Del templum-templo al bosque en los alerzales del sur de Chile: renovando la mirada cristiana sobre los vínculos con la naturaleza*

Pedro Pablo Achondo Moya**

Universidad de Chile (Chile)

Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales • número 6 • mayo-agosto 2023 • pp. 146-169

https://doi.org/10.53010/nys6.05

Recibido: 3 de abril de 2023 | Aceptado: 11 de julio de 2023

Resumen. Uno de los principales aportes del cristianismo y sus espiritualidades en lo concerniente a nuestra relación con la llamada naturaleza, es decir, al amplio espectro de la vida no humana, ha consistido en su desacralización. El objetivo de este artículo es problematizar dicho proceso y sus consecuencias, como también cuestionar posibles caminos que intentan responder a los problemas ligados a la emergencia climática en términos de una resacralización de la naturaleza. Este estudio se realiza desde dos lugares concretos: a nivel territorial, desde los bosques centenarios y milenarios de alerces ubicados en el sur de Chile; y, a nivel espiritual, a partir de la experiencia y práctica cristiana católica, esto es, considerando los aportes epistemológicos asociados a la espiritualidad cristiana, su mística y vivencia desde la teología latinoamericana. Metodológicamente, se ha realizado una profunda etnografía en los bosques entre noviembre del 2020 y diciembre del 2022. Se cuenta con trabajos previos e indagaciones anteriores del quehacer teológico del autor y en el marco de su investigación doctoral. El aporte a la discusión radica en que, desde una postura crítica ligada a las ecologías afectivas y las reflexiones de las humanidades ambientales, se afirma la necesidad de repensar y redescubrir el bosque sin espiritualizar las relaciones ni caer en nuevas sacralizaciones. El bosque de alerce proporciona una experiencia concreta y situada, asociada a su propia historia biocultural, según la cual es posible proponer caminos para una espiritualidad humano-bosque en tiempos del Poscapitaloceno.

Palabras clave: bosques de alerce, cristianismo, ecologías afectivas, espiritualidad, sacralización-desacralización

From the Templum-Temple to the Forest in the Alerzales of Southern Chile: Renewing the Christian Perspective on Bonds with Nature

Abstract. One of the main contributions of Christianity and its spiritualities regarding our relationship with nature, i.e. the vast spectrum of non-human life, has been its desacralization. This article critically examines this process and its consequences, and questions potential paths intended to address climate emergency related issues through a re-sacralization of nature. The study was carried out, on a territorial level, within the ancient and millennia-old alerce forests in southern Chile; and, on a spiritual level, drawing from the experience and practice of Catholic Christian beliefs, encompassing the epistemological contributions associated with Christian spirituality and its expression through Latin American theology. Methodologically, an extensive ethnography was conducted in the forests from November 2020 to December 2022. The author’s theological work and previous investigations within the context of his doctoral research provide a foundation for this study. From a critical stance that embraces affective ecologies and environmental humanities’ insights, the main contribution here is stressing the need to rethink and rediscover the forest without spiritualizing relationships or falling into new forms of sacralization. The alerce forest offers a tangible and situated experience, connected to its own biocultural history, which suggests potential paths towards a human-forest spirituality in the era of the Postcapitalocene.

Keywords: affective ecologies, alerce forests, Christianity, sacralization-desacralization, spirituality

Do templum-templo à floresta nos alerces-da-patagônia do sul do Chile: renovando a visão cristã dos vínculos com a natureza

Resumo. Uma das principais contribuições do cristianismo e de suas espiritualidades no que se refere à nossa relação com a chamada “natureza”, ou seja, o amplo espectro da vida não humana, consistiu em sua dessacralização. O objetivo deste artigo é problematizar esse processo e suas consequências, bem como questionar possíveis caminhos que tentem responder aos problemas ligados à emergência climática em termos de uma ressacralização da natureza. Este estudo é realizado a partir de dois lugares específicos: em nível territorial, a partir das florestas centenárias e milenares de alerces-da-patagônia localizadas no sul do Chile; e, em nível espiritual, a partir da experiência e da prática cristã católica, ou seja, considerando as contribuições epistemológicas associadas à espiritualidade cristã, sua mística e vivência da teologia latino-americana. Metodologicamente, foi realizada uma etnografia em profundidade nas florestas entre novembro de 2020 e dezembro de 2022. Estão disponíveis trabalhos e pesquisas anteriores sobre o trabalho teológico do autor e no âmbito de sua pesquisa de doutorado. A contribuição para a discussão reside no fato de que, a partir de uma postura crítica ligada às ecologias afetivas e às reflexões das humanidades ambientais, afirma-se a necessidade de repensar e redescobrir a floresta sem espiritualizar as relações ou cair em novas sacralizações. A floresta de alerces-da-patagônia proporciona uma experiência concreta e situada, associada à própria história biocultural, segundo a qual é possível propor caminhos para uma espiritualidade humano-floresta em tempos do pós-Capitaloceno.

Palavras-chave: florestas de alerce-da-patagônia, cristianismo, ecologias afetivas, espiritualidade, sacralização-dessacralização


Introducción

La aglomeración de vidas enmarañándose en competición,

en dirección a la luz,

el silencio compuesto por muchos ruiditos sin sentido;

la total indiferencia vegetal a la presencia del espíritu:

todo eso le incomodaba.

(Le Guin, 2020)

Más allá de las crisis institucionales y de los intentos de reforma y cambio en el seno de algunas religiones tradicionales, la sed de espiritualidad desborda toda frontera. En el corazón de esta época de transformaciones somos todos afectados por la crisis climática y, en ese escenario, la naturaleza aparece como un lugar privilegiado para vivir, experienciar y saciar dicha sed espiritual.

Si hay algo que la crisis climática y el denominado Antropoceno/Capitaloceno han impulsado es la esperanza. Más bien la búsqueda de esperanza. Los discursos apocalípticos y la ciencia ficción asociada al colapso y derrumbamiento de todo proliferan. Aparece la naturaleza dark (Morton, 2016) y el dark green como género (Sullivan, 2019). En el caso de Morton (2016 y 2019), el apelativo dark viene a explorar lo ambiguo de la naturaleza, su violencia, crueldad y aquello que muchas veces ciertos ecologismos intentan romantizar, a saber “que nos comemos la naturaleza” (Morton, 2019, pp. 104-118). Así mismo, lo dark quiere explicitar lo incontrolable y la capacidad de la naturaleza y sus fuerzas de sobrepasar cualquier intento de dominio, control y domesticación. En otras ocasiones, lo dark o lo dark green, en relación con la espiritualidad, busca recobrar la idea de una religión intrínsecamente ligada a la naturaleza. Aquí lo dark establece más bien la sombra de un ecologismo sin trascendencia y busca posicionar (resacralizando) a la naturaleza como una forma no tradicional de religión (dark green religion) en los tiempos actuales (Taylor, 2010). Bajo el mismo concepto, pero desde otra perspectiva, Sullivan (2019) usa lo dark para explicitar las relaciones humano-naturaleza bajo el Capitaloceno ligado al petróleo. Lo dark establece un vínculo dañino, extractivista y complejo. Pese a las distinciones, es posible verificar una crítica al uso de lo verde (green) de forma simplicista e ingenua al referirse a las relaciones entre los humanos y la naturaleza.

