces del Antropoceno respaldan la creciente domesticación del planeta por parte de los humanos: de ahora en adelante, de lo que se trata no es de someter a revisión crítica el esfuerzo civilizatorio por controlar los procesos evolutivos y geológicos, sino de hallar el modo en que tales esfuerzos puedan seguir adelante sin poner en riesgo la continuidad de la vida humana sobre la Tierra o, dicho en términos de los propios antropocenólogos, de asegurar “un margen de maniobra seguro para la humanidad”, en el que las “fronteras planetarias no sean transgredidas”, evitando así daños ecológicos irreversibles que anulen las potencialidades del desarrollo humano (Rockström et al., 2009, p. 472-3)5.
En segundo lugar, los supuestos básicos de la idea de Antropoceno son discutibles por su ceguera con respecto a los factores políticos y sociales inherentes a la modernización. En las descripciones antropocénicas del advenimiento de la nueva era, la especie humana funge siempre como agente principal de los cambios asociados a ello. Este recurso al concepto biológico de “especie”, para cuya definición la variedad de culturas y las diferencias de poder y estatus social son irrelevantes, introduce un sesgo en virtud del cual se reparte de modo homogéneo entre toda la población mundial la responsabilidad por los impactos negativos suscitados por el avance modernizador. No en vano, los antropocenólogos se refieren con frecuencia al despliegue de la civilización progresista como “la empresa humana” (Steffen et al., 2011, p. 847), lo que sitúa en un mismo nivel a hombres y mujeres, a ricos y pobres, a empresarios y trabajadores, a campesinos y terratenientes, a indígenas y habitantes de las grandes urbes… y así sucesivamente. El uso de ese lenguaje no solamente sugiere que todos los humanos navegan en el mismo barco en condiciones similares, sino que insinúa además que la responsabilidad por lo que salga mal en el curso de la navegación o por los impactos desastrosos que pueda suscitar el avance del barco se distribuyen equitativamente entre todos los pasajeros. Empero, durante casi dos siglos los científicos sociales han mostrado hasta la saciedad que ese tipo de descripción neutral y apolítica no corresponde a la realidad de los procesos históricos6.
Un tercer elemento discutible de la idea de Antropoceno radica en su propensión a situar la tecnología en el núcleo del relato, tanto en lo concerniente a la reconstrucción del pasado como a la proyección del futuro. Por un lado, según los antropocenólogos, un desarrollo técnico preciso —la máquina de vapor— habría sido el factor detonante del tránsito del Holoceno a la nueva era geológica (Crutzen, 2002). Por otro lado, serían también desarrollos técnicos precisos —en especial los de la geoingeniería— la clave para responder a los retos planteados en la nueva era por el trastorno climático y otros daños ecológicos. Los autores de An Ecomodernist Manifesto escriben al respecto: “Las tecnologías modernas, al utilizar más eficientemente los flujos y servicios ecosistémicos, ofrecen una oportunidad real de reducir la totalidad de los impactos humanos sobre la biosfera. Abrazar estas tecnologías es encontrar caminos hacia un buen Antropoceno” (Asafu-Adjaye et al., 2015, p. 17). Así, la tecnología habría sido determinante en el pasado y, a partir de la revolución industrial, habría lanzado a la humanidad —sin que esta fuese consciente de ello— en la órbita de la nueva era; pero ahora, con el despertar de la consciencia ecológica, se podría utilizar el poder técnico para reorientar deliberadamente los procesos en una dirección acorde con los intereses de la especie humana. Esta aproximación, al combinar el determinismo tecnológico con una elevada confianza en el poder de la tecnología, introduce un tercer sesgo que, a su vez, nutre los dos sesgos anteriores. En efecto, darle prioridad a la inventiva humana como factor del cambio histórico refuerza el antropocentrismo del enfoque; y confiar en que la tecnología resolverá problemas tan arduos como los planteados por la alteración ecológica global, le da la espalda a posibles soluciones sociales o culturales y deja el asunto en manos de científicos y expertos, lo que afianza una visión ahistórica y despolitizada de la situación. Con razón advierte Altvater que, en la noción canónica de Antropoceno, “la ingeniería, y no la transformación social, es la mejor manera de enfrentar los desafíos del cambio climático” (2016, p. 140).
Este repaso de los supuestos básicos de la idea de Antropoceno deja al descubierto, por tanto, tres sesgos tácitos: un sesgo antropocéntrico, un sesgo apolítico y un sesgo tecnocrático. En virtud de ello, a la hora de tomar decisiones en torno a la emergencia ecológica el enfoque antropocénico tiende a favorecer la adopción de medidas que (i) al desconocer la perspectiva de las entidades no humanas —animales, plantas, ecosistemas, etc.—, tienen el potencial de agravar el desajuste ecológico que se trata de resolver; (ii) al privilegiar una visión del mundo afín a los intereses de las elites globales del poder económico y político —en detrimento de las necesidades y zozobras de vastas capas y sectores de la población mundial, especialmente en el Sur global—, le abren paso a diversas formas de neocolonialismo; (iii) al darle primacía a las soluciones técnicas —a expensas de las posibles intervenciones socioculturales encaminadas a corregir o a reconfigurar la escala de valores que gobierna los intercambios metabólicos entre las poblaciones humanas y la biosfera—, refuerzan la división naturaleza/cultura y, de paso, apuntalan la visión del planeta como totalidad disponible para uso y control humano heredada de la modernidad.
