Introducción
La ratificación y entrada en vigor del acuerdo desde que se terminó de negociar su contenido en marzo de 2018 ha estado marcada por una intensa polarización en toda la región de América Latina y el Caribe entre quienes lo defienden como un avanzado instrumento ambiental y quienes lo objetan como el mayor riesgo para la soberanía y el desarrollo de los países.
Ambas posturas se sitúan en interpretaciones del instrumento al margen de su lectura, por lo que nos concentramos en realizar una lectura crítica del documento y de su origen, de lo cual concluimos: primero, que la ecologización de los derechos humanos que se evidencia en el desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos (didh) desde principios de los años noventa ofrece una interpretación progresista y fuerte de la indivisibilidad entre el respeto por la vida y la integridad ambiental, compatible con los postulados de la democracia ecológica. Segundo, que el Acuerdo de Escazú no logra articularse con el didh y tiene un carácter regresivo tanto por su contenido como por su forma, con lo cual se aleja de la necesaria descolonización de la justicia ambiental.
Nos basamos en observación participante como público en algunas de las rondas de negociación, y analizamos el texto preliminar propuesto por la Cepal, los siete borradores del acuerdo resultado de las reuniones, los audios de las reuniones de negociación disponibles en la página web de la Cepal, el acuerdo final, revisión de prensa, y en la experiencia en el acompañamiento legal y social a comunidades y personas que han buscado participar en decisiones que afectan su medioambiente, sus territorios y sus medios de vida en Colombia y otros países de la región. Se hicieron dos análisis de forma paralela: 1) desde lo jurídico se analizó la evolución de la relación entre los derechos de acceso en materia ambiental en el didh y el lugar de las cláusulas del Acuerdo de Escazú; y 2) desde la ecología política se analizó el proceso de construcción del acuerdo en contraste con interpretaciones de la democracia ambiental, en el contexto económico político regional caracterizado por el neoextractivismo.
La primera sección describe el contexto geoeconómico-político en el que surge el acuerdo y las expectativas divergentes sobre procesos de democratización de las relaciones sociedad-naturaleza. En el segundo y tercer apartado, integramos la crítica jurídica de los derechos humanos ambientales y la ecología política de la democracia y la justicia ambiental para plantear los dos argumentos descritos.
Intensificación del extractivismo y déficit democrático
Las últimas cuatro décadas son quizás el período de mayor extracción y exportación física de materiales y energía desde América Latina en toda la historia de la región, con las mayores tasas de crecimiento a partir de los años ochenta (Infante Amate et al., 2020). Este crecimiento se ha dado como consecuencia de una transformación global en los patrones de consumo en la fase más reciente del capitalismo, que se caracteriza por una intensificación del metabolismo social que ha inducido a la expansión de las fronteras extractivas creando las condiciones para la expansión e intensificación de conflictos socioambientales (Muradian et al., 2012). El extractivismo en América Latina se ha descrito como antagonista de la democracia por las lógicas que se implantan con el modelo: los mecanismos plutocráticos y clientelares que controlan la información, las limitaciones a la deliberación por fuera de los términos establecidos por el propio sistema y la criminalización de la protesta que contraría los mismos principios liberales de permitir la resistencia a la cooptación del sistema electoral y de representación (Martínez-Espinoza, 2018).
Una importante fracción de los conflictos ambientales en las periferias podría asociarse con este déficit democrático, puesto que la extracción y la exportación de materias primas se llevan a cabo en el marco de un intercambio ecológicamente desigual (Frey et al., 2018), en el que el uso de los recursos se realiza en las regiones del centro, mientras que la degradación ambiental y sus impactos en las personas se concentran en la periferia (Veltmeyer, 2020) sin que ellas puedan resistir a través de herramientas jurídicas y políticas efectivas. En este contexto, se puede decir que una buena parte de los conflictos socioambientales se enmarcan en aspiraciones sociales por democratizar el desarrollo y por expandir las concepciones de la democracia más allá de la democracia liberal representativa.
A escala global, la coevolución del capitalismo y la democracia, y su establecimiento como sistema-mundo han consolidado una relación de dependencia en la que la democracia liberal representativa depende del crecimiento económico para su funcionamiento (Dryzek, 1996) y la hace corresponsable de la crisis ecológica. Recientemente se ha empezado a reconocer que esta simbiosis entre capitalismo y democracia genera una disfuncionalidad ecopolítica de la democracia que hace que una transición democrática hacia sistemas sociales más sustentables esté plagada de contradicciones (Blühdorn, 2019).
La preocupación por la crisis ecológica global a partir de los años sesenta empezó a reflejarse en las conferencias internacionales, como la de Estocolmo de 1972, la Carta Mundial de la Naturaleza de 1982 y la Carta de la Tierra de 2000. De particular importancia es la Cumbre de Río de Janeiro de 1992, que buscaba compatibilizar las metas de desarrollo y de protección de la integridad ambiental, e hizo explícita la meta de que los asuntos ambientales se trataran con la participación de todos los interesados, lo cual dio inicio a la incorporación de la democracia ambiental en el argot político, teniendo como base una declaración y lo que se denominó la Agenda 21. Así, las primeras referencias a la democracia ambiental en la literatura académica aparecen en los años noventa reivindicando dinámicas participativas o deliberativas (por ejemplo, Jasanoff, 1996). Este giro participativo/deliberativo que se venía proponiendo desde los setenta se concebía como una extensión y radicalización de los derechos liberales (Mason, 1999, p. 50) y pasó a centrarse más en la calidad de los procedimientos, tales como la participación, el diálogo, la transparencia y la rendición de cuentas, hasta el punto de que la democracia deliberativa se posicionó como un eje central de la noción de democracia ambiental.
En este escenario emerge la construcción del Acuerdo sobre el Principio 10, como cumplimiento del compromiso impulsado por 10 Estados de América Latina durante la conferencia de Río+20 para implementar precisamente el principio 10 de la Conferencia de Río, según el cual
el mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda. En el plano nacional, toda persona deberá tener acceso adecuado a la información sobre el medio ambiente de que dispongan las autoridades públicas, incluida la información sobre los materiales y las actividades que encierran peligro en sus comunidades, así como la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones. Los Estados deberán facilitar y fomentar la sensibilización y la participación de la población poniendo la información a disposición de todos. Deberá proporcionarse acceso efectivo a los procedimientos judiciales y administrativos, entre estos el resarcimiento de daños y los recursos pertinentes.
