Más allá de la diversidad
Colombia cuenta con 59 parques nacionales y áreas similares creadas desde 1948 que cubren el 10 % de su área terrestre más una fracción de la marítima (figura 1). Estos parques han contribuido a proteger y a llamar la atención sobre la asombrosa diversidad biológica nacional, evidenciada por las 1954 especies de aves que viven en este territorio, más que en cualquier otro país del mundo. Colombia también encabeza las listas mundiales de mariposas, plantas, anfibios, peces de agua dulce y reptiles, lo que confirma su privilegiada riqueza natural (SiB Colombia, 2020). No obstante, la conservación de la diversidad biológica no fue el único objetivo, ni siquiera el principal, de los primeros esfuerzos de conservación. Enigmas científicos, el deslumbramiento ante paisajes espectaculares, la necesidad de abastecer de agua a las ciudades y la preocupación por el futuro de algunas especies despertaron el deseo de proteger la naturaleza.
Figura 1.
Parques nacionales de Colombia, 2018. Mapa elaborado por Christian Medina Fandiño con base en el Registro Único Nacional de Áreas Protegidas (Parques Nacionales Naturales de Colombia, 2022).

Luego, en la década de los setenta, las motivaciones ecológicas ganaron relevancia a medida que el desarrollo de las instituciones ambientales sentó las bases para crear un sistema unificado de parques nacionales que continuó expandiéndose. En la siguiente década, cuando el mundo tomó conciencia de la magnitud de la deforestación tropical, Colombia creó enormes áreas protegidas en la Amazonia, mientras daba a conocer los parques ya existentes con el fin de fortalecerlos a través del apoyo de las clases medias. Esta historia de los esfuerzos de conservación pone de manifiesto los cambios que ha habido en las formas de valorar la naturaleza, y también refleja el crecimiento del Estado y la multiplicación de sus responsabilidades. Además, es una historia que se mezcla con la desigualdad en la distribución de la tierra y la violencia que han caracterizado al sector rural en Colombia. Para conocer la compleja y fascinante historia de los parques nacionales colombianos hay que remontarse a su inesperado comienzo en la década de los cuarenta, pero antes veamos el panorama de la literatura existente sobre este pasado.
Camino recorrido y por recorrer
La producción académica sobre los parques nacionales colombianos es escasa, relativamente reciente y examina el presente más que las trayectorias históricas que lo han moldeado. Las obras que más han circulado y contribuido a dar a conocer los parques son libros de mesa con vistosas fotografías que, desde la década de los años ochenta, han publicado la misma institución de Parques Nacionales u otros en colaboración con ella. Estos libros, que son más para mirar que para leer y que contienen información principalmente biológica, han servido para que un público relativamente acomodado conozca la existencia de los parques y los valore1.
La investigación académica ha ayudado a concebir los parques como creaciones humanas y no simplemente como paraísos naturales inmemoriales. La mayoría de los análisis disponibles sobre Colombia son artículos y tesis basados en métodos etnográficos y entrevistas que se centran en las tensiones entre el Estado y los diversos grupos que habitan en las zonas donde hay parques. Entre ellos se destaca la tesis de Julia Premauer, que explora cómo el pueblo wayúu y los funcionarios de Parques negociaron, en distintas escalas, la gestión conjunta del Parque Nacional Macuira, en medio de tensiones derivadas de lecturas encontradas sobre derechos y política pública (Premauer, 2013; Premauer y Berkes, 2015). En el marco de la literatura sobre acaparamiento de tierras y la relación entre capitalismo y conservación, la geógrafa Diana Ojeda investigó los efectos del ecoturismo en el Parque Nacional Tayrona (Ojeda, 2012a y 2012b). Como ellas, profesionales de otras disciplinas, dentro de las que se destaca la antropología, han producido estudios con enfoques distintos, pero dentro de este gran tema general (Cayón y Turbay, 2005; De Pourcq et al., 2017; Parques Nacionales Naturales de Colombia, 2001; Ruiz, 2003; Ungar y Strand, 2012).
Sobre la historia de los parques nacionales colombianos hay poco escrito. Este artículo hace parte de una investigación mayor que ha dado otros frutos e interpreta este pasado como parte de la construcción territorial del Estado (Leal, 2017a, 2017b y 2019)2. Es una investigación que se inscribe en un esfuerzo más amplio por comprender la formación y el desarrollo de los parques latinoamericanos, que ha ido creciendo lentamente desde la década de los noventa. En esa década, Lane Simonian ofreció un amplio panorama de la experiencia mexicana, mientras Sterling Evans exploró con rico y fascinante detalle el caso de Costa Rica. El trío de monografías pioneras lo completa el estudio de José Augusto Drummond sobre los parques del estado de Río de Janeiro, en Brasil3 (Drummond, 1997; Simonian, 1995; Sterling, 1999). Estos libros interpretaron la creación de parques sobre todo como una respuesta a las amenazas ambientales sin reconocer sus costos sociales, un tema que en aquel momento estaba ganando relevancia en la práctica de la conservación, en la literatura más amplia sobre el tema y en los estudios históricos centrados en otras partes del mundo4.
Desde entonces la literatura sobre América Latina se ha expandido, lo que ayudó a Emily Wakild (2018) a proponer una primera visión general de la historia de los parques de la región. Drummond siguió trabajando con sus colegas de la Universidad de Brasilia en la elaboración de un amplio panorama del desarrollo de los parques brasileños (Drummond, 2016; Drummond y Andrade Franco, 2009 y 2013). La propia Wakild profundizó en los esfuerzos de conservación llevados a cabo en México en la década de los treinta como una forma de cumplir con los objetivos de la revolución social de 1910, lo que le permitió argumentar de forma convincente que la conservación en muchas partes del mundo no puede entenderse, como se ha hecho, como una copia del modelo estadounidense (Wakild, 2011). Pablo Camus Gayán y Ángel Lazo Álvarez (2014) exploraron otro ángulo prometedor de la historia de los parques nacionales, el papel de los guardaparques, para el caso de Chile. Más recientemente, Frederico Freitas mostró cómo a través del establecimiento de parques en las cataratas de Iguazú, los Gobiernos brasileño y argentino trataron de nacionalizar una zona fronteriza promoviendo la colonización, pero que con el cambio del paradigma de conservación, durante los gobiernos militares, desalojaron a los habitantes locales (Freitas, 2021)5.
