Barros cuarteados en una playa del río Amazonas en temporada de aguas bajas, Colombia. Fotografía de Diego Samper.

Introducción
La naturaleza tiene una historia. En la cultura occidental, ha sido concebida como ley, espacio, sujeto u objeto, principalmente. Natura ha sido imaginada como fuente de la ley natural, como escenografía en la que los seres humanos materializan sus vidas, como ser del que proviene toda energía vital o como propiedad. La genealogía de la naturaleza es compleja, diversa y discontinua. El concepto de naturaleza-objeto, no obstante, ha sido particularmente relevante en la historia de la naturaleza occidental. La idea de la naturalezacosa ha dominado la forma en que Occidente ha imaginado la naturaleza, la cual ha sido consecuencia, primordialmente, de las interacciones implícitas o explícitas entre tres tipos de saberes: el religioso, el jurídico y el científico. La construcción de natura surge principalmente de los entrecruzamientos entre la tradición judeocristiana, las ciencias naturales especulativas o experimentales y el derecho civil.
Yahvé creó a los seres humanos a su imagen y semejanza, y a la naturaleza como un medio para que pudieran sobrevivir y tener una vida venturosa (Génesis 1: 26-30). En la narrativa judeocristiana los hombres y mujeres son dueños de la naturaleza. El derecho civil, tanto el romano como el moderno, retoma, refuerza y transforma esta manera de concebir a natura. El derecho occidental la ha considerado fundamentalmente como una cosa sobre la cual los seres humanos tienen el derecho subjetivo a la propiedad, esto es, a usarla, recoger sus frutos y destruirla. La ciencia antigua y moderna entiende la naturaleza como un objeto inanimado que debe ser y es susceptible de ser conocido, controlado y transformado mediante un procedimiento estandarizado, que puede estar basado en la razón especulativa o en la observación y la experimentación (Debaise, 2017; Serres, 1995). Los seres humanos son sujetos de conocimiento; tienen la capacidad de transformar la naturaleza, ponerla al servicio de su bienestar y conocer sus leyes. La naturaleza, en esta forma dominante de concebirla, es instrumento, propiedad y objeto de conocimiento (Debaise, 2017; Serres, 1995; Tănăsescu, 2022).
En el siglo XXI, la idea de la naturaleza-objeto ha sido cuestionada por la idea de la naturaleza-sujeto que se ha cristalizado de manera paradigmática con los derechos de la naturaleza. La crisis ambiental planetaria que hemos experimentado con particular agudeza en este siglo ha contribuido a que el discurso sobre la naturaleza-sujeto se consolide y se transnacionalice (Latour, 2004;Serres, 1995). El derecho, por tanto, ha desempeñado un papel particularmente relevante en la construcción de este nuevo momento en la historia de la naturaleza. No obstante, no ha sido la única disciplina relevante en la transformación de este sustantivo; ha dialogado con otros saberes para resignificar la naturaleza en los albores del nuevo siglo. El derecho ha estado nuevamente en interlocución con la religión y con las ciencias naturales. Por un lado, la naturaleza se articula como un sujeto de derechos: es una entidad autónoma titular de derechos como los de la vida y la restauración de sus ciclos. Los ordenamientos jurídicos de países como Ecuador, Bolivia y Nueva Zelanda incorporan dentro de su entramado normativo esta nueva forma de concebir a la naturaleza.
Por el otro lado, esta entidad autónoma es entendida como una deidad. En las interpretaciones paradigmáticas, como las que se incluyen en la Constitución ecuatoriana de 2008, las leyes de la Madre Tierra bolivianas de 2010 y 2012, y las leyes Te Urewera de 2014 y Te Awa Tupua de 2017 en Nueva Zelanda, la naturaleza se sacraliza. Sin embargo, en contraste con la construcción de la naturaleza-objeto, las perspectivas religiosas que nutren la interpretación de la naturaleza-sujeto no son las cristianas. Son, más bien, las que surgen de las religiones de los pueblos indígenas andinos, la naturaleza como Pachamama o las que emergen de las religiones del pueblo maorí, entre otras, las que se relacionan con conceptos como taiao o ao tūroa3. Finalmente, la naturaleza como sujeto de derechos se entrecruza con ciencias como la ecología (Latour, 2004). La idea de que la naturaleza está compuesta por ecosistemas y de que cada uno de ellos está conformado por un conjunto de entes orgánicos e inorgánicos interdependientes ha sido relevante para la construcción del concepto naturaleza con derechos (Tănăsescu, 2016).
La idea de la naturaleza-sujeto se ha convertido en un objeto de estudio interdisciplinario importante tanto en el norte como en el sur globales en la modernidad tardía. Las aproximaciones a este objeto de estudio son múltiples. Desde las ciencias sociales se han examinado los procesos políticos que llevaron a que los sistemas jurídicos de países como Ecuador, Bolivia y Nueva Zelanda hayan reconocido a la naturaleza como un sujeto de derechos (Becker, 2011; Borràs, 2016; Lalander, 2015; Tănăsescu, 2013; Villavicencio Calzadilla y Kotzé, 2018) o se ha examinado la eficacia de los diseños institucionales que buscan proteger esta forma de concebir la naturaleza (Becker, 2011; Berros, 2021; Kauffman y Martin, 2017 y 2018). Desde las ciencias naturales se han examinado las analogías o disanalogías que existen entre la naturaleza-sujeto y conceptos como ecosistema e interdependencia de los organismos que lo componen. Desde los estudios religiosos se han explorado las dimensiones teológicas que incluyen algunas interpretaciones del concepto de naturaleza-sujeto. Finalmente, desde el derecho se han explorado los contenidos de los derechos constitucionales o legales que se le han reconocido a la naturaleza o sus tensiones con otros derechos como el desarrollo sostenible o la igualdad material (Lalander, 2014).
No obstante, las dimensiones teóricas que dan forma y sustento a la idea de la naturaleza-sujeto solo han sido exploradas tangencialmente. Este artículo quiere contribuir a llenar este vacío que existe en la literatura sobre los derechos de la naturaleza. Más precisamente, busca analizar la arquitectura conceptual que estructura esta forma de concebir a la naturaleza. Para cumplir con este objetivo, el texto se divide en tres partes. En la primera, reviso las estructuras que dan forma a tres perspectivas paradigmáticas sobre los derechos de la naturaleza: la ecuatoriana, la boliviana y la neozelandesa. En particular, examino las siguientes categorías que constituyen la columna vertebral de los derechos de la naturaleza en el siglo XXI: (i) sujeto autónomo juridificado; (ii) híbrido cultural; (iii) sagrado y eterno; y (iv) espacio habitado (y constituido) por un conjunto de entes orgánicos e inorgánicos interdependientes.
En la segunda parte, y como una forma de comprender de manera más clara y precisa la idea de la naturaleza-sujeto, analizo la noción de la naturaleza-objeto que emerge paradigmáticamente con la Biblia, en especial, con el libro del Génesis4. La creación del mundo por parte de la divinidad judeocristiana, así como la expulsión de los seres humanos del Jardín del Edén, son elementos centrales en la narrativa que articula la idea de la naturaleza-objeto en la cultura occidental. Las diferencias entre los conceptos de la naturaleza-objeto judeocristiana y la naturaleza-sujeto culturalmente híbrida me permitirán caracterizar y comprender de una manera más aguda las dimensiones constitutivas de la noción de naturaleza-sujeto que aparece en la modernidad tardía. En la tercera parte, estudio el concepto de naturaleza-sujeto-objeto que aparece en la poesía de Walt Whitman. La obra de Whitman articula de manera prototípica uno de los posibles puntos intermedios que existen entre la naturaleza-objeto y la naturaleza-sujeto;su poesía ofrece un concepto de naturaleza que es al mismo tiempo persona sagrada e instrumento humano. La naturaleza en Whitman se antropomorfiza y se espiritualiza: es madre y fuerza creadora cósmica. No obstante, también se interpreta como un medio para alcanzar un proyecto político particular: la construcción de una democracia moderna en el Nuevo Mundo.
El análisis que ofrezco en las tres partes que constituyen el escrito se entrecruza con el arte y la literatura. En la primera parte examino la idea de la naturaleza-sujeto en diálogo con una pintura central en el periodo colonial barroco en los países andinos: la Virgen-Cerro de Potosí. En la segunda parte analizo la narrativa bíblica que articula el concepto de la naturaleza-objeto haciendo uso de tres obras relevantes en la historia del arte occidental: El Jardín de Edén con la caída del hombre de Peter Paul Rubens y Jan Brueghel el Viejo, La expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal de Masaccio y La expulsión del Jardín del Edén de Thomas Cole. Finalmente, la tercera parte gira en torno de la obra central de uno de los autores más relevantes de la literatura occidental: Hojas de hierba de Walt Whitman. Estas obras de arte y literaria pertenecen a periodos históricos y movimientos estéticos muy distintos: el Barroco andino, el Barroco europeo, el Renacimiento, el Romanticismo estadounidense y el Trascendentalismo. Mi intención, por tanto, no es estudiar la relación que tienen estas obras con los valores estéticos del periodo en el que se inscriben, ni analizar las contribuciones que hacen a las historias del arte y de la literatura, ni comparar críticamente las interpretaciones que se han ofrecido de estas o estudiar sus características materiales o técnicas. Mi objetivo tampoco es mostrar que están ligadas de manera implícita o explícita entre sí, histórica o estéticamente. Mi propósito es abrir algunos canales de comunicación entre el derecho, la literatura y el arte para comprender mejor los derechos de la naturaleza y acercarme a este objeto de estudio de una manera que pueda interesar a una audiencia más amplia, no solo aquella constituida por los juristas y algunos pocos científicos sociales. Asimismo, que el público que ya esté interesado en el tema pueda acercarse a este de una forma diferente, ojalá más persuasiva.
Las obras que examino en este artículo fueron escogidas por las siguientes razones: (i) pertenecen al canon occidental o latinoamericano; y (ii) cristalizan de manera paradigmática los conceptos de naturaleza que son el objeto de estudio de este artículo: la naturaleza-sujeto, la naturaleza-objeto y la naturaleza que es a la vez sujeto y objeto. Rubens y Brueghel son ampliamente considerados como representantes prototípicos del Barroco europeo; Masaccio, del Renacentismo; Cole, del Romanticismo estadounidense; y la Virgen de Potosí, obra anónima, del Barroco andino. Las estructuras conceptuales sobre la naturaleza que atraviesan estas obras, además, no son idiosincrásicas. Por el contrario, encarnan nociones de la naturaleza que son centrales en la cultura occidental (naturaleza-objeto), que ponen en cuestión esta perspectiva (naturaleza-sujeto), o que al mismo tiempo la reproducen y la cuestionan (naturaleza-objeto-sujeto).
Las obras de arte y literarias que examino, por ende, son herramientas para analizar más agudamente la arquitectura conceptual de los derechos de la naturaleza, el objeto de investigación central de este texto. Los conceptos de naturaleza que se encarnan en la Biblia, la pintura de Rubens y Brueghel, el fresco de Masaccio y la pintura de Cole, por un lado, y la poesía de Whitman, por el otro, sirven de espejo para reflejar el concepto de naturaleza que se concreta en el derecho ecuatoriano, boliviano o neozelandés y en la pintura de la Virgen de Potosí. La literatura, el arte y el derecho ofrecen interpretaciones de la naturaleza que en ocasiones se complementan y en otras entran en tensión. La comunicación entre ellas, no obstante, abre la posibilidad de un examen más complejo, con más aristas, del objeto de estudio. La naturaleza, sin embrago, no se agota con los enfoques que estos tres campos presentan. Otras disciplinas, las ciencias naturales, por ejemplo, articulan interpretaciones disímiles de una realidad conceptual y material que no deja de transformarse.
El texto no persigue, entonces, ningún fin crítico o normativo. No pretende evaluar las fortalezas o debilidades de los derechos de la naturaleza o su eficacia. Tampoco quiere ofrecer una interpretación ideal de este artefacto cultural. Más bien, busca aportar a la comprensión compleja de esta forma de entender la naturaleza;contribuir a entender las estructuras conceptuales que constituyen el discurso de los derechos de la naturaleza. En consecuencia, analiza su espina dorsal conceptual desde adentro, no desde afuera. No estudia los derechos de la naturaleza desde un punto de vista externo, sino desde uno interno. Para cumplir con estos objetivos, el artículo también revisa las estructuras conceptuales de los discursos que dan forma a la naturaleza-objeto y a la naturaleza-sujeto-objeto. El análisis comparado de estas tres perspectivas sobre la naturaleza (sujeto, objeto y objeto-sujeto) permite iluminar más agudamente el discurso sobre los derechos de la naturaleza;así mismo, evidenciar cómo la naturaleza-sujeto se distancia o se acerca a las otras dos formas de imaginar esta realidad discursiva y material.
La naturaleza-sujeto
Los derechos de la naturaleza han sido articulados de manera prototípica por los sistemas jurídicos de Bolivia, Ecuador y Nueva Zelanda. La Constitución ecuatoriana de 20085, las leyes 71 de 20106 y 300 de 2012 de Bolivia7, y la Ley Te Awa Tupua de 2017 de Nueva Zelanda8 reconocen que la naturaleza es un sujeto jurídico. Los derechos de la naturaleza contemplados en estos tres ordenamientos jurídicos, sin embargo, no son idénticos. Así, por ejemplo, mientras que en Bolivia y Ecuador se reconoce que la Pachamama, la naturaleza como un todo, es un sujeto de derechos (Gudynas, 2009b), en Nueva Zelanda solo el río Whanganui (una parte de la naturaleza) es concebido como un sujeto de derechos (Kauffman y Martin, 2018). Asimismo, en estos ordenamientos jurídicos hay diferencias en cuanto a los derechos que se le reconocen a la naturaleza, los individuos o instituciones que pueden representarla y el diseño institucional que se crea para protegerla. Mientras que la Constitución de Ecuador y las leyes de la Madre Tierra de Bolivia incluyen un número amplio de derechos precisos de la naturaleza, por ejemplo, a la vida9, a restaurar sus ciclos10, a no ser contaminada y al equilibrio11, la Ley Te Awa Tupua señala genéricamente que el río Whanganui tiene los mismos derechos y deberes de cualquier otro sujeto de derechos12. Del mismo modo, mientras que en Bolivia y Ecuador tanto el Estado como los ciudadanos pueden representar los intereses jurídicos de la naturaleza13, en Nueva Zelanda la ley creó una persona jurídica para que cumpla con este objetivo14. Finalmente, en Bolivia se ordenó la creación de instituciones, como la Defensoría de la Madre Tierra, que serán conformadas y administradas como cualquier otra entidad estatal15; y en Nueva Zelanda se determinó que la persona jurídica que representa al río Whanganui esté dirigida por un representante del Gobierno y un representante del pueblo maorí16.
A pesar de estas diferencias, que no pueden perderse de vista, el reconocimiento de la naturaleza como un sujeto de derechos en Ecuador, Bolivia y Nueva Zelanda gira en torno a una misma estructura conceptual. Esta arquitectura de la imaginación jurídica y política contemporánea tiene como pilares dos elementos: por un lado, la construcción de un sujeto antropomorfizado, sacralizado, política y epistemológicamente emancipador, juridificado y culturalmente híbrido; y, por el otro, una geografía conceptual que se imagina como un macroecosistema que está compuesto, y al mismo tiempo es habitado, por todos los seres animados e inanimados que existen en el universo. En esta forma de imaginarla, por tanto, la naturaleza es al mismo tiempo sujeto y espacio; un individuo autónomo y una geografía conceptual. Estos dos componentes de la arquitectura que da forma a los derechos de la naturaleza serán analizados por medio del examen de la pintura de la Virgen del Cerro de Potosí. La pintura condensa poderosamente una forma de imaginar la naturaleza que es análoga a la que se cristaliza en los sistemas jurídicos de Bolivia, Ecuador y Nueva Zelanda. La pintura es un producto cultural que articula contenidos análogos a los del derecho, otro producto cultural. Los significados que contienen estas expresiones de la cultura no son idénticos. La pintura colonial barroca andina del siglo XVIII no es una representación anacrónica de los derechos de la naturaleza del siglo XXI. El diálogo entre estas dos formas culturales, con contenidos análogos, es nuestro anhelo, permitirá agudizar la comprensión de un momento central en la genealogía de la naturaleza: la naturaleza-sujeto.
La naturaleza personificada, sacralizada e híbrida
La Virgen-Cerro de Potosí fue creada en Bolivia en 1720 (Acosta Luna, 2011; Caballero, 2020; Pizarro, 2001). La pintura es de autor anónimo, aunque la literatura especializada acepte de manera amplia que probablemente es un indígena. La composición de la pintura se estructura alrededor de la Virgen María que es al mismo tiempo la montaña sagrada de Potosí. Esta imagen constituye la columna vertebral de la pintura. La cara y la parte superior del torso de la Virgen se representan de una manera tradicional: una mujer blanca de pelo castaño y largo cuya cabeza está rodeada de un haz de luz que signa su carácter divino. El manto que la cubre, sin embargo, rompe con los cánones de representación de la madre de Dios en el catolicismo (Acosta Luna 2011; Caballero, 2020; Pizarro, 2001). No es una prenda lujosa en la que se entretejan telas, hilos y joyas para simbolizar el poder de la reina de los cielos. El manto que en apariencia arropa a la madre de Dios es en realidad la montaña de Potosí, para los españoles una de las grandes fuentes de riqueza que tenía el Imperio; para los indígenas, una montaña sagrada. El manto-montaña está decorado con representaciones de la fauna y la flora locales, así como con imágenes de líderes políticos indígenas. En un punto medio de la composición, a la izquierda y derecha del manto, aparecen el Sol y la Luna personificados, imágenes que también aluden a la naturaleza sacralizada que es común en las tradiciones indígenas andinas. En la parte superior del cuadro, rodeando a la Virgen, aparece la trinidad católica: Padre, Hijo y Espíritu Santo, además de algunos miembros de la corte celestial. El Padre y el Hijo coronan a la Virgen-Cerro, que es la reina de los cielos. En la parte inferior hay dos símbolos del poder político y religioso español, el papa Paulo III y el rey Carlos V, así como algunos miembros de las cortes terrenales que los acompañan.
La Virgen-Cerro es un sujeto dual. La imagen es a la vez la representación de un ser humano divinizado, la Virgen María, y la personificación de una naturaleza sacralizada (Acosta Luna, 2011; Caballero, 2020; Pizarro, 2001). Es al mismo tiempo una representación típica de la madre de Dios y una representación atípica de la naturaleza como un ser vivo sagrado. La Virgen es a la vez una deidad católica y una deidad indígena, un híbrido cultural (Eichmann, 2007-2008; Gisbert, 1980). La pintura entrecruza las tradiciones religiosas y artísticas europeas e indígenas. En la obra las dos deidades deben ser honradas y veneradas. Entreteje la narrativa católica de la madre de Dios con la narrativa indígena de la Pachamama, la madre naturaleza (Gisbert, 1980). Igualmente, aparecen imágenes que representan el poder religioso, político y económico, tanto para el Imperio español como para los pueblos indígenas andinos:el papa, el rey, la Santísima Trinidad, la Corona y los ángeles, de un lado; y el Inca, el Sol, la Luna, los animales y las plantas, por el otro. Tanto el arte europeo como el indígena tenían formas icónicas y estandarizadas de representación del poder que en esta pintura se sobreponen.
Figura 1.
La Virgen y el cerro de Potosí. Autor desconocido, s. XVIII. Óleo sobre tela. Museo Casa de Moneda de Potosí (Bolivia).

La Virgen-Cerro, asimismo, es una persona deificada y un organismo antropomorfizado y sacralizado. En la narrativa católica, la Virgen fue una mujer que tuvo una existencia terrenal y que, por ser la madre de Dios y, en consecuencia, la madre de todos los seres humanos, debe ser venerada (Schaff, 1882). Los humanos somos creaturas hechas a imagen y semejanza de Dios; su madre es nuestra madre. En la narrativa religiosa indígena, la naturaleza es un ser vivo que en la pintura se presenta antropomorfizado; es una mujer que debe ser venerada como la fuente de vida de todo lo que existe en el universo. La Madre Tierra es una y a la vez múltiple. Es la unidad, pero al tiempo está conformada por todas sus creaturas: las plantas, los animales, los materiales inorgánicos, los seres humanos. No existe una separación entre los humanos y la naturaleza. Este sujeto femenino dual sacralizado es, además, un sujeto político. Dios está coronando a la Virgen-Cerro, y corona al mismo tiempo a María y la Pachamama. La Virgen y la naturaleza humanizada son reinas celestiales que están conectadas con el poder político terrenal. El papa, el rey y el Inca derivan su poder de las deidades a las que veneran; son sus representantes en la tierra. La legitimidad de la monarquía española, del papado y del Imperio inca se sustenta en las deidades que estas figuras representan terrenalmente.
Esta, sin embargo, no es la única dimensión política que tiene la dualidad de la imagen que está en el centro de la pintura de la Virgen de Potosí. Por medio de dicha dualidad, el pintor indígena también cuestiona desde adentro el dogma cristiano y mina la posibilidad de que la imagen cumpla sus objetivos: la reproducción del dogma católico. Las pinturas durante la Colonia, como en otros momentos de la historia del cristianismo en América Latina, tenían como objetivo evangelizar a los indígenas, así como reproducir y confirmar las premisas de las que parte la narrativa religiosa en las conciencias de los criollos y los españoles que habitaban las colonias (Carrión Barrero, 2006). Sin embargo, esta pintura reivindica no solo el dogma cristiano, sino también el dogma indígena. El español o el criollo pueden ver una imagen que representa a su deidad (Gisbert, 1980). El indígena puede ver una imagen que representa a la suya. Los dos grupos de individuos pueden, al mismo tiempo, ver la deidad de sus “otros”. El dogma, que para que cumpla su función religiosa y política debe ser claro, sencillo y preciso, se debilita al volverse ambiguo y complejo, al ser y no ser al mismo tiempo. El pintor indígena no construye la imagen de su deidad sobre la imagen de la deidad de los españoles. Al contrario del Imperio español, que levantaba los templos católicos sobre los templos indígenas, destruyéndolos en el proceso, el artista híbrido entrecruza las dos tradiciones de manera que ambas sobrevivan en una síntesis equívoca para los puristas de cada bando religioso.
Esta dimensión políticamente emancipadora de la Virgen-Cerro está fundamentada en una epistemología que también resulta liberadora. El pintor anónimo del siglo XVIII considera el saber indígena una fuente legítima de conocimiento. La religión y la política incas no son simples herejías o barbaridades. Las deidades y los monarcas incas encarnan un saber que merece ser reconocido y representado pictóricamente; es una fuente legítima de conocimiento. Los incas no son bárbaros políticos y jurídicos o infieles que no conocen la verdad. El cristianismo y la monarquía absoluta europea no son las únicas formas de construir la imaginación religiosa y política humana. El pintor anónimo ocupa ya el espacio híbrido de la Colonia: el saber indígena y europeo se intersecan y crean espacios de interacción y conflicto. El creador de imágenes no escoge entre una y otra tradición; escoge el sincretismo; escoge reconocer el valor de ambas formas de conocimiento. El sincretismo, en el contexto colonial, trae consigo elementos innovadores y subversivos. El discurso imperial que niega la posibilidad de que los indígenas creen conocimiento original y valioso se cuestiona desde su raíz. Las premisas religiosas que sustentan el saber de la época son trastocadas. La religión de Yahvé es equivalente a la religión de la Pachamama.
Los creadores de los derechos de la naturaleza en Bolivia, Ecuador y Nueva Zelanda en el siglo XXI elaboran un producto cultural análogo al que generó el pintor anónimo de la Virgen-Cerro de Potosí en el siglo XVIII. Los legisladores andinos y oceánicos construyen la naturaleza como un sujeto autónomo y antropomorfizado. La naturaleza es un sujeto de derechos en la Constitución ecuatoriana, las leyes de la Madre Tierra bolivianas y la Ley Te Awa Tupua. La naturaleza, en estas normas jurídicas, se imagina como un individuo análogo a los seres humanos, como la Virgen-Pachamama. Es un sujeto que tiene vida, unidad y agencia. Asimismo, es titular de un conjunto de derechos que los seres humanos deben respetar, entre otros, a la vida, a no ser contaminado, al equilibrio, a la salud y al bienestar. La naturaleza, del mismo modo, es la madre de todo lo existente, es la energía creadora de la que surge el universo17 y, por tanto, debe ser venerada. La madre es una deidad: la Pachamama y ao tūturu, como la Virgen María, deben ser reverenciadas. En este caso, sin embargo, las fuentes religiosas que sustentan el carácter sagrado de la Madre Tierra no provienen del cristianismo;más bien, de las religiones que profesan los pueblos indígenas andinos y maorí.
Los derechos de la naturaleza son un producto cultural híbrido, como la Virgen-Cerro de Potosí. La idea de que la naturaleza es una madre sagrada procede de los pueblos indígenas que constituyen parcialmente a Ecuador, Bolivia y Nueva Zelanda (Tănăsescu, 2020). La idea de que este individuo es un sujeto de derechos se deriva de la tradición jurídica occidental moderna. Las tradiciones políticas y jurídicas indígenas no incluyen los conceptos de derechos o sujeto de derechos. El sincretismo jurídico se materializa en el proceso constituyente de Ecuador, las discusiones en el congreso boliviano y las negociaciones entre el Gobierno neozelandés y el pueblo maorí. En estos espacios político-jurídicos las dos tradiciones se encuentran, se entrecruzan, en ocasiones con la ayuda de traductores culturales, y crean un nuevo producto jurídico, como sucede con la Virgen del Cerro de Potosí.
Los derechos de la naturaleza como producto cultural híbrido resultan potencialmente emancipadores tanto desde un punto de vista jurídico-político como desde uno epistemológico. Por un lado, los derechos de la naturaleza cuestionan dos elementos centrales de la gramática del derecho moderno: (i) los seres humanos son los únicos que pueden ser considerados como sujetos de derechos y (ii) los seres humanos son los únicos que son titulares de derechos subjetivos como la vida o la salud. La gramática del derecho moderno afirma que solo los seres autónomos y racionales y, por tanto, responsables de sus acciones, pueden ser sujetos jurídicos y titulares de derechos subjetivos particulares (Bonilla Maldonado, 2019). La naturaleza, que para el derecho moderno es solo una cosa sobre la cual los seres humanos pueden tener derechos de propiedad, por ende, no se consideraría nunca como un sujeto jurídico ni podría tener derechos subjetivos. Los derechos de la naturaleza minan una de las premisas sobre las cuales se basa el derecho occidental: el concepto de sujeto autónomo y racional que generalmente llena de contenido la idea de naturaleza humana.
No obstante, con los derechos de la naturaleza, un ente inorgánico es reinterpretado como un ser vivo, que es, a su vez, fuente de vida; un ente sin agencia es resignificado como un sujeto que toma decisiones y actúa; un objeto sin derechos es repensado como un sujeto con derechos que puede ejercerlos mediante sus representantes. La madre naturaleza no tiene una voz humana con la cual expresar sus necesidades e intereses. No obstante, el producto cultural derechos de la naturaleza le otorga al Estado, a los ciudadanos o a una persona jurídica constituida por individuos que pertenecen a las dos tradiciones culturales que lo construyeron el deber de representar a la naturaleza. Los representantes no deben imponerle a la naturaleza sus intereses y necesidades. Por el contrario, deben “oírla”, atender la voz no humana que tiene y que se expresa con su materialidad: el fluir de sus aguas y sus vientos, sus procesos de producción de vida y sus ciclos de regeneración, por ejemplo. Si los representantes no oyen a la naturaleza pondrían en cuestión las premisas de las que parten los derechos de esta. Los seres humanos decidirían qué debe hacerse con un objeto que no tiene forma de manifestarse a partir de lo que consideran valioso para sus vidas. Los derechos de la naturaleza, en contraste, asumen que puede haber un diálogo entre esta y los seres humanos, que son uno de sus componentes (Gudynas, 2009b). El todo y la parte pueden (y deben) interactuar para decidir cómo protegerse jurídica y políticamente.
Esta comprensión híbrida de la naturaleza es políticamente emancipadora, además, porque obliga a todos los miembros de la comunidad política; se universaliza dentro del Estado que la incluye en su constitución o en sus leyes. La naturaleza como un ser vivo espiritualizado, y fuente de vida, se entiende como un conjunto de conceptos, principios y reglas jurídicas a ser aplicados tanto a los pueblos indígenas como a la comunidad cultural mayoritaria (Walsh, 2010). Los derechos de la naturaleza no son un producto jurídico únicamente para las minorías culturales, como los derechos de autogobierno, la jurisdicción indígena o los derechos especiales de representación. No son una institución jurídica idiosincrásica orientada únicamente a aquellos culturalmente diversos. Es una figura jurídica que se sitúa como uno de los pilares del Estado en el que habitan tanto los pueblos indígenas como la mayoría cultural (y otras minorías culturales). Los derechos de la naturaleza no son un instrumento para promover o consolidar un pluralismo jurídico débil dentro de los Estados que los reconocen. No son un medio para complejizar la regla de reconocimiento del ordenamiento jurídico y aceptar como fuente de derecho a las autoridades de las culturas minoritarias, una fuente que generará reglas y principios que se aplicarán únicamente dentro de los territorios que estas gobiernan.
Por otro lado, epistemológicamente, los derechos de la naturaleza, como la Virgen-Cerro, son también innovadores y subversivos. Las culturas indígenas se constituyen en una fuente valiosa de creación de conocimiento jurídico (Haidar y Berros, 2015; Walsh, 2011) y de saber artístico. Históricamente, estas culturas han sido consideradas por la cultura moderna dominante como saberes menores y exóticos que no pueden ser la base para la construcción de un verdadero derecho (o de un arte verdadero), a diferencia de la cultura grecolatina occidental (Bonilla Maldonado, 2015). La cultura y el derecho han tenido una relación estrecha, generalmente de una sola vía, en ocasiones de doble vía, en el derecho occidental. Las familias jurídicas occidentales, la consuetudinaria y la civilista, han concebido históricamente que el derecho debe ser un reflejo de la cultura y que existe (o debería existir) una sola cultura dentro de cada Estado nación (McNeill, 1986).
En contraste, con los derechos de la naturaleza se acepta como premisa que el Estado está constituido por varias culturas y que todas ellas deben participar en la construcción del derecho y la política estatal. Los saberes indígenas, en los derechos de la naturaleza, se interpretan como útiles para enfrentar problemas universales como la degradación ambiental y el cambio climático (Gudynas, 2009a). El cuerpo de conocimientos indígena, además, pone en cuestión conocimientos arraigados en la tradición occidental, por ejemplo, el antropocentrismo que fundamenta buena parte del derecho, la economía, la religión y la política en esta parte del globo (Gudynas, 2011;Walsh, 2010 y 2011;Zimmerer, 2013). Con los derechos de la naturaleza, como con la Virgen de Potosí, los saberes indígenas no solo contribuyen a la creación de nuevos productos culturales, sino que desplazan algunos que han estado en el centro de los saberes occidentales (Barié, 2014; Gudynas, 2011). Los derechos de la naturaleza, así como la Virgen-Cerro, materializan una forma de justicia epistémica. Voces epistémicas, testimonios, que no habían sido considerados válidos o que habían sido marginados de los procesos de creación de conocimiento, como en el caso de la Virgen de Potosí, son ahora puestos en el centro de la elaboración de saberes jurídicos y políticos que se universalizan y se respaldan política y jurídicamente.
La naturaleza ecosistema
La naturaleza se construye no solo como un sujeto, sino también como un espacio en la narrativa de los derechos de la naturaleza. En esta narrativa, la naturaleza también se entiende como una geografía conceptual que está compuesta por un conjunto de entidades orgánicas e inorgánicas interdependientes e interconectadas (Wissenburg, 1993). Dicha geografía conceptual no nombra únicamente al planeta Tierra. La naturaleza-madre incluye al cosmos, al universo entero dentro del cual los seres humanos son solo una pieza más dentro de un inmenso engranaje. La naturaleza es el todo. Una institución jurídica que en principio solo tiene aplicación dentro de la jurisdicción estatal es extensible a todo el planeta. Este ser vivo unitario, no obstante, es internamente diverso; no es homogéneo. La unidad y la multiplicidad son categorías que constituyen la naturaleza-sujeto. La relación entre los seres humanos y la naturaleza, por tanto, se entiende como una del todo y la parte.
Los seres humanos no están fuera de la naturaleza18. No hay una separación entre lo humano y lo natural. Los seres humanos están dentro de la naturaleza, son una parte de ella; son naturaleza. Además, no ocupan una posición privilegiada dentro de la unidad; son una parte que tiene la misma relevancia de las otras que la componen, por ejemplo, las plantas, los animales y los minerales. Los elementos que habitan y al mismo tiempo constituyen esta geografía conceptual interactúan de manera incesante y dependen unos de otros para su supervivencia y la supervivencia del todo. La armonía reina entre los componentes de la unidad. No hay un conflicto permanente, sino un equilibrio general entre los constituyentes del todo (Llasag Fernández, 2009). No es una sorpresa, entonces, que la naturaleza-sujeto haya sido interpretada por la sociedad mayoritaria como una noción que se sustenta en, y al mismo tiempo promueve, una perspectiva ecocéntrica o biocéntrica del universo (Lalander, 2014).
La naturaleza-espacio, por tanto, no es una geografía conceptual que deba ser conservada, intocable. Las distintas entidades que la componen necesitan usarse, consumirse, aprovecharse mutuamente para su supervivencia y crecimiento. No obstante, el uso mutuo no debe llevar a la destrucción general de los componentes de la naturaleza. Ningún ente tiene la potestad de controlar y explotar indefinidamente, hasta su destrucción, a los otros entes que componen a la Madre Tierra (Gudynas, 2009a). Los seres humanos, que dentro del ecosistema Madre Tierra tendrían un poder particular para aprovechar a los otros entes orgánicos e inorgánicos que habitan esta geografía conceptual, no tienen la potestad para hacerlo. La naturaleza-sujeto se opone al antropocentrismo que ha llevado a que la destrucción del planeta se entienda como parte del futuro cercano y que se perciba como difícilmente eludible si la humanidad no actúa de manera inmediata. La naturaleza como sujeto de derechos es un artefacto cultural que se opone al extractivismo y al consumismo sin límites que han promovido los conceptos tradicionales de progreso y desarrollo (Llasag Fernández, 2009). Esta noción de la naturaleza no ofrece una nueva interpretación de estas categorías arraigadas en la imaginación política y económica occidental. Más bien, se trata de una alternativa para cuestionar y reemplazar la relación humanos-naturaleza que subyace a estas formas de imaginar el mundo. El poder que concentran los seres humanos exige que estos asuman obligaciones exigentes con respecto al espacio que habitan y que constituyen parcialmente.
Los seres humanos, en la noción de naturaleza-sujeto, son interpretados como guardianes del macroecosistema cósmico. Ellos deben a la vez usar y proteger los otros componentes de la Pachamama. De ahí que los diseños institucionales que buscan materializar el concepto de naturaleza-sujeto en Ecuador, Bolivia y Nueva Zelanda articulen mecanismos para que los seres humanos representen a la naturaleza (Kauffman y Martin, 2018). En Bolivia y Ecuador todos los miembros de la comunidad política, así como sus Estados, deben representar los intereses de la naturaleza; en Nueva Zelanda deben hacerlo los representantes de las culturas mayoritaria y minoritaria que dirigen Te Pou Tupua, la persona jurídica creada para proteger la salud y el bienestar del río Whanganui. No obstante, los seres humanos también pueden aprovechar tanto a la Pachamama como al río Whanganui para satisfacer sus necesidades biológicas y no biológicas. La naturaleza-sujeto tiene un valor intrínseco. No obstante, no es intangible. Los usos permitidos de los componentes de la naturaleza están, en parte, determinados por la naturaleza misma. Los animales y las plantas están condicionados naturalmente. La fauna y la flora no explotan ilimitadamente los componentes de la naturaleza que necesitan para sobrevivir, no los acumulan sin límite y no los destruyen de manera caprichosa. Los seres humanos, como sus guardianes, tienen que oír la voz de la naturaleza-sujeto y precisar cuáles son los límites que deben imponerse para su uso y consumo (Gudynas, 2009a; Sanders, 2017). La noción de naturaleza-sujeto, en consecuencia, incluye la justicia intergeneracional y la justicia entre especies y entes inorgánicos. Todas las entidades que componen (y que compondrán) la naturaleza deben tener la posibilidad de existir y crecer según sus potencialidades.
No es una sorpresa, entonces, que el concepto de naturaleza-sujeto se entrecruce con principios como el del buen vivir en Bolivia y Ecuador y el de kaitiakitanga (tutela o protección) en Nueva Zelanda (Barié, 2014; Gudynas, 2009a; Haidar y Berros, 2015; Lalander, 2015; Llasag Fernández, 2009; Sanders, 2017;Tănăsescu, 2020). Los humanos que representan a la naturaleza, en los modelos boliviano y ecuatoriano, deben guiarse por los principios de relacionalidad, complementariedad, reciprocidad y balance (Llasag Fernández, 2009); deben habitar la naturaleza-espacio siguiendo estos principios que son reconocidos por las constituciones boliviana de 200919 y ecuatoriana de 200820. Los componentes de la Madre Tierra no se conciben como mónadas, entes aislados, que se encuentran azarosa y ocasionalmente. Por el contrario, se consideran como entidades que están estrechamente interconectadas y que interactúan incesante e ineludiblemente. Estas entidades, además, cumplen distintos papeles en el ecosistema cósmico que contribuyen (y deben contribuir) a la supervivencia de la unidad. Finalmente, las partes del todo tienen que comprometerse con un proceso continuo de dar y recibir cuyo objetivo es conseguir un equilibrio siempre esquivo y contingente. El principio de buen vivir y el concepto de naturaleza-sujeto no promueven la idea de vivir mejor, esto es, de progresar en la línea que determina los avances en la vida material, por ejemplo, ser propietario de más bienes o haber acumulado una mayor cantidad de dinero (Lalander, 2014 y 2015; Walsh, 2010). Vivir una buena vida desde esta perspectiva significa vivir una vida plena que esté guiada por los principios de relacionalidad, complementariedad, reciprocidad y equilibrio (Llasag Fernández, 2009).
En el modelo neozelandés, la naturaleza-sujeto se entrecruza con conceptos como mauri, mana, ora y kaitiakitanga (Boyes, 2010; Sanders, 2017). Mauri es la fuerza vital que todos los seres animados e inanimados comparten como miembros de una misma familia, la de los seres que habitan el cosmos. Las relaciones entre las entidades que componen la naturaleza, para los maorí, deben tener como objetivo mantener o incrementar mutuamente la mauri que sustenta la existencia de todos los miembros de la familia cósmica. Este tipo de interrelaciones, además, permite proteger la integridad y dignidad de las entidades que existen en la naturaleza (mana); además, pone en operación la capacidad (y la obligación) que tienen los seres humanos de proteger y cuidar la salud (ora) de los otros miembros de la familia y que estos, a su vez, protejan y cuiden a los humanos (kaitiakitanga) (Boyes, 2010). No es una sorpresa, tampoco, por tanto, que estas perspectivas indígenas, la andina y la maorí, pongan en cuestión el fundamento tradicional del derecho ambiental occidental: el antropocentrismo. Derechos como el ambiente sano, y principios como los de precaución y prevención, se fundamentan en la idea de que proteger a la naturaleza es solo un medio para defender los intereses humanos. La naturaleza, en el derecho ambiental tradicional, no se salvaguarda porque tenga un valor en sí misma y los seres humanos no tienen deberes frente a la naturaleza que no se fundamenten en razones distintas a su autointerés.
La naturaleza-objeto
El concepto de la naturaleza-objeto, central en la historia de la naturaleza occidental, se configura de manera paradigmática en la Biblia. La narrativa que construyen las Escrituras judeocristianas, particularmente el libro del Génesis, concibe a la naturaleza como una cosa, un instrumento profano y un espacio-escenografía. Esta narrativa, además, se estructura alrededor de la separación, oposición y relación vertical entre los seres humanos y la naturaleza. Esta, en la narrativa bíblica, finalmente, se entiende como una creación que hace parte del todo construido por la deidad y, por tanto, como regulada por la voluntad de Dios, por la ley divina, que configura la única tradición verdadera del mundo. En esta sección del artículo examino los componentes de la idea naturaleza-objeto de la mano de tres imágenes clásicas en la historia del arte occidental: El Jardín de Edén con la caída del hombre de Peter Paul Rubens y Jan Brueghel el Viejo, La expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal de Masaccio y La expulsión del Jardín del Edén de Thomas Cole. Estas obras cristalizan de manera paradigmática la narrativa bíblica sobre la naturaleza-objeto. Las aristas conceptuales que constituyen dicha noción se oponen a las dimensiones conceptuales que configuran la de naturaleza-sujeto: un sujeto antropomorfizado, sacralizado, juridificado, culturalmente híbrido, y política y epistemológicamente emancipador. El análisis comparado de la arquitectura conceptual de la naturaleza-objeto tiene por fin, es menester reiterarlo, agudizar nuestra comprensión de los derechos de la naturaleza y, por tanto, de su columna vertebral: el concepto de la naturaleza-sujeto.
Figura 2.
El Jardín del Edén con la caída del hombre. Peter Paul Rubens y Jan Brueghel el Viejo, 1617. Óleo sobre tabla, 74 cm x 100,15 cm. Galería Real de Pinturas Mauritshuis (La Haya, Países Bajos).

La pintura de Rubens y Brueghel el Viejo representa el primer momento de la relación entre seres humanos y naturaleza en la narrativa bíblica. El libro del Génesis narra la creación del mundo para la tradición judeocristiana. El primer libro de la Biblia nos cuenta que Dios construyó al mundo en seis días, y que en el séptimo día descansó y celebró su creación. En este proceso de generación de vida, Dios creó primero los cielos, la tierra y la luz, que se diferenciaron de la oscuridad reinante en el abismo que era el mundo hasta ese momento (Biblia de Jerusalén, 2018, Génesis 1: 1-5)21. Posteriormente, distinguió la tierra y las aguas, para luego dar forma a las estrellas, las plantas y los animales (Génesis 1: 6-25)22. Finalmente creó a los seres humanos (Génesis 1: 26-28)23. Dios ordenó, además, que todas sus creaturas crecieran y se multiplicaran (Génesis 1: 22-23)24. Igualmente les indicó a los humanos que el resto de su creación, la naturaleza, estaría a su servicio (Génesis 1: 26-28)25. Los seres humanos serían señores y dueños de todo lo existente en el mundo terrenal. Antes de crear a los seres humanos, no obstante, Dios creó el Jardín del Edén, en donde los situó para que “lo labrasen y lo cuidasen”26. Asimismo, les impuso un mandato explícito en el paraíso: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Génesis 2: 16-17).
En la pintura de Rubens y Brueghel el Viejo, el paraíso se presenta como un espacio-escenografía unitario internamente diverso y jerarquizado (Honig, 2004; Smith, 2008). La creación de Dios es consecuencia de su palabra; es una; el todo. Empero, sus creaturas son múltiples y diversas (Woollett y Van Suchtelen, 2006). La heterogeneidad constituye a la unidad, como sucede con la naturaleza-sujeto. Todos los seres orgánicos e inorgánicos que constituyen al Jardín del Edén comparten esa fuerza divina. Todos son cuerpo, materia, polvo hecho vida. Todos son regidos por la ley natural que gobierna el funcionamiento de sus cuerpos o de sus ciclos. Adán y Eva están desnudos como lo están los demás seres vivos en la composición. No sienten vergüenza de su corporeidad; son creaciones divinas. Sin embargo, no todos los componentes de la creación tienen igual valor. Los seres humanos dominan a las plantas, los animales y los entes inorgánicos. La relación entre lo humano y lo natural no es horizontal. A diferencia de lo que sucede en la naturaleza-sujeto, Adán y Eva tienen una relación vertical con los animales y las plantas que los rodean. Los humanos son el centro de la creación.
En la pintura de Rubens y Brueghel el Viejo, el hombre y la mujer aparecen en la margen izquierda de la composición, aunque concentran la mirada del espectador (De Lorme y De Lorme, 2016). Están iluminados; la luz envuelve a los humanos y los separa del resto de la creación. A pesar de que la mayor parte de los elementos que constituyen la imagen son aves, peces, mamíferos de distintos tamaños, árboles, flores, agua y cielos, son los seres humanos los que llaman la mirada del espectador. La naturaleza es solo el espacio en donde se desarrolla la acción humana (Honig, 2004). Lo realmente importante es que Adán y Eva están por comer el fruto prohibido. La serpiente que tentó a Eva aparece en la parte superior de la composición. La violación de la ley divina todavía no se ha materializado, pero está por hacerlo: Eva tiene un fruto en su mano izquierda y está pasando a Adán otro con la derecha. La escenografía es bella: colorida, múltiple, vigorosa, heterogénea. Los animales, las plantas, los cielos y las aguas, no obstante, solo crean el espacio y acompañan la acción humana (De Lorme y De Lorme, 2016). La naturaleza no es un personaje en la historia de Adán y Eva. La historia humana es el centro de la realidad, la pictórica y la que crea la narrativa bíblica. La naturaleza no tiene historia en la tradición judeocristiana.
La escenografía, a pesar de lo que está por suceder, es armónica. El clima general y la atmósfera de la pintura son de balance, de equilibrio. No hay tensión general entre las partes que componen al todo, aunque pueda haber conflictos particulares entre algunas de ellas; por ejemplo, la lucha entre los tigres en la parte inferior derecha de la composición. Las piezas son interdependientes y se interrelacionan, como sucede en la naturaleza-sujeto. Todos los animales requieren el agua, las plantas u otros seres para sobrevivir. El caballo, los ciervos y la vaca necesitan de la hierba; los peces y las aves, de los insectos o de otros animales pequeños; los leones y los tigres, de la mayor parte de los animales que los rodean en la composición. Los ciclos de vida y muerte hacen parte, en realidad crean, el equilibro de la naturaleza. El balance de la escena incluye a los seres humanos. No hay conflicto entre Adán y Eva y la naturaleza (Woollett y Van Suchtelen, 2006); no luchan por sobrevivir; no corren ningún riesgo; son los soberanos de un mundo que es un instrumento para la satisfacción de sus anhelos y necesidades. Los animales y las aguas los envuelven, pero no los amenazan. El agua existe para que sea bebida por Adán y Eva; los animales y la plantas, para que sean comidos o usados por el padre y la madre de la humanidad; la tierra, para que sea labrada sin esfuerzo por unos cuerpos fuertes, bellos y proporcionados. El orden de la naturaleza está claro y precisamente establecido. Este es un orden, además, que existirá hasta que la voluntad divina lo decida; podrá ser eterno o desparecer en un instante. La naturaleza, su existencia, depende de la palabra de Dios.
Los seres humanos, de esta forma, son parte de la creación, pero son distintos a la naturaleza. Dios crea a los humanos y a la naturaleza en momentos distintos y con características disímiles. No son idénticos (De Lorne y De Lorne, 2016). Los humanos fueron hechos a imagen y semejanza de Dios; tienen alma, autonomía y razón. Las diferencias entre los animales, las plantas y las entidades inorgánicas, por un lado, y los humanos, por el otro, son de categoría, no de grado. Los animales son bestias, las plantas no tienen siquiera conciencia de su existencia. La naturaleza fue creada primero que los seres humanos, aunque solo como el espacio en donde estos serían emplazados; solo como la geografía en donde habitarían los sujetos que serían creados luego por la divinidad. Los seres humanos y la naturaleza están separados por sus elementos constitutivos, que los acercan o los alejan de la divinidad. En el Jardín del Edén, empero, los seres humanos no tienen conciencia moral de su corporeidad (como no la tienen los animales)27; son materia que da abrigo al alma. Están desnudos, pero no tienen conciencia de su desnudez; su desnudez no se opone al cuerpo cubierto (De Lorme y De Lorme, 2016). En el Jardín del Edén, la desnudez humana no tiene un valor moral, simplemente es. No existe un estadio distinto en la relación entre los humanos y sus cuerpos en donde estos son arropados.
Figura 3.
La expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal. Masaccio, 1425-1428. Fresco, 208 cm × 88 cm. Santa María del Carmine (Florencia, Italia).

El orden categorial jerárquico pero armónico de un todo internamente diverso que existe en el Jardín del Edén se trastoca con el pecado original. Los seres humanos violan la ley divina; comen del árbol de la ciencia del bien y del mal (Génesis 3: 6-7)28. Quieren conocer de manera absoluta la diferencia entre lo bueno y lo malo; quieren ser como Dios (Génesis 3: 5-6)29. La hybris los envuelve, los ciega, y los hace pecadores. El acontecimiento, y las consecuencias que este genera, se cristalizan de manera poderosa en el fresco de Masaccio y en la pintura de Cole. Los dos representan el segundo momento de la relación entre los seres humanos y la naturaleza en la narración que nos ofrece el libro del Génesis. En el fresco, aparecen Adán y Eva en el momento en que son expulsados por el ángel enviado por Yahvé. La expulsión es violenta. El ángel levanta la espada y amenaza a los seres humanos. Adán y Eva tomaron la decisión de violar la norma que Dios les había impuesto. Deben ser castigados. El castigo implica, además de la expulsión, que Adán y Eva sean conscientes de su desnudez (Génesis 3: 7)30. Tendrán vergüenza de su cuerpo (Génesis 3: 10)31. En la imagen de Masaccio, los cuerpos ocupan la mayor parte de la composición; son cuerpos desnudos que padecen por serlo (materia) y estarlo (descubiertos). Adán tapa sus ojos; Eva sus senos y sus genitales. Los dos sufren por la conciencia de ser carne, por su conciencia de ser cuerpo (Hollander, 2003); sufren por reconocer lo único que comparten con la naturaleza: su corporeidad (Clifton, 1999).
El castigo incluye igualmente un cambio en la relación entre la naturaleza y los seres humanos. La separación entre lo humano y lo natural no implicaba en el Jardín del Edén ni oposición ni conflicto. Luego de la expulsión, como un castigo más, Dios le indica a Eva que sufrirá con los partos que generarán su descendencia; su deber “natural” de reproducirse le causará inmenso dolor (Clifton, 1999; Post, 2006). Parir, como parte de la naturaleza de la mujer, será ahora un padecimiento (Génesis 3: 16)32. Del mismo modo, Dios le indica que no habrá igualdad entre hombre y mujer (Génesis 3: 16)33, lo que estaba ya sugerido con la creación de Eva a partir del cuerpo de Adán. Adán dominará a Eva del mismo modo en que ellos dos gobiernan (y gobernarán) la naturaleza. Dios le señala a Adán que sobrevivir será un sufrimiento (Génesis 3: 17-19)34. Tendrá que luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades (Clifton, 1999; Post, 2006). En el fresco de Masaccio, Adán y Eva están ya fuera del Jardín del Edén. El espacio que ocupan es puro desierto, arena estéril con la que habrá que luchar para extraer los frutos que les permitirán satisfacer sus necesidades (Hollander, 2003). Cruzando parcialmente el límite entre el Jardín del Edén y la tierra del castigo, en contraste, Masaccio pinta una hoja de palma. La diferencia geográfica no podría ser más clara, como lo es también en la pintura de Cole. La tierra fértil del Jardín del Edén queda atrás, se pierde, es el pasado de los seres humanos (Wolf, 1982 y 1985).
Figura 4.
Expulsión del Jardín del Edén. Thomas Cole, 1828. Óleo sobre lienzo, 100,96 cm × 138,43 cm. Museo de Bellas Artes (Boston, Estados Unidos).

El arco de piedra que marca la frontera entre el Jardín del Edén y la tierra del sufrimiento en la imagen de Cole es la frontera entre la luz y la oscuridad, entre la riqueza y la pobreza del espacio, entre la fertilidad y la esterilidad. Pictóricamente, la diferencia se marca con el color. Los verdes, los amarillos, los rojos caracterizan al Jardín del Edén. Los marrones, los negros, los blancos y los negros a la tierra que se ofrece ahora a los pecadores. La naturaleza seguirá siendo un objeto y un instrumento subordinado a la voluntad humana; no tiene un valor en sí misma en la narrativa bíblica. La naturaleza, antes y después del Jardín del Edén, será un medio, una herramienta, un instrumento para los seres humanos. Sin embargo, luego de la violación de la ley divina, se opondrá, estará en conflicto con la humanidad. No estará ya más dispuesta de partida a satisfacer las necesidades de sus señores. La naturaleza no es madre, fuerza creadora, como en la naturaleza-sujeto. En la tradición judeocristiana, es una creación que, aunque comparte el soplo divino con los humanos, es solo una cosa, un objeto. La única fuerza creadora es el Dios, el padre. La naturaleza-objeto y la naturaleza-sujeto tienen un género.
Finalmente, la narrativa bíblica se presenta como la voz de Dios. Es la única, la verdadera. De ella parte cualquier tradición humana. La palabra de Dios no es contingente. No es la palabra histórica de los seres humanos. Es la voz del todo omnipotente y omnipresente. La palabra de Dios es cierta; se impone a todos los seres humanos, fieles o infieles, hayan sentido o no el llamado de la fe. La narrativa bíblica no es un híbrido como la narrativa de la naturaleza-sujeto. No es el producto de dos tradiciones culturales humanas que se entrecruzan para crear una nueva institución cultural. Esta narrativa se presenta como la verdad que debería ser reconocida por todos los seres humanos. La narrativa emancipa por ser la palabra de Dios. La verdad hace libres a los hombres y mujeres que habitan el valle de lágrimas. No obstante, libera por su reconocimiento y aceptación, no por su cuestionamiento; su reemplazo solo podría llevar a nuevos castigos divinos.
La naturaleza objeto y sujeto
Yo, imperturbable, plantado en la Naturaleza, a mis anchas, señor de todo o señora de todo, sin perder el aplomo en esta turbamulta de cosas irracionales, imbuido como ellas, pasivo, receptivo, silencioso como ellas, descubriendo que mis ocupaciones, mi pobreza, mi notoriedad, mis flaquezas, mis crímenes, son menos importantes de lo que creía; yo, frente al mar de México, o en Mannahatta o Tennessee, o, lejos, al norte, o tierra adentro, hombre ribereño, o de los bosques, o de cualquier forma de vida campesina en estos Estados, o costero, o lacustre, o de Canadá; yo, dondequiera que viva mi vida, impasible ante las contingencias, enfrentándome a la noche, a las tormentas, al hambre, al ridículo, a los accidentes, a los desaires, como hacen los árboles y los animales. (Whitman, 2019, p. 83)
La naturaleza en la poesía de Walt Whitman es, por un lado, madre espiritualizada, ordenada y perfecta, fuerza cósmica que se manifiesta de manera múltiple y diversa, y un todo conformado por piezas interdependientes e interconectada. Por el otro lado, es un instrumento para la materialización de un proyecto político particular: la democracia moderna en el Nuevo Mundo (Moga, 2019; Piasecki, 1981). La poesía de Whitman presenta de manera prototípica un concepto de naturaleza que se sitúa en un punto intermedio entre el modelo de la naturaleza-sujeto y el modelo de la naturaleza-objeto (Killingsworth, 2004). En esta última sección del artículo, examino estos componentes del concepto naturaleza-objeto-sujeto. Este análisis permitirá comprender de manera más precisa el concepto de naturaleza-sujeto que está en el centro del proyecto político y jurídico que promueven los derechos de la naturaleza. Los modelos de la naturaleza-objeto y de la naturaleza-sujeto-objeto son un espejo que refleja la imagen del modelo naturaleza-sujeto. Las diferencias y semejanzas entre los tres modelos permitirán entender más agudamente los componentes de la versión prototípica de los derechos de la naturaleza que constituye el objeto de estudio central de este artículo.
Para Whitman la naturaleza es la madre (Moga, 2019), la fuente de todo lo existente35. Whitman antropomorfiza y sexualiza a la naturaleza. La naturaleza se personifica y se identifica con lo femenino, entendido como la capacidad de crear vida36. La naturaleza, además, tiene unidad que, sin embargo, no es internamente homogénea; manifiesta su poder creador de manera múltiple y diversa. La heterogeneidad caracteriza la naturaleza imaginada por Whitman. Esta heterogeneidad es voluptuosa, bella, salvaje (Moga, 2019). La diversidad y el asombro que siente Whitman por la naturaleza se expresa formalmente por medio de las enumeraciones, de las largas enunciaciones de los elementos que componen a la Madre Tierra y que son comunes en su poesía37. La obra de Whitman constantemente lista los distintos tipos de animales, plantas, flores que constituyen la geografía estadounidense38. En estas enumeraciones hay un fin de catalogación, de evocación, de reconocimiento y de conmemoración del poderío, la belleza y la multiplicidad que constituyen al todo natural (Bruchac, 1998). Las enumeraciones, del mismo modo, crean ritmos, crean la musicalidad característica de la poesía de Whitman. Estas melodías evocan las melodías de la naturaleza; evocan sus eternos ciclos de creación de vida, de concreción de la energía vital en formas materiales disímiles que no dejan de maravillar al poeta. Evocan el caer de la lluvia, el oleaje del mar, el fluir de las aguas de los ríos39.
Las piezas que componen al todo no existen de manera aislada en la naturaleza de Whitman. La naturaleza en su obra se imagina como constituida por piezas que se interrelacionan y que son interdependientes (Westphalen, 2010). La naturaleza es un organismo vivo cuyos componentes se entrecruzan para configurar sus ciclos eternos de vida y muerte40 (Moga, 2019). La lluvia nutre a las plantas, permite la vida de los animales, y las plantas y los animales posibilitan la vida de los seres humanos. Esta interdependencia e interrelación no son solo biológicas, como sucede con el concepto de naturaleza-sujeto; también son sicológicas. La identidad de la naturaleza se construye en diálogo con la identidad de los sujetos individuales y colectivos humanos41. La identidad de estos individuos se configura en diálogo con la identidad de la Madre Tierra. El sujeto colectivo Estados Unidos, su singularidad como comunidad política, es, en parte, una consecuencia de las características de su geografía. La vastedad y diversidad de su territorio, de sus ríos, de sus dos costas, el carácter agreste de su geografía, entre otras características, para Whitman, se entrecruzan con la libertad y la igualdad en la diferencia que caracterizan a la democracia estadounidense (Piasecki, 1981).
Los estadounidenses, como categoría general, son también consecuencia de esta geografía: sus compromisos políticos, sus fortalezas físicas y espirituales, así como su carácter emprendedor y su creatividad son una función de la naturaleza que habitan y con la que interactúan diariamente. Whitman, este estadounidense particular, es también una consecuencia de su geografía. Las experiencias vitales, la interacción del Whitman niño, adolescente y adulto con las islas de Paumanok y Mannahatta, por ejemplo, hicieron que su identidad se construyera de formas específicas; que su yo se articulara de una forma y no de otra42. La pesca de anguilas en la noche, de las langostas en la madrugada, las constantes y largas caminatas por la costa y las tardes nadando en la bahía construyeron su identidad43. La naturaleza que Whitman evoca es a la vez genérica y particular (Killingsworth, 2004). Es el todo cósmico y es su manifestación en la naturaleza estadounidense. La naturaleza, para Whitman, contribuye siempre a construir al “yo” individual y colectivo. No obstante, las características particulares de la naturaleza en uno u otro espacio geográfico, el Nuevo Mundo o el Viejo Mundo, por ejemplo, hacen que los contenidos de esas identidades sean disímiles. Del mismo modo, la interacción de estos sujetos individuales y colectivos con la naturaleza la transforman. La naturaleza estadounidense es, en parte, una consecuencia de la manera como los estadounidenses la usan, la modifican, la trabajan, la ponen a producir como parte del proyecto político con el que están comprometidos: la democracia. En Whitman, la naturaleza se humaniza y la humanidad se naturaliza44.
La naturaleza no es valiosa únicamente porque sea fuente de vida. Lo es también porque es perfecta, ordenada y pura. Es fuente y producto de la energía cósmica45. No tiene errores; aun sus defectos son manifestación de su poder creador. La naturaleza, para Whitman, por tanto, es sagrada; debe ser venerada; su poder es divino. Su perfección se manifiesta en la magnificencia de lo que existe, en su presencialidad. No es consecuencia de la voluntad de una divinidad. La espiritualidad de la naturaleza no es producto de un soplo divino como en la naturaleza-objeto. El poder, la belleza, el sentido y la vitalidad de la naturaleza no están ocultos; todos los individuos pueden acceder a ella. El valor de la naturaleza aparece en su voluptuosidad, su diversidad, su materialidad. La espiritualidad de la Madre Tierra puede ser aprehendida por los seres humanos en la multiplicidad de formas, colores y tamaños de los patos; en la variedad de las formas y caudales de los ríos; en los colores de las langostas, las ballenas o las anguilas; en el apareamiento de las águilas, y en la sinuosidad y poder del oleaje marino46. La presencia de la madre sagrada se puede sentir en el contacto, en la interacción cotidiana de los seres humanos con la naturaleza, aunque solo algunos, como los poetas, los niños, los indígenas y los afrodescendientes, tengan de manera innata o hayan desarrollado la sensibilidad para percibirla efectivamente47. Encontrarse con la naturaleza, compenetrarse con ella, no requiere un conocimiento formal previo. Precisa, más bien, de una apertura de los sentidos, de una puesta en operación de la habilidad humana para percibir la energía vital que genera y hace fluir al mundo. En cuanto los seres humanos son parte de ella, estarían en capacidad de aprehender sus procesos y características.
La naturaleza fluye, se transforma, se destruye para volver a nacer. Sin embargo, no es caos. Reproduce sin cesar ciclos, procesos de creación y destrucción, de vida y muerte, de crecimiento y declive. La ley natural. Las leyes de la naturaleza estructuran la naturaleza. La ley natural no es producto de una divinidad, como en el caso de la naturaleza-objeto. La ley natural, los procesos que constituyen y hacen fluir a la naturaleza, está determinada por la energía vital que la constituye. El orden de la naturaleza, de las leyes que le dan forma, se manifiesta también en las diferencias entre los reinos, los géneros y las especies por medio de las cuales se expresa la fuerza vital que constituye el centro de la naturaleza y que el poeta enuncia sin cesar. La naturaleza misma se ordena; su fuerza cósmica genera una realidad organizada, estable y eterna.
La naturaleza tampoco es impura. No está contaminada. Aunque algunas de sus creaturas tengan defectos o debilidades, es fuente de toda creación. No hay otro principio creador que compita con ella. De esta forma, para Whitman, la naturaleza no es un escenario para la acción humana, no es un objeto que acompaña las historias de los hombres y mujeres, no es un refugio para protegerse de los avatares de la vida, no es un espacio estático, no es un artificio humano o divino, no está separada de lo humano. La naturaleza es, aunque su identidad esté en parte marcada por sus interacciones con la humanidad, que es parte de ella misma. La naturaleza, para Whitman, es la expresión máxima de la plenitud de la existencia. Es imperturbable, impasible, ubicua; la expresión del hecho extraordinario de existir. Este primer componente del concepto de naturaleza que articula Whitman, por tanto, es análogo al que ofrece el concepto de naturaleza-sujeto que da forma a los derechos de la naturaleza. Sin embargo, en Whitman lo natural no incluye únicamente lo rural, lo salvaje, lo no producido por los seres humanos. La naturaleza comprende también lo urbano, lo civilizado, lo producido por los seres humanos. Whitman les canta al mar, a la lluvia, a las montañas y las bahías, así como también a las ciudades, el ferrocarril, las herramientas y los automóviles48.
En contraste, el segundo componente del concepto de naturaleza whitmaniano se interseca con el concepto de naturaleza-objeto. Whitman no es un poeta sistemático y coherente (Kepner, 1979). Los contenidos de su poesía son muchas veces contradictorios y no se presentan de manera precisa, clara y completa. De esta forma, aunque en su obra la naturaleza es un sujeto sagrado unitario, internamente diverso, fuente de vida perfecta, pura y ordenada, es también un objeto, un instrumento o un medio para la satisfacción de las necesidades humanas (Gerhardt, 2014). El todo internamente múltiple está jerarquizado. Como en la naturaleza-objeto, las partes que componen a la unidad no son iguales. El ser humano es superior y domina a los demás componentes de natura. El ser humano es un sujeto racional, activo y autónomo; los demás integrantes de la naturaleza son irracionales, pasivos y están determinados causalmente. Sin embargo, en la poesía de Whitman la naturaleza no es solo un medio genérico que permite satisfacer las necesidades y anhelos humanos como sucede en la narrativa bíblica de la naturaleza-objeto. Para el poeta la naturaleza es también un medio para cumplir con un objetivo particular: la construcción de una democracia moderna en el Nuevo Mundo49 (Folsom y Price, 2005; Gerhardt, 2014).
Whitman le canta a la Madre Tierra, pero también al hacha que la destruirá para construir el Nuevo Mundo50. Los bosques permitirán erigir las ciudades estadounidenses, los ríos se canalizarán para permitir el comercio entre los espacios distantes que componen a un Estado de tamaño continental, los animales darán alimento a los aventureros que conquisten la frontera oeste de los Estados Unidos. La naturaleza ofrecerá el sustento y los materiales para una nueva forma de comunidad política —una que se diferencia de las monarquías constitucionales aristocráticas, la sangre y la cultura vetusta del Viejo Mundo—. Formalmente, Whitman necesita un nuevo lenguaje para cantarles a los Estados Unidos, para cantar el Nuevo Mundo. De ahí que se aparte de las reglas para la creación de la poesía tradicional (Nelson, 2010) y se comprometa con el verso libre (Sutton, 1959). La libertad del verso libre es análoga; recoge y expresa la libertad geográfica y política del Nuevo Mundo. A la naturaleza de los Estados Unidos, y a la forma de democracia que se quiere consolidar en esta nueva tierra, solo se les puede cantar con una forma lingüística que tiene como límite la voluntad del poeta que canta de manera consciente la diferencia que emerge en el Nuevo Mundo (Folsom y Price, 2005). El cantor de los Estados Unidos también canta para una audiencia amplia, democrática. El poeta quiere que esa audiencia lo lea y se identifique con las descripciones que hace de los sujetos y los espacios que habita. La audiencia que quiere alcanzar Whitman no es principalmente la de las élites intelectuales del Viejo y el Nuevo Mundo. Quiere seducir y fascinar con su poesía al pueblo estadounidense, aquel que está fundando una utopía política; que no conoce y al que le aburren las formalidades estéticas alejadas del mundo de la vida.
El proyecto político al que le canta Whitman no es solo la democracia entendida como la regla de mayorías que aplica una comunidad compuesta por individuos iguales. La democracia de Whitman es aquella comprometida con el proyecto moderno y modernizante que tiene como pilares el progreso y el desarrollo (Killingsworth, 2004). El carácter cíclico de la naturaleza-madre se contrapone aquí con la linealidad de la historia humana. La autonomía y el valor intrínseco de la naturaleza sagrada entran en conflicto con la naturaleza como instrumento necesario para el avance del Nuevo Mundo en la línea que compone el progreso humano (Killingsworth, 2004). El progreso y el desarrollo no se identifican en Whitman con la acumulación; son los fines que permitirán que todo el pueblo estadounidense viva una mejor vida, tenga un mayor bienestar51. La naturaleza, no obstante, provee el espacio que ha de transformarse, las materias primas que han de utilizarse para que estos objetivos puedan volverse realidad. Cortar las secuoyas milenarias de California es un costo que, aunque doloroso, vale la pena pagar para construir una comunidad política igualitaria formal y materialmente52. El poeta nombra y describe la belleza de la Madre Tierra no humana, pero es consciente de que esta debe usarse, trabajarse y destruirse para nombrar y describir la otra parte de la Madre Tierra, la humana.
En suma, el concepto de naturaleza que se encarna en la poesía de Whitman se entronca y a la vez entra en conflicto con el concepto de naturaleza que se cristaliza en la pintura de la Virgen de Potosí y en los modelos paradigmáticos de los derechos de la naturaleza. En Whitman, en la Virgen-Cerro y en los sistemas jurídicos de Ecuador, Bolivia y Nueva Zelanda, la naturaleza se interpreta como un sujeto análogo a los seres humanos. No obstante, al mismo tiempo, la noción de naturaleza en la poesía de Whitman refleja y reproduce la noción de naturaleza-cosa que se encarna en la narrativa bíblica del Jardín del Edén, la pintura de Rubens y Brueghel, el fresco de Masaccio y la pintura de Cole. La naturaleza, para esta segunda perspectiva, es solo un objeto, un instrumento al servicio de la humanidad.
Conclusiones
La genealogía de la naturaleza tiene continuidades y discontinuidades. Los derechos de la naturaleza, y el concepto de naturaleza-sujeto que constituye su columna vertebral, son uno de los giros más importantes que ha dado esta genealogía en el nuevo siglo. Este momento en la historia de la naturaleza la concibe como un sujeto de derechos antropomorfizado y sacralizado, híbrido culturalmente, y política y epistemológicamente emancipador. Asimismo, la naturaleza-sujeto es un espacio compuesto y habitado por un conjunto de seres orgánicos e inorgánicos interdependientes e interrelacionados que no están ordenados jerárquicamente. La Constitución ecuatoriana de 2008, las leyes 71 de 2010 y 300 de 2012 de Bolivia, las leyes de la Madre Tierra, y las leyes Te Urewera de 2014 y Te Awa Tupua de 2017 de Nueva Zelanda conciben a la naturaleza como un sujeto autónomo que es titular de derechos, por ejemplo, a la vida y a renovar sus ciclos. Este sujeto de derechos, además, se interpreta en estas narrativas jurídicas como una deidad que emerge y se protege a partir de las tradiciones jurídicas modernas, y las tradiciones jurídicas, religiosas, morales y políticas indígenas (andinas o maoríes).
Del mismo modo, es un sujeto que se construye por medio de procesos políticos y jurídicos que incluyen a comunidades culturales que han sido históricamente marginadas y haciendo uso de saberes que de manera típica han sido considerados pobres para la construcción de conocimiento jurídico. Los derechos de la naturaleza, no obstante, se conciben como instrumentos que permitirán enfrentar problemas que afectan no solo a los pueblos indígenas, sino a todos los seres humanos, entre otros, la degradación ambiental, los excesos del capitalismo y el antropocentrismo del derecho ambiental dominante. Finalmente, este tipo de derechos concibe a la naturaleza como una geografía conceptual ecosistémica que es habitada por otros sujetos y objetos orgánicos e inorgánicos, aunque ella misma sea también un sujeto.
La naturaleza-sujeto puede comprenderse más precisa y completamente si se entiende la manera como cuestiona e intenta reemplazar al concepto de naturaleza-objeto que ha sido dominante en la imaginación jurídico-política occidental, y que se articula paradigmáticamente en la narrativa cristiana. La Biblia concibe a la naturaleza como una cosa. Los seres humanos son propietarios de la naturaleza. La relación entre personas y naturaleza es, por tanto, vertical. Esta naturaleza-objeto, además, separa a los seres humanos de la naturaleza. Las personas no son naturaleza, son entidades que pertenecen a categorías distintas. La naturaleza, del mismo modo, no tiene valor por sí misma, sino únicamente como herramienta, como medio para alcanzar los objetivos de los humanos. La naturaleza-objeto, finalmente, es producto de la palabra divina y, por tanto, es la única verdad; la verdad absoluta. La naturaleza, desde esta perspectiva, no tiene historia, no se construye a partir de una o varias tradiciones humanas.
En contraste, la naturaleza-objeto-sujeto que se articula paradigmáticamente en la obra de Walt Whitman ofrece uno de los varios puntos intermedios que existen entre la naturaleza-sujeto y la naturaleza-objeto. En Whitman, la naturaleza es al mismo tiempo un sujeto antropomorfizado y sagrado, la naturaleza-madre, y un medio para materializar una utopía política: la democracia en el Nuevo Mundo. De esta forma, los derechos de la naturaleza y la poesía de Whitman se intersecan en cuanto que conciben a la naturaleza como un individuo con intereses y agencia. Este individuo, además, tiene un carácter divino tanto en los ordenamientos jurídico ecuatoriano, boliviano y neozelandés como en la poesía de Whitman. La Pachamama y la naturaleza unitaria pero internamente diversa a las que Whitman adora son divinidades análogas. Sin embargo, la poesía de Whitman entra en conflicto con los derechos de la naturaleza cuando la concibe como una herramienta para la construcción de un proyecto político particular. En este caso, la naturaleza no tiene ya valor en sí misma, sino que se convierte en una herramienta para la configuración de la democracia estadounidense. En este punto, la narrativa bíblica y la narrativa que construye Whitman se entrecruzan. La naturaleza puede ser destruida para cumplir con los objetivos que los seres humanos se proponen. La interpretación que Whitman ofrece de la naturaleza es profundamente ambigua: es al mismo tiempo sujeto y cosa; tiene un valor intrínseco y un valor instrumental; es sagrada, profana y profanable.
Los derechos de la naturaleza ofrecen un modelo que cuestiona las formas dominantes mediante las cuales Occidente ha concebido tanto la naturaleza como la relación que los seres humanos tenemos con ella. Comprender este modelo pasa por entender las estructuras conceptuales que lo sostienen y cumplir con este objetivo solo puede lograrse cabalmente si entendemos sus adversarios discursivos y prácticos: la naturaleza-cosa y la naturaleza-sujeto y cosa.