El acuerdo regional se pregonaba como el instrumento que brindaría al fin herramientas a la ciudadanía para exigir un medioambiente sano, muy influido por los impactos de la conflictividad en asuntos ambientales que para entonces repuntaba en la agenda de movilización social en todo el continente, como lo demuestran observatorios como ejolt1, ocmal2 u Oilwatch3, y que recibían una respuesta prevalentemente represiva, particularmente hacia los líderes y defensores ambientales (Global Witness, 2015, p. 6).
El documento inicial base de la negociación fue elaborado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en respuesta a la solicitud de los países signatarios de la Declaración sobre la Aplicación del Principio 10 de la Declaración de Río reunidos en Santiago de Chile en noviembre de 2014. En dicha reunión, los países habían tomado la decisión de iniciar la negociación de un instrumento regional y se designó un comité de negociación, una mesa directiva, y se estableció que el proceso contaría con una significativa participación del público. Los insumos para el documento inicial incluyeron los Contenidos de San José (documento que reúne algunos antecedentes de los derechos de acceso en la región como ejemplos para la negociación y que fue resultado de la reunión de los quince países signatarios de la Declaración Latinoamericana sobre la Aplicación del Principio 10 en 2013); el diagnóstico regional elaborado por la Cepal sobre los derechos de acceso; y legislaciones, prácticas e instituciones nacionales de los países de América Latina y el Caribe; además de las contribuciones enviadas por los países signatarios y los seis representantes del público, elegidos por votación entre representantes de ong ambientales en marzo de 2015.
El diagnóstico de la Cepal parte del supuesto de que los derechos de acceso contribuyen a la protección ambiental y al desarrollo sostenible, metas que se han reconocido como contradictorias (Harlow et al., 2013), pero que se mantienen como las metas de las Naciones Unidas en todas sus instancias. El documento usa el argumento de las fallas de mercado de la teoría económica neoclásica producidas por asimetrías en el acceso a la información, y de la imposibilidad de valorar monetariamente los impactos sobre el medioambiente, para justificar la participación del público en etapas tempranas de los procesos de toma de decisiones ambientales. El documento también se apoya en el concepto de la buena gobernanza, definida como un modelo político-social integrado para lograr que las normas establecidas sean cumplidas por todos los actores. Enmarcados en estas lógicas, los derechos de acceso estarían enfocados en evitar conflictos y aumentos en los costos o retrasos en los proyectos, programas y políticas (Torres, 2013, p. 8), lo cual revela de entrada la concepción limitada de la democracia ambiental, que no admite diferentes perspectivas frente al modelo de desarrollo.
Aun con esta estrecha base, el texto inicial propuesto por la Cepal fue el más amplio entre las nueve versiones que existieron a lo largo del proceso de negociación, que consistió en ocho reuniones entre octubre de 2015 y marzo de 2018, cuando se llegó al texto final en la ciudad de Escazú (Costa Rica). En las reuniones, las comisiones de los países fueron reformando el texto hasta lograr consensos, con una tendencia a restringir significados, evitar asumir compromisos drásticos e incluir excepciones a la aplicación de ciertas disposiciones. El acuerdo final se compone de 26 artículos, de los cuales 4 corresponden a los derechos de acceso (información, participación y justicia) y el resto a asuntos de cooperación, mejoramiento de capacidades y cláusulas para su implementación, que incluye la designación de la Cepal como secretaría técnica.
Indivisibilidad de derechos humanos y ambientales: hacia la democracia para la vida
Los derechos ambientales procedimentales (per, por su sigla en inglés) han sido separados de los avances en los derechos ambientales sustantivos, pues no se espera que los procedimentales tengan un impacto en mejorar las condiciones ambientales en las que vive la gente ni en la naturaleza misma, con el argumento de que es suficiente con que contribuyan a la democracia, la justicia ambiental y la sostenibilidad (Gellers y Jeffords, 2018). En países del Norte Global, cuyos impactos socioambientales han sido trasladados a las fronteras extractivas, las nociones liberales de democracia, justicia ambiental y sostenibilidad pueden ser promovidas por los per, pero en América Latina y el Caribe la dedicación exclusiva de un acuerdo regional a los per lo convierte en un instrumento dedicado a alcanzar metas que pueden ser usadas como distractores de la protección de los derechos fundamentales y que pueden ser fácilmente controlables por grupos de interés de mayor poder.
En esta parte, describimos cómo el didh ha llegado a establecer la indivisibilidad e interdependencia entre los derechos humanos y el medioambiente a través de su ecologización en un muy lento desarrollo de sus instrumentos y mecanismos, y mostramos sus relaciones con la ecología política latinoamericana. Esto contrasta con la escisión radical entre cuestiones procedimentales y sustanciales en el Acuerdo de Escazú.
Los organismos e instrumentos del mundo de los derechos humanos y del mundo de lo ambiental estuvieron históricamente separados y bien diferenciados. Mientras la Comisión (ahora Consejo) de Derechos Humanos de las Naciones Unidas era el órgano encargado de promover los primeros, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente estaba a cargo de lo segundo;y en América Latina era el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (sidh) el que abordaba las graves violaciones de derechos civiles y políticos, mientras la Cepal se encargaba de promover los asuntos de desarrollo. La especialización temática de dichos escenarios llevó a que los instrumentos diseñados exhibieran una marcada separación entre ambos campos.
La construcción histórica de los derechos a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos ha estado marcada por una dispareja producción de normas de diversa índole. Desde la Declaración del 48 pasaron 17 años antes de que se adoptara una convención (1965), la relativa a la discriminación racial, y al año siguiente nacieron los pactos sobre derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Sus órganos de supervisión empezaron a funcionar hasta la década siguiente y solo una vez derribado el muro de Berlín, en la década de 1990, la creación de instrumentos se dinamizó en múltiples conferencias internacionales que culminaron con la adopción de resoluciones, declaraciones y planes de acción en diversos temas.
