La distinción entre una dimensión puramente social y otra natural puede hoy parecer problemática y, para muchos, insostenible e inconveniente. No obstante, las nociones tanto de sociedad como de naturaleza y la distinción de una dimensión humana en oposición a una natural hacen parte esencial de la cultura occidental. Declararlas superadas o ignorarlas no es tan simple. En primer lugar, se trata de una concepción estrechamente relacionada con una tradición religiosa, propia de las tradiciones monoteístas, como el cristianismo, que suponen un hombre creado a imagen y semejanza del creador y, por lo mismo, claramente distinto de las demás criaturas del mundo natural. No menos importante, estas dicotomías entre lo humano y lo natural, entre el sujeto y el objeto de conocimiento, constituyen los pilares fundamentales sobre los cuales se ha consolidado la idea misma de ciencia moderna. Nuestra venerada cultura moderna y los campos del conocimiento que hoy operan con la legitimidad del conocimiento científico tradicional mantienen y, podríamos decir, necesitan mantener dicha dualidad.
En esta corta presentación es imposible hacer un recorrido exhaustivo por la historia de la noción de naturaleza, pero una breve mirada a momentos clave y tradiciones filosóficas y religiosas que dieron forma a nuestra relación con el mundo no humano tal vez ayude a entender las implicaciones y dificultades a la hora de pretender superar ese pensamiento dicotómico que define el conocimiento científico desde hace siglos.
La idea de la Grecia clásica como cuna de la civilización occidental es obviamente problemática y hace parte de una noción de la historia global claramente eurocéntrica y limitada. No obstante, la profunda relación de la filosofía griega con la historia del pensamiento occidental es innegable. Una potente tradición historiográfica nos ha inculcado la idea del origen griego de la filosofía y del pensamiento racional. Si bien no es posible identificar un momento y un lugar para la espontánea emergencia del pensamiento científico y la consecuente desaparición del pensamiento mítico, una y otra vez se nos insiste en los orígenes griegos de una nueva forma, filosófica y racional, de explicar la realidad.
Un reiterado mito de origen para el pensamiento racional se remonta a los filósofos presocráticos de la ciudad de Mileto del siglo VI a. C. Aristóteles (posiblemente el autor de mayor influencia en la historia de la filosofía occidental) se presenta a sí mismo como sucesor de esta tradición filosófica que, según él, tomó distancia de las antiguas explicaciones míticas de los fenómenos naturales. Aristóteles se refiere a estos primeros filósofos como los “physikoi”, quienes se ocuparon de conocer la “physis” (naturaleza de las cosas) y buscaron una explicación causal de los fenómenos. Así, la noción de physis, o naturaleza, como una entidad autónoma que opera bajo sus propias leyes es esencial para esta versión aristotélica de los orígenes de la filosofía.
El pensamiento aristotélico será por siglos fuente de autoridad filosófica y teológica tanto en el mundo árabe como en el cristiano. Generaciones de filósofos e historiadores posteriores repetirán en lo sucesivo esta idea de los “physikoi” de Grecia antigua, los filósofos presocráticos, como los padres del pensamiento científico.
Nos guste o no, la cosmología dominante en Occidente tendrá como un referente obligado las nociones griegas de cosmos, un orden natural que opera con fines y obedece una cadena causal de acontecimientos. Aristóteles desarrolla su propia teoría de la causalidad, que no tiene lugar explicar aquí, pero que en pocas palabras nos enseña que la naturaleza no opera por capricho y todo cambio tiene una causa y un propósito. Así, la filosofía, el amor por el conocimiento, supone hacerle frente a la pregunta sobre la causa natural de las cosas.
La posibilidad misma de acceder a ese conocimiento es un atributo distintivo que otorga a los seres humanos un lugar central en el universo. La idea de cualidades particulares y exclusivas de la humanidad, como el alma o el uso de razón, forjó el inevitable antropocentrismo de nuestra cultura. No olvidemos que la cosmología griega defendió con buenas razones un universo cuyo centro no era solamente una Tierra inmóvil, sino su más bella y poderosa criatura: los seres humanos.
Otra herencia griega, no menos importante para nuestra forma de entender el mundo, son los fundamentos filosóficos de las grandes tradiciones religiosas monoteístas; tanto los cristianos como los judíos y los musulmanes adaptaron los grandes sistemas filosóficos de la Academia de Platón y del Liceo de Aristóteles a sus doctrinas religiosas de un solo Dios y una sola verdad universal. Fieles de cierta manera al platonismo, las grandes tradiciones monoteístas adoptaron la idea de un hombre hecho a imagen y semejanza de su creador y, por lo mismo, una idea de los seres humanos como el centro del mundo. Una naturaleza subordinada a un ser único con atributos divinos para el cual el resto de la naturaleza habría sido creada. Somos, entonces, herederos de una cosmología jerárquica, un mundo diseñado con un propósito definido por las necesidades humanas.
