Fuentes y bases teóricas de los derechos de la naturaleza*


Abstract

Este artículo explora algunos de los elementos conceptuales más importantes de los derechos de la naturaleza, así como momentos históricos clave en su desarrollo. La discusión se centra en varios casos que se examinan con mayor detenimiento, como la Constitución ecuatoriana y la Ley Te Urewera de Aotearoa (Nueva Zelanda). Mediante este análisis, el artículo ofrece nuevas pistas para una clasificación de los diferentes tipos de derechos de la naturaleza, así como un estudio de la importancia de su alcance (municipal, regional, nacional, etc.). Además, se revisa la cuestión del pluralismo jurídico y la estructura inherentemente política de los derechos de la naturaleza. En conjunto, estas contribuciones ofrecen un panorama general del estado actual de los estudios sobre los derechos de la naturaleza hasta la fecha e importantes orientaciones para futuras investigaciones.


This article surveys some of the most important conceptual elements of the rights of nature and some key historical moments in their development. It roots the conceptual discussion in several cases examined more closely, including the Ecuadorian Constitution and the Te Urewera Act of Aotearoa New Zealand. Through this analysis, the article offers new clues towards a classification of different kinds of rights of nature, as well as an analysis of the importance of the level of the law (municipal, regional, national, etc.). It further discusses the issue of legal pluralism and the inherently political structure of the rights of nature. Taken together, these contributions provide an overview of the current state of rights of nature studies to date and important directions for future research.


Neste artigo, são explorados alguns dos elementos conceituais mais importantes dos direitos da natureza, bem como momentos históricos-chave em seu desenvolvimento. A discussão se foca em vários casos que são analisados detalhadamente, como a Constituição equatoriana e a Lei Te Urewera de Aotearoa (Nova Zelândia). Por meio desta análise, o artigo oferece novos caminhos para uma classificação dos diferentes tipos de direitos da natureza, bem como um estudo da importância do nível do direito (municipal, regional, nacional, etc.). Além disso, revisa a questão do pluralismo jurídico e da estrutura inerentemente política dos direitos da natureza. Em conjunto, essas contribuições oferecem um panorama do estado atual dos estudos sobre os direitos da natureza até a data e importantes orientações para futuras pesquisas.


Río Amazonas en temporada de aguas bajas, Colombia. Fotografía de Diego Samper.

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Introducción

Este artículo examina los orígenes y las bases teóricas de los derechos de la naturaleza1. Comenzará con las diversas genealogías intelectuales de esta idea y de su aplicación en diferentes contextos, antes de analizar los problemas conceptuales que están en juego. Por último, mostrará cómo estos problemas son clave para entender la complejidad de los casos relacionados con los derechos de la naturaleza tanto en la actualidad como en el futuro. Se utilizarán ejemplos prácticos de forma selectiva, con el fin de ilustrar algunos elementos conceptuales. Por tanto, este trabajo no debe interpretarse como un análisis exhaustivo de la aplicación práctica de los derechos de la naturaleza, sino como un estudio de los elementos conceptuales clave que están presentes, en mayor o menor medida, en muchos casos.

La tesis que se desarrolla en este escrito es que los derechos de la naturaleza, en estas primeras etapas de su desarrollo, presentan componentes conceptuales prometedores que, a la vez, suelen resultar contradictorios, de modo que sería útil examinarlos de forma más crítica con miras a su futura aplicación. Los argumentos presentados aquí no agotan la posibilidad de futuros análisis conceptuales; muy por el contrario, revisarlos no es más que un paso hacia la necesaria y continua reflexión sobre esta nueva práctica jurídica y política. En lo que sigue, me sitúo en una suerte de escepticismo constructivo, con la intención de ampliar los límites de los análisis teóricos y, así, concebir nuevos problemas, nuevas situaciones que nos hagan detenernos y volver a pensar.

1. Bases teóricas

1.1. Christopher Stone y la legitimidad en la causa

Existen diversas propuestas sobre el origen de la idea de los derechos de la naturaleza, cada una con sus propios compromisos conceptuales. La postura más dominante frente a la genealogía intelectual de estos derechos los remonta a la obra del jurista estadounidense Christopher Stone. En su artículo de 1972 titulado “Should Trees Have Standing? – Toward Legal Rights for Natural Objects”, Stone sostenía explícitamente que el medioambiente podía gozar de derechos legales2. Esta línea de pensamiento sería posteriormente desarrollada por el autor en su libro Should Trees Have Standing? Law, Morality and the Environment, de 2010. Los argumentos de Stone siguen siendo muy influyentes, así que tiene sentido empezar por aquí.

Lo que indujo a Stone a reflexionar sobre este asunto fue una demanda presentada por el Sierra Club3. En el caso Sierra Club vs. Morton,

el Servicio Forestal de EE. UU. había concedido un permiso a Walt Disney Enterprises, Inc. para “desarrollar” Mineral King Valley, un área silvestre en las montañas de Sierra Nevada de California, mediante la construcción de un complejo de 35 millones de dólares que incluiría hoteles, restaurantes e instalaciones recreativas. El Sierra Club sostuvo que el proyecto afectaría negativamente al equilibrio estético y ecológico de la zona, e interpuso una demanda de cesación. (Stone, 2010, p. xiii)

El Circuito Noveno dictaminó, no obstante, que el Sierra Club no tenía legitimidad en la causa para presentar la demanda. Una apelación se presentó ante la Corte Suprema, que acabó dándole la razón al Circuito Noveno, si bien el juez Douglas escribiría un salvamento de voto, hoy famoso, basado en la argumentación jurídica de Stone.

El argumento básico de Stone consistía en que el Sierra Club no presentó la demanda en nombre del Mineral King Valley porque buscara proteger el interés estético del Club, sino que su intención era proteger la integridad del lugar en sí mismo. Sin embargo, la doctrina estadounidense sobre la legitimidad en la causa no les permitía demandar porque no podían demostrar que la construcción propuesta los afectaría directamente. La legislación estadounidense no daba cabida para demandar en nombre de un entorno natural en sí mismo, independientemente del daño que sufriera la persona que presentara la demanda. En este orden de ideas, Stone argumentó que tendría sentido permitir que la legitimidad en la causa aplicara directamente a las entidades naturales que el Sierra Club trataba de proteger4.

Stone demostró de una manera convincente que organizaciones como el Sierra Club habían tenido que recurrir a subterfugios para justificar su legitimidad en la causa (por ejemplo, alegando “perjuicio estético”). Argumentó que sería mucho más sencillo si, de entrada, la ley reconociera las motivaciones de organizaciones como esta y concediera legitimidad en la causa a las entidades naturales por sí mismas. Basándose en el artículo de Stone, el salvamento de voto escrito por el juez Douglas señalaba que “la preocupación del público por proteger el equilibrio ecológico de la naturaleza debería conducirnos a conferir legitimidad en la causa a los objetos del entorno natural para demandar por su propia preservación” (como se citó en Stone, 2010, p. xiv). En su obra, Stone subrayaba que esto es mucho menos radical de lo que parece a primera vista. De hecho, hay muchas entidades no humanas e incluso no animadas que sí gozan de legitimidad en la causa: los barcos y las empresas, por ejemplo. Así pues, la historia particular de los derechos de la naturaleza enraizada en la obra de Stone parte de una preocupación por demostrar dicha legitimidad. Esta preocupación tiene sentido para el sistema jurídico de los Estados Unidos, pero no para el interés público medioambiental sobre la legitimidad en la causa de otras jurisdicciones del mundo, donde se ve obviada.

Aunque la legitimidad en la causa no represente un problema en otras jurisdicciones, ocuparse de ella es fundamental en lo relativo a los derechos de la naturaleza. La discusión está en que, aunque se le conceda legitimidad en la causa, una naturaleza sin derechos no goza de la legitimidad moral que merece y, por tanto, sus intereses se interpretarán, inherentemente, desde una mirada antropocéntrica. La idea de que la legitimidad en la causa y la legitimidad moral pueden lograrse concediendo derechos a la naturaleza pretende, por tanto, inducir el derecho hacia prácticas ecocéntricas (más adelante se hablará de ello). De esta manera, debemos examinar más detenidamente los problemas que suscita la relación entre ambas.

1.2. Personalidad jurídica y moral

Conferir legitimidad en la causa a determinada cosa no supone ningún problema. El único factor limitante, por así decirlo, es qué resulta merecedor de dicha legitimidad según las consideraciones —pragmáticas— de las personas con la facultad de otorgarla. Para defender este punto, es útil mostrar que la legitimidad en la causa viene acompañada de la creación de una personalidad jurídica: quien sea o lo que sea que tenga legitimidad en la causa se convierte, por ello, en una “persona” ante la ley. La personalidad jurídica y la legitimidad en la causa constituyen un conjunto; no se puede tener una sin la otra.

Según algunos juristas (Grear, 2013; Naffine, 2003, 2009, 2011 y 2017), la personalidad jurídica es otorgada por la ley de manera bastante fluida y maleable. Esto significa que una persona jurídica es aquella entidad que la ley declara como tal. Lo que resulta interesante aquí es entonces por qué, según la ley, ciertas entidades pueden tener personalidad jurídica, mientras que otras no. Y es precisamente en este terreno en el que surgen los derechos de la naturaleza. Tanto en el campo de su defensa como en el de la teoría, quienes abogan por los derechos de la naturaleza argumentan que no hay razones válidas a priori para asignar personalidad jurídica a ciertas entidades, pero no a la naturaleza.

Para Stone, como para muchos de sus adeptos, la cuestión de la legitimidad en la causa de la naturaleza está intrínsecamente ligada a su estatus moral: la naturaleza debe tener dicha legitimidad porque es moralmente digna de ella5. En palabras de Stone,

existe una especie de red continua: habrá resistencia a concederle “derechos” a una cosa hasta que pueda ser vista y valorada por sí misma; sin embargo, es difícil verla y valorarla por sí misma hasta que logremos otorgarle “derechos”, lo cual casi inevitablemente sonará inconcebible para un amplio grupo de personas. (Stone, 1972, p. 456)

Según esto, la personalidad moral y la personalidad jurídica parecieran relacionarse de forma vectorial: si algo se tiene en consideración moral, entonces es apto para recibir legitimidad en la causa; y a la inversa, conceder legitimidad en la causa debería hacer más laxo el imaginario de lo moral. Sin embargo, esta línea de pensamiento no se respalda del todo por la aplicación del derecho, ni por el modo en que se da la consideración moral6. Esto no quiere decir que algunas entidades que gozan de consideración moral no reciban estatus jurídico por ese motivo. Tampoco quiere decir que la ley no influya en el desarrollo de la moral. Pero sí quiere decir que no existe una relación automática entre ambas.

La forma más fácil de verlo es pensar en entidades que tienen legitimidad en la causa sin gozar, a pesar de ello, de consideración moral. Los barcos y las corporaciones, por ejemplo, no la obtienen por el mero hecho de tener legitimidad en la causa. A la inversa, muchas culturas extienden la consideración moral a sus ancestros y a los espíritus, sin que ello se traduzca en darles un estatus jurídico afín al concepto de persona jurídica. En definitiva, aunque a lo largo de su historia la legitimidad en la causa y la consideración moral estén enmarañadas dentro de los derechos de la naturaleza, habría que cuestionar en sí mismo este embrollo, antes que asumirlo7. Mi postura es que debe analizarse caso por caso, en vez de pensarse como una característica automática de los derechos de la naturaleza como tales.

Por la misma época en que Stone escribía su famoso artículo jurídico, Godofredo Stutzin desarrollaba las bases de la defensa del medioambiente en Chile8. Ya en 1973 escribió artículos en los que defendía los derechos de la naturaleza. Sus argumentos eran similares a los de Stone, pero también presentaban un énfasis diferente que sigue influyendo en la teoría y en la aplicación de los derechos de la naturaleza en el presente.

La principal preocupación y contribución teórica de Stutzin se manifiesta en el argumento de que los derechos de la naturaleza representan un giro ecocéntrico en la historia del derecho. Stutzin consideraba que estos derechos respondían a lo que él llamaba un “imperativo ecológico” y sostuvo que otorgarle derechos a la naturaleza “implica necesariamente la superación del tradicional enfoque antropocéntrico del derecho” (como se citó en Martínez Dalmau, 2019, p. 41). Esta formulación, aparentemente sencilla, ha tenido consecuencias de gran envergadura en la manera de comprenderlos y, por tanto, también en la forma en que se redactan las disposiciones legales.

Si, como sostiene Stutzin, los derechos de la naturaleza implican necesariamente una postura ecocéntrica, entonces potencialmente anteponen el medioambiente a los intereses y consideraciones humanas, en la medida en que existe un conflicto entre valorar la naturaleza por sí misma y valorarla instrumentalmente. Esto querría decir que es a través de otorgarle derechos a la naturaleza como se pueden arreglar los problemas medioambientales dado que la ley se vería obligada a considerar el medioambiente independientemente de los intereses humanos. Esta línea de argumentación está presente en la mayoría de las teorías sobre los derechos de la naturaleza actuales. El presupuesto de que los derechos de la naturaleza son ecocéntricos es uno de las más patentes en las discusiones académicas de la actualidad9.

“Resulta cada vez más evidente”, escribió Stutzin, “que, si queremos soluciones viables y duraderas a los problemas ecológicos que hemos creado, no podemos seguir ignorando la existencia de una naturaleza con intereses propios” (Stutzin, 1984, p. 97). Según esto, cuando los seres humanos formulan los derechos de la naturaleza están reconociéndolos, no creándolos ni concediéndolos. El papel del ser humano en ello no es diseñar mecanismos jurídicos, sino utilizarlos para traducir lo que ya es. Siguiendo esta línea argumentativa, la consideración moral de la naturaleza implica evidentemente su legitimidad en la causa, ya que ambas son inseparables. Además, una vez que el derecho se pone al día con el hecho supuestamente obvio del estatus moral de la naturaleza, los problemas ecológicos pueden resolverse debido a esta alineación del derecho con la sensibilidad moral.

Este marco general para la defensa y teoría de los derechos de la naturaleza ha sido muy duradero y potente. Yo diría que la influencia de Stutzin sobre ellos, aunque mucho menos reconocida que la de Stone, ha sido hasta ahora más marcada. Al menos, tuvo una gran influencia en una de las primeras codificaciones de estos derechos, en la Constitución de Ecuador de 200810. En la historia intelectual específica de los derechos de la naturaleza en ese país, estos tienen sus raíces, en parte, en el activismo indígena ligado a los derechos territoriales y en la adopción de sumak kawsay (“buen vivir”) como modelo de desarrollo. El ecocentrismo que defendía Stutzin encontró una expresión potente e influyente entre la sociedad civil ecuatoriana asociada a este movimiento11.

Si bien la obra de Stone se encuentra igualmente arraigada tanto en el pragmatismo de la legitimidad en la causa como en la moralidad de la persona jurídica, para Stutzin se trataba de corregir un error. En su perspectiva el concepto de derecho se aproxima a la idea más antigua de derecho natural, es decir, a la forma correcta de algo y su correcto tratamiento, tal como lo dicta la propia naturaleza. Para Stutzin, el hecho mismo de que la naturaleza fuera persona exigía reconocerle sus derechos.

La persona jurídica, en términos estrictamente legales, es una ficción que puede otorgarse a muchos tipos de entidades en la medida en que la ley lo considere necesario12. Pero los mismos términos persona o personalidad jurídica ya apuntan hacia las huellas morales que están grabadas en este concepto legal13. Stutzin no habla de la posibilidad de dar a la naturaleza el tratamiento de entidad jurídica, sino de cómo sus cualidades como persona exigen un reconocimiento de sus derechos14.

1.3. Teología de los derechos

La argumentación de Stutzin encontró otra expresión a través de una tradición espiritualista que teologiza el reconocimiento del valor inherente de la naturaleza mediante el concepto de derechos. El más influyente de los primeros defensores de una versión ecoteológica de los potenciales derechos de la naturaleza fue Thomas Berry (1914-2009), quien se basaba en una larga tradición que a su vez teologizaba la idea de derechos, enraizada en el concepto de derecho natural. Berry influyó decisivamente en la obra de Cormac Cullinan, quien se convirtió, gracias a su libro Derecho salvaje (2002/2019), en un pilar fundamental para la investigación y la práctica relacionadas con los derechos de la naturaleza.

La narración propuesta por Berry queda ejemplificada en el título de su último libro, The Great Work (La Gran Creación) (2011). Como culminación de su actividad, este reunió las ideas que había presentado en una serie de publicaciones anteriores, así como a través de la docencia y de sus presentaciones públicas. Para propósitos de este artículo, varios elementos de su explicación del universo resultan relevantes.

El relato de Berry es una gran narración acerca del “Universo”. Se deriva directamente de la teología, que se interesa por el nivel de explicación más alto para los fenómenos observables. Con el deseo de reconciliar la teología cristiana y la ciencia moderna, especialmente la cosmología y la ecología, Berry se centró en una narración que explicaba la forma en que el universo —la unidad más grande posible— llegó a existir y evolucionó. También se basó en teorías científicas, como la de la evolución, y acopló la teología en torno a ellas (tal como, Teilhard de Chardin, figura influyente en su pensamiento). Así, en lugar de un universo teológico que organiza las cosas según el plan de Dios, Berry defendía un universo evolutivo creado por Dios precisamente para autogenerarse15.

Berry consideraba que el universo era una unidad. Este principio es una forma de conciliar la unidad teológica de la creación (un creador y una creación) con las interrelaciones que la ecología había ido descubriendo desde sus inicios en el siglo XIX. Se piensa que tal interrelación encaja en la idea teológica de la unidad al interpretar el universo como una comunidad: dado que todo está relacionado con lo demás, todo debe participar en la gran comunidad del ser (en la Gran Creación).

Debido al papel privilegiado del ser humano dentro de la creación, es solo a través de la conciencia humana que esta gran comunidad puede conocerse a sí misma. Por ello, la humanidad se encuentra en una posición de responsabilidad, lo que nos convierte en guardianes del gran misterio16. La yuxtaposición de las ideas de unidad y comunidad, junto con privilegiar la conciencia humana, conduce a una imagen del mundo que es jerárquica (en la tradición teológica de la Gran Cadena del Ser17) y, a la vez y por su propia cuenta, ecocéntrica. No obstante, los fundamentos teológicos del argumento ponen en duda la distinción ecocéntrico-antropocéntrico porque, en última instancia, es responsabilidad de los seres humanos mantener el orden de la creación reelaborando su ley para que se alinee con el carácter interrelacionado de una comunidad universal.

La visión de comunidad de Berry parece inspirada en la idea de ecosistema que propuso la ecología de principios del siglo XX. Se trata de una interpretación centrada en el hecho de la interrelación, que además recoge conceptos ecológicos que guardan coherencia con compromisos teológicos. En Derecho salvaje, Cullinan extrae de la teología de Berry varios derechos de la naturaleza que, según él, son los más fundamentales: el derecho a existir, a tener un hábitat y a evolucionar como parte de la comunidad terrestre. Los derechos de Cullinan, en tanto préstamos de la teología de Berry, se predican a nivel de la totalidad y presuponen la existencia de una “comunidad terrestre”. Hasta el día de hoy, este razonamiento ha tenido una profunda influencia en varios casos de derechos de la naturaleza.

La historia de los derechos de la naturaleza que va de Stutzin a Berry, y luego a Cullinan, difiere bastante de la obra de Stone. Podría decirse que Stone era un pragmático, que realmente no desarrolló el concepto de naturaleza como una totalidad, en oposición a un espacio o a determinado tipo de cosa para los que podría aplicar la legitimidad en la causa. Para Stone, en la práctica, tal legitimidad es aplicable a cualquier cosa; y, si las personas quieren hablar en nombre del medioambiente, la ley puede acomodarse a su deseo18. Sin embargo, la historia ecoteológica que he esbozado brevemente busca, más bien, proporcionar un marco que subsuma cualquier situación dentro de la Gran Creación, aquella totalidad que impone una serie de “derechos fundamentales” que deben ser reconocidos (en lugar de concedidos). Cullinan utiliza de forma reveladora la expresión “Gran Jurisprudencia” para describir su marco, haciendo una referencia directa a Berry19.

En otro de los primeros trabajos sobre el concepto de derechos de la naturaleza, Roderick Nash (1989) analizó cómo surgió esta idea en el mundo anglosajón a partir de nociones precedentes del derecho natural, modificadas sucesivamente a través de revoluciones relacionadas con los derechos humanos (el abolicionismo y los derechos de la mujer, en primer lugar), las teorías de los derechos de los animales y, finalmente, los derechos de la naturaleza mismos. Aunque Nash se adhería a la idea de un “círculo de consideración moral en expansión”, mostró, no obstante, el fino entramado que mantiene unidos a pensadores y tradiciones —aparentemente divergentes— en torno a la idea de que los derechos son un reconocimiento de algo que ya está allí, y que este reconocimiento puede ampliarse sin límites (para terminar abarcándolo todo).

Nash mostró, además, cómo la teología nunca fue ajena al pensamiento ecológico en sus inicios, ni al influyente debate sobre el valor inherente de la naturaleza. El paso del siglo XIX al XX fue un periodo fructífero para la fusión de la ecología con las teorías del valor y la teología. Por ejemplo, John Muir —el célebre padre de los parques nacionales de los Estados Unidos— derivó explícitamente los valores que consideraba inherentes al mundo natural del “hecho” de la creación. Muir fue miembro fundador del Sierra Club, el mismo que inspiraría el pensamiento de Stone.

Las líneas intelectuales esbozadas hasta ahora no son sino las más dominantes y mejor documentadas. En mi opinión, que una historia intelectual sea dominante significa que influye silenciosamente en las formas como se desarrollan múltiples derechos de la naturaleza. Hoy, muchos ejemplos de estos derechos comparten una u otra de las características básicas que señalaron las diferentes genealogías descritas anteriormente.

Sin embargo, estas historias no agotan todos los posibles elementos que han tenido una gran influencia en los derechos de la naturaleza. Las tradiciones orales y las prácticas ad hoc son igual de importantes, como veremos más adelante. También lo son las normas jurídicas dominantes en las distintas jurisdicciones que juegan con la idea de conceder derechos a la naturaleza. El activismo judicial, por ejemplo, puede, o no, desempeñar un papel en su desarrollo, dependiendo en gran medida de si dicho activismo es posible dentro de determinado sistema jurídico. Del mismo modo, la sociedad civil organizada ejerce una influencia constante cuando aboga por los derechos de la naturaleza, imprimiendo así sus propias historias culturales dentro de esta práctica. Así, pues, de escribirse dentro de veinte años, la historia de estos derechos seguramente tendrá un aspecto muy diferente.

1.4. Pluralismo jurídico

Un fundamento teórico y práctico especialmente destacado (como veremos más adelante) de los derechos de la naturaleza ha sido su conexión tanto con el activismo como con las tradiciones filosóficas indígenas. Varias propuestas y elementos conceptuales merecen atención aquí. El punto de vista dominante consiste en que la relación entre la indigeneidad y los derechos de la naturaleza está presente, simultáneamente, en el activismo y en la filosofía. En términos más generales, la posible combinación del derecho occidental con el indígena ha cobrado una creciente relevancia, dando lugar a una tradición académica de pluralismo jurídico cada vez más orientada a la práctica. Me propongo abordar aquí estas importantes cuestiones.

Quiero discutir los pluralismos jurídicos en lo que respecta a los derechos de la naturaleza específicamente; no obstante, es importante notar que esto no es más que una sub-preocupación dentro de un movimiento mucho más amplio para reconocer diversas tradiciones legales. La idea básica es que el derecho occidental, dominante en prácticamente todos los territorios indígenas, puede y debe ser visto como uno entre muchos sistemas diferentes de derecho. La tarea, entonces, es buscar híbridos que abran mayor espacio a los pueblos antes excluidos. La creación de un espacio dentro del derecho es crucial porque el derecho mismo ha sido un instrumento primario de exclusión.

Así, pues, una de las cuestiones más destacadas para nuestro debate es hasta qué punto la supuesta afinidad del pensamiento indígena con los derechos de la naturaleza sirve para avanzar en la agenda del pluralismo jurídico. ¿Cuánto pueden lograr estos derechos en términos de dar cabida a las diferentes tradiciones del derecho indígena, con el fin de cambiar sustancialmente la teoría y la práctica legal?

La percepción de que los derechos de la naturaleza se traducen o surgen directamente del pensamiento indígena es casi universalmente aceptada. He argumentado en contra de la prevalencia de este punto de vista20, por lo que aquí quiero resumir los puntos principales que, en mi opinión, complican esta relación más de lo que se ha pensado hasta ahora. Me centraré en la idea de la persona jurídica, indispensable para los derechos de la naturaleza, así como en el propio concepto de derechos.

Como Joanna Bourke (2011) y Costas Douzinas (2000) han demostrado en repetidas ocasiones, la persona jurídica se ha modelado a partir de una versión idealizada de un ser humano cuyas características han ido de la mano con las de las clases sociales dominantes. Igualmente, Naffine (2003 y 2011), Grear (2013) y Davies (2012) apoyan la idea de que la personalidad jurídica y su implicación automática en la teoría y en la práctica de los derechos deriva originalmente de los criterios que definen un “individuo humano normal”. Arstein-Kerslake (2017) ha mostrado cómo el modelo de persona jurídica ha excluido habitualmente a sujetos con discapacidad o con identidades que difieren del estándar moral inherente al concepto. Lo que quiero resaltar aquí es que, en la historia del liberalismo, esta idea de conformidad con un estándar supone asumir a la persona como individuo. Por lo tanto, los derechos de la persona jurídica son principalmente los derechos de un individuo en tanto que individuo.

El individuo es una categoría tanto moral como jurídica: en la teoría liberal, es la unidad principal de preocupación y las tradiciones políticas y jurídicas occidentales están comprometidas con la defensa de su primacía (Bonilla Maldonado, 2021). La persona jurídica no puede sino participar en esta historia, sacando de ella sus credenciales intelectuales. Quizás esto resulte más claro aquí que en la doctrina de los derechos humanos. A pesar de sus diversos méritos (no son los méritos de los derechos lo que aquí se discute, sino sus elementos conceptuales), los derechos humanos son derechos de individuos, y se aplican de manera diferencial según los individuos concretos de que se trate.

Los pobres, por ejemplo, están sistemáticamente excluidos de los derechos humanos de los ricos. Como he argumentado antes, las minorías étnicas, las personas colonizadas, las mujeres que se encuentran en la intersección de factores sociales y económicos desventajosos, todos tienen los mismos derechos en teoría, pero estos resultan diferentes en la práctica (Tănăsescu, 2022). La idea de una persona jurídica que va de la mano con la individualización de los derechos mantiene, por tanto, —más allá de su innegable evolución— cierta conexión con su historia moralista.

La personalidad jurídica de la naturaleza surge de esa historia. Y tradicionalmente ha acompañado el concepto de derechos; ambos son separables tan solo analíticamente. Pero mirémoslo por el otro lado: ¿en qué punto del pensamiento indígena particular que ha sido influyente en los derechos de la naturaleza podemos encontrar la idea de la naturaleza como una persona moral que merece reconocimiento legal del tipo que ahora se otorga? Existen, sin duda, tradiciones indígenas que el pensamiento occidental ha traducido como si reconocieran la personalidad jurídica de la naturaleza. Las andinas, por ejemplo, importantes en los casos de Ecuador y Bolivia, atribuyen características al mundo natural que pueden ser análogas a la personalidad jurídica. La Pachamama figura en la Constitución ecuatoriana como sinónimo de Naturaleza y Madre Tierra.

Hay múltiples y diversas tradiciones indígenas y no deben amalgamarse todas bajo un solo tipo de indigeneidad. Algunas de estas tradiciones no han sido históricamente muy respetuosas con la naturaleza, punto que las discusiones sobre los derechos de la naturaleza suelen pasar por alto. Sea como sea, en los casos revisados hasta ahora evidentemente ha habido participación indígena, que en otro lugar he llamado “estratégica” (Tănăsescu, 2015). Y en particular en estos casos, uno de los hilos conductores ha sido un cierto arraigo a territorios específicos que forman parte de una familia de relaciones más-que-humanas21.

La Naturaleza o la Madre Tierra son conceptos generales más allá de instancias específicas, que se asemejan a aquella totalidad discutida anteriormente. Marisol de la Cadena (2015), por ejemplo, desarrolla la relación entre lugares y comunidades particulares, señalando sistemáticamente que estas relaciones no son análogas a la de Humanidad-Naturaleza, ni dependen en absoluto de la idea de persona. “Lo que ella llama Seres de la Tierra no son aproximaciones a la Madre Tierra, sino un tipo de criaturas que actúan a su manera específica y que entablan relaciones muy particulares con las comunidades circundantes (que, a su vez, no son meras colecciones de individuos)” (Tănăsescu, 2022, p. 44).

Su trabajo muestra que nuestra idea de persona puede no ser afín a algunas filosofías andinas, las cuales, en lugar de personificar el medioambiente, deshumanizan, más bien, lo humano. Los seres humanos aparecen como mutables y múltiples. Su relación con un lugar no es la que tiene un individuo con un determinado elemento preciso, sino más bien se trata de una relación entre dos seres que pueden mutar entre sí (y, por tanto, transgreden lo que consideramos persona en la historia occidental); estas relaciones son siempre más de lo que parecen ser. Cada ser guarda un exceso indescriptible —incluida la persona—, que se torna patente cuando entabla una relación con un territorio y un mundo específicos.

Tomando en serio el pluralismo jurídico, podríamos decir que un aspecto promisorio del tipo de pensamiento que describe De la Cadena es la propuesta de una noción diferente de la persona humana, congruente con la gran variedad presente en el mundo circundante. Este tipo de propuesta no versaría necesariamente sobre derechos, ya que los derechos deben vincularse a entidades concretas. Uno de los teóricos que más se ha empeñado en defender la existencia de mundos cualitativamente diferentes es el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro (1996, 2014a, 2014b y 2019). Con todo, gran parte del corpus antropológico puede leerse —en general— como un registro de malinterpretaciones de las diferencias ontológicas entre distintos grupos de personas. Viveiros de Castro habla de equivocación, que, como explica De la Cadena (2015),

no [es] un simple fallo en la comprensión. Se trata más bien de “la incapacidad de comprender que las concepciones [de mundo] son necesariamente diferentes, y que no están relacionadas con formas imaginarias de ‘ver el mundo’ sino con mundos reales que están siendo vistos’”. [En tanto] modo de comunicación, las equivocaciones surgen cuando perspectivas diferentes —visiones que emergen desde mundos diferentes, en lugar de visiones sobre un mismo mundo— utilizan la misma palabra para referirse a cosas que son distintas. (p. 110)

La equivalencia entre naturaleza y Pachamama puede verse como este tipo de equivocación, una presunta equivalencia entre perspectivas sobre un mundo similar, cuando en realidad podrían estar transmitiendo mundos radicalmente diferentes. Las ontologías indígenas en las que se basa Viveiros de Castro no son, meramente, descripciones de un mismo mundo, sino de mundos completamente diferentes. En su interacción con la modernidad colonial, los mundos indígenas se vieron en la obligación de “traducirse” a sí mismos para adaptarse y sobrevivir en un mundo que no era el suyo.

Hoy vivimos un momento que ofrece nuevas posibilidades para el pluralismo jurídico y la hibridación, y es importante que en ello no se terminen reproduciendo las desigualdades de poder que por doquier han caracterizado las relaciones indígenas-Estado. Por eso es importante cuestionar la forma como se vinculan la persona jurídica y los derechos, y preguntarse qué otras concepciones, provenientes de otras tradiciones, pueden ser valiosas de aquí en adelante.

Moviendo el foco del pensamiento andino a las tradiciones maoríes, podemos seguir reflexionando sobre el pluralismo jurídico. Las características de la dinámica entre el Estado colonial de asentamientos y los grupos indígenas siguen siendo en gran medida las mismas. Pero en términos de pluralismo jurídico, el tikanga maorí (leyes, formas, costumbres) tuvo una influencia decisiva en los procesos de resolución de reclamos que condujeron a la formulación de las leyes Te Urewera y Whanganui. En las negociaciones que preludiaron la Ley Te Urewera, el pluralismo jurídico se observa en la resistencia a adoptar un lenguaje de derechos, el uso de entidad jurídica en lugar de persona (aunque no de forma sistemática) y el rechazo de los modelos de guardianes (otra noción de origen occidental, con su implicación de dirigir el mundo circundante; véase también la discusión anterior sobre Berry).

La Ley Te Urewera evita, por tanto, algunos conceptos que, según suele considerarse, conectan el pensamiento indígena con los derechos de la naturaleza. Y, sin embargo, al estar aún enmarcada en gran medida en una tradición jurídica occidental, esta ley ordena unos planes de gestión que están muy en consonancia con el pensamiento administrativo que definitivamente no forma parte del tikanga (ley o costumbre) maorí. No obstante, el plan de gestión que, por ejemplo, redactó la junta de Te Urewera —Te Kawa o Te Urewera (2017)— elude también ese tipo de esquemas de gestión y se basa plenamente en el tikanga. De manera muy significativa, una de las formas como logra esto es reconociendo la necesidad de que los propios tūhoe vuelvan a aprender las costumbres tūhoe. Esto contrasta con la visión occidental habitual que idealiza a los pueblos indígenas negándoles su historia y asumiendo que están inherentemente en armonía con la naturaleza.

Aunque de forma diferente, el pluralismo jurídico presente en los casos de Ecuador y Nueva Zelanda es muy significativo como una muestra de hibridación en acción. Las comunidades indígenas organizadas de Ecuador (especialmente la CONAIE), por ejemplo, han militado con éxito por el tipo de reformas constitucionales que han conducido a los derechos de la naturaleza. Empero, esto no significa que el híbrido resultante traduzca fielmente lo que, en otros contextos, estas mismas comunidades podrían describir como sus tradiciones jurídicas.

En la genealogía intelectual de los derechos de la naturaleza en Ecuador, el pensamiento nativo sobre los derechos indígenas y el sumak kawsay han sido importantes y, cada vez con más frecuencia, los sistemas jurídicos consuetudinarios de todo el mundo reclaman guardar afinidad con los derechos de la naturaleza22. Sin embargo, debemos reconocer la complejidad y la fragilidad de los intentos de pluralismo jurídico, algo que algunos estudiosos indígenas han advertido desde hace tiempo. Como se sugiere en un comentario a la Constitución ecuatoriana de 2008,

este artículo [sobre los derechos de la naturaleza] puede ser perjudicial para las nacionalidades y pueblos debido a que dependen directamente de la naturaleza en gran parte para poder sobrevivir y esto puede ser tergiversado y demandado por cualquier individuo y causar graves conflictos y contradicciones constitucionales. (Fundación Tukui Shimi y CONAIE, p. 151)23. (Véase la discusión de los casos de la Corte Constitucional más adelante).

De manera similar, en la gestión de Te Urewera, el plan Te Kawa está de todas maneras limitado por el marco legal dentro del cual opera, por lo que, por ejemplo, los permisos para las diferentes actividades tienen que ser emitidos por la junta, una práctica que modifica el tikanga. Pero la ley maorí no es intemporal, sino que ha sido modificada por siglos de interacción con la realidad del asentamiento colonial que ha sido y sigue siendo Nueva Zelanda. Muchos grupos maoríes, con diferentes tradiciones, están reinventando las prácticas tradicionales, por lo que, en cierto sentido, sus propias tradiciones se han ido hibridando con el paso del tiempo. La idea del pluralismo jurídico, significativamente avanzada por la práctica de los derechos de la naturaleza hasta ahora, tiene mucho potencial para generar más acuerdos sorprendentes. Pero, siguiendo los propios compromisos éticos de este tipo de práctica jurídica, debemos permanecer atentos para no sofocar las contribuciones indígenas con una asimilación demasiado rápida a los conceptos tradicionales occidentales.

2. Características conceptuales y algunos casos

Las bases teóricas parciales que he esbozado no pueden decirnos mucho por sí solas sobre los conceptos constitutivos que han llegado a desempeñar un papel importante tanto en la teoría como en la práctica. Cabe destacar que las diferencias entre los casos24 han empezado a mostrar posibilidades teóricas y conceptuales que no eran necesariamente visibles al revisar solo la genealogía de los derechos de la naturaleza. Los contextos y las tradiciones locales los han modificado de forma decisiva, y es en gran medida en esas interacciones entre teoría y práctica donde se encuentran los elementos conceptuales más relevantes.

Evidentemente, las nociones de derechos y de naturaleza son elementos clave que hay que comprender, pero no quiero tratarlas en profundidad aquí porque eso ya se ha hecho en otro lugar (Tănăsescu, 2016). Más bien, prefiero centrarme en los problemas conceptuales que surgen principalmente a la hora de aplicar los derechos de la naturaleza y que son importantes para entender su implementación práctica.

2.1. Alcance del derecho

Los casos de derechos de la naturaleza han presentado, hasta ahora, diferente alcance: municipal, estatal regional o estatal nacional, mediante leyes o disposiciones constitucionales, así como por medio de declaraciones internacionales. También varían los mecanismos a través de los cuales se han creado las distintas leyes y ordenanzas, desde asambleas constitucionales hasta procesos de resolución de reclamos, pasando por el activismo judicial. Estas variaciones se deben en parte a las diferencias entre los sistemas jurídicos en los que han surgido los derechos de la naturaleza. Pero, quizás más importante aún, también se deben a las oportunidades políticas presentes en cada contexto particular. Estas definen en gran medida lo que es o no posible en un momento histórico determinado para los derechos de la naturaleza. Y, gracias al contexto político particular de cada caso, también obtenemos innovaciones teóricas que inspiran otros casos.

Escogeré cuatro casos diferentes de derechos de la naturaleza: cada uno ilustra un alcance diferente del derecho y una forma distinta de lograr su reconocimiento. Los presentaré cronológicamente, por dos razones. De un lado, cada caso se basa parcialmente en los que le precedieron y, así, el orden en que tuvieron lugar es significativo desde el punto de vista genealógico. De otro, las innovaciones conceptuales aparecen en cada caso subsiguiente, a veces de formas que resultan más inteligibles al conocer los casos anteriores. No incluiré aquí las declaraciones internacionales, porque todavía no se han llegado a aplicar, aunque, por supuesto, ello puede cambiar en el futuro.

2.1.1. Ordenanzas municipales en los Estados Unidos

En la práctica, los primeros derechos de la naturaleza se produjeron en los Estados Unidos, con la Ordenanza Municipal de Tamaqua (n.° 612, 2006) en Pensilvania. El municipio adoptó una ordenanza por la que se concedían derechos a la naturaleza, entendiendo esta última como área municipal. Las secciones 7.6, 7.7 y 12.2 del mandato parecen influenciadas por la obra de Christopher Stone, pues subrayan la legitimidad en la causa como de vital importancia. Sin embargo, son igualmente cruciales los antecedentes que le dieron pie a esta regulación inédita. Desde 2006, se han adoptado ordenanzas similares en decenas de municipalidades de Estados Unidos.

La ordenanza 612 de Tamaqua fue diseñada para oponerse a las acciones específicas de unas corporaciones dentro del área municipal25. La zona de Pensilvania donde se encuentra Tamaqua tradicionalmente ha estado ligada a la explotación de recursos, especialmente mineros, pero, a principios del siglo XXI, se enfrentó una nueva amenaza: el vertido de residuos tóxicos. Si los actores corporativos presentaban la documentación adecuada, no se podría detener el vertido de residuos. Así, los derechos de la naturaleza se concibieron como una herramienta para hacer oposición, por medios legales más exitosos, a las actividades industriales dentro del área municipal.

La ordenanza de Tamaqua prohíbe específicamente que “cualquier corporación o sus directores, funcionarios, propietarios o gestores interfieran en la existencia y el florecimiento de las comunidades naturales y los ecosistemas” (secc. 7.6). Además, concede legitimidad en la causa al área municipal en sí misma, y establece que los residentes actúen como representantes de los derechos de aquella. Su mandato declara que “los residentes del municipio, las comunidades naturales y los ecosistemas se considerarán ‘personas’ a efectos del cumplimiento de los derechos civiles de dichos residentes, comunidades naturales y ecosistemas”.

La personalidad jurídica, los derechos y la legitimidad en la causa están claramente vinculados. La ordenanza también concede a los residentes de Tamaqua el “derecho fundamental e inalienable a un medioambiente sano” (secc. 7.7). Este tipo de derecho humano de tercera generación (Vasak, 1984) suele acompañar a los derechos de la naturaleza, pues se argumenta que ambos se refuerzan mutuamente: si la naturaleza tiene derechos, el derecho de las personas a un medioambiente sano (sea cual sea su definición) tiene mayores posibilidades de ser respetado. Sin embargo, los derechos de y a la naturaleza también pueden entrar en tensión, especialmente si no se aclaran cuáles en específico puede tener la naturaleza en determinado caso, así como qué grupos humanos tienen autoridad y poder para determinar el contenido de los derechos de la naturaleza y de los derechos humanos a la naturaleza.

Son muchas las cuestiones que suscita esta formulación de los derechos de la naturaleza. Dos me parecen especialmente importantes. En primer lugar, la ordenanza busca establecer el derecho que tiene la naturaleza a la restauración. Se trata de una innovación práctica que fue recogida en diferentes casos de derechos de la naturaleza en todo el mundo y está estrechamente relacionada con el origen de estas ordenanzas en la oposición a las actividades industriales corporativas. En caso de ser declaradas culpables de violar los derechos de la naturaleza municipal, el derecho a la restauración impondría a las corporaciones la obligación de reparar el daño causado.

Este derecho muestra las tensiones inherentes a la concepción de la naturaleza como un ecosistema, una comunidad que está en equilibrio. Esta idea impone una línea base, es decir, un estándar fijo, establecido por medio de la observación humana del entorno natural en un momento determinado. En el caso de la ordenanza de Tamaqua que se examina aquí, la restauración debe hacerse de forma que beneficie a la “comunidad natural” devolviéndola a un estado anterior al daño. Cuál pueda ser aquel estado natural anterior está siempre abierto a debate y a los procesos mayormente políticos que han de determinarlo.

Dos cuestiones complican la idea de restaurar un entorno natural a su línea base. Debido al cambio climático, es probable que sea imposible retornar a tal estado. Además, no hay una forma no problemática de definir una línea base. Al ser un concepto fundamentalmente histórico, no hay criterios predeterminados para preferir un momento histórico a otro26. Imaginemos que un antiguo depósito de carbón abandonado es ahora un oasis para las aves locales. Si este lugar se viera afectado por actividades corporativas actuales, ¿tendría que restaurarse como depósito de carbón abandonado o a otro estado anterior a la explotación minera? En este último caso, ¿a cuál?, ¿antes o después del asentamiento colonial que instauraron los fundadores del municipio?

La segunda cuestión que suscita esta ordenanza es la relación entre la población local y la naturaleza local. Parece que se da por sentado que los habitantes son respetuosos con el medioambiente, lo que es una forma de respaldar que se les conceda legitimidad en la causa. Pero ¿qué ocurre si un accionista de una corporación que vierte residuos tóxicos se convierte en residente del municipio? La corporación, como persona jurídica, también podría convertirse en uno, complicando aún más la situación.

Señalo estas cuestiones para dar una idea de las diferentes preguntas que se desprenden del aparato conceptual que hemos empezado a explorar. Hasta el momento, ningún actor corporativo se ha convertido en residente de un municipio para manipular este tipo de leyes. El alcance del derecho aquí implicado —el municipal— hace que estas ordenanzas sean prácticamente inaplicables cuando entran en conflicto con normas jurídicas de alcance superior. Macpherson (2020, p. 327) muestra cómo a estas normas jurídicas se les ha opuesto entre sí repetidamente en los tribunales y, a menudo, han terminado siendo anuladas. Así, por diversos motivos, ha sido consideración de los tribunales que estas ordenanzas municipales sean inconstitucionales. Algunos académicos sostienen que el objetivo de estas ordenanzas es impugnar el terreno de la personalidad jurídica demostrando que, si las corporaciones son personas jurídicas, también lo puede ser la naturaleza27. Evidentemente, esto se ha conseguido, pero en términos de implementación, las ordenanzas municipales siguen siendo limitadas debido a su estrecha definición.

2.1.2. La Constitución ecuatoriana

A diferencia de las ordenanzas municipales, los derechos de la naturaleza en Ecuador entraron en escena con el más alto alcance: fueron incluidos en la Constitución del Estado. La redacción de la nueva Constitución, en 2008, se realizó mediante la creación de una Asamblea Constituyente, encargada de prepararla a través de una serie de consultas ampliamente participativas. Los derechos de la naturaleza, por primera vez en la historia constitucional, se incluyeron en una carta política. El acontecimiento le abrió terreno a los derechos de la naturaleza en todo el mundo y es, por tanto, muy significativo para su historia y desarrollo conceptual. El ecuatoriano es ampliamente reconocido como uno de los casos más importantes de los derechos de la naturaleza hasta la fecha.

Al igual que en el caso del municipio de Tamaqua, aquí los derechos se formulan en términos similares al del derecho fundamental a la existencia propuesto por Berry, y en el abordaje de la cuestión de la legitimidad en la causa, central en Stone, que se codifica en sentido más amplio. Mientras que en los casos municipales la legitimidad en la causa aplicaba a cualquier residente, aquí aplica a cualquier persona, incluso sin importar su nacionalidad28. Además de este asunto, también está presente la dualidad de derechos a (art. 72) y para (art. 74) la naturaleza. Por último, la cuestión de la restauración aparece como un derecho fundamental.

Los derechos de la naturaleza en la Constitución ecuatoriana se han analizado y comentado ampliamente29. Aquí quiero señalar varios elementos conceptuales relevantes en este caso, además de los asuntos del alcance del derecho y de la amplia y, hasta cierto punto, indeterminada legitimidad en la causa. Aquí, su interpretación se abre hacia el concepto de representación, con lo cual se puede plantear la pregunta ¿quién tiene el derecho moral y político, más allá del jurídico, de presentar exigencias en nombre de la naturaleza? Cualquier reclamo legal concreto puede ser atendido independientemente de quién lo presente. Por lo tanto, cada caso solo puede juzgarse en función del reclamo mismo.

Esto, en principio, no parece plantear mayores problemas. Si es la naturaleza como tal la que ha recibido derechos, parece lógico permitir que cualquier persona la represente legalmente. Pero, como he argumentado en otros trabajos, la cuestión de la representación moral, o lo que he llamado representación política, se vuelve crucial y siempre es polémica. Los derechos de la naturaleza no pueden limitarse solo a la representación jurídica porque los reclamos en nombre de la naturaleza buscan también transformar un determinado equilibrio de poderes en el terreno. Y, dado que no existe una justificación a priori sobre quién tiene derecho a hablar en nombre de la naturaleza, estos derechos pueden, en teoría, utilizarse para modificar las relaciones de poder en favor de quienes ya lo poseen. El asunto queda a discreción de los jueces porque la Constitución —mediante la adopción de una amplia doctrina de la legitimidad en la causa y de una vaga concesión de derechos— no puede evitar determinados resultados.

En la práctica, los casos relacionados con los derechos de la naturaleza en Ecuador se han ganado mediante la representación legal/política en cabeza de una variedad de actores. El Estado también los ha utilizado con éxito, lo que puede resultar problemático, dado su compromiso histórico y actual con las industrias extractivas30.

Esto, por supuesto, no implica que los actores estatales relacionados con las industrias extractivas vayan a utilizar siempre los derechos de la naturaleza de forma selectiva, ni que vayan a tener siempre éxito al hacerlo. Simplemente significa que pueden hacerlo y que lo han hecho. Del mismo modo, activistas indígenas, ecologistas u otras personas interesadas en proteger la naturaleza por el bien de ella misma pueden obtener, y han obtenido, sentencias a favor de los derechos de la naturaleza.

Por ejemplo, algunos casos recientes muestran el potencial de las disposiciones constitucionales para favorecer la protección del medioambiente y contrarrestar la agenda estatal extractivista. En noviembre de 2021, la Corte Constitucional ecuatoriana se pronunció sobre el Bosque Protector Los Cedros31, donde se había autorizado que dos empresas mineras realizaran exploraciones para futuras actividades extractivas. La Corte dictaminó que los permisos de exploración concedidos por el Estado no tenían en cuenta los derechos de la naturaleza, por lo que las empresas debían abandonar inmediatamente el bosque y no se permitirían futuras actividades extractivas.

Asimismo, la Corte también se pronunció sobre el caudal del río Aquepi32. Sus aguas habían sido desviadas hasta impedir la garantía de que su caudal corriera de manera natural durante la temporada seca. Dicha situación, según la interpretación que hizo la Corte de la Constitución, violaba el derecho del río a sus propios procesos evolutivos. La decisión, entonces, se tomó en contra del Estado, al que se le ordenó realizar estudios más rigurosos sobre la cantidad de agua que puede ser desviada con seguridad.

Estos casos son extremadamente importantes, entre otras cosas porque tienen efectos erga omnes. También ponen sobre la mesa las posibilidades inherentes a la formulación ecuatoriana de los derechos de la naturaleza y muestran lo relevante que puede ser el alcance del derecho en cuestión. La Corte ha sido muy activa en la selección de casos centrados en los derechos de la naturaleza y hasta ahora los ha favorecido sistemáticamente frente al derecho al desarrollo. De igual manera, sistemáticamente ha tachado de insuficiente la normativa medioambiental vigente y ha ordenado que se revise de manera completa y se modifique para resultar compatible con los derechos de la naturaleza. Es demasiado pronto para analizar adecuadamente estas decisiones, pero hay ciertos elementos a los que se deberá prestar atención en futuros estudios. En mi opinión, un área crucial de investigación sobre la Corte Constitucional será la legitimidad de las implicaciones específicamente políticas de estas sentencias. Habrá que seguir de cerca el desplazamiento de las relaciones de poder entre comunidades y entre los distintos derechos de la Constitución.

Además de las cuestiones ya examinadas, Ecuador ha abierto otro importante debate en la teoría de los derechos de la naturaleza: la relación entre estos y las tradiciones filosóficas y prácticas indígenas. Como hemos visto, la teoría y el activismo de los derechos de la naturaleza han afirmado durante mucho tiempo que estos están estrechamente relacionados con las “cosmovisiones indígenas” y que pueden provenir de sus concepciones. La Constitución ecuatoriana utiliza naturaleza como sinónimo de Pachamama, la diosa andina del espíritu unificador de la vida, lo que refuerza la idea de que los derechos de la naturaleza y el pensamiento indígena33 están profundamente ligados.

En la Asamblea Constituyente ecuatoriana, las comunidades indígenas organizadas del país, entre las que destaca la CONAIE, fueron muy activas. En términos políticos, tuvieron mucho que ver no solo con los derechos de la naturaleza, sino también con los derechos territoriales, la inclusión del principio de sumak kawsay, o buen vivir, y la idea de plurinacionalidad que ahora estructura al Estado ecuatoriano. Ya he argumentado que la alianza entre las comunidades indígenas y los derechos de la naturaleza en la Constitución fue estratégica, surgida del muy fundado deseo de reunir la mayor cantidad de herramientas por parte de estas comunidades (Tănăsescu, 2013 y 2022). Pero afirmar que, desde un punto de vista filosófico, los derechos de la naturaleza traducen tradiciones legales indígenas sería una apuesta completamente diferente.

A continuación, examinaré otros casos para continuar nuestro debate sobre el alcance del derecho.

2.1.3. Procesos de resolución de reclamos en Nueva Zelanda

Hasta ahora hay dos casos de derechos de la naturaleza en Nueva Zelanda: la Ley Te Urewera de 2014 y la Ley Te Awa Tupua (Acuerdo del río Whanganui) de 2017. Ambos modifican considerablemente la teoría de los derechos de la naturaleza porque introducen elementos que simplemente antes no estaban presentes. Ya he afirmado más arriba que las condiciones contextuales locales marcan una gran diferencia en el desarrollo teórico y práctico de los derechos de la naturaleza, y esta no es la excepción. Las innovaciones que trajeron los casos de Aotearoa (o Nueva Zelanda) están directamente relacionadas con el proceso que condujo a ellos, por lo que tiene sentido empezar por ahí.

Al igual que con Ecuador, no puedo ocuparme en describir la historia de las reclamaciones entre los maoríes y la Corona en Aotearoa (Nueva Zelanda) con el detalle que merece, pero ello está disponible en otros trabajos34. Con todo, aquí es importante situar los derechos de la naturaleza en un contexto sin el cual no habrían sido posibles en su forma particular. Se trata del proceso de resolución de reclamos que ha llegado a dominar las relaciones entre los maoríes y la Corona durante las últimas tres décadas.

El primer contacto significativo entre europeos y maoríes data de 176935:

cuando el Endeavour, bajo el mando del capitán James Cook, desembarcó en las costas orientales de la Isla Norte. Setenta años y muchos misioneros y colonos después, la Corona británica y varios jefes maoríes (aunque no todos) firmaron el Tratado de Waitangi en 1840, el documento más importante de la historia de Nueva Zelanda. Tras la firma en Waitangi, el Tratado se llevó por toda la isla para obtener más firmas (Tănăsescu, 2020, pp. 439-440).

Hasta el momento, los tūhoe, habitantes de Te Urewera, la tierra que recibió el estatus de entidad jurídica en 2014, no han firmado dicho tratado36.

El Tratado de Waitangi se firmó en dos versiones, una en maorí y otra en inglés. La historia de la diferencia entre ambas es extremadamente importante y ha sido ampliamente debatida. Uno de los conceptos más controvertidos para efectos de la presente discusión es el de tino rangatiratanga. Jones (2016, p. 54) explica que el término presenta variaciones en su significado, incluyendo “autogobierno”, “soberanía” y también “plena autoridad”. El Tribunal de Waitangi ha argumentado que “ningún concepto en inglés, por sí solo, capta eficazmente el significado completo del término” en parte porque, a diferencia de la palabra “soberanía” en inglés, el concepto maorí tiene connotaciones espirituales, así como implicaciones de dominio sobre territorios particulares (Jones, 2016, p. 56). En la versión maorí, el segundo artículo del Tratado de Waitangi garantiza a los jefes tino rangatiratanga. Este término se abre hacia el enriquecido tikanga maorí que fue forzado a entrar en los moldes de la legislación del Estado colonial de asentamientos.

Estudios académicos y decisiones judiciales recientes relacionados con el Tratado se han decantado más o menos por la posición de que, en el momento de la firma, los jefes no cedieron ni su capacidad soberana para dirigir la vida de la comunidad ni la propiedad de sus tierras (Jackson, 1992; Sanders, 2018). En la versión en inglés del primer artículo del Tratado, se cedía la “soberanía” a la Corona, mientras que en la versión maorí se hablaba de kawanatanga o “capacidad para gobernar” (Erueti, 2017). Los colonos ingleses y sus sucesivos gobiernos actuaron cada vez más como si el Tratado de Waitangi le hubiera transferido a la Corona la soberanía sobre Aotearoa, mientras que los jefes maoríes actuaban bajo el entendimiento de que conservan su tino rangatiratanga. Los tūhoe han sido notablemente consistentes a lo largo de esta historia en reafirmarse en su mana motuhake, un término muy cercano en significado a tino rangatiratanga. Como explica Higgins (2019), “la distinción entre mana motuhake y tino rangatiratanga es contextual más que categórica, pero —aunque tienen mucho en común— mana motuhake enfatiza más fuertemente una independencia del Estado y de la Corona e implica cierta medida de desafío”. Esto último no causa mayor sorpresa, dada la historia particularmente conflictiva entre los tūhoe y la Corona.

Del mismo modo, los iwi de Whanganui, tribu maorí que ha convivido con el río Whanganui desde el asentamiento de los polinesios en Aotearoa, también ha sido coherente a la hora de desafiar el derecho de la Corona a modificar el río, incluyendo, entre otras cosas, la extracción de recursos y la generación de energía hidroeléctrica. Pero ni los tūhoe ni los iwi de Whanganui habían tenido mucho éxito al retar al Gobierno, en parte porque el Tratado de Waitangi fue convenientemente ignorado. Hacia finales del siglo XX esto cambiaría drásticamente.

La Ley del Tratado de Waitangi de 1975 creó el Tribunal de Waitangi, “una comisión de investigación de carácter permanente establecida para indagar por los reclamos maoríes al respecto de que las leyes, políticas, actos u omisiones de la Corona son o fueron incompatibles con los principios del Tratado de Waitangi” (Sanders, 2018, p. 208). El Tribunal solo tiene competencia para emitir recomendaciones, aunque no por esto se haya visto desprovisto de poder. De hecho, “el Tribunal comenzó a tener influencia en las políticas públicas, a pesar de su falta de poderes para obligar al Gobierno a tener en cuenta sus recomendaciones” (pp. 77-78). Como continúa Belgrave (2013), “fue, en parte en reconocimiento de este logro, que en 1985 el cuarto gobierno laborista amplió hacia el pasado, hasta 1840, la jurisdicción del Tribunal, con consecuencias de gran alcance que apenas se vislumbraban en ese momento” (p. 78). Esta extensión dio inicio a la era contemporánea de negociaciones entre el Gobierno y los iwi y hapū maoríes por los incumplimientos del Tratado37.

La concesión de personalidad jurídica a entornos naturales en Aotearoa (Nueva Zelanda) debe entenderse en el contexto del Tratado posterior a 1985. Es durante este periodo que el Tratado de Waitangi se convierte en el documento más significativo en las relaciones entre los maoríes y la Corona. Y es precisamente este proceso de resolución de antiguos agravios lo que representa un hecho sin precedentes en la historia de los derechos de la naturaleza y abre posibilidades que no podrían haberse pensado fuera de él. Más significativo aún, introduce la cuestión de soberanía en los derechos de la naturaleza.

Los reclamos de los tūhoe sobre Te Urewera, al igual que los de los iwi de Whanganui sobre el río Whanganui, pueden interpretarse como complejas negociaciones sobre quién tiene la propiedad de la tierra o, más exactamente, quién tiene la autoridad última para gobernar las tierras. La legislación asociada trata sobre la relación entre los distintos grupos maoríes y los territorios que han reclamado históricamente. Pero en el contexto de un Estado colonial de asentamientos, las disputas por la autoridad no pueden presentase como alegatos por la soberanía sobre un territorio, aunque las exigencias que hicieron los tūhoe durante las negociaciones habrían sido traducidas con mayor precisión en esos términos. Por el contrario, la cuestión acerca de la soberanía se formuló en términos de propiedad, autoridad y legitimidad para gobernar.

En este orden de ideas es que Sanders (2018) argumenta que las negociaciones en estos dos casos se centraron realmente en la cuestión de la propiedad: ¿quién es el dueño de la tierra? El Gobierno neozelandés se negó a transferir la propiedad a los grupos maoríes, ya que esto habría supuesto dificultades políticas. En cambio, para sortear este problema, dio con la idea de concebir legalmente los territorios en cuestión como entidades jurídicas. De este modo, los territorios serían técnicamente dueños de sí mismos.

La aplicación de los derechos de la naturaleza como un mecanismo para asignar autopropiedad a la tierra es una innovación sorprendente. Surgió como un compromiso entre dos partes que siempre habían fracasado a la hora de llegar a acuerdos. Pero hay que señalar aquí que Te Urewera y el río Whanganui solo recibieron el estatus de entidad/persona jurídica: no se les concedieron derechos como tales en las dos leyes.

Se pueden destacar varios asuntos conceptuales aquí. En primer lugar, la Ley Te Urewera se refiere a Te Urewera mayormente como entidad jurídica, mientras que la Ley del Río Whanganui se refiere al río como persona jurídica. Esta diferencia puede tener o no consecuencias prácticas, pero teóricamente resulta muy interesante. La idea de personalidad, como he sostenido, está ligada a modelos ideales de qué se entiende por persona. La entidad jurídica, por otro lado, puede interpretarse como moralmente agnóstica, o al menos como un concepto que abre posibilidades para dejar de lado la personificación.

Esto me lleva a un segundo asunto importante. El tikanga maorí desempeña un papel clave en estas dos leyes pues presenta afinidades con la orientación ética del pluralismo jurídico (véase la sección 1.4.). Sin embargo, se trata de un pluralismo que no está perfectamente equilibrado: las negociaciones del Tratado se dan según unos marcos de discusión impuestos por el Estado. Higgins sostiene que las negociaciones del Tratado obligan a los maoríes a agruparse siguiendo lógicas que no se basan en la tradición maorí. Sostiene que “el proceso que se impone a los iwi para crear ‘grandes agrupaciones naturales por mandato’ de la Oficina de Acuerdos del Tratado” es en sí mismo un marco impuesto (Higgins, 2019, p. 132). Continúa: “los sistemas de asentamiento no están determinados por los maoríes y a menudo contravienen el tikanga maorí, o cualquier ‘sistema consuetudinario de autoridad’”. Esta situación puede crear tensiones en las comunidades maoríes, ya que los sistemas de afiliación tikanga pueden o no estar alineados con los requisitos oficiales para entrar en las negociaciones.

Jones (2016) señala además que los términos y conceptos maoríes están presentes sobre todo en los preámbulos y en las secciones simbólicas de las leyes, mientras que están casi ausentes en las disposiciones pragmáticas que constituyen el grueso de la legislación. Sin embargo, ambas leyes dan un paso radical que permite al tikanga ganar campo, a saber, la concesión específica de derechos de representación legal y política de los territorios a los tūhoe y los iwi de Whanganui, respectivamente.

Aquí surge una tercera cuestión importante. La Ley Te Urewera instaura una junta para quien nombra gobernador de facto de Te Urewera. Esta institución debe contar con una mayoría de miembros tūhoe (los tres primeros años la mitad de sus miembros fueron tūhoe y la otra mitad de la Corona) y tiene la tarea crucial de elaborar planes de gestión para el territorio, los cuales deben estar acordes a la ley en general, pero a la vez pueden incorporar el tikanga en maneras que la Ley Te Urewera no lo hizo. Como he argumentado en otro lugar (Tănăsescu, 2022), el primer plan de gestión tūhoe se basa casi exclusivamente en conceptos tūhoe e ignora en gran medida los requisitos formales de los planes de gestión tal y como los concebían hasta entonces los gobiernos de la Corona.

La Ley del río Whanganui opera de forma similar al establecer una junta con miembros mitad iwi, mitad de la Corona, que se encarga igualmente de gestionar los asuntos de la persona jurídica. La conformación de ambas juntas es extremadamente detallada y se detiene en cada una de las reglas de su funcionamiento, con el objetivo, al parecer, de cimentar un compromiso de deliberación democrática en la gestión de las entidades jurídicas. La Ley también designa a la junta como la cara humana del río, lo cual ha sido ampliamente interpretado como una manera de investir esta instancia como guardiana del río, pero no hay ninguna prueba legal de ello. Abordaré la cuestión particular de la tutela, o guarda, más adelante, cuando trate con más detalle las relaciones entre los indígenas y los derechos de la naturaleza.

Este tipo de institucionalización está ausente hasta ahora en la mayoría de casos de derechos de la naturaleza. Con seguridad, la razón radica, en parte, en el contexto específico de Nueva Zelanda; pero también puede deberse a que la idea de representación desarrollada allí, para empezar, no se pensó realmente en relación con los derechos de la naturaleza. La cuestión de la legitimidad en la causa, por ejemplo, tan importante para los derechos de la naturaleza en otros lugares, resulta aquí irrelevante por la forma detallada en que se establecen los acuerdos de gobernanza. Sí: las respectivas juntas tienen capacidad para representar a las dos entidades recién creadas, pero la innovación consiste en explicar exactamente qué significa eso, en qué circunstancias, con qué fin y mediante qué procedimientos precisos.

La cuarta cuestión importante que plantean estos dos casos es la de los derechos y la naturaleza en cuanto tales. No hay derechos positivos en las leyes, por lo que las personas jurídicas solo reciben los derechos que automáticamente les otorga la autoridad de la Carta de Derechos. Desde un punto de vista más filosófico, la idea de derechos no se destaca en ninguna de las dos leyes, sino que se ve desplazada por la idea de responsabilidad hacia territorios concretos. Así, aquí no aparece una naturaleza tal y como se entiende en las bases históricas exploradas anteriormente, nos enfrentamos más bien a territorios con historias y vínculos específicos. Por tanto, en lo que respecta a los derechos, estas leyes podrían llamarse “minimalistas”, mientras que, en lo que toca a la naturaleza, resultan altamente específicos (véase Macpherson, 2021).

Los casos de la Ley Te Urewera de 2014 y de la Ley Te Awa Tupua (Acuerdo del río Whanganui) de 2017 han contribuido significativamente a la riqueza conceptual de los derechos de la naturaleza. Esto no significa que “funcionen” mejor que los derechos de la naturaleza en otros lugares. Es imposible saber cómo les irá en el futuro, y no son un modelo para aplicar en otros lugares precisamente porque están arraigados en un contexto cultural y jurídico particular. Pero sí dan mucho que pensar y su originalidad merece ser reconocida para animar a otros contextos específicos a tomarse libertades con el concepto de derechos de la naturaleza y experimentar para llegar a posibilidades aún desconocidas.

A continuación, analizaré otras dos experimentaciones, también muy diferentes, que merecen una reflexión sostenida.

2.1.4. Pronunciamiento judicial colombiano

El río Atrato, en el departamento del Chocó en Colombia, se convirtió en persona jurídica en 201638. Esto no se logró mediante una ordenanza municipal o distrital, ni una reescritura o enmienda constitucional, ni a través de una ley nacional. Tampoco fue el resultado de un proceso de resolución de reclamos. En cambio, el río Atrato se convirtió en una persona jurídica mediante un fallo judicial. Esto implica que su estatus jurídico no estuvo sujeto a un proceso político previo que determinara, por las razones que fueran, que se le concediera.

La Corte Suprema de Colombia reconoció la selva amazónica colombiana como sujeto de derechos en 2018. Aquí, al igual que con el río Atrato, se demuestra, como sostiene Calzadilla (2019), que “los derechos de la naturaleza / de los ecosistemas pueden ser reconocidos tanto por vía legislativa como judicial” (p. 3). En la teoría de los derechos de la naturaleza, esta posibilidad no ha sido formulada explícitamente, pero se alinea con ella en lo que respecta a concebir la personalidad jurídica como una cualidad que, simplemente, puede ser declarada por una autoridad competente. A efectos ilustrativos, aquí solo me centraré en el río Atrato.

Aunque estos casos no surgieron de procesos explícitamente políticos, esto no implica que no puedan tener consecuencias políticas importantes. Muy al contrario, siguiendo el argumento que he venido desarrollando, con seguridad tendrán implicaciones políticas de gran alcance. De hecho, estas ya empiezan a verse, pero para apreciarlas necesitamos entender algunas de las condiciones contextuales de este caso.

En cuanto al río Atrato39, la Corte Constitucional lo proclamó como persona jurídica en respuesta a una acción de tutela interpuesta por una ONG —Tierra Digna— en nombre de los habitantes afectados por la minería ilegal en el río. Una acción de tutela es un mecanismo constitucional que permite a las personas “solicitar a cualquier juez del país la protección de sus derechos constitucionales fundamentales cuando estos están siendo vulnerados por un agente estatal o un particular” (Calzadilla, 2019, p. 52). La acción fue interpuesta ante el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, el cual la rechazó por estimar que no versaba sobre derechos fundamentales40.

La Corte Constitucional seleccionó este caso para revisión y llegó a la conclusión de que claramente versaba sobre derechos fundamentales. La sentencia de la Corte es vinculante para todos los tribunales inferiores. Tierra Digna utilizó el mecanismo de la tutela para obligar al Estado a tomar medidas de protección con el fin de salvaguardar el bienestar de los habitantes locales y del río. Este esfuerzo fue validado por el más alto tribunal de Colombia.

Hay varios elementos que inmediatamente pueden destacarse. En primer lugar, este caso comienza como una violación de los derechos a la naturaleza (así como a una serie de derechos humanos) y se convierte en uno sobre derechos para la naturaleza. Como sostienen Macpherson y Clavijo Ospina, este tipo de casos plantea dudas “sobre la utilidad de la división ecocéntrica/antropocéntrica” (Macpherson y Clavijo Ospina, 2020, p. 6). El encuadre particular de los derechos de la naturaleza como ecocéntricos es omnipresente, pero las formas a menudo contradictorias en que aparecen en la práctica socavan la afirmación.

El Chocó es la región más pobre de Colombia, con una población mayoritariamente indígena y afrodescendiente. No hace falta decir que la relación entre etnicidad y privación socioeconómica no es una mera coincidencia, sino la marca de las sociedades coloniales de asentamientos a lo largo del mundo. Aunque la decisión de la Corte está orientada a la protección de los habitantes del Chocó frente a las actividades mineras, el pronunciamiento judicial surgió sin que se hubiera realizado antes una amplia consulta con las comunidades locales. Esto se debe, en parte, al mecanismo que condujo al otorgamiento de la personería jurídica. Los procesos políticos, si son legítimos, son de naturaleza consultiva, mientras que los pronunciamientos judiciales no tienen que serlo, porque su legitimidad proviene de procedimientos jurídicos que están apartados de procesos consultivos más amplios.

Más arriba hice una distinción entre los casos que se basan en la ecoteología de los derechos (como el de Ecuador) y, por tanto, conciben al receptor de los derechos como una naturaleza sin rasgos o una comunidad natural sin límites, y los casos locativos (como los de Nueva Zelanda) que se centran en un territorio concreto y una relación particular con él. El caso del río Atrato parece ser de este último tipo porque versa sobre un río concreto y parece priorizarse una relación particular (la de las comunidades locales) con él.

Sin embargo, varias razones permiten poner esto en duda. En primer lugar, en la descripción del río Atrato no se aportan detalles particulares y, por tanto, esta no presenta características destacadas que, en cierto sentido, lo individualicen. De hecho, el fragmento relevante de la decisión se enmarca en términos de “el planeta” y “la humanidad”, por lo que, al parecer, acotar la decisión al río Atrato solo fue una restricción práctica, impulsada por la acción de tutela y la oportunidad de seleccionarla, y no una lógica interna del caso. En otras palabras, la Corte pudo proferir la sentencia según las circunstancias legales dadas, pero el marco teórico utilizado se ubica dentro de la tradición ecoteológica revisada en la primera sección, aunque seguramente puede tener predecesores intelectuales diferentes a los explorados en este artículo.

Lo mismo salta a la vista si examinamos el tratamiento de la comunidad local, que se invoca como una población ampliamente homogénea, definida étnicamente. Esto significa que no se le reconoce un derecho especial a gozar de legitimidad en la causa, ni tampoco a hablar en nombre del río de maneras en que solo esta comunidad podría hacerlo.

En el ámbito internacional, el caso ha sido tratado como si fuera muy similar al del río Whanganui, ya mencionado. Pero sus diferencias resultan, desde el punto de vista teórico, más interesantes que las similitudes que, en mi opinión, quedan en la superficie del debate. Una supuesta semejanza es la asignación de guardianes al río, pero en cada caso esto significa cosas muy diferentes. Como hemos visto, las juntas neozelandesas no son guardianas, sino instituciones que salvaguardan la relación especial entre los maoríes y sus territorios, relaciones que no se expresan mediante el concepto de guardianes, con su historia jurídica paternalista (los guardianes son, ante todo, los que cuidan de los que no pueden cuidarse a sí mismos). Y la elección de los guardianes para el río Atrato no es similar a la del río Whanganui: se nombraron dos para el río colombiano, a saber, el propio Gobierno nacional y “las comunidades étnicas que viven en la cuenca del río Atrato” (Calzadilla, 2019, p. 7).

Hay varias cuestiones conceptuales importantes aquí. En primer lugar, el gobierno nacional, a través de su deber de defender la Constitución, ya tenía a su disposición amplios instrumentos para oponerse a la minería en el Atrato. Por lo tanto, no hay razón para creer que este mecanismo adicional pudiera tener resultados diferentes; o, al menos, es una afirmación que tendría que argumentarse. En segundo lugar, el guardián local se define principalmente mediante consideraciones étnicas, lo que resulta problemático de diferentes maneras. La etnicidad del guardián se toma como un fenómeno unitario, aunque hay muchas comunidades diferentes que viven a lo largo del río. Además, la supuesta cercanía entre una población que se asume étnica y aspectos naturales corre el riesgo de ser reminiscente de un tropo colonial.

Sin embargo, el espacio que abrió el pronunciamiento judicial ha tenido un efecto local en el sentido de que algunas comunidades que viven a lo largo del río se han reunido de diversas maneras para explorar cómo se podría utilizar esta sentencia a su favor, y a favor del río (Revet, 2020 y 2022). Y han ido más allá del propio texto legal. Por ejemplo, han rechazado la idea de un guardián único, en favor de un modelo grupal de guarda o tutela conformado por catorce personas, dos de cada una de las siete comunidades relevantes, representadas por una mujer y un hombre (Cagüeñas et al., 2020; Macpherson y Clavijo Ospina, 2020).

En Cagüeñas et al. (2020) se documenta cómo las comunidades han inventado un foro de diálogo en el que poco a poco se va interpretando el significado de representar el río. En lugar de un único “Atrato”, el río está surgiendo con distintos caracteres en diferentes áreas de su caudal. En las deliberaciones locales se han empezado a cuestionar, por ejemplo, los impactos ambientales de la minería tradicional previa al uso de maquinaria, y a preguntarse hasta qué punto puede ser tolerada. También se ha adoptado un enfoque que rebate la afirmación de que los locales son ecocéntricos, en la medida en que una parte importante de su relación con el medioambiente se expresa a través de su uso.

Es muy interesante que en este caso no hubo necesariamente un sistema ontológico y filosófico preexistente que hubiera representado el río Atrato de una manera particular (Cagüeñas et al., 2020). Lo que resulte de este nuevo experimento de representación fluvial puede ser muy significativo para el futuro del Atrato. Conceptualmente, este caso ya ha mostrado características que difieren de las de los anteriores y probablemente seguirá innovando a medida que se desarrolle. A lo largo de la variedad de casos examinados hasta ahora, el factor constante es que los derechos de la naturaleza siempre están relacionados con procesos políticos, ya sea antes o después de su pronunciamiento, o simplemente como una consecuencia del pronunciamiento mismo.

2.2. Aplicación

He argumentado implícitamente que los compromisos conceptuales presentes en las disposiciones sobre derechos de la naturaleza tienen un efecto importante en su aplicación práctica. No se trata de un argumento determinista, como si conociendo exactamente los conceptos involucrados (lo que es imposible) pudiéramos predecir con cierto grado de confianza los resultados. Las consecuencias son en sí mismas mutables y a menudo sorprendentes, lo cual termina aportando a la teoría. Lo que sí se puede hacer es explorar las relaciones ya notorias entre algunos conceptos destacados y los resultados prácticos. Este tipo de ejercicio permite una reflexión más sostenida sobre la conceptualización precisa que puede formularse para futuros casos. También proporciona importantes herramientas de análisis que de otro modo estarían ausentes.

No puedo hacer un repaso de todas las aplicaciones realizadas hasta ahora. Al igual que con el resumen de los casos, no se trata de ser exhaustivo, sino de poner de relieve las tensiones y los problemas teóricos. Aquí quiero hacer un balance de dos aspectos diferentes: la diversidad en la implementación hasta este punto, que está directamente relacionada con los compromisos conceptuales, y los problemas de implementación que pueden surgir.

Hasta ahora, las disposiciones sobre los derechos de la naturaleza que más se han puesto a prueba han sido las de Ecuador, lo que no es de extrañar, ya que es el país con la historia más larga, dejando de lado algunas ordenanzas municipales tempranas en Estados Unidos. Y dado el tipo de derechos que se conceden en su caso, y la amplitud de las disposiciones sobre la legitimidad en la causa, los resultados han variado bastante. En particular, han demostrado que, al formularse de este modo, los derechos de la naturaleza pueden ser utilizados tanto por el Estado como por individuos u organizaciones a quienes les interese la protección del medioambiente, y que no es necesario que tengan una relación privilegiada con las comunidades indígenas, en la medida en que esto no se especifica en la propia ley.

El primer caso en el país fue la protección de los derechos del río Vilcabamba, gracias a un reclamo que se amparó en los derechos constitucionales de la naturaleza aprobados en 200841:

Se presentó una demanda contra el gobierno provincial en razón de que modificó el curso del río para un proyecto de construcción de una carretera. El gobierno municipal emprendió el proyecto de ampliación sin contar con la necesaria evaluación de su impacto ambiental. El material residual del proyecto se vertió en el río, lo que provocó una modificación de su curso, que luego ocasionaría la inundación de las propiedades de los dueños de las tierras ribereñas aguas abajo. (Tănăsescu, 2022, p. 122)

Se ordenó que el gobierno local reparara el daño causado al río y emitiera una disculpa pública. El río debía ser restaurado al estado que los propietarios ribereños prefirieran. Sin embargo, si la restauración se entendiera en sentido estricto, los derechos de la naturaleza también podrían haberse utilizado en contra de los propietarios ribereños, para que el río volviera a un estado aún más antiguo. La posible tensión entre los derechos humanos y los de la naturaleza se resolvió en este caso a favor de la segunda. El juez declaró explícitamente que el derecho a un medioambiente sano es más importante que el derecho a una mejor carretera, aunque esto signifique sopesar dos tipos diferentes de derechos humanos entre sí.

Este tipo de ponderación es inevitable en el marco de una constitución que otorga muchos derechos, de los cuales varios entrarán en conflicto mutuo. Pero lo más interesante de esta sentencia, a mi juicio, es que la justificación del juez descansa en la carencia de documentación ambiental aportada por la empresa constructora. En otras palabras, los derechos de la naturaleza en este caso aún no habían modificado las disposiciones ambientales pertinentes que indican de entrada lo que los actores pueden y no pueden hacer con respecto al entorno natural. Esto puede compararse de forma fructífera con los casos constitucionales de Aquepi y Los Cedros que, en cambio, acabaron fallando a favor de los derechos de la naturaleza a pesar de que se hubieran obtenido los permisos ambientales (véase el apartado 2.1.2).

No es necesario que las sentencias vayan en una u otra dirección. Este es precisamente el punto: que la formulación de los derechos de la naturaleza en la Constitución ecuatoriana deja mucho a discreción judicial. El amplio espacio que queda a interpretación se ejemplifica aún más en otro caso, el del Mirador, de 2013. Una alianza de grupos indígenas y ambientalistas demandó a un conglomerado minero y al Estado por violar los derechos de la naturaleza en una operación minera planeada para desarrollarse en la Cordillera del Cóndor, una región hiperbiodiversa y hogar de poblaciones indígenas. Los demandantes alegaron que las concesiones mineras ya aprobadas transgredirían varios derechos constitucionales, entre ellos los derechos de la naturaleza. Además, señalaban que el principio de precaución consagrado en la Constitución sería violado por las actividades mineras previstas42.

“A diferencia del caso de Vilcabamba (que era un proyecto a pequeña escala de menor importancia nacional), la empresa que planeaba hacer la minería —Ecuacorriente S. A.— había realizado los estudios de impacto ambiental necesarios, que fueron aprobados por los ministerios de Recursos y de Medio Ambiente” (Tănăsescu, 2022, p. 124). El juez dictaminó que, dado que se había presentado toda la documentación necesaria, los demandantes no tenían base para suponer que se violarían los derechos señalados. Además, la supuesta violación se produciría en el futuro y, por tanto, los demandantes no podían afirmar que esto ocurriría de hecho.

Las licencias ambientales desempeñaron un papel importante en ambos casos, aunque en direcciones opuestas. Pero lo más importante es que los jueces del caso Mirador fallaron a favor de la operación minera, argumentando que el Estado tiene derecho a buscar industrias estratégicas para el desarrollo general del país. Este desenlace es significativo porque muestra otro resultado potencial de la tensión entre los derechos humanos y los derechos de la naturaleza.

El último caso, y en muchos sentidos el más significativo, en Ecuador es la reciente decisión de la Corte Suprema (noviembre de 2021) de defender los derechos de la naturaleza en el caso de la reserva forestal Los Cedros protegida desde 1995 (Bonilla Maldonado, 2021; Tănăsescu, 2022). En 2017, el gobierno dio autorización a dos empresas mineras para realizar exploraciones en la zona. La Corte revocó las autorizaciones y ordenó que no se realizara ninguna actividad extractiva en el bosque. El artículo 65 enmarca explícitamente la sentencia como una orientada a proteger la propia naturaleza, y no en relación con los efectos que la exploración pueda tener en los seres humanos. De manera muy interesante, el artículo 68 argumenta que el riesgo de la extinción de especies resultante de las actividades mineras es similar al genocidio. Esto ya se ha documentado como un posible nuevo delito en el derecho internacional, que recibe el nombre de ecocidio. Es muy significativo verlo codificado en este pronunciamiento.

La decisión de Los Cedros se centra principalmente en la violación del artículo 73 de la Constitución ecuatoriana, que dice: “El Estado aplicará medidas de precaución y restricción para las actividades que puedan conducir a la extinción de especies, la destrucción de ecosistemas o la alteración permanente de los ciclos naturales”. Es, pues, a través del principio de precaución que la Corte vinculó los derechos de la naturaleza con el deber del Estado de protegerlos. El principio, tal y como lo define la Corte, tiene tres partes (112iii), a saber, el riesgo de daño irreversible, la existencia de incertidumbre científica y las medidas preventivas adoptadas por el Estado. Esto significa que el artículo 73 obliga a adoptar el marco normativo ambiental más estricto, especialmente en los casos en que el riesgo y la incertidumbre son elevados, como ocurre en zonas biodiversas y protegidas.

En efecto, el artículo 131 sostiene que los registros ambientales deben incluir también el principio de precaución, y el artículo 134 interpreta la necesidad de contar con altos estándares regulatorios en relación con la biodiversidad y la naturaleza especial de Los Cedros. Por último, el artículo 345g exige que las autoridades pertinentes, en particular el Ministerio de Medio Ambiente, modifiquen la reglamentación existente para ajustarse mejor a los derechos de la naturaleza.

Este caso es extremadamente interesante, por varias razones. En primer lugar, utiliza el estatus constitucional de los derechos de la naturaleza en Ecuador con gran efecto. Se trata de uno de los pocos casos que hasta ahora ha revisado la Corte Constitucional, pero una vez que se llega a una sentencia de este orden, está destinada a tener profundas repercusiones, sobre todo porque aplica para todos los demás casos semejantes. Por lo tanto, la sentencia de Los Cedros habla a favor de la constitucionalización de los derechos de la naturaleza. En segundo lugar, el caso revela que la doctrina de la legitimidad en la causa tiene mucho menos peso de lo que se pensaba, también debido al estatus constitucional de los derechos de la naturaleza. En tercer lugar, puede tener una fuerte influencia en los marcos normativos del futuro.

En este caso, las licencias se consideraron insuficientes, pero también porque se trataba de exploración y no de explotación. Como la fase de exploración tiene por objeto evaluar la viabilidad del proyecto minero, se toma más libertades en cuanto al rigor de los permisos exigidos. Esto abrió la posibilidad para que la Corte utilizara la laxitud del marco regulador de la exploración al dictar su sentencia, una especie de activismo judicial en toda regla. Dicho esto, la decisión parece ir en la dirección exactamente opuesta a la de los jueces del caso Mirador, que argumentaron que no se puede suponer que las actividades futuras violen los derechos en la medida en que tengan los permisos adecuados.

Parece, pues, que en el marco ecuatoriano, gran parte de la batalla por la aplicación futura girará precisamente en torno a la cuestión de la idoneidad de la regulación. En el caso de Los Cedros, la Corte enmarcó los derechos de la naturaleza como ecocéntricos y argumentó que no hay contradicción entre estos y los derechos de las personas a un medioambiente seguro y saludable. Esto último es cierto en algún sentido. Pero también es verdad que los numerosos derechos de la Constitución pueden entrar en conflicto con los derechos de y a la naturaleza, como en el caso Mirador. Sea como fuere, es probable que los jueces usen los marcos regulatorios para evaluar si el derecho al desarrollo económico puede superar a los derechos de la naturaleza, porque si esto se persigue de una determinada manera ajustada a la regulación, no comprometería el derecho a un medioambiente sano43.

Esta última afirmación es especulativa, pero también es verdad que es inevitablemente el tipo de especulación que suscitan estas decisiones tan interesantes. El caso de Los Cedros añade una capa más de complejidad a los derechos de la naturaleza, no solo en Ecuador sino en todo el mundo. Es demasiado pronto para decir cuáles serán las repercusiones, más allá de Los Cedros44, pero, a tenor de lo visto hasta ahora, yo esperaría que los litigios sobre derechos de la naturaleza siguieran variando ampliamente, dado el marco ecuatoriano.

Por el momento, la Corte ha sido coherente a la hora de rechazar ciertos tipos de desarrollo y/o la modificación de los ríos, pero no está nada claro dónde pueden desarrollarse las actividades económicas inherentemente extractivas (como la de la agricultura) en este marco. Por último, hay muchos intereses contrapuestos en juego, y la Corte necesariamente debe navegarlos, no solo cuando los intereses corporativos se enfrentan a los “comunitarios”. Inevitablemente, diferentes comunidades tendrán también distintos reclamos sobre la naturaleza, y los tribunales, ya sean constitucionales o de otro tipo, asumirán la tarea muy política de decidir entre ellos.

Otros marcos se han puesto a prueba en menor medida, sobre todo el de Nueva Zelanda. En estos casos, sin embargo, la lentitud de la implementación está ligada a sus encuadres específicos. A diferencia de los casos (sobre todo en India y Colombia) que ordenaron un cumplimiento muy rápido de sus sentencias (apenas meses), tanto Te Urewera como Whanganui tienen un enfoque a más largo plazo. La cuestión del tiempo se aborda explícitamente y se modela en función de los ritmos de las entidades naturales en cuestión. Pero, como he argumentado, estos casos son explícitamente arreglos políticos de gobernanza, y por lo tanto lo que signifique que sean “puestos a prueba” no tiene por qué tomar la forma de sentencias judiciales. Por el contrario, esos resultados solo pueden hacerse visibles con el tiempo, a medida que los efectos de los diferentes arreglos de gobernanza, inspirados en la cultura māori, se hagan más palpables.

3. Conclusiones

Al comienzo de esta contribución, me propuse extraer y analizar algunos hilos conceptuales que hacen que los derechos de la naturaleza resulten muy prometedores y, a la vez, potencialmente problemáticos. Para ello, he analizado algunas de las complejidades y tensiones que se presentan en la teoría y en la práctica de los derechos de la naturaleza. Un estudio de este tipo no puede ser exhaustivo, pero sí ilustrativo, en el mejor de los casos abriendo nuevas formas de pensar y evitar que pueden haber pasado desapercibidos sin un análisis detallado. Para concluir, quiero llamar la atención sobre algunos de los puntos que más se destacan entre los que desarrollé y, especialmente, sobre sus implicaciones para reflexiones posteriores. En aras de la brevedad y la claridad, estructuraré las conclusiones en puntos separados.

  • - Las diferentes formas en que se han concebido y aplicado los derechos de la naturaleza plantean notables dificultades de clasificación. Kauffman y Martin (2017b) han clasificado las disposiciones existentes sobre los derechos de la naturaleza en función de su fuerza y alcance, un método que puede, en efecto, reunir un número importante de casos. Yo he sugerido además que, dada la variedad de fines a los que se han aplicado los derechos de la naturaleza, el propósito es otra categoría importante de clasificación (Tănăsescu, 2021). Pero podrían hacerse otras tipologías utilizando concepciones minimalistas frente a las maximalistas (así, la personalidad jurídica, como tal, frente a los derechos positivos), o bien, tipos de derechos, tipos de institucionalizaciones. Ninguna de ellas abarcará todo, pero esta clase ejercicio es importante para mantenerse fiel a la experimentación práctica que suele ir por delante de la teoría.

  • - Los derechos pueden otorgarse a la naturaleza como tal, o bien a territorios concretos. Hemos visto las distinciones más destacadas y las muy diferentes formulaciones a las que puede llevar el enfoque de los derechos. La consideración del objeto preciso de los derechos depende de las concepciones subyacentes de la naturaleza que pueden analizarse productivamente en cada caso. Estas concepciones son también una vía útil para entrar en las tradiciones jurídicas plurales que pueden estar o no adecuadamente representadas.

  • - El alcance del derecho es una consideración importante a la hora de proponer o evaluar los derechos de la naturaleza. Es un elemento crucial tanto en lo que puede lograrse dentro de un determinado proceso político (así, la viabilidad de las enmiendas constitucionales o la posibilidad del activismo judicial, por ejemplo) como en los resultados que puede estimular el poder del derecho con el alcance que se le dé.

  • - La cuestión de la legitimidad en la causa es importante para los derechos de la naturaleza desde sus inicios teóricos parciales en la obra de Christopher Stone. La necesidad de la legitimidad en la causa como tal depende en gran medida del sistema jurídico en cuestión, pero su conexión con la legitimidad moral no debería pasarse por alto, independientemente del sistema jurídico que consideremos.

  • - Hasta ahora el pluralismo jurídico es extremadamente importante para muchos casos de los derechos de la naturaleza y ciertamente es primordial en su teoría. Sin embargo, la cuestión del pluralismo no fue inicialmente dominante en las bases teóricas de los derechos de la naturaleza, sino que surgió como un difícil problema práctico. La lente del pluralismo jurídico problematiza la relación entre los derechos en general y las relaciones entre indígenas y Estado, así como entre los derechos de la naturaleza y las diferentes ontologías indígenas. El activismo indígena ha sido fundamental para el avance de los derechos de la naturaleza hacia el pluralismo jurídico.

  • - Algunos casos se han construido mediante pronunciamientos de arriba hacia abajo, mientras que otros ocurren a través de procesos de abajo hacia arriba. Los defensores de los derechos de la naturaleza suelen presentarlos como si fueran de carácter participativo desde el momento de su creación, pero este no es necesariamente el caso. La Constitución ecuatoriana y los procesos de resolución de reclamos en Nueva Zelanda son buenos ejemplos de procesos participativos. En otros casos, como los iniciados mediante fallo judicial, la participación fue muy escasa.

  • - Una cuestión implícita en la argumentación ha sido la relación entre el reconocimiento y la concesión/otorgamiento de derechos a la naturaleza. La idea de que los derechos se reconocen está relacionada con las teorías del derecho natural, y vincula explícitamente los derechos de la naturaleza a una visión moral. Lo que se afirma es que el reconocimiento de los derechos es, a la vez, un movimiento moral y jurídico. Por otro lado, pensar que los derechos se conceden considera los de la naturaleza como de carácter convencional, que pueden crearse habiendo o no una relación explícita con los derechos morales. En mi opinión, los argumentos morales son secundarios a las relaciones de poder que la personalidad jurídica inevitablemente modifica. Por lo tanto, los argumentos morales pueden entenderse como exigencias de representación política (Tănăsescu, 2014). Los defensores de los derechos de la naturaleza pueden utilizar la argumentación moral, pero esto no significa que estén “leyendo” infaliblemente las cualidades morales de la naturaleza que otra persona bien puede no ver.

  • - El punto anterior también subraya que los derechos de la naturaleza son siempre políticos, y he argumentado aquí y en otros lugares que es fructífero entenderlos a través de lentes políticas y no solo jurídicas. Los procesos que conducen a su adopción, así como a su implementación, siempre tienen motivaciones y consecuencias políticas. Esta condición no es un efecto secundario de los derechos de la naturaleza, sino su propia finalidad: modificar las relaciones de poder. Por lo tanto, es relevante cómo se codifican los derechos de la naturaleza, pero no puede haber una estricta relación unidireccional y en gran medida determinista entre composición conceptual y efectos políticos. Más bien, la cuidadosa formulación y adopción de los derechos de la naturaleza puede simplemente tratar de evitar la posibilidad de que sean utilizados cínicamente por los poderes a los que se supone que se oponen.

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Notes

[*] Esta investigación ha sido posible gracias al apoyo de la Research Foundation Flanders (FWO, beca 1509419N) y el departamento de Ciencia Política de la Vrije Universiteit Brussel (VUB), Bruselas, Bélgica. Parte de la investigación se realizó durante una estancia en la Facultad de Derecho de la Universidad de Auckland (2018-2019). Este trabajo se basa en el libro Understanding the Rights of Nature: A Critical Introduction (2022). Sin embargo, complementa el análisis desarrollado allí con algunos de los últimos casos judiciales en Ecuador y desarrolla aún más el marco general para analizar los derechos de la naturaleza.

[**] Mihnea Tănăsescu, Ph.D., es investigador del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales, Servicio de Sociología y Antropología, de la University of Mons, Bélgica. Sus últimos libros son Understanding the Rights of Nature: A Critical Introduction (Transcript, 2022) y Ecocene Politics (Open Book Publishers, 2022). mihnea.tanasescu@umons.ac.be

[1] Partes de la sección 1, que detallan los hilos históricos de los derechos de la naturaleza, han aparecido previamente en Tănăsescu (2022).

[2] Definir la versión “más antigua” de algo —como, los derechos de la naturaleza— es una cuestión que debe tratarse con precaución. Por lo general, si se investiga más a fondo, se encuentran antecedentes que varían en grado con respecto al origen aceptado de una idea. Por ejemplo, Nash (1989, p.127) cita un ensayo de 1964 escrito por Clarence Morris que trataba de los “derechos legales de la naturaleza”. Sin duda, también hubo de haber antecedentes de ello. El punto es que nada puede resolverse encontrando la versión más antigua; los hilos históricos e intelectuales están vivos y siempre responden a tirones y forcejeos del presente. Véanse Nash (1989) y Stone (1972 y 2010).

[3] Una de las organizaciones ambientales más influyentes de los Estados Unidos (https://www.sierraclub.org). Véase Sierra Club vs. Morton (1972).

[4] La doctrina de la legitimidad en la causa no es la misma en todas partes. Stone reaccionaba específicamente a la versión estadounidense del concepto, mientras que en otras jurisdicciones —por ejemplo, Finlandia o Nueva Zelanda— los individuos o grupos no directamente afectados pueden demandar en nombre de un entorno natural, alegando que están defendiendo el bien o el interés común (Kurki, 2019). Este es un elemento contextual importante para entender la génesis del argumento de la legitimidad en la causa en la defensa de los derechos de la naturaleza.

[5] Esta idea está alineada con el discurso de los derechos de los animales, cuya propuesta clásica puede verse en Singer (1975).

[6] Para un estudio sobre el pensamiento moral más allá de los juicios morales, véase Crary (2007).

[7] La relación entre las concepciones moral y jurídica de la naturaleza no es exclusiva de las líneas genealógicas que aquí trazo. Muchas culturas diferentes y, de hecho, tradiciones jurídicas, plantean relaciones complejas entre la moral y el derecho, a veces sin distinguirlas en absoluto (o, más bien, solo contextualmente). Por lo tanto, no pretendo decir que la relación entre los derechos legales y los morales en la historia y la práctica de los derechos de la naturaleza se derive exclusivamente de las fuentes exploradas en estas páginas. Como veremos, hay muchas otras tradiciones jurídicas que alcanzan cierto grado de influencia en los derechos de la naturaleza, sobre todo en la relación entre sus derechos morales y jurídicos.

[8] Véase Stutzin (1984), relatando la historia de su propia argumentación. También, Simon (2019, p. 310).

[9] Véanse, entre otros, Acosta et al. (2009); Acosta (2010 y 2012).

[10] Véase Tănăsescu (2013).

[11] Véase, entre otros, Acosta (2012); Acosta y Martínez (2009); Fundación Tukui Shimi y CONAIE (2009); Hidalgo-Capitán et al. (2014); Martínez y Porcelli (2007).

[12] Véase O’Donnell (2021); Naffine (2003).

[13] Naffine (2003).

[14] En la teoría jurídica, existe otra distinción destacada entre sujeto jurídico y persona jurídica, donde “sujeto” abarca, potencialmente, una visión más agnóstica de la entidad así creada. A efectos de esta contribución, utilizaré persona jurídica, ya que creo que refleja mejor su uso en los derechos de la naturaleza hasta ahora, y la contrastaré con entidad jurídica, que también está respaldada por algunos casos existentes. Véase Tănăsescu (2020).

[15] Véase también Robinson (1991).

[16] Para un análisis del concepto de guardián, véase Tănăsescu (2020 y 2022).

[17] Véase Descola (2013 y 2014).

[18] En muchas jurisdicciones ya lo hace, sin apelar en absoluto a la personalidad jurídica o a los derechos. Véase Kurki (2019).

[19] Tal vez convenga señalar que el pensamiento teológico no se presenta a sí mismo como un marco, sino como una revelación de la verdad (que conduce a derechos reconocidos, no concedidos).

[20] Tănăsescu (2020 y 2022).

[21] Daniel Bonilla Maldonado señala con razón que hoy en día muchas comunidades indígenas son completamente urbanas. El supuesto que subyace a gran parte de la literatura que destaca los vínculos inherentes con territorios ancestrales es que los indígenas son principalmente rurales, que no es el caso empíricamente. Este punto es sumamente importante, pero en los casos aquí estudiados existe una fuerte autoidentificación con territorios rurales por parte del activismo indígena de los derechos de la naturaleza, a pesar de que los individuos de estos movimientos pueden residir en zonas urbanas. Además, como se puede ver en la defensa maorí, la idea de los vínculos con territorios específicos existe también en los entornos urbanos. Muchas zonas urbanas de Nueva Zelanda son reclamadas como territorios ancestrales significativos por grupos maoríes urbanos (por ejemplo, Orakei en Auckland; véase Kawharu [2008]). Así que, aunque siempre debemos dejar espacio abierto a múltiples identificaciones indígenas (y de otro tipo), no es exagerado subrayar, en el contexto particular de este argumento, la importancia de determinados territorios (ya sea como moradas reales o como memorias ancestrales fundamentales para las tradiciones actualmente en recuperación). Véase Bonilla Maldonado (2011).

[22] Véase, por ejemplo, Kauffman y Martin (2021).

[23] También hay que reiterar que los pueblos indígenas son muy diversos, tanto entre grupos como dentro de ellos y que, por lo tanto, no podemos hablar de “oposición indígena” o “apoyo indígena” como tal.

[24] No utilizo este término en el sentido técnico-jurídico, sino en el sentido más coloquial de una instancia de algo.

[25] Cabe señalar que, en Ecuador, mucho antes de la reescritura constitucional de 2008, el activismo indígena y de la sociedad civil en general también se centró en la oposición a la extracción de recursos y la contaminación por parte de las corporaciones. Esta experiencia de reivindicación de los derechos territoriales y de consulta previa también debe considerarse como un antecedente importante en ese caso.

[26] Sin embargo, existen propuestas para superar estas dificultades. Véase, por ejemplo, Luuppala (2021). Aquí, el concepto de integridad ecológica se presenta como una posible solución.

[27] Véase Fitz‐Henry (2018).

[28] En Tănăsescu (2016), desarrollé con mucha mayor extensión la discusión sobre la universalidad de la legitimidad en la causa, además de documentar en detalle el proceso político dentro de la Asamblea Constituyente. El lector interesado específicamente en el caso ecuatoriano puede consultar también esa obra.

[29] Véanse, entre otros, Kauffman y Martin (2017a y 2017b); Lalander (2014).

[30] Véanse Daly (2012); Kauffman y Martin (2017a y 2017b).

[31] Sentencia n.° 1149-19-JP/21.

[32] Sentencia n.° 1185-20-JP/21.

[33] Suele referirse al pensamiento indígena como espiritualidad o como un conjunto de cosmovisiones, etc. En mi opinión, esta asociación es una continuación, a menudo inconsciente, del pensamiento colonial, que ha relegado el pensamiento indígena al ámbito de las creencias. No lo es, al igual que la doctrina de los derechos humanos no es una cuestión de creencia. Por supuesto, cada pueblo debe “creer” en sus propias teorías, pero eso no hace que esa creencia sea infundada o simplemente espiritual. El pensamiento indígena es tan riguroso como el occidental, por lo que debe utilizarse el mismo término al abordarlo.

[34] Véanse, entre otros, Jones (2016); O’Malley (2014); Sanders (2018).

[35] Técnicamente, el primer contacto conocido con los europeos fue el 13 de diciembre de 1642, cuando Abel Tasman navegó por aguas de Nueva Zelanda. Sin embargo, este encuentro no terminó en un desembarco ni en un asentamiento, ello solo se produjo hasta la llegada de Cook.

[36] Ngai Tūhoe Deed of Settlement Summary (2013). Véase también Binney (2009).

[37] Nombres de grupos indígenas de ascendencia maorí. Iwi denota un grupo más grande que hapū.

[38] La decisión no se hizo pública hasta mayo de 2017. Véase Macpherson y Clavijo Ospina (2020). “Persona” aquí es equivalente al término “sujeto”. A efectos del argumento, trato ambos como sinónimos.

[39] Para este caso, no realicé un trabajo de campo independiente, sino que me basé en la literatura y los documentos publicados. Para un estudio muy detallado sobre su contexto más amplio, véase Revet (2021 y 2022).

[40] Sentencia T-622 de 2016.

[41] Véase Daly (2012).

[42] Para un análisis, véase Maldonado y Martínez (2019).

[43] Las últimas decisiones de la Corte Constitucional ecuatoriana son muy importantes para empezar a definir la relación entre los marcos regulatorios y los derechos de la naturaleza. Hasta ahora, la Corte ha anulado regulaciones medioambientales porque, a su juicio, contravenían los derechos de la naturaleza.

[44] También hay otros casos —sentencias n.° 1185-20-JP/21, 22-18-IN/21, 68-16-IN/21, 32-17-IN/21, 1149-19-JP/21 y 2167-21-EP/22— que atestiguan una actividad judicial actual que puede resultar extremadamente importante en el futuro de los derechos de la naturaleza.