Por otro lado, y también desde la academia, una interesante literatura sobre discursos ecológicos, relaciones interespecie, transiciones socioecológicas, una ética y una política que den cuenta de las crisis y la necesidad de otros mundos posibles, se desarrollan y debaten en congresos y publicaciones. La teología y la reflexión en torno a las religiones y espiritualidades tampoco se quedan atrás.

Una de las corrientes más fecundas a nivel teórico, metodológico y práctico ha sido el redescubrimiento de las cosmovisiones y espiritualidades amerindias y ligadas a los pueblos indígenas en las diferentes latitudes del planeta, tematizadas en términos de ontologías relacionales, giro ontológico (Escobar, 2014; De la Cadena, 2015; Lowenhaupt Tsing, 2017; Lowenhaupt Tsing y Bubandt, 2020) o de apertura ontológica (De la Cadena et al., 2018). Se repiensan y reinterpretan el animismo y el antropomorfismo (Bird-David, 1999), buscando superar epistemológicamente la barrera naturaleza-cultura. Desde la racionalidad occidental, y no sin burdas analogías, se quieren comprender los entrelazamientos y las relaciones que han establecido los pueblos indígenas con su medio y territorio. Relaciones que son también de orden espiritual, ritual y simbólico. De ese modo y a partir de relecturas occidentales surgen prácticas que de alguna manera comienzan a sacralizar el espacio. Se proponen rituales y caminos espirituales de integración, diálogo y sanación con la naturaleza (Berho Castillo y García Navarrete, 2019). Pareciera ser una ola de reconexión con el medioambiente ligada a la crisis climática y a la falta de sentido, esperanza y comunicación con lo otro-que-humano.

En este artículo discuto las maneras en que ello se presenta o aparece como una resacralización de la naturaleza o al menos un regreso un tanto ingenuo, esto es, sin sentido crítico ni consecuencias políticas asociadas, a espiritualizaciones de los vínculos humano-naturaleza. El objetivo es problematizar una mirada espiritual respecto de las relaciones entre el humano y la naturaleza que no considera, a fin de cuentas, la naturaleza dark, la crítica de la modernidad-posmodernidad y la crisis climática asociada. Además de poner en tela de juicio reflexiones sobre la naturaleza de manera abstracta, sin considerar que las relaciones son siempre territorializadas.

Esta discusión se plantea a partir de una concepción cristiana católica, alimentada por la teología latinoamericana, respecto del mundo natural y, al mismo tiempo, por la necesidad de que ella misma —las espiritualidades cristianas en su relación con el medio— haga una revisión crítica y creativa de sus propias rigideces y exacerbada racionalidad. Para lo anterior se proponen tres momentos. A partir de la idea del templum, como primer momento de re-ligación y respecto de su amplitud etimológica, se dialoga con la crisis climática para, luego, como segundo momento crítico, presentar una reflexión territorializada en los bosques de alerce del sur de Chile. Finalmente, en un tercer momento, se realiza una discusión crítica y se destacan algunos hallazgos y perspectivas. Así, se ofrece un posible camino de salida alternativo a la des-resacralización en estos tiempos de Capitaloceno como ruta de esperanza, sentido y fortalecimiento de una ecoespiritualidad adulta, crítica y política. Se propone el bosque como alteridad no domesticable y como potencial apoyo para abrirnos a nuevas miradas, relaciones y prácticas.

Metodología

Durante poco más de dos años (2020-2022) recorrí los bosques de alerce del sur de Chile realizando una etnografía. Junto con un cuaderno de campo, registros fotográficos y audiovisuales, y registrando mis propias reflexiones mientras caminaba por los bosques, al igual que conversando con quienes habitan los alerzales y sus ecologías, apareció la oportunidad de profundizar en la memoria del bosque y en el tipo de relaciones que se han generado a lo largo del tiempo. Contacté una diversidad de personas que han tenido algún tipo de acercamiento o vínculo con el mundo de los alerces, comenzando por los habitantes de las comunidades aledañas a los bosques y los guardaparques, para luego aproximarme a investigadores, trabajadores, carpinteros, artistas y científicos, quienes permitieron indagar en una diversidad de miradas y, por qué no decirlo, conexiones de orden espiritual con el mundo de los alerces; además de mi propia experiencia como investigador en los territorios habitados por estos árboles milenarios y monumentales.

El trabajo de campo consistió en pasar tiempo entre los árboles y una serie de visitas a los distintos alerzales en el sur de Chile, tanto en la Región de los Ríos como en la Región de Los Lagos. Durante más de dos años visité y recorrí seis sectores/bosques donde habitan los alerces. En dichos sectores realicé entrevistas bajo consentimiento informado, así como sostuve conversaciones mientras recorría los bosques de alerce y hacía caminatas en los alerzales. Toda la información fue analizada después a partir de conceptos, expresiones, emociones y las propias experiencias de las personas con el bosque. Además de la vivencia autoetnográfica, la cual se manifiesta constantemente en el relato.

A partir de esta inmersión etnográfica, experiencial y situada, en diálogo con las personas y enriquecida por una discusión bibliográfica y conceptual, se piensa en la dimensión espiritual y en los posibles vínculos afectivos que se fueron estableciendo con el bosque y los alerces.

Imagen 1

Caminando el bosque de alerce (Parque Nacional Alerce Costero, PNAC). La Unión, Chile, 2022. Crédito de la fotografía: el autor.

Del templo a otros templum en tiempos de emergencia climática

Es interesante saber que la palabra templo tiene una raíz ligada a prácticas espirituales relacionadas con el bosque. El templum era el espacio talado dentro de un bosque para realizar algún culto o encuentro religioso. El vocablo etimológicamente significa tala (tem-) y alude a la práctica religiosa de los augures, quienes mirando el vuelo de las aves vaticinaban lo que podría ocurrir en el futuro. Se talaba un espacio cuadrangular en la espesura del bosque para poder mirar el cielo y el pasar de las aves. Más adelante, templum (templo) designó otros espacios sagrados, ahora edificados, en los cuales se situaban imágenes y estatuas de ciertas deidades.

Hoy en día hablar del templo no es algo fuera de la cotidianidad. Si bien se usan otros términos como capilla, parroquia, iglesia, santuario, en el mundo religioso cristiano y católico, u otras denominaciones tales como mezquita (en el islam) o sinagoga (en el judaísmo) o simplemente templo budista (con otras denominaciones según la región y el tipo), todas ellas aluden a un edificio. Hoy, el templo es una estructura, una edificación, una construcción que además mantiene ciertos códigos comunes o formas de concebir el espacio.