Así, tanto el mundo griego como el medieval cristiano, judío o musulmán comparten un antropocentrismo radical con una tajante diferenciación entre el hombre y el resto de la naturaleza. Difícil pensar en fenómenos de mayor trascendencia histórica que la expansión del cristianismo y del islam y su más contundente legado: una concepción de la humanidad como centro de la creación de un único Dios perfecto, todopoderoso y fuente de una única verdad.
Muchas generaciones y casi veinte siglos fueron necesarios para poner en duda algunos supuestos de la filosofía griega. Solo con la llegada del Renacimiento europeo y con la llamada “Revolución copernicana”, la Física de Aristóteles dejó de ser la autoridad para explicar el orden natural. En la Europa de los siglos xv y xvi, en parte por la influencia del pensamiento árabe y como reacción a los viajes de exploración fuera de los confines del Mediterráneo, la autoridad de la filosofía natural y la cosmología griega fueron objeto de profundos debates que promovieron lo que muchos llamaron una gran revolución cultural y la emergencia de lo que hoy creemos que es el pensamiento científico moderno. La gran “Revolución científica”, cuyos protagonistas fueron los defensores de una cosmología heliocéntrica, o, mejor, los detractores de un universo cuyo centro inmóvil era la Tierra y morada de la humanidad (Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes y Newton), implicó, por un lado, la creación de una nueva física que hiciera plausible una Tierra en movimiento, pero, no menos complejo, hizo necesario el reconocimiento de un nuevo universo cuyo centro no es el hogar de los seres humanos.
Así, la historia del pensamiento occidental encontró en el Renacimiento europeo un segundo mito de origen de la racionalidad moderna. Se nos ha presentado como una revolución, como una gran ruptura con el mundo medieval, pero no podemos olvidar que los fundamentos filosóficos de la filosofía moderna son el resultado de un renacer de la filosofía de Platón y, lejos de ser una ruptura con la religión, comparte con la tradición cristiana y musulmana los fundamentos teológicos del monoteísmo de una única y absoluta verdad, a la cual solo tenemos acceso por medio de la razón humana. La Tierra puede ser un planeta más, pero el hombre no perderá su privilegiada dignidad como centro de la creación.
Ya son pocos los historiadores que se atreven a defender un momento y un lugar para el nacimiento de la ciencia moderna, pero, una vez más, la herencia del llamado Renacimiento es de innegable importancia para comprender nuestra forma de entender las relaciones de los humanos con la naturaleza. W. D. P. Wightman, en un clásico texto sobre los orígenes de la ciencia moderna, afirma que la característica fundamental del Renacimiento es un cambio en la relación del hombre con la naturaleza1. Muchos historiadores de la ciencia han alimentado la idea y le han dado a la magia de la tradición hermética un papel protagónico en este cambio. El mago, el alquimista y el astrólogo del temprano Renacimiento encarnan la emergencia de un ser humano con atributos divinos y una renovada confianza en sus capacidades para entender y controlar la naturaleza.
No tan distinto a lo comentado sobre la antigua Grecia, la temprana modernidad europea es un momento de emancipación humana, de un replanteamiento de las capacidades técnicas y científicas del hombre. No en vano los historiadores han dedicado centenares de libros a explicar el nacimiento del pensamiento científico moderno. Veamos, entonces, sus más importantes supuestos en relación con la concepción de una naturaleza bajo el dominio y control de la razón humana.
La idea del conocimiento científico y el acceso a la verdad, tal y como se entiende en el mundo occidental, proviene de dos tradiciones filosóficas en apariencia distintas, pero que se han incorporado y se han convertido en los dos grandes pilares del pensamiento moderno: el empirismo y el racionalismo (no muy ajenos a dos tradiciones griegas encarnadas en las figuras de Aristóteles y su maestro Platón, respectivamente).
El empirismo, como sabemos, defiende la idea de un conocimiento fundado en la experiencia neutral y directa de la naturaleza; un conocimiento que, a través de la simple observación o la experimentación, conduce al reconocimiento de “hechos” (facts), es decir, una realidad no construida e independiente de la intervención humana. Pensadores ingleses como Francis Bacon o Robert Boyle asumirán el protagonismo de la defensa de un método científico basado en la observación neutra de un mundo exterior. El empirismo, al igual que el racionalismo, supone un esfuerzo por eliminar la intervención poco confiable de las creencias, supuestos o idiosincrasias individuales (la subjetividad) y, así, procurar el acceso humano a la comprensión del mundo exterior, un mundo “objetivo”, es decir, independiente de las contingencias del sujeto que lo observa.