Hay un elemento adicional que merece anotarse para completar el balance, y es que la convergencia de los sesgos detectados genera dos paradojas que socavan aún más la plausibilidad del enfoque antropocénico. En primer lugar, al equiparar la acción colectiva humana a una fuerza geológica, el devenir histórico de las civilizaciones es descrito cual si se tratara de una dinámica puramente natural (a semejanza, por ejemplo, de la deriva continental). Eso hace que el despliegue de la modernización aparezca —con todos sus efectos ambientales nocivos— como el resultado de procesos inexorables, lo que debilita el postulado según el cual el futuro de las sociedades en la nueva era geológica depende de decisiones humanas (relativas, por ejemplo, al tipo de tecnologías que se utilizarían para contrarrestar el calentamiento global o la acidificación de los océanos). En segundo lugar, el discurso antropocénico le atribuye a la tecnología un rol causal decisivo en el tránsito a la nueva era geológica con todo su cortejo de amenazas ambientales. A la vez, sostiene que el control tecnológico de los procesos a escala de la biosfera es la herramienta clave para afrontar esas amenazas. Esto pone a la humanidad en la incómoda situación de tratar de remediar los problemas ecológicos apelando al mismo tipo de mentalidad instrumental que en su momento los suscitó (así lo señalan, por ejemplo, Christ, 2013 y Altvater, 2016, p. 140-1).
Este cúmulo de inconsistencias, ampliamente documentado y comentado en la literatura sobre el Antropoceno explica en buena medida que, en la última década, diversas voces hayan sugerido nombres alternativos para los nuevos tiempos. En general, antes de examinar en qué medida tales propuestas superan los sesgos detectados en el enfoque antropocénico, notemos que, en todo caso, la mayoría de los comentaristas aceptan un punto clave. Ese sería, por ende, el principal aporte crítico de la noción de Antropoceno: que efectivamente estamos atravesando el umbral conducente a una nueva era geohistórica. Sobre esta base, veamos ahora qué nos pueden aportar las propuestas alternativas más destacadas para bautizar la era emergente.
Diez propuestas para un nombre alternativo
Los nombres sugeridos en las últimas décadas para sustituir el de Antropoceno o situarse en paralelo a él son numerosos, y revisarlos en detalle todos sería improcedente (la decena aquí seleccionada se limita a los intentos más notables). Para sintetizar y facilitar la comparación entre ellos, se han clasificado en tres grupos, en función de sus afinidades y de los aspectos del tema en que hacen énfasis. Como veremos, el único aspecto en el que casi todos coinciden, desde variados ángulos, es el esfuerzo —no siempre exitoso— por dejar atrás el sesgo antropocéntrico; en cambio, los sesgos apolítico y tecnocrático, reaparecen en algunos de ellos con otros atavíos.
Angloceno - Termoceno - Capitaloceno
El rechazo a la postulación antropocénica de la “especie humana” como agente central del cambio geohistórico se ha expresado de varias formas. Algunos autores han sugerido nombres que resalten el hecho de que la responsabilidad por el trastorno ecológico global no le corresponde a la humanidad en general, sino a parte de ella. En esta vena, Caluya (2014) ha sugerido el nombre de Angloceno, razonando que, si se acepta la idea según la cual la revolución industrial es el hecho histórico decisivo para la entrada en la nueva era, lo justo es designar esta última en concordancia con su origen en Inglaterra (p. 34). Bonneuil y Fressoz (2016) respaldan la misma idea basándose en estadísticas históricas de las emisiones de CO2 que resaltan el trasfondo político del calentamiento global: “Gran Bretaña y Estados Unidos representan un 60% de las emisiones acumuladas en 1900, un 55% en 1950 y casi un 50% en 1980. Desde el punto de vista climático, el Antropoceno debería llamarse más bien ‘Angloceno’” (p. 137).
Dicha nomenclatura, sin embargo, resulta inadecuada por su adopción de una postura reactiva que concentra el énfasis en identificar y señalar un grupo de responsables, dificultando una comprensión más amplia del problema. De hecho, nadie duda que una porción mayúscula de la responsabilidad histórica por el cambio climático les corresponde a los países anglosajones del norte global, en especial Inglaterra y Estados Unidos, y es apenas obvio que, en virtud de ello, dichos países tienen una obligación de compensar y ayudar a los países pobres del sur global a enfrentar las consecuencias de los daños causados —y esa es la porción de verdad contenida en la propuesta del Angloceno—. Pero ello no es razón suficiente para que el nombre de la nueva era se enfoque en subrayar ese componente moralizante —el cual, por demás, suele ir acompañado de una dosis de hipocresía, ya que gran parte del mundo no anglosajón se ha sumado de buen grado y de diversas maneras a la aventura de la modernización—.
Conscientes de ello, Bonneuil y Fressoz —quienes en su libro Lʼévénement Anthropocène proponen una lista de varios nombres alternativos posibles— les otorgan finalmente mayor relieve a otros nombres, en especial los de Termoceno y Capitaloceno, a los que dedican sendos capítulos. Con ello se suman al grupo de autores que opta por desplazar el acento del anthropos al capital (Malm, 2017; Moore, 2015 y 2016; Serratos, 2021). En los relatos de la entrada en la nueva era geológica pensados a partir de esta línea de trabajo el protagonista no es la especie humana, sino el tipo de relaciones con la naturaleza instituido en Occidente, a través del surgimiento y expansión a escala mundial del sistema económico capitalista. Moore apoya este cambio de foco mediante una inmersión en los orígenes históricos de la economía mercantil varios siglos antes de que alcanzara el estadio revolucionario que solemos asociar con el carbón y el vapor. Según Moore, la apropiación de territorios y poblaciones —y, por ende, de materias primas y mano de obra baratas— a lo largo y ancho del planeta, iniciada por portugueses y españoles y prolongada luego por otras potencias europeas, es la premisa en virtud de la cual el capitalismo temprano “lanzó una nueva forma de organizar la naturaleza” y orientarla a la acumulación incesante de riqueza (2016, p. 110). Con eso enfatiza cómo el capitalismo tardío supone unas formas de apropiación de recursos y explotación de la fuerza de trabajo natural y humana que se gestaron poco a poco, desde la época de los descubrimientos geográficos de los siglos XV-XVII, y que solo mucho después desembocó en la civilización termoindustrial temprana de finales del siglo XVIII e inicios del XIX en Inglaterra. Al respecto, Bonneuil y Fressoz (2016) señalan que: “la revolución industrial tiene lugar en un mundo ya capitalista y globalizado” (p. 254).