Con respecto al medioambiente, la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas encargó a la experta Fatma-Zohra Ksentini una caracterización de la relación entre el medioambiente y los derechos humanos. En su reporte de 1994, Ksentini observaba la divergencia entre los asuntos ambientales y de derechos humanos. Los asuntos ambientales se dirimían en “más de 350 tratados multilaterales, un millar de tratados bilaterales, así como muchos textos de organizaciones intergubernamentales aprobados en forma de declaraciones, programas de acción y resoluciones” (Ksentini, 1994, p. 8), mientras que los derechos humanos se reconocían en la Declaración Universal, los pactos internacionales y sus protocolos, y en un puñado más de instrumentos, dentro de los cuales solo cuatro mencionaban la cuestión ambiental. En el sistema universal solo dos comités de pacto se refirieron a cuestiones ambientales en sus observaciones generales, el Comité de Derechos del Niño (sobre saneamiento y educación ambiental para este grupo poblacional) y el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales sobre el acceso a la información ambiental en el ejercicio del derecho al agua y sobre la posibilidad de que los Estados suspendan concesiones a empresas que no proporcionen información sobre los impactos ambientales de sus actividades. Esta separación se traducía en la poco sistemática y lenta creación de estándares que precisaran las obligaciones estatales en materia de medioambiente como derecho humano. Con base en esta situación, el reporte Ksentini proponía un proyecto de principios en el que se destacaba la indivisibilidad e interdependencia de todos los derechos humanos, y establecía muy claramente en su capítulo V la relación estrecha entre el derecho a la vida, como el más importante de todos los derechos humanos garantizados legalmente, y la protección adecuada del medioambiente, reforzando el principio de interdependencia de los derechos recientemente enarbolado en la Convención y Programa de Acción de Viena4. Lamentablemente, como otras iniciativas normativas de los procedimientos especiales de las Naciones Unidas, el proyecto no fue adoptado oficialmente y se perdió una oportunidad temprana de interpretar los temas ambientales en clave de derechos humanos fundamentales.
Progresivamente los Procedimientos Especiales del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas5 fueron los que abordaron la cuestión ambiental en relación con la extrema pobreza y los derechos humanos (2013), el derecho a la alimentación (2009, 2015 y 2018), el derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental (2014, 2015 y 2016), agua potable y saneamiento (2014 y 2019), y la gestión y eliminación de las sustancias y los desechos peligrosos (2017). La acción más significativa efectuada por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas fue crear el mandato del relator especial sobre los derechos humanos y el medio ambiente (rema) en 2012, enfocado en estudiar las obligaciones de derechos humanos relacionadas con el disfrute de un medioambiente sin riesgos, limpio, saludable y sostenible. Su principal aporte fue distinguir entre derechos sustanciales y procedimentales asociados con el medioambiente (los derechos de acceso dentro de este último grupo) y la construcción de 16 principios marco sobre los derechos humanos y el medioambiente en 2018 (rema, 2018). De estos, los tres primeros se refieren a la interdependencia de la integridad medioambiental y los derechos humanos, y al disfrute sin discriminación del derecho a un medioambiente sano. También se incluían los derechos procedimentales o de acceso, así como salvaguardias particulares para los defensores ambientales.
Entre tanto, en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, la Corte Interamericana publicó su Opinión Consultiva 23 de 2017, en la que estableció que existen obligaciones estatales en relación con el medioambiente como consecuencia de los derechos a la vida y a la integridad personal reconocidos en la Convención Americana de Derechos Humanos (cidh, 2017).
En 2019, tuvo lugar un caso insigne sobre el principio de indivisibilidad por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (cdhnu), que emitió su dictamen en el caso Portillo y otros versus Paraguay. Se trata de la muerte de Rubén Portillo Cáceres y la intoxicación de algunos de sus familiares y otras personas de su comunidad que fueron expuestos a los agrotóxicos con los que se fumigan los cultivos de soya genéticamente modificada en la colonia Yerutí en hechos de 2011. Los demandantes alegaron que el Estado violó su derecho a una vida digna por permitir la contaminación de los alimentos y las fuentes de agua, y omitir controlar efectivamente las actividades de los promotores de esa agroindustria. El Estado se defendió manifestando, entre otros, que el caso era inadmisible en tanto el pacto no reconoce derechos ambientales, y que los demandantes no demostraron la intoxicación por plaguicidas, pretendiendo hacer valer a su favor que nunca se había producido la prueba del nexo causal entre las aspersiones y los impactos denunciados, pues nunca se realizó la autopsia y no existían registros de los estudios clínicos de los demás afectados en los respectivos expedientes. El dictamen del cdhnu estableció la responsabilidad del Estado paraguayo por violación al derecho a la vida y el derecho a no ser sometidos a torturas ni tratos crueles, inhumanos y degradantes, al omitir su deber de hacer cumplir las normas ambientales. Así también determinó la violación del derecho a no ser objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en el domicilio, pues “cuando la contaminación tiene repercusiones directas sobre el derecho a la vida privada y familiar y el domicilio, y […] las consecuencias nefastas de la contaminación tienen un nivel de gravedad, en función de la intensidad o la duración de las molestias y de sus efectos físicos o mentales, la degradación del medio ambiente puede afectar el bienestar del individuo y generar violaciones de la vida privada y familiar y del domicilio” (cdh, 2019, p. 15).
El Comité recordó que en tales casos la prueba no recaía solo en los demandantes, ya que es el Estado el que dispone de las posibilidades para recaudar esa prueba y nunca lo hizo; así mismo, recordó que la demanda no había alegado derechos ambientales, sino el derecho a la vida, y que por esta vía se puede exigir al Estado el cumplimiento de sus obligaciones de protección y garantía de tales derechos.
En octubre de 2021, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas reconoció de forma explícita el derecho al medioambiente sin riesgos, limpio, saludable y sostenible como importante para el disfrute de los derechos humanos internacionalmente reconocidos (cdhnu, 2021).
De esta forma se ha consolidado la perspectiva de indivisibilidad entre el derecho al medioambiente sano y el derecho a la vida. Este largo proceso de más de 30 años hasta llegar a reconocer y judicializar el derecho a un ambiente sano en conexión con la vida y la integridad es quizá lo que más se ha acercado, desde una plataforma liberal como la de los derechos humanos, a reivindicar las luchas de los movimientos sociales que convergen alrededor de la idea de proteger la vida que depende de la preservación del entorno.
Pero las negociaciones de Escazú entre 2015 y 2018 eclipsaron esta evolución, pues reconocer que el derecho fundamental al medioambiente ya era justiciable y que la Corte Interamericana ya había abierto el camino a la justiciabilidad en una perspectiva ecocéntrica6 apuntando a la democracia ecológica le habría quitado peso a la iniciativa del acuerdo y a todos los esfuerzos organizativos a su alrededor.