En el marco de la crisis climática y la irrupción de Gaia (Latour, 2017; Stengers, 2017) en las ciencias y humanidades, la dimensión espiritual ha ido cobrando fuerza. Es preciso recalcar esto, ya que, con los procesos de secularización de más de dos siglos, lo espiritual ha sido relegado, cada vez más, a prácticas sociales y personales, pero no necesariamente ligadas a la naturaleza. Dicho de otro modo, las sociedades occidentales irrumpieron en otras cosmovisiones y modos de hacer mundo, generando una dicotomía entre lo espiritual y lo material, entre el ser humano y la naturaleza, entre la dimensión trascendente y la vida ordinaria. De ese modo, el encuentro con lo divino quedó centrado en lo humano y la naturaleza desacralizada. Estos procesos se fueron asentando lentamente, animados desde diferentes frentes. Uno de ellos fue el de la ciencia moderna, el empirismo y el positivismo. Pero, desde otros lados fue la propia revelación cristiana la que impulsó una noción desacralizada de la naturaleza1. No cabe duda de que lo dicho debe ser matizado respecto de las cosmovisiones amerindias e indígenas en general. Aspectos híbridos en lo referente a las relaciones con la naturaleza y una vida no totalmente “desencantada” mantuvo su vigencia. Ritualidades, prácticas, lenguajes y fiestas son evidencia de que una cierta relación “religiosa”, espiritual o de orden trascendente nunca ha cesado. Es posible verificar esto incluso en las sociedades llamadas “occidentales” en Europa y Norteamérica. A fin de cuentas, nunca fuimos totalmente modernos (Latour, 1997).

Según el cristianismo y en especial a partir de la idea de la encarnación, esto es, que Dios mismo en la persona de Jesús de Nazaret entra en la historia, comienza un proceso de comprensión respecto de lo divino según el cual la historia y el cosmos son ahora lugar de habitación de la divinidad. Todo ello es más complejo y valdría la pena detenerse para explicar por qué suceden algunas cosas a partir de la revelación judeocristiana. Primero, Dios ya no es un Dios particular ligado a las fuerzas de la naturaleza (el dios del agua, la diosa de las cosechas, el dios de las montañas, por ejemplo), sino que Dios es el creador de todo lo que existe. Es un Dios universal que abraza la totalidad de la existencia. Segundo, el ser humano es encumbrado a un sitial especial, como la obra, si no definitiva, máxima en el orden de lo creado. Esto ha dado pie a lecturas antropocéntricas o, si se quiere, demasiado humanistas de la vida y la existencia. Sin duda, el hecho de que el mesías sea un ser humano puede acentuar esta idea de que lo humano encabeza, en superioridad y responsabilidad, a las criaturas. En tercer lugar, Dios acompaña la historia humana desde dentro, ya no como una divinidad exterior o netamente trascendente a la cual no hay acceso o la cual requiere sacrificios y actos de ofrenda para actuar. El Dios cristiano se relaciona personalmente con cada cual y no requiere de nada para acoger el sufrimiento humano y escuchar los pesares de la vida. La idea de la trinidad es central en una concepción tridimensional de la existencia, donde el padre es el creador, el hijo el liberador o salvador y el espíritu santo es el santificador, así como la presencia divina de Dios en la historia y la creación.

Este párrafo más teológico busca aclarar algunas posibles confusiones respecto de los aportes del cristianismo a la vida espiritual y la cosmovisión y cosmología que se pueda tener respecto de la vida. Como bien lo aclaran algunos autores (Boff, 2016 y 2011; Boff y Hathaway, 2014), el cristianismo rompe la idea del panteísmo proponiendo un panenteísmo: Dios no es todo ni todo es Dios, pero en todo se manifiesta Dios. “Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros” (Papa Francisco, 2015, n. 90). De ese modo el árbol no es Dios, ni los océanos son Dios, ni las montañas lo son, pero es posible encontrarse con Dios en el árbol, en los océanos y en las montañas. La presencia de Dios habita el tiempo y el espacio (Moltmann, 2007).

El templum vegetal de los alerces (Parque Nacional Alerce Costero, PNAC). La Unión, Chile, 2022. Crédito de la fotografía: el autor.

Dicho lo anterior, se plantea la idea de que así como se transitó del templum al templo (como construcción humana pero también al cuerpo, como templo del Espíritu), las propuestas ecológicas y el desastre acumulado de prácticas y concepciones dualistas, antropocéntricas e individualistas asociadas a modelos económicos y a ideologías capitalistas, colonialistas y patriarcales, nos instan a repensar un nuevo tránsito: esta vez del templo, de los templos, a los nuevos templum, a los espacios de cuidado, contemplación (literalmente, mirar el templum), conocimiento y cohabitación entre las comunidades humanas y las otras-que-humanas. Sin embargo, tampoco es posible ni legítimo resacralizar los espacios de la naturaleza que a los humanos les parezcan especiales, mientras se sacrifican otros (Achondo, 2019a). Ambas lógicas, profundamente religiosas (Tatay, 2020), mantienen los mismos problemas de antaño: un antropocentrismo y una concepción dualista en lo que dice respecto a la espiritualidad y la divinidad. La teología latinoamericana (Achondo, 2020) ha sido persistente en no volver a alejar a Dios cuando Él mismo ha querido acercarse.

Antes de terminar este apartado habría que agregar un matiz. Matiz que los pueblos de América Latina han manifestado quizás con más fuerzas que en el Norte Global, nos referimos a la tajante distinción teórica entre modernidad y premodernidad. Ya lo preguntaba Latour (1997) a inicios de los años noventa, pero lo hemos vivido en Latinoamérica y en el Sur Global desde hace siglos. La modernidad y sus presupuestos teórico-prácticos se entrelazan con saberes, experiencias y miradas que no necesariamente concuerdan con ella. Vivimos en culturas híbridas (García Canclini, 1990) en las que desde siempre han cohabitado elementos modernos y premodernos (habría que agregar desde las últimas décadas: posmodernos). Y esto corre para las relaciones y conceptualizaciones que hemos construido respecto de la naturaleza y el medioambiente.

El templum-templo en los bosques de alerce, aproximación etnográfica

Andando los territorios habitados por los alerces es muy difícil no experimentar un temple particular. Cabe detenerse en esta noción para profundizar la idea central de la investigación. La palabra temple proviene de la raíz temper, también asociada a templum. Si bien hay discusiones al respecto (Gildersleeve, 1880; Monlau, 1856), parece interesante que tanto temple como templum tienen que ver con el tiempo y el espacio. Templum como un espacio “cortado” (talado), un lugar especial y dedicado a lo distinto que lo propiamente humano y referido a un tiempo particular para ello. Mientras que temple alude a la moderación (temperar) y la mezcla (templar); sería un tiempo en que el espacio es modificado. En La vida de las líneas, Tim Ingold (2018) hace alusión a la palabra temper explicitando las relaciones entre los estados de ánimo y el clima: temperamento y temperatura. Un tiempo-espacio en que el humano es temperado, aclimatado, sazonado, mezclado con aquello que le rodea. Se encuentran el ambiente y su propio temperamento, del cual forma parte el humano.

Estas relaciones de lenguaje y palabras permiten ligar dos conceptos que en general son comprendidos en su distancia, pero no en su interrelación, a saber, el clima y el carácter. Si bien templum, tanto en su concepción primigenia como en estos nuevos espacios religiosos o espirituales presentes en la naturaleza y definidos por los humanos como santuarios naturales o “reservas” (espacios separados, cortados: templum), alude a lugares, prácticas asociadas y temporalidades densas, no queda clara, al menos hoy por hoy, la conceptualización de estos. La pregunta de fondo es ¿qué representación espiritual de la naturaleza necesitamos para una cohabitación con futuro y sentido en tiempos de crisis y perturbación? Los nuevos templum-templos en y de la naturaleza parecieran no responder a esta pregunta.

En los bosques centenarios y milenarios de Fitzroya cupressoides (alerces) se percibe el tiempo largo y profundo del bosque. La longevidad de los árboles da cuenta de una memoria e historia albergadas en dichos territorios. La sensibilidad humana y la presencia pausada y constante permiten que el estar-ahí comience a temperarse. No basta una visita, solamente, para comprender las maneras que el bosque tiene de habitar. El investigador debe volver una y otra vez al bosque hasta lograr ser habitado por ese temple, por la temperatura de los alerces, por el temperamento vegetal del bosque. Es evidente que la diferencia se percibe casi de forma inmediata, pero será el estar-con los árboles y el respirar su respiración lo que abrirá el acceso al temple del bosque en ese intercambio y relación de climas: el del humano y el de los alerces.

No es necesario abrir un espacio particular ni mucho menos talar. Tampoco definir ritualidades o tiempos para que aquello se convierta en una experiencia de carácter espiritual. Andar, caminar, respirar, mirar, estar. En definitiva, habitar el bosque. Habitar con el bosque. Las ritualidades son las ordinarias y cotidianas. Lo espiritual aparece en sus formas y en la relación que de a poco se vaya estableciendo con los alerces y sus cohabitantes del bosque. La etnografía que más bien debería denominarse dendrografía (Achondo, 2022b), en cuanto etnografía multiespecie y de carácter exploratorio como campo de estudio, va permitiendo construir un vínculo humano-bosque y, en particular, investigador-alerces de carácter afectivo y espiritual. Valga repetir, que desde una recta teología cristiana y a partir de la experiencia de las comunidades latinoamericanas, lo espiritual no es algo separado (aunque sí distinto) de lo cotidiano, rutinario o “terrenal”. Es en la tierra donde nos volvemos espirituales. En ese humus originario del Génesis o en el humus ancestral de los alerzales. La ritualidad, tal como lo muestra el mismo libro del Génesis (2: 7) no es otra cosa que una respiración, un soplo, ser insuflados por el aliento de vida que regala el bosque. Soplo que es posible ligar con el soplo mesiánico de Jesús resucitado sobre la comunidad (Juan 20: 22). Humanos y ambiente insuflados por el mismo espíritu. Espiritualmente temperados, es posible afirmar.

Alerce milenario en los Andes del sur de Chile (Parque Nacional Alerce Andino, PNAA). Puerto Montt, Chile, 2022. Crédito de la fotografía: el autor.

Las ecologías afectivas presentes en los territorios habitados por los alerces dan cuenta de formas, texturas, temperaturas, tonalidades, alturas y movimientos. Todo respira, todo se mueve, todo vive; en escalas otras-que-humanas y en tiempos completamente diferentes a los nuestros, pero compenetrados en el tiempo del recorrer y del reconocer-nos allí (Ingold, 1993). Entrar en esas ecologías afectivas es una experiencia espiritual, en el sentido de conectarse con algo que está fuera y dentro, que es de lo otro y nuestro, que nos atraviesa como fuerza vital (Bergson, 2016) y que, al mismo tiempo, solo accedemos cuando tomamos conciencia y nos permitimos afectar. El templum-templo del bosque, ahora como espacio-tiempo de afectividades y afecciones se transforma en una experiencia ecoteológica, en una experiencia profunda de ecología, esto es, conexiones e interrelaciones de vida. El florecer (Cuomo, 1998; Haraway, 2008) del bosque de alerces nos va floreciendo al estar en él. Co-florecemos. Esta experiencia es bastante comentada por la comunidad ligada al alerce, se aprecian constantemente expresiones referentes al bienestar, la salud, la tranquilidad, la paz, la quietud, como manifestaciones de una vida humana constitutivamente en referencia al bosque y, en este caso, a los alerces en particular.

La historia biocultural de los bosques de alerce en Chile contiene una memoria de devastación y usurpación. Hoy se mantienen protegidas poco más de 47 500 hectáreas de las 258 365 que habría en total, según los catastros más recientes (del año 2007). Esto equivaldría a unos 300 millones de alerces vivos. Se ha estimado que para el año 1550 las hectáreas habitadas por los bosques de alerce habrían sido 617 577 (Instituto Forestal [Infor], 2007). Es decir que hoy solo se mantiene en pie un 42 % de los bosques. El extractivismo forestal fue voraz desde los tiempos de la colonia, pero sobre todo a partir de la era industrial, desde mediados del siglo XIX. Los bosques fueron arrasados (Urbina y Barichivich, en prensa). Las ricas propiedades de la madera y los réditos económicos que ello implicaba hicieron que decenas de campamentos madereros, aserraderos y largas faenas se instalaran en las cordilleras de Chile. Contao, Chaihuín, las caletas de la costa de Osorno, los fundos madereros de la Cordillera Pelada, los traslados de madera por vía marítima hacia Chiloé, todo ello era sinónimo de alerce. Aún es posible encontrar huellas del Capitaloceno (Moore, 2016) en los montes, máquinas abandonadas y madera aserrada, tejuelas de alerce y basas en medio del bosque. La afectación fue total, la vida cultural, social, arquitectónica y económica de las comunidades cambió completamente (Torrejón G. et al., 2011; Urbina C., 2011). El Capitaloceno forestal abría sus templum de muerte: la tala, esta vez, no era para contemplar sino para extraer, consumir, comercializar. De esa manera, el bosque fue disminuyendo y la afectación ecológica llegando a altos niveles de perturbación. Tanto así que en 1976 se decreta al alerce como especie protegida y monumento natural (Decreto Supremo n.o 490). Se prohíbe totalmente su tala y se permite trabajar solo el alerce muerto o volteado. El bosque se salva, al menos lo que queda de él. Desde ese entonces los alerzales comienzan a ser albergados en parques nacionales y reservas forestales para su protección y conservación (un 18 % en el sistema público y el resto en predios privados). Se realizan estudios climáticos y dendrocronológicos para ir conociendo mejor las dinámicas territoriales y ecológicas ligadas a la especie. El alerce pasa a ser un archivo vegetal.

Uno de sus mayores exponentes, si no el más antiguo de todos los alerces conocidos, es el Alerce Milenario del Parque Nacional Alerce Costero (PNAC), datado recientemente con 5480 años (Welsh, 2022). Con ello se transforma también en el árbol más antiguo vivo en el planeta. Ya antes de esta datación, su tamaño y espesor manifestaban la longevidad y monumentalidad de un árbol único. Los turistas, investigadores, artistas y visitantes caminan casi sesenta minutos para llegar al “Abuelo Alerce”, como también se le conoce. Allí muchos narraban sus experiencias espirituales, aunque no siempre con ese apelativo, frente a tamaño espécimen. Quizás es el hecho de estar frente a un árbol poco convencional o tal vez el tiempo de vida del alerce que desafía no solo nuestras vidas humanas, sino la percepción del tiempo y el significado de un árbol tan antiguo, lo que genera la reflexión y un cierto recogimiento. ¿Cómo sobreviviste a todo lo sucedido? ¿Acaso no pudieron talarte? ¿Como no te encontró la industria maderera y su maquinaria extractiva? ¿Qué has venido a decirnos? ¿Debemos entender que eres un guardián del territorio? Preguntas como estas son las que afloran en el investigador frente al Abuelo Alerce. También el silencio, esa respuesta espiritual ante el asombro. La pequeñez y la insignificancia humana se hacen presentes de golpe. Sucede lo mismo ante otros alerces milenarios, en el Parque Nacional Alerce Andino (PNAA) o en el Monumento Natural Lahuen Ñadi. Cada reserva tiene su “abuelo alerce”. En las cordilleras hay más, están allí escondidos en laderas impenetrables y alejados de toda presencia humana.

En contextos de emergencia climática cabe preguntarse si sentarse frente al Abuelo Alerce es una respuesta a la cohabitación del mañana. Si los territorios protegidos y las reservas de conservación son el mejor o único camino para una sana ecología afectiva entre humanos y plantas. Me pregunto si la experiencia espiritual en los bosques puede ser institucionalizada y si necesita serlo, si los otros templum —ni los de antaño, ni los del Capitaloceno, ni tampoco aquellos ritualizados al modo de los baños de bosque o baños de naturaleza (shinrin yoku)— son acaso las representaciones simbólicas, bioculturales y afectivas para un habitar con esperanza. ¿Cuáles serán las propuestas que necesitamos? (Achondo, 2022a). No hay equilibrio ni una especie de balance en las relaciones humano-alerces, lo que hay es tensión, movimientos, intercambios, alianzas y dinámicas que van cambiando con suma fragilidad y que tocan dimensiones éticas y políticas. El Capitaloceno no ha pasado, tampoco para los alerces y sus territorios. Hay disputas, negociaciones, miradas antropocéntricas, ideas de desarrollo para los sectores rurales que han desembocado en conflictos diversos, como, por ejemplo, el caso Raulintal sobre el despojo de una familia ancestral y con una riquísima historia ligada a los alerces2, casos sobre tala ilegal de bosque nativo3 que han conmocionado a la opinión pública y, recientemente, la disputa por la construcción de un camino (carretera T-720) que afectará al bosque y beneficiará otros intereses, comerciales, turísticos o forestales4.

Caminando los senderos del PNAC me detuve, cansado, al pie de un gigante alerce. Me quedé un largo rato en esa cordillera solitaria. No había ninguna presencia ni rastro humano a mi alrededor, solo árboles, bosque, el cantar de algunos pájaros y un cielo azul intenso con pocas nubes que transitaban. Era cerca del mediodía, hacía calor y me hidrataba con agua fresca. En mi cuaderno de campo anotaba reflexiones, ideas y, sobre todo, percepciones. Quería dejar escrito —lo que me resulta también como un ejercicio del sentipensar— lo que pasaba por mí. Lo que me pasaba estando ahí. Mis afecciones con el bosque. Y de pronto primó una sensación distinta, como de extrañeza, en el fuerte sentido de la palabra. Me sentí extranjero, ajeno, foráneo. Como alguien completamente extraño a aquel lugar. No solo me pregunté qué hacía yo ahí, sino que la sensación fue más fuerte. Todo me pareció extraño, el ambiente, los árboles, los colores, el bosque. Lo que sentí fue la sensación de que estaba en otro planeta. De que ese lugar podría perfectamente no pertenecer a la Tierra. Ignoro si fue la soledad, el cansancio, la belleza o todo lo anterior, y seguramente un sinfín de otras cosas más. Lo impresionante fue el saberme no perteneciente allí y al mismo tiempo estar allí, fue hacer carne aquello de la extraña familiaridad (Morton, 2019), pero con una acentuación en la extrañeza más que en la familiaridad. No había miedo en ello, sino asombro, perplejidad. Me sentí en otro planeta y por algunos segundos quizás lo estuve. Podía respirar y exteriormente nada cambió. Pero ese lugar era otro, era un espacio-tiempo nuevo, distinto (Ingold, 1993). No sé si catalogar dicha experiencia de espiritual, tampoco creo que importe. Prefiero decir que la ecología afectiva y el temple que establecimos los alerces y yo, en ese bosque concreto de la Cordillera de la Costa, me otorgó una profunda experiencia de abstracción común. El bosque y yo estábamos fuera de la Tierra, respirando y contemplando otros albergues y refugios de esperanza. Era el bosque en mí y yo en el bosque, en una interrelación de extrañeza y familiaridad. Lo más interesante fue que la extrañeza, por unos segundos, no era respecto del bosque, sino del resto del mundo.

Redescubrir el bosque o la no sacralización de la naturaleza: algunos resultados preliminares

Veo a los hombres,

pues los veo como árboles,

pero que andan.

Ciego de Betsaida (Marcos 8: 24)

La filósofa argentina Marta Palacio (2018) se pregunta si acaso no vivimos un retorno de la metafísica. Este cuestionamiento le surge luego de percibir el impresionante aumento de toda una literatura ligada a las humanidades ambientales y el neomaterialismo. Categorías que la filosofía contemporánea poco trabajaba comienzan a reaparecer desde la antropología, la sociología, la geografía, la ecocrítica y los estudios ambientales. La irrupción de Gaia busca cómo decirse.

Se requiere problematizar si las nuevas explicitaciones de experiencias humano-naturaleza, que en realidad no tienen nada de nuevas, necesitan del carácter religioso y, en particular, “resacralizador” que han ido tomando. Desde la ecoteología se discute que no (Achondo, 2019a, 2019b, 2022a y 2022c), a partir de argumentos más bien teológicos como algunos de los ya comentados. La antigua división sagrado-profano no tiene un total asidero desde las espiritualidades cristianas. Sin embargo, y he aquí lo fundamental, esto en ningún caso significa que no sea necesario renombrar experiencias, relaciones, espacios y momentos de interacción con lo otro-que-humano de una forma especial y distintiva. La crisis onto-epistémica, de sentido y horizonte de vida, es también una crisis del lenguaje, de los conceptos y las formas de decir lo espiritual y aquellos vínculos “especiales” que se generan entre los humanos y el ambiente.

El trabajo etnográfico me ha llevado a inclinarme por las ecologías afectivas y por el cultivo de relaciones de cuidado, reciprocidad y reconocimiento como caminos conceptuales y prácticos. Es muy interesante constatar cómo en las entrevistas con investigadores y científicos, en particular, una vez que la conversación se escapaba un poco de la ciencia y se abría a un campo más subjetivo y ligado a los afectos, tanto las palabras como la manera de explicar una experiencia de la naturaleza, comenzaban a cambiar. Aquellos vínculos buscaban la forma de ser dichos y expresados. El conocimiento científico en lo que respecta al bosque ocupa un lugar importante, como también lo hacen las prácticas artísticas y las aproximaciones simbólicas. Las humanidades ambientales van ayudando a comprender mejor y a profundizar con mayor riqueza en este entramado inter y transdisciplinar, en ese nuevo mundo de multiplicidades y visiones (Palacio, 2022). Lo anterior en ningún caso requiere una resacralización de la naturaleza.

Sacralizar, si recordamos bien, tenía como fin último cuidar y proteger, pues no era posible tocar, destruir o modificar lo sagrado. Recordaba a los humanos que había espacios y seres que no podían ser tratados como objetos ni usurpados por intereses particulares. Sacralizar era sinónimo de protección y con ello cada religión fue denominando sus propios lugares sagrados y especies protegidas. Por eso, desde la perspectiva crítica de la ecoteología latinoamericana valdría la pena preguntarse si la sacralización no sigue siendo una violencia llena de antropocentrismo, un ejercicio epistémico colonizador. La línea es delgada y sutil. Prácticas neocoloniales tiñen buenas voluntades conservacionistas. Ejemplos hay muchos. Un ecologismo elitista y asociado al poder persiste en designar, decidir, cerrar y controlar los nuevos templum del mundo actual.

Por otro lado, no es extraño encontrarse hoy con artículos científicos o capítulos de libros científicos sobre el bosque en los cuales, en algún momento, aparece algo que rompe el molde de “lo científico”, como se dijo antes respecto a las entrevistas; un momento en que el investigador se da el permiso para salir de “su ciencia” y abordar sentimientos, sensibilidades, emociones o incluso experiencias catalogadas como mágicas o místicas (Gagliano, 2020; Simard, 2021; Urbina y Barichivich, en prensa). La falta de lenguaje para decir lo que se siente, experimenta y padece es evidente. Las ciencias no otorgan ese lenguaje, apenas lo permiten. Al mismo tiempo, la sociedad moderna y su disciplinariedad exacerbada tampoco forma y educa en dichos lenguajes asociados a lo espiritual u otro tipo de experiencias que podríamos llamar poéticas (Bachelard, 2000). Los artistas son más libres en esto, pero a la hora de explicitar experiencias con la naturaleza también se usan analogías religiosas o metáforas espirituales, sin mucha agudeza ni asertividad. Se espiritualizan momentos o se sacraliza rápidamente un espacio. Cualquier experiencia sensorial es leída en clave religiosa, como entendiendo que no pertenece al mundo humano netamente o que es algo extraordinario y único. Elocuente en esto es la multiplicidad de publicaciones que aluden a “lo secreto”, “la vida secreta”, “lo escondido” o “al corazón”, en el mundo vegetal (Jahren, 2021; Tompkins y Bird, 2016; Wohlleben, 2021).

Dejar al bosque ser bosque consiste en no catalogarlo ni dominarlo. Si se busca —en el marco de la crisis climática y la pregunta abierta por los posibles mundos otros— pensar e imaginar la naturaleza y las relaciones de cohabitación que podamos los humanos llevar a cabo, es necesario hacerse estas preguntas. En ellas también se juegan los vínculos religiosos y espirituales que se puedan generar. El bosque es un bosque y puede ser, también, muchos bosques (Guerrero-Gatica y Achondo, 2022), es una multiplicidad de bosques que se defienden de ser definidos con facilidad y claridad. El bosque evade cualquier definición (Pustarfi, 2021). Dependerá del ojo humano, esto es, de su onto-epistemología y cosmovisión (también religiosa y espiritual) con qué bosque se encuentra. Un bosque-jardín, un bosque-manejado, un bosque-protegido, un bosque-maderero, un bosque-santuario, un bosque-sanación, un bosque-biodiversidad o un bosque-poético. Hay miles de bosques en un bosque, pero no todos tienen el mismo mañana. No todos permiten una cohabitación serena y sana con las comunidades humanas. No todos son bosques del Poscapitaloceno.

Volver al bosque requiere aceptar la alteridad del mundo vegetal (Achondo, 2021). Los humanos no somos árboles ni nos transformamos en uno. Pero al modo humano podemos aproximarnos al mundo de los árboles y abrirnos a que los árboles puedan comunicarse, al modo de ellos y de cada uno, con los humanos. De eso se trata la relación inter y multiespecie. No de mímesis ni de apariencias. El mundo de las plantas y los bosques de alerce solo pueden hablarnos al modo de ellos y según sus propios lenguajes. Eso es, sin duda, una comunicación espiritual, sin necesidad de sobresaltos ni éxtasis. Era la experiencia que narraban con sus propias palabras y expresiones los guardaparques y los lugareños: asombro, cariño, reverencia y cuidado por el bosque de alerce aparecían en las conversaciones. Es el lenguaje de la contemplación, del estar-con, del pasar tiempo juntos, de ser caminados por los árboles cuando caminamos el bosque, de ser escuchados por los alerces, mañíos, coigües, canelos y lumas cuando nosotros los escuchamos a ellos. Las ecologías afectivas nos entrelazan y dan cuenta de que cohabitamos en una misma respiración y humus. Es en esa proximidad y tensión, en esa diferencia radical (humano-planta) y cercanía poético-afectiva, donde acontece la experiencia que llamamos espiritual.

Ese nuevo bosque de relaciones afectivas nos hablará de Dios, sin duda, pero ojo que para Dios —al menos desde la perspectiva cristiana— no es necesario ningún bosque para establecer alguna relación con el mundo humano. Dios habita lo humano de una manera especial, ni más ni mejor que como habita el bosque. Lo hace de manera diferente. Y lo mismo puede y debe ser afirmado respecto de los árboles, las plantas, los mares y las montañas. Somos vehículos de espiritualidad: todo lo existente y todo lo creado y por crearse se manifiesta en las relaciones. Sin templos de piedra, ni templum ocultos en los bosques, Dios espera una palabra y le transmite al humano la suya.

El bosque del Poscapitaloceno es una urgencia, y las perspectivas científicas, (eco)humanistas o poshumanistas, artísticas y religiosas que alimenten el cuidado, el respeto, la cohabitación y las ecologías afectivas posibles serán bienvenidas. Lejos de cohesiones e intereses mezquinos o imposiciones colonialistas, los bosques vuelven a vibrar, desde sus propias temporalidades y manifestaciones. No cabe duda de que hay mucho por hacer, descubrir y dialogar, y mucho más por habitar juntos de maneras nuevas y portadoras de esperanza para la vida en el planeta.

Bosque de alerces emblanquecidos en el Piuchué (Parque Nacional Chiloé). Chiloé, Chile, 2022. Crédito de la fotografía: el autor.

Discusión y hallazgos

En cuanto teólogo latinoamericano y poeta comprendo, por un lado, la necesidad humana de nombrar ciertas experiencias y encuentros con el mundo otro-que-humano; y, por otro, la falta de analogías espirituales en nuestras vidas modernas y occidentalizadas. Nos encontramos en un umbral. En una época sin lenguaje espiritual o, lo que es lo mismo, con cuantas espiritualidades y nominaciones como experiencias humanas existan. Efectivamente, algo de aquello de que la metafísica estaba reencontrando un lugar en las ciencias y en el lenguaje contemporáneo. Pero, lamentablemente lo hace sin filtros y con una especie de ingenuidad acrítica y apolítica. ¿Cómo entender conceptualizaciones como la magia o lo sagrado cuando se está realizando una filmación con un teléfono inteligente? O al revés, ¿cómo no sospechar de los lenguajes espiritualizantes y religiosos para decir aquello que experimentamos en medio de la naturaleza, cuando al mismo tiempo se persiste en individualismos y relaciones capitalistas con los otros humanos? Esta falta de lenguaje se debe en parte a la falta de experiencia y al mismo tiempo da cuenta de una romantización y exacerbación de esta. Su ausencia ha provocado su exacerbación. Pareciera que se quiere volver al templum, pero esta vez sin talar espacios sagrados para contemplar el vuelo de los pájaros, sino registrando todo con cámaras de video y fotografía de última generación y esperando que eso otro-que-humano nos hable, se abran las nubes cuando pasemos y los árboles meneen sus hojas como dándonos una bienvenida.

Hace poco, a propósito del estreno del documental Diez días en el bosque (Barrenengoa, 2022), en el marco del Festival Santiago Wild 2023, se nos contaba la manera en que, a partir de la inmersión en el bosque del sur austral de Chile —experiencia sin lugar a dudas fascinante—, los protagonistas no solo se encontraron con su riqueza y biodiversidad, sino también “con ellos mismos”. Si solo con diez días en el bosque se pudiera solucionar la falta de sentido actual y el encuentro profundo con la identidad propia, las cosas serían diferentes; sin embargo, es evidente que diez días no bastan, ni tampoco una semana o meses y que el camino de autoconocimiento y re-ligación profunda nos puede costar la vida entera.

Ejemplos como estos sobran. Así mismo, expresiones espirituales de contenido ecológico o enraizadas en la naturaleza cobran fuerza y sentido, además de responder a las necesidades de miles de personas que no encuentran un lugar en religiones institucionalizadas o espiritualidades tradicionales (Tatay, 2020). De esta manera, el reencantamiento del mundo es una posibilidad inmensa en tiempos de crisis climática. No se propone una vuelta al animismo premoderno, al menos no en la literatura especializada ni en la experiencia de las personas ligadas a los alerces que la etnografía pudo rescatar, aunque tampoco es posible excluir del todo esta posibilidad y sus complejidades sin más, sino que se trata de una espiritualidad holística en la que lo humano es desplazado del centro para comprenderse de mejor manera en la malla de la vida (Morton, 2019). Es un reencantamiento (y no necesariamente una sacralización) para el futuro lo que este artículo busca proponer. Un reencantamiento poshumano que no rechaza el complejo geo-zoe-tecno (Braidotti, 2022) en el que estamos todos inmersos, humanos y otros-que-humanos, es decir, vivimos en tiempos hipertecnologizados y en los que aquello que se denomina naturaleza se encuentra en constante relación con el mundo cultural, social, político y técnico. No es posible pensar otros vínculos, espirituales o religiosos, con los bosques sin asumir la dimensión tecnológica del mundo contemporáneo. Así mismo, dicho reencantamiento no puede olvidar la dimensión política. Las espiritualidades ecológicas deben evitar una insana romantización apolítica de lo otro-que-humano y, como corresponde a toda espiritualidad que se precie de tal, fortalecer la praxis ética y el compromiso político dentro de la gran comunidad de la vida. El trabajo de campo hizo evidente ambas dimensiones, la política, sin ir más lejos, al ser los bosques de alerces parques nacionales administrados por un aparato privado-estatal (Corporación Nacional Forestal [Conaf]) y la dimensión tecnológica al existir estaciones de investigación e intervención, como antenas y sensores en los bosques para estudios referidos al cambio climático o como cuando en medio del sonido del bosque y su temple, el investigador fue “despertado” de su encantamiento por el ruido de los motores de los aviones que sobrevolaban el terreno (en el Monumento Natural Lahuen Ñadi), que se encuentra en las cercanías del aeropuerto de la ciudad de Puerto Montt.

La carta encíclica del papa Francisco Laudato si’ (2015) propone un camino ético-espiritual en clave ecológica. La categoría fuerza es llamada de ecología integral, ya trabajada antes por la teología latinoamericana (por el teólogo Leonardo Boff, en particular) y algunas corrientes filosóficas (Guattari, 2017). Dicho documento aporta novedosos conceptos y pistas para un renovado diálogo entre la ecología y el cristianismo y da cabida así a una nueva espiritualidad ecológica en clave cristiana (Palacio, 2022). Sin dejar pasar algunos puntos críticos (Achondo, 2022a), no cabe duda de los aportes y horizontes que se abren epistemológica, ética y políticamente hablando desde la publicación de Laudato si’. Queda continuar el camino ya labrado con una mayor apertura hacia las humanidades ambientales y las interesantes reflexiones del materialismo vitalista y otras corrientes afines. No perder el contexto de urgencia climática y la co-producción de mundos por venir es un imperativo en esta época, también para la eco-espiritualidad. Sin romantizaciones exacerbadas ni espiritualismos individualistas y apolíticos. Esto es precisamente lo que la experiencia etnográfica en los bosques centenarios y milenarios de alerce ha dejado. Dicho de otro modo, las ecologías afectivas y el respeto socioambiental que los territorios (humanos y boscosos) van enseñando y dejando en las personas pueden configurar una narrativa y vivencia sin apropiaciones ni lecturas antropocéntricas demasiado apresuradas. Los alerces han sobrevivido a la mano voraz de lógicas humanas asociadas al Capitaloceno forestal y hoy, bajo prácticas de conservación y protección, esperan seguir contando historias que despierten otros vínculos: amorosos, contemplativos, espirituales.

El templo como lugar y geografía de expresión espiritual y encuentro comunitario cumple una función, así como los nuevos templum ecoespirituales en medio de la naturaleza. Ambos no son excluyentes, ni tampoco, a partir de lo visto, requieren ser superados completamente. Lo importante en el redescubrimiento de los vínculos y alianzas entre los humanos y lo otro-que-humano será no repetir o reproducir mecanismos y construcciones onto-epistémicas y espirituales como las anteriores. Los contextos son otros y la crisis socioambiental y climática es también producto —al menos en parte— de las dicotomías, los espiritualismos, las idolatrías y los fetichismos tan propios de la premodernidad como de la modernidad capitalista y cientificista. De ahí que el camino más bien sea el respeto y el reencuentro con la alteridad y, a partir de esa diferencia y extraña familiaridad, reconstruir un lenguaje y prácticas que den cuenta de los lazos espirituales y afectivos en los cuales cohabitamos y la vida florece y regenera (Skewes, 2019).

Quisiéramos que el aporte a la discusión venga más que nada del bosque mismo, de la experiencia del encuentro con lo otro-que-humano vegetal y su historia, con los territorios andados y los templum-templos que allí pudimos habitar mientras fuimos habitados. La crítica al Antropoceno es también una crítica al dualismo universal-particular y a la reiterada abstracción (conceptual y experiencial) en la que han caído tanto las religiones como las diferentes espiritualidades. ¿Cómo re-conectar los vínculos y alianzas humano-naturaleza territorializando y no sacralizando las relaciones? Quizá las pistas aquí esbozadas nos ayuden a continuar indagando estos caminos alternativos en vistas de futuros.

Los alerces, a partir del trabajo etnográfico y afectivo, no me hablaron de manera humana, sino que me enseñaron belleza y paz; me instaron al cuidado y admiración mientras cobijaban mis preguntas e indagaciones. Generamos un nosotros, sin duda. Un nosotros interespecie preñado de afectividades y aperturas, como el Ayllú de Marisol de la Cadena (De la Cadena et al., 2018). Una alianza ético-espiritual de compromiso con la vida del bosque, con la vida toda del bosque: humana, vegetal y de todas las criaturas que se encuentran allí. Fui habitado por el hábitat y lo que el territorio contenía en su extensa temporalidad, humana y no humana (Ingold, 1993). El temple entre el bosque de alerces y yo es espiritual, es afectivo, es ético, político y estético. Ese temple me llevó a otras palabras y conceptos, a una comunicación distinta, con el cuerpo y la imaginación. Desde la incomodidad del bosque me siento, nuevamente, cómodo y acogido, sin templos, sin templum. Solo bosque.

Conclusión

Toda etnografía multiespecie y territorializada no tiene pretensión de palabra última. Lo dicho aquí es una palabra penúltima y pasada por la experiencia del investigador. Esto puede ser tanto una limitante, si el criterio científico continúa siendo aquel de la universalidad y de consecuencias que puedan ser compartidas tal y como han sido relatadas; pero también —y es lo que se ha intentado explicitar— puede ser su mayor aporte. Toda experiencia se territorializa, también la espiritual. El lenguaje de la encarnación, como lo comprende y enseña el cristianismo, es aquel que asume lo más propio del territorio (Papa Francisco, 2020, n. 6), en este caso, la experiencia sensible y afectiva entre los inmensos alerces del sur de Chile. El deseo de evitar una re-sacralización responde, por un lado, al respeto por la alteridad vegetal y del mundo no humano en general y, por otro lado, a recobrar el lugar creatural que le compete al humano; al menos desde la visión cristiana. Criaturas frente al creador, criaturas entre otras criaturas, cada una en su manifestación, forma y expresividad. Entrar en la malla de la vida, desde la experiencia de ser humus para convertirse en compost (Haraway, 2016), esto es, contribuir a la regeneración y florecimiento de la vida, con los alerces, en los bosques, en una común-participación diferencial de y con todo lo que existe, en definitiva, es un camino abierto para una ecoespiritualidad (cristiana) en tiempos de emergencia climática.

La idea del templum-templo ha servido para vincular un espacio religioso con un espacio vegetal, es decir, concepciones de un mundo humano con aquella de un mundo otro-que-humano. Sin duda falta un lenguaje propicio para muchas de las expresiones y experiencias que se entretejen allí. Este artículo, a partir de la noción y la territorialización de las ecologías afectivas en los bosques de alerce del sur de Chile, ha querido ser también una contribución en ello. Queda pendiente retornar la reflexión a las comunidades, volver a cotejarlas con investigadores y científicos que han dedicado su vida al bosque; conversarlas con habitantes y guardaparques, para poder continuar enriqueciendo una experiencia que la mayoría de las veces no necesita palabras, pero que las sugiere y llama en los contextos actuales. Y si, en última instancia, dichos lenguajes tienden al silencio, nos parece que ello ya sería una tremenda contribución en las arenas de disputa actual respecto del sentido, las prácticas y las esperanzas religiosas en lo referente a la naturaleza y en vistas de los mundos por venir y habitar.

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Notas

* Investigación realizada en el marco del doctorado en Territorio, Espacio y Sociedad de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU) de la Universidad de Chile, con apoyo financiero de la Agencia Nacional de Investigación de Chile (ANID). El trabajo desarrollado comprende los alerzales de la Región de Los Ríos y de la Región de Los Lagos en el sur de Chile durante los años 2020-2022. Todos los procedimientos fueron realizados de acuerdo con las leyes y lineamientos institucionales del caso, dichos procedimientos fueron aprobados por el comité de ética de la FAU y con los debidos permisos de la Corporación Nacional Forestal de Chile (Conaf), cuando fue necesario.

** Doctorando en Territorio, Espacio y Sociedad de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile. Magíster en Teología Moral y Práctica por el Centre Sèvres de París, Francia. Últimas publicaciones: “Dendrografías, escribiendo con alerces”, publicado en la Revista [sic] (2022, (32), 148-158) y “La naturaleza como sujeto de la teología práctica”, compilado en Teología práctica latinoamericana y caribeña: fundamentos teóricos (2022, Ángel Eduardo Román-López Dollinger (ed.), Editorial Sebila). pedro.achondo@ug.uchile.cl

1 El presente artículo no se hace cargo de la discusión más conceptual referente a lo sagrado, lo santo, lo venerable, la divinización u otras acepciones que podrían matizar esta afirmación. Para lo que aquí interesa, sacralización refiere al hecho/práctica/idea de otorgarle un estatus religioso vinculado a lo divino a aspectos de la naturaleza, territorios, paisajes o, incluso, especies.

4 Véase https://www.eldesconcierto.cl/medio-ambiente-y-naturaleza/2022/09/30/disputa-por-camino-en-bosque-de-alerces-enfrenta-a-conaf-con-alcaldes-de-la-union-y-corral.html y recientemente en la revista Science (2 de junio): “Chile’s Road Plans Threaten Ancient Forests” (Urrutia-Jalabert et al., 2023).