Estos avances abren un camino con posibilidades muy variadas para entender mejor cómo llegamos a tener extensas y muy distintas áreas bajo figuras de conservación. Entre los enfoques analíticos que es posible escoger se encuentran: identificar y analizar los modelos y las lógicas de la conservación, develar el papel de la ciencia, entender la conservación como parte de la construcción estatal, reconstruir las redes internacionales que hacen de las historias locales y nacionales parte de tendencias globales, distinguir cambios en las lecturas de la propia naturaleza y, claro, develar el impacto de la política de parques sobre las poblaciones locales, así como las respuestas de estos grupos.
Los intereasados en contribuir a este esfuerzo en Colombia encontrarán una mina en el archivo de la Unidad de Parques Nacionales Naturales en Bogotá, donde los documentos están bien organizados, aunque parece que faltan algunos. Aunque este archivo no está abierto al público, se puede obtener un permiso especial a través del Grupo de Procesos Corporativos de la Subdirección Administrativa y Financiera. Además, algunos parques y oficinas regionales también tienen archivos o al menos documentos. El Parque Nacional Chingaza, por ejemplo, cuenta con un archivo muy bien ordenado, mientras que el Parque Nacional Tayrona no tiene nada. El Centro de Documentación de la Unidad de Parques Nacionales también tiene información útil, como algunos de los estudios científicos realizados en los parques. Además, la Unidad ha escaneado y subido a su página web la legislación relativa a cada parque6.
Los investigadores no deben olvidar que muchos actores clave de esta historia están vivos y dispuestos a compartir sus conocimientos; entre ellos hay innumerables personas que han trabajado para Parques Nacionales en todos los niveles y en todo el país. Las personas que viven dentro o cerca de los parques nacionales son otra fuente de información fundamental. Este tipo de historia se realiza mejor cuando se va a terreno; solo así es posible comprender la materialidad y otras realidades de las zonas implicadas.
La historia que sigue presenta un marco general para quienes quieran enfrentar este reto de contribuir a entender cómo es que se ha llegado a nacionalizar la naturaleza por medio de parques. También ayudará a aquellos interesados en los conflictos y desafíos presentes, así como a quienes simplemente quieran conocer el pasado de lugares por los que sienten afecto o que reconocen como parte de su patrimonio nacional.
Iniciativas deshilvanadas
Las primeras áreas protegidas nacionales surgieron por caminos inconexos, como lo ilustra la creación de la reserva biológica de la Sierra de La Macarena en 1948. La investigación sobre la fiebre amarilla silvestre llevó a que médicos y zoólogos notaran la existencia de esta serranía, que se erige imponente en medio de la selva en el sureste de Colombia. Aprendieron de los geólogos que probablemente no tenía relación con la joven cordillera de los Andes, de la que estaba muy cerca, sino que formaba parte del Escudo Guayanés, una formación geológica muy antigua. Esta extraña condición, sumada a que la serranía era desconocida y a que su área circundante estaba despoblada, hacía que el lugar fuera perfecto para desvelar los misterios de la naturaleza, lo cual llevó a Santiago Rengifo, médico colombiano, a concebir un área protegida orientada exclusivamente a la investigación científica, lo que era poco habitual en el contexto de la conservación mundial (Kupper, 2014). El ministro de Higiene, Jorge Bejarano, propuso oficialmente al Congreso la creación de una reserva que abarcara la serranía y sus alrededores y, sin mucha discusión, este dio su aprobación. Dado que el país estaba cayendo en una espiral de violencia tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, principal líder político del país, los congresistas tenían asuntos más urgentes que atender (figura 2) (Leal, 2019).
Figura 2.
Imagen del campamento de Caño Entrada, en el límite oriental de la Sierra de la Macarena, utilizado por la expedición dirigida por William Philipson, del Museo de Historia Natural de Londres. Esta expedición tuvo lugar entre noviembre de 1949 y febrero de 1950, y fue organizada por el Instituto de Investigaciones Tropicales que estaba a cargo de la reserva. Fuente: Philipson (1952, p. 177).
Los políticos colombianos nunca habían oído hablar de la serranía de La Macarena, que no aparecía en los mapas, y conservar la naturaleza era probablemente una propuesta ininteligible para la mayoría de ellos. Reservar los paisajes considerados dignos de ser mantenidos en su supuesto estado natural, en lugar de fomentar su transformación mediante usos productivos, era toda una novedad en Colombia en aquella época. Los congresistas probablemente no sabían que Argentina ya contaba con una institución encargada de administrar sus siete parques nacionales recientemente creados, entre ellos Nahuel Huapi, la joya de la corona. Tal institución era excepcional para América Latina, pero estaba en sintonía con el desarrollo estatal relativamente avanzado de Argentina. Los congresistas colombianos tal vez sabían de las amplias reformas sociales del presidente mexicano Lázaro Cárdenas (1934-1940), pero no que estas incluían la creación de cuarenta parques nacionales que fueron descuidados después de que él dejó el cargo. En ese momento, muy pocas naciones latinoamericanas se habían sumado a la tendencia de crear áreas protegidas que se había iniciado en Norteamérica, África y Australia a principios de siglo XX, y que acabó convirtiéndose en una norma mundial (Gissibl et al., 2012; Scarzanella, 2012; Wakild, 2011).