La interpretación de los derechos humanos fundamentales como el derecho a la vida y a la salud en conexión indivisible con la integridad del medioambiente ha sabido recoger el objeto de las luchas que se han realizado desde las fronteras extractivas para cuidar la materia esencial para la reproducción de la vida individual y colectiva con todos los seres y formas de existencia (Gutiérrez-Aguilar, 2017, p. 119; Lang et al., 2020, p. 371).
La excusa de la gobernanza ambiental fallida en la región de América Latina y el Caribe para impulsar el Acuerdo de Escazú (Olmos-Giupponi, 2019, p. 151) solo retardará la protección efectiva de los derechos humanos y de la naturaleza, con el distractor del cumplimiento de los derechos de acceso.
El contenido y la forma de Escazú frente a perspectivas locales de justicia ambiental
En esta sección se analiza el contenido del acuerdo y se compara con las aspiraciones emanadas de los movimientos sociales.
Acceso adecuado a la información
El acuerdo parte de los principios de transparencia, máxima publicidad y de rendición de cuentas. Con el derecho de acceso se busca garantizar el acceso a la información ambiental, incluyendo los impactos ambientales de políticas o proyectos sobre el medioambiente, las acciones de protección y gestión ambiental, y las concesiones que otorgue el Estado para el manejo y la explotación de los recursos. Establece la obligación de los países de mantener sistemas de información ambiental actualizados y progresivos, así como de crear una política de divulgación. El derecho se ejerce mediante la solicitud de información, los Estados cuentan con un plazo de 30 días para responderla, y en caso de ser negada se establece el derecho a impugnar esa decisión. El acceso a la información no debe ser costoso y se debe entregar en un formato adecuado.
Estas premisas no son novedosas. Ya estaban incorporadas en los estándares definidos por el relator sobre el derecho a la libre expresión de las Naciones Unidas (2004, 2010) o por la Relatoría sobre el Derecho a la Libre Expresión de la cidh (2011), que había establecido las obligaciones estatales de i) responder de manera oportuna, completa y accesible a las solicitudes que sean formuladas; ii) contar con un recurso administrativo que permita la satisfacción del derecho de acceso a la información; iii) contar con un recurso judicial idóneo y efectivo para la revisión de las negativas de entrega de información; iv) transparencia activa; v) producir o capturar información; vi) generar una cultura de transparencia; y vii) implementación adecuada, con un régimen de excepciones mínimo: “[Las excepciones] deben ser verdaderamente excepcionales, estar consagradas de manera clara en la ley, perseguir objetivos legítimos, y ser necesarias para alcanzar la finalidad perseguida” (cidh, 2011, p. 306).
Lo novedoso es que Escazú contempla un apartado copioso de excepciones al acceso a la información, cuando de hacerla pública: i) ponga en riesgo la vida, seguridad o salud de una persona; ii) afecte negativamente la seguridad nacional, la seguridad pública o la defensa nacional; iii) afecte negativamente la protección del medioambiente; o iv) genere un riesgo a la aplicación de la ley o a la prevención o investigación de delitos. Así, el instrumento abre la puerta a múltiples supuestos por los que se negaría la información. Estas excepciones son regresivas respecto del principio amplio de acceso a la información en el sistema interamericano y empeora las posibilidades de acceso, incluso para países en los que son actualmente aceptables o buenas, al menos formalmente.
En el caso colombiano, que tiene un buen andamiaje normativo para el acceso a la información, pero una praxis administrativa pobre (que se demuestra en el hecho de que de forma sostenida el derecho de petición es el que más se demanda mediante acciones de tutela), las excepciones no harán sino agravar y legitimar esa praxis de secretividad. Peor será para países en los que los asuntos ambientales son clasificados como de interés nacional o cuyos recursos son considerados como sectores estratégicos, respaldados por medio de dispositivos de seguridad y militarización.
Por otra parte, el acuerdo no abordó los problemas específicos que tiene la información ambiental. En el acuerdo se asume i) que es posible anticipar a través del conocimiento experto los impactos que puede llegar a tener una actividad en un territorio y en una comunidad específica, lo que desconoce los altos grados de incertidumbre implícitos en el uso de nuevas tecnologías de extracción (Jasanoff, 2003); y ii) que los sistemas de producción científica son neutrales a la hora de producir conocimiento (Turnhout, 2018), pasando por alto los mecanismos de producción de información socioambiental aceptados globalmente, en los que los actores que producirán los impactos son los mismos que generan los estudios de impacto ambiental.
Las cláusulas de acceso, a pesar de sus nutridas excepciones, se promueven como avances de democratización de las cuestiones ambientales bajo el discurso de transparencia, que ya se nota en iniciativas como la Extractive Industries Transparency Initiative (eiti). El énfasis en poner a disposición del público en plataformas virtuales la información existente sobre los proyectos y sus impactos sin reconocer los problemas mencionados sobre el origen y la incertidumbre de esa información hace que el derecho al acceso esté subyugado a lo que el generador de la información o el Estado reconozcan como información y conocimiento válidos y a lo que la ciencia occidental pueda medir, desconociendo saberes locales.
Pensar la justicia ambiental en términos de la información y el conocimiento implica no solo el reconocimiento de diversos tipos de conocimiento ambiental: epistémico, técnico o anecdótico (Buchanan, 2013), sino principalmente que la dominación epistémica es parte constitutiva de la dominación colonial, que solo podrá ser superada cuando los sistemas de conocimiento no occidentales sobre la naturaleza sean incorporados en una ciencia más orgánica, más preocupada por el bien común que por las necesidades del capital (Castro-Gómez, 2007, p. 444).
Participación en los procesos de adopción de decisiones
La participación ha sido invocada durante décadas como la panacea para la resolución o la prevención de conflictos socioambientales, a pesar de las advertencias de que podía ser una promesa vacía de los discursos de desarrollo (Cooke y Kothari, 2001). En 1992, después de que el reporte Brundtland de 1987 sentara las bases del desarrollo sostenible e incluyera un llamado a sistemas políticos que garantizaran la participación y mayor democracia en las decisiones internacionales, la Conferencia de Río tuvo como propósito diseñar un plan de acción y estrategias para lograr dicha meta. Promovió la idea de que las decisiones relacionadas con el medioambiente fueran tomadas de forma participativa e institucionalizó la participación como una manera de administrar conflictos, concibiéndola como un modo de armonización de intereses económicos, ambientales y sociales.
