Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales, 2023, número 6, pp. 115-145

https://doi.org/10.53010/nys6.04

Pensar wak’a: horizontes estéticos, naturaleza y religiosidad en la tierra de los jaguares. Dos procesos de fe en los Andes del Perú, 1730-1773*

Daniel Moreno Bazaes**

Universidad Nacional de La Plata (Argentina)

Recibido: 14 de abril de 2023 | Aceptado: 1.o de agosto de 2023

Resumen. La investigación indaga en la celebración de las mesas rituales de adivinación y los ritos de curación de maleficios y enfermedades en los Andes centrales a mediados del siglo XVIII. Se realiza un análisis del proceso de fe entre 1762 y 1773 contra Lorenza Vilches, natural de Yauyos, dedicada a la curandería, la labranza y la adivinación, y las denuncias por brujo contra Juan Santos Reyes, labrador y natural de la villa de Cajamarca, entre 1730 y 1736. Ambos casos permiten aproximarnos al estudio de las prácticas religiosas andinas a través de las experiencias de mediación realizadas por especialistas rituales, que pusieron en comunicación el mundo visible de las personas, el de las fuerzas tutelares y la influencia de los paisajes sagrados en la organización del mundo social. La investigación avanza en el estudio del culto a las wak’as, con particular énfasis en las estéticas rituales que se desarrollaron en el culto al Sol, a los diablos y sus naturalezas cambiantes y recíprocas.

Palabras clave: adivinación, Apuyaya, diablos, Inti Capac, maleficios, wak’as

Thinking of Wak’a: Aesthetic Horizons, Nature, and Religiosity in the Land of Jaguars. Two Faith Processes in the Peruvian Andes, 1730-1773

Abstract. The study investigates the celebration of ritual divination tables and rites of curing evil spells and illnesses in the central Andes in the middle of the eighteenth century. An analysis is made of the faith process carried out between 1762 and 1773 against Lorenza Vilches, a native of Yauyos, dedicated to healing, farming, and divination; as well as of the denunciations for witchcraft against Juan Santos Reyes, a farmer and native of the town of Cajamarca, between 1730 and 1736. Both cases allow us to approach the study of Andean religious practices through the mediation experiences of ritual specialists who put into communication the visible world of the people, the world of tutelary forces, and the influence of sacred landscapes in the organization of the social world. The research advances the study of the cult of wak’as, with a particular emphasis on the ritual aesthetics that developed in the cult of the Sun, the devils, and their changing and reciprocal natures.

Keywords: Apuyaya, devils, divination, evil spells, Inti Capac, wak’as

Pensando wak’a: horizontes estéticos, natureza e religiosidade na terra dos jaguares. Dois processos de fé nos Andes do Peru, 1730-1773

Resumo. Nesta pesquisa, é indagada a celebração das mesas rituais de adivinhação e os ritos de cura de feitiços malignos e doenças nos Andes centrais em meados do século 18. É feita uma análise do processo de fé entre 1762 e 1773 contra Lorenza Vilches, natural de Yauyos, dedicada ao curandeirismo, à agricultura e à adivinhação, e das acusações de bruxaria contra Juan Santos Reyes, agricultor e natural da vila de Cajamarca entre 1730 e 1736. Ambos os casos nos permitem abordar o estudo das práticas religiosas andinas por meio das experiências de mediação realizadas por especialistas em rituais que colocam em comunicação o mundo visível do povo, o das forças tutelares e a influência das paisagens sagradas na organização do mundo social. A pesquisa avança no estudo do culto dos wak’as, com ênfase na estética ritual que se desenvolveu no culto do Sol, dos diabos e de suas naturezas mutáveis e recíprocas.

Palavras-chave: adivinhação, Apuyaya, diabos, Inti Capac, feitiços malignos, wak’as

Introducción

La presente investigación profundiza en las estéticas rituales de la religiosidad andina, particularmente en la celebración de mesas de adivinación y rogativas que se desarrollaron en las jurisdicciones y pueblos cercanos a Cajamarca y Jauja entre 1730 y 1773, y que definieron interesantes rutas de desplazamiento, intercambios y cultos religiosos comunes en la sierra central del Perú (territorio del Chinchay Suyo y Hanan Suyukuna). Estos ritos religiosos se constituyeron como momentos-lugares sagrados de intercomunicación entre las personas y las fuerzas invisibles del mundo natural, y su realización involucraba reconocer y relacionarse con las fuerzas tutelares y con las naturalezas de las wak’as, así como la puesta en escena de todo un universo material dispuesto para cada ceremonia. Así, de estas prácticas emerge un profundo marco epistemológico que permite comprender las perspectivas de mundo de quienes oficiaban las ceremonias de adivinación y sus participantes.

Para entrar en detalle, sobre la wak’a podríamos referir que

es un ser, fenómeno u objeto sagrado. También una determinada comunidad puede recibir el nombre de wak’a. Pueden ser antepasados en forma de figuras (madera o piedra), momias, mallquis, señalando que al mismo tiempo mallqui es difunto y semilla. Las propias “deidades” son wak’as, pero las deidades andinas no son como las europeas. Al final, wak’a es algo y alguien que por ser eso tiene un sentido completo y puro. (Úzquiza González, 2011, p. 88)

En este contexto, la dimensión religiosa se presenta como un sistema cultural que “denota un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos” (Geertz, 2005, p. 88). Las prácticas rituales y sus narrativas estéticas y simbólicas se constituyen como expresiones culturales de la agencia indiana y mestiza en el siglo XVIII. Desde una mirada subalterna, el estudio de la celebración de los ritos religiosos en la sierra central andina permite poner en diálogo la capacidad de tensión sobre las miradas hegemónicas de las narrativas históricas en torno a las estructuras de poder y los subalternos (Guha, 2002; Mezzadra, 2008).

Las reflexiones se orientan a comprender las prácticas rituales de adivinación y curación de enfermedades y maleficios como expresiones religiosas de una agencia indiana y mestiza dispuestas para la regulación y organización del orden doméstico alterado. Al respecto, las experiencias religiosas incidieron en los relacionamientos entre personas y la naturaleza, y destacaron el carácter autónomo de estas y las mutuas influencias que podían ejercer en contextos cotidianos y de cohesión social, particularmente, en la promoción de valores y en la reproducción de solidaridades y reciprocidades. En un mundo de alteridades y mutuas influencias, las observaciones recaen en las narrativas estéticas de un culto al Sol —como creador de todas las wak’as—, pero también en las experiencias con el diablo. En estas formas, además se reprodujo una interesante dialéctica en torno al “comer y el devorar” (Nash, 2008), que hasta el presente se constituye como parte de un lenguaje relacional entre las personas y el mundo natural, pues los cerros hambrean. Se trata entonces de prácticas, experiencias y lenguajes comunes que revelan saberes dispuestos para la comunicación con las entidades del mundo natural y que permiten observar la densidad de la religiosidad andina-colonial durante el siglo XVIII, si se hace foco en las estéticas dispuestas para la celebración de ritos de adivinación y sanación.

En principio, luego de la consulta y el acuerdo establecido entre el solicitante y el adivino, el nacer de la noche marcaba el inicio de las ceremonias, que eran oficiadas en alguna quebrada, cueva o cerro; aunque en ocasiones, para efectos del daño, se recurría a manantiales de aguas estancadas y, en caso de ser necesario o por la gravedad del enfermo, tenían lugar en la casa del solicitante. Luego del ayuno, las oraciones, la purga, las invocaciones, visiones y rogativas al diablo, el amanecer era el momento de ofrendar y agradecer al Inti (Sol). Sobre el textil eran depositados los objetos sagrados, como el polvo de mollo (bivalvo marino, mullu o mullo, “el mensajero del agua”, Spondylus crassisquama), polvos de maíces de colores, además de plumas de aves traídas de la montaña y animales sacrificados (cuyes), lo que luego y con gran emoción era soplado y ofrendado al viento para celebrar al Inti Capac. Esto último era el momento de exaltación de las virtudes y atributos del Sol (Cerrón-Palominos, 2011).

