Filosofía de la naturaleza, ecosofía y ecoteología en el pensamiento de Muhammad Iqbal*

Antonio de Diego González**

Universidad de Sevilla (España)

Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales • número 6 • mayo-agosto 2023 • pp. 33-53

https://doi.org/10.53010/nys6.01

Recibido: 12 de abril de 2023 | Aceptado: 8 de junio de 2023

Resumen. Considerado el filósofo musulmán más influyente del siglo XX, Muhammad Iqbal (1873-1938) es garante de una imponente producción filosófica y poética desde la cual dialogó profundamente con el mundo contemporáneo y sus problemas. En su crítica a la deshumanización y al olvido de lo divino por parte del mundo moderno, la naturaleza tiene un papel preeminente. Desde el Corán y la Sunna, la naturaleza se percibía como manifestación de los signos y los símbolos de Allah, tanto que el profeta Muhammad dijo que “Sea toda la tierra mezquita”, en referencia a la sacralidad de esta. A partir de este concepto, y en numerosos puntos de su obra, Iqbal resitúa el rol de la naturaleza y la devuelve a un plano de preeminencia física y metafísica para el creyente. La naturaleza no es solo materialidad y finitud, sino reflejo de los atributos divinos. Así mismo, tiene una función en el desarrollo antropológico de la persona, y sirve como espacio de recuerdo (tadhkira) y de ‘ibāda (adoración), más allá de su apariencia material. Una oportunidad para re-conocer (ma‘rifa) la realidad (ḥaqīqa), avanzar en la existencia y vivir en el absoluto. El objetivo de este artículo es, con base en el análisis de fuentes primarias, explorar el rol de la naturaleza y la posibilidad de identificar los aportes de Muhammad Iqbal para la ecosofía —en el sentido panikkariano del término— y para la ecoteología.

Palabras clave: ecoteología, filosofía de la naturaleza, filosofía de la religión, islam

Philosophy of Nature, Ecosophy, and Ecotheology in Muhammad Iqbal’s Thought

Abstract. Muhammad Iqbal (1873-1938), widely recognized as the preeminent Muslim philosopher of the twentieth century, possesses an illustrious legacy of profound philosophical and poetic works. His extensive body of work reflects a deep engagement with the pressing issues of his time and a sincere dialogue with the contemporary world. In his critique of dehumanizing tendencies and the forgetfulness of the divine within the modern world, Muhammad Iqbal accords nature a preeminent role. In the Qur’an and the Sunna, nature is depicted as a manifestation of Allah’s signs and symbols. This notion is exemplified in the Prophet Muhammad’s statement that “the whole earth is a Mosque,” emphasizing the sacredness inherent in the Earth. Iqbal builds upon this concept, redefining the role of nature and restoring its significance in both the physical and metaphysical realms for believers. For Iqbal, nature is not merely material and finite but also a manifestation of divine attributes, serving as a space of remembrance (tadhkira) and worship (‘ibāda) beyond its material appearance. In his writings, he explored nature’s role in human development, offering an opportunity to re-know (marifa) reality (ḥaqīqa), to advance in existence, and to live in the absolute. The purpose of this paper is to examine the role of nature and Iqbal’s contributions to Ecosophy —in the panikkarian sense of the term— and to Ecotheology through an analysis of primary sources.

Keywords: ecotheology, Islam, philosophy of nature, philosophy of religion

Filosofia da natureza, ecosofia e ecoteologia no pensamento de Muhammad Iqbal

Resumo. Considerado o filósofo muçulmano mais influente do século 20, Muhammad Iqbal (1873-1938) é o fiador de uma impressionante produção filosófica e poética, a partir da qual se engajou em um profundo diálogo com o mundo contemporâneo e seus problemas. Em sua crítica à desumanização e ao esquecimento do divino por parte do mundo moderno, a natureza desempenha um papel preeminente. No Alcorão e na Suna, a natureza era vista como uma manifestação dos sinais e símbolos de Alá, tanto que o profeta Muhammad disse: “que toda a terra seja uma mesquita”, referindo-se à sacralidade desta. A partir desse conceito, e em vários pontos de sua obra, Iqbal ressitua o papel da natureza e a devolve a um plano de preeminência física e metafísica para o crente. A natureza não é apenas materialidade e finitude, mas também um reflexo dos atributos divinos. Ela também tem uma função no desenvolvimento antropológico da pessoa e serve como um espaço de lembrança (tadhkira) e de ‘ibāda (adoração), mais além de sua aparência material. Uma oportunidade de re-conhecer (ma‘rifa) a realidade (ḥaqīqa), de avançar na existência e de viver no absoluto. O objetivo deste artigo é, com base na análise de fontes primárias, explorar o papel da natureza e a possibilidade de identificar as contribuições de Muhammad Iqbal para a ecosofia — no sentido panikkariano do termo — e para a ecoteologia.

Palavras-chave: ecoteologia, filosofia da natureza, filosofia da religião, Islã


Introducción: de la crisis ecológica a la ecosofía

Sea toda la tierra mezquita y lugar de purificación.

Profeta Muhammad (Bukhari, 1997, § 438)

Vivimos una crisis ecológica mucho más profunda de lo que parece, pues, en realidad, ocurre en las entrañas de nuestra civilización, en la parte más íntima de nuestra “casa”. De hecho, el término contemporáneo ecología proviene del griego oikos que significa casa, hogar (Faber, 2008). El pensamiento tecnocientífico de la modernidad lleva cuestionando varios siglos lo que innumerables culturas han percibido en la naturaleza, una realidad que se encuentra más allá de la materia, lo que ha generado una notable crisis. Esta situación ha transformado con fuerza el pensamiento contemporáneo; de hecho, gran parte de la ciencia ha optado por el materialismo y una visión excesivamente cuantitativa que no ayuda en esta crisis (Kripal, 2022). La tradición, que siempre había contemplado con respeto y veneración la naturaleza, fue relegada a un plano cada vez menos importante, convertida casi en una ficción narrativa en términos filosóficos. Una ficción, también en un sentido ontológico, en la que ya no cabe el desarrollo de una espiritualidad. Los resultados son de sobra conocidos por todos nosotros y están condicionando el mundo en el que vivimos de manera extrema. Esta peligrosa transformación es algo que ya advirtió, a principios del siglo XX, el filósofo francés René Guénon en su crítica al materialismo y a la secularización de la sociedad:

