Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica


Conversar con Aldous Huxley con frecuencia lo transformaba a uno en el receptor de un monólogo inolvidable. Aproximadamente un año antes de su lamentable muerte, hablaba Huxley sobre uno de sus temas favoritos: el trato antinatural que el hombre hace de la naturaleza y sus tristes resultados. Para ilustrar su punto de vista contó cómo, durante el verano anterior, había regresado a un pequeño valle en Inglaterra donde había pasado muchos meses felices de niño. En aquel entonces, el valle estaba compuesto de encantadores claros cubiertos de pasto, pero ahora se estaba convirtiendo en un matorral antiestético porque los conejos, que antes mantenían el crecimiento de la vegetación bajo control, habían sucumbido en su mayoría a una enfermedad —la mixomatosis— que fue introducida deliberadamente por los agricultores locales para frenar la destrucción de los cultivos por los conejos. Como tengo algo de filisteo, no podía callar más, ni siquiera en aras de una gran retórica, así que lo interrumpí para señalar que el conejo había sido introducido como animal doméstico en Inglaterra en 1176, presumiblemente para mejorar la ingesta proteica de los campesinos.

Todas las formas de vida modifican sus contextos. El caso más espectacular y benigno son sin duda los pólipos de coral. Para sus propios fines, crean un vasto mundo submarino propicio para miles de otros tipos de animales y plantas. Desde que el ser humano se convirtió en una especie numerosa, ha afectado notablemente su entorno. La hipótesis de que su método de caza basado en el fuego creó las grandes praderas del mundo y contribuyó a la exterminación de los monstruosos mamíferos del Pleistoceno en gran parte del globo es plausible, si no comprobada. Durante al menos seis milenios, las riberas del bajo Nilo han sido un artefacto humano, en lugar de la selva africana pantanosa en que la naturaleza las hubiera convertido si no fuera por el hombre. La presa de Asuán, que inunda 5000 millas cuadradas, es solo la etapa más reciente dentro de un largo proceso. En muchas regiones, las terrazas o el riego, el pastoreo excesivo, la tala de bosques a mano de los romanos para construir barcos y luchar contra los cartagineses, o a mano de los cruzados para resolver los problemas logísticos de sus expediciones han cambiado profundamente algunas ecologías. La observación de que el paisaje francés se divide en dos tipos básicos —los campos abiertos del norte y el bocage del sur y el oeste–— inspiró a Marc Bloch a emprender su estudio clásico sobre los métodos agrícolas medievales. De modo no intencionado, los cambios en la forma de vida del ser humano a menudo afectan la naturaleza no humana. Se ha señalado, por ejemplo, que la aparición del automóvil eliminó las enormes bandadas de gorriones que antes se alimentaban del estiércol de caballo que ensuciaba las calles.

La historia de los cambios ecológicos es todavía tan rudimentaria que poco sabemos sobre lo que realmente sucedió, o cuáles fueron los resultados. La extinción de los uros europeos en una fecha tan reciente como 1627 parece haber sido un simple caso de caza desmesurada. Sobre cuestiones más intrincadas suele ser imposible encontrar información sólida. Desde hace mil años o más, los frisios y los holandeses han hecho retroceder el mar del Norte, y este proceso ha resultado, en nuestro tiempo, en la recuperación del Zuiderzee1. ¿Qué especies de animales, aves, peces, vida costera o plantas —si acaso alguna— se han extinguido en el proceso? En su épico combate contra Neptuno, ¿acaso han pasado por alto los holandeses los valores ecológicos de tal manera que la calidad de la vida humana en los Países Bajos se haya visto afectada? No he podido determinar si estas preguntas han sido formuladas alguna vez y mucho menos si han sido respondidas.

En efecto, las personas han sido generalmente un elemento dinámico en su propio entorno; sin embargo, en el curso actual de los estudios históricos solemos encontrar que no sabemos con exactitud cuándo, dónde o con qué efectos se produjeron los cambios inducidos por el hombre. Con todo, a medida que entramos en el último tercio del siglo XX, la preocupación por las repercusiones ecológicas negativas aumenta a un ritmo frenético. Las ciencias naturales, concebidas como el esfuerzo por comprender la naturaleza de las cosas, florecieron en varias épocas y entre distintos pueblos. De manera similar, se ha producido una acumulación, a veces rápida, a veces lenta, de habilidades tecnológicas durante milenios. Pero no fue hasta hace unas cuatro generaciones que Europa Occidental y América del Norte arreglaron un matrimonio entre ciencia y tecnología, una unión entre los enfoques teóricos y los empíricos de nuestro entorno natural. El credo baconiano según el cual el conocimiento científico significa anteponer el poder tecnológico a la naturaleza emerge en la práctica generalizada escasamente antes de 1850, salvo en las industrias químicas, donde se anticipa en el siglo XVIII. Su aceptación como un patrón de conducta normal marca quizás el mayor acontecimiento de la historia humana desde la invención de la agricultura, y también posiblemente de la historia terrestre no humana.

Casi de inmediato, esta nueva situación obligó a que se cristalizara el novedoso concepto de ecología; la palabra ecología, en efecto, apareció por primera vez en el idioma inglés en 1873. Hoy, menos de un siglo después, el impacto de nuestra raza en el medioambiente ha ganado fuerza en tal grado que ha cambiado en su esencia. Cuando se dispararon los primeros cañones, a principios del siglo XIV, la ecología se vio afectada dado que los trabajadores debieron dirigirse a los bosques y montañas a rebuscar más potasa, azufre, mineral de hierro y carbón, lo cual causó cierta erosión y deforestación. Las bombas de hidrógeno son de un orden diferente: una guerra librada con ellas podría alterar la genética de toda la vida en este planeta. En 1285, Londres tenía un problema de esmog derivado de la combustión de carbón blando, pero nuestra quema actual de combustibles fósiles amenaza con cambiar la química de la atmósfera del planeta en su totalidad, con consecuencias que apenas estamos empezando a adivinar. Con la explosión demográfica, el carcinoma del urbanismo sin planificación, los ahora depósitos geológicos de aguas residuales y los de basura, se puede afirmar que ninguna otra criatura aparte del hombre ha logrado emporcar así su nido en tan corto tiempo.

Hay muchos llamados a la acción, pero las propuestas específicas —por más valiosas que sean como elementos individuales— parecen demasiado parciales, paliativas, negativas: prohíban las bombas, derriben las vallas publicitarias, repartan anticonceptivos a los hindúes y díganles que se coman sus vacas sagradas. La solución más sencilla ante cualquier cambio que levante sospecha es, por supuesto, detenerlo o, mejor aún, retornar a un pasado romantizado: hacer que esas feas estaciones de gasolina se vean como la cabaña de Anne Hathaway o (en el Lejano Oeste) como salones de un pueblo fantasma. La mentalidad detrás de las “áreas de naturaleza silvestre”2 aboga invariablemente por congelar una ecología —ya sea en San Gimignano o en la Alta Sierra— tal y como era antes de que alguien dejara tirado el primer Kleenex. Pero ni el atavismo ni el embellecimiento podrán hacer frente a la crisis ecológica de nuestro tiempo.

¿Qué hacer? Nadie lo sabe todavía. A menos que pensemos en los fundamentos, nuestras medidas específicas pueden producir nuevas repercusiones más graves que las que están diseñadas para remediar.

Para empezar, deberíamos tratar de aclarar nuestras ideas examinando, con cierta profundidad histórica, los supuestos que subyacen a la tecnología y la ciencia modernas. La ciencia era tradicionalmente aristocrática, especulativa, intelectual en su intención; la tecnología era de clase baja, empírica, orientada a la acción. La fusión bastante repentina de estas dos hacia mediados del siglo XIX seguramente está relacionada con las revoluciones democráticas ligeramente precedentes y las contemporáneas, las cuales, al reducir las barreras sociales, tendían a proponer una unidad funcional entre el cerebro y las manos. Nuestra crisis ecológica es el producto de una cultura democrática emergente, totalmente novedosa. La cuestión es si un mundo democratizado puede sobrevivir a sus propias implicaciones. Presumiblemente no, a menos que reconsideremos nuestros axiomas.

Las tradiciones occidentales de la tecnología y la ciencia

Hay algo que resulta tan cierto que parece tonto verbalizarlo: tanto la tecnología moderna como la ciencia moderna son distintivamente occidentales. Nuestra tecnología ha absorbido elementos de todo el mundo, especialmente de China; sin embargo, hoy en día, en todas partes, ya sea en Japón o en Nigeria, la tecnología exitosa es la occidental. Nuestra ciencia es heredera de todas las ciencias del pasado, quizás especialmente del trabajo de los grandes científicos islámicos de la Edad Media, que tan a menudo superaron a los antiguos griegos en destreza y perspicacia: Al-Razi en medicina, por ejemplo; o Ibn al-Haytham en óptica; u Omar Khayyam en matemáticas. De hecho, varias obras de estos genios parecen haber desaparecido en el árabe original para sobrevivir solo en traducciones latinas medievales, las cuales ayudaron a sentar las bases de los desarrollos occidentales posteriores. Hoy en día, alrededor del planeta, toda ciencia significativa es occidental en su estilo y método, independientemente del color de la piel o la lengua de los científicos.

Otro par de hechos resulta menos conocido porque es el resultado de estudios históricos bastante recientes. El liderazgo de Occidente, tanto en tecnología como en ciencia, es mucho más antiguo que la llamada Revolución Científica del siglo XVII o la denominada Revolución Industrial del siglo XVIII. En realidad, estos términos resultan obsoletos y oscurecen la verdadera naturaleza de lo que intentan describir: etapas significativas en dos desarrollos largos y separados. Por tarde para el año 1000 d. C. —y quizás hasta 200 años antes— Occidente comenzó a aplicar la energía hidráulica a otros procesos industriales aparte de la molienda de granos. A esto le siguió, a finales del siglo XII, el aprovechamiento de la energía eólica. Desde sus sencillos inicios, pero con una notable coherencia de estilo, Occidente rápidamente expandió sus habilidades para el desarrollo de maquinaria de potencia, equipos que redujeran requerimientos de mano de obra, y automatización. Quienes dudan deberían contemplar el logro más monumental de la historia de la automatización: el reloj mecánico impulsado por pesas, que apareció bajo dos modalidades a principios del siglo XIV. Aunque no en artesanía pero sí en capacidad tecnológica básica, el Occidente latino de la Baja Edad Media superó con creces a sus elaboradas, sofisticadas y estéticamente magníficas culturas hermanas, la bizantina y la islámica. En 1444, Besarión —un importante eclesiástico griego que había ido a Italia— escribió una carta a un príncipe en Grecia. Estaba sorprendido por la superioridad de los barcos occidentales, de las armas, de los textiles, del vidrio. Pero, sobre todo, le asombró el espectáculo de las ruedas hidráulicas que movían sierras para cortar madera y que bombeaban los fuelles de los hornos de fundición. Claramente no había visto nada parecido en el Cercano Oriente.

A finales del siglo XV, la superioridad tecnológica de Europa era tal que sus pequeñas naciones, hostiles entre sí, pudieron expandirse por el resto del mundo, conquistando, saqueando y colonizando. El símbolo de esta superioridad tecnológica es el hecho de que Portugal, uno de los Estados más débiles de Occidente, fue capaz de convertirse en dueño de las Indias Orientales y mantenerse como tal durante un siglo. Y debemos recordar que la tecnología de Vasco de Gama y Albuquerque fue desarrollada a partir de puro empirismo, con muy poco apoyo o inspiración de la ciencia.

Según la comprensión vernácula actual, se supone que la ciencia moderna comenzó en 1543, cuando tanto Copérnico como Vesalio publicaron sus grandes obras. Sin embargo, no es derogación de sus logros señalar que obras como Fabrica y De revolutionibus no aparecen de la noche a la mañana. De hecho, la tradición científica occidental característica empezó a finales del siglo XI con un movimiento masivo de traducción de obras científicas árabes y griegas al latín. Unos pocos libros notables —tómese a Teofrasto de ejemplo— escaparon al nuevo y ávido apetito de Occidente por la ciencia; con todo, en menos de 200 años prácticamente la totalidad del corpus de la ciencia griega y musulmana estaba disponible en latín, y era leído y criticado con entusiasmo en las nuevas universidades europeas. De la crítica surgieron nuevas observaciones, especulaciones y una creciente desconfianza en las autoridades de la antigüedad. A finales del siglo XIII, Europa había arrebatado el liderazgo científico mundial de las manos vacilantes del islam. Sería tan absurdo negar la profunda originalidad de Newton, Galileo o Copérnico como negar la de los científicos escolásticos del siglo XIV, como Buridán u Oresme, en cuyo trabajo aquellos se basaron. Antes del siglo XI, la ciencia apenas existía en el Occidente latino, incluso en la época romana. A partir del siglo XI, el sector científico de la cultura occidental ha aumentado a un ritmo constante.

Dado que tanto nuestros movimientos tecnológicos como científicos iniciaron, adquirieron su carácter y alcanzaron el dominio mundial durante la Edad Media, parece que no podemos entender su naturaleza o su impacto actual en la ecología sin examinar los supuestos y desarrollos medievales fundamentales.

Visión medieval del hombre y de la naturaleza

Hasta hace poco, la agricultura ha sido la principal ocupación incluso en sociedades “avanzadas”; por lo tanto, cualquier cambio en los métodos de labranza tiene mucha importancia. Los primeros arados, tirados por dos bueyes, por lo regular no les daban la vuelta a los terrones del suelo, sino que apenas los rascaban. Por esto, era necesario hacer arado en cruz y los campos tendían a ser cuadrados. En las tierras bastante ligeras y con los climas semiáridos del Cercano Oriente y el Mediterráneo, esto funcionaba bien, pero este tipo de arado resultaba inadecuado para el clima húmedo y los suelos a menudo pegajosos del norte de Europa. Sin embargo, a finales del siglo VII después de Cristo, y tras unos inicios poco claros, algunos campesinos del norte comenzaron a usar un tipo de arado completamente nuevo, equipado con una cuchilla vertical para cortar la línea del surco, una reja horizontal para cortar debajo de los terrones y una vertedera para darles la vuelta. La fricción entre este arado y el suelo era tan alta que normalmente no se necesitaban 2 sino 8 bueyes. Atacaba la tierra con tal violencia que ya no era necesario hacer arado en cruz, y los campos tendían a tomar forma de franjas alargadas.

En la época del arado dental, por lo general, los campos se distribuían en unidades capaces de abastecer a una sola familia. La agricultura de subsistencia se daba por sentado. Pero ningún campesino poseía ocho bueyes: para usar el nuevo y más eficiente arado, los campesinos juntaban sus bueyes para formar grandes equipos de arado, de lo cual recibían en un principio (al parecer) franjas de tierra arada proporcionales a su contribución. Así, la distribución de la tierra ya no se basaba en las necesidades de una familia, sino, más bien, en la capacidad de una máquina para labrarla. La relación del hombre con la tierra cambió profundamente. Antes, el hombre había formado parte de la naturaleza, ahora era su explotador. En ningún otro lugar del mundo los agricultores desarrollaron un instrumento agrícola análogo. ¿Acaso es coincidencia que la tecnología moderna, con su trato despiadado hacia la naturaleza, haya sido producida en gran medida por los descendientes de estos campesinos del norte de Europa?

Esta misma actitud explotadora aparece un poco antes del año 830 d. C. en los calendarios ilustrados occidentales. En los calendarios más antiguos, los meses se mostraban como personificaciones pasivas. Los nuevos calendarios francos, que establecieron el estilo de la Edad Media, son muy diferentes: muestran hombres sometiendo al mundo que los rodea: arando, cosechando, cortando árboles, matando cerdos. El hombre y la naturaleza son dos cosas, y el hombre es el amo.

Estas innovaciones parecen estar en armonía con esquemas intelectuales más amplios. Lo que las personas hacen con respecto a su ecología depende de lo que piensan sobre sí mismas en relación con las cosas que las rodean. La ecología humana está profundamente condicionada por creencias sobre nuestra naturaleza y nuestro destino, es decir, por la religión. Desde una mirada occidental, esto es muy evidente, digamos, en la India o Ceilán. Es igualmente cierto para nuestro caso y para nuestros antepasados medievales.

La victoria del cristianismo sobre el paganismo fue la mayor revolución psíquica en la historia de nuestra cultura. Hoy en día se ha puesto de moda decir que, para bien o para mal, vivimos en “la era postcristiana”. Ciertamente, las formas de nuestro pensamiento y lenguaje han dejado de ser cristianas en gran medida, pero, a mi juicio, la esencia aún resulta asombrosamente afín a la del pasado. Nuestros hábitos de acción cotidianos, por ejemplo, están dominados por una fe implícita en el progreso perpetuo, algo desconocido para la antigüedad grecorromana o para Oriente. Esto tiene sus raíces en la teleología judeocristiana —y es indefendible sin ella—. El hecho de que los comunistas la compartan apenas permite señalar algo que puede demostrarse con base en muchos otros argumentos: que el marxismo, como el islam, es una herejía judeocristiana. Hoy en día continuamos viviendo, como lo hemos hecho durante unos 1700 años, inmersos en un contexto compuesto en gran parte de axiomas cristianos.

¿Qué les decía el cristianismo a las personas sobre sus relaciones con el medioambiente?

Si bien muchas mitologías del mundo proveen historias sobre la creación, la mitología grecorromana era singularmente incoherente en este aspecto. Al igual que Aristóteles, los intelectuales del Antiguo Occidente negaron que el mundo visible hubiera tenido un principio. En efecto, la idea de un principio era imposible en el marco de su noción cíclica del tiempo. En agudo contraste, el cristianismo heredó del judaísmo no solamente un concepto del tiempo no repetitivo y lineal, sino también una historia sorprendente de la creación. Por etapas graduales, un Dios amoroso y todopoderoso había creado la luz y la oscuridad, los cuerpos celestes, la tierra y todas sus plantas, animales, pájaros y peces. Finalmente, Dios había creado a Adán y, tras una reflexión posterior, a Eva para evitar que el hombre estuviera solo. El hombre puso nombre a todos los animales, con lo cual estableció su dominio sobre ellos. Dios planeó todo esto explícitamente para el beneficio y dominio del hombre: ningún elemento en la creación física tenía otro propósito que servir a los propósitos del hombre. Y, aunque el cuerpo del hombre fue hecho a partir de arcilla, no es una mera parte de la naturaleza: está hecho a imagen y semejanza de Dios.

Especialmente en su forma occidental, el cristianismo es la religión más antropocéntrica que el mundo ha visto. Ya en el siglo II, tanto Tertuliano como san Ireneo de Lyon insistían en que cuando Dios dio forma a Adán estaba prefigurando la imagen de Cristo encarnado, el Segundo Adán. El hombre comparte, en gran medida, la trascendencia de Dios sobre la naturaleza. El cristianismo, en absoluto contraste con el paganismo antiguo y las religiones de Asia (excepto, quizás, el zoroastrismo), no solo estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza, sino que también insistió en que es la voluntad de Dios que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.

A nivel de la gente común, esto funcionaba de una manera interesante. En la Antigüedad, cada árbol, cada manantial, cada arroyo, cada colina tenía su propio genius loci, su espíritu guardián. Estos espíritus eran accesibles a los hombres, pero eran muy diferentes de los hombres; los centauros, faunos y sirenas muestran su ambivalencia. Antes de cortar un árbol, minar una montaña o represar un arroyo, era importante aplacar al espíritu a cargo de esa situación particular, y mantenerlo aplacado. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo hizo posible explotar la naturaleza en actitud de indiferencia hacia los sentimientos de los objetos naturales.

A menudo se dice que la Iglesia sustituyó el animismo por el culto a los santos. Cierto, pero el culto a los santos es muy diferente del animismo en su funcionamiento. El santo no está en los objetos naturales; puede tener santuarios especiales, pero habita en el cielo. Más aún, un santo es íntegramente un ser humano; puede ser abordado en términos humanos. Además de los santos, el cristianismo, por supuesto, también tenía ángeles y demonios heredados del judaísmo y quizás, al principio, del zoroastrismo. Pero todos ellos eran tan móviles como los propios santos. Los espíritus que se situaban en los objetos naturales, que anteriormente habían protegido a la naturaleza del hombre, se esfumaron. El efectivo monopolio del hombre sobre el espíritu en este mundo fue confirmado, y las antiguas inhibiciones a la explotación de la naturaleza se desmoronaron.

Cuando se habla en términos tan amplios es necesario hacer una advertencia. El cristianismo es una fe compleja y sus consecuencias difieren según el contexto. Lo que he dicho bien podría aplicarse al Occidente medieval, donde de hecho la tecnología hizo avances espectaculares. Pero el Oriente griego, un pueblo altamente civilizado de igual devoción cristiana, no parece haber producido ninguna innovación tecnológica destacada después de finales del siglo VII, cuando el fuego griego fue inventado. La clave del contraste quizás descansa en una diferencia en la tonalidad de la piedad y el pensamiento que los estudiantes de teología comparada encuentran entre las iglesias griega y latina. Los griegos creían que el pecado era ceguera intelectual y que la salvación se encontraba en la iluminación, la ortodoxia, es decir, en el pensamiento claro. Los latinos, en cambio, consideraban que el pecado era un mal moral y que la salvación se encontraba en llevar una conducta correcta. La teología oriental ha sido intelectualista. La teología occidental ha sido voluntarista. El santo griego contempla; el santo occidental actúa. Las implicaciones del cristianismo para la conquista de la naturaleza surgirían más fácilmente en el contexto occidental.

El dogma cristiano de la creación, que se encuentra en la primera cláusula de todas las confesiones de fe, tiene otro significado para nuestra comprensión de la crisis ecológica actual. A través de la revelación, Dios le había dado al hombre la Biblia, las Sagradas Escrituras, pero como Dios había creado la naturaleza, la naturaleza también debía revelar la mentalidad divina. El estudio religioso de la naturaleza orientado a lograr una mejor comprensión de Dios se conocía como teología natural. En los inicios de la Iglesia, y desde siempre en el Oriente griego, la naturaleza se concebía principalmente como un sistema simbólico a través del cual Dios les habla a los hombres: la hormiga es un sermón para los perezosos; las llamas ascendentes son el símbolo de la aspiración del alma. Esta visión de la naturaleza era esencialmente artística, más que científica. Si bien Bizancio conservó y copió un gran número de textos científicos de la Antigua Grecia, la ciencia tal como la concebimos difícilmente podía florecer en un contexto como este.

Sin embargo, en el Occidente latino, a principios del siglo XIII, la teología natural tomaba una orientación muy diferente. Dejaba de ser la decodificación de los símbolos físicos de la comunicación de Dios con el hombre y se convertía en el esfuerzo por comprender la mente de Dios mediante el descubrimiento de cómo funcionaba su creación. El arco iris ya no era simplemente un símbolo de esperanza, enviado por primera vez a Noé después del diluvio: Robert Grosseteste, fray Roger Bacon y Teodorico de Freiberg produjeron trabajos sorprendentemente sofisticados sobre la óptica del arco iris, pero lo hicieron con miras a la comprensión religiosa. En efecto, desde el siglo XIII en adelante —hasta Leibnitz y Newton, e incluyéndolos— todos los científicos importantes explicaron sus motivaciones en términos religiosos. Ciertamente, si Galileo no hubiera sido un teólogo aficionado tan experto, se habría metido en muchos menos problemas: los profesionales resentían su intromisión. Y Newton parece haberse considerado a sí mismo más como un teólogo que como un científico. No sería sino hasta finales del siglo XVIII que la hipótesis de Dios resultaría innecesaria para muchos científicos.

Suele ser difícil juzgar para el historiador si las personas están ofreciendo razones reales o simplemente razones culturalmente aceptables cuando explican por qué hacen lo que quieren hacer. La regularidad con la que los científicos, durante los largos siglos formativos de la ciencia occidental, decían que la tarea y la recompensa del científico era “pensar los pensamientos de Dios después de él” lo lleva a uno a creer que esta era su verdadera motivación. Si esto es así, entonces la ciencia occidental moderna fue fundida en el molde de la teología cristiana. El dinamismo de la devoción religiosa, forjada por el dogma judeocristiano de la creación, le dio impulso.

Una visión cristiana alternativa

Podría parecer que estamos llegando a conclusiones desagradables para muchos cristianos. Dado que tanto “ciencia” como “tecnología” son palabras sagradas en nuestro vocabulario contemporáneo, algunos pueden estar satisfechos con las nociones de que, primero, vista históricamente, la ciencia moderna es una extrapolación de la teología natural; y, segundo, la tecnología moderna debe explicarse, al menos en parte, como una expresión occidental y voluntarista del dogma cristiano de la trascendencia del hombre sobre la naturaleza y su legítimo dominio sobre ella. Pero, como lo reconocemos ahora, hace algo más de un siglo, la ciencia y la tecnología —hasta entonces actividades bastante separadas— se unieron para dar a la humanidad poderes que, a juzgar por muchos de sus efectos ecológicos, están fuera de control. Si esto es así, sobre el cristianismo recae una enorme carga de culpa.

Personalmente, dudo que las repercusiones ecológicas desastrosas puedan evitarse simplemente aplicando más ciencia y más tecnología a nuestros problemas. Nuestra ciencia y nuestra tecnología han surgido de las actitudes cristianas ante la relación del hombre con la naturaleza, que son casi universalmente sostenidas no solo por cristianos y neocristianos, sino también por aquellos que cariñosamente se consideran a sí mismos como postcristianos. A pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño planeta. A pesar de Darwin, no formamos parte, en nuestros corazones, del proceso natural. Somos superiores a la naturaleza, la despreciamos, estamos dispuestos a usarla para nuestro más mínimo capricho. El recién elegido gobernador de California, un hombre de la Iglesia como yo pero con menos preocupaciones, habló en nombre de la tradición cristiana cuando dijo (como se le atañe): “Una vez has visto un árbol de secuoya, los has visto todos”. Para un cristiano, un árbol no puede ser más que un hecho físico. El concepto de bosque sagrado es en su totalidad ajeno al cristianismo y al ethos de Occidente. Durante casi dos milenios, los misioneros cristianos han talado bosques sagrados que les resultan idolátricos porque suponen que hay espíritu en la naturaleza.

Lo que hagamos con respecto a la ecología depende de nuestras ideas sobre la relación hombre-naturaleza. Más ciencia y más tecnología no nos van a sacar de la actual crisis ecológica hasta que encontremos una nueva religión, o repensemos la antigua. Los beatniks, que son los revolucionarios básicos de nuestro tiempo, muestran una intuición acertada en su afinidad por el budismo zen, que concibe la relación hombre-naturaleza casi como la imagen inversa de la visión cristiana. El zen, sin embargo, está tan profundamente condicionado por la historia asiática como lo está el cristianismo por la experiencia occidental, y dudo de su viabilidad entre nosotros.

Posiblemente deberíamos reflexionar sobre el más grande radical en la historia cristiana desde de Cristo: san Francisco de Asís. El principal milagro de san Francisco es el hecho de que no terminó en la hoguera, como lo hicieron muchos de sus seguidores de izquierda. Era tan claramente herético que un general de la Orden Franciscana, san Buenaventura —un gran cristiano y además perspicaz—, trató de suprimir los primeros relatos del franciscanismo. La clave para entender a Francisco es su creencia en la virtud de la humildad, y no solo para el individuo, sino para el ser humano como especie. Francisco intentó destituir al hombre de su monarquía sobre la creación y establecer una democracia entre todas las criaturas de Dios. Con él, la hormiga ya no es simplemente una homilía para los perezosos ni las llamas un signo de la inclinación del alma hacia la unión con Dios; ahora son la Hermana Hormiga y el Hermano Fuego alabando al Creador a su manera, tal como el Hermano Hombre lo hace a la suya.

Comentaristas posteriores han dicho que Francisco predicaba a los pájaros como una reprimenda a los hombres que no querían escucharlo. Los registros no muestran eso: instó a los pajaritos a alabar a Dios y estos batieron sus alas en éxtasis espiritual y cantaron con regocijo. De tiempo atrás, las leyendas de los santos, especialmente los santos irlandeses, han hablado del trato hacia los animales, pero siempre, creo, para mostrar el dominio humano sobre las criaturas. Con Francisco, la cosa es diferente. Las tierras alrededor de Gubbio, en los Apeninos, estaban siendo devastadas por un lobo feroz. San Francisco, dice la leyenda, habló con el lobo y lo convenció del error de su conducta. El lobo se arrepintió, murió emanando olor a santidad y fue sepultado en tierra consagrada.

Lo que sir Steven Runciman llama “la doctrina franciscana del alma animal” quedó rápidamente erradicada. Muy posiblemente estuvo en parte inspirada, de manera consciente o inconsciente, en la creencia en la reencarnación que sostenían los herejes cátaros que en ese momento pululaban en Italia y el sur de Francia, quienes presumiblemente la habrían tomado originalmente de la India. Es significativo que justo en el mismo momento, hacia el año 1200, se encuentren rastros de metempsicosis también en el judaísmo occidental, en la cábala provenzal. Pero Francisco no sostenía ni la transmigración de las almas ni el panteísmo. Su visión de la naturaleza y del hombre se basaba en un singular tipo de pampsiquismo de todas las cosas animadas e inanimadas, diseñadas para la glorificación de su Creador trascendente, quien, en el más grande gesto de humildad cósmica, se hizo carne, yació indefenso en un pesebre y murió crucificado.

No estoy sugiriendo que entre los estadounidenses contemporáneos que se preocupan por nuestra crisis ecológica haya muchos que sean capaces o estén dispuestos a guiar a los lobos o exhortar a los pájaros. Sin embargo, la creciente alteración actual del medioambiente global es producto de una tecnología y una ciencia dinámicas que se originaron en el mundo medieval occidental, contra el cual san Francisco se rebelaba de una manera muy original. Su desarrollo no puede comprenderse históricamente sin tomar en cuenta ciertas actitudes distintivas hacia la naturaleza que están profundamente arraigadas en el dogma cristiano. El hecho de que la mayoría de la gente no considere estas actitudes como cristianas es irrelevante. Ningún nuevo conjunto de valores fundamentales ha sido adoptado en nuestra sociedad en reemplazo de los del cristianismo. Por lo tanto, continuaremos en una crisis ecológica con tendencia a empeorar hasta que rechacemos el axioma cristiano de que la naturaleza no tiene ninguna otra razón de ser que servir al hombre.

El mayor revolucionario espiritual de la historia occidental, san Francisco, propuso lo que él consideraba una visión cristiana alternativa de la naturaleza y de la relación del hombre con ella: trató de sustituir la idea del dominio ilimitado del hombre sobre la creación por la idea de igualdad entre todas las criaturas, incluido el hombre. Fracasó. Tanto nuestra ciencia como nuestra tecnología actuales están tan teñidas de la arrogancia cristiana ortodoxa hacia la naturaleza que no se puede esperar que la solución a nuestra crisis ecológica provenga únicamente de ellas. Dado que las raíces de nuestros problemas son en gran medida religiosas, el remedio también debe de ser esencialmente religioso, llamémoslo así o no. Debemos volver a pensar y a sentir nuestra naturaleza y nuestro destino. La noción profundamente religiosa, pero herética, de los primeros franciscanos acerca de la autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza puede señalar una dirección. Propongo a Francisco como santo patrono de los ecologistas.

Notes

[*] Lynn Townsend White, Jr. (1907-1987) fue profesor de Historia en la Universidad de California (Los Ángeles, Estados Unidos). Este texto corresponde a una conferencia que pronunció el 26 de diciembre de 1966 en una reunión de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (American Association for the Advancement of Science, AAAS) sostenida en Washington.

[1] Entiéndase “la recuperación de este cuerpo de agua como tierra firme”.

[2] En el original en inglés: wilderness area, que también puede traducirse por áreas de naturaleza salvaje o de naturaleza intocada.