En aquella época era inusual que los latinoamericanos pensaran que la naturaleza necesitaba protección. Su continente estaba relativamente poco poblado. Por ejemplo, Colombia —que tiene aproximadamente tres veces el tamaño de Alemania, una nación con setenta millones de personas en ese entonces— tenía menos de once millones de habitantes. Este número reducido ayuda a explicar la existencia de enormes áreas cubiertas por ecosistemas nativos, como la selva amazónica, que tenía su dosel prácticamente intacto y estaba habitada por indígenas y por colonos que llegaron en busca de caucho. Además, a principios de la posguerra, el desarrollo era el derrotero indiscutido del momento. La abundancia natural de América Latina, evidente en sus bosques, minerales, suelos, agua, fauna, etcétera, era concebida, sobre todo, como una serie de recursos que debían aprovecharse para crecer y cerrar la brecha que separaba a estos países de las naciones industrializadas de Europa y Norteamérica. El turismo basado en el disfrute de atractivos naturales apenas empezaba a surgir como una estrategia de desarrollo y, como lo demuestra la suerte de muchas playas caribeñas, la protección de su base natural rara vez era considerada.
Por estas razones, y porque Colombia cayó en la sangrienta guerra civil conocida como La Violencia (1946-1958), la reserva biológica de la Sierra de La Macarena no motivó la creación de otras áreas protegidas. La guerra no solo desvió los recursos y alteró las prioridades, sino que también afectó directamente este esfuerzo de conservación: los guerrilleros liberales quemaron el campamento, bastante rústico, que el Instituto de Enfermedades Tropicales estaba construyendo para cumplir con el objetivo de realizar investigación biológica, que fue parte central de la creación de la reserva (Idrobo, 1958). Una vez terminada la guerra, Colombia designó su primer “parque nacional”, casi por casualidad. Esta vez la propuesta no fue precedida por años de investigación médica sobre enfermedades tropicales que llevó a atribuirle valor a una parte desconocida del país, sino por una especie de explorador bien conectado que se aventuró en un territorio recién colonizado. Ernesto Bein, profesor del Gimnasio Moderno, principal colegio masculino privado de Bogotá, visitó una cueva en el sureste de los Andes donde vivían guácharos que eran cazados por su aceite. Preocupado por el destino de estas aves y de los bosques circundantes, Bein aprovechó su posición privilegiada para proponer la declaración de un parque nacional en ese lugar (Rosendo Paramero, entrevista, 2 de enero de 2015, Parque Nacional Cueva de los Guácharos; Julio Carrizosa, entrevista, 13 de abril de 2014, Bogotá, D. C.).
Las dos primeras áreas protegidas de Colombia, la reserva biológica de la Sierra de La Macarena y el Parque Nacional Cueva de los Guácharos, ejemplifican la forma en que surgieron muchos de los primeros parques de América Latina. Su designación, aún novedosa, se basó en iniciativas fortuitas de actores influyentes y descansó en un terreno institucional ambiguo. A finales de la década de los cuarenta, a falta de una indicación legal sobre cómo proceder, el ministro de Higiene de Colombia tomó prestado el concepto de reserva biológica de un documento francés y llevó la propuesta al Congreso, donde se convirtió en ley (Bejarano, 1952). Para 1960, había surgido una normativa limitada y bastante vaga sobre la materia que trasladaba el proceso de toma de decisiones de la rama legislativa del poder estatal a la ejecutiva y, por lo tanto, restringía el debate público sobre el tema. En 1959, el Congreso aprobó la Ley 2, que convertía el 42 % del territorio nacional en reservas forestales e incluía un artículo que establecía que el Ministerio de Agricultura podía declarar parques nacionales naturales en zonas previamente aprobadas por la Academia de Ciencias. Sobre esta base y con el consentimiento del presidente, el ministro de Agricultura emitió el decreto que creó el Parque Nacional Cueva de los Guácharos (Decreto 2631, 1961).
Poco después, y de esta misma manera casual, surgió un puñado de parques en el Caribe y el suroeste de Colombia. En 1961, el ornitólogo y cazador Federico Carlos Lehmann presionó con éxito a su primo, Vicente Lehmann Mosquera, secretario de Agricultura y Ganadería del departamento del Cauca, para que creara un parque nacional en el volcán Puracé. Como las autoridades departamentales no tenían competencia para crear parques nacionales, el decreto establecía que se trataba de una medida temporal a la espera de la aprobación del Gobierno central. Al año siguiente, el departamento vecino del Valle del Cauca creó, también de forma temporal y respondiendo a la insistencia de Lehmann, otro parque nacional, Farallones de Cali. Este parque daba continuidad a por lo menos tres décadas de esfuerzos por proteger las fuentes de agua que surten a la ciudad de Cali, mientras que Puracé pretendía proteger a mamíferos amenazados y promover el turismo. El decreto de creación mencionaba al venado conejo, al tapir de montaña y al oso de anteojos, y pedía la construcción de varias carreteras que permitieran que los visitantes llegaran a los sitios más atractivos (Decreto 199, 1961; Decreto 0162, 1962; Quintero, 2012; Salazar Cardona, 2016).
Estos dos parques lograron su aprobación definitiva —y dejaron de ser la excepción al ejercicio de poder central para designar como nacional a la naturaleza contenida en ciertas áreas— cuando el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) los elevó a parques nacionales oficiales en 1968. Este instituto fue creado en 1961, tras el triunfo de la Revolución cubana, como parte de las reformas agrarias que el Gobierno estadounidense promovió en toda Latinoamérica para evitar el avance del comunismo. Como el instituto estaba a cargo de los baldíos de la nación, se le otorgó la autoridad para “constituir […] reservas destinadas la Conservación de los recursos naturales” (Ley 135, 1961, artículo 39.o). En lugar de aclarar el camino legal para la conservación de la naturaleza, esta medida hizo más confusa la situación, ya que habilitaba a otra institución para crear “reservas”. En 1964, el Incora utilizó esta facultad para designar, con la aprobación del presidente, tres parques nacionales en la región Caribe con el propósito de proteger un entorno costero único, una serie de hermosas bahías y la imponente Sierra Nevada de Santa Marta, que se eleva 5710 metros al lado del mar (Resolución Ejecutiva 255, 1964).