Hay una palabra que recibió todos los honores en el Renacimiento, y que resumía de antemano todo el programa de la civilización moderna: esta palabra es la de “humanismo”. Se trataba en efecto de reducirlo todo a proporciones puramente humanas, de hacer abstracción de todo principio de orden superior, y, se podría decir simbólicamente, de apartarse del cielo bajo pretexto de conquistar la tierra; los griegos, cuyo ejemplo se pretendía seguir, jamás habían llegado tan lejos en este sentido, ni siquiera en el tiempo de su mayor decadencia intelectual, y al menos las preocupaciones utilitarias jamás habían pasado en ellos al primer plano, así como eso debía producirse pronto en los modernos. El “humanismo” era ya una primera forma de lo que ha devenido en el “laicismo” contemporáneo; y, al querer reducirlo todo a la medida del hombre, tomado como un fin en sí mismo, se ha terminado por descender, de etapa en etapa, al nivel de lo más inferior que hay en este, y por no buscar apenas más que la satisfacción de las necesidades inherentes al lado material de su naturaleza, búsqueda bien ilusoria, por lo demás, ya que crea siempre más necesidades artificiales de las que puede satisfacer. ¿Llegará el mundo moderno hasta el fondo de esta pendiente fatal, o bien, como ha ocurrido en la decadencia del mundo grecolatino, se producirá, esta vez también, un nuevo enderezamiento antes de que haya alcanzado el fondo del abismo a donde es arrastrado? (Guénon, 2023a, p. 37)

El apartarse del cielo para conquistar la tierra es el leitmotiv de la modernidad. Guénon denuncia una lectura del humanismo que está conectada con el antropocentrismo moderno. Un paso aún más atrevido que la implementación de la techné griega, pues se olvida que lo divino y sus atributos se imbrican en la propia naturaleza. Guénon, crítico desde la visión tradicional, intuyó este problema al que una disciplina humanística ha intentado dar soluciones a partir de la segunda mitad del siglo XX: la ecoteología (Jenkins et al., 2017; Pérez Prieto, 2023). Esta es una rama de la teología, muy conectada con la filosofía, que propone que “el olvido de Dios” y de la hierofanía (manifestación de lo sagrado) es una de las causas “profundas” de la crisis medioambiental. El excesivo antropocentrismo moderno potencia visiones en las que la naturaleza se convierte en un almacén de recursos y un espacio extractivo para el progreso del ser humano, en vez de un reflejo de la divinidad (Faber, 2008, pp. 80-83). La ecoteología se situaría en un plano exotérico a nivel epistemológico, porque trata las cuestiones más formales en la relación entre espiritualidad y ecología.

El paradigma tecnocientífico ha sido el que más ha desequilibrado la balanza respecto a la naturaleza, todo ello en favor de la política, la esclavitud y la máquina, en lugar del tradicional nexo entre naturaleza y la metafísica, la sabiduría o el cuidado de la propia naturaleza (Pigem, 2022). Lo transcendente y los transcendentales, en el afán de la secularización moderna, fueron sustituidos por el utilitarismo y la eficiencia. La filosofía de la naturaleza, con toda su carga simbólica y reflexiva, fue cuestionada y anulada por el positivismo y el auge de ciencias específicas bajo la férrea guía de la noción de progreso. Este ha sido un cambio nada afortunado que ha llevado a olvidar el valor de las teofanías (manifestación de lo divino) que le son dadas al ser humano a través de la naturaleza. Durante años, las principales tradiciones espirituales del planeta han intentado, tarde o temprano, advertir sobre este problema como, por ejemplo, la famosa carta del jefe Seattle al presidente Pierce en 1854. Para la mayoría de las tradiciones espirituales, el creyente no es un simple sujeto pasivo, sino que tiene un rol de guardián y cuidador otorgado por lo divino. De ahí que la antropología que proponen los modelos de pensamiento tradicional insista en que el ser humano tiene que equilibrarse con la naturaleza, no puede simplemente explotarla a su conveniencia como si fuese un objeto de consumo (Nasr, 1996). Ningún modelo de pensamiento tradicional —consideremos, por ejemplo, las cosmovisiones indígenas de las Américas— niega la naturaleza, ni busca dominarla o dañarla; al contrario, la naturaleza está normalmente integrada en los ritos cotidianos y de paso que marcan el advenimiento de lo trascendental en el ser humano. E, incardinada en ese lugar, la naturaleza suele ser un excelente medio para reconocer la hierofanía, la manifestación de lo divino en los ojos del ser humano.

La crisis ecológica podría ser vista como una desgracia o un castigo divino en el peor sentido, pero tanto la ecoteología como otras tendencias intelectuales afines la perciben como un síntoma de una enfermedad más profunda, como una revelación necesaria de construcción de una nueva consciencia frente a la creación. En estas lecturas se aprecia, a menudo, una purificación ante la idolatría de la técnica que permite una búsqueda en la naturaleza del reflejo de lo divino. Se trata de una realidad que, en casi todas las tradiciones espirituales, se presenta más allá de la lógica y el concepto. Quizás, por eso, la naturaleza es un escenario perfecto, pues está plena de símbolos ante la mirada humana.

Son varias las propuestas, en la tenue e incómoda frontera entre la filosofía y la teología, que han surgido a este respecto en los últimos años. De todas ellas, la ecosofía es la más consistente con una visión tradicional. Dos filósofos del siglo pasado, Arne Næss y Raimon Panikkar, propusieron la ecosofía como un modo de saber más allá de las filosofías individualistas y materialistas, aquellas que —según su opinión— esclavizaban la trascendencia de las personas. Ambos filósofos, cada uno a su manera, expresaron que la naturaleza tenía que ser tomada como una fuente de saber, y no solo de recursos y explotación (Panikkar, 2022). Además, los dos convergían —como señala Jordi Pigem en el prólogo de Ecosofía— en la India y sus símbolos como punto de partida de una reflexión más profunda sobre la naturaleza y el mundo contemporáneo (Panikkar, 2022, pp. 14-15). India representaba un escenario simbólico por muchas razones: desde sus tradiciones espirituales y su exuberante naturaleza hasta la crisis social generada por el proceso extractivista social y medioambiental en la época colonial y contemporánea. El subcontinente acabó convertido, pues, en un almacén de recursos, incluso humanos, que los británicos usaban a su gusto y donde la tecnociencia amenazaba, y sigue amenazando, a los saberes milenarios que contemplaban esas hierofanías en la naturaleza. La ecosofía, epistemológicamente, se situaría en el plano esotérico, pues tocaría cuestiones más profundas y complejas en la relación entre espiritualidad y ecología.