En un amplio sentido religioso, las wak’as, las piedras (objeto-sujeto devocional, de carácter generacional y representación tutelar local), los diablos (como fuerzas mediadoras y naturales) y los difuntos “revelaban el pasado y lo venerado” (Guamán Poma de Ayala, 1615, p. 264); pero la transformación en animales míticos o piedras era un privilegio de la wak’a (Brosseder, 2014). Fue bajo este entendimiento “que se identificaron las divinidades andinas, sus representaciones, los espacios rituales donde ellas se encontraban depositadas, así como diversos niveles de sacralidad” (Cruz, 2014, p. 187), y donde cada comunidad se debía a sus wak’as y sus paisajes ritualizados (Álvarez Muñárriz, 2011; Espinosa Rubio, 2014). En este orden de ideas, problematizar el culto a las wak’as significa poner la atención en aspectos particulares de un culto dirigido al Sol, pero también al viento, al agua y a los cerros, que también eran los diablos.

En el rito, como acto performativo altamente simbólico y profundamente emotivo, los diablos fueron mediadores en las ceremonias rogativas, pero también agentes centrales en la producción de narrativas, metáforas y alegorías míticas reproducidas por quienes oficiaron la adivinación. Tras ser invocado, el diablo tuvo la capacidad de aparecer, variar sus formas, poseer a las personas y otorgar favores a los solicitantes; podía provocar enfermedades o curarlas a través de ceremonias de mediación, pero también tentó a las personas para devorar anímicamente su voluntad, porque comen; como la vez que Lorenza Vilches le ofreció de comer al diablo, pero este le dijo que “ya había comido” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, ff. 6 r.-6 v.). El Sol, los cerros, las wak’as y los diablos podían atraer fortunas y pobrezas, encontrar animales perdidos, ofrecer visiones o cualquier otro “consuelo” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, ff. 12 r.-12 v.).

Las prácticas rituales tuvieron una importancia central en la promoción de estrategias para el fortalecimiento de la organización del parentesco y la circulación de un pensamiento que propició el reconocimiento analógico de alteridades entre el mundo social de los vivos y el de las naturalezas tutelares. La celebración del rito fue el lugar en el que se pactaron acuerdos y voluntades entre las personas y las wak’as.

A través de la espesura simbólica que circuló y se articuló en torno a la estética ritual, desde su metáfora y narrativa visual, es posible acercarse a la relación entre el mundo natural y su influencia en el orden cotidiano, pues fue en los rituales de adivinación “donde se definieron, refundaron y revitalizaron las identidades sociales” (Wilde y Schamber, 2006, p. 12). Más aún, la eficacia simbólica del rito recayó en la carga emotiva y la reciprocidad que logró establecerse entre quienes pretendieron beneficiarse de esta práctica, pues ello promovió una imagen con “objetivas preferencias morales y estéticas” (Geertz, 2005, p. 89) que tuvieron implicancia en las formas cotidianas. Como experiencia marcada por una estética visual, sonora, corporal y emotiva, el rito de adivinación y de curación facilitó la regulación del orden doméstico y de las conductas que alteraron el orden cotidiano. La reproducción de un orden social sostenido en la adivinación remite, además, a una comprensión de un orden ritual, valórico, simbólico y de carácter político, ya que “las wak’as sagradas volverían al mundo, ocupando en primer lugar el cuerpo de los andinos, y desplazarían los espíritus extraños” (Burman, 2011, p. 15).

El rito de adivinación, de curación de enfermedades y reversión de maleficios fue capaz de poner en diálogo un mundo saqra que se presentó esencialmente subversivo para el orden cristiano-colonial. Resalta su capacidad práctica de memoria y oralidad; “se trata, en efecto, de una potente fuerza animante, salvaje y prolíficamente fértil y creativa, que envuelve en mayor o menor medida, todos los espacios y entidades que pueblan el universo” (Cruz, 2014, p. 173), con particular presencia en la sacralización de lugares rituales, el encuentro y el pacto con entidades no humanas, a través de los procedimientos y conductas rituales adecuadas, pues fue el acontecer ritual el que permitió “regenerar al grupo y multiplicar los contactos y la buena armonía entre el mundo de los vivos y los muertos, entre la sociedad visible e invisible” (Gil García, 2002, p. 60).

Al respecto, la investigación se organiza a partir de una lectura comparada de dos procesos de fe seguidos por el Tribunal de la Santa Inquisición de Lima entre los años 1730 y 1773 en la región serrana. El primero corresponde al proceso criminal que se desarrolló de 1763 a 1773 contra Lorenza Vilches, natural de la provincia de Yauyos, jurisdicción del obispado de Lima, por los delitos de herejía, idolatría y apostasía de la fe (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4); y el proceso de fe seguido entre 1730 y 1750 contra Santos Reyes, natural del pueblo de San Pablo de la villa de Cajamarca, por los delitos de idolatría y herejía (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27). Aunque ambos negaron haber cometido algún delito, reconocieron tener habilidades y conocimientos sobre el mundo natural y las plantas, así como, en particular, sobre los efectos curativos de estas en las personas.

Las fuentes documentales revelan importantes antecedentes de los procedimientos llevados a cabo por los especialistas rituales, la preparación de hechizos, la celebración de las mesas de adivinación y las rogativas religiosas de curación, al igual que aspectos inéditos de las estéticas performativas que se desarrollaron en el marco del culto al Sol, la comunicación con el diablo (supay) y la circulación de imágenes que reproducían un pensamiento saqra. Este último estaba sostenido en la circulación de reciprocidades e intercambios con los principios ordenadores y el mundo natural; en dichas prácticas, “los sistemas de signos dieron coherencia a la vida social, en su gestualidad, prescripciones y proscripciones rituales entre otros aspectos culturales que normaron el comportamiento social e intercambio económico, en especial, en la producción de imágenes y puesta en espectáculo de la ideología” (Wilde y Schamber, 2006, p. 11).

Los procesos criminales seguidos por el Tribunal del Santo Oficio ofrecen interesantes antecedentes respecto a los comportamientos religiosos, simbólicos y rituales que pretendieron reforzar los lazos de cohesión y solidaridad, así como las transferencias de atributos y cualidades entre objetos, sujetos y el mundo natural, y se destacan aspectos estéticos de una cultura indiana altamente visual (Dean, 2014). La ritualidad religiosa andino-colonial se constituyó como un lugar preferente para la promoción de valores, sentimientos morales y reproducción de símbolos que “formularon la congruencia implícita de las formas de la organización social” (Geertz, 2005, p. 89); estas prácticas, en el siglo XVIII, no solo involucraron a la población indígena, sino también a la multiplicidad étnica que se asentó en la región.

Al respecto, los ritos, como acontecimientos, fueron parte central del proceso de realización de la experiencia de las personas con el mundo natural, pero también una fuerte posibilidad epistémica y ontológica. La documentación analizada demuestra que, aunque los testimonios que describieron la ritualidad andina estuvieron impregnados por imágenes y discursos cristianos, la alteridad indígena-mestiza dispuso de un conjunto estético y performativo en el cual el culto al Sol, a las wak’as y al diablo fueron prácticas relevantes para la permanencia y continuidad de los sistemas religiosos andinos del Chinchay Suyo; y, pese a los siglos de censura religiosa, en la tierra de los jaguares se seguían reproduciendo narrativas mítico-religiosas en las que las fuerzas del Ukupacha, el Kaypacha y Hananpacha confluían en un diálogo de reciprocidades rituales.

El retorno de las wak’as: perspectivas para el estudio de las prácticas de adivinación

Desde la segunda mitad del siglo XVII, las autoridades eclesiásticas y las del gobierno colonial generaron un control sobre la población de los Andes peruanos mediante su lógica del silencio y la censura, pero la gran mayoría de quienes fueron procesados por el Tribunal pertenecieron al área urbana limeña. La población indígena asentada estaba fuera del control de la Inquisición y los casos de hechicería andina eran juzgados bajo criterios específicos por el Tribunal de Extirpación de Idolatrías. Como problema moderno, de subordinación y otredad, la persecución por parte de las empresas de extirpación de idolatrías tuvo un fuerte impacto en la población indiana: castigos físicos, aprisionamientos, destierros y expropiaciones se configuraron como registros de la intensidad que alcanzó la represión a través de la lógica del descabezamiento.