Las instituciones financieras internacionales y los organismos de la onu han promovido diversos mecanismos de participación en América Latina que han sido solamente escenarios para opinar, pero no para que los afectados incidan significativamente en las decisiones (Meyer, 2020; Perreault, 2015). La participación se ha usado en muchos casos como moneda de cambio frente a las resistencias. Convertida en un derecho, ha transformado las resistencias en procesos para negociar derechos, leyes, territorios o regulación ambiental. De esta forma, la participación calificada termina produciendo un estado de cosas en el que los grupos subalternos son silenciados y las injusticias ambientales son perpetuadas (Zhouri, 2010, p. 448).
La toma de decisiones sobre proyectos o políticas que van a tener impactos socioambientales específicos ya implica una injusticia cuando los que toman la decisión no son los mismos que habitan el espacio y que sufrirán las consecuencias de esa decisión.
Además de definir quiénes son los que toman una decisión sobre el modelo, la política pública o el proyecto de desarrollo, los Estados definen la forma en la que se puede invitar a los posibles afectados a participar, y esto por lo general no incluye influenciar significativamente la decisión misma, pues los decisores están previamente definidos en un reconocimiento tácito de las asimetrías de poder y de la apropiación de los recursos. La participación que no incluye la capacidad de influir la decisión final constituye una participación calificada y restringida. Incluso la participación en el proceso de toma de decisiones puede significar que se participa mientras se recibe información y se discuten los impactos y las opciones, sin incluir necesariamente las preocupaciones o disensos en el acto en el que se toma la decisión final.
Las formas de gobernanza colonial que incorporan procedimientos de participación de este tipo no tienen la capacidad de responder a las necesidades democráticas, ni solucionan los problemas ambientales, sino que distraen a la sociedad a través de la nominación de muchos actores en múltiples escenarios de procedimientos de participación. Esta gran falencia de la democracia liberal representativa ha logrado despolitizar las decisiones sobre la naturaleza, reducir estas a labor de expertos, asignar tácitamente la gobernanza ambiental a actores privados o cuasiestatales y fomentar interpretaciones consensuadas de la acción y la particularización de las luchas políticas (Swyngedouw, 2010, p. 225).
El acuerdo insta a los países a asegurar el derecho a la participación del público y a que se comprometan a implementar la participación inclusiva en la toma de decisiones ambientales; a garantizar mecanismos de participación del público en procesos de toma de decisiones que tengan o puedan tener impactos significativos sobre el medioambiente;y a promoverla en otras decisiones ambientales como el ordenamiento territorial y la elaboración de políticas con impactos sobre el medioambiente. Indica que la participación debe darse en todas las etapas del proceso de toma de decisiones, en plazos razonables y habiendo informado al público de forma efectiva. También insta a los países a realizar esfuerzos para identificar y apoyar a personas o grupos en situaciones de vulnerabilidad a fin de involucrarlos en mecanismos de participación.
También con este derecho el acuerdo es regresivo. En ninguna parte se dispone el carácter vinculante o significativamente influyente de la participación de la población que será directamente afectada por proyectos o políticas, que contribuyera a revertir el histórico uso de los mecanismos de participación como ejercicios de legitimación de decisiones que favorecen a actores privados de sectores extractivos (Dietz, 2019;Perreault, 2015; Vela-Almeida et al., 2021). El acuerdo pasa por alto los contextos institucionales y políticos en los que se han usado los mecanismos de participación (Biggs, 1995; Cooke y Kothari, 2001; O’Faircheallaigh, 2010), con lo que se intensifica la supremacía de los Estados para diseñar y reglamentar las condiciones de la participación, y se fomenta un tipo de inclusión que profundiza la asimetría de poder.
El texto solo establece que las observaciones del público sean consideradas y tenidas en cuenta en los procesos de toma de decisión, sin especificar el nivel de influencia que deberían tener en las decisiones que se tomen, lo cual permite que las consideraciones de los afectados queden registradas en las actas de decisión, sin influir en las decisiones finales.
Las palabras cuidadosamente usadas en el texto hacen del derecho a la participación y el compromiso de las naciones las metas del acuerdo, sin obligarse a permitir que, en los actos de decisión sobre proyectos o políticas, los potencialmente afectados tengan el derecho al veto. Las delegaciones colombiana y mexicana tuvieron un papel muy activo en la negociación para que el lenguaje de este derecho fuera lo menos comprometedor posible. Expresiones como “promover” y “realizar esfuerzos” revelan el bajo nivel de vinculariedad de la norma. Este lenguaje es compatible con los límites y retrocesos en materia de participación sobre proyectos extractivos que caracterizan la región.
En Colombia, en casos como la consulta a pueblos étnicos o las audiencias ambientales, es común que las autoridades consideren que la participación se concreta en informar a las personas sobre una medida y escuchar sus opiniones, pero sin tomar parte en la decisión. Sin dotar de contenido al término “participación” ni sus alcances, los Estados llegan a considerar mecanismos como las consultas étnicas como escenarios de extorsión a la administración pública, que afectan “negativamente la gestión de las entidades públicas y repercute en el mejoramiento de la infraestructura del país y de la inversión en el sector minero energético” (dnp, 2013, secc. II), y usan todo su poder legislativo para bloquear expresiones de participación como las consultas populares.
El Acuerdo de Escazú no solamente se abstuvo de incorporar cuestiones novedosas, sino que omitió estándares importantes como el deber de acomodo que el sidh ya había consolidado en casos de pueblos indígenas, según el cual las partes involucradas deben tener flexibilidad “para acomodar los distintos derechos e intereses en juego”, y si las decisiones estatales no reflejan ese acomodo “podrían ser consideradas contrarias a las garantías del debido proceso establecidas por los estándares del Sistema Interamericano de Derechos Humanos” (cidh, 2009, p. 124).
Finalmente, la participación ambiental en el continente es tremendamente difícil ante la imposibilidad de conciliar el criterio técnico-científico de los Estados con los conocimientos, saberes y experiencias comunitarias; o el interés nacional que opera como razón de Estado con la validación de los temores que tienen las comunidades ante potenciales operaciones contaminantes.
Acceso a la justicia y al debido proceso
El Acuerdo de Escazú interpreta el acceso a la justicia en asuntos ambientales como el acceso a los procedimientos judiciales y administrativos, reforzando su énfasis eminentemente procedimental, que confía en que la administración de justicia de los países latinoamericanos actúa de forma independiente respecto de los otros poderes públicos y que adopta decisiones técnico-jurídicas basadas en marcos jurídicos adecuados, lo cual dista mucho de la realidad que se vive en la región. Además, abre la puerta para que los conflictos ambientales se resuelvan económicamente por la vía de arreglos extrajudiciales, al prever la promoción de “mecanismos alternativos de solución de controversias en asuntos ambientales, en los casos en que proceda, tales como la mediación, la conciliación y otros que permitan prevenir o solucionar dichas controversias” (art. 8.°).