En este enfoque, por tanto, la llegada de la nueva era geológica se explica en función de lo que podría denominarse un “cambio de régimen metabólico”. Con esto nos referimos al tránsito hacia un metabolismo social propiamente moderno, basado en las formas de explotación de la naturaleza movilizadas y articuladas por el colonialismo desde los albores de la modernidad, que finalmente hacen posible el auge de la civilización de los combustibles fósiles. El panorama que así se abre tiene claras ventajas explicativas: (i) la responsabilidad por lo ocurrido no recae en la Humanidad, ni en un grupo de países, ni en una tecnología revolucionaria, sino en unas formas precisas de imbricación de las estructuras socioeconómicas con los ecosistemas; (ii) el capitalismo no es pensado como una tecnoestructura social incrustada en la naturaleza, sino como un modo de organizar la naturaleza que coevoluciona con ella, la transforma y degrada sin dejar de depender de los recursos y energías que ella suministra; (iii) las actuales desigualdades entre el norte y el sur globales aparecen como el fruto de una larga historia de intercambios económicos desiguales estructuralmente asociados a la expansión global del capitalismo.
Bonneuil y Fressoz (2016) llevan aún más lejos este enfoque al subrayar que “la movilización del mundo por el capitalismo ha adoptado formas muy variadas según los lugares y tiempos”. Así, al contrastar el capitalismo agrario basado en la fertilidad diferencial de los suelos y el capitalismo fósil minero y petrolero se constatan dos tipos distintos de relación entre el capital y la naturaleza. Por ello, dicen estos autores, en vez de trabajar con universales como “Humanidad” o “Capital”, hace falta “analizar los metabolismos históricos de los ‘sistemas-mundo’ capitalistas desde hace 250 años y sus efectos sobre el sistema-Tierra” (2016, p. 248). Un trabajo de historización así revela la existencia de “una variedad de sistemas históricos de dominación que organizan de modo diferente los flujos de materia, de energía, de mercancías y de capitales a escala global” (p. 249). En vez de un relato único, por esta vía se obtiene una visión multicausal de la entrada en la nueva era geológica, lo cual involucra procesos históricos complejos, desde la conquista de las Américas en los siglos XVI-XVII, pasando por el comercio transatlántico y el tráfico de esclavos de los siglos XVII y XVIII, hasta los neocolonialismos de los siglos XIX y XX y el despliegue de la urbanización y la sociedad de consumo luego de la Segunda Guerra Mundial.
En esta óptica, el nombre de Termoceno subraya el impacto de la fase fósil del desarrollo capitalista, orientando el cuadrante hacia la historia política de las emisiones de gases de efecto invernadero y sus efectos deletéreos sobre el clima. Dicho apelativo tiene la ventaja de subrayar que, lejos de ser un asunto reservado a los climatólogos, el calentamiento global es un fenómeno cuya comprensión requiere un lente histórico-sociológico, dado que “los combustibles fósiles, por definición, deberían entenderse como una relación social, pues ninguna brizna de carbón ni gota de petróleo se ha transformado nunca por sí misma en energía” (Malm, 2017, p. 69), y también porque hoy más que nunca necesitamos establecer con precisión “qué fuerzas sociales introdujeron y desarrollaron su consumo” (p. 18). Empero, se trata de un término problemático. Por un lado, es poco plausible desde una perspectiva geológica, ya que el período anterior, el Holoceno, se define justamente por ser una época cálida en contraste con las glaciaciones que lo precedieron —en cierto modo, el Holoceno habría sido ya un Termoceno—. Por otro lado, también se queda corto desde una perspectiva histórica, pues destaca solo la fase más reciente de los procesos conducentes al trastorno climático y tiende a dejar fuera del foco de atención otras facetas de la zozobra ambiental, sobre todo la pérdida de diversidad biocultural y los efectos perversos de la explotación del trabajo humano en diversos puntos de las cadenas productivas.
El término Capitaloceno, por su parte, puede sustraerse a esas críticas, siempre que se entienda por “capitalismo” una formación histórica de larga duración que ha atravesado diversas fases a lo largo de más de cinco siglos de despliegue expansivo y en todas esas fases de incesante acumulación de capital no solo ha remodelado los ecosistemas, sino que además se ha apropiado y ha explotado las materias primas y la mano de obra baratas de formas variadas sin depender para ello de una tecnología en particular (con lo que la máquina de vapor y otros artefactos pasan a ser ingredientes adicionales entretejidos en una historia mucho más compleja). En términos de Moore, el capitalismo funciona porque “organiza el trabajo como un proceso multiespecie”, ya que en él “muchas especies —y procesos biológicos y geológicos— realizan para el capital un trabajo que no puede ser ‘valorado’ porque el sistema valora solo el trabajo asalariado” (2016, p. 93). En este sentido, el capitalismo es una “ecología-mundo”, y por eso desde los inicios de la modernidad la historia de las sociedades humanas no ha cesado de entretejerse con la historia geológica a través de la multiplicidad de formas de apropiación y explotación de recursos movilizadas por el capital en el seno mismo de la biosfera, causando profundos desgarrones en la trama de la vida y a la vez poniendo a trabajar la naturaleza —incluyendo poblaciones colonizadas consideradas naturales— en función de la acumulación de riqueza monetaria (Moore, 2015).
Así pensado, el nombre Capitaloceno es el más oportuno entre los que hemos visto en esta sección de cara a una crítica, tanto a escala local como global, de las relaciones de poder implícitas en el desarrollo de las actividades económicas y productivas conducentes a las actuales perturbaciones ecológicas. Es también el que logra de mejor manera esquivar los sesgos apolítico y tecnocrático del enfoque antropocénico. No obstante, a través de su énfasis en la historia del capitalismo —y, por ende, de su manejo de una escala temporal amplia, pero, al fin y al cabo, humana— mantiene un fuerte elemento antropocéntrico que lo distancia de una articulación más sólida con las escalas del tiempo geológico. Su vigor conceptual ve igualmente atenuado, en lo que atañe a su posible recepción entre el público amplio y los tomadores de decisiones, por la asociación de ideas que casi automáticamente vincula las críticas al capitalismo con la izquierda del espectro político, lo que enturbia los aportes interdisciplinarios del enfoque a problemas de antropología ecológica e historia ambiental. Se trata en todo caso de una alternativa plausible que rehabilita la pertinencia de las ciencias sociales en la presente coyuntura geohistórica; por eso no es extraño que, entre las propuestas de nomenclatura examinadas en este artículo, probablemente sea la que ha logrado una mejor acogida entre historiadores, antropólogos y sociólogos.