Por eso, la ecosofía, en palabras de Panikkar (2022, p. 34), es “una invitación a escuchar la Tierra sin arrogancia”. A la vez, representa un enorme ejercicio de humildad, porque desde esa posición el ser humano ya no es el dueño de la creación. Para Panikkar —como también para el ecoteólogo Roland Faber (2008, p. 76)— la crisis ecológica es una revelación y una oportunidad para una transformación profunda del sujeto antropológico, para el advenimiento de una nueva conciencia en él (Panikkar, 2022, p. 36). Esto supone seguir un camino donde la acción de contemplar los símbolos, el romper la idolatría hacia la técnica y la búsqueda del reflejo de Dios en la naturaleza, más allá del pensamiento conceptual, son los principales objetivos de la ecosofía. Al fin y al cabo, se trata de una lectura hermenéutica de la realidad, que trasciende la lectura de una ciencia positivista y cuantitativa. La técnica se resignifica como arte (ars) con otro tiempo y otro objetivo; se transforma en una ciencia que es, a la vez, rito (Panikkar, 2022, pp. 41-43). De esa forma, no se busca ir en pos de progreso, tan solo que todo ocurra en el presente de lo divino. Es un rito de comprensión de lo trascedente en la naturaleza que se revela como el ṛta (rito) y el dharma (ley cósmica) védico, como la ‘ibāda (ritual) y la sharía islámica, o como el ordo latino medieval, todos con el objetivo de captar, según Panikkar, los ritmos del ser. El rito que trabaja “desde los ritmos del ser” es el garante de un tiempo, un espacio y un ritmo sagrados, alejados del progreso moderno y del cinismo ontológico posmoderno. La actitud moderna se caracteriza, como explica Guénon en La crisis del mundo moderno, por desacralizar el conocimiento, por el individualismo, el triunfo de lo material y un imperialismo intelectual frente a la multiplicidad de formas de conocer (Guénon, 2023a). Sin embargo, la propuesta de Panikkar podría conversar más profundamente con la apertura ontológica de la antropología contemporánea, especialmente en las Américas (Saldi et al., 2019). En estas propuestas, la naturaleza y sus paisajes —entendidos desde la ontología— no son solo una simple variable, sino una realidad ontológica fundamental para el desarrollo profundo de la cultura.

El progreso antropocéntrico, a menudo acelerado y proyectado hacia el futuro probable, rompe esos ritmos del ser, cuestiona la naturaleza —como explica Panikkar (2022, p. 89)— y dificulta el conocimiento más allá de la simple cuantificación, del guenoniano reino de la cantidad (Guénon, 2023b). Para el filósofo de Tavertet, hemos construido una civilización instrumental que ya no quiere ir hacia lo invisible, sino hacia un futuro inexistente y probabilístico. Pero esta propuesta no es una fuga mundi ni un fatalismo, sino que, parafraseando a Bernardo de Claraval, Panikkar (2022, p. 89) propone una poética invitación: “Que te enseñen los bosques”, un contemplar y un oír antes de un actuar, una actitud antimoderna que obliga al silencio y la quietud, tan propios de Panikkar.

Por eso, para él la ecosofía es bhūmijñana, un término sánscrito que significa saber profundo/poético (jñana) sobre la Tierra (bhūmi). Es una invitación a un despertar sanador para el ser humano, pues el filósofo de Tavertet entiende que no es la Tierra la que necesita sanación —como proponen muchos movimientos verdes—, sino que nosotros mismos deberíamos sanarnos primero (Panikkar, 2022, pp. 55-57). La inspiración en los modelos de pensamientos del subcontinente indio no es gratuita; otros pensadores de este ya lo habían sugerido a lo largo de la historia, desde los Vedas hasta la época colonial británica. Un buen y desconocido caso es, precisamente, Muhammad Iqbal quien, cincuenta años antes que Panikkar, había visto en la naturaleza un buen ejemplo de vía de transformación del mundo contemporáneo. Así advertía Iqbal, casi proféticamente, del drama que estaba viviendo occidente:

La Gran Guerra de Europa fue una catástrofe que destruyó el viejo orden mundial en casi todos los aspectos, y ahora, de las cenizas de la civilización y la cultura, la Naturaleza está construyendo en las profundidades de la vida un nuevo Adán y un nuevo mundo para que viva, del que tenemos un tenue esbozo en los escritos de Einstein y Bergson. Europa ha visto con sus propios ojos las horribles consecuencias de sus objetivos intelectuales, morales y económicos, y también ha escuchado del señor Nitti (exprimer ministro de Italia) la desgarradora historia de la decadencia de Occidente. Sin embargo, es una lástima que los perspicaces, pero conservadores, estadistas europeos no hayan hecho una evaluación adecuada de esa maravillosa revolución que está teniendo lugar en la mente humana. (Iqbal, 2002, p. 65)

Iqbal menciona que es, precisamente, la Naturaleza —usando el énfasis de la mayúscula como el autor— la que puede generar un hombre nuevo, un mundo nuevo. A través de las investigaciones sobre física de Einstein y las de metafísica de Bergson —tan distintas y próximas a la vez—, se puede vislumbrar un cambio de paradigma en la ciencia más allá del servilismo a la pura técnica. La comprensión profunda de la realidad, oyendo a la Tierra y al Universo en su más honda manifestación más allá del materialismo, ofrecía para Iqbal la oportunidad de construir un ser humano nuevo. Sin embargo, la Europa de entreguerras no estaba interesada entonces en ejecutar ese cambio, tal y como ocurre en el mundo actual que sigue, mayoritariamente, sin estarlo.

La filosofía de Iqbal tiene, precisamente, un marcado componente ecosófico en los términos propuestos por Raimon Panikkar. Se trata de una hermenéutica continua de los símbolos naturales para que la Tierra se revele como un espacio de ritual. De la misma manera, el filósofo de Sialkot explora una antropología hilvanada con un fino hilo escatológico que puede y debe transcender la naturaleza material para situarnos en una naturaleza espiritual: su última morada será el Jardín y deberá evitar la devastación del fuego. En la naturaleza se manifiesta, como en un espejo, lo divino, y a través de la poesía llega al ser humano. Iqbal propone la poesía, como lo demuestra a lo largo de su obra, como el medio simbólico para poder volver a contemplar la naturaleza y devolverle su estatus perdido (De Diego González, 2022).

Iqbal, un auténtico precursor en el contexto islámico contemporáneo de la ecosofía (desde la experiencia poética esotérica) y la ecoteología (desde la experiencia teológica exotérica), aporta un interesante enlace entre el mundo tradicional y la modernidad; es la dualidad constante en su pensamiento. Consciente de los cambios de su mundo y observando la tradición, fue capaz de sintetizar en su obra intelectual el contenido del hadiz (tradición oral) del profeta Muhammad que cité anteriormente: “Sea toda la tierra mezquita y lugar de purificación” (Bukhari, 1997, § 438).