Una de las formas en que se profundiza la injusticia ambiental es cuando un concepto o marco normativo se aplica en un contexto donde se está pasando por alto una injusticia fundamental (Álvarez y Coolsaet, 2020). Esto es precisamente lo que ocurre en los países donde se define la justicia ambiental en términos de distribución equitativa de los costos y beneficios de la extracción, o en términos de acceso a los tribunales e instancias administrativas para el trámite de una compensación, como lo sugiere Escazú.
La remediación extrajudicial no es nueva en las consideraciones normativas internacionales. En los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos ya se había contemplado la cuestión: “Los Estados deben establecer mecanismos de reclamación extrajudiciales eficaces y apropiados, paralelamente a los mecanismos judiciales, como parte de un sistema estatal integral de reparación de las violaciones de los derechos humanos relacionadas con empresas” (principio 27). Aunque estos mecanismos ciertamente alivian condiciones de precariedad económica en la que pueden quedar poblaciones afectadas con daños ambientales, no constituyen verdaderos ejercicios de justicia o reparación ambiental, pues solo impactan en la compensación económica, que termina beneficiando más al responsable de la afectación que a las víctimas o al medioambiente mismo.
La redacción del artículo 8.°del acuerdo planteaba la escogencia de uno de estos dos modelos: un modelo de justicia administrativa basada en la prevención de los conflictos derivados del incumplimiento de los dos primeros derechos de acceso (a la información y a la participación vinculante); o una justicia jurisdiccional reactiva y orientada a la definición de las fórmulas de reparación. El segundo modelo primó en el tratado con la salvedad de que la aplicación se basa en las legislaciones nacionales y circunstancias particulares, lo cual permite interpretaciones restrictivas en circunstancias no definidas.
Esta limitación en la interpretación de la justicia ambiental es precisamente a la que responden las iniciativas de la naturaleza como un sujeto de derecho. En la Constitución de Ecuador, por ejemplo, una de las salvaguardias es la consideración independiente de los daños a la naturaleza y a los grupos humanos; su restauración es “independiente de la obligación que tienen el Estado y las personas naturales o jurídicas de indemnizar a los individuos y colectivos que dependan de los sistemas naturales afectados” (art. 72).
En Colombia, la Corte Constitucional (2019) ha avanzado mucho más en la consideración de la justicia ambiental más allá de los rituales propiamente judiciales. Así, ha construido un concepto a partir de cuatro componentes: i) la justicia distributiva, entendida como el reparto equitativo de las cargas y beneficios ambientales para los habitantes de un Estado sin discriminación; ii) la justicia participativa, entendida como la participación significativa de quienes son impactados por una medida, en su planeación, evaluación de impactos y mitigación, de manera que coexista “el conocimiento técnico con el saber nativo sobre los asuntos locales” (p. 35); iii) el principio de sostenibilidad, que implica la viabilidad ecológica de los sistemas económicos y sociales, a partir del respeto de sus límites biofísicos;y iv) el principio de precaución, o abstención de ejecutar una actividad sobre la que existen dudas razonables de que pueda causar daños a la naturaleza, reconociendo la “falibilidad de la ciencia” (p. 36).
Como lo muestra Merlinsky (2017, p. 245), la justicia ambiental en América Latina está asociada al cuestionamiento a los supuestos beneficios de los modelos de desarrollo y sus impactos en la salud, los medios de vida y los territorios rurales o urbanos que se habitan. Sin embargo, lo que comparten las luchas es la defensa de la territorialidad entendida como la relación espaciotemporal entre diferentes grupos humanos y sus territorios, la defensa de los comunes, como las semillas, el agua o los bosques que tienden a ser privatizados para beneficios particulares, y unos lenguajes que abarcan la defensa de la vida y de identidades colectivas que van más allá de lo humano. Un rasgo central de esta noción de justicia ambiental es la recuperación colectiva o recomunización de los bienes fundamentales para la vida (el agua, el suelo, el aire, la biodiversidad, la energía) de tal forma que la capacidad de decidir sobre ellos irrumpa el orden centralizado y monopolizador (Gutiérrez-Aguilar, 2017, p. 85; Lang et al., 2020, p. 371), y confronte los consensos y la homogeneidad que vienen con las ideas de nación y población en general (Aparicio et al., 2017, p. 175).
La justicia ambiental en América Latina y el Caribe también ha expandido su alcance en al menos tres direcciones interrelacionadas entre sí: la justicia ambiental relacional, la justicia cognitiva o epistémica, y la paz con justicia ambiental. La justicia ambiental relacional, basada en la reciprocidad, complementariedad y conexiones entre todos los seres, y en una reconceptualización de los derechos, expande la idea del reconocimiento y la participación para incluir a los no humanos y el territorio como entidades con agencia política (Ulloa, 2017, 2020). La justicia epistémica reivindica no solo los conocimientos ancestrales o locales sobre la naturaleza y los impactos de las actividades humanas, incluyendo el etno y el ecocidio históricos (Ulloa, 2017, p. 176), sino también la humildad ante el desconocimiento, la incertidumbre y el carácter provisional del conocimiento sobre la naturaleza (Zwarteveen y Boelens, 2014, p. 150). En un horizonte de larga duración, la violencia epistémica es ejercida por las corrientes capitalista y colonial a través de jerarquías raciales y sociales que se instalan en el sentido común, en las lógicas académicas y en todos los ámbitos de la vida (Rivera-Cusicanqui, 2010; Polo-Blanco, 2016), y hace difícil reconocer las estructuras de dominación encubiertas en los lenguajes incluyentes de los derechos humanos y la democracia, como ocurre con el Acuerdo de Escazú. La paz con justicia ambiental, por su parte, reclama a la naturaleza y los territorios como víctimas de los conflictos humanos y de las actividades extractivas, y busca que estos sean reparados y compensados, así como los derechos legales, ambientales y culturales previamente reconocidos, especialmente a grupos étnicos (Rodríguez-Garavito y Orduz-Salinas, 2012). El reclamo, entonces, es a abrir los espacios sociales a las múltiples formas de conocer y valorar el conocimiento de las víctimas del capitalismo y el colonialismo para ampliar las posibilidades de “ser, pensar y sentir, de concebir el tiempo, la relación entre seres humanos y entre humanos y no humanos, de mirar el pasado y el futuro, de organizar colectivamente la vida, la producción de bienes y servicios y el ocio” (Santos, 2011, p. 35). Estas concepciones de justicia ambiental tienen mayor afinidad con los derechos humanos sustantivos avanzados por el didh, que con los necesarios pero insuficientes avances en los derechos procedimentales de los que se ocupa Escazú.
