Introducción
En su edición del 21 de julio de 1971, el New York Times publicó la historia detrás de TAKI 183, un adolescente de diecisiete años que había escrito su seudónimo1 con marcador imborrable a lo largo y ancho de los muros, estatuas, vehículos y objetos representativos de la ciudad de Nueva York, con lo que le daba visibilidad al movimiento del grafiti contemporáneo. Su ocupación como mensajero le permitió grabar su marca incluso en los lugares más icónicos de esa ciudad estadounidense, como el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy, las principales calles de Broadway, algunas de las universidades más tradicionales y, en general, cualquier superficie lo suficientemente plana y limpia como para ser transformada por la etiqueta. Mientras se desplazaba para cumplir con sus entregas, TAKI fue ganando en el camino numerosos imitadores, Joe 136, BARBARA 62, EEL 159, YANK 135 y LEO 136, y llegó a contestar a sus detractores que, si la ciudad no perseguía a aquellos que habían llenado de publicidad política los vagones del metro, menos debía hacerlo con unos cuantos jóvenes que dejaban en ella sus nombres (“‘Taki 183’ Spawns Pen Pals”, 1971, p. 37).
El movimiento del grafiti transformó las ciudades y puso en el debate público de la época una discusión sobre si esas expresiones disruptivas podrían o no ser consideradas arte, al tiempo que se fue haciendo inútil el esfuerzo de los gobernantes por borrar las etiquetas que parecían multiplicarse, e inundaban el espacio material y simbólico de la ciudad de manera irremediable. Sin embargo, el grafiti coexistió con las estructuras y superficies más tradicionales, algunas de las cuales, incluso, se resistían al fenómeno colectivo y volvían a ser pintadas de inmaculados colores una y otra vez, para mantener el halo de uniformidad que envuelve la tradición y que le permite sostenerse. En este contexto, la disruptiva etiqueta del grafiti recordó a las superficies su permanente tensión con la transformación y la heterogeneidad, en un mundo que difícilmente permanece estático e inalterable.
En Colombia, y en tiempos de la proclamada revolución de los derechos de la naturaleza, protagonizamos una contemporaneidad con nuevas etiquetas que aparecen en los edificios más clásicos de la arquitectura jurídica del país2 y que anuncian el surgimiento de sujetos no humanos provenientes de la naturaleza. Estos nuevos sujetos que, pese a enfrentarse a reacciones estabilizadoras que cuestionan su irrupción, lejos de desaparecer, se multiplican y pueden analizarse a la luz de la metáfora de la emergencia del grafiti en el arte contemporáneo para explorar un debate que continúa abierto y en permanente construcción desde su diálogo con el derecho.
Este artículo se ubica en nuestro presente, desde el que algunos autores han anunciado una revolución radical y transformadora del derecho colombiano que ha desencadenado el reconocimiento de sujetos diversos, y ha modificado nuestros marcos políticos, sociales y jurídicos de comprensión alrededor de la naturaleza (Andrade, 2009; Clavijo Ospina como se citó en Castro Niño y Robayo Galvis, 2020, p. 651; García Arboleda y Hernández, 2018; Molina Roa, 2016 y 2020; Murcia, 2011; Villavicencio Peña, 2012). Aceptamos el momento de confrontación que vive el derecho en sus diferentes regímenes desde su interacción con los debates clásicos, modernos y contemporáneos en la materia. Sin embargo, lejos de abrazar la movida emancipadora de la transformación social radical por medio del derecho, en este escrito se describirá el camino intermedio que ha tomado el sistema jurídico colombiano como un escenario en el que coexisten emancipaciones fugaces —eventos de reconocimiento para sujetos no humanos provenientes de la naturaleza— con reacciones estabilizadoras de las estructuras más clásicas del sistema jurídico que se resisten a ser transformadas.
Nos remitiremos entonces a aquellas categorías clásicas sobre las cuales se han erigido las principales premisas del derecho entendido como sistema (Kennedy, 2006), entre ellas, el concepto de persona, y la separación entre las personas y las cosas de tradición romano-germánica (Kurki, 2019; Von Savigny, 1879). Desde esta construcción solo a una persona se le pueden atribuir derechos, obligaciones o relaciones jurídicas, lo que implica una equiparación entre persona y sujeto de derecho que se ha extendido de manera amplia y poco problematizada en la codificación civilista a nivel global desde el siglo XIX (Guzmán Brito, 2002).
Pero la definición de lo que se considera una persona o una cosa está más que abierta en el momento que vivimos. Países como Colombia presencian una lucha permanente en la que actores diversos se enfrentan en escenarios judiciales y extrajudiciales para disputarse el poder de definición alrededor de dichas categorías clásicas, aun en estos tiempos en los que el flujo de teorías y normatividades entre el norte y el sur globales alimentan intercambios que ofrecen interpretaciones posibles para redefinir la relación ser humano - naturaleza, lo que impacta de manera diversa la gramática del constitucionalismo moderno (Bonilla Maldonado, 2019) y la arquitectura jurídica tradicional del derecho colombiano.
En línea con este propósito, el presente artículo se divide en tres grandes apartados. El primero presenta al lector un panorama de las aperturas que el derecho colombiano ha permitido para el reconocimiento jurídico de la naturaleza desde la emergencia del derecho ambiental colombiano como disciplina, lo que ha favorecido inclusiones tempranas en su legislación. El segundo analiza las transformaciones fugaces que, aprovechando el espacio abierto por la Constitución de 1991 y el bloque de constitucionalidad en Colombia, en diálogo con instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos, han tenido lugar a manera de estallido con efecto expansivo en diferentes normatividades, decisiones judiciales y administrativas, principalmente para el reconocimiento jurídico-político de nuevos sujetos de derecho provenientes de la naturaleza y haciendo especial énfasis en la fundamentación de la sentencia del río Atrato como hito en la discusión que se plantea. Finalmente, el tercer apartado pone de presente que el escenario que vivimos debería leerse en clave de un optimismo moderado, y se explica que el camino abierto es todavía inestable e incierto en la definición o redefinición de la relación jurídica entre ser humano y naturaleza, a pesar de los nuevos instrumentos normativos que se expiden en Colombia. De esta manera, se expondrá que, más allá de la pregonada revolución de los derechos de la naturaleza, la arquitectura jurídica más clásica en Colombia se muestra grafiteada pero no radicalmente transformada.
El texto concluye reconociendo la revolución contemporánea en materia de los derechos de la naturaleza en el contexto colombiano y anunciando la importancia de matizar el argumento sobre el reconocimiento pleno y la irrupción de nuevos sujetos provenientes de la naturaleza, en un intento por visibilizar los puntos de debate y las tensiones centrales en las que continuamos atascados. Así, los edificios que componen la arquitectura de nuestro ordenamiento jurídico tienen hoy algunas marcas que destacan en el paisaje transnacional al estilo de los primeros grafitis neoyorkinos, lo que nos recuerda la relevancia de discutir sobre por qué, pese a tener tantos cambios normativos en Colombia, encontramos tan pocas transformaciones en la realidad socioambiental.
De la agenda conservacionista al constitucionalismo verde: aperturas en el escenario colombiano
Colombia reconoció de manera temprana en el escenario latinoamericano su compromiso con “la preservación y restauración del ambiente y la conservación, mejoramiento y utilización racional de los recursos naturales renovables” (Decreto Ley 2811 de 1974, art. 2.1)3. Lo hizo a través de la creación del Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente (Inderena) en 19684 (Decreto 2420 de 1968) y de un Código de Recursos Naturales Renovables y de Protección del Medio Ambiente, el cual fue expedido mediante las facultades extraordinarias otorgadas al presidente Misael Pastrana Borrero por la Ley 23 de 1973 y cuyo antecedente motivador fue la Cumbre de Estocolmo de 1972.
Mientras en el mundo resonaban en materia ambiental la expedición de la Declaración de Estocolmo (véase ONU, 1973), la creación de la Comisión Mundial sobre Ambiente y Desarrollo en 1983, la Carta Mundial de la Naturaleza (1986) y el Informe Brundtland (1987), entre otros, Colombia iniciaba una agenda verde como correlato de esa discusión internacional. Con anterioridad a esta agenda, en el ordenamiento jurídico colombiano ya había mecanismos para la gestión de algunas actividades como centrales hidroeléctricas, obras para riego, calidad del agua en centros urbanos y represas, durante los años sesenta, que se adelantaron a la Declaración de Estocolmo y se caracterizaban por normatividades y gestiones administrativas dispersas (Rodríguez Becerra, 2004, p. 155).
El espacio abierto por el Código de Recursos Naturales Renovables y de Protección del Medio Ambiente empezó a generar nuevos reconocimientos normativos para la regulación de la relación ciudadanía-naturaleza, desde compromisos no solo legales, como los adoptados por el Código Sanitario (Ley 9 de 1979) y el Estatuto Nacional de Protección a los Animales (Ley 84 de 1989), sino también reglamentarios, como los que crearon los decretos 877 de 1976 (usos del recurso forestal); 1337 de 1978 (educación ecológica y preservación ambiental); 1415 de 1978 (creación de la Comisión Conjunta para Asuntos Ambientales); 1608 de 1978 (compensación, restauración, protección y fomento de la fauna silvestre); 1541 de 1978 (reglamentación del recurso agua); 1608 de 1978 (manejo y preservación de la fauna silvestre); 1741 de 1978 (áreas de manejo especial); 1715 de 1978 (protección de paisajes); 2104 de 1983 (residuos sólidos); y 1594 de 1984 (usos de agua y residuos sólidos) (Rodríguez Becerra, 1994).
La agenda verde implicó un cambio de enfoque del modelo de aprovechamiento de recursos que había imperado —incluso desde el siglo XIX— a uno que se consolidó a mediados del siglo XX (Rodríguez Becerra, 2004, p. 161). De esta manera, el interés del Estado colombiano en avanzar del enfoque de aprovechamiento de recursos (conservacionismo utilitarista) a uno que priorizara la protección ambiental dialogaba con las agendas globales sobre desarrollo económico y atendía las opiniones y recomendaciones gestadas desde el 45.° periodo de sesiones del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, que integró las propuestas surgidas en la Conferencia Intergubernamental de Expertos sobre las Bases Científicas de la Utilización Racional y la conservación de los recursos de la Biosfera (Resolución 1346 [XLV], 1968).
Pese a la vasta legislación en la materia, Colombia encontró numerosas resistencias que emergieron de la interacción de las normas creadas con los regímenes legales existentes. El conservacionismo utilitarista, visión en torno a la cual se construyó la idea misma de la república, intentó matizarse con una agenda de protección ambiental que no cambió, en la práctica, la visión misma sobre la propiedad y la explotación económica para el uso de los recursos naturales (Ruiz Páez, 1994; Tobasura Acuña, 2011). No obstante, y generando fuertes tensiones en la ejecución, Colombia se comprometió en dos momentos puntuales con diversos aspectos de la política pública ambiental. El primero de ellos, de 1973 a 1976, abrió paso a una apuesta por la legalidad ambiental y, entre 1990 y 1993, el Estado colombiano protagonizó un nuevo ciclo de auge, esta vez con la entrada en vigencia de la Constitución de 1991 y la inclusión de alrededor de cincuenta artículos que, individualmente y en relación sistemática con otros, representan el compromiso estatal con una constitución ecológica (Rodríguez Becerra, 2009, p. 19; sentencias T-411 de 1992, C-671 de 2001, C-595 de 2010, C-632 de 2011 y C-123 de 2014, entre otras).
La Corte Constitucional colombiana, intérprete autorizado de la Constitución del 91 (art. 241), destacó desde sus inicios que nuestro orden constitucional se compone de un tríptico, teniendo en cuenta que por lo menos tres constituciones coexisten en el texto constitucional: una social, una económica y una ecológica; esta última plantea una conexión vital entre ser humano y naturaleza que se traduce en un pilar importante del orden constitucional colombiano. No obstante, pese al significativo reconocimiento de la Constitución del 91 al medioambiente, que incluso lo entiede como derecho y bien de la colectividad (arts.79, 80, 95.8 y 333), así como a la institucionalidad creada por la Ley 99 de 1993 (Sistema Nacional Ambiental [SINA]), las tensiones derivadas del tríptico sociedad, economía y naturaleza se mantienen. El Estado verde constitucional, incluso con una abundante legislación reconocida como garantista, contrasta con la numerosa conflictividad socioambiental que vive el país (Contraloría General de la República, 2020). Es necesario resaltar que la regulación no opera en el vacío y que las apuestas normativas que los Estados desarrollan interactúan con visiones preexistentes. En Colombia, la visión conservacionista utilitarista coexiste con una visión de protección del medioambiente que, pese a las reacciones estabilizadoras a las que hará referencia este texto, ha ido conquistando mayores espacios para la naturaleza.
En el siguiente apartado se presentan algunas de las irrupciones más representativas de sujetos no humanos que se han dado en el orden jurídico colombiano para cuestionar la política pública y la normatividad ambiental;se denuncia un compromiso apenas superficial y la adopción de una visión antropocéntrica, desde la cual la naturaleza debe protegerse en tanto es útil para el ser humano. Sin embargo, se expondrá que nuevos discursos han empezado a cuestionar esa visión imperante, haciendo uso de todo tipo de acciones constitucionales y legales para redefinir la relación persona-naturaleza, desde consignas que exigen dar mayor protagonismo a estos sujetos o, incluso, rediseñar el sistema jurídico para permitir el reconocimiento pleno.
Emancipaciones fugaces y reconocimientos parciales: nuevas marcas en los edificios tradicionales de la arquitectura jurídica colombiana
Uno de los primeros grafitis en aparecer en la arquitectura jurídica tradicional colombiana emergió el 10 de noviembre de 2016. Ese día la Corte Constitucional de Colombia resolvió: “RECONOCER al río Atrato, su cuenca y afluentes como una entidad sujeto de derechos” (Sentencia T-622 de 2016). Hasta ese momento, el río Atrato era catalogado como un bien de uso público y de propiedad de la Nación, conforme al Código de Recursos Naturales Renovables y de Protección del Medio Ambiente y el Código Civil colombiano (leyes 57 de 1887 y 153 de 1887).
La calificación que la Corte Constitucional hizo del río Atrato no tenía precedentes en la actuación del tribunal constitucional. En términos de Geels y Schot (2007), esta marcó un cambio disruptivo5 que generó una transformación respecto de las formas tradicionales del derecho con base en las cuales se construyeron las instituciones jurídicas clásicas en Colombia: a) la división entre sujetos y objetos6; b) el enfoque antropocéntrico (Macpherson, 2020); y c) el sometimiento de las cosas —incluidas las de uso público— al concepto de propiedad (Mattei, 2013).
Ahora bien, este grafiti en la arquitectura jurídica tradicional no surgió espontáneamente ni se dio como un hecho aislado. Si bien hasta ese momento no había emergido ninguna marca que diera muestras de la irrupción de un nuevo sujeto, ya se sentían voces que anunciaban su llegada. Es por ello por lo que existen en la jurisprudencia colombiana, de manera previa a la sentencia del río Atrato, referencias a la posibilidad de reconocimientos de derechos a la naturaleza (Molina, 2014 y 2018).
Por ejemplo, desde 2011 la Corte Constitucional, con ponencia del magistrado Eduardo Mendoza Martelo, había señalado que: “la naturaleza no se concibe únicamente como el ambiente y entorno de los seres humanos, sino también como un sujeto con derechos propios, que, como tal, deben ser protegidos y garantizados” (Sentencia C-632 de 2011). Otra decisión que la sentencia del río Atrato reconoce como trascendental para abrirle paso al reconocimiento de derechos a la naturaleza es la Sentencia T-080 de 2015 (con ponencia de Jorge Iván Palacio, el mismo magistrado ponente que en la decisión del río Atrato), en la que se analiza el caso del vertimiento de Lorsban en la bahía de Cartagena y se dan pistas sobre la comprensión del antecedente desde la influencia del constitucionalismo andino:
En esta línea, la jurisprudencia constitucional ha atendido los saberes ancestrales y las corrientes alternas de pensamiento, llegando a sostener que “la naturaleza no se concibe únicamente como el ambiente y entorno de los seres humanos, sino también como un sujeto con derechos propios, que, como tal, deben ser protegidos y garantizados. (Sentencia T-080, 2015, 5.2.3, cursivas en el original)7
Por su parte, el Consejo de Estado utilizó dicha expresión en 2013 (Sentencia del 26 de noviembre de 2013) en una sentencia que, si bien posteriormente fue dejada sin efectos vía tutela, introdujo la categoría de sujetos de derechos a los animales, e incluso a las especies vegetales y recursos hídricos8.
Sin embargo, tal como se mencionó, fue solo hasta octubre de 2016 cuando la categoría de sujeto de derechos fue utilizada en una decisión de la Corte Constitucional en relación con el río Atrato (Sentencia T-622, 2016), lo cual se explicará con mayor detalle a continuación.
La pionera sentencia del río Atrato: ¿nuestra TAKI 183?
El proceso que derivó en la Sentencia T-622 de 2016 tiene lugar dentro de la arquitectura jurídica tradicional, se vale de sus herramientas, pero termina generando una marca disruptiva en los edificios más clásicos del ordenamiento jurídico colombiano.
Las comunidades que históricamente venían padeciendo la complicada problemática de contaminación y degradación del río Atrato (ubicado en el departamento del Chocó) presentaron una acción de tutela para detener el uso intensivo y a gran escala de diversos métodos de extracción minera y de explotación forestal ilegales, que se efectúan con maquinaria pesada —dragas y retroexcavadoras— y sustancias altamente tóxicas —como el mercurio— en el río Atrato, sus cuencas, ciénagas, humedales y afluentes9. Los demandantes solicitaron al juez constitucional que tutelara los derechos fundamentales a la vida, a la salud, al agua, a la seguridad alimentaria, al medioambiente sano, a la cultura y al territorio de las comunidades étnicas accionantes, y, en consecuencia, se emitiera una serie de órdenes y medidas que permitiesen articular soluciones estructurales ante la grave crisis de salud, socioambiental, ecológica y humanitaria que se vive en la cuenca del río Atrato, sus afluentes y territorios aledaños10.
En este caso, la Corte Constitucional decidió conceder a los actores el amparo de sus derechos fundamentales añadiendo una orden creativa en el numeral cuarto del apartado “Resuelve”: “RECONOCER al río Atrato, su cuenca y afluentes como una entidad sujeto de derechos a la protección, conservación, mantenimiento y restauración a cargo del Estado y las comunidades étnicas” (Sentencia T-622, 2016, énfasis en cursiva de los autores y negritas en el original).
Para ejecutar la referida decisión se ordenó al Gobierno nacional, en conjunto con las comunidades étnicas que habitan en la cuenca del río Atrato, ejercer la tutoría y representación legal de los derechos del río, y se los denominó guardianes del río. A estos se les impuso la tarea de actuar, a su vez, dentro de la comisión de guardianes, junto con un equipo asesor integrado también por el Instituto Humboldt y WWF Colombia (World Wildlife Fund), sin perjuicio de recibir acompañamiento de otras entidades públicas y privadas, universidades (regionales y nacionales), centros académicos y de investigación en recursos naturales, y organizaciones ambientales (nacionales e internacionales), comunitarias y de la sociedad civil que desearan vincularse al proyecto de protección del río Atrato y su cuenca.
Desde esta perspectiva, se reconocen derechos al río, se ordena la conformación de un grupo que lo represente y un panel de expertos que guíe la implementación de la sentencia junto a la comunidad. Atribuir el carácter de sujeto de derechos a un río implica, en primer lugar, poner de presente que se requiere un nuevo enfoque en su protección. El reconocimiento de un nuevo sujeto también evidencia un cambio frente a la tradición jurídica de considerar los derechos como una prerrogativa exclusiva de las personas, entendidas desde la visión clásica impulsada por el derecho romano. Este nuevo enfoque evidencia acción colectiva y motiva algunas preguntas: ¿Cómo llegó la Corte Constitucional a ello? ¿Cuáles fueron las razones para que, como en su momento lo hizo TAKI 183, dejara un mensaje retador en la arquitectura jurídica tradicional? Para responder, analizaremos la fundamentación utilizada en la Sentencia T-622 de 2016.
La fundamentación de la medida: background teórico
La Corte Constitucional inicia su argumentación recalcando la importancia que el medioambiente tiene para la carta política de 1991 y señalando su carácter de interés superior. Para demostrar su relevancia en el ordenamiento constitucional, la Corte acude al concepto de constitución ecológica y afirma que el ambiente sano reviste una triple dimensión constitucional: como principio, derecho fundamental y colectivo, y obligación en cabeza de las autoridades, la sociedad y los particulares.
La Sentencia T-622 (2016) sienta las bases para la introducción de nuevas perspectivas teóricas, fundamentándose en el enfoque pluralista de la propia carta política y apuntando a una relación dinámica y permanente entre Constitución y medioambiente. Al tiempo, recalca la posibilidad de “variar o reformular los paradigmas tradicionales sobre los cuales se ha estructurado la relación entre las personas y su entorno”, y puntualiza que, ante el deterioro ambiental al que se enfrenta el planeta, deben implementarse medidas a las que caracteriza como “serias y más estrictas”.
De igual forma, con apoyo en sus providencias anteriores, la sentencia señala que es posible establecer al menos tres aproximaciones teóricas para proteger el ambiente: la antropocéntrica11, la biocéntrica12 y la ecocéntrica13. Justificando el impulso de la última visión, defiende que la naturaleza debe considerarse como sujeto de derechos y entidad viviente compuesta por múltiples formas de vida.
La referencia al enfoque ecocéntrico fue el principal cimiento para la declaratoria del río Atrato como sujeto de derechos. Tal enfoque venía siendo utilizado como concepto por la jurisprudencia constitucional de manera previa a la Sentencia T-62214 y ha seguido siendo referido en la jurisprudencia de la Corte Constitucional15. Haciendo un maridaje argumentativo entre el enfoque ecocéntrico y el reconocimiento de derechos bioculturales, la sentencia invita a redefinir la relación de los colombianos con la naturaleza, y deja atrás los conceptos clásicos del derecho de bienes y los marcos de comprensión del derecho ambiental:
el desafío más grande que tiene el constitucionalismo contemporáneo en materia ambiental, consiste en lograr la salvaguarda y protección efectiva de la naturaleza, las culturas y formas de vida asociadas a ella y la biodiversidad, no por la simple utilidad material, genética o productiva que estos puedan representar para el ser humano, sino porque al tratarse de una entidad viviente compuesta por otras múltiples formas de vida y representaciones culturales, son sujetos de derechos individualizables, lo que los convierte en un nuevo imperativo de protección integral y respeto por parte de los Estados y las sociedades. (Sentencia T-622, 2016)16
En materia de derechos biculturales —uno de los elementos centrales de la sentencia—, la Corte brinda una definición comprensiva central para la decisión del río Atrato:
Los denominados derechos bioculturales, en su definición más simple, hacen referencia a los derechos que tienen las comunidades étnicas a administrar y a ejercer tutela de manera autónoma sobre sus territorios —de acuerdo con sus propias leyes, costumbres— y los recursos naturales que conforman su hábitat, en donde se desarrolla su cultura, sus tradiciones y su forma de vida con base en la especial relación que tienen con el medioambiente y la biodiversidad. (Sentencia T-622, 2016)
Desde esta nueva comprensión que propone la sentencia, el derecho ambiental debe alimentarse de conocimiento extralegal, de forma tal que pueda comprender a la naturaleza más allá de las posibilidades que ofrece el derecho mismo. Sin embargo, para ligar el concepto a las fuentes formales de derecho y con ello dotar de legitimidad a su argumento, la Corte cita la Sentencia T-955 de 2003, en la que se interpretó de forma amplia el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y se destaca que el concepto de derechos bioculturales es un dispositivo jurídico que resulta del conjunto de derechos colectivos de las comunidades étnicamente diferenciadas en reconocimiento de su diversidad biológica y cultural17, derivada de la protección constitucional de los artículos 7, 8, 79, 80, 330 y 55 transitorio de la Constitución Política de 199118.
El fundamento del reconocimiento de los derechos de la naturaleza en general y de los ríos en particular que alimenta la decisión del tribunal constitucional colombiano se inscribe dentro diferentes corrientes teóricas que se agrupan dentro del denominado paradigma ecocéntrico (Antúnez Sánchez y Díaz Ocampo, 2017; Arenas Orbegozo, 2019; Knauß, 2018; Valladares y Boelens, 2017). Las bases teóricas para el reconocimiento de los derechos de la naturaleza tienen importantes antecedentes en el planteamiento realizado por Christopher Stone en 1972 y el salvamento de voto del juez Douglas J. del mismo año en la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos, en el caso Sierra Club vs. Morton (Stone, 2010). También se han resaltado los planteamientos que de manera pionera hiciere en Latinoamérica Godofredo Stutzin (1973 y 1984).
Se identifican también significativos aportes para el sustento de los derechos de la naturaleza en el nuevo constitucionalismo latinoamericano (Bagni y Pavani 2019; Bonilla Maldonado, 2019; Estupiñán Achury, 2019; Martínez Dalmau, 2019; Zaffaroni, 2011); en el principio del buen vivir (Garay Montañez, 2018) y los derechos de la madre tierra (Acosta, 2011y 2019); en el movimiento de la Earth jurisprudence (Cullinan, 2008; Houck, 2017; Murray 2014 y 2015); en las vertientes que defienden la concepción de la naturaleza como sistema (system thinking) dentro de las ciencias naturales, como en Jamie Murray (2015); e, incluso, en justificaciones de la procedencia y necesidad del reconocimiento de derechos a la naturaleza a partir del concepto de contrato natural (Serres, 2004).
La declaratoria del río Atrato como sujeto de derechos abrió una relevante discusión jurídica en torno a su fundamentación y alcance. Empero, muchos de los jueces colombianos, advirtiendo la deficiencia de los instrumentos tradicionales de defensa y gestión del ambiente en la práctica, acogieron los planteamientos de la Sentencia T-622 de 2016 y, en busca de la protección ecológica en sus diferentes ámbitos territoriales, replicaron las principales notas de la declaratoria de los ríos como sujetos de derecho.
Los grafitis que reclaman redireccionamiento de enfoques y formas de relacionamiento con el entorno
A partir de la consagración explícita de un enfoque ecocéntrico o del reconocimiento de enfoques multiculturales derivados de la interpretación constitucional que se ha dado al multiculturalismo y a la diversidad étnica en Colombia, se abrió paso al reconocimiento de subjetividad a elementos no humanos de la naturaleza, aunque el debate no es pacífico19.
Algunos ejemplos de la reacción en cascada que ha generado la decisión del río Atrato proviene no solo de disposiciones judiciales en las Altas Cortes, sino también de jueces de instancia y de autoridades administrativas de los órdenes nacional, departamental y municipal, que han visto en la potestad reglamentaria la posibilidad de reconocer subjetividad a la naturaleza en contextos territoriales específicos. Por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia colombiana catalogó como sujeto de derechos a la Amazonía (STC 4360 de 2018); a la vía Parque Isla de Salamanca (STC 3872 de 2020); al Parque Nacional Natural Los Nevados (STL10716 de 2020);y, en decisión del 4 de diciembre de 2019, su Sala de Casación Penal señaló acogerse a la declaración de sujeto de derecho hecha por la Sala de Casación Civil en relación con la Amazonía20. Haciendo eco de dicha declaración, tribunales y juzgados de diferentes categorías y especialidades reconocieron como tales a diferentes ecosistemas, dentro de los que se encuentran el páramo de Pisba (Sentencia del 9 de agosto de 2018, Tribunal Administrativo de Boyacá); los ríos Cauca21, Combeima, Cocora, Coello22, Otún (Sentencia de Tutela 036 de 2019), La Plata (Sentencia de Tutela del 19 de marzo de 2019, Juzgado Único Civil Municipal de la Plata), Magdalena (Sentencia de Tutela de Primera Instancia n.° 071 de 2019)23, Pance (Sentencia de Tutela n.° 31 de 2019), Quindío (Sentencia del 5 de diciembre de 2019, Tribunal Administrativo del Quindío) y Fortalecillas24; el lago de Tota (ST-0047 de 2020); y el Complejo de Páramos Las Hermosas (Sentencia del 15 de septiembre de 2020, Tribunal Superior del Distrito Judicial de Ibagué).
Por su parte, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) consideró que el territorio ancestral (Katsa Su) debía ser reconocido como víctima del conflicto armado (JEP, Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas, Auto SRVBIT-079). En igual sentido, la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y Determinación de los Hechos y Conductas acreditó como víctimas a los territorios de las organizaciones afrocolombianas Recompas (SRVBIT-018 de 2020), de Barbacoas (Auto del 26 de marzo de 2020), y al territorio-mundo del pueblo Eperara Siapidaara, Eperara Euja (SRVBIT-094 de 2020).
El Gobierno nacional ha expedido, entre otros, los decretos 1148 de 2017, y 1597, 1732 y 1289 de 2020, en los cuales se designan los respectivos representantes de aquellos entes naturales a quienes los jueces han reconocido como sujetos de derecho. El Decreto 348 del 15 de julio de 2019, expedido por el gobernador del departamento de Nariño, cataloga a los ecosistemas estratégicos y áreas protegidas del departamento como sujetos de derechos y, aunque no se concretó, hizo tránsito en el Congreso un proyecto de acto legislativo para modificar la Constitución Política colombiana, y reconocer que “la naturaleza, como una entidad viviente sujeto de derechos, gozará de la protección y respeto por parte del Estado” (Proyecto de Acto Legislativo C279, 2020).
Centrándonos en las sentencias que abordan la declaratoria de elementos de la naturaleza como sujetos de derechos, se encuentra que todas ellas hacen referencia explícita a la sentencia del río Atrato, a la que reconocen como fundadora de dichas decisiones. Las sentencias que reconocen derechos a la naturaleza no son meras réplicas de la sentencia del río Atrato; adaptan la figura de la declaratoria de los ríos como sujetos de derechos a las necesidades de protección concretas de cada caso, lo que muestra que los jueces la encuentran útil, sin que sea posible hablar hoy de una movida constitucional radical para reconocer a la naturaleza como sujeto de derechos en el ordenamiento jurídico colombiano25, sino tan solo de emancipaciones fugaces. También debe destacarse la creatividad de los litigantes para emplear la acción de tutela (Constitución Política, 1991, art.86) al proponer argumentos para defender su procedencia y descartar a la acción popular (art.88) como el mecanismo esencial de protección, en reconocimiento de una íntima relación entre los derechos colectivos conculcados y los derechos fundamentales de los seres humanos, incluso pertenecientes a las generaciones futuras, aun cuando se extrañe en las decisiones judiciales una referencia a la categoría misma de sujeto de derechos. Para muchos, evadir el debate no es un tema menor, sino que se traduce en la práctica en un reconocimiento simbólico que impacta las posibilidades materiales de cumplimiento del fallo, tal y como lo han alertado algunos salvamentos de voto:
Es que no basta hacer afirmaciones generales y dar respuestas de la misma naturaleza, fruto más bien de la emotividad y de los conocimientos o informaciones generales para emitir unas órdenes que seguramente no van a cumplirse, que investigar en concreto y proferir decisiones concretas, sustentadas en pruebas fehacientes y claras cuyo cumplimiento pueda exigirse. Yo me pregunto en este caso ¿Cómo va a actuar el juez de tutela cuando transcurran los cortos tiempos que concedió para las inmensas órdenes que debe cumplir y no habiéndose desarrollado o alcanzado los objetivos, se les solicite sanciones por incumplimiento? (Salvamento de voto, magistrado Álvaro Fernando García, CSJ Sala Casación Civil, STC 4360-2018, pp. 53-54)
Reacciones estabilizadoras y llamados al cambio
Así como se generaron interesantes debates sobre si el grafiti era o no arte, las decisiones de reconocimiento de derechos a elementos no humanos han generado reacciones diversas, de apoyo o desafío. Las posiciones divergentes en la doctrina reflejan claramente dos extremos: una postura crítica hacia la sentencia del río Atrato y, en ocasiones, hacia el reconocimiento de los derechos de la naturaleza; y, de otra parte, una postura que reivindica la apertura a nuevas concepciones del derecho, al rompimiento de paradigmas, y que señala la necesidad de buscar nuevos enfoques para la protección de la naturaleza en el derecho colombiano.
Quienes no comparten su enfoque y contenido, la califican como una sentencia que poco o nada aporta a la protección, sino tan solo como una conquista semántica o, inclusive, como humo producto de un cuestionable activismo judicial (Garzón, 2020). Estas tendencias estabilizadoras se han caracterizado por reivindicar el diseño tradicional de la arquitectura jurídica y han defendido con vehemencia que las nuevas marcas hacen tambalear el orden establecido.
El tema ha suscitado una numerosa producción académica. Algunas publicaciones recientes se inclinan hacia la crítica de la nueva apuesta y se muestran más proclives a tendencias estabilizadoras (García Pachón e Hinestroza Cuesta, 2020), aunque otras se han ubicado en visiones más amplias de la naturaleza (Castro Niño y Robayo Galvis, 2020). Por su parte, otra producción académica defiende una mayor apertura a las nuevas corrientes teóricas con fundamento interdisciplinario que sustentan el reconocimiento de los derechos de la naturaleza (Lamprea, 2018). Y alguna más propone aceptar la invitación del constitucionalismo andino con movidas más radicales (Estupiñán Achury, 2019).
Pimiento Echeverry, quien ha dedicado gran parte de su producción investigativa al régimen patrimonial de protección de los bienes públicos, ha señalado que la declaración de los ríos como sujetos de derecho no genera mayor protección, y cataloga el reconocimiento de derechos como una “declaración política [que] aporta poco o nada en la consagración de un mejor régimen de protección de las aguas y que parece más una respuesta ideológica formal, que un verdadero incremento en el modelo de protección de las aguas” (2018, pp. 82-83). García Pachón e Hinestroza Cuesta (2020) han señalado que la sentencia del río Atrato tiene problemas en su fundamentación y reclaman una mayor construcción y estructuración jurídica. De su parte, Guzmán y Ubajoa consideran que
es inconveniente conceder personalidad jurídica a la naturaleza en general, y a sus elementos en particular, pues dicha concesión no es capaz de generar el cambio humano respecto de la forma de concebir el medioambiente. Este cambio solo podrá emanar de la interiorización de una verdad intachable: los daños ambientales son lesiones al propio ser humano. [Ello implica] menguar la importancia de los derechos de los seres humanos. (2020, p. 208)26
Las voces a favor resaltan los cambios que la sentencia del río Atrato, como máximo ejemplo de esta movida, ha generado, y relievan sus aportes al derecho colombiano y a la redefinición de la noción de sujeto. Por ejemplo, García Arboleda y Hernández (2018) consideran que la sentencia es un hito en la historia del estado social de derecho en Colombia; al igual que Molina Roa, quien ha destacado que esta declaración es
una realidad jurídica irreversible, producto de un movimiento de tipo social y jurídico con décadas de trayectoria y antecedentes normativos que no dudaron en catalogar a la naturaleza o los animales como bienes jurídicos con valor intrínseco y, por tanto, destinatarios de la protección estatal. (2020, p 151)27
Sin embargo, el debate continúa abierto y se articula alrededor de voces progresistas y reaccionarias, por lo que resulta importante adoptar una mirada que nos permita hacer un balance y pensar qué tenemos pendiente.
Optimismo moderado: ¿qué tenemos pendiente?
Las sentencias que reconocen derechos a sujetos no humanos coinciden en que no delimitan el alcance y la naturaleza de tales derechos, por lo que difícilmente puede hablarse de una trasformación de los marcos jurídicos tradicionales de comprensión de las categorías clásicas de personas, así como de la relación entre las personas y las cosas en el derecho colombiano.
La idea de que la naturaleza tiene derechos inherentes que deben ser protegidos es antigua y tiene sus raíces en sistemas occidentales y no occidentales (Kauffman y Sheehan, 2019). Por lo tanto, lo que resulta particularmente novedoso es su inclusión en los ordenamientos jurídicos contemporáneos, a través de diferentes estrategias de litigio de los movimientos ambientales que han tenido por objetivo impulsar el cambio normativo nacional (Sheehan, 2013) e incluso internacional para motivar la transformación de categorías clásicas28. La consideración de los ríos como sujetos de derecho —y el reconocimiento en general de derechos a elementos no humanos de la naturaleza— es un concepto clave emergente que marca un derrotero hacia nuevas formas de relacionamiento de los humanos con el entorno en el contexto colombiano y del sistema jurídico con otros sistemas sociales. Su reciente introducción al sistema jurídico evidencia la necesidad de desarrollo y delimitación de sus contornos, y establece una importante agenda de investigación para el derecho, en interacción con otras disciplinas o saberes.
Desde esta perspectiva y tal como lo anota Bonilla Maldonado (2020), la disciplina jurídica se presenta como un espacio de lucha, donde la construcción de nuevas subjetividades, como el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, evidencia un proceso de hibridación transformador que da cabida a otras visiones y que genera productos jurídicos de calidad; o, usando el término acuñado por Esquirol, movidas creadoras de capital jurídico (2014, p. 63).
No obstante, resulta erróneo afirmar que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional en Colombia avanza de manera consistente hacia la adopción de enfoques ecocéntricos o biocéntricos en relación con la naturaleza y los animales. Por el contrario, en las sentencias de constitucionalidad pervive el debate entre quienes consideran que el ordenamiento jurídico colombiano mantiene el enfoque antropocéntrico con alteraciones (marcas a la arquitectura jurídica tradicional) y quienes lo consideran virado totalmente hacia el enfoque ecocéntrico o hacia modelos intermedios. Esto demuestra cómo, pese a reconocer marcas disruptivas, se mantienen las notas identitarias de una constitución liberal (Bonilla Maldonado, 2019).
En una sentencia de 2019 en la que la Corte Constitucional declaró inconstitucional la caza deportiva al encontrar contrario al orden constitucional vigente cazar animales exclusivamente por deporte, esa corporación reiteró su compromiso principal con la naturaleza desde el enfoque antropocéntrico (Sentencia C-045 de 2019)29. Las aclaraciones y salvamentos de voto a esta decisión ejemplifican la tesis que ha querido defender el presente texto alrededor de la lucha permanente que existe para dar contenido a nociones jurídicas clásicas. Para la magistrada Gloria Stella Ortiz, por ejemplo, en la referida sentencia la Corte omitió la línea jurisprudencial que se ha ido construyendo para apartarse del enfoque antropocéntrico del derecho y ha llegado a ubicarse con su jurisprudencia en un escenario intermedio dentro la discusión filosófica y jurídica que rodea el tema30. De su parte, la magistrada Diana Fajardo aclaró su voto para defender el enfoque ecocéntrico acuñado por la Corte hasta la fecha, y resalta que el llamado profundo a abrir el derecho a otros discursos y saberes a la luz de los debates contemporáneos implica reconocer subjetividades no humanas en el ordenamiento jurídico colombiano.
De manera contrastante, en el salvamento de voto en la sentencia sobre la caza deportiva de animales, la magistrada Cristina Pardo da muestras de la reacción estabilizadora. Desde su visión, no puede haber reconocimiento a sujetos no humanos ahí donde lo humano todavía no es reconocido por el ordenamiento jurídico dentro de la categoría clásica de persona. Con un argumento contrastante, la magistrada resalta que Colombia prefiere proteger a los animales antes que comprometerse con la protección de la vida de los no nacidos y muestra su rechazo a la despenalización del aborto31. La tensión en el tribunal constitucional, que se evidencia en los salvamentos de voto, se vuelve otra vez evidente en la reciente sentencia que declaró inconstitucional la disposición jurídica que permitía la pesca deportiva (Sentencia C-148, 2022).
Con todo lo anterior, la Corte Constitucional en Colombia, así como los jueces de diferentes instancias y niveles desde las acciones constitucionales que han llegado a su conocimiento, han sido más osados a la hora de reconocer existencia y derechos a elementos no humanos provenientes de la naturaleza que a animales no humanos. Sin embargo, lejos de contar con un precedente sólido, en la actualidad tenemos una línea jurisprudencial caótica y en construcción. Aun cuando la sentencia del río Atrato sea tan contundente, incluso para denunciar el modelo de desarrollo económico que ha generado daños irreparables a la naturaleza en connivencia con el Estado32, continúan emitiéndose decisiones constitucionales y de política pública en las que la libre iniciativa económica y de empresa (Constitución Política, 1991, arts. 333 y 334) resignifican la función social y ecológica de la propiedad que se ha ido construyendo a lo largo del tiempo (art. 58).
En tales decisiones, se emplean argumentos propios del modelo neoliberal que encuentran cabida en las interpretaciones dadas a los principios de precaución, prevención, sostenibilidad y no regresividad ambiental, que ponen en jaque a los derechos humanos ambientales a través de un llamado prevalente al legislador (libertad de configuración) para determinar su contenido atendiendo principalmente el debate democrático y la realidad económica, social y política del país (Sentencia C-300, 2021), desde usos instrumentales de la democracia (Roa y Murcia, 202, p. 48).
Por ello, el conflicto derivado del reconocimiento de sujetos no humanos y de los derechos de la naturaleza en el contexto colombiano permanece vivo y es el reflejo de profundas tensiones epistémicas e ideológicas. El debate en el tribunal constitucional, y de diversas cortes y jueces en Colombia, no solo demuestra que han llegado marcas a los edificios más tradicionales de la arquitectura jurídica colombiana, sino también es evidencia de cómo, una y otra vez, algunos juristas se resisten al cambio y exigen que los edificios jurídicos sean reestablecidos para no dejar rastro de las reconfiguraciones que impulsan los avatares del tiempo. Ahora bien, las retadoras marcas aparecen cada vez con mayor frecuencia y, aun sin que pueda pregonarse una revolución transformadora de los derechos de la naturaleza, el discurso jurídico se nutre de emancipaciones fugaces que hoy nos permiten hablar de ríos, ecosistemas, animales y, en general, de sujetos no humanos con derechos en algunos contextos.
La tradición jurídica que se resiste al cambio nos obliga a recordar que la historia se escribe y se reescribe una y otra vez; y que el derecho se compone de batallas cotidianas permanentes por la transformación y de reacciones estabilizadoras que, con el paso del tiempo, se ven inevitablemente erosionadas por marcas que parecen ir grabándose en los edificios más clásicos de la arquitectura jurídica, como lo hizo la incursión de pioneros como TAKI y sus grafitis a lo largo y ancho de los edificios neoyorkinos en los años setenta.