Y aunque la extirpación y el discurso de la idolatría tuvieron un impacto profundo en los pueblos, solo lograron “controlar algunas regiones del vasto territorio, y en vista de los esfuerzos realizados mediante varias campañas de extirpación, durante casi un siglo, las expectativas asociadas a esta institución no se consumaron” (Gareis, 2004, p. 265). Al respecto, “la individualización de los cultos andinos, como consecuencia de la clandestinidad, ya no dejó lugar a confirmar periódicamente los lazos entre los miembros del grupo mediante la comunión con las deidades locales” (p. 272). Esta situación, para el siglo XVIII, habría tenido un efecto contrario, mas el uso de la adivinación y las consultas rituales continuaron fortaleciendo el sistema religioso andino en la región. Al parecer,

las campañas de extirpación de las idolatrías tuvieron un éxito parcial, al fraccionar los grandes cultos regionales, pero no lograron destruir ni hacer desaparecer totalmente a las religiones andinas. Más bien, se acomodaron en el nicho que les había quedado. (Gareis, 2004, p. 282)

Mientras el Tribunal de la Inquisición se presentó como lugar de resistencia, contrahegemonía y debate legal, los Andes centrales fueron escenario de importantes tensiones y conflictos provocados por el sistema de reparto. Allí, las rebeliones y alzamientos andinos se consolidaron como prácticas continuas frente a las políticas fiscales y los impuestos promovidos por los gobiernos coloniales. Esto se tradujo, por un lado, en apelaciones colectivas y disputas judiciales; y, por otro, en ciclos de violencia política entre 1740 y 1780 (Laviana Cuetos, 1986; O’Phelan Godoy, 1979; Santos Graneros, 1992; Stern, 1990). Tales movilizaciones,

cualquiera fuera su forma, escala y motivación, tenían la posibilidad de asumir contenidos radicales, empujaban a las comunidades indígenas a experimentar las distancias entre normas y poder, y a poner a prueba el balance de fuerzas entre campesinos y elites rurales. (Serulnikov, 2006, p. 14)

Los ciclos de violencia y agitación en el Cuzco, los alzamientos de comunidades del altiplano paceño liderados por Túpac Katari, el movimiento indígena del norte de Potosí encabezado por Tomás Katari, la sublevación de Chayanta, los alzamientos de esclavos negros y revueltas indígenas-campesinas en los Andes centrales, así como los alzamientos y rebeliones en el Alto Amazonas, representaron aspectos de la profunda tensión que significó el proyecto colonial. Las formas de agitación social y agencia política variaron entre la negociación y el conflicto ante la administración y la política coloniales, así como ante “otras demandas tributarias impuestas en moneda corriente y endeudamientos por alimentos y ganado” (Spalding, 2016, p. 114).

Localidades como Tarma, Huanta y Huarochirí revelaban la situación de conflicto y tensión que acontecía en la sierra central. El valle de Jauja experimentó un ciclo de violencia entre 1755 y 1756 que dio cuenta de la organización indígena articulada de forma continua en el espacio serrano:

Mientras la recuperación indígena del territorio selvático se desarrollaba con intensidad, los distritos de Tarma y Jauja se habían convertido en una suerte de campamento de milicias que ocupaban varios fuertes en la sierra y a lo largo de la selva. (Stern, 1990, p. 61)

Esta situación vinculaba a

los grupos disidentes de la sierra con los insurgentes selváticos […] Particularmente por los intentos de establecer una unidad andina más amplia, se confrontaba a un régimen colonial clientelista, a la presencia de rivalidades étnicas y familiares, así como privilegios ofrecidos entre las élites indígenas en facciones de poder multiétnico. (Stern, 1990, pp. 64 y 73)

Hacia 1750, estos distritos, en especial el territorio de Tarma, fueron “una plataforma para la represión de otras regiones de la sierra central y norteña” (Stern, 1990, p. 80). Por su parte, Jauja fue un elemento importante en la red de circulación comercial con Lima, Huancavelica y Huamanga, lugares donde “las estructuras de poder indígena eran, en ciertos aspectos, indistinguibles de la estructura de poder colonial” (Stern, 1990, p. 80). Al tiempo que se instauraba un aparato represivo en Tarma y Jauja, las autoridades coloniales optaron por ofrecer acuerdos legales como forma de mediación de los conflictos a través de una regulación de la cuota de mitayos para las minas de Huancavelica. Pero la agencia de las poblaciones de la sierra y la selva, así como las del altiplano paceño, daba cuenta de una conciencia política insurrecta ante las políticas fiscales, lo que continuamente se representó en las prácticas rituales de carácter clandestino que se realizaron en torno al culto al Sol (Cock y Doyle, 1979) y al agua (Bardales Padilla, 2022).

La explotación económica, directamente relacionada con los levantamientos indígenas, puso de relieve el carácter “atávico e idolátrico” de los disturbios, dado el uso ritual de la religión indiana como un mecanismo de cohesión ideológica de la rebelión. En esta línea, Carmen Bernand y Serge Gruzinski (1992) dan cuenta de la estrecha relación entre la idolatría y la resistencia a la promoción de discursos represivos y políticas de control. Por otra parte, a partir del microanálisis de las relaciones sociales, Karen Spalding (2016) expone que las “idolatrías” permiten ahondar en los orígenes de los conflictos en las comunidades, pues los testimonios judiciales son evidencia de la profundidad política y la tensión social que alcanzaron los procesos de criminalización de las prácticas rituales y las expresiones sociales de la organización indígena y mestiza en contextos de agudización de la crisis capitalista-colonial. Esta situación, por lo demás, emplaza al discurso mestizo como narrativa de censura y asimilación jurídica del otro.

En esta línea, Nicholas Griffiths (1998) y José de la Puente Luna (2007) permiten profundizar en los ciclos de intensidad de las políticas represivas a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, al considerar la práctica de la adivinación como una estrategia que insurge como resistencia frente a la influencia capitalista-colonial —especialmente, ante el efecto de acumulación—, y ante la asimilación y transformación de la organización indígena en una estructura de subdivisión sexual del trabajo. La investigación de Agustín Bardales Padilla (2016), por su parte, plantea un desplazamiento de las miradas sobre la erradicación cultural hacia “los procesos adaptativos a las circunstancias coloniales” (p. 27).

Estas propuestas permiten abrir interesantes puntos de diálogo a partir de los enfoques de las resistencias de los grupos subalternos, desde los cuales el problema del desplazamiento del objeto del poder incide, además, en la construcción de alteridades con base en fuentes etnohistóricas y en la desestabilización del orden discursivo y narrativo hegemónico. Esto significa que, tras la historización, la imagen del “otro”, expuesta por medio de la narrativa histórica, conlleva un problema de asimilaciones, particularmente si se considera que la aplicación del derecho, como narrativa de la dominación legal,

solo puede entenderse en toda su complejidad a partir de la premisa de que el discurso jurídico no es solo conceptual; las leyes no son reducibles a un conjunto de definiciones abstractas, pues el discurso legal es, en sí mismo, una construcción discursiva que encubre el objeto de dominación. (Marrero-Fente, 2011, p. 155)

Parte del problema radica en los usos historiográficos de los conceptos de brujería y hechicería, y su reducción a un lenguaje narrativo. Tomando en cuenta la profundidad conceptual que subyace a las prácticas de adivinación y sus implicaciones en el desarrollo de un pensamiento político, tal reducción se constituye en una contradicción no solo lingüística sino epistémica (Nash, 2008).

Lorenza Vilches, el oficio de ser labradora

Además de la chicha, las velas, las hojas de coca y el tabaco, la flor de veinte hojas fue uno de los más importantes objetos utilizados por Lorenza Vilches cuando realizó algún trabajo para desatar hechizos, curar enfermedades, hacer algún amarre o encontrar algún animal perdido en lo extenso del valle de Mantaro durante la segunda mitad del siglo XVIII. Además, como conocedora de la tierra, el cielo y las estrellas, Lorenza disponía de un conjunto de facultades que le permitían posicionarse socialmente y promover los mercados de la adivinación y la curandería en la región.