En contraste con las aspiraciones sociales de justicia ambiental para la región, el instrumento prevé “la posibilidad de disponer medidas cautelares y provisionales para, entre otros fines, prevenir, hacer cesar, mitigar o recomponer daños al medio ambiente” (Cepal, 2018, p. 29), posibilidad que dependerá del sistema de medidas cautelares que determine cada Estado.
No obstante, esta mención también se queda corta ante lo ya desarrollado por la Corte Interamericana, que estableció el deber de proteger, además de la conexidad entre medioambiente y los derechos a la vida y a la integridad personal, los componentes ambientales mismos, “tales como bosques, ríos, mares y otros, como intereses jurídicos en sí mismos, aun en ausencia de certeza o evidencia sobre el riesgo a las personas individuales” (cidh, 2017, párr. 62)7. Con esta revolucionaria declaración de la Corte la protección de la naturaleza se convirtió en un quehacer posible en la región.
Finalmente, Escazú cae además en el error de enfocarse en las víctimas, desviando la atención sobre los agentes, instituciones y acuerdos responsables de la injusticia ambiental, principalmente la institucionalidad global del comercio y el consumo, que opera en las fronteras extractivas mediante acuerdos de cooperación, créditos y demandas por posibles incumplimientos a acuerdos de libre comercio internacional (Göbel, Góngora-Mera y Ulloa, 2014). En el documento se habla de las empresas solo para recordar a los Estados incentivar que estas elaboren informes de sostenibilidad, cuando los estándares de derechos humanos ya habían avanzado en el reconocimiento del principio de debida diligencia empresarial (Ruggie, 2011; cidh, 2019c) y son mucho más comprensivos de la asimetría entre el poder empresarial y el de las comunidades y organizaciones comunitarias. Así, la noción de justicia quedó reducida a procedimientos, tecnicismos y compensaciones.
La protección a defensores ambientales
La sección del acuerdo sobre protección a líderes ambientales (art.9.°) surgió en medio de tres patrones de abuso de poder en la región que son muy marcados en países como Colombia: abuso de la fuerza física por parte de diversos actores, pero con fuerte presencia de la fuerza pública del Estado para reprimir la legítima protesta social en los territorios objeto de disputa (Olarte-Olarte, 2019); abuso de la fuerza mediática que despliega discursos que deslegitiman, desprestigian, criminalizan y estigmatizan la labor de los defensores (Middeldorp y Le Billon, 2019); y el abuso de la fuerza normativa, que es la construcción, interpretación y aplicación normativa donde se identifica un doble rasero en cuanto a la seguridad jurídica: uno para los actores económicos que buscan asentarse en los territorios con sus megaproyectos y otro para las comunidades que procuran defender sus derechos, que, además de ser criminalizadas, son excluidas de la información, participación y el acceso a la justicia (Roa-García, 2017).
Durante la negociación de este artículo hubo varios aspectos que ofrecieron particular debate, entre ellos la definición de quiénes son los defensores por proteger. El acuerdo contempla la protección de quienes defienden los derechos humanos en asuntos ambientales y no de los defensores del ambiente, la naturaleza y los territorios, lo que fortalece su concepción antropocéntrica y refuerza el concepto de los derechos humanos como forma primaria de legitimar la protección de bosques, animales y ríos, intermediada por el interés humano, desconociendo y excluyendo la agencia humana bio o terracéntrica (Gianolla, 2013). De este modo, lo que está en el centro del tratado no es la naturaleza como objeto de protección, sino la disputa entre grupos sociales por el poder de decisión sobre ella.
El artículo 9.° tampoco hace un reconocimiento explícito a la materialidad de los territorios como espacios de vida bioculturales y de los tejidos sociales, y las disputas territoriales que existen con aquellos interesados en su explotación, y, por lo tanto, se queda corto en la definición de los entornos seguros y propicios que los Estados deben garantizar para que las personas, grupos u organizaciones que promuevan y defiendan los derechos humanos en asuntos ambientales puedan actuar sin obstáculos. Históricamente se ha privilegiado como respuesta a las amenazas sacar a los defensores de los territorios donde viven en lugar de adoptar medidas para su protección en el territorio que defienden. Con los defensores fuera, se desarticula la organización comunitaria y el entorno seguro y propicio que se construye es para las empresas, que terminan beneficiadas con una menor oposición a sus proyectos. La protección de los defensores ambientales requiere de mejores enfoques que los existentes, basados en la expulsión del territorio como forma de protección o en la adopción de medidas físicas (esquemas de seguridad basados en carros blindados, chalecos antibalas, botones de pánico, etc.), pues los contextos rurales, donde se planea y ejecuta la gran mayoría de los proyectos extractivos, son heterogéneos, aislados y de difícil acceso.
La interpretación del artículo va a requerir remisión a estándares sobre entorno propicio ya establecidos por los procedimientos especiales como el de la relatora sobre defensores de los derechos humanos (Sekaggya, 2013) y la cidh en sus informes sobre criminalización de defensoras y defensores de derechos humanos (cidh, 2015), hacia una política integral de protección a personas defensoras de derechos humanos (cidh, 2017), protesta y derechos humanos (cidh, 2019a), corrupción y derechos humanos (cidh, 2019b), incorporando un acápite sobre ambientalistas y empresas y derechos humanos.
Adicionalmente, si bien en el acuerdo se reconoce una dimensión individual y colectiva de la afectación ambiental, y su texto alude tanto a personas como a grupos, no refleja el tránsito de la protección individual a la protección colectiva, con lo cual se distancia una vez más de la naturaleza colectiva de los derechos ambientales y de las resistencias para contener los riesgos que sufren las comunidades.