Este hadiz presenta un punto de partida para pensar la naturaleza en el islam, pues esta no es solo materialidad y finitud, sino reflejo de los atributos divinos en ella. Así mismo, tiene una función en el desarrollo antropológico de la persona, pues sirve como espacio de recuerdo (tadhkira) y de ‘ibāda (adoración), más allá de la aparente materialidad. Y, de esa forma, se manifiesta una oportunidad para re-conocer (marifa) la realidad (ḥaqīqa), avanzar en la existencia y vivir en el absoluto en sí-mismo (khūdī).

Islam y ecosofía, un camino compartido

El islam —la base conceptual de la filosofía de Iqbal— aceptaba que la naturaleza no era solo materia, sino que se manifestaba como un auténtico reflejo del poder y la capacidad de creación de lo divino. En la dunya (mundo terrenal) esos signos ayudan a comprender al ser humano que el Absoluto existe y manifiestan la fitra (naturaleza primordial) de la creación. Esto, por ejemplo, se presenta en metáforas escatológicas como las del Jardín y el Fuego: uno, el lugar de la delicia de la vida y el otro, el destructor de la vida, pero ambos son naturaleza trascedente y manifiestan algo más allá de lo material. La ecosofía, tal y como la presenta Panikkar, desempeña en el islam un rol de poética cósmica, en el sentido de que todas las manifestaciones se conjugan como los símbolos de un poema y crean una lógica profunda en la realidad.

Por eso, se propone desde la propia concepción coránica que en la naturaleza hay multitud de signos para conocer y re-conocer por parte del ser humano (Corán, 10: 5)1. Este no puede permanecer pasivo o extractivo ante ella, pues está contemplando una hierofanía. Así es como se manifiesta en toda la creación, que pasa a tener un sentido más profundo; el ser humano es situado como su guardián, un khalīfa. Una guarda, un cuidado, que no significa “dominio”, como ha intentado el mundo moderno, sino “tomar conciencia de”. De hecho, encontramos, por ejemplo, que la tradición islámica y su manifestación jurídica (fīqh) crearon regiones naturales protegidas denominadas hima, o leyes especiales con respecto a la gestión de agua o de recursos naturales (Khalid, 2002). Así dice el Corán a este respecto:

Ciertamente, en la Creación de los cielos y la tierra, en la alternancia de las noches y los días signos hay para aquellos que usan el corazón cuerdo, para aquellos que recuerdan a Allah alzados y sentados, y reflexionan sobre la creación de los cielos y la tierra: “¡Señor nuestro! No has podido crear todo esto en vano”. (Corán, 3: 190-191)

El Corán, en numerosas aleyas, explica que la naturaleza está más allá de lo biológico y lo material, pues son estos signos que sirven para recordar y reflexionar a aquellos que poseen un corazón cuerdo (lubb) el sinónimo para los que están abiertos a la trascendencia. La omnipotencia es un reflejo de lo divino ante el ser humano, un camino hacia la adoración (‘ibāda). Estas ideas se acentúan aún más en el hadiz que ya hemos citado: “Sea toda la tierra mezquita y lugar de purificación”.

La conciencia del khalifato humano (Corán 2: 30-34) con respecto a la naturaleza tiende un puente desde el islam hacia la ecosofía. En términos guenonianos, diríamos que el islam, una “vía tradicional”, conserva el código en el cual el ser humano no puede vivenciar y cumplir su ritual por completo sin ser consciente de la naturaleza. De ahí que ese hadiz del profeta Muhammad invite a contemplar y sentir a la Tierra, sinónimo de la naturaleza, como lugar purificado y como mezquita. Para los musulmanes, la mezquita es un lugar clave porque en él se hace la postración ante Allah (sujūd); sin embargo, esta no requiere de ninguna otra característica especial, salvo que el espacio esté purificado, físicamente hablando. Esa purificación, que significa que no haya corrupción o suciedad, es condición primordial para que contenga la energía bendita (baraka). Así, el ser humano puede, a través de la contemplación y el recuerdo (dhikr), percibir la manifestación más profunda de lo divino en ella. El khalifa no es ni rey ni dueño de la creación, tan solo es un guardián temporal que no tiene poder real —en un sentido ontológico— sobre ella.

Significativamente, en el mundo islámico se usan diferentes términos para referirse a la naturaleza, según la zona geográfica. En árabe, por ejemplo, se dice ṭaby‘a, que etimológicamente nos habla de la esencia, de la cualidad y su raíz, y nos remite al sello o a lo impreso. Podríamos decir que es lo que se muestra de la esencia, lo que subyace de ella en el ser humano. Y aunque este término no aparece en el Corán como naturaleza, pues siempre se usan perífrasis conceptuales de esta a través de la creación (khalq), es el elegido en ciencias o filosofía por autores musulmanes. Sin embargo, un poco más al este, naturaleza en persa se dice qodrāt, así como en urdú es qudrā y, por extensión, en hindi, qudarata. Estos idiomas juegan con cierta ventaja a la hora de expresar en sus términos cotidianos el vocablo naturaleza, porque lo hacen derivar del árabe qudrāt —de la raíz árabe q-d-r— que significa poder, destino, habilidad o suficiencia (Lane, 1984, pp. 22-24). La naturaleza en el subcontinente indio y en Irán posee aún un poder extraordinario, aquel que el ser humano muy difícilmente podría controlar.

De hecho, otro punto de coincidencia es que tanto el islam como la ecosofía panikkariana reconocen a las manifestaciones de la naturaleza, ese poder expresado en la cosmovisión islámica, como símbolos vivos mucho más allá de la simple antropomorfización. El islam rechaza antropomorfizar lo divino porque cree que puede devenir idolatría, pero admite contemplar esta realidad en los símbolos. La tierra es un conjunto de símbolos que se presenta como un ser vivo creado con reflejos del absoluto del Creador. Está viva en tanto ha sido creada y hace falta una escucha activa, pero no es una simple idolatría. Las cosmologías tradicionales, en las que se incardina el islam, entienden el juego: que la naturaleza es microcosmos y el universo macrocosmos; el microcosmos no es, en ningún caso, inferioridad, sino que constituiría el “tercer cuerpo” (Panikkar, 2022, p. 46).