Los grandes fundadores de la filosofía moderna y de nuestra actual idea de un método científico, ya bien sea desde las propuestas del empirismo —en autores como Francis Bacon— o del racionalismo cartesiano en su propósito de construir un conocimiento objetivo del mundo, necesitaron radicalizar la separación y la independencia entre la mente y el mundo exterior, entre el espíritu y la materia, entre la dimensión humana y la natural, entre el sujeto y el objeto.
El más radical e influyente esfuerzo filosófico por darle un fundamento absoluto al conocimiento científico como lo entendemos hoy lo encontramos en la filosofía cartesiana. René Descartes junto con otros pensadores modernos partieron de un radical escepticismo que desconfiaba de las tradiciones filosóficas que los precedían e, incluso, de los sentidos humanos como fuente confiable de un conocimiento absoluto. El muy famoso llamado cartesiano a dudar de todo aquello sobre lo que no tenemos absoluta certeza lo conduce a una única conclusión confiable: mientras duda es necesario que exista alguien que duda, y de allí su famosa conclusión: ego cogito ergo ego sum, “Yo pienso, luego existo”. Como señala Descartes en la segunda meditación, “Yo soy, de manera más precisa, únicamente una sustancia pensante, es decir, mente”2. De manera que, a diferencia del cuerpo y del mundo material (sustancia material, res extensa), el punto de partida de la certeza cartesiana es justamente la existencia independiente de la mente (res cogitans). Aquí Descartes introduce una diferenciación radical entre la mente y el cuerpo, central para la concepción moderna de conocimiento objetivo y para la filosofía mecánica. El famoso dualismo cartesiano (res cogitans / res extensa) sostiene que toda la materia es extensión y que lo que llamamos espíritu es una sustancia caracterizada por el acto del pensamiento que existe de forma independiente de la materia. De tal manera, todo el mundo material es una sustancia inerte, no pensante, en la que no hay lugar para la intervención de alguna voluntad o inteligencia natural o divina.
Descartes nos advierte sobre nuestra tendencia a maravillarnos de las cosas que están más allá de nuestro entendimiento y la apresurada búsqueda de explicaciones de carácter espiritual o religioso. Sin embargo, al respecto afirma que no importa qué tan extraño sea un evento natural, todo puede ser explicado en términos puramente mecánicos. También sostuvo, cercano a las tesis del atomismo griego, que toda la materia está compuesta de partículas y que todos los fenómenos naturales pueden ser explicados de forma mecánica si comprendemos la naturaleza de la materia que compone el universo, con lo cual convirtió a la física moderna y al estudio de las partículas que componen la materia en el centro de toda posible explicación racional del mundo natural.
En línea con lo anterior, la alegoría de la máquina desempeñaría un papel notable, y la expresión “filosofía mecánica” tomaría una fuerza que se mantiene aún hoy en día. Esa gran máquina cartesiana es el diseño de un Dios ingeniero y, más que un materialismo secular, lo que defiende el pensador francés es la necesidad de un mundo natural creado por una mente racional, por un demiurgo o ingeniero divino, no muy distinto al Demiurgo platónico o al Dios creador del universo de los cristianos, judíos o musulmanes. Esto en el marco, una vez más, de un radical antropocentrismo, según el cual el hombre sería la criatura central y única en la naturaleza.
Abandonar la noción de un mundo que obedece a un orden racional y una concepción teleológica y antropocéntrica del mundo no es una tarea sencilla, a pesar de las controvertidas y potentes ideas que aportarían el darwinismo y la llegada del secularismo en el siglo xix. La idea misma de objetividad, tan clave para el desarrollo de la ciencia, no sería posible sin esta radical distinción, sin un mundo externo e independiente del sujeto que conoce.
Pero, además, esta tajante distinción tendrá también otros efectos de la mayor importancia en la historia de las ciencias, a saber, la igualmente tajante distinción entre las ciencias naturales y las ciencias del espíritu, que deriva en la idea que hoy tenemos de unas ciencias humanas o sociales y otras naturales. Si bien no son pocas las perspectivas que nos invitan a cuestionar esta dualidad, la dicotomía entre lo natural y lo humano sigue operando con fuerza y mantiene firmes las fronteras disciplinares y los muros entre las facultades de ciencias sociales y las de ciencias naturales.
La concepción moderna del mundo y nuestra idea de ciencia moderna suponen esta idea de humanidad como un sujeto independiente y soberano del mundo natural. La historia y fin de nuestra filosofía y de nuestra ciencia ha sido por siglos tratar de conectar la mente humana con el mundo exterior.
Una nueva concepción de lo natural y lo humano parece requerir de una nueva revolución científica, una nueva epistemología que permita romper con profundas dicotomías antiguas y modernas entre la sociedad y la naturaleza, la mente y el cuerpo, el sujeto y el objeto, lo artificial y lo natural, lo humano y lo no humano. Se trata de una gran revolución epistémica que muchos defienden, que está en marcha y que no tiene vuelta atrás, pero que aún enfrenta un largo y escabroso camino por recorrer.