Novaceno - Tecnoceno - Antrobsceno
Un segundo grupo de propuestas se centra en la tecnología como factor determinante del cambio geohistórico. Cada una de ellas representa un punto distinto del espectro que va de la tecnofilia a la tecnofobia. Del lado de la confianza en el poder de la tecnología está el científico británico James Lovelock, cocreador de la teoría de Gaia, quien en su último libro anuncia el arribo de una nueva era tecno-geológica denominada Novaceno. Del lado de la evaluación crítica del impacto de la tecnología está la idea de Tecnoceno7, sugerida por el italiano Agostino Cera. En un punto intermedio se sitúa el finlandés Jussi Parikka con su indagación desde la mediología con respecto a lo que sugiere llamar Antrobsceno.
Iniciemos con las posturas de los extremos. Según Cera (2017), los humanos vivimos hoy en un ambiente posnatural caracterizado por la ubicuidad del sistema tecnológico, al punto que el mundo construido por la técnica crea un nuevo hogar (οἶκος ). Más aún: la antigua naturaleza torna a ser parte del sistema total de la técnica, en la medida en que es vista como mero depósito de recursos, materia prima utilizable/manipulable en función de la operatividad del sistema técnico. En tal coyuntura, los humanos pierden su naturaleza auténtica y pasan a ser meros “recursos humanos”, tuercas y engranajes de la máquina social. De ahí que la época emergente, lejos de ser la era de los humanos, como pretende el enfoque antropocénico, sea más bien la era del eclipse de los humanos: “en el cosmos neoambiental del Tecnoceno, el ser humano queda reducido a una condición enteramente deficiente” (2017, p. 265). Por ende, el genuino Antropoceno será la era que aún no llega y a la cual habría que llegar, en la que los humanos estarían al fin real y plenamente humanizados. Pero ello implicaría dejar atrás la presente inmersión total en un “neo-ambiente” que naturaliza la omnipresencia de la técnica, y por esa vía recobrar un modo de existencia en el que los humanos, liberados del avasallador influjo de la tecnología moderna, retomen las riendas de su historicidad. En suma, según Cera, la nueva era en la que entramos —el Tecnoceno— se define porque en ella la tecnología —y no los humanos— es el verdadero sujeto del desenvolvimiento geohistórico.
En contraste con esta postura, para Lovelock (2019), el Antropoceno no es la era futura a cuya llegada necesitamos apuntar, sino la era que toca a su fin y para cuyo cierre debemos prepararnos. Sin embargo, al tiempo, este autor coincide con Cera en que la tecnología es el sujeto de la nueva era geohistórica, solo que para Lovelock ese es un hecho positivo y no un problema que haría falta superar. Así lo indica el nombre que sugiere para los nuevos tiempos: Novaceno. La era antropocénica, movida a nivel social por las fuerzas del mercado y a nivel energético por los combustibles fósiles, habría durado apenas 200 años, desde la revolución industrial hasta hoy, y estaría a punto de ser desplazada por otra era basada en la inteligencia artificial: “algún dispositivo de IA será inventado pronto, el cual marcará plena y totalmente el inicio de la nueva era” (2019, p. 83). Una nueva forma de vida electrónica —los “cyborgs”— tomará la antorcha de la evolución gracias a su inteligencia superior, a su habilidad para transformar energía en información y a su capacidad de mejorarse y replicarse a sí misma. Eso le permitirá (i) relevar a los humanos en su rol de “conciencia cósmica” o “conocedores” del universo, y (ii) reparar los desajustes ecológicos del Antropoceno y regular la temperatura planetaria mediante avances de geoingeniería, a fin de asegurar un entorno que posibilite su perpetuación. Así los humanos finalmente se exonerarían de los deterioros causados a la biosfera: “Sea cual sea el daño que le hicimos a la Tierra”, mediante la invención de vida electrónica superinteligente “nos redimimos justo a tiempo” (p. 86).
Sin duda los enfoques propuestos por Cera y Lovelock tienen la ventaja de hacernos pensar a fondo sobre el papel que desempeñan las tecnologías en nuestra historia colectiva actual, invitándonos a revisar si somos muy laxos con respecto a los efectos perturbadores de los desarrollos técnicos en la trama de la vida. No obstante, promueven puntos de vista que perpetúan los efectos alienantes de la oposición moderna de naturaleza y cultura e inclinan la balanza de las decisiones en favor de estrategias centradas en la dimensión técnica de la intervención —sea para impugnarla o para favorecerla—. En el sombrío Tecnoceno que describe Cera, el sistema técnico aparece como elemento antinatural que inhibe el despliegue auténtico de la condición humana, con lo que los potenciales usos constructivos de las nuevas tecnologías son negados de plano. El Novaceno de Lovelock, por su parte, resulta demasiado optimista y aun ingenuo en su confianza de que a la postre todo saldrá bien —incluyendo la realización de proyectos de geoingeniería a gran escala para manipular el termostato del planeta— gracias a las ampliadas capacidades de procesamiento de información de las futuras inteligencias generativas. Pero, más allá de esas obvias deficiencias, el mayor déficit de estas propuestas es que, al cabo, desestiman los costos socioambientales derivados del trastorno ecológico y de su hondo enraizamiento en estructuras de dominación sobre los ecosistemas y sobre las poblaciones pobres del mundo8.
Muy distinta a este respecto es la propuesta de Parikka en torno al término Antrobsceno (2015, p. 16). Para este autor, interesado en el costo socioambiental de las tecnologías digitales y multimedia, se trata ante todo de poner en evidencia hasta qué punto estas dependen para su existencia y funcionamiento de recursos y materias primas extraídos de las entrañas de la Tierra, apelando casi siempre a mano de obra de regiones periféricas del mundo. Con ello la palabra “geopolítica” adquiere una dimensión más concreta y material, y la “minería de datos” muestra ser algo más que sólo una metáfora. Si bien el enfoque antropocénico resalta la explotación de carbón y petróleo, Parikka va más allá para mostrar que el uso de celulares y computadores, así como el procesamiento de las enormes cantidades de información que ello lleva aparejado, no sólo implica la explotación de una notable variedad de metales y tierras raras, sino también una infraestructura tecnológica pesada y costosa en términos socioecológicos. Parikka propone un enfoque que ilumine el protagonismo de los minerales (y de las poblaciones encargadas de su extracción) en el orden tecno-mediático del capitalismo tardío. Ellos (y ellas) son víctimas del orden corporativo que nutre la ilusión de la “inmaterialidad” de las tecnologías digitales. En el lenguaje computacional parece como si el flujo de información fuese a parar a una “nube” etérea y desterritorializada, pero en realidad cada transmisión de datos supone procesos de refrigeración y mantenimiento que acarrean el gasto de enormes cantidades de agua y energía. En términos del autor, esa es “la lógica del Antrobsceno: el norte provee lo Fresco, el Sur provee lo Barato (trabajo)” (2015, p. 25). La geopolítica de la extracción de recursos y materias primas muestra así que “los estados —y las corporaciones— de hoy son todavía obscenamente modernos en su manera de operar” (p. 54). Esta obscenidad llega a su culmen con la exhibición mediática de la riqueza obtenida escarbando las entrañas de la Tierra —y de la miseria que hace posible tal riqueza, y de la extinción de especies que es también parte del precio que se paga por la modernización—9.
La propuesta de Parikka, por ende —pese a la resistencia que puede suscitar un nombre tan inhabitual como Antrobsceno—, abre una perspectiva crítica interesante e iluminadora, al eludir los sesgos apolítico y tecnocrático ínsitos en los enfoques de Cera y Lovelock. Aunque concentra el énfasis en un tipo particular de tecnología (las TIC) y en una forma específica de apropiación (la minería), el Antrobsceno nos invita a examinar con atención el complejo sistema de vasos comunicantes entre clima, capital, tecnología, extracción de materias primas, explotación de trabajo humano y deterioro ambiental planetario que distingue a nuestra época. Lo cual, de paso, nos lleva con fluidez al último grupo de propuestas que examinaremos aquí, y que desplazan el acento hacia cuestiones de cambio climático, contaminación y pérdida de diversidad biocultural.
Eremozoico - Necroceno - Faloceno - Chthuluceno
Las visiones más sombrías de la nueva era geológica se vinculan con anticipaciones de los efectos funestos de la modernización a escala global. El biólogo estadounidense Edward Wilson (2006), reconocido por sus trabajos sobre biodiversidad, propone el término Eremozoico —la era de la soledad— para destacar el que considera el rasgo principal de la geohistoria actualmente en curso: la creciente pérdida de diversidad biológica en el mundo. En sus términos, “una vez asestado el martillazo humano, la sexta extinción ha comenzado” (Wilson, 2006, p. 91). Este autor, por ende, acoge la idea antropocénica de que la especie humana es la causante del giro geohistórico, pero orienta el foco hacia la desaparición masiva de especies derivada de la polución, el cambio climático y, sobre todo, la destrucción de hábitats por deforestación y otras formas de explotación de recursos. En línea con ello, Wilson propone como solución reservar la mitad del planeta para que las especies silvestres sobrevivan en áreas protegidas conectadas mediante corredores ecológicos y lo bastante espaciosas como para asegurar la sostenibilidad de los hábitats (2016). Tal medida ambiciosa tiene que concretarse pronto; de otro modo, los humanos corren el riesgo de quedarse a solas con los frutos de su progreso tecnológico y cultural. Ahora bien: aunque sin duda Wilson tiene razón en afanarse por la pérdida de biodiversidad sin precedentes a la que estamos asistiendo, su enfoque, al resaltar el rol de la humanidad pasando por alto las diferencias sociohistóricas ligadas al trastorno ecológico, le da nuevo aire a los sesgos antropocéntrico y apolítico. Además, su idea de reservar media tierra para fines de conservación no solo tiende a dejar en segundo plano la situación de los océanos, sino también la de las poblaciones humanas desfavorecidas que habitan en muchos de los lugares que sería necesario aislar para llevar a cabo el proyecto.
Por ello diversos autores procedentes del terreno de las ciencias sociales han optado por sugerir nombres que destaquen esa dimensión frecuentemente olvidada en las ciencias naturales. McBrien (2016), por ejemplo, propone el término Necroceno desde una perspectiva fuertemente anclada en una crítica al sistema capitalista. Según este autor, el rasgo histórico que define al capitalismo desde su nacimiento en los siglos XV y XVI es la acumulación de extinciones conducentes a “la desaparición de especies, lenguajes, culturas y pueblos”. Lo que esa historia pone de relieve es que “cuanto más el capitalismo ejerce su poder planetario intensificando la extracción excedente de Naturalezas Baratas, tanto más necrotiza la ecología-mundo que ha creado” (p. 116-7). Dada su dinámica básicamente extractiva y contaminante, el capitalismo se vuelve sinónimo de colapso inminente que solo puede evitarse optimizando el funcionamiento del propio sistema mediante el fomento del desarrollo sostenible y el recurso a la geoingeniería. En eso radicaría el trasfondo ideológico del Antropoceno: al atribuir el trastorno planetario a la especie humana, se absuelve al capitalismo de su responsabilidad. Por eso el Capital tendría especial interés en impulsar el enfoque antropocénico. Frente a ello, la tarea urgente sería apartar a los humanos de la lógica del Capital: “La lógica de la acumulación no puede evitar la extinción porque acumulación y extinción son el mismo proceso. Ellas no pueden desacoplarse. Pero los seres humanos pueden desacoplarse del Capital. El Capital es extinción. Nosotros no” (p. 135). La propuesta de McBrien desemboca así en un llamado a la emancipación muy cercano al de la tradición sociológica que se extiende desde Marx hasta la Escuela de Frankfurt10.
Si bien el Necroceno de McBrien aporta elementos valiosos para involucrar la dimensión socio-histórica en los análisis del punto de giro que ahora vivimos, tiene el defecto (y esto vale también para el Eremozoico de Wilson) de postular una narrativa fatalista que reitera con nuevo ropaje ciertos rasgos distintivos del enfoque antropocénico, en especial, como lo advierte Araiza (2022), el “discurso apocalíptico del Hombre que destruye el mundo” fundado “en la dicotomía ser humano-naturaleza” (p. 205). Ante tal fallo, hay alternativas interesantes surgidas de ámbitos que combinan ideas del ecofeminismo, los estudios poscoloniales y las humanidades ambientales. Así, por ejemplo, el colectivo venezolano de investigación LaDanta LasCanta retoma la noción ecofeminista según la cual la opresión de la naturaleza y la de las mujeres son facetas de un mismo rasgo definitorio de la civilización occidental: su carácter patriarcal. Por ende, propone el nombre de Faloceno para resaltar el hecho de que los otros enfoques tienden a ignorar “la relación entre la ‘naturalización’ de las mujeres y la empresa de controlar la naturaleza” (LaDanta LasCanta, 2017, p. 29). Los orígenes de esa relación se remontarían a la aparición de las primeras sociedades agropastoriles, caracterizadas por una división del trabajo fundada en la inequidad de género y orientada a la intensificación de la explotación de la tierra. Con ello, el Faloceno introduce una cronología geohistórica que, al remitirnos al inicio del Neolítico hace unos 8 000 años, excede con mucho los 250 años del Antropoceno o los 600 años del Capitaloceno. Desde esta óptica ampliada, tanto la expansión capitalista como la civilización termoindustrial se apoyarían tácitamente en el zócalo material y simbólico aportado por la historia milenaria de la dominación masculina11.
Pese a los horizontes que tal cambio de perspectiva abre, el término Faloceno tiende a suscitar una visión esencialista y globalizante del rol de hombres y mujeres en la historia. Si bien su enfoque nos hace advertir la posición subordinada de las mujeres en muchos escenarios de conflicto socioambiental actuales, en especial en países del sur global —lo cual es una ganancia crítica valiosa—, a la vez introduce una antítesis rígida que simplifica la variabilidad histórico-cultural de las relaciones de género y resulta reduccionista con respecto a la complejidad de los procesos ecológicos (por ejemplo: olvida que la extinción de la megafauna del Pleistoceno, fehacientemente asociada a factores antrópicos, sobrevino al final del Paleolítico, mucho tiempo antes del surgimiento de la agricultura). Más interesante y matizada con respecto a esta y otras facetas del trastorno ecológico global es la propuesta de la bióloga y filósofa estadounidense Donna Haraway —el Chthuluceno—, con la cual se distancia del antropocentrismo implícito en otros enfoques en favor de una visión de la Tierra en tanto que entorno definido por la pluralidad de relaciones posibles entre entidades diferentes (insectos, bosques, herramientas, ríos, ciudades, corales, suelos, aldeas, nubes, etc.) trenzadas en una densa trama de interdependencias. Para esta autora, lo esencial al afrontar los desafíos que plantea la nueva era geológica es hacer a un lado las visiones catastrofistas e imaginar nuevos modos de coexistencia que rehabiliten el poder creador implícito en la variedad de seres existentes, en su entrelazamiento con los procesos ctónicos y en la multiplicidad de sus posibles acoplamientos.
En otras palabras, la tarea según Haraway es cultivar nuestra “habilidad para responder” (response-ability) a las amenazas que se ciernen sobre el planeta mediante una ecología de las prácticas articulada colectivamente en el seno de la diversidad de los entes existentes (2016, p. 28 y ss). En lugar de reducir la complejidad, potenciarla simbióticamente, tentacularmente, dejando atrás el legado de las humanidades y adoptando en su lugar un enfoque centrado en las “humusidades” (p. 32) que reconozca nuestra dependencia con respecto a la tierra y sus procesos dinámicos, nunca sometidos por entero a los determinismos lineales y, por ende, siempre susceptibles de engendrar vínculos inesperados, asociaciones imprevistas, impensadas, al margen de cualquier división entre lo natural y lo cultural —que al cabo resultan ser indiscernibles—. Se trata, en últimas, de crear una nueva sensibilidad que, más allá de las dicotomías modernas, nos enseñe a convivir, a pensar en común y a abonar los entramados multiespecies del planeta: “El Chthuluceno inacabado debe recoger la basura del Antropoceno, el exterminismo del Capitaloceno, y picando, triturando, yuxtaponiendo capas como un jardinero loco, hacer un montón de abono mucho más cálido para pasados, presentes y futuros todavía posibles” (p. 57).
Así, de las propuestas vistas en esta sección el Chthuluceno es la que mejor integra los aportes de la ecología y las ciencias sociales, ya que (i) abre una perspectiva descentrada con respecto al anthropos de la modernidad progresista; (ii) reemplaza las narrativas apocalípticas por un relato abierto a la posibilidad de construir un futuro habitable sin caer en el utopismo ni ceder a la tentación de la tecnocracia; (iii) elude los sesgos apolíticos al incluir en ese relato tanto los impactos de los grupos humanos sobre los ecosistemas como las diferenciaciones de género, raza y estatus social que subyacen a dichos impactos; y (iv) nos invita a reconsiderar nuestro lugar en la intrincada red de interdependencias que constituye la trama y la urdimbre de la existencia en el rincón del cosmos que habitamos. Empero, el Chthuluceno de Haraway tiene también debilidades que socavan su plausibilidad, en especial la ambigüedad o vaguedad de numerosas formulaciones de la autora en las que la frontera entre formulación filosófica y lenguaje poético se difumina, así como la falta de concreción de las iniciativas encaminadas a remodelar simbióticamente nuestras relaciones con la biosfera —lo cual sin duda es deseable, pero requiere orientaciones precisas a nivel práctico—. Así, por ejemplo, el rol central otorgado a las potencias telúricas y a la autoctonía —indicado por el término griego usado para construir la nomenclatura propuesta: χθών— les abre la puerta a los relatos de origen y a las narrativas de conexión con la Tierra propias de diversas culturas del mundo, pero el enfoque finalmente no explica cómo se tramitarían los conflictos entre culturas o los diferendos de cosmovisión en el modo de existencia simbiótico del futuro chthulucénico.
Algunas conclusiones desde el sur global
El ejercicio de análisis comparativo realizado aquí arroja dos resultados principales. Por un lado, la diversidad de neologismos creados para nombrar la nueva era es un índice del carácter complejo y multicausal de la mutación geohistórica en curso. En las propuestas de nomenclatura se aprecia cómo distintos autores resaltan aspectos de la zozobra civilizatoria con respecto a los cuales el Antropoceno brinda un marco teórico insuficiente o francamente sesgado. De hecho, la variedad de perspectivas abre un horizonte de comprensión enriquecido, apto para identificar los sesgos antropocénicos favorables a la óptica del norte global y a la perspectiva de las ciencias naturales en detrimento de la visibilidad de las injusticias e inequidades ambientales en el sur global y de las iniciativas surgidas de tradiciones culturales no occidentales. En este escenario, tres de las propuestas alternativas eluden con relativo éxito los sesgos del enfoque antropocénico al tiempo que abren espacios en los que cabe integrar plausiblemente, como parte del debate, las preocupaciones de las poblaciones periféricas: el Capitaloceno, el Antrobsceno y el Chthuluceno.
De otro lado, la comparación ha mostrado que la opción de encajar la mirada decolonial típica de las elaboraciones teóricas procedentes del sur global en el debate sobre la nueva era geológica exige una deconstrucción del enfoque antropocénico en varios niveles interconectados:
(i) Allí donde el Antropoceno consagra la visión progresista de la historia de la humanidad como avance hacia el dominio de la naturaleza, perspectivas como la del Capitaloceno y la del Chthuluceno ayudan a captar la raigambre colonial y eurocéntrica de tal visión12.
(ii) Frente a la tendencia del Antropoceno a naturalizar los efectos nocivos de la mutación ecológica planetaria al asimilar la acción humana a una fuerza telúrica “inevitable”, enfoques como el del Antrobsceno y el Capitaloceno resaltan el anclaje del estilo de vida promedio del capitalismo tardío en un sistema económico de base extractivista y orientado a la acumulación de riqueza y a la producción de consumo.
(iii) Allí donde el Antropoceno abstrae las diferencias histórico-sociales de los grupos humanos en favor de la especie humana como agente único e indiferenciado, varios enfoques alternativos destacan la disparidad social y política de muchos grupos y comunidades —como las mujeres en el Faloceno o los animales y plantas en el Eremozoico—, así como las asimetrías entre el norte y el Sur globales —subrayadas por el Necroceno y el Capitaloceno—.
(iv) Frente al hecho de que el Antropoceno deja en la sombra discursos alternativos que carecerían de legitimidad —prácticas tradicionales, saberes ancestrales, “voces” no humanas—, el Chthuluceno señala la pertinencia de otras formas de entender la relación de los grupos humanos con el resto de los seres existentes13.
(v) Allí donde el Antropoceno representa la Tierra como un “todo” disponible para ser gobernado y crea así un clima favorable a la intervención tecnológica en los ciclos biogeoquímicos y los procesos ecológicos de la biosfera, varias propuestas alternativas —en especial el Tecnoceno y el Antrobsceno— advierten sobre los riesgos implícitos en ello y subrayan las angustias derivadas del veloz retroceso de la diversidad biocultural y de las injusticias paralelas de raza, género y clase social que suelen ignorarse en las aproximaciones de corte tecnocrático.
Estos son, en suma, los frentes de trabajo en donde, en el futuro, la reflexión crítica desde el sur global sobre la actual transición geohistórica probablemente encontrará vetas de indagación fructíferas. Cabe mencionar que numerosos investigadores hispanoamericanos ya han desbrozado posibles vías de profundización con base en algunas de las nomenclaturas alternativas que hemos presentado. La argentina Flavia Costa (2021), por ejemplo, propone una interesante revisión crítica de los impactos ecosociales del Tecnoceno, entendido como una era caracterizada, a su juicio, por el despliegue acelerado de la biopolítica informacional y la gubernamentalidad algorítmica. El mexicano Francisco Serratos (2021), por su parte, efectúa un amplio recorrido por los momentos decisivos de la historia del Capitaloceno en procura de identificar, en clave utópica, algunos de los antídotos requeridos para su superación.
Es igualmente posible que, al enriquecer el escenario con aportes teóricos surgidos de la perspectiva decolonial —como la lucha contra el “epistemicidio” de los saberes del sur global (Santos, 2014) o la rehabilitación de prácticas comunales campesinas e indígenas ligadas a la noción de “sentipensar con la tierra” (Escobar, 2014)—, nuevas propuestas de nomenclatura procedentes de la periferia mundial afloren poco a poco en el horizonte. De hecho, una antropóloga brasileña ha formulado —aunque sin desarrollarla conceptualmente— la noción de Colonialoceno (Greco, 2022), insinuando la existencia de una conexión de fondo entre las dinámicas de colonización territorial a lo largo y ancho del planeta y los trastornos ambientales de la biosfera, pero la evaluación de esa y otras iniciativas del sur global queda reservada para futuras investigaciones.
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* PhD en Literatura de la Universidad de Montreal, Canadá. Profesor asociado de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario - Investigador adscrito a Phrónimos. Centro de Formación en Ética y Ciudadanía de la Universidad del Rosario. territoriosdelsilencio@gmail.com
1 Las traducciones de las citas en inglés y francés a lo largo del artículo han sido realizadas por el autor.
2 Incluso se ha planteado que tales cambios pueden afectar, debido al descongelamiento de los casquetes polares, las dinámicas tectónicas y geomorfológicas (McGuire, 2012).
3 Una muestra ejemplar de este tipo de argumentación se puede consultar en: https://www.anthropocene.info/great-acceleration.html
4 Me limito aquí a los planteamientos desarrollados más a menudo en los textos canónicos: Crutzen (2002); Rockström (2009); Steffen (2011); Trischler (2013); Asafu-Adjaye (2015).
5 El carácter antropocéntrico y colonialista de esta postura ha sido señalado por varios autores. Christ, por ejemplo, anota: “Para el discurso del Antropoceno, tenemos que administrar nuestros efectos deliberados de modo racional y sostenible y mitigar nuestros efectos negativos no intencionados recurriendo a la tecnología — pero el legado histórico de dominación humana no es sometido a escrutinio” (2013, p. 131). Sharp, por su parte, advierte: “El término Antropoceno parece confirmar más que desafiar al antropocentrismo y al especismo. (...) Incluso si marca el final del Imperio Humano, el Antropoceno sigue siendo una historia sobre la hegemonía humana” (2020, p. 147).
6 Entre los autores que han subrayado este punto me limitaré a citar dos. Según Sharp, “el ‘“Antropoceno’” expresa un súbito desprecio” por las distinciones “cuyo entendimiento y crítica es el objeto de gran parte del trabajo en ciencias sociales y humanidades. ¿Qué pasa con las diferencias de poder que se instituyen sistemáticamente según las líneas de nación, clase, raza, sexo y capacidades? ¿Y con las disparidades dramáticas en la responsabilidad causal por la llegada de la disrupción climática?” (2020, p. 144). Por su parte Hartley, siguiendo a Marx, anota que “una concepción histórica de la humanidad, en contraste, vería a los humanos como internamente diferenciados y avanzando constantemente a través de contradicciones de poder y re/producción” (2016, p. 155).
7 Cera no es el único autor que utiliza el término Tecnoceno. El sueco Alf Hornborg (2015) lo conceptualiza desde la perspectiva de la ecología política para hacer una revisión del rol de la tecnología en las prácticas colonialistas del capitalismo —en una vena afín a la de los proponentes del Capitaloceno—. Los mexicanos Oliver López y Gustavo Magallanes (2020) lo emplean para subrayar, de un modo más general, la centralidad actual de la tecnología en las dinámicas de coevolución de los ecosistemas y las sociedades humanas. En una vena similar, la argentina Flavia Costa (2021) lo retoma y lo resignifica con base en un acercamiento a los impactos suscitados por la pandemia del Covid 19 y un análisis de la informatización acelerada de las sociedades contemporáneas.
8 Las posturas de Cera y Lovelock, de hecho, prolongan líneas de desarrollo de la filosofía de la técnica típicamente modernas. Mientras la idea de Tecnoceno delata con claridad el influjo de las críticas radicales de Heidegger a la técnica, el Novaceno lleva hasta sus últimas consecuencias el paso a primer plano del “animal técnico” anunciado, entre otros, por Bergson hace más de un siglo: “Si, para definir nuestra especie, nos atuviéramos estrictamente a lo que la historia y la prehistoria nos presentan como la característica constante del hombre y de la inteligencia, quizá no nos llamaríamos Homo sapiens sino Homo faber” (1986, p. 140).
9 Una excelente y detallada documentación de la geopolítica de extracción de recursos y el uso intensivo de energía asociados al despliegue de las tecnologías de la información y la comunicación a escala global se encuentra en el libro Atlas of AI. Power, Politics, and the Planetary Costs of Artificial Intelligence (Crawford, 2021).
10 Otros autores que sugieren denominaciones afines a la de Necroceno —y que esbozan además el escenario de una posible emancipación— son Bonneuil y Fressoz (2016), quienes usan la noción de Tanatoceno para destacar el impacto ecoambiental destructivo de las guerras modernas (p. 143-170), y Bernard Stiegler (2015), quien describe la fase geohistórica actual como Entropoceno, dada la escala titánica a la cual la sociedad informatizada —movida por sistemas de cómputo algorítmico que simplifican / reducen la complejidad de lo concreto— causa unos niveles de entropía que amenazan con provocar su colapso (p. 137).
11 El Faloceno no es la única propuesta que subraya el rol de la agricultura en el arribo del actual giro geohistórico. Un grupo de investigadores propuso en 2014 el término Plantacionoceno (Haraway, 2015, p. 162-3) para resaltar el impacto global de la primera forma moderna de agricultura a gran escala: las plantaciones coloniales en regiones tropicales del planeta, basadas en procesos de deforestación masivos, en el desarrollo de monocultivos y en una explotación brutal de la fuerza de trabajo, tanto de poblaciones nativas como de esclavos negros.
12 Véase al respecto el modo como el mexicano Víctor Toledo vincula los aportes críticos del enfoque capitalocénico con los reclamos de la ecología política latinoamericana, la cual, en su opinión, “está básicamente centrada en las luchas que los pueblos rurales llevan a cabo en defensa de sus territorios, sus culturas y sus equilibrios regionales” (2019, p. 59). También caben aquí las reflexiones de Latour y Schultz sobre los elementos requeridos para consolidar una “nueva clase ecológica” que priorice la “habitabilidad del planeta” en vez de la producción (2022, § 18).
13 Este es un tema frecuente en las aproximaciones al debate sobre la nueva era generadas desde el Sur global. Así, según Ulloa (2017), “las discusiones globales relacionadas con el Antropoceno reproducen una geopolítica específica del conocimiento, que no incluye otras formas de producción de conocimientos relacionados con el cambio climático, como las perspectivas indígenas, afrodescendientes y campesinas en Latinoamérica” (p. 65). Svampa (2018), por su parte, afirma que “al calor de las luchas se van afirmando otros lenguajes de valoración del territorio, otros modos de construcción del vínculo con la naturaleza (...) que recrean un paradigma relacional basado en la reciprocidad, la complementariedad y el cuidado, que apuntan (...) a otras formas de organización de la vida social. Estos lenguajes se nutren de diferentes matrices político-ideológicas, de perspectivas anticapitalistas, ecologistas e indianistas, feministas y antipatriarcales, que provienen del heterogéneo mundo de las clases subalternas” (p. 164).