Finalmente, el artículo 9.°destaca por su naturaleza reactiva y no preventiva. No tiene sentido hablar de protección de defensores cuando ya son víctimas, ya han sido amenazados, desplazados o asesinados, y ya no hay lugar a la restauración de sus derechos. Que un tratado sobre democracia ambiental incorpore una sección sobre la protección del derecho más fundamental, que es el derecho a la vida de los actores más débiles, lo convierte en una paradoja del derecho (Brown, 2000) en la que, al aceptar que los líderes están siendo asesinados y que hay que protegerlos, se revela la negación de lo mismo que se predica, que es el derecho a habitar, deliberar y decidir, aún dentro del relativamente limitado espectro de los derechos procedimentales.
Conclusiones
Llama la atención sobre el texto del acuerdo la omisión del término “conflicto socioambiental”como concepto que sintetiza el carácter político del extractivismo en los territorios y que aglutina la movilización social alrededor de la protección de medios de vida locales, los derechos humanos y la defensa de otros valores como el territorio, los bienes comunes o la naturaleza, que se han multiplicado en la región (Raftopoulos, 2017; Svampa, 2019). El hecho de no enmarcar el acuerdo en el contexto conflictivo, que es el que precisamente justifica la necesidad de ampliar el alcance democrático a las decisiones sobre la naturaleza, pone de manifiesto un rasgo característico de la concepción hegemónica de la democracia, que es desestimar el conflicto y el antagonismo (Martínez-Espinoza, 2018, p. 51) con el fin de despolitizar y pacificar los temas relacionados con los asuntos ambientales (Meyer, 2020), y convertirlos en un asunto de falta de pericia o gobernanza, con lo cual se privilegia en el diálogo norte-sur la perspectiva de cooperación y mejoramiento de capacidades.
Los derechos humanos han respondido a luchas históricas como herramientas de contención del poder hegemónico y han logrado importantes avances en la defensa de la dignidad humana. El reconocimiento de la indivisibilidad de los derechos humanos y la salud ambiental en el didh permite vislumbrar una ecologización de este y un proceso de descolonización del campo estrictamente ambiental, por lo que Escazú representa un contraste significativo por su carácter regresivo. El acuerdo no da ningún indicio de situarse en el lado amplificador de la ecuación de los derechos humanos, al haber sellado en un lenguaje parco y procedimental un horizonte minimalista en comparación con los avances logrados previamente en el didh.
Desde los primeros esbozos que se hicieron sobre el concepto de democracia ambiental desde la perspectiva liberal, se asoció con los derechos procedimentales, en especial los que fueron identificados en el reporte Ksentini (Mason, 1999, p. 61), excluyendo del ámbito de la democracia ambiental las relaciones entre los derechos fundamentales y los derechos ambientales, y los temas de mayor impacto, como el consumo, la inversión, los sistemas de producción y la tecnología (Eckersley, 2004, p. 95). A partir del principio 10, sin mencionar la justicia ambiental, se estableció como objetivo el acceso efectivo a los procedimientos judiciales y administrativos, entre los que están el resarcimiento de daños y los recursos pertinentes, lo cual esbozó otra clase de límites dentro de los que se debería entender la justicia ambiental. El encorsetamiento conceptual de la democracia ambiental liberal se apoyó en la institucionalidad normativa y en los discursos del desarrollo y el extractivismo para combatir la pobreza, el poder de la ciencia para conocer los impactos y mitigarlos, y el bien común definido en términos abstractos.
La participación y la deliberación se han visto como formas de “democratizar la democracia” (Santos y Avritzer, 2005), pues al incorporarlas se abren espacios de diálogo entre actores. Sin embargo, las formas procedimentales de la participación/deliberación que fueron adoptadas en Escazú están severamente limitadas a una participación nominal, no vinculante, reactiva y no preventiva, en un contexto de violencia generalizada en contra de las personas defensoras del medioambiente y la naturaleza. La sutil incorporación de los mecanismos de negociación de compensaciones por daños ambientales en el capítulo de acceso a la justicia no solo pone de manifiesto las inequidades de poder entre actores, también constituye el peor escenario de la democracia liberal que considera la compensación como la última opción ante la imposibilidad de contener la destrucción ambiental.
La desproporcionada confianza depositada en la ciencia y en la participación para responder a la crisis ambiental olvida que la comunidad científica responde a un amplio espectro de valores e intereses, y que el desarrollo tecnológico introduce incertidumbres cada vez más amplias y variadas, por lo que escenarios como los que debaten las respuestas al cambio climático son más radicales y establecen de plano un deber de mitigar, de abstenerse de impactar el ambiente, en suma, de desacelerar la intervención en los territorios. El acuerdo no reconoce ni desafía este contexto, y deja de lado la lucha epistémica política sobre qué tipo de conocimiento es necesario para hacer frente a la crisis ambiental y qué formas de acceso al conocimiento y a la participación pueden conducir a mejores decisiones.
El asunto de la forma que adoptó Escazú también es importante para comprender sus límites desde una perspectiva amplia de la democracia. La labor de consolidación del didh se orienta a la amplitud e inclusión para la satisfacción material de los derechos y se concreta en la creación de estándares y escenarios de reconocimiento de responsabilidad internacional de los Estados ante su incumplimiento, así como de agentes privados, y no en la negociación de una determinada agenda. En cambio, el contenido de Escazú se negoció durante un período con una metodología de la especificidad y la exclusión, pues su contenido no puede ser revisado ni ampliado. Esto es exactamente lo contrario a la manera en que opera el didh, cuyos estándares están en constante evolución, con el objetivo de que los derechos vayan siendo revisados y ajustados a medida que surgen nuevos desafíos o nuevas interpretaciones sobre la democracia y las relaciones con la naturaleza.
Escazú condensa compromisos mínimos de los Estados, incorpora tímidos estándares, respecto de los ya alcanzados en el didh, y posiciona barreras para la justicia ambiental en la región. En la práctica, muy seguramente surgirán debates sobre el nivel de vincularidad del acuerdo frente a instrumentos del didh o su jerarquía interpretativa conforme a los intereses de los sujetos que enredarán los debates sobre lo realmente importante. Es ingenuo creer que el acuerdo permitirá construir escenarios de participación genuina de las comunidades afectadas por proyectos extractivos. Su trayectoria histórica y su contenido indican que se trata más bien de un instrumento inserto y afín al proyecto neoliberal, que se apropia del lenguaje de la democracia de los movimientos sociales e incorpora mecanismos de participación social vacíos de poder, lo cual genera un espejismo democrático. El Acuerdo de Escazú es un instrumento que retrasa y distrae la atención de los asuntos que son fundamentales para avanzar hacia una transformación socioecológica que además permita dar contenido a la democracia en América Latina y el Caribe como región periférica.