El conocimiento y la reproducción de saberes en torno a la agricultura, el uso y la aplicación de plantas y hierbas medicinales, así como la correlación mítica-narrativa que articuló en torno a sus ídolos y santos, fueron atributos que le permitieron a Lorenza Vilches ordenar desde una mediación ritual el mundo social. Los atributos y facultades que hacían de ella una reconocida adivina tuvieron un fuerte carácter público; una especie de reconocimiento que recayó sobre sus aciertos y visiones, y cuyos resultados, sumados a un buen servicio, hicieron de esta mujer una persona facultada para intermediar entre el mundo invisible de las fuerzas tutelares y el de los vivos. Lorenza se desplazó permanentemente entre Jauja, Yauyos, Huamanga, Huancayo y las cercanías de Lima, así como entre otros pueblos en los que ejerció su oficio cuando fue solicitada para aplicar ungüentos o para resolver algún conflicto que hubiera alterado el orden familiar, y en donde, según la propia Lorenza, tenía facultades de los curas y jueces para adivinar.

Respecto a su oficio, Lorenza Vilches se especializó en la preparación de ungüentos y la aplicación de plantas para la curación de enfermedades. Sin embargo, una de sus principales facultades fue la de regular las transgresiones familiares a través de un orden ritual cuyo campo característico fue la predicción mediante la lectura de hojas de coca y de maíz, el sorbete de tabaco y el uso de flores. Más allá de su destreza en la adivinación y la fama atribuida a sus aciertos, fueron el conocimiento de las técnicas de preparación de las mesas rituales y el culto al diablo el lugar desde donde pudo ejercer sus facultades, y otorgar —al igual que otros especialistas— “consejos para diferentes tipos de enfermedades y matrimonios, así como […] realizar las ofrendas rituales pertinentes en los lugares precisos para proteger” (Fernández Juárez, 2004, p. 20).

El prestigio de Lorenza descansó en la resolución efectiva de las necesidades por las cuales era solicitada. Las hojas de coca arrojadas al aire, así como la lectura del maíz en agua, revelaban relaciones e interacciones que no podían ser observadas, a menos que fuera sobre un textil, en medio del humo y a través de la comunicación con el mundo natural e invisible. En la celebración de mesas rituales, Lorenza destacó la promoción de códigos, valores y experiencias que definían el orden familiar, así como las responsabilidades de cada quien; por ello permanentemente reafirmó ante el fiscal inquisidor y sus clientes que “era adivina y no bruja” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 3). Esta situación da cuenta de las percepciones en torno al concepto penal de bruja (en un lenguaje delictual) y el profundo significado que tuvo la censura institucional sobre los ritos religiosos andinos y, por tanto, sobre la construcción de alteridades políticas e identidades en conflicto.

Estas experiencias, además, traen al debate las formas de la autonomía productiva y la imposibilidad de una dominación legítima y totalizante, como “muestras de un orden productivo no exento de ritualidad y devoción” (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 22). También resultaron ser expresiones políticas antagónicas frente al ordenamiento sociolaboral y sus dependencias, promovidos por el proyecto colonial, así como ante las disposiciones y prejuicios sobre el trabajo de la mujer indígena, ya que la valoración del oficio de la adivinación “contrastó con la mendicidad y desprestigio promovido por la desvaloración del sistema laboral” (pp. 24-25). Pero el fondo político de la aplicación penal no solo supuso un conflicto relativo a la autonomía productiva de las mujeres indígenas. Al parecer, el problema central se situó en torno a las políticas de control sobre las wak’as, que cada vez más se desplazaron hacia los ámbitos fiscales de la restricción y el control comercial (Bernand y Gruzinski, 1992; Serulnikov, 2006). Considerando el contexto de agitación y movilizaciones en la región, “las adivinaciones y preparación de mesas rituales se constituyeron como acontecimientos con una fuerte carga política frente a las censuras y conflictos fiscales, y donde la ritualidad fue interpretada en términos de una curación” (Burman, 2011, p. 69).

Las facultades de Lorenza estuvieron sujetas al desempeño de sus ceremonias, que incluyeron el conocimiento de los procedimientos de devolución de maldiciones y los secretos para la elaboración ceremonial del daño. Por supuesto, estas prácticas fueron articuladas en una narrativa mítica y religiosa que permanentemente circuló en la región serrana, donde “los indios hablaban, veneraban, alimentaban y se confesaban con astros y huacas en general […] y a sus huacas ofrendaban y hacían sacrificios para preguntarles cosas de interés para la comunidad y pedirles ayuda” (Úzquiza González, 2011, p. 66). Respecto a la región serrana (Chinchay Suyo o tierra de jaguares), Guamán Poma de Ayala (1615) señaló que

los indios Yauyos al ídolo de Paria Caca sacrificaban con chicha y mollo [concha] y uaccri zanco [pan remojado en sangre] y comidas y conejos. Los indios Uancas, Xauxa, Hanan Uanca, Lurin Uanca sacrificaban con perros porque ellos comían perros y así sacrificaban con ello y con coca y comidas y sangre de perro y mollo. Y así dicen que decía: “Señor guaca Caruancho Uallullo, no te espantes quando dijere ‘uac’ [ladrado] que ya sabes que son nuestros ganados”. Y así hasta hoy les llaman Guanca, alco micoc [Wanka, come-perros]. Y algunos por no quebrantar la ley que tienen comen todavía a los perros y se le debe castigar por ello. Allí dicen que llama el dicho hechicero al demonio y lo hace por suerte y obra del demonio. Los dichos hechiceros aprueban y hablan con los del infierno. Cómo se echan maldiciones a unos y a otros, haciendo ceremonias. Dicen que soplan con maíz molido y ceniza y con sus cabellos del quien le quiere mal. Para ello dicen que procura hurtársela y se la quema y sopla. Cómo para salvarse de las manos de la justicia el ladrón o matador o el hechicero a los dichos contrarios le sopla con el dicho polvo de maíz que llaman uayrap zaran y Hueso de difuntos. Lo soplan y dicen que van soplando a la justicia y al contrario con ella. (p. 267 [269])

El ritual de adivinación promovió un “orden que se concentró particularmente en mostrar la organización temporal y espacial, entendida como orden justo y productivo precolonial que se representó como más legítimo” (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 25). Además, se sostuvo en una profunda relación de afecto y compasión con la wak’a. Así, “lo sagrado, ya sea animado o inanimado, necesita ser hablado para hablar, ofrendado para ofrecer, alimentado para alimentar y cuidado para cuidar” (Úzquiza González, 2011, p. 67). Para Lorenza Vilches, la labranza de la tierra significó tratar con los más variados problemas; también debía negociar su trabajo y asesorar a sus clientes al momento de resolver solicitudes, especialmente las domésticas. Esta voluntad de Lorenza de sostener el equilibrio doméstico-familiar fue, sin embargo, la causa de fuertes asperezas con Joseph Cuadros, quien, mediante recursos legales ofrecidos por la justicia inquisitorial, reprodujo actitudes de venganza y censura. Pues bien, el proceso de fe seguido contra esta labradora fue una respuesta legal que pretendió sancionarla por intervenir en un asunto sin ser solicitada, aunque al parecer sí estaba facultada para hacerlo.

Fue en este contexto que, al enterarse de la visita del juez inquisidor, y sin ser llamado, el 9 de enero de 1762, Joseph Cuadros, mestizo, casado, natural y vecino del pueblo de Huancayo, de ejercicio labrador y de 57 años, rindió testimonio frente al comisario de la provincia de Jauja del obispado de Lima respecto a las prácticas de hechicería y supersticiones realizadas por Lorenza Vilches.

Según la denuncia de Cuadros, en 1761, un domingo de noviembre (mes de llevar a los difuntos) oyó música en casa de Isidro Romero, vecino del pueblo. Al entrar allí encontró entre varias personas a Lorenza Vilches, vecina del pueblo de Chupaca, quien habría dicho que

era adivina, y ya de la sepultura había resucitado para efecto de adivinar, que ella no era bruja y que tenía patente para ello de todos los jueces y curas, y así descubría, aún bajo de tierra, todas las cosas perdidas, y que sabía largar y desbaratar los hechizos. (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 1)

Según Joseph Cuadros, Lorenza insistía en que Dionisio Gutiérrez, cuñado de Cuadros, estaba hechizado y, luego de verlo, aseguró que lo curaría. Agregó que Lorenza aducía que “por efecto del hechizo lo aborrecían sus suegros y principalmente su mujer, y que ella los casaría de nuevo porque tenía las facultades para ello” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 1), lo cual también habrían escuchado María Gregoriana y la esposa del declarante, Magdalena Gutiérrez. Al respecto, Dionisio Gutiérrez, de treinta años, mestizo, natural y vecino del mismo pueblo, casado y tejedor de vergetas de oficio, dijo que Lorenza le había dicho que estaba hechizado y que lo curaría, pues “tenía facultades para ello y para eso la había resucitado Dios, ya del hondo de la sepultura” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 1 v.).

Al día siguiente de lo ocurrido en casa de Isidro Romero, Magdalena Roxas y Ana, mestizas y vecinas de Chupaca, consultaron a Lorenza Vilches. Según las declaraciones de Joseph Cuadros, Ana acudió para “hacerse curar con ella, para que su marido no la aborreciera, y que para cuyo efecto había traído la yerba nombrada coca, aguardiente, chicha, tabaco, medio real en plata, maíz blanco y negro, lo que tendieron sobre una manta” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 1 v.). Lorenza le habría dicho que la curaría “y que para ello iría a su casa, y en ella buscaría, por los rincones, el hechizo que le habían hecho” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 1 v.).

Refiriéndose a este suceso, Dionisio Gutiérrez manifestó que ambas mujeres se hallaban

mascando coca y humeando tabaco; y que tenían en una manta tendida, chicha, aguardiente, medio real en plata, maíz blanco y negro. Y cogiendo una vela encendida, Lorenza tomó una hoja de coca entera y poniéndola en infusión en aguardiente, la aplicó para que se encendiese. Y que tomando el maíz blanco y negro empezó a decir ciertas oraciones en secreto. (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 2)

Gutiérrez añadió que no logró entender las oraciones y solo pudo oír que Lorenza le decía a Ana que “su marido estaba inquieto con una mujer, y que, para que viese que era cierto, adivinaba que en una ocasión quiso tener ilícita amistad con cierto hombre” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 2), lo que Ana confirmaría. Lorenza, entonces, le habría explicado que “para curarla era necesario la llevase a su casa” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 2).

Por su parte, el 19 de enero de 1762, María Gregoriana, india, natural y vecina del mismo pueblo, casada y de más de sesenta años, declaró que mientras Ana y otras dos mujeres estaban delante de una maceta con coca, maíz, chicha, aguardiente y una vela encendida, oyó decir a Lorenza: “quiero primero curar a estas pobres y después a Dionisio” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 2), y que, “para empezar la curación que había de hacer a dichas mujeres, echó fuera de la casa a la testigo diciéndole que era de mal corazón” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 2 v.).

Tras las declaraciones, el comisario de la provincia de Yauyos remitió la investigación sumaria con fecha de 26 de enero de 1762, que fue recibida en el tribunal el 25 de febrero de aquel año. Pero no fue hasta el mes de febrero de 1768 que el fiscal pidió que se hiciera la calificación considerando la denuncia presentada contra Lorenza Vilches. Dicha calificación estuvo a cargo de fray Manuel Sánchez, de la orden de Santo Domingo y teólogo de la Real Universidad de San Marcos; fray Lorenzo del Río, de la orden de San Francisco y regente del convento mayor del Rosario; fray Pedro Ignacio Moreno, de la orden de San Agustín, examinador sinodal del arzobispado y regente de estadios del Colegio de San Ildefonso de la ciudad de Lima; y fray Julián de Andrade, de la orden de Nuestra Señora de la Merced.

Los capítulos expuestos en la calificación de las declaraciones contra Lorenza Vilches se organizaron así: el primero trató las prácticas de adivinación denunciadas por los declarantes, en particular, las supuestas afirmaciones de Lorenza Vilches, como “que ya de la sepultura había resucitado para este efecto de adivinar, que no era bruja y que tenía patentes para esto de todos los jueces” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 3 v.). Para las autoridades, tales actos contenían “jactancia de superstición sin sospecha alguna contra la rea” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 3 v.). En el segundo capítulo, las autoridades hicieron referencias a la curación que Lorenza le hizo a una mujer, para cuyo efecto había traído coca, aguardiente, chicha, tabaco, medio real en plata y maíz blanco y negro, además de una manta. Así, en conformidad con la investigación sumaria, las autoridades resolvieron que la práctica ritual de Lorenza comportaba “adivinación supersticiosa con sospecha de pacto expreso, y la rea levemente, sospechosa en la fe” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 3 v.).

Los antecedentes resueltos por las autoridades eclesiásticas fueron el puntal para que el 10 de mayo de 1768 Lorenza Vilches fuera sentenciada a prisión y embargo de sus bienes. Pero no fue hasta el 3 de abril de 1773 que fue trasladada a la cárcel de la ciudad en calidad de reclusa. Para asegurar la continuidad de los procedimientos, se nombró como intérprete del proceso a don Baltasar López, natural de Guaros de la provincia de Guailas del Arzobispado de Lima, quien según las autoridades era un clérigo “bien instruido en dicho idioma indio” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 4 v.).

En la primera audiencia ordinaria, el 21 de abril de 1773, y por boca del intérprete, la rea dijo llamarse Lorenza Vilches, del pueblo de Guayau de la provincia de Yauyos, del arzobispado de Los Reyes de Lima, que no sabía su edad pero que al parecer tenía más de cincuenta años, que estaba casada y que se “ocupaba de la labor de campo” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 4 v.). Así mismo, se procedió a tomar la genealogía de Lorenza, “de la que nada resultó sobre ser de secta infecta, ni de penitenciados, y manifestó una gran ignorancia a la doctrina cristiana, sin saber ni una sola oración… aunque las supo todas y se le habían olvidado” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 4 v.). Ante la pregunta por la causa de su aprisionamiento, señaló que “presumía ser porque en su pueblo atribuían a brujería su inclinación al trabajo y la piedad que usaba con los enfermos, aplicándoles algunos emplastos, lo que aconteció unas tres veces, poco más o menos, y entre ellas fue una en la que puso una con gallina negra a Micaela, mestiza natural de Huancayo, casada con Pedro e hija de Teresa cuyos apellidos ignora… y que no había cometido delito alguno” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, ff. 4 v.-5).

Respecto a la segunda y tercera audiencias, correspondientes al 22 y 23 de abril del mismo año, y bajo voz de la interprete, Lorenza dijo que “estando en el pueblo de Huancayo, donde se casó, curó de un flujo de sangre a una mujer blanca que se hallaba allí, aplicándole el estiércol y orina de vaca, que echaba antes en un tiesto, y puesto al fuego, la cubría con un trapo para que recibiese aquel humo dicha paciente” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 5). Según Lorenza, tras realizar esta operación, había conseguido la sanidad de la paciente, “y que la practicó por habérsela visto hacer a una india nombrada Juana, ya difunta, sin que se persuadiese que en ella hubiese superstición, la que también practicó a una mujer blanca, natural de Huancavelica nombrada Josepha quien estaba casada con Joseph Martínez” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 5).

Al enterarse de esta segunda curación, Feliciana, mujer blanca, natural de Huancayo y casada con Joseph Antonio, le solicitó que “le diese remedio para que un hombre casado con quien vivía enredada, no fuese perseguido de su mujer ni la justicia” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 5). Lorenza accedió al pedimento y dio a Feliciana “una flor silvestre nombrada veinte hojas para que la guardase, y que surtiría efecto como se verificó, persuadiendo esta rea, a la ejecución del fin, y que la oferta de un rebaso la hizo entrar en dicha operación” (AHN, Inquisición, vol. 1656, exp. 4, f. 5 v.).

En la audiencia de acusación efectuada el 5 de mayo de 1773, la documentación judicial dejó registro del alegato de Lorenza Vilches. Apeló permanentemente señalando que “no había hereticado, ni apostatado a la fe católica con intención y verdadero conocimiento, aunque lo que había cometido y tenía confesado lo ejecutó con inteligencia de ser culpa grave, no tuvo por lícito el arte de adivinar sino por pecaminoso, persuadiéndose a que podía conseguirlo por medio del diablo, a quien encendía una vela, poniéndola sobre un poco de maíz blanco, pidiendo de corazón y con palabras se efectuase la adivinación” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 5 v.). Así ocurrió con Bernardo Samaniego, su tío, quien estando en el pueblo de Sicay le pidió que “le hiciese aparecer un caballo que se le había perdido, el que se descubrió mediante dicha operación” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 5 v.).

Según Lorenza, ese tipo de “trabajos” se había hecho solo una vez en aquel pueblo, “y en el de Guayan siete; tres para que pareciesen otras tantas mulas de un arriero (a quien no conoció), las que también fueron encontradas” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 6). En otra oportunidad, se le solicitó que descubriera el robo que habían hecho en casa de una mujer nombrada Paula. También, las tres últimas a pedimento de un indio llamado Juan, para que apareciese una mula, que finalmente sería hallada. Sobre esto Lorenza añadiría que “solo en las ocho veces dichas encendió una vela poniéndola sobre el maíz para la adivinación esperando que el diablo la hiciese verdadera, a cuyo obsequio encendía dicha luz” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 6). Y, aunque en la preparación de la mesa de adivinación ella ponía a San Antonio sobre el maíz, según el intérprete, era “para que se persuadiesen los que entraban, que la luz encendida era en reverencia del santo, y que allí no había cosas malas; todo lo esperaba del demonio en quien confiaba; y que era falso que hubiese asegurado resucitó de las sepulturas” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 6).

Lorenza comentó que “en dos ocasiones en el pueblo de Chupaca desenterró dos hechizos que había puesto Rosa Gómez, mestiza, natural de dicho pueblo, a otra nombrada Lorenza. Y por haber invocado al demonio se le apareció en figura de perro en tres tardes consecutivas y le dijo los lugares donde estaban los hechizos” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 6) . Y habiendo pasado por los hechizos, los sacó. Estos estaban compuestos “el uno de un sapo prendido y el otro de uñas de mula; el del sapo para que enfermase Lorenza y el de las uñas para que muriese su mula, como se verificó, y que por estos motivos llamaron a esta rea para que viese si había algunos hechizos” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 6). Al siguiente día, el demonio volvió a aparecer en figura de puerco, “y estuvo viviendo con esta rea dos años, durmiendo con ella en su propia cama, y sirviéndola de hombre con dos accesos cada noche, que eran las regulares (que fueron pocas) solo una, y entonces en figura de hombre, pero que de día estaba en la de puerco; y aunque esta rea le ofrecía de comer, le respondía el demonio que ya había comido” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, ff. 6 r.-6 v.).

A propósito,

el vestuario que el demonio usaba de noche era como de terciopelo colorado, el cual se quitaba para dormir con ella y que le mandó se quitase el rosario y la cruz, y obedeciéndole se lo quitó del cuello, y lo llevó a la casa inmediata que también era de esta rea; que el demonio le decía no amase a Dios, ni rezase, ni oyese misa, ni hiciese oficio alguno de cristiana; que no estaba nuestro señor Jesucristo en la hostia consagrada, que lo aborreciese y a María Santísima, que eran sus enemigos, a los que odiaba mucho, los cuales estaban en el infierno como él; que no había cielo donde ir y que dicho infierno donde estaba él, era cielo, y que cuando esta rea muriese la llevaría allí y la regalaría mucho. (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, ff. 6 v.-7)

Lorenza Vilches creía de todo corazón las regalías del demonio, “y queriendo del mismo modo que todas las noches pedía a este reo su alma, y ella se la ofrecía prometiéndole dar muchas platas” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 7). Sin embargo, el día antes de ser apresada, “se fue el demonio mientras lloraba su ausencia” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 7).

Lorenza mencionó que una vez, por la noche, el demonio la llevó por sus pies hasta una quebrada que dista a una legua del pueblo de Guayau, donde

por espacio de una hora le mostró una ciudad con casas muy hermosas, en las que había muchos demonios en figura humana; unos blancos y otros negros, muy espantosos, los que tenían hachas encendidas en las manos, y allegándose al demonio que acompañaba esta rea lo abrasaban, como también a ella, teniendo mucha complacencia en dichos abrazos y en la vista de dicha ciudad. (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f., 6 v.-7)

Luego del viaje, Lorenza regresó a su casa a pie, siempre en compañía del mismo demonio. Y, para el cierre, dijo “que de todo su corazón dijo al demonio se apartaba de la religión cristiana y solo a él le serviría” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 7).

En la segunda audiencia de acusación, y por boca del intérprete, Lorenza comentó que, al cabo de un año de haber parido a su segunda hija natural, Josepha Chuspichay —mestiza, natural de Chupaca y casada con un hombre llamado Julián—, le comentó que María Candelaria —mestiza, viuda y para ese entonces ya difunta— tenía amistad y torpe trato con el demonio. Lorenza habló con ella y le dijo que “para que los hombres las quisiesen era bien tuviesen en las manos goma y una flor llamada callapinta, y que invocando al diablo vendrían”; entonces, “deseosa esta rea de que la quisiese un hombre casado lo ejecutó en compañía de María Candelaria, y al punto que se les apareció el demonio en forma de perro y dijo que vendría el hombre, como de hecho sucedió” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 7 v.). Desde ese entonces, Lorenza

comenzó a tener ilícito trato con el demonio, sirviéndose de él como de hombre dos veces al día, singularmente, en algunos más y en otros nada; que de noche tomaba el demonio la figura de hombre blanco y vestido murgo, el que se quitaba para dormir con ella en dicha figura y de día tenía la de perro, y aunque casada, tenía el mismo trato con él en el tiempo que su marido salía de trabajo; y aunque este venía y lo hallaba allí, no entendía que era otra cosa sino perro hasta que se ausentó dicho su marido al pueblo de Laraos donde tomó la figura de un puerco, como tiene dicho en su respuesta de acusación. (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 7 v.)

Además declaró que, desde los dieciocho años hasta que fue puesta en prisión,

no rezó, ni se persignó, ni confesó ni comulgó y solo oía misa algunas veces por evitar la nota del pueblo, que se quitó el rosario y la cruz, que se apartó de nuestra santa fe, dando crédito al demonio en todo lo que lleva. (AHN, Inquisición, 1656, Exp. 4, f. 7 v.)

Al respecto, Lorenza recordó que, estando en quillas, una india le pidió que adivinase quién le había hurtado una vaca. Habiéndose enterado el ladrón de la solicitud realizada a Lorenza,

le suplicó no le hiciese daño, descubriendo que él era; se lo ofreció, y encendiendo una vela, poniéndola sobre maíz, en obsequio al diablo, aunque siempre tenía una imagen de San Antonio por vinculación, le pidió al demonio que no descubriese que aquel indio era ladrón, y habiéndose aparecido en figura de perro, le dijo que le daría en el gusto. (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 7 v.)

El 24 y 25 de mayo de ese año se realizaron las audiencias de comunicación de la acusación y publicación, que consistían en notificaciones fiscales y diligencias necesarias para alcanzar la verdad de las acusaciones, y, conforme a las instrucciones, “se pasó a ella callados los nombres y demás circunstancias de los testigos” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 8). Por su parte, el 25 de junio se le dio a Lorenza audiencia de defensa, la cual consistió en “la llana y sincera confesión, mediante la cual ella misma procuraba explicar los excesos cometidos” (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 9 v.). Según su defensa, era

inducida al uso de las flores por el deseo vehemente que la solicitase un hombre casado, y que suministró las mismas flores a otra mujer, por el propio efecto del movimiento de la codicia del reboso que se les había prometido, ocasionando el interés las repetidas adivinaciones […] que la instaban para la restauración de robos […] que a fuerza de la sensualidad tuvo tan ciega y apasionada a esta reo, que por eso apetecía la continua incubación con el demonio. (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 9 v.)

Considerando las acusaciones y testimonios de la imputada, el 28 de julio se calificó en plenario que Lorenza Vilches era hereje, apostata de la fe e idólatra formal con pacto expreso con el demonio (AHN, Inquisición, 1656, exp. 4, f. 11). Por este motivo, al día siguiente, en voto definitivo, todos los abogados de la Real Audiencia y de presos del Santo Oficio, habiendo visto la causa criminal de fe contra Lorenza, la condenaron a portar a san Benito de aspa entera e insignias de sortílega en auto público de fe, o en cualquier iglesia o capilla donde le fuese leída su sentencia. Además, las autoridades la sentenciaron a doscientos azotes públicos y el embargo de bienes en nombre de la Inquisición, ambos como castigos ejemplares; y, para evitar cualquier tipo de escándalo que ella pudiera causar, las autoridades aprobaron su destierro perpetuo al beaterio de Copacabana, que se hizo efectivo el 3 de septiembre de 1773.

Santos Reyes: el culto al Sol, al aire y los cerros

Al igual que en el caso de Lorenza Vilches, el proceso de fe contra Juan Santos Reyes, natural del pueblo de San Pablo en la jurisdicción de la villa de Cajamarca, revela interesantes fisuras y tensiones en las comunidades, pero también permite identificar antecedentes relativos a las prácticas rituales del culto al Sol, a las wak’as y al diablo andino, así como a la sacralización del paisaje físico y el paisaje percibido, y la influencia de este en la circulación de una identidad religiosa y regional. Cabe señalar que, del conjunto de procedimientos y protocolos realizados por el Tribunal del Santo Oficio de Lima, este apartado presenta bajo un orden narrativo las declaraciones de los testigos y las audiencias de acusación realizadas entre 1728 y 1736, prestando particular atención al asunto de la celebración de las rogativas religiosas.

El 23 de septiembre de 1728 se hizo la primera denuncia contra Juan Santos Reyes. En la villa de Cajamarca, por la mañana, ante el licenciado don Joseph de Zabaleta, comisario del Santo Oficio de la Inquisición, apareció sin ser llamada una mujer española, quien dijo ser doña Fabiola Zamora, natural del pueblo de San Pablo en Cajamarca, viuda y de 33 años. La mujer denunció que, cuando vivió en el pueblo de San Pablo con su marido, le oyó decir al mestizo Santos Reyes que

era brujo y que tenía aciertos en sus brujerías, y que conocía hechizos, sacaba oro de donde lo había enterrado, y que si quería le sacaba una olla y se la daría a su propio marido Cristóbal de Herrera. Y que codicioso este combinó, pagándole al dicho Santos Reyes unas mulas, antes de darle el oro que le prometió. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 2)

Sobre lo anterior, la declarante dijo que, aunque no entregó el oro acordado, Santos Reyes seguía jactándose de ser un gran brujo. Y añadió que era

maestro de encantos y brujerías, sabía dar fortuna a todas las mujeres que se valían de él, y sanar de varios accidentes con sus hierbas y purgas y hacer cuanto quiere por ser gracia y habilidad que heredó de sus padres y abuelos, [aunque él mismo] sabía, más que sus ancestros, pues ellos no sabían observar los efectos del sol, luna y estrellas con las aciertas que todos habían experimentado. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 2 v.)

Aunque su hermano Miguel también oficiaba la adivinación, si alguien quería ser estimado y tener cuanto quisiese, buscaba a Juan Santos Reyes, pues “hacía que con sus artes, encantos, yerbas y brujería fuese querido de todos” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 2 v.). Incluso, en el pueblo de San Pablo tenía una cueva que iba hacia el molino de la madre de Dios, “donde con muchas mestizas y mestizos, indios e indias iban continuamente a mostrar y hacer sus hechizos y encantos, y este como maestro de ellos” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 3). Además, era solicitado por “diferentes personas de muchos pueblos de esta provincia de los Valles y de las haciendas circunvecinas del pueblo de San Pablo” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 3).

La segunda denuncia contra Santos Reyes fue interpuesta el 7 de octubre de 1728 por doña Juana de Vargas, natural de la villa de Cajamarca, de 26 años y viuda. Declaró que, al no poder darle mejoría a una china (criada) llamada María Llatas, solicitó la presencia del mestizo Santos Reyes. Sabía que era “curandero y brujo afamado, y que entendía de todas curaciones y maleficios” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 5). Santos Reyes accedió y dispuso que “saliesen al campo y que la curaría, y se la entregaría del todo buena, porque el accidente que tenía era de maleficio” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 5).

Determinada a sanar a su criada, Juana de Vargas asistió al paraje señalado por Santos Reyes, quien llevó en una canasta “los instrumentos de su oficio, como conchas, cristales, plumas de varios colores de pájaros de la montaña, tabaco, maíces de colores y polvos de ellos, y otras yerbas y ataditos” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, ff. 5 r.-5 v.). En ese lugar, Santos Reyes armó un toldo en el cual estuvo

desde las siete de la noche hasta que abrió el día siguiente cantando, danzando y tocando sus sonajas, haciendo muchas ceremonias y limpiando a la dicha María Llatas con maíces y purgándola con el agua collaís, que es el gigantón [San Pedro]; y dándole a sorber el tabaco muchas veces aquella noche, untándole el cuerpo con varias hierbas que llevó. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 5 v.)

Aunque en el toldo no había más que tres personas, doña Juana, la criada y Santos Reyes, la declarante “oyó que hablaban diferentes sujetos, cosas que no entendía” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 5 v.). Añadió que, según Santos Reyes, él hablaba “con su aire, cerros, quienes siempre que los invocaba venían y le hacían compañía en sus ejercicios” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 5 v.).

Luego de pasar toda la noche en aquellas ceremonias, cuando salió el sol, Santos Reyes

le dio adoraciones y ofreció en las palmas de las manos polvos de harina de maíz de varios colores, soplándose, cantándole, danzando, y muy alegre tocaba sus instrumentos de sus sonajas y tambor, aspergiéndole con agua que le pareció que era de yigingo [sic] que llevó en una ollita diciendo Inti Coillor [Quyllur, estrella luminosa], que significa ser su padre, su amparo y su consuelo, y otras muchas otras razones que le oyó decir de amores, y requiebros en su lengua al Sol. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 6)

La fama de Santos Reyes se sostuvo en la eficacia de sus celebraciones. El herrero Pedro lo tenía por “muy gran brujo y que sabía hablar con gran primor a los aires y cerros, y que era gran sabedor de tabaco y mascador de él” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 6). Además, Santos Reyes había curado a Pascuala Tito “con sus encantos y hechizos, del accidente que padeció de los ojos, por decirle que le habían hecho daño” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 6 v.). Según la propia Pascuala, india de 56 años, al no tener remedio ni consuelo para la enfermedad de sus ojos, “y para conseguir alivio de su enfermedad solicitó a un mestizo que tenía créditos de brujo, quien le aseguró que le curaría si condescendiese el ir con él a donde le llevase” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 9).

Pascuala acudió entonces al encuentro con Santos Reyes cierta noche. Sobre esto dijo que

no sabe dónde la llevó, porque iba ciega del dolor que le afligía, y que a poco tiempo de haber llegado al lugar la hizo sorber tabaco y la limpió con maíces, y dos cuyes uno blanco y otro negro y que después de haberla limpiado haciendo muchas ceremonias y llamando en lengua del inga al sol, la luna y las estrellas, la persuadió a que creyese en estos astros. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 9)

Y añadió que

el Inti que en castellano es el Sol, era su dios, su consuelo y amparo, y que socorriese a la que le iba a buscar, que allí la tenía rendida y que la sanase del mal que padecía de los ojos. Después le hizo tocar los cuyes muertos, gastando toda aquella noche en hablar a solas con sus sonajas, danzando y cantando hasta que amaneció y la volvió a la casa. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 9 v.)

Tras la ceremonia, sintiendo mejora, Pascuala solicitó una segunda vez a Santos Reyes. Él la llevó al mismo paraje y allí estuvo “haciendo las mismas ceremonias, cantos, sonajas y limpiándose con cuyes de colores, maíces de colores, sorbiendo tabaco y hablando y llamando a los cerros y vientos para la mejoría de la declarante” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 9 v.).

Por otra parte, Juana Vargas, hija de Pascuala, también solicitó a Santos Reyes. Declaró haber tenido una ilícita amistad con un religioso, situación que le acarreó conflictos con su tía, su madre y demás parientes. Como sabía que vendría el obispo, se valió de Santos Reyes para que el religioso no se acordase de ella, y así evitar sufrir pesares y deshonras como el destierro. Para esto, Santos Reyes

le hizo un collo que se componía de huesos de muertos quemados y hechos polvo, de plumas de perdices, del pelo de las vicuñas y venados, de las vizcachas, de guayguas; y hechos muchos ingredientes de yerbas y polvos de maíces. Y por varias noches Santos Reyes espolvoreó la casa donde estaba hospedado el obispo para que no la llamase, ni se acordase de ella. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 7)

La española Josepha Romero también hizo una denuncia afín. El 15 de febrero de 1731 declaró que hacía diez años más o menos, estando enferma de unas manchas negras en la cara, producto al parecer de un “maleficio”, solicitó a Santos Reyes, bajo la idea de que tenía facultades “para sanar cualquier enfermedad”. Tras el acuerdo, este la llevó al monte en compañía de Rosa Romero y Antonia Rojel, además de tres o cuatro indias —ya difuntas— que bebieron la purga del gigantón, que llamaban “agua de collai”. Santos Reyes le dijo entonces a Josepha Romero que habían hecho el maleficio en un “chullar, que en lengua castellana quiere decir ciénega negra y hedionda, donde las indias tienen los anacos de negro” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 17).

Esa noche, Santos Reyes no durmió. Las mujeres mascaron tabaco, bebieron purgas y esparcieron polvos al aire cantando y bailando con un tamborcillo y sonajas en las manos. Santos Reyes tenía dos ídolos a quienes rendía culto y adoración, y

poniendo todos estos instrumentos sobre unos manteles limpios y haciendo muchas reverencias a los dos ídolos, hincándose de rodillas delante de ellos les decía que eran su Apu, su dios, su amparo, y dando muchas vueltas a los manteles que estaban tendidos en el suelo, y en ellos los ídolos con los demás instrumentos, les sacrificó unos cuyes. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, ff. 17 r.-17 v.)

Se dijo que Santos Reyes les preguntaba a estas mujeres

si oían lo que hablaban las aguas, los vientos y los cerros, y que cantasen con él, y dijesen lo que él les decía a los ídolos, haciendo muchas ceremonias y con el tambor y sonajas calabazas en las manos amanecieron y que entonces las purgó con gigantón y empezaron a soplarle al Sol su dios, polvos de colores de maíces, diciéndoles que era su padre, su dios y que las oyese. (AHN, Inquisición, vol. 1649, expediente 27, ff. 17 v.-18)

Otra de las asistentes, Rosa Romero, de 45 años, soltera, natural y vecina del mismo pueblo, también se pronunció. Según la denunciante, toda la noche realizaron ejercicios como

cantar, bailar, soplar polvos de maíz, llamando con el son de unas sonajas a los vientos y al diablo repetidas veces con su tambor y en las manos un calabazo dando voces a su dios, haciendo muchas demostraciones con el cuerpo, brazos y manos, y dando vueltas y adoraciones a los ídolos. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 11 v.)

También se explicó que realizaron acciones de adoración, diciendo

Apuyaya, que quiere decir padre o señor mío, aquí tienes tus pobres cristianas que vienen a tus pies a pedirte los socorros en sus aflicciones, y que les des el auxilio que te piden, pues eres mío dios y por ti rogamos al dios verdadero a ti te confieso porque tú eres quien nos da lo que tenemos, comemos, vestimos y quienes quieran y solicitan los hombres, y otras muchas razones que le decían a sus ídolos. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 12)

Al salir el sol, le ofrecieron maíz de diferentes colores soplando sus polvos y, “cuando rayaba el día, muy alegres danzaban [y, en medio de ellas,] Santos Reyes ofrecía adoraciones de rodillas, y con gran rendimiento le decían Inti Capac, que quiere decir, Sol dios eterno” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 12). Además, con diferentes demostraciones ofrendaban conchas, maíces y hierbas,

y con los brazos abiertos le decían tú lo criaste todo tú lo hiciste, todo tú hiciste, las criaturas y así venimos rendidas a tus pies a pedirte, como tus pobres criaturas nos concedas lo que te pedimos, estando todas cierto que nos ha de conceder lo que te rogamos para nuestro alivio y consuelo. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, ff. 12 r.-12 v.)

En medio del trance, Rosa Romero estaba

con los ojos y la atención en el dios del brujo, el Sol, y vieron cómo el Sol dio vueltas poniéndose a la vista colorado y otras veces verde y blanco. Y entonces le decía el dicho mestizo brujo que si veían a su dios el Sol, como daba vueltas y mudaba de colores y que aquella acción era porque les agradecía lo que le ofrecían con tanto gusto. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 12 v.)

A Rosa también se le dijo que, si veía algún oso u otras visiones, no debía atemorizarse. Tampoco “nombrar a Jesús, si no antes invocasen a los vientos, a los aires, a los cerros, que son sus diablos, y todo cuanto sabía era por ellos” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 12 v.).

Además de denunciar a Santos Reyes, Rosa Romero dijo que

todas las que viven en el pueblo, fuesen blancas, mestizas e indias habían acudido en busca de él, y que sabe que no han venido a denunciarse; como Rosa Jamas y Agustina, su sobrina, y que estas están continuamente en estas supersticiones; como también de Gregoria Bondoja, la prima del dicho brujo, quien también tiene el mismo ejercicio. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 13 v.)

También informó que en el pueblo de Chota, jurisdicción de la provincia de Guambos, y por solicitud para evitar un casamiento, Santos Reyes le dio a Juana Besertaya, mujer blanca, “unos polvos de pellejo de víbora, huesos de muerto y otras porquerías para que los rociase sobre la cabeza de Cristóbal de Veta, su amante” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 14), quien, en efecto, no se casó.

En el mismo sentido fueron denunciadas las hijas de la difunta doña Catalina de Larrea, Josepha y Antonia de León, y la mestiza Gertrudis Gil. Ellas “le hicieron un hechizo a su madre para que muriera padeciendo del vientre por vivir amancebada con Juan de León, su padre, y que le oían en la barriga […] cantar un sapo antes de su fallecimiento” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 14 v.).

El 19 de febrero de 1731, Juana Romero, casada, natural de San Pablo de Cajamarca y de 56 años, también se pronunció respecto a este tipo de visiones. Declaró que, junto con Nicolasa Sevillana y Gabriela, su madre, fueron con Santos Reyes “al alero de un potrero donde hay dos cuevas para que su marido se apartara de una mala amistad”, mientras que “Nicolasa fue para que sus dos hijas se casaran” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 29). Aquella noche sorbieron tabaco y participaron en muchas ceremonias, y “al salir el Sol, después de todas las adoraciones, llamándole y diciéndole que era su padre, su consuelo, todo su amparo, que era su Apu, su Inti, su Apuyaya, que recibiera el sacrificio que le hacían aquellas sus pobres” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 29 v.). Entonces, tras beber el agua de collai, Juana Romero “vio cómo daba vueltas el Sol, mudando de colores, de colorado, verde y amarillo, y que el brujo se veía de los mismos colores que veía al sol” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 30). En aquella ceremonia, Santos Reyes ofreció cuyes como sacrificio y habló con los diablos, quienes respondían con mucho ruido.

Al respecto, Gregoria Oyarce dijo que asistió unas ocho veces con Santos Reyes a las quebradas y los montes, y que en todas las veces que asistió a las cuevas “vio un hombre vestido de colorado, con sombrero blanco y calzado de botas y espuelas, y que dicho hombre estaba al lado de Santos Reyes, y conforme cantaba, él le respondía de un lado, y que dicho era su padre, todo su bien, Luzbel” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 33). Por instantes, Santos Reyes les daba una piedra, “que era su ídolo y que al amanecer tendía un paño limpio donde ponía todos los instrumentos, polvos, conchas, maíces y una ollita con su cocimiento; y de rodillas entregaba adoraciones al Sol, con las palabras de Inti, Apuyaya, Tescuita Camac [sic] que quiere decir Sol precioso, padre y creador de todas las cosas” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 33).

El 16 de febrero de 1731, Juan de León, labrador de 56 años, natural y vecino de San Pablo, pasó a entregar su denuncia. Informó que, “motivado por la pobreza y la necesidad en que se hallaba, le habló a Santos Reyes, quien sabía dónde había guacas y que tenía oro en ellas” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 21). Así, Santos Reyes, Antonio de Revilla y el denunciante fueron a un cerro cercano al pueblo llamado El Montón, donde estuvieron un día y una noche.

Santos Reyes dio muchas demostraciones, como era mascar diferentes hierbas que llevó, sorber tabaco por las narices, soplar polvos de colores de maíces, estar bailando con un calabazo en las manos, bebiendo sus purgas que llevó de hierbas cocidas, y dando muchas vueltas y ceremonias que hacía llamando a los aires, a sus vientos, y a los cerros para que le favoreciesen, y le descubriese el oro que iba a sacar para darles a aquellos pobres, que se habían valido del. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 21 v.)

En otra oportunidad, Santos Reyes le dijo que había un gran tesoro en una quebrada cercