Derechos bioculturales: perspectiva filosófica*

Valentina González-Morales**

University of North Texas (Estados Unidos)

Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales • número 5 • enero-abril 2023 • pp. 117-142

https://doi.org/10.53010/nys5.06

Recibido: 1.o de marzo de 2022 | Aceptado: 24 de octubre de 2022

Resumen. Los derechos bioculturales se han empleado como fundamento teórico para las declaraciones como sujetos de derecho de los ríos Whanganui (en Nueva Zelanda) y Atrato (en Colombia). La figura teórica de los derechos bioculturales se ha analizado ampliamente desde el derecho; sin embargo, existen aspectos filosóficos que es pertinente estudiar. Este es el caso de las transformaciones ontológicas, epistemológicas y éticas que se vislumbran gracias a la incorporación de las cosmovisiones de las comunidades locales (indígenas y étnicas). En este artículo se busca analizar los aspectos ontológicos, epistemológicos y éticos presentes en los derechos bioculturales y sus precedentes teóricos. La metodología que se emplea es el análisis hermenéutico de textos fundacionales sobre el tema. Además, se ejemplificarán algunos aspectos empleando la Sentencia T622/16 de la Corte Constitucional de Colombia, por la que se declara al río Atrato como sujeto de derechos.

Palabras clave: derechos bioculturales, epistemología, ética, ética biocultural, ontología

Biocultural Rights: A Philosophical Perspective

Abstract. Biocultural rights have served as a theoretical basis for the declaration of the Whanganui (in New Zealand) and Atrato (in Colombia) Rivers as subjects of law. The theoretical figure of biocultural rights has been widely analyzed from the law. However, there are also philosophical aspects relevant to study, such as the ontological, epistemological, and ethical transformations that are possible to glimpse thanks to the incorporation of the worldviews of local communities (indigenous and ethnic). Thus, this article seeks to examine the ontological, epistemological, and ethical aspects present in biocultural rights and their theoretical precedents. The methodology employed is a hermeneutic analysis of foundational texts on the subject. In addition, the paper will also exemplify some aspects by using the Colombian Constitutional Court’s Sentence T-622/16, which declares the Atrato River as a subject of rights.

Keywords: biocultural rights, epistemology, ethics, biocultural ethics, ontology

Direitos bioculturais: perspectiva filosófica

Resumo. Os direitos bioculturais vêm sendo utilizados como fundamento teórico para as declarações como sujeitos de direito dos rios Whanganui (Nova Zelândia) e Atrato (Colômbia). A figura teórica dos direitos bioculturais tem sido analisada amplamente no direito; contudo, existem aspectos filosóficos que é pertinente estudar. Este é o caso das transformações ontológicas, epistemológicas e éticas que são vislumbradas graças à incorporação das cosmovisões das comunidades locais (indígenas e étnicas). Neste artigo, procura-se analisar os aspectos ontológicos, epistemológicos e éticos presentes nos direitos bioculturais e seus precedentes teóricos. A metodologia que é utilizada é a análise hermenêutica de textos fundacionais sobre o tema. Além disso, são exemplificados alguns aspectos que a Sentença T622/16 da Corte Constitucional da Colômbia empregou, razão pela qual o rio Atrato é declarado como sujeito de direitos.

Palavras-chave: direitos bioculturais, epistemologia, ética, ética biocultural, ontologia


Introducción

En la actualidad la humanidad se enfrenta a una grave crisis socioambiental resultado de la instrumentalización de la naturaleza y la jerarquización que los seres humanos hemos impuesto a otros seres. La mayoría de las políticas públicas se enfocan en solucionar las causas próximas de esos problemas (por ejemplo, eliminar las fuentes de contaminación, deforestación, cambios artificiales en el curso de los ríos, etc.), lo que no logra una solución definitiva. Por ello, es indispensable abordar las causas últimas.

La necesidad de abordar las causas últimas y no solo apuntar a soluciones meramente técnicas ha sido criticada desde la década de 1960 (Hardin, 1968 y 1998; White 1967). Numerosos pensadores argumentaron que las soluciones técnicas eran insuficientes para comprender y resolver problemas ambientales complejos. Por ejemplo, Arne Næss (1990) critica el antropocentrismo y la idea de que se puede explotar a otros seres sin considerar su valor intrínseco. El problema que ve Næss se centra en la concepción ontológica que propone al ser humano como superior en la jerarquía frente a otros seres. Su propuesta es una transformación de esa visión hacia el ecocentrismo. De manera similar, Lynn White (1967) y Carolyn Merchant (1997) plantearon que la crisis ambiental surge de la transformación ontológica que ocurre cuando se cambia una visión organicista por una mecanicista. La Tierra pasa de concebirse como un ser animado a percibirse como un ser inerte únicamente útil en tanto fuente de recursos. Al eliminar el componente orgánico, también se eliminan los límites éticos para su explotación y uso. Posteriormente, en el siglo XXI, el Millennium Ecosystem Assessment señala que es necesario abordar tanto los impulsores directos (causas cercanas o próximas) como los impulsores indirectos (causas distantes o últimas), ya que los primeros no son suficientes por sí solos para resolver el problema ambiental actual. Sin embargo, solo trata superficialmente los factores indirectos, ya que nombra y define las siguientes categorías: demográfica, económica, sociopolítica, cultural y religiosa, y ciencia y tecnología (Millennium Ecosystem Assessment, 2005), pero no los analiza ni muestra cómo pueden ser entendidos contextualmente o transformados. Para superar esta deficiencia, es necesario incluir en los impulsores indirectos las dimensiones filosóficas que han sido omitidas por el Millennium Ecosystem Assessment y otros programas internacionales.

Los derechos bioculturales pueden ser consideraros como una respuesta holística a la problemática socioambiental, ya que incorporan el paradigma biocultural como punto de partida que señala la interdependencia de las comunidades locales (indígenas, étnicas, campesinas) con los ecosistemas que habitan y su coevolución en el tiempo. Además, permite que las cosmovisiones (ontologías, epistemologías y éticas) de estas comunidades sean el eje principal de las políticas públicas y decisiones legales, como se ejemplifica en la Sentencia T-622/16 de la Corte Constitucional de Colombia. Es decir, los derechos bioculturales logran tener en cuenta tanto las causas próximas como las lejanas, y proponen soluciones legales que entrelazan aspectos culturales y ecológicos. Sin embargo, es importante entender que no son fórmulas mágicas y que en algunos casos pueden representar peligros para la garantía de los derechos de las comunidades étnicas (González, 2021, p. 133).

Uno de los aspectos positivos de la teoría de los derechos bioculturales radica en la apertura al diálogo entre las entidades gubernamentales, los administradores públicos y las comunidades locales, puesto que implica la ampliación de la visión tradicional del derecho al tener en cuenta las valoraciones ontológicas y éticas de las comunidades locales. Además, reivindica su conocimiento ecológico tradicional como válido, es decir, se pone al mismo nivel que el conocimiento científico de la tradición occidental.

Es necesario anotar que existen múltiples inquietudes respecto a la implementación de los derechos bioculturales, que serán tratadas al final de este artículo. Sin embargo, el objetivo principal aquí es mostrar cómo la inclusión de las comunidades locales en la elaboración y diseño de las políticas públicas posibilita la ampliación de la visión antropocéntrica tradicional, que ubica al hombre (blanco) como centro y regente del planeta, y a la naturaleza como fuente de recursos inagotables, cuya explotación no tiene limitantes éticos.

A continuación, se analizará el término biocultural desde una perspectiva histórica.

Origen del término biocultural

En los últimos años, el término biocultural ha sido utilizado en diferentes campos para mostrar la intrincada conexión que existe entre cultura y naturaleza, y superar la dicotomía impuesta por el paradigma moderno que separa radicalmente naturaleza y cultura. Por ejemplo, en áreas como la antropología biocultural, la diversidad biocultural, el patrimonio biocultural, la conservación biocultural, la ética biocultural, los derechos bioculturales, etc., subyace la idea de que el ser humano ha coevolucionado con el medioambiente y los seres que lo habitan. Los humanos han transformado los ecosistemas desde que comenzaron a asentarse. Muchas comunidades han observado y tomado en cuenta los ciclos naturales dentro de sus actividades, lo que ha permitido conservar los ecosistemas. Otras tradiciones han violado los ciclos naturales y, por lo tanto, destruido muchos ecosistemas. En ambas situaciones se puede observar la relación biocultural. En la actualidad, muchas entidades, incluida la Organización de las Naciones Unidas (ONU), han reconocido la importancia del conocimiento tradicional de los grupos indígenas y las comunidades locales para mantener la diversidad biocultural. En otras palabras, su conocimiento no solo es relevante como patrimonio cultural de la humanidad, sino que también es fundamental en la conservación de la diversidad biológica. Para comprender mejor cómo ha evolucionado el término biocultural, a continuación hago un breve recuento de este.

En antropología, la rama de la antropología biocultural tiene sus orígenes en el siglo XX. Alrededor de 1930 W. Montague Cobb realizó una investigación que demostró un compromiso con la integración biocultural y la igualdad racial (Watkins, 2007). Más adelante, el trabajo de Washburn sobre la nueva antropología física incluyó modelos de evolución y adaptación. Hacia fines de 1950, el estudio de Livingstone mostró las relaciones entre la adopción de la agricultura en África Occidental, el efecto protector de la anemia de células falciformes sobre la malaria y la ecología del mosquito Anopheles que porta el parásito Plasmodium que causa la malaria (Zuckerman y Martin, 2016, p. 9). A fines del siglo XX, la antropología biocultural se estableció como una especialidad dentro de la antropología física. Académicos como George Armagelous, Alan H. Goodman y Thomas Leland Leatherman hicieron valiosas contribuciones a esta especialidad.

En el artículo “A Critical Perspective on the Concept of Biocultural Diversity and its Emerging Role in Nature and Heritage Conservation” (2019), Peter Bridgewater e Ian D. Rotherham analizan el uso del término biocultural. Allí se presenta la Declaración de Belém (Primer Congreso Internacional de Etnobiología, realizado en Belém, Brasil, 1988) como antecedente del concepto de diversidad biocultural. En la declaración se muestra que existe un vínculo indisoluble entre la diversidad cultural y biológica, y, aunque no se utiliza el término en sí mismo, se expresa su contenido. Alrededor de 1996 los autores encontraron que el término fue utilizado por primera vez para referirse a los paisajes que son el resultado de las prácticas culturales humanas y su interacción con la biodiversidad. “Hay una falta general de reconocimiento a nivel mundial; la mayoría, si no todos, los paisajes son mezclas de actividad humana con la expresión de la biodiversidad, es decir, son paisajes bioculturales” (Bridgewater y Walton, 1996, p.60)1.

Los autores también identifican la primera definición de diversidad biocultural en un artículo de Luisa Maffi. Para la autora,

en los debates internacionales sobre la conservación de la biodiversidad, está quedando claro que el vínculo entre la diversidad biológica y la cultural es inextricable, y que es necesario pensar en la preservación de la diversidad biocultural del mundo como un objetivo integrado. (Como se citó en Bridgewater y Rotherham, 2019, p. 294)

Maffi demuestra que es necesario entender la interdependencia de la diversidad biológica y cultural para permitir la conservación; es pues indispensable preservar la bioculturalidad como un todo.

La última definición en el análisis de Bridgewater y Rotherham es la que se encuentra en la Decisión 14 de la Conferencia de las Partes del Convenio de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica (CDB) en 2018 (CBD, 2018). Allí se valora positivamente el patrimonio biocultural, así como el vínculo indisoluble entre la cultura humana y los ecosistemas donde se desarrolla su vida.

En el ámbito legal, el término derechos bioculturales se ha utilizado para designar los derechos que tienen las comunidades para administrar sus tierras, aguas y recursos naturales. Sus orígenes se remontan a 1999, cuando el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente publicó una colección fundamental de artículos sobre los valores culturales y espirituales de la biodiversidad. El editor, Darrell Addison Posey (1999), inspiró a toda una generación de antropólogos y activistas comunitarios a comenzar a mapear el papel de las culturas de los pueblos indígenas y las comunidades locales para garantizar la biodiversidad (Bavikatte y Bennett, 2015, p. 29). El trabajo de Posey mostró que era necesario un conjunto de derechos que reconocieran el vínculo inextricable entre la diversidad biológica y cultural. Los llamó derechos sobre los recursos tradicionales (TRR, por sus siglas en inglés), y los presentó como un elemento clave en la conservación y protección de la naturaleza y la cultura. En estos derechos se ve como posible el vínculo entre los derechos humanos de las comunidades indígenas y locales, incluyendo el derecho al desarrollo y la conservación del medioambiente.

Esta idea de Posey sobre los TRR es el punto de partida para el surgimiento de los derechos bioculturales. Bavikatte y Bennett lo expresan así:

El concepto de derechos bioculturales matiza aún más las ideas de Posey sobre los TRR al presentar la administración como el ethos fundamental que une los diferentes derechos que las comunidades necesitan para proteger su forma de vida. Podría decirse que la poderosa centralidad de la ética de la administración proporciona pistas útiles para las trayectorias futuras del discurso de los derechos bioculturales, que contiene el potencial para alinearlo con discursos tan bien establecidos como los del feminismo y el poscolonialismo. Mientras que el muy criticado discurso de los derechos liberales se centra en el sujeto jurídico como portador atomizado de muchos derechos separados, los derechos bioculturales entienden al sujeto jurídico como un nodo en una red de relaciones bioculturales. Los derechos bioculturales son, por lo tanto, una concepción que puede conectar nuevos discursos sobre los modos de materialismo y las deficiencias del liberalismo tradicional […] De hecho, dentro del marco de los derechos bioculturales, los derechos no tienen sentido por sí mismos, al igual que el ser humano. Estos derechos tienen sentido solo en relación con otros derechos, y en el contexto más amplio del bienestar de las comunidades y la naturaleza. En el análisis final, el término derecho biocultural se entiende mejor como una etiqueta para las variadas tendencias legales que ahora se orientan a asegurar el derecho a la custodia de la naturaleza por parte de los pueblos indígenas y las comunidades locales. Este impulso se ve promovido por el hecho de que tales comunidades, ubicadas y conscientemente integradas en el medio ambiente, pueden ayudar a la humanidad a recordar su parentesco con la naturaleza y a reparar el desmembramiento que se produce cuando se trata a la naturaleza como un mero valor de intercambio. (Bavikatte y Bennett, 2015, p. 29)

Los derechos bioculturales buscan entonces vincular los derechos de las comunidades locales e indígenas (al territorio, al desarrollo, al agua, al ambiente sano), que se encuentran separados en la tradición jurídica a través de una ética de la administración de la tierra. Esto demuestra la dependencia que las culturas humanas tienen de la naturaleza. Por lo tanto, es necesario mantener las prácticas que permitan su conservación.

Más adelante, Ricardo Rozzi llevó el término biocultural al campo de la moralidad y construyó su teoría de la ética biocultural y el marco conceptual de las 3H, interconectadas así: hábitat (el lugar que se habita), cohabitantes (todos los seres bióticos y abióticos que existen en el hábitat) y sus hábitos de vida (actividades, ciclos y demás procesos que los cohabitantes realizan durante su vida). El hábitat es la condición de posibilidad de la existencia de los cohabitantes y, por tanto, de sus hábitos de vida que contribuyen a su bienestar e identidad; se genera, así, una responsabilidad ética de conservación y reciprocidad (Rozzi et al., 2008, p. 325).

La ética biocultural plantea la importancia de reconocer el valor de todos los cohabitantes que comparten los hábitats (ecosistemas) y sus hábitos de vida. De esta manera, se evidencia la interdependencia entre cultura y naturaleza. La ética biocultural puede profundizar la teoría de los derechos bioculturales al incluir las diferentes dimensiones (biofísica, cultural-lingüística e institucional), y al considerar también las intrincadas relaciones entre las esferas local, regional, nacional e internacional.

Estas perspectivas bioculturales parten, entonces, de la relación esencial y de dependencia que tienen los seres humanos con respecto a los ecosistemas, y desafían la visión moderna de separación radical entre cultura y naturaleza; es decir, se produce una transformación ontológica del ser humano como superior y separado de la naturaleza, y empieza a ser entendido como un miembro más del ecosistema. Además, se valoran los lenguajes y las culturas autóctonas como parte fundamental de la diversidad biocultural, puesto que estos no pueden existir sin los ecosistemas donde se producen. Este paradigma abre la posibilidad para una valoración ética relacional de la naturaleza y sus ecosistemas. Algunos de estos aspectos se encuentran en otros acuerdos y movimientos que sirvieron como precedente de los derechos bioculturales, como se verá a continuación.

Precedentes de los derechos bioculturales

Como se mencionó anteriormente, los derechos bioculturales buscan vincular los derechos de las comunidades locales e indígenas que están separados en la legislatura tradicional. Un ejemplo de esto se observa en la jurisprudencia colombiana en la que los derechos culturales, ambientales y territoriales (bienes comunes) de los pueblos indígenas han sido ampliamente separados: “La protección constitucional de los derechos a la tierra de los pueblos indígenas no hace mención específica de los derechos al agua, dado que la tierra y el agua se asignan y regulan por separado bajo la ley colombiana” (Macpherson et al., 2020, p. 527).

Esta separación de derechos también se puede observar en el ámbito internacional, en tratados internacionales y otros acuerdos vinculantes y no vinculantes. Por ejemplo, el Convenio 169 de la OIT (1989) enfatizó la importancia de la tierra y otros recursos naturales para los pueblos indígenas en la parte II, pero no abordó específicamente el tema de la protección de su propiedad cultural e intelectual (Chen y Gilmore, 2015). En el caso particular de los derechos culturales, se han establecido leyes de propiedad intelectual para protegerlos. Sin embargo, estas leyes solo contemplan derechos individuales a la propiedad intelectual, pero las comunidades locales (indígenas y étnicas) tienen una cultura que es común, es decir, no hay propiedad intelectual individual sino colectiva. Lo mismo sucede con sus territorios: dado que no tienen el concepto de propiedad privada individual, estos son propiedades colectivas.

Los derechos bioculturales buscan superar el dualismo entre pueblos indígenas y Occidente, ya que integran las cosmovisiones de las comunidades étnicas y nativas con el marco legal nacional e internacional, al comprender que la cultura, el territorio y la naturaleza en las cosmovisiones indígenas son interdependientes y no pueden separarse.

Además, los derechos bioculturales mejoran las posibilidades legales de las comunidades locales (étnicas e indígenas) para reclamar sus derechos. Esto no significa que los derechos bioculturales sean nuevos, sino que son el mecanismo para unificar los derechos de pueblos indígenas, comunidades étnicas y locales al identificar las relaciones de interdependencia que existen entre la diversidad biológica y cultural.

Durante las últimas tres décadas se han producido cambios en políticas, leyes y convenios internacionales que han permitido la implementación de los derechos bioculturales. Estos tienen un precedente, por ejemplo, en (i) el Convenio sobre la Diversidad Biológica de 1992 (CDB, 1992); además, fueron estimulados por (ii) un discurso de posdesarrollo, (iii) una tercera generación de derechos humanos, (iv) los derechos indígenas (o aborígenes), y (v) la refutación de la “tragedia de los comunes” (Bavikatte y Robinson, 2011, p. 34; Bavikatte y Bennett, 2015). A continuación, haré una presentación de estos acuerdos y movimientos.

(i) El Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB)

El CDB busca la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica y la distribución justa y equitativa de los beneficios que surgen de la utilización de los recursos genéticos. El CDB parte del valor intrínseco y los múltiples valores instrumentales de la diversidad biológica y sus componentes. Los valores instrumentales mencionados son ecológicos, genéticos, sociales, económicos, científicos, educativos, culturales, recreativos y estéticos.

Aunque el término biocultural no se usa aquí, se pueden establecer conexiones directas entre la diversidad biológica y cultural de las comunidades locales. En el preámbulo, por ejemplo, el CDB señala la interdependencia entre los hábitos de vida tradicionales de las comunidades locales y la diversidad biológica de sus territorios o hábitats (CDB, 1992, p. 1). Además, menciona que los hábitos de vida tradicionales se basan en el conocimiento ecológico tradicional y los valores. Esta referencia explícita al valor del conocimiento y las prácticas ecológicas tradicionales representa una innovación central del CDB. Esta innovación implica un cambio epistemológico en las percepciones de los países representados por la ONU. El CDB, además, exige la participación equitativa de los beneficios obtenidos a través de estos conocimientos y prácticas tradicionales. Finalmente, también demanda una participación equitativa derivada del uso de la diversidad biológica y sus componentes. De esta manera, se establecen relaciones más justas.

Esta reivindicación del valor del conocimiento ecológico tradicional y la participación equitativa de los beneficios como una cuestión de justicia se reafirma como una obligación de las partes contratantes, en el artículo 8, parágrafo j, sobre conservación in situ, donde se valoran especialmente los hábitos de vida tradicionales que favorecen la conservación de la biodiversidad. Por lo tanto, deben ser respetados y preservados. Igualmente, se hace un reconocimiento a las comunidades que poseen estos conocimientos, ya que deben dar su consentimiento para que estos sean utilizados y tienen derecho a recibir una remuneración económica por ello (CDB, 1992, art. 7).

En comparación con las medidas para el desarrollo económico de los países subdesarrollados de las Naciones Unidas formuladas en 1951, el CDB ejerce un cambio que parte de una gran narrativa sobre el progreso económico universal hacia una apreciación y defensa ontológica y política del conocimiento y las comunidades locales. Después de la Segunda Guerra Mundial, la agenda de la ONU descuidó el conocimiento local para alentar el progreso económico (ONU 1951, como se cita en Escobar 1995, p. 3), puesto que los conocimientos y prácticas tradicionales eran obstáculos para lograr el desarrollo económico. Por eso, durante los cuarenta años entre ١٩٥١ y ١٩٩٢, las comunidades locales fueron colonizadas bajo la justificación del discurso del progreso y el desarrollo económico, lo que provocó pérdidas inconmensurables de diversidad biocultural. El pronunciamiento del CDB es un paso necesario para reorientar el antiguo discurso económico y propiciar condiciones para la justicia socioambiental. Este marco legal abre una esperanza para la preservación de la diversidad de la vida en sus múltiples manifestaciones biológicas y culturales. Tal preservación biocultural se exige además en el artículo 10, parágrafo c: cada parte contratante deberá “proteger y alentar el uso consuetudinario de los recursos biológicos de acuerdo con prácticas culturales tradicionales que sean compatibles con los requisitos de conservación o uso sostenible” (CDB, 1992, p. 8).

La convención califica como virtuosos los hábitos de vida de las comunidades tradicionales que promueven la conservación. Si bien no se hace una mención directa del término biocultural, es posible establecer el papel fundamental que han desempeñado los grupos nativos y ancestrales en la conservación.

Como hemos visto, el CDB da grandes pasos hacia la conservación y restauración de la diversidad biológica y destaca como fundamentales los conocimientos y prácticas ecológicas tradicionales. Sin embargo, hay algunos aspectos que no son óptimos. Para empezar, aunque en el primer párrafo del preámbulo se habla del valor intrínseco de la diversidad biológica, lamentablemente en el resto del texto no se desarrolla esta idea; el CDB no define su significado y tampoco muestra las implicaciones que tiene ese reconocimiento. Después del primer párrafo, los valores mencionados son puramente instrumentales, e incluso se utilizan términos que denotan la visión antropocéntrica, por ejemplo, cuando se hace referencia a la naturaleza como recursos biológicos y recursos genéticos.

Aunque el CDB, en su artículo 20 sobre recursos financieros, menciona que los países firmantes deben aportar dinero para llevar a cabo proyectos de conservación de la diversidad biológica y establece que los países desarrollados deben dar ayuda económica a los países subdesarrollados para lograr los objetivos del acuerdo, no señala directamente los diferentes grados de responsabilidad en el deterioro ambiental, pues la huella de carbono de los países desarrollados es mucho mayor que la de los países del sur global. Por lo tanto, el apoyo financiero sigue siendo un acto de buena voluntad y no de justicia social, como realmente tendría que ser.

(ii) Posdesarrollo

Los derechos bioculturales también se nutren de la teoría del posdesarrollo; aquí haré un acercamiento desde los planteamientos de Arturo Escobar. En La invención del tercer mundo: construcción y deconstrucción del desarrollo (2007), Arturo Escobar demuestra eficazmente cómo el desarrollo es una construcción social y los nefastos resultados de su aplicación en los países de América Latina, África y Asia. En su análisis histórico desde la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, muestra la invención de la categoría de países subdesarrollados y las demás categorías implícitas y explícitas en el discurso del desarrollo. Examina el modelo económico que se utilizó para “salvar a los pobres” y muestra que era un modelo pensado desde la perspectiva de los países ricos, totalmente fuera de contexto y, por lo tanto, incapaz de cumplir sus objetivos. La idea de desarrollo profundizó aún más los problemas que se proponía superar. El autor se refiere al problema de la pobreza de esta manera:

Así, la pobreza se convirtió en un concepto organizador y objeto de una nueva problematización. Como toda problematización, la de la pobreza suscitó nuevos discursos y prácticas que conformaron la realidad a la que se referían. Que el rasgo esencial del Tercer Mundo era su pobreza y que la solución era el crecimiento económico y el desarrollo se convirtió en una verdad evidente, necesaria y universal. (Escobar, 1995, p. 24)

En el párrafo anterior podemos ver cómo se produce la transformación ontológica de los países del sur global cuando son categorizados como pobres, tercermundistas y subdesarrollados, y de qué manera el desarrollo económico se presenta como única salvación que podría lograrse a través de una profunda transformación tecnológica. Esta idea de que el desarrollo es un bien universal trae consigo el desprecio y la discriminación de todos los demás hábitos de vida.

En su genealogía del desarrollo, Escobar logra presentar el cambio ontológico que implica la implementación de este tipo de paradigmas y el riesgo que denota considerarlos como verdaderos, universales y objetivos. Posteriormente, en su recorrido por algunas comunidades de países “subdesarrollados”, encuentra una hibridación entre prácticas desarrollistas y prácticas tradicionales, lo que demuestra que, si bien la colonización del modelo desarrollista ha permeado todas las esferas sociales y políticas, las comunidades aún encuentran formas de darles su propio significado. Escobar muestra que las comunidades locales, muy al contrario de lo que propone el desarrollismo, tienen profundas comprensiones de sus propios hábitos de vida y de las relaciones de interdependencia con sus territorios. Es necesario considerar la agencia de las personas, superar las ideas de que son “incapaces”, “ignorantes”, “dependientes”, etc. Estas prácticas de hibridación revelan cómo las sociedades se están adaptando a las nuevas presiones del exterior (homogeneización biocultural), están modificando y ampliando sus propias representaciones del mundo (cosmovisiones) y encontrando un “equilibrio” entre los valores tradicionales y los nuevos valores. Esto resalta el carácter orgánico-sistémico de las relaciones sociales y la imposibilidad de comprenderlas en abstracto de forma teórica.

El principal problema del paradigma del desarrollo es precisamente que parte de la idea de que un único modelo teórico puede aplicarse a todas las comunidades del mundo, tomando como punto de partida los países del norte global y sus procesos que los llevaron a convertirse en potencias industrializadas. Tal enfoque no toma en cuenta que esos países se apropiaron de los recursos de los países del sur global, y que la riqueza que obtuvieron de la colonia y la esclavitud fue en gran medida lo que permitió el éxito de sus economías. Tampoco considera la agencia y las particularidades de los países “subdesarrollados”.

Escobar critica el desarrollo sustentable y el discurso de la biodiversidad, ya que presentan a la naturaleza como reservorio de recursos, lo que mantiene el paradigma del desarrollo y el sistema capitalista. Sería, pues, necesario ir más allá, salir de dicho paradigma buscando y utilizando múltiples formas contextualizadas de comprendernos en el mundo.

Los derechos bioculturales nacen de la comprensión de la necesidad de superar el discurso del desarrollo, promoviendo hábitos de vida tradicionales y otorgando valor a los saberes ecológicos tradicionales de las comunidades locales.

(iii) Derechos de tercera generación o derechos colectivos

Los derechos de tercera generación son un precedente importante de los derechos bioculturales, ya que son ejercidos por colectivos, y solo a través de la concepción de grupos como titulares de derechos es posible otorgar derechos a grupos indígenas, comunidades étnicas y campesinas.

La separación de los derechos humanos en tres generaciones fue utilizada por primera vez por el jurista checo Karel Vasak, a fines de la década de 1970 (Vasak, 1977, p. 29). A pesar de su original carácter eurocéntrico, esta clasificación de los derechos humanos ha sido ampliamente aceptada ya que tiene en cuenta su protección progresiva. Tiene un paralelo con los conceptos centrales de la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad, y puede entenderse como una progresión histórica entre los derechos de primera, segunda y tercera generación.

Los derechos de primera generación están vinculados al concepto de libertad de la Revolución francesa; son los derechos políticos y civiles fundamentales de las personas (Estrada López 2006, 249). Por su parte, los derechos de segunda generación están vinculados al concepto de igualdad de la Revolución francesa; son derechos económicos, sociales y culturales que surgieron después de la Revolución Industrial debido a la desigualdad económica, y también son individuales (Estrada López, 2006, p. 250). Por último, los derechos de la tercera generación están vinculados al concepto de fraternidad de la Revolución francesa. En efecto, también son conocidos como derechos de solidaridad o derechos de los pueblos, y surgieron después de la Segunda Guerra Mundial. Como se mencionó anteriormente, estos son los derechos de los grupos (asociaciones de trabajadores; minorías étnicas, sexuales, religiosas, etc.). Estos derechos implican la intervención positiva del Gobierno para su cumplimiento, lo que los diferencia de los derechos de primera generación que solo necesitan que este se limite a respetarlos. No obstante, la aceptación de estas clasificaciones ha sido y sigue siendo controvertida, especialmente a la hora de determinar la jerarquía de los derechos; por ejemplo, la posibilidad de que los Gobiernos autoritarios utilicen los derechos colectivos para no cumplir con los derechos individuales de primera y segunda generación. Sin embargo, los derechos de tercera generación han sido ampliamente resaltados por diferentes organizaciones y Gobiernos en el ámbito internacional. Este es el caso de la Constitución colombiana. Algunos de los derechos de tercera generación son “(1) el derecho de los pueblos a la libre determinación; (2) el derecho a la paz; (3) el derecho al desarrollo; (4) el derecho a la asistencia humanitaria; (5) derecho a un ambiente sano, y derecho ambiental […] etc.” (Cornescu, 2009, p. 11).

Dos aspectos de los derechos de tercera generación son relevantes para los derechos bioculturales. Primero, la idea de que los grupos puedan ser titulares de derechos. Sin este precedente no sería posible la reivindicación de los derechos de los pueblos originarios y comunidades locales. El segundo aspecto es el reconocimiento del derecho a vivir en un ambiente sano y las normas ambientales. Así, se atiende a la relación entre la salud del medioambiente y la salud de los seres humanos que lo habitan.

(iv) Derechos indígenas y aborígenes

El otorgamiento de los derechos de los pueblos indígenas es de suma importancia para la implementación de los derechos bioculturales, ya que precisamente son los que reconocen la relación de interdependencia entre los hábitos de vida de las comunidades y los hábitats donde se desarrollan; además, en ellos se vislumbra el vínculo entre la diversidad biológica y la cultural. Es fundamental comprender primero que los derechos de los pueblos indígenas van más allá de los derechos colectivos, ya que sus comunidades no pueden entenderse como la suma de individuos; son un “sujeto colectivo” y como tal se debe conceder que poseen valor intrínseco.

Los derechos de los pueblos indígenas han sido un precedente importante para los derechos bioculturales, especialmente el Convenio 169 de 1989 de la OIT y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (ONU, 2007).

El Convenio 169 en su preámbulo señala que los pueblos indígenas han contribuido a la diversidad cultural y a la armonía social y ecológica de la humanidad. De esta manera, la OIT demuestra que los pueblos indígenas han desempeñado un papel fundamental en la conservación de la diversidad biológica y cultural. Además, en el artículo 13 establece que

los gobiernos deberán respetar la importancia especial que para las culturas y valores espirituales de los pueblos interesados reviste su relación con las tierras o territorios, o con ambos, según los casos, que ocupan o utilizan de alguna otra manera, y en particular los aspectos colectivos de esa relación. (Convenio 169 de la OIT, 1989)

La convención acepta entonces el vínculo especial que existe entre los hábitos de vida de las comunidades locales y sus territorios (hábitats), y destaca la necesidad de que estos vínculos sean respetados y protegidos.

La Declaración de la ONU confirma la importancia de las comunidades indígenas para la diversidad cultural y la conservación ambiental. En su preámbulo muestra que, “reconociendo que el respeto por el conocimiento, las culturas y las prácticas tradicionales indígenas contribuye al desarrollo sostenible y equitativo y al manejo adecuado del medioambiente” (ONU, 2007, p. 2). Esta Declaración también acepta la relación especial de los pueblos indígenas y sus hábitos de vida con sus territorios ancestrales. Esto está previsto en el artículo 25:

Los pueblos indígenas tienen derecho a mantener y fortalecer su relación espiritual distintiva con las tierras, territorios, aguas y mares costeros y otros recursos de los que tradicionalmente han sido propietarios u ocupados y utilizados, y a cumplir sus responsabilidades con las generaciones futuras a este respecto. (ONU, 2007, p. 10, art. 25)

Los derechos bioculturales, por tanto, encuentran apoyo en estas declaraciones, especialmente en el reconocimiento de la especial relación entre los hábitos de vida de estas comunidades y sus territorios. Pero este vínculo no solo se da en las comunidades indígenas, sino también en las comunidades campesinas, comunidades negras y otras comunidades locales. En otras palabras, las comunidades que entrelazan su vida con sus territorios crean este tipo de relación de respeto mutuo entre sus hábitos de vida y sus territorios.

(v) La refutación de la tragedia de los comunes

A finales del siglo XX, la hipótesis de la tragedia de los comunes fue muy influyente y ha sido ampliamente estudiada; sin embargo, aún es necesario su análisis crítico en diferentes contextos. A continuación, la describiré de manera concisa y me referiré a algunas de las principales críticas. Este breve análisis crítico es útil para evaluar cómo la hipótesis de la tragedia de los comunes influye en el concepto de derechos bioculturales.

En su artículo fundacional “La tragedia de los comunes”, Garrett Hardin explica que “el problema de la población no tiene solución técnica; requiere una extensión fundamental en la moralidad” (1968, p. 1243). Debido a que la población crece exponencialmente y los recursos naturales son limitados, es necesario poner restricciones a la reproducción humana. Para probar esto, Hardin usa como ejemplo las tierras de pastoreo de ovejas, tomado de William Forster Lloyd. En el ejemplo de Lloyd, las tierras de pastoreo mantenidas como propiedad privada verán su uso limitado por la prudencia del terrateniente para preservar el valor de la tierra y la salud del rebaño. Las tierras de pastoreo en común se saturarán de ganado porque los alimentos que consumen los animales se comparten entre todos los pastores y uno disfruta de las ganancias. En sus palabras:

Ahí está la tragedia. Cada hombre está encerrado en un sistema que lo obliga a aumentar su rebaño sin límite, en un mundo que es limitado. La ruina es el destino hacia el que se precipitan todos los hombres; cada uno persigue su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. (Hardin, 1968, p. 1244)

Hardin dice que, en el caso humano, cada persona actuaría en su propio interés y consumiría la mayor cantidad posible del recurso comúnmente accesible pero escaso, lo que haría que el recurso fuera aún más difícil de encontrar. De esto se puede concluir que la mejor manera de administrar los recursos es aplicar la coerción, limitar los recursos privatizándolos.

Uno de los problemas de la hipótesis de Hardin es que considera que todos los seres humanos actúan según una ética egoísta, guiada por los principios de acumulación de riqueza. Sin embargo, a lo largo de la historia y alrededor del mundo existen ejemplos de comunidades que actúan buscando el bienestar común, como lo explica Elinor Ostrom. Ella critica la hipótesis de Harding a través de investigaciones en laboratorios y en comunidades locales, y demuestra que existen casos exitosos de gestión de recursos comunes. En estos casos, las comunidades pudieron cooperar para explotar los recursos sabiamente sin colapsar, sin regulación jerárquica o privatización (Ostrom, 1998, pp. 494-497, y 2008, p. 2).

Otra académica que analiza la hipótesis de Hardin es Susan Jane Buck Cox, quien argumenta que la tragedia de los comunes es una mala interpretación de un hecho histórico que ha perdurado en el tiempo, ya que de manera implícita sus referentes se basan en las comunidades feudales de Inglaterra en la Edad Media. Buck Cox muestra que en esa época no sucedió lo que propone Hardin, pues si bien los recursos eran comunes, existían reglas para administrarlos y castigos sociales para quienes no las cumplieran. En todos los casos en que se observa sobreexplotación, lo que ha ocurrido es una ruptura de los acuerdos de manejo de esos recursos. Por lo tanto, el ejemplo tergiversa lo que en realidad fue el “triunfo de los bienes comunes” (Buck Cox, 1985, p. 60): el exitoso uso común de la tierra durante muchos siglos. Ella argumenta que los cambios sociales y la innovación agrícola, y no el comportamiento de los plebeyos, llevaron a la desaparición de los bienes comunes.

Vandana Shiva, destacada autora y activista ecofeminista, critica la idea de Hardin de que solo los particulares pueden administrar los recursos. Ella explica que históricamente los bienes comunes han sido administrados por comunidades que utilizan reglas de propiedad común. En su libro Water wars lo explica de la siguiente manera:

Los bienes comunes no son recursos de libre acceso como propone Hardin; se les aplica el concepto de propiedad, pero no a nivel de individuo, sino a nivel de grupo. Y los grupos establecen reglas y restricciones de uso. Las reglas de utilidad social son aquellas que protegen los pastos del pastoreo excesivo y evitan la desaparición de los bosques y los recursos hídricos. (Shiva, 2002, p. 260)

Respecto a la idea de Hardin de que la competencia es la fuerza motriz de las sociedades humanas, Shiva plantea que el principio de cooperación es más importante para las sociedades del tercer mundo: “en una organización social que se basa en la cooperación entre los miembros y en una producción basada en las necesidades, la lógica de la ganancia difiere enormemente de la que prevalece en las sociedades competitivas” (Shiva, 2002, p. 27).

Estas críticas a la tragedia de los comunes son fundamentales para los derechos bioculturales, porque se basan precisamente en la relación de interdependencia de las comunidades locales con sus territorios comunes y los buenos usos de conservación ecológica que estas comunidades han desarrollado a lo largo del tiempo.

Es justamente este componente el pilar de los derechos bioculturales, es decir, solo se reconocen derechos bioculturales a las comunidades locales (indígenas, étnicas y campesinas) que han desarrollado una relación de conservación de los ecosistemas que habitan. Y son estas comunidades las que aportan los fundamentos ontológicos, epistemológicos y éticos sobre los cuales se establecen las políticas públicas, los acuerdos y las sentencias legales. Por tanto, si una comunidad local ha desarrollado sus hábitos de vida mediante una presunción de antropocentrismo, esta se vería reflejada en la canasta de sus derechos bioculturales. En otras palabras, las transformaciones ontológicas solo son posibles en la medida en que las comunidades locales las hayan sustentado. Los derechos bioculturales incluyen una ética de la administración o del cuidado de los territorios, lo que implica una relación de cuidado de la tierra y sus recursos que va más allá de la explotación desmedida que sustenta el paradigma del desarrollo.

Si bien no existe un cuerpo legislativo completo sobre derechos bioculturales, en los últimos años se han utilizado cada vez más, como lo demuestran el Protocolo de Nagoya, la declaración del río Te Awa Tupua como persona jurídica y la Sentencia T622/16 colombiana. En el apartado siguiente se expondrán los aportes más importantes que hacen los derechos bioculturales.

Aportes de los derechos bioculturales

Los derechos bioculturales pueden ayudar a superar las injusticias que se han cometido contra los pueblos indígenas, como lo mencionan Chen y Gilmore, en su artículo “Derechos bioculturales: un nuevo paradigma para proteger los derechos de los pueblos indígenas”.

La idea de los derechos bioculturales es más que una noción legal. Es un nuevo paradigma. La falta de una agenda indígena común ha sido catalogada como uno de los principales obstáculos para la protección exitosa de los derechos indígenas. Por lo tanto, este concepto podría proporcionar un nuevo principio rector general para solidificar y fortalecer aún más el movimiento por los derechos indígenas. A nivel de la ONU, la norma de los derechos bioculturales, si se acepta y difunde, podría ayudar a legitimar la protección holística de los recursos indígenas como un compromiso compartido entre sus agencias operativas, con el objetivo final de ser codificado en un documento internacional jurídicamente vinculante. Cuando se trata de la formulación de políticas nacionales y el discurso académico sobre temas indígenas, este concepto podría ofrecer una nueva perspectiva sobre cómo abordar la protección de los recursos indígenas de manera integral. (2015, p. 10)

Las comunidades étnicas han sido discriminadas desde la colonización; cuando se les han otorgado derechos, estos se han basado en ontologías y tradiciones occidentales. Estos derechos, por tanto, se imponen desde el exterior, sin tener en cuenta sus realidades sociales. Muchas comunidades étnicas tienen ontologías (cosmovisiones) holísticas; sus territorios son comunes y por lo tanto no priorizan la propiedad privada, y lo mismo sucede con los ríos y otros cuerpos de agua que se encuentran en su territorio. Sus tradiciones y prácticas espirituales también son comunales y dependen de los elementos de la naturaleza que los rodea. La conservación de la naturaleza es entonces esencial para la preservación de la cultura de estas comunidades. Los derechos bioculturales buscan abarcar los derechos de las comunidades locales (indígenas, étnicas, campesinas) desde sus cosmovisiones, lo que permite que por primera vez puedan ser tomados en cuenta en los marcos jurídicos nacionales e internacionales.

Otro aspecto importante es que los derechos bioculturales son dinámicos y se adaptan a las circunstancias particulares de cada comunidad. En otras palabras, pueden adecuarse a diferentes circunstancias sociales, ya que diferentes comunidades étnicas tienen diferentes visiones del mundo y necesidades. Esto ayuda a encontrar soluciones prácticas en contextos locales y sociales específicos. Por ejemplo, Giulia Sajeva estipula que

cada comunidad o pueblo tendrá diferentes necesidades en términos de derecho a mantener su forma de vida; la canasta de derechos bioculturales necesariamente variará de un contexto a otro en respuesta a las circunstancias y matices locales. Se puede esperar que existan tales diferencias con las comunidades y las tradiciones de los pueblos, con su relación con los ecosistemas locales, y con su nivel de interacción o conflicto con actores externos. (2015, p. 37)

Los derechos bioculturales ayudan a superar la idea de que el agua es una sustancia abstracta y universal que debe ser controlada mediante la tecnología y la ciencia. Esto se logra al comprender que las circunstancias locales y sociales son coconstituyentes del agua (Linton, 2020; Shiva, 2002), lo que permite percibir que la crisis del agua no es de la sustancia química, sino que es el resultado de las formas en que se administra y distribuye. Además, los derechos bioculturales también permiten lograr una mayor justicia social para las comunidades indígenas y locales al reconocer sus derechos desde sus propias cosmovisiones.

La implementación de los derechos bioculturales se ve como una mejor manera de ejecutar los derechos de la naturaleza. La reivindicación de los derechos bioculturales tanto en Nueva Zelanda como en Colombia genera un nuevo paradigma legal para las comunidades étnicas y locales, puesto que abre la puerta a la participación indígena (y de las comunidades locales) en los marcos legales ambientales respetando los derechos territoriales y colectivos indígenas. También valora los sistemas de conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas y tribales como guardianes de la diversidad biológica (Macpherson et al., 2020, p. 539).

Uno de los aportes más significativos es la creación de la figura de guardianes o tutores de las entidades naturales protegidas, ya que permite a estas personas alzar la voz para defender sus territorios y que legalmente se sancione a los responsables de los daños al ambiente. Sin embargo, como mencionan Erin L. O’Donnell y Julia Talbot-Jones (2018) en su artículo “Creando derechos legales para los ríos: lecciones de Australia, Nueva Zelanda e India”, la personalidad jurídica no es suficiente para transformar la crisis de los ríos. También es necesario que los guardianes de los ríos cuenten con los medios económicos, el conocimiento y el tiempo necesarios para llevar los problemas a los tribunales. Y siempre existe la posibilidad de que el resultado no sea el mejor para los ecosistemas.

Ejemplificación mediante el análisis de la Sentencia T-622/16

En este apartado se presentan las decisiones de la Corte Constitucional de Colombia consignadas en la Sentencia T-622/16, en las que se evidencian las transformaciones ontológicas, epistemológicas y éticas que hacen posibles los derechos bioculturales.

En la cuarta decisión, la sentencia judicial otorga la categoría de sujeto de derechos al río Atrato, lo que permite observar un cambio ontológico de su percepción como mero objeto, al demandar su conservación y restauración. Aunque en los fundamentos filosóficos de la sentencia se menciona la necesidad de proteger al río por sí mismo, en la parte resolutiva solo se señalan argumentos antropocéntricos: el río es posibilitador de la supervivencia de las comunidades y por lo tanto la Corte garantiza los derechos al río, principalmente para proteger la salud humana y los derechos de las comunidades locales (Nemogá, 2016).

En esta misma resolución la Corte crea la figura de los guardianes del río. Así, las comunidades afrocolombianas que habitan este territorio son voceros válidos cuyos hábitos de vida han sido fundamentales en la conservación de sus hábitats durante siglos. Por tanto, deben tener voz en las decisiones que las afectan directamente. Este es uno de los logros más evidentes que ha tenido el fallo. Uno de los guardianes lo explica de la siguiente manera:

No ha habido muchos cambios sustanciales y la implementación de los planes aún no ha sido efectiva. Pero solo han pasado tres años. Y el proceso nos permitió hablar directamente con el Gobierno para que conozcan nuestras perspectivas. Eso es fundamental para nosotros: ser escuchados, compartir nuestros problemas a nivel local y nacional. (Guardián de la comunidad citado en Wesche, 2021, p. 546)

Aquí se puede apreciar otro cambio ontológico: las comunidades pasan de ser agentes pasivos, que solo deben cumplir las leyes, a ser agentes creadores de las políticas que las afectan directamente. Sin embargo, aunque la Sentencia T-622/16 marcó un hito en el derecho colombiano y latinoamericano al reconocer a un río como sujeto de derechos y permitir que las comunidades sean sus guardianes legales, el papel de los tutores en el ámbito legal no ha sido ejecutado. El Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible considera que interponer acciones legales en los tribunales no es su función, ya que es una entidad gubernamental y puede haber un conflicto de interés. Mientras, los guardianes comunitarios desconocen las funciones ya que no solicitaron ser tutores legales; para ellos lo más importante es ser escuchados en la construcción de políticas públicas y que se respeten sus cosmovisiones y saberes tradicionales (Wesche, 2021, p. 49).

La quinta decisión ordena diseñar e implementar un plan para descontaminar las fuentes de agua del Chocó, comenzando por la cuenca del río Atrato y sus afluentes, los territorios ribereños, recuperar sus ecosistemas y evitar daños adicionales al medioambiente en la región. Este plan incluirá medidas como: (i) la restauración del cauce del río Atrato, (ii) la eliminación de áreas de taludes formadas por actividades mineras, y (iii) la reforestación de áreas afectadas por la minería legal e ilegal (Sentencia T-622/16).

Se puede inferir que en esta resolución se presenta una transformación ontológica, ya que no se aísla cada elemento de la naturaleza, sino que la Corte parte de la interrelación entre los diferentes tipos de hábitats: ríos, arenales y bosques; esto es de suma importancia, pues un ecosistema no es un solo organismo, sino un conjunto de organismos y sus interacciones. En este caso, la salud del río depende del bosque porque las hojas que caen a él se convierten en alimento para los peces y otros cohabitantes, como los insectos de agua dulce, que cumplen funciones de limpieza y filtrado del agua, mientras la arena del cauce sirve como hábitat para estos cohabitantes.

En la decisión séptima se ordena al Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural generar un plan de acción integral que permita la recuperación de formas tradicionales de subsistencia y alimentación.

La presentación del plan puede verse como un logro positivo, ya que contó con la participación de diversas entidades gubernamentales, no gubernamentales, académicas y de la sociedad civil, incluidos los guardianes del río. En otras palabras, es el resultado de un diálogo interinstitucional que permite considerar múltiples perspectivas y necesidades. La séptima decisión es un avance significativo para la conservación y restauración biocultural, en la medida en que reconoce la importancia de preservar las tradiciones de las comunidades locales y la conservación de las especies de flora y fauna que han existido en la región.

En estos hábitos de vida tradicionales el componente epistemológico es fundamental, por cuanto las comunidades afrocolombianas poseen conocimiento sobre los cultivos múltiples, los ciclos fluviales y las temporadas de caza adecuadas. Este saber se transmite de generación en generación y ha permitido la conservación biocultural durante cientos de años. En los hábitos de vida tradicionales se evidencia una ética que busca el equilibrio en la vida de todos los cohabitantes, mientras que las prácticas impuestas por el paradigma del desarrollo (tanto legales como ilegales) perjudican la supervivencia de todos los miembros de la comunidad biocultural.

En estas decisiones de la Corte se puede observar una ampliación de los paradigmas ontológico y epistemológico tradicionales, pues se valora a los ecosistemas en su totalidad, al río Atrato como sujeto de derechos, a las comunidades afrocolombianas como voceros válidos y a su conocimiento tradicional como fundamental en la conservación biocultural. A esto se suma la transformación ética que permite limitar las acciones humanas dañinas, en busca de relaciones de respeto a las demás formas de vida y los ecosistemas que las hacen posibles.

Criticas a la teoría de los derechos bioculturales

Si bien los derechos bioculturales se presentan como una teoría que integra la diversidad biológica y cultural en la política pública y en la jurisprudencia (Nemogá et al., 2022), y que eventualmente puede ayudar a superar las injusticias que se han cometido en contra de los pueblos indígenas y las comunidades locales, también son susceptibles de algunas críticas y cuestionamientos; algunos de ellos se mencionan a continuación.

Giulia Sajeva resalta que garantizar derechos a las comunidades locales no implica, ni garantiza, que estas mantengan su estilo de vida sostenible, ya que “es posible que las prácticas, reglas y creencias de los IPLC (pueblos indígenas y comunidades locales) no siempre permanezcan ‘en línea con los objetivos de conservación’” (2015, p. 45).

Lamentablemente, muchas comunidades indígenas y locales han sido permeadas por las ideas globalizadoras del capitalismo, y esto es precisamente lo que las ha puesto en riesgo de extinción. Por eso, cuando se trata de derechos bioculturales, es necesario entender que están ligados a prácticas tradicionales (que han servido para proteger sus ecosistemas durante milenios), las cuales deben ser conservadas. Esto no significa que siempre se pueda garantizar que las comunidades mantendrán intactas sus culturas. Más bien, es una responsabilidad proporcionarles los mecanismos y medios para que sus conocimientos y prácticas tradicionales tengan la posibilidad de continuar. Como no se puede garantizar que siempre estén interesadas en conservar las entidades naturales, es necesario que cuenten con otros defensores.

El anterior cuestionamiento está ligado al mito del “buen salvaje ecológico”, como lo enuncian Ángela Sánchez y Paloma Morales en el texto titulado “Derechos bioculturales: entre la integración y la esencialización de relaciones naturaleza-cultura” (2021). Las autoras explican los problemas que surgen cuando se parte de la idea determinante de que las comunidades locales (en especial los pueblos indígenas) sean considerados como protectores de la naturaleza. El primer problema es “la imposición de cargas y deberes especiales, de los cuales escapa el resto de la población” (p. 104). Y el segundo problema es que “también puede invisibilizar procesos de resistencia de las comunidades étnicas, quienes reivindican sus formas de vida como merecedoras de protección en sí mismas y no solamente en función de la salvaguarda ambiental” (p. 104).

Los derechos bioculturales se basan en la idea de que existen comunidades locales que han desarrollado relaciones de respeto y cuidado de la naturaleza; sin embargo, esto no implica necesariamente una visión ingenua que asume que todas hayan creado este tipo de vínculo. Empero, las interpretaciones de tales derechos posiblemente retornen a este tipo de estereotipos que pueden perjudicar a las comunidades. Además, como lo expresan las autoras, los derechos que han ganado estos grupos indígenas y étnicos son el resultado de arduos procesos y luchas sociales, y el valor de ellos no depende de su relación con la naturaleza. Por lo tanto, es necesario que se den los cambios ontológicos que permitan valorar a estas comunidades en sí mismas. Es decir, que la población general pueda entenderlas con sus propias especificidades y valorar su existencia como parte de la diversidad biocultural.

Otra de las críticas que plantean Sánchez y Morales es que:

Los derechos bioculturales no logran superar la comprensión de la naturaleza como objeto de dominación y apropiación por parte del ser humano, al definirla como reservorio de recursos, y someter estos bienes a la lógica del mercado y su sostenibilidad. Por ejemplo, mediante el discurso del desarrollo sostenible. (2021, p. 106)

Esta crítica está relacionada con la visión instrumental de la naturaleza que ha sido impuesta desde la modernidad, en la cual la naturaleza y todas las entidades naturales son despojadas de cualquier valor intrínseco y solo se ven como recursos a ser explotados infinitamente. Los derechos bioculturales heredan esta instrumentalización del marco del derecho convencional. Sin embargo, al involucrar las cosmovisiones de las comunidades locales se puede ampliar esta concepción, ya que muchas de ellas entienden la naturaleza como parte de su familia y, por lo tanto, como digna de respeto. En la Sentencia T-622/16 la Corte colombiana reconoce el valor intrínseco que para las comunidades tiene el río, pero no es posible ver una comprensión clara de esa postura; el documento se queda solamente en su enunciación. Sería importante que el marco legal estableciera diálogos con las comunidades locales para ampliar su visión sobre la naturaleza, ya que este mismo problema (la incapacidad de entender el valor intrínseco) surge cuando se habla de derechos de la naturaleza.

El ultimo cuestionamiento que Sánchez y Morales presentan es el siguiente:

Los derechos bioculturales como cualquier otra categoría social, no está exenta de permeabilidad por centros y asimetrías en la distribución de poderes en la sociedad. Especialmente, el afán regulatorio de marcos para la garantía de estos derechos ha terminado por darle continuidad a los instrumentos convencionales que ya han probado su insuficiencia. (2021, p. 108)

Este cuestionamiento es de suma importancia, puesto que los derechos bioculturales podrían ser empleados para limitar ciertas actividades sin que se tengan en cuenta las necesidades de las comunidades afectadas. Es decir, los derechos bioculturales podrían ser utilizados por grupos de poder para alcanzar sus propios fines.

Es necesario tener en mente este llamado de atención para no glorificar los derechos bioculturales desproporcionadamente. Pese a lo anterior, cabe expresar que estos han sido el fundamento para garantizar derechos a las comunidades sobre sus territorios tanto en Nueva Zelanda como en Colombia, lo que ha posibilitado que entren en diálogo las cosmovisiones de comunidades locales y los marcos legales.

Conclusión

La crisis ambiental ha generado la necesidad de buscar soluciones jurídicas reales que lleven a cabo una transformación de este problema. Es así como surge la figura de los derechos bioculturales. La bioculturalidad expresa los vínculos indisolubles entre la diversidad biológica y cultural, y muestra cómo los seres humanos hemos coevolucionado con los ecosistemas que habitamos y, por tanto, su conservación depende de la preservación de las culturas humanas y viceversa. Hay evidencia de que en los territorios donde hay mayor diversidad cultural también hay mayor diversidad biológica. Esto nos permite comprender que muchas comunidades han aprendido a vivir de manera sostenible, mediante el uso de conocimientos y prácticas que se han transmitido de generación en generación durante milenios. Los derechos bioculturales surgen, entonces, como una herramienta que busca agrupar los derechos de las comunidades indígenas y locales para garantizar la justicia social y permitir su conservación, y por ende la conservación de los ecosistemas.

Reconocer los derechos bioculturales implica reconocer el vínculo que existe entre todos los elementos de la naturaleza y las tradiciones y culturas de las comunidades locales. Por tanto, permite superar la separación que hace el ordenamiento jurídico tradicional entre el derecho a la propiedad privada, a la propiedad intelectual, a un medioambiente sano, al agua, etc., ya que para estas comunidades indígenas y étnicas no se trata de ámbitos divididos, y también el territorio y su cultura son bienes colectivos. De esta forma, las comunidades indígenas encuentran un espacio en los ordenamientos jurídicos, y logran mayor justicia y respeto por sus tradiciones.

La principal virtud de los derechos bioculturales es que han permitido a las comunidades locales ser partícipes en la redacción de las políticas públicas y planes de acción. Los aspectos filosóficos implícitos en esta canasta de derechos son las transformaciones ontológicas de la naturaleza como sujeto de derechos —aunque no se entienda realmente como valiosa en sí misma, es el primer paso hacia una percepción menos antropocéntrica—, la aceptación del valor epistemológico de los conocimientos ecológicos tradicionales de esas comunidades, la ampliación hacia una ética del cuidado de la naturaleza basada en las cosmovisiones de las comunidades locales, y la dignificación de las comunidades locales al ser reconocidas como guardianes de la naturaleza y voceros en los ámbitos legales y gubernamentales.

Es importante también tener en cuenta las críticas que se hacen a los derechos bioculturales para que no lleguen a perjudicar a quienes inicialmente se pretende proteger.

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Notas

* Este artículo es una adaptación de uno de los capítulos de mi tesis de doctorado en University of North Texas (Estados Unidos), titulada Epistemological, Ontological, and ethical Dimensions of Biocultural Rights: The Case of the Atrato River, Colombia, aprobada en agosto de 2022.

** Doctora en Filosofía, University of North Texas (Estados Unidos). valengonmorales@gmail.com

1 Todas las traducciones al español son propias.