Estos parques caribeños dejaron un legado duradero. La Unidad Administrativa Especial del Sistema de Parques Nacionales Naturales, que hoy maneja los parques nacionales, surgió de la diminuta oficina establecida a mediados de la década de los sesenta para administrar esos tres parques. Con los seiscientos empleados y un número más elevado de contratistas que tenía en 2017, esta institución se ha quedado corta para las necesidades de la gestión de los parques, pero es mucho más grande y compleja que su antecesora7.
Un sistema de parques nacionales
La pequeña oficina de parques hacía parte de la Corporación Autónoma Regional de los Valles del Magdalena y del Sinú (CVM), segunda corporación establecida en Colombia (en 1960) siguiendo el modelo de la Tennessee Valley Authority de los Estados Unidos, para gestionar de forma integral los recursos naturales de dos grandes cuencas fluviales. Por lo tanto, era parte del incipiente desarrollo de las instituciones ambientales del Estado colombiano. Un hito en este desarrollo se produjo en 1968, como parte de una amplia reforma administrativa del Estado, cuando esta corporación se fusionó con la División de Recursos Naturales del Ministerio de Agricultura para formar una nueva institución centralizada: el Instituto Nacional de Recursos Naturales Renovables (Inderena). Al pasar a ser una división del Inderena, la oficina de parques expandió su jurisdicción a todo el territorio nacional y adquirió una mayor capacidad institucional, lo que la llevó a concebir una política para establecer y expandir un sistema de parques nacionales.
La naciente división de parques también contribuyó a que el Inderena se convirtiera en un organismo de conservación y protección del medioambiente, en lugar de uno orientado al desarrollo de los recursos naturales. Los funcionarios de parques, formados sobre todo como ingenieros forestales, habían desarrollado un fervor conservacionista sorprendentemente radical; objetaban incluso la investigación científica debido a la afición de los biólogos por coleccionar especímenes. Se opusieron con gran determinación a que el Inderena promoviera el uso de los recursos naturales cuando ello generaba consecuencias ambientales nefastas, como fue el caso de la exportación de pieles de animales silvestres. Su éxito redefinió el Inderena como una institución encargada de cuidar el medioambiente, en lugar de fomentar el uso de la naturaleza con fines económicos. De esta manera, el incipiente y azaroso desarrollo de los parques nacionales resultó ser la semilla de una institución a través de la cual el Estado central aceptó la novedosa responsabilidad de garantizar una buena gestión ambiental que incluía pero no se limitaba a la protección de la naturaleza (Kelly et al., 2017).
Uno de los primeros logros del Inderena fue la redacción, en 1974, de un código de recursos naturales unificado que creó oficialmente un “sistema de parques nacionales”. Aunque el “sistema” podía incluir áreas con base en su valor cultural e histórico, el código está redactado principalmente en el lenguaje de la biología, y hace hincapié en las especies, la ecología y la biogeografía. Poco después, en 1977, un nuevo decreto desarrolló aún más la sección del código que se refería a los parques nacionales, incluyendo una larga lista de prohibiciones y sanciones destinadas a evitar el uso y la alteración de estas áreas (Decreto 2811, 1974; Decreto 622, 1977). Esta ley se basa en la idea de que los parques deben proteger espacios poco alterados por actividades humanas, por lo cual este tipo de áreas han sido establecidas sobre todo en zonas poco pobladas. Sin embargo, en la mayoría de ellas había moradores, así fuera pocos, que se convirtieron en ocupantes ilegales dado que no solían contar con títulos de propiedad; quienes llegaron después quedaron en la misma condición. Los indígenas constituyen la excepción, puesto que tienen derecho a vivir dentro de los parques. Además de establecer una base legal sólida, el Inderena procedió a erigir nuevas áreas protegidas. Para cuando el código fue aprobado, había promulgado resoluciones (sancionadas por el ministro de Agricultura) para crear cuatro áreas adicionales.
Estas cuatro áreas fueron el abrebocas de la planificación sistemática de los parques nacionales que vino después. Aunque, como las anteriores, cada una de ellas tenía una historia peculiar, hacían parte de un plan nacional de conservación concebido por expertos dentro de una institución gubernamental especializada. Tuparro, el primero de los cuatro, era único: una “reserva faunística” creada en la Orinoquia, en la frontera con Venezuela, que recordaba los parques de las sabanas africanas (excepto por las cebras y jirafas que no podían ser reemplazadas por los chigüiros, menos impresionantes y menos numerosos). Los Nevados protegía tres emblemáticos picos nevados y sus zonas adyacentes, siguiendo lo que podría llamarse una tradición regional que se remonta a la década de los treinta, cuando Argentina creó el Parque Nacional Nahuel Huapi y México protegió los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Orquídeas fue propuesto por Mariano Ospina Hernández, hijo de un expresidente a quien casualmente le interesaban las orquídeas, mientras que Katíos fue establecido con el respaldo de los Estados Unidos para frenar el paso de la fiebre aftosa, grave enfermedad del ganado, de Colombia a Panamá a través del Tapón del Darién (Julio Carrizosa, entrevista, 13 de abril de 2014, Bogotá, D. C.).
Desde principios de la década de los setenta, un pequeño equipo del Inderena, que contaba con muy pocos recursos, utilizó criterios principalmente ecológicos para identificar áreas dignas de protección en todo el país e impulsar su designación como parques nacionales. Este grupo se unificó en torno a Jorge “el Mono” Hernández, un legendario biólogo autodidacta. Además de su experiencia en campo, Hernández debía sus amplios conocimientos al Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia, que empezó a visitar cuando aún estaba en el colegio. Fundado en 1936, el instituto albergaba la mejor colección biológica del país y era el hogar intelectual de destacados botánicos y zoólogos. Por lo tanto, una parte integral del aparato estatal que centralizaba el conocimiento y las discusiones sobre la naturaleza contribuyó decisivamente al proceso de planificación de los parques nacionales (que nacionalizó esa misma naturaleza).
Aunque Hernández consideraba su elección de lugares para establecer parques nacionales como un esfuerzo puramente científico, las decisiones finales de cuáles efectivamente llegaban a serlo estaban profundamente entrelazadas con los cambios sociales del país. A principios de la década de los setenta, la población nacional estaba creciendo rápidamente; era casi el doble de la que había a mediados del siglo. Ese aumento contribuyó a que más del 25 % de los ecosistemas nativos del país fuera sustituido por plantas domesticadas. Los bosques andinos, así como los bosques secos y las sabanas naturales, habían dado paso a cultivos y a pastos para el ganado (Etter et al., 2008; Safford y Palacios, 2002). Sin embargo, los parques nacionales no pretendían proteger los ecosistemas más amenazados, sino los que eran considerados más útiles en su estado natural. Los páramos —situados en las partes altas de las cordilleras andinas, donde ya no crecen árboles, y caracterizados por suelos húmedos, abundantes lagos, neblina frecuente y fuertes lluvias— son la fuente de la mayoría de los ríos de Colombia y se convirtieron en el principal objetivo de los esfuerzos de conservación.
En la década de los setenta, asegurar el suministro de agua para la creciente población urbana, así como para el riego y la producción de hidroelectricidad, fue el principal criterio que permitió dar un salto decisivo en la designación de parques nacionales. Julio Carrizosa, director entrante del Inderena, solicitó en 1974 presupuesto para el funcionamiento de la institución; se apoyó en el mapa elaborado por Hernández que identificaba áreas para la ampliación del sistema de parques nacionales. El jefe del Departamento Nacional de Planeación (DNP), el economista Miguel Urrutia, instó a Carrizosa a priorizar algunas áreas y sugirió el agua como criterio para hacerlo. Así fue que los páramos quedaron sobrerrepresentados en la propuesta más acotada por la que Carrizosa hizo lobby con éxito. Solicitó la creación de dieciocho parques nuevos, once de los cuales incluían páramos, más la ampliación de dos ya existentes, y fondos para su gestión. El presidente Alfonso López Michelsen aceptó la creación de los once parques altoandinos y junto con su equipo realizó algunos cambios en las otras áreas propuestas (DNP, 1977). Con el número de unidades más que duplicado, el sistema de parques nacionales se convirtió en una realidad legal indiscutible, resultado de una política basada en un meticuloso proceso de planificación, que se diferenciaba de las propuestas erráticas previas llevadas a cabo por varias instituciones estatales (figura 3).
No obstante, la mayoría de los parques nacionales eran poco más que áreas dibujadas en un mapa sancionado por el Estado, lo que denotaba una debilidad que persiste hasta el día de hoy: la considerable brecha entre unos parques ideales bien gestionados y su existencia más bien tenue. Esta limitación, pero también la creciente importancia de los parques en términos de superficie, número y reconocimiento público, era similar a lo que sucedía en otros lugares de América Latina. En esta época, la creación de áreas para la protección de la naturaleza, no solo en la región sino en el mundo, ya se debía a una preocupación por las consecuencias ambientales del crecimiento que llevó a las Naciones Unidas a organizar la Conferencia sobre el Medio Ambiente Humano en Estocolmo en 1972. El Código Colombiano de Recursos Naturales, tan decisivo para el desarrollo de los parques, fue la respuesta del país a esta conferencia (Brockington et al., 2008; Wakild, 2018). No es de extrañar, entonces, que los acontecimientos en Colombia fueran una manifestación particular de una tendencia global.
Patrimonio mundial y nacional
El impulso adquirido en la década de los setenta continuó durante los años ochenta, respaldado por la noción de que los parques formaban parte del patrimonio natural de la nación y de la humanidad. Los llamados para detener la destrucción de las selvas tropicales, y así salvar esta valiosa parte del patrimonio biológico mundial, condujeron en Colombia a la expansión del sistema de parques nacionales en la Amazonia, una región que se convirtió en foco de atención global. Mientras tanto, la idea de que los ciudadanos colombianos debían conocer el patrimonio nacional que representaban los parques para ayudar a protegerlos llevó a cambiar la política hacia ellos. Los intentos por crear mayor conciencia sobre la existencia y la importancia de los parques, así como por revertir el triste destino de los bosques, llevaron a asignar responsabilidades de conservación a ciertos grupos. Los indígenas de las selvas fueron reconocidos como administradores del medioambiente y las clases medias, como aliadas potenciales y muy necesarias.
Para 1990 el mapa oficial de la Amazonia colombiana había cambiado radicalmente con la creación de parques nacionales y resguardos indígenas inmensos. De este modo Colombia cumplió con sus responsabilidades como signataria del Tratado de Cooperación Amazónica (1978), además de que pretendía avanzar en el viejo objetivo de integrar a la nación una frontera rica en recursos, pero usando medios novedosos. En lugar de buscar el desarrollo de la región mediante la agricultura y la extracción de recursos naturales, las nuevas figuras propendían por la sostenibilidad ambiental y la justicia social. Este camino fue impulsado por cambios mundiales y regionales. La creciente concientización y la ansiedad generadas por la destrucción de hábitats llevaron a científicos, en su mayoría estadounidenses, a crear la biología de la conservación, que centró su atención en aquellas zonas del mundo de gran riqueza biológica que se estaban transformando rápidamente. Con la conservación de la biodiversidad como misión, este campo fue decisivo para revalorizar las selvas tropicales que, en general, habían sido consideradas como entornos enfermizos y obstáculos para el progreso. La nueva visión de las selvas se vio reforzada por los movimientos indígenas que reivindicaban estas zonas como territorios ancestrales donde las poblaciones de origen prehispánico vivían en armonía con la naturaleza.
Impulsado por la urgencia de salvar los bosques y a sus verdaderos dueños y custodios, el jefe del Inderena, Carlos Castaño Uribe, trabajó de la mano con el director nacional de Asuntos Indígenas, Martín von Hildebrand, y en estrecha comunicación con el presidente de la nación, Virgilio Barco Vargas (1986-1990) (Carlos Castaño Uribe, entrevista, 12 de junio de 2015, Bogotá, D. C.). Sus esfuerzos, así como los del equipo de Parques Nacionales, llevaron a la creación de seis parques en la Amazonia en la década de los ochenta. Estos eran mucho más grandes que la mayoría de los que existían: tenían en promedio 750 000 hectáreas, más de cinco veces el tamaño medio de todos los parques creados anteriormente. En conjunto, duplicaron con creces la superficie total del sistema. Entre los nuevos parques amazónicos estaba Chiribiquete, el más grande de todos, con 1280000 hectáreas. El gran tamaño de estos parques se debió en parte a la vasta extensión de los bosques tropicales, lo que también explica por qué, cuando fue medida en 1965, la reserva biológica de la Sierra de la Macarena también contenía más de un millón de hectáreas (Parques Nacionales Naturales de Colombia, s. f.)8. Uno de los principios rectores de la biología de la conservación, que sostiene que para la preservación de los complejos procesos y redes naturales son necesarias áreas muy grandes, también contribuyó al considerable tamaño de estos parques.
En esos mismos años, el Estado central avaló los derechos territoriales de varios pueblos indígenas mediante la creación de resguardos. Estos son territorios indígenas reconocidos oficialmente mediante un título de propiedad comunal; algunos de ellos sobrevivieron desde la época colonial hasta finales del siglo XX, cuando se expandieron e instauraron por primera vez en la Amazonia y otras regiones. Los resguardos amazónicos, motivados por principios conservacionistas, pusieron sobre los hombros de los indígenas la inmensa responsabilidad de cuidar parte del patrimonio biológico mundial. El presidente Barco explicó que había aprobado, en 1988, la creación del mayor resguardo de Colombia, el llamado Predio Putumayo, de seis millones de hectáreas, porque en manos de los indígenas “se ha mantenido el aire puro, el agua limpia y la estabilidad climática del planeta” (Von Hildebrand y Brackelaire, 2012, p. 62). Este resguardo contribuyó a que en los años ochenta se establecieran las tres cuartas partes (en términos de superficie) de los territorios indígenas oficialmente sancionados que existen en la Amazonia colombiana. Al menos sobre el papel, la política para la Amazonia fue contundente: casi veinte millones de hectáreas fueron puestas bajo protección, cerca de tres cuartas partes de ellas en manos indígenas. El impulso de reservar áreas para la conservación de la naturaleza no se detuvo ahí, como lo ejemplifica la ampliación del Parque Nacional Chiribiquete en 2013 a casi tres millones de hectáreas y, en 2018, a más de cuatro millones.
El giro hacia la conservación de la selva coincidió con un cambio en el tipo de profesionales que dirigían el sistema de parques nacionales. Los ingenieros forestales habían desempeñado el papel principal en su creación; los antropólogos, que tomaron el relevo en la década de los ochenta, introdujeron nuevas prioridades en la gestión de los parques sin alterar radicalmente las directrices políticas más generales. Tal vez por ser expertos en asuntos sociales, los nuevos jefes vieron la urgente necesidad de ganar apoyo para los parques nacionales y, con los limitados recursos a su disposición, se propusieron hacer que estos fueran conocidos y queridos por gente como ellos. Sus acciones descansaban sobre la convicción de que el patrimonio nacional no podía ser un secreto bien guardado de un pequeño grupo de expertos: necesitaba un respaldo social más amplio.
El hombre elegido en la década de los sesenta para construir los primeros parques del Caribe, Simón Franky, era un ingeniero forestal recién graduado. Franky invitó a algunos de sus compañeros de estudios a unirse a él y, de esta manera, formó un pequeño equipo. La ingeniería forestal era todavía joven en Colombia, ya que el primer grupo de profesionales se había graduado de la Universidad Distrital de Bogotá, al igual que Franky, apenas diez años antes (en 1955). Como ingeniero forestal, Franky fue producto de la expansión del Estado en el campo de la educación superior. Su trayectoria profesional subraya cómo la ciencia y el poder del Estado pueden coconstituirse de maneras imprevistas: el Estado se expandió para formar expertos en un número cada vez mayor de campos de estudio y luego los contrató para sostener su propio crecimiento en una variedad de nuevas áreas.
Los ingenieros forestales probablemente fueron elegidos para gestionar los parques nacionales porque tenían formación en ciencias naturales y experiencia de campo, lo que significaba que podían desempeñar el trabajo de cuidar la naturaleza en zonas remotas. Además, a diferencia lo que sucedía con los biólogos, sus conocimientos eran esencialmente prácticos y no puramente académicos. Pero los ingenieros forestales no sabían casi nada sobre parques nacionales. Así que buscaron el apoyo de expertos que trabajaban para la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), como Kenton Miller (más tarde jefe de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza [UICN]) y Gary Wetterberg, quienes visitaron Colombia y dieron directrices generales para la gestión de los parques. Además, algunos de los jóvenes funcionarios públicos viajaron a Estados Unidos para conocer de primera mano sus parques nacionales o realizar cursos cortos. Heliodoro Sánchez, una de las personas a quien Franky invitó a formar parte de su equipo, se refería a una de esas experiencias, una gira por varios parques, como su “doctorado de cuarenta días” (Heliodoro Sánchez, entrevista, 1.o de mayo de 2013, Bogotá, D. C.). Poco después, en 1969, Sánchez fue encargado de construir el Parque Nacional Puracé. Con un decreto en la mano y unos pocos ayudantes, tuvo que convertir una zona parcialmente habitada por los indígenas coconuco en algo que pudiera ser identificado como parque nacional. Tal responsabilidad implicaba definir los límites, construir infraestructura básica y hacer cumplir las normas. Él y Franky sabían muy bien lo que era estar sobre el terreno luchando por convertir en parque una parte del territorio nacional. Ellos dirigieron, uno tras otro, la División de Parques Nacionales desde 1968 hasta 1985.
Después de 1985, los jefes de la División de Parques Nacionales dejaron de tener ese tipo de experiencia. El antropólogo Álvaro Soto y su exalumno Carlos Castaño Uribe dirigieron esta institución durante trece años, hasta 1998. A diferencia de sus antecesores, eran personas que acababan de ingresar a la institución, su formación era en ciencias sociales, y habían estudiado en universidades privadas y en el exterior. Pero, al igual que los ingenieros forestales, tenían experiencia de campo y trabajaban guiados por una convicción profunda. La División de Parques Nacionales era un actor muy secundario dentro del aparato estatal, protegido del clientelismo por su aparente insignificancia y por el compromiso de los jefes de las dos instituciones de las que hacía parte, primero el Inderena y, después de 1993, el Ministerio del Medio Ambiente. Soto y Castaño se apoyaron menos que sus predecesores en el reputado “Mono” Hernández, pero coincidían con él —y con la ley— en que los parques debían estar deshabitados. Todos ellos sintieron gran frustración ante su impotencia para reubicar a los residentes de los parques en otras zonas (Castaño Uribe, 19929).
Sabiendo que la institución era demasiado débil para cumplir su mandato y conscientes de la paradoja de tener un sistema de parques nacionales cuya existencia muy pocos conocían, los antropólogos idearon un plan para proteger los parques mediante el apoyo ciudadano. Trabajaron en dos estrategias principales orientadas a las clases medias profesionales. En primer lugar, crearon instalaciones turísticas con comodidades básicas para atraer visitantes a un puñado de parques. Los ecohabs de Tayrona fueron las más emblemáticas; siguen el estilo arquitectónico de los pueblos indígenas de la vecina Sierra Nevada de Santa Marta y se integran con las colinas boscosas que bordean el mar (figura 4). Estas instalaciones formaban parte de un plan más amplio que buscaba educar a los visitantes proponiéndoles una forma adecuada de disfrutar de la naturaleza, distinta de la costumbre común de ir a la playa a emborracharse. La expectativa final era que, tras conocer uno de estos parques, los ciudadanos contribuyeran a formar una creciente opinión pública dispuesta a defender el patrimonio natural de la nación. Lo mismo ocurría con el programa de guardaparques voluntarios para estudiantes universitarios, que pronto se convirtió en un éxito. Estos profesionales en formación no solo contribuirían temporalmente con su entusiasmo y habilidades a la gestión de los parques, sino que más adelante, cuando ocuparan puestos con poder de decisión, llevarían los parques nacionales en sus mentes y en sus corazones (Álvaro Soto, entrevista, 30 de mayo de 2015, Bogotá, D. C.; Carlos Castaño Uribe, entrevista, 12 de junio de 2015, Bogotá, D. C.).
Figura 4.
Ecohabs, Parque Nacional Tayrona. Estos son probablemente los dibujos originales del arquitecto Fernando Samper Salazar, quien diseñó estas cabañas. Fuente: Samper (1986, p. 11).
El mayor estatus que alcalzó el sector ambiental dentro del Estado, gracias a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo de 1992, contribuyó a aumentar la visibilidad de los parques nacionales. En 1995, más de un año después de la promulgación del Sistema Nacional de Medio Ambiente, la División de Parques Nacionales fue transferida al nuevo Ministerio de Medio Ambiente, pasó a ser una “unidad aministrativa especial” y así adquirió su actual y enrevesado nombre. En ese momento, Colombia contaba con 43 parques y áreas similares; solo 12 funcionaban relativamente bien, mientras que otros 12 estaban completamente desatendidos (Ministerio de Medio Ambiente y Unidad Administrativa Especial del Sistema de Parques Nacionales, 1996). El cambio institucional supuso una nueva estructura que incluía siete oficinas regionales y un presupuesto algo mayor que permitió el nombramiento, por primera vez, de directores en varios parques. Uno de ellos fue Sumapaz, que abarca una parte importante del mayor páramo del mundo y está situado justo al sur de Bogotá. Los funcionarios y guardaparques recién nombrados tuvieron la difícil tarea de informar a la población local que esos lugares habían sido parques durante años o décadas y que sus derechos de uso de los recursos naturales estaban limitados por la ley.
Conflictos varios
Aunque los conservacionistas eligieron entornos relativamente remotos y poco alterados, lo hicieron sin estudios de campo o jurídicos previos, por lo que no es de extrañar que la mayoría de esas zonas tuvieran residentes, generalmente pocos y sin títulos de propiedad. Ademeas, dado que los límites de los parques no siempre eran claros, no se sabía quién exactamente vivía dentro de las áreas que se fueron creando. Desde 1977, la ley considera que la existencia de grupos indígenas en los parques es compatible con la conservación. Estas disposiciones han permitido que algunos de estos grupos buscaran protección adicional para sus territorios mediante la designación de parques, como en el caso de Alto Fragua Indi Wasi y Yaigojé Apaporis, ambos en la Amazonia (Uribe Botero, 2005; Rubiano, 2014). No obstante, la superposición de más de veinte parques con territorios indígenas (reconocidos oficialmente o no) ha generado tensiones (Premauer, 2013). Sin embargo, los pueblos indígenas han tenido mayores opciones frente a la existencia de áreas protegidas que los grupos campesinos.
Si bien los funcionarios consideraban que para convertir un área determinada en un parque propiamente dicho era necesario comprar las propiedades existentes, así como los cultivos y demás mejoras pertenecientes a quienes no tenían título legal, las ocasiones en que esto ocurrió fueron excepcionales. Tal es el caso del Parque Nacional Los Katíos, para el cual los recursos aportados por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (como parte del acuerdo para evitar el paso de la fiebre aftosa por el Tapón del Darién) permitieron la inusual reubicación, a principios de la década de los ochenta, de quienes vivían allí (Heliodoro Sánchez, entrevista, 1.o de mayo de 2013, Bogotá, D. C.)10. Sin embargo, en la mayoría de los parques creados por la ley la gente que estaba allí asentada simplemente continuó con sus vidas. Además, luego fueron llegando otras personas, a menudo sin ser conscientes, al menos durante largos periodos de tiempo, de la condición de parques de esas áreas. A principios de la década de los noventa, el director de Parques Nacionales estimó que cerca de 5000 familias vivían en tres cuartas partes de los parques para los que disponía de información (Castaño Uribe, 1992). Los conservacionistas eran muy conscientes de que en las áreas escogidas había o podía haber ocupantes, y también de que esa realidad tenía consecuencias indeseadas para todos los implicados; pero, dados sus limitados medios para realizar estudios exhaustivos y encontrar los recursos y el apoyo político para reubicar a los habitantes, optaron por al menos asegurar la protección legal mediante la designación.
En estas condiciones, la gestión de los parques ha generado inevitables fricciones y enfrentamientos con las poblaciones locales. En muchos casos, tras la creación de los parques, los funcionarios establecieron los límites e informaron a los habitantes que la caza y la tala que solían realizar eran contrarias a la ley, al igual que la agricultura y otras actividades con las que se ganaban la vida. No es de extrañar que, lejos de celebrar la política de conservación, los residentes la consideraran una nefasta intrusión en sus vidas. Sin embargo, dada la debilidad institucional y, en algunos casos, la completa falta de gestión, el efecto cotidiano de los parques sobre la vida de las personas podía ser leve. Pero en muchos lugares hubo conflictos y en ninguno fueron tan pronunciados como en la reserva biológica de La Macarena (que pasó a ser parque nacional en 1989). Esa zona comenzó a ser colonizada en los años sesenta por miles de campesinos sin tierra. A finales de esa década, su presencia motivó el establecimiento de algunas cabañas de control y la contratación de guardaparques, que realizaron un censo en el que se encontró que 3188 personas vivían dentro de la reserva. La ineficacia de los intentos por hacer de la reserva una realidad en terreno queda patente en el hecho de que, en 1988, esa cifra había aumentado a 24 878 (Arcila, 1989; Parra Dussán, 1988). Pero los campesinos no triunfaron: vivir dentro de una zona protegida les impedía acceder a préstamos y otros beneficios, por lo que, con la ayuda de las autoridades locales, lucharon arduamente para sacar del área protegida las zonas ya ocupadas.
Los problemas sociales ocasionados en todo el mundo por las áreas protegidas generaron amplias críticas y discusiones sobre formas alternativas de concebir e implementar la conservación. En Colombia, entre otras cosas, condujeron a un cambio de política en 1998 asociado con el nombramiento como jefe de Parques Nacionales de Juan Carlos Riascos, un agrónomo que trabajaba en una ONG ambientalista llamada Herencia Verde, que era crítica de la forma en que funionaban los parques. Riascos coordinó durante tres años los esfuerzos para definir la nueva política de “Parques con la gente”, que buscaba superar las tensiones que plagaban las relaciones con las comunidades residentes y vecinas de los parques, y conseguir su apoyo para lograr los objetivos de conservación. La implementación de este nuevo enfoque se enfrentó a varios obstáculos, como las dudas de algunos funcionarios que no entendían por qué debían pasar a trabajar constantemente fuera de los parques y, lo que es más importante, a la ley, que no cambió y que los guardaparques no podían violar. Aunque la nueva política no terminó oficialmente, sí se debilitó después de que Riascos dejó el cargo en 2003 (Correa, 2004).
El fracaso del proceso de paz del presidente Andrés Pastrana (1998-2002) también perjudicó la política de “Parques con la gente”, que buscaba contribuir a los esfuerzos de construcción de paz. Antes y después de ese proceso, el conflicto armado en Colombia tuvo un fuerte impacto en los parques nacionales. Tanto las guerrillas de izquierda como los grupos paramilitares de derecha, así como las bandas criminales sin proyecto político guía, han establecido un control duradero en ciertas zonas dentro de los parques o los han utilizado como corredores. Muchos parques también han tenido cultivos de coca, lo que genera deforestación, atrae a colonos y aumenta la competencia entre los grupos armados por el control territorial (Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos [SMCI] y Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito [UNODC], 2017). Los directores de los parques y los demás funcionarios han tenido que aprender a lidiar con grupos armados ilegales, e incluso con el mismo Ejército Nacional, que ponen límites a su ya precaria autoridad. Estos grupos han tenido impactos contradictorios: han contribuido a hacer cumplir las normas ambientales —a veces las suyas propias, especialmente en el caso de la guerrilla—, pero también han fomentado la destrucción y a menudo han obligado a los funcionarios a abandonar los parques. En los peores casos, estos funcionarios han pagado con su vida la intromisión de la guerra, como ocurrió con Héctor Vargas y Martha Hernández, dos de los directores del parque Tayrona, asesinados por fuerzas paramilitares o por sicarios en connivencia con estas en 1994 y 2004, respectivamente (figura 5).
Figura 5.
Afiche realizado por la Unidad de Parques Nacionales en honor a los guardaparques asesinados (no todos en el marco del conflicto armado). Crédito: Unidad Administrativa Especial de Parques Nacionales Naturales de Colombia.
La guerra desempeñó un papel importante en el traslado de los funcionarios de los parques hacia fuera de ellos y a su concentración en oficinas urbanas, especialmente en la sede de Bogotá, pero también en las regionales. Seguramente influyó en el aumento de las contrataciones temporales frente a los funcionarios de carrera, lo que ha disminuido la pasión y el compromiso que ha caracterizado el trabajo de muchos guardaparques. La Unidad de Parques Nacionales se ha hecho mucho más compleja, mientras que la diversidad ecológica de los parques parece competir con la diversidad de tensiones que caracterizan su gestión. Sin embargo, los parques también han ganado legitimidad entre diversos grupos sociales, hasta el punto de que parte de los campesinos de La Macarena desarrollaron identidades públicas como defensores del medio ambiente y de los parques mismos. Sin embargo, la debilidad institucional ha socavado muchos de estos logros, al ir en contravía de los derechos de variados residentes rurales, limitar el número de visitantes potenciales a estas áreas y no lograr defender cabalmente eso que llamamos naturaleza. Aun así, los parques han dado a conocer la diversidad biológica de Colombia y han logrado un cierto nivel, muy necesario, de protección para ella.