A partir de lo anterior, Iqbal juega con cierta ventaja terminológica a la hora de acercarse a otra visión más ecosófica de la naturaleza. Unida a su percepción de símbolo y de la hierofanía, se apropia del sentido de qudrā. En ella hay un gran poder y fuerza que el ser humano debe descubrir, pero que no puede controlar por sí mismo. Se trata de un ejercicio cosmo-epistemológico que tiene enormes dificultades y riesgos, como él mismo señala en un conocido verso de Bāng-i Drā:

La naturaleza ha jugado una broma extraña y gratuita,

convirtiendo al hombre en un buscador de secretos,

aun de su vista los oculta.

El ansia de conocimiento no le otorga tregua,

mas permanece sin desvelar el secreto de la vida. (Iqbal, 1924, p. 134)

La “broma” que gasta la naturaleza al ser humano es, precisamente, la incapacidad de asirla por completo. Al ser una manifestación de lo divino es imposible controlarla o conocerla desde un sentido profundo por medios conceptuales, tecnológicos o científicos. Lo que consigue —según el planteamiento de Iqbal— es motivar al ser humano a que en su búsqueda adquiera un conocimiento mayor que el cuantitativo, la ecosofía, junto a una enorme humildad. Al ser humano solo le queda recordar y volver contemplar, un ejercicio de marifa (gnosis), y recordar-se frente a la naturaleza. De esa forma, se manifiesta el nuevo equilibrio que explicaba Panikkar (2002), en el que se escucha a la naturaleza en vez de intentar dominarla y subyugarla, ilusoriamente, a través de la técnica y el tecnocapitalismo.

El difícil equilibrio entre ser humano y naturaleza

Iqbal, que siempre fue un autor muy crítico de la modernidad, aun sin llegar a desdeñarla, nos propone el camino ecosófico ante un mundo agonizante. Se trata de un oír a la naturaleza, caracterizada a lo largo de su obra mediante la idea de melodía repentina (Iqbal, 1935, p. 144), que, en realidad, no es más que un oírse a sí mismo, para así poder ascender hacia lo divino. Ese acto de oír, tan enraizado con el símbolo y el conocimiento poético, tiene mucho de humildad. De esa forma, surge una auténtica poética cósmica que también se transforma en sabiduría y gnosis para el ser humano al oír los símbolos. Es así como se logra traspasar la barrera de lo puramente material, de la finitud conceptual, para comenzar a cimentar un conocer donde el cosmos pueda ofrecer algo más allá: “Una gran mente”, recuerda el filósofo de Lahore en su obra Stray reflections (Reflexiones extraviadas) en un diálogo metahistórico con Goethe (Iqbal, 2006, p. 16), que opera más allá y que puede ayudar a alcanzar la plenitud cuando el sí-mismo (khūdī) se despliega de acuerdo con la concepción antropológica de Iqbal (De Diego González, 2023).

Esos símbolos pueden encontrarse en fenómenos naturales (el sol, la aurora, la lluvia), en accidentes geográficos (los Himalayas, el Ganges), o en animales y plantas. Todos esos símbolos cobran vida ante el ser humano, por ejemplo, los Himalayas que se presentan como una muralla que guarda la santidad de la India, más allá de religiones y de la temporalidad de la historia (Iqbal, 1924, pp. 1-6). El Ganges, a su vez, representa el propio devenir del subcontinente en varias partes de su obra, especialmente en el poema tarānā-i hindī (el himno del Hindostán). En él se presenta al Ganges, entre otros muchos símbolos, como la memoria viva del propio Indostán: “¡Oh, aguas del Ganges! ¿Recuerdas aquellos días? / ¿Aquellos tiempos que nuestra caravana en tu ribera paraba?” (Iqbal, 1924, p. 82). El Ganges es una figura clave en tanto hace recordar al ser humano el devenir, la memoria, la espiritualidad y la trascendencia para hindúes y musulmanes. En otro texto bastante inspirado, estos accidentes geográficos se transforman en seres vivientes que revelan al sabio, quien los escucha con atención, gran información sobre el secreto de la vida. De hecho, tanto los Himalayas como el Ganges participan activamente en un diálogo entre un shaykh musulmán y un brahman hindú en Benarés. El poema dice así:

Una vez, agarrado a la falda de la montaña,

el Ganges dijo al Himalaya:

“Oh, tú, cubierto de nieve desde la mañana de la creación,

tú, cuya forma está ceñida de arroyos,

Dios te hizo partícipe de los secretos del cielo,

pero privó a tu pie de un andar grácil.

Te quitó el poder de caminar:

¿de qué sirve esta sublimidad y belleza?

La vida surge del movimiento perpetuo:

el movimiento constituye toda la existencia de la ola”.

Cuando la montaña oyó esta burla del río,

resopló airadamente como un mar de fuego,



y respondió: “Tus amplias aguas son mi espejo;

en mi seno hay cien ríos como tú.

Tu gracioso andar es un instrumento de muerte:

quien se aleja de sí mismo está destinado a morir.

¿No conoces tu caso?

Te regocijas en tu desgracia: ¡qué necio eres!

Oh, nacido del vientre del borneado cielo,

¡un bancal caído es mejor que tú!

De tu existencia has hecho una ofrenda al océano,

has arrojado la rica bolsa de tu vida a un salteador de caminos.

Sé autosuficiente como la rosa en el jardín,

¡no vayas a la floristería a esparcir tu perfume!

Vivir es crecer en ti mismo y recoger rosas de tu propio parterre.

Han pasado los años y mi pie está en la tierra:

¿crees que estoy lejos de mi meta? Mi ser creció y alcanzó el cielo,

las Pléyades se hundieron para descansar bajo mis faldas;

En el océano tu ser se desvanece,

pero en mi cresta las estrellas inclinan sus cabezas.

Mi ojo ve los misterios del cielo,

mi oído está familiarizado con las alas de los ángeles.

Desde que brillé con el calor del trabajo incesante,

amasé rubíes, diamantes y otras gemas.

Soy piedra por dentro y hay fuego en la piedra:

el agua no puede pasar por encima de mi fuego.

¿Eres una gota de agua?

No te quiebres con tus propios pies,

sino esfuérzate por surgir y luchar con el mar.

Desea el agua de una joya, ¡conviértete en una joya!

¡Sé una gota, adorna una belleza!

Oh, ¡expándete! ¡Muévete velozmente!

¡Sé una nube que dispara relámpagos y derrama un torrente de lluvia!

Que el océano pida tus tormentas como un mendigo,

que se queje de la estrechez de sus faldas,

que se considere menos que una ola que se deslice a tus pies”. (Iqbal, 1923, pp. 65-69)

En este poema, usando el recurso de la dialéctica, se habla sobre la tradición frente al dinamismo de la realidad y de la eternidad, frente a la vivencia de la radicalidad de lo cotidiano. En el contexto de las opiniones encontradas de los sabios de ambas tradiciones, las montañas y el río mantienen un diálogo paralelo sobre la existencia, existencia que ninguno de los dos puede controlar; emerge entonces el concepto de qudrā ante el lector. Los elementos naturales como el ser humano son simples existentes, símbolos del poema cósmico de lo divino. Iqbal propone un trabajo constante en torno al recordar los sentidos primigenios que se desprenden de la naturaleza.

Por eso, si el ser humano escucha activamente se dará cuenta de que la naturaleza habla en el mismo lenguaje y tiene los mismos problemas. Esta situación se genera sobre el comprender el significado de la existencia y la posición jerárquica en el orden natural. Podemos apreciar que, para Iqbal, reducir a la naturaleza a simple materia, explotarla, es un acto de corrupción, de opresión, equiparable a la esclavitud. El ser humano no puede vivir ajeno a la naturaleza ni a su khalifato, pues necesita ambas para regenerar y restituir su condición adámica. De lo contrario, el ser humano se convertiría en el faraón de la tradición coránica, aquel que esclavizó al pueblo de Israel y que extendió la corrupción por la tierra:

Tras ello, enviamos a Musa y a su hermano Harun con Nuestros Signos y una autoridad irrefutable a Faraón y su consejo que se comportaban arrogantemente, que pueblo tan altanero que dijo: “¿Cómo creer a dos mortales como nosotros, mientras su pueblo es esclavo de nuestra propiedad?”. (Corán 23: 45-47)

Este fragmento representa muy bien la actitud moderna, la que no oye la fuerza insoslayable de la naturaleza. El hombre moderno, ebrio de poder y autoridad arrogante, le dice a la naturaleza lo mismo que el faraón a Moisés y Aarón: ¿cómo creer a la naturaleza si es esclava de nuestra propiedad? El olvido (ghafla) de la naturaleza como qudrā ha sido determinante para que ocurra esta situación, pues ya no hay una identificación entre lo divino y la naturaleza. La historia coránica, como ocurre con la naturaleza, prosigue con un devastador final: “Renegaron y acabaron arruinados” (Corán 23: 48).

La actitud moderna frente a la naturaleza, ese renegar de la trascendencia y el limitarla a materialidad, provoca la ruina ontológica del propio ser humano. Tal renegar remite a kadhaba, término árabe que en el Corán subraya la actitud de los que, aun sabiendo la verdad, la rechazan; una actitud que es más metafísica que moral. Y es que tanto Iqbal como la tradición musulmana conciben la relación entre el ser humano y la naturaleza desde la metafísica, más allá del mecanicismo moderno o del utilitarismo contemporáneo. Por eso, en ella se despliega todo el significado de la naturaleza como qudrā, pues, como lo divino, el ser humano jamás llegará a comprender ni controlar lo que ella significa. A este respecto, Iqbal escribió un bello poema en urdu titulado Insān āur bazm-e qudrā (Ser humano y naturaleza), en el que ahonda explícitamente acerca de esta relación entre naturaleza y ser humano:

Contemplando en la aurora el brillante emerger del Sol,

a las huestes reunidas del cielo y de la tierra pregunté:

Miradas radiantes son las vuestras, fulgen por los rayos de ese resplandeciente orbe

que en plata ondulante vuestros arroyos transmutan;

ese Sol es el que os viste con ropajes fulgurantes

y cuya antorcha arde para mantener vuestro brillante devenir.

Vuestras rosas y rosales íconos del Paraíso son,

donde imprime su blasón la escritura del Sol;

es escarlata de la flor el manto y esmeralda el del árbol,

unas rojas y otras verdes en el mehfil2;

es el cielo azul su alto pabellón, con borlas de oro ataviado,

cuando alrededor de los horizontes se pliegan las nubes rubicundas

y en el cáliz de la tarde fluye tu néctar rosado.

¡Cuán hermoso es el suave carmesí del crepúsculo!

Sea tu posición exaltada y tu esplendor sobre todo lo demás,

pues se espesa la luz de tus criaturas como un deslumbrante manto.

A tu magnificencia la aurora es un alto himno de alabanza,

ningún girón de la noche en ese resplandor del Sol acecha.

Y yo… que habito también en esta morada de luz;

mas ¿por qué se ha apagado la estrella que mi destino guía?



¿Debo permanecer en la oscuridad, fuera del alcance de cualquier rayo,

malviviendo, haciendo el mal?



Al hablar, oí una voz que sonaba desde algún lugar,

desde un palco del cielo o quizás era cerca del suelo:

Eres tú el jardinero de la Creación, tan solo las flores viven en tu mirada,

de tu luz pende que yo exista o no exista,

toda la belleza está en ti, yo soy el tapiz de tu alma,

yo soy su llave, pero tú eres el propio pergamino del Amor.

La carga que no me abandonaba la alzaste de mis hombros,

tú eres aquel quien mi caótica obra ha rehecho.

Si existo, es solo como dependiente del Sol,

sin necesidad de ayuda tu chispa arde.

Pues mi jardín se convertiría en un desierto si el Sol fallara,

es este aposento de gozo una prisión pálida.

Oh, tú, enredado en la trampa del anhelo y la inquietud,

todavía tan ignorante de lo manifiesto.

Necio, deberías estar orgulloso, pero te esclaviza tu percepción,

cargas una ilusión repujada en tu mente.



Si quieres sopesar tu valor en su justa medida

que no sea el mal-hado ni mal-hacer tu sino. (Iqbal, 1924, pp. 45-46)

En este interesante poema, Iqbal intenta hacernos ver esa relación del ser humano con la naturaleza que él entiende en urdu como qudrā. Así, el sujeto comienza a conocer lo divino a través de la contemplación de la experiencia del símbolo impreso en la naturaleza, en las metáforas de la creación. Como ya hemos explicado, quien contempla esta relación desde la metafísica, como es común, lo hace en un camino desde el signo y el símbolo hacia la realización en un proyecto de metapolítica.

La metapolítica puede ser entendida como la práctica social o política que es fundada en principios metafísicos o espirituales. Autores tradicionalistas como René Guénon o Julius Evola han hecho sus propuestas de reforma a partir de estos principios. También Panikkar, que la describe de la siguiente manera: “el lugar de encuentro entre la actividad política y la trascendencia […] la intersección del hombre con el todo” (1999, p. 11). El planteamiento metapolítico —según explica Panikkar— no cree en propuestas cronológicas basadas en un tiempo lineal y un poder terrenal, sino en espacios compartidos que, como en el caso de Iqbal, dependen de la experiencia metafísica. A estos espacios la tradición islámica los llama maqamat, y además no dependen de un tiempo cronológico, sino kairológico. La metapolítica, por una parte, propone implementar un equilibrio frente a la extrema escatología (milenarismo) o el apofatismo sobre los que a veces se articula la experiencia espiritual. Pero, por otra parte, intenta limitar el rol del poder y el ego, despertando un mayor uso de la conciencia simbólica (Panikkar, 1999, pp. 148-151).

Así, lo primero que percibe el ser humano —según se nos expone en el poema antes citado— es la admiración posterior a la contemplación de dos fenómenos naturales, la aurora y el Sol, que simbólicamente le revelan el poder de lo divino. Este acto de contemplar en Iqbal es paralelo al escuchar de Panikkar en la ecosofía; es la naturaleza la que se manifiesta frente al ser humano y lo deslumbra. De hecho, la metáfora de la luz y el poder de sus rayos será una constante a lo largo del poema, pues se trata, precisamente, de una manifestación de lo Absoluto. La naturaleza exhibe así su inmenso poder y sus atributos se convierten en los lujosos componentes de la tradición del subcontinente, que son situados como antesala del paraíso: “Vuestras rosas y rosales iconos del Paraíso son, /donde imprime su blasón la escritura del Sol”. Estas imágenes en ningún momento se vuelven ídolos, sino que invitan al ser humano a saber que están un peldaño por debajo de la realidad divina (ḥaqīqa). La aurora es el comienzo y el colofón ante el poder del Sol, astro rey, que se manifiesta con fuerza como inductor de vida y máximo elemento de la creación.

En este contexto el ser humano, ya asombrado por el despliegue incontrolable de la naturaleza (qudrā), siente que ha perdido la guía y el sentido por culpa de su actitud: “Y yo… que habito también en esta morada de luz; /mas ¿por qué se ha apagado la estrella que mi destino guía?”. El ser humano moderno no puede apreciar la morada de luz, no puede ver las estrellas, porque su incesante deseo de control se lo impide, vive en la oscuridad y ha renunciado a la plenitud. De nuevo, en ese momento de turbación, una voz irrumpe como en otros momentos de la obra filosófica de Iqbal. Este recurso es muy típico del autor y también lo encontramos, por ejemplo, en Javīd Nāma (El libro de la eternidad), donde en el instante previo a cuestionar la existencia surge una bella voz (Iqbal, 1932, p. 228). En este poema la voz de la Creación le responde al hombre angustiado que él es el “jardinero de la Creación” (bāghbān hai terī), alguien que conoce y disfruta del mundo; es más, gracias a él vive la Creación en su mirada.

Para Iqbal, el acto de contemplar la naturaleza conociéndola resitúa al ser humano en la creación. No es solo una contemplación estética, sino gnoseológica e, incluso, ontológica. Es el puro acto ecosófico del que nos habla Panikkar (2022), en el que la naturaleza revela sus secretos en silencio, para que, después y desde un punto de vista islámico, esta experiencia esté ligada profundamente a la existencia humana, y fomente así el recuerdo (tadhkira) de lo divino. Por eso, el poema dice: “yo soy su llave, pero tú eres el propio pergamino del Amor”. La naturaleza es llave, pero el ser humano es la clave que sostiene la creación. Aquí podemos apreciar una visión antropocéntrica tradicional, es decir, una visión en la que el hombre es el centro de su microcosmos, pero nunca eclipsa al macrocosmos donde rige lo divino. La naturaleza como llave es muy diferente a la naturaleza como máquina o como combustible para el ser humano moderno, el cual cree que es el centro de un universo único y material. Por eso, prosigue Iqbal haciendo que la naturaleza diga: “La carga que no me abandonaba la alzaste de mis hombros, tú eres aquel quien mi caótica obra ha rehecho”, porque el ser humano es capaz de aliviar a la naturaleza y de salvarla de, por ejemplo, el fuego, ajustando los tiempos humanos y los “ritmos del ser” en el ritual (‘ibāda) eterno.

A diferencia de la naturaleza, el ser humano tiene una esencia inmortal con la que trasciende la existencia y el tiempo físico. Lo espiritual marca una diferencia que señala la naturaleza al ser humano de forma contundente: “Si existo, es solo como dependiente del Sol, / sin necesidad de ayuda tu chispa arde. / Pues mi jardín se convertiría en un desierto si el Sol fallara, / es este aposento de gozo una prisión pálida”. Es el exceso de materialidad el que haría caer a la naturaleza si algo fallara, lo que se nos plantea como una paradoja, pues esto no ocurrirá. El ser humano y la posibilidad de su inmortalidad le hacen ir más allá de lo natural, de modo que es capaz de transitar desde el microcosmos al macrocosmos en busca del secreto de la vida en el poema de Bāng-i Drā citado anteriormente (Iqbal, 1924, p. 134). Sin embargo, deberíamos prestar atención a los últimos versos que nos dicen: “Oh, tú, enredado en la trampa del anhelo y la inquietud, / todavía tan ignorante de lo manifiesto. /Necio, deberías estar orgulloso, pero te esclaviza tu percepción, / cargas una ilusión repujada en tu mente”.

Iqbal, de forma magistral, nos narra en esos versos el drama del ser humano contemporáneo que tanto aparece en su obra. La constante vivencia del anhelo por el futuro y la nostalgia del pasado, además de la inquietud y la probabilidad representada por la manifestación de lo cuantitativo y lo material, generan en el ser humano una esclavitud. Esta, finalmente, amplifica la percepción empírica y reduce la trascedente, y crea una clara “ilusión repujada”. El ser humano de la modernidad vive en el cogitare especulativo en vez de en la contemplación, en una ilusión finita que le hace olvidar el cosmos que se manifiesta en símbolos ante él. Por eso, Iqbal nos deja como colofón unos versos inquietantes en los que se avisa que, si queremos tener el valor que merece frente a la naturaleza y la Creación, el ser humano debe intentar que su destino no sea ni el mal-hado ni el mal-hacer, acciones que provienen de la naturaleza del faraón. Así, esa esclavitud mental no nos hará ser tiranos frente a la existencia del cosmos. Solo el recuerdo, la escucha y la asunción de la responsabilidad, aquella que desde la ecosofía deviene en ecoteología, pueden salvar a un ser humano que, aún más trascedente que la naturaleza, puede utilizarla como un recordatorio de la manifestación divina.

A modo de epílogo: ¿recuperar una filosofía de la naturaleza desde lo poético?

A modo de epílogo a este texto deberíamos preguntarnos si la propuesta de Iqbal podría suponer la recuperación de una filosofía de la naturaleza desde lo poético y lo simbólico. Antes de la llegada de la modernidad, este era el paradigma que dominaba en la comprensión de la filosofía de la naturaleza: la naturaleza llena de símbolos remite, necesariamente, a una realidad mayor, trascendental, de la que el ser humano es pieza importante. El pensamiento védico y del Yi-Jing, el confucianismo y el taoísmo, los filósofos presocráticos y los neoplatónicos, un gran número de filósofos medievales o los alquimistas y ocultistas modernos que consideraban que la realidad se articulaba de esta manera. Siempre había que contemplar, escuchar y dialogar con la naturaleza y, de esa forma, los “frutos” llegaban al ser humano. A partir de esta premisa se construían las diferentes cosmologías que articulaban la comprensión de la realidad.

En estos sistemas lo simbólico y, por ende, lo poético no son tan solo algo estético o accesorio, sino que representan el necesario punto de inflexión epistemológico para el ser humano que se queda sin palabras para explicar la realidad. De ahí que la oración o la teúrgia —siguiendo la antigua propuesta neoplatónica de Jámblico y Proclo— puedan transformar ese mundo en beneficio del ser humano, pero sin dañarlo o intentar someterlo. Encontrar el secreto de la realidad es la meta de toda experiencia de conocimiento y la filosofía de la naturaleza se convierte en una excelente aliada. La modernidad cuestionó esta estructura del conocimiento, lo que sumió en una profunda crisis al símbolo. Fue este último, precisamente, el objeto de sus críticas al no estar fundado en la experiencia empírica que, poco a poco, se fue convirtiendo en más y más material, hasta sucumbir ante la vacuidad del número contemporáneo.

Iqbal es uno de los múltiples pensadores, junto con René Guenon o el propio Panikkar, que en la modernidad tardía han intentado recuperar este antiguo paradigma de conocer. Su modo de conocimiento, profundamente enraizado en la tradición islámica, optaba por no rechazar la ciencia occidental, pero sí que proponía cuestionar su método y su objetivo final. El mayor peligro, en su opinión, era la esclavitud del ser humano, ya fuese a través de la ideología o, simplemente, de la percepción. El olvido intencionado de la existencia y el maquillaje de la esclavitud vital bajo la apariencia de la razón y el progreso eran un problema significativo porque la libertad del ser humano se transmuta en esclavitud (Iqbal, 1936, p. 161), que hace que el ser humano desvirtúe y corrompa los símbolos al intentar someterlos en un delirio de poder.

Evidentemente la ecosofía no es una ciencia, sino un modo de filosofía de tiempos antiguos y, por eso, lo que proponen Iqbal o Panikkar es la contemplación —cada uno desde las claves de su tradición— como primer mecanismo para poder comprender la naturaleza. La contemplación, como en el caso de Panikkar, es una escucha activa en silencio siendo conscientes de cada símbolo representado. No puede haber conocimiento sin atención plena, sin dejarse capturar por esa realidad. Esta visión podría ser planteada en una investigación tecnocientífica actual, aunque muchos científicos e ingenieros tal vez considerarían que es un desafío al “método”. Sin embargo, no se dan cuenta de que el método es tan solo un camino y no la meta de sus investigaciones; de ese modo, a la ficción del conocer material Iqbal contrapone la poética. En ella nunca se alcanza el conocimiento; solo se sugiere que, si el sujeto se esfuerza, podría ver. Por eso, su filosofía de la naturaleza se concentra en poemas que, como los antiguos, intentan hacernos conscientes de la realidad ante nuestros ojos.

En la filosofía de Iqbal, lo poético es la forma de expresar lo trascedente en un tiempo y un espacio mortales, pues, al nutrirse de símbolos, lo poético no deviene nunca en idolatría. La ciencia, por su parte, sí que podría llegar a hacerlo, porque intenta encerrar la realidad en el número, en la estadística, en la confirmación empírica. Lo divino —la realidad última para el pensamiento de nuestro autor— nunca es posible de enmarcar del todo en un símbolo; al revés, pues en el símbolo se acabará revelando lo divino. La naturaleza es uno de esos símbolos y goza de un gran poder. Iqbal tan solo es un depositario de lo que las grandes tradiciones del subcontinente, el islam y los múltiples hinduismos han repetido a lo largo de la historia, y lo evoca en un momento de ocaso como una opción de salida de emergencia. Sesenta años más tarde, Raimon Panikkar hizo algo parecido al invitar a oír los ritmos del ser en un momento de olvido de casi toda trascendentalidad en la filosofía.

Precisamente es en este momento, el del ocaso y la crisis, cuando la propuesta de Iqbal toma sentido y cuando la teología deja de ser especulativa para preocuparse por asuntos mundanos y urgentes, como la crisis medioambiental, que son al fin y al acabo profundos y están conectados con lo divino. Sentarse, contemplar y oír dejando que la naturaleza hable, como en el hadiz del profeta Muhammad: contemplar toda la naturaleza como una enorme mezquita y un lugar purificado para que el ser humano crezca y haga su ritual. Y, de esa forma, recuperar una filosofía de la naturaleza donde esta sea la que nos cuente para poder ser mejores y alcanzar la plenitud en este mundo y en el que ha de venir.

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Notas

1 La traducción del Corán es mía, aún inédita, y corresponde a la edición de El Corán de El Cairo (1924) en la lectura de Ḥafṣ, usada mayoritariamente en el mundo islámico, que está tomada de la página web: http://www.quran.com

2 El mehfil en la cultura clásica del subcontinente indio es una velada de poesía y música culta.

* Investigación financiada por el Departamento de Estética e Historia de la Filosofía, Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla, durante el curso 2022/2023.

** Profesor de Historia de la Filosofía y Pensamiento Oriental, Facultad de Filosofía, Universidad de Sevilla (España). Doctor en Filosofía por la misma universidad (2016), con una tesis sobre filosofía africana. Sus investigaciones se centran en la filosofía de la religión, la filosofía comparada y la antropología filosófica de sociedades no-eurófonas. Es autor de más de medio centenar de publicaciones científicas, entre las que destacan: “The Challenge of Muhammad Iqbal’s Philosophy of Khudi to Ibn ‘Arabi’s Metaphysical Anthropology”, publicado en 2023 en Religions, 14(5), https://doi.org/10.3390/rel14050683; y “La sombra de los imales. Conocimiento esotérico y resistencia como contribución islámica a la afroepistemología de América Latina”, publicado en 2023 en Revista Colombiana de Antropología, 59(1), 83-106. https://doi.org/10.22380/2539472X.2411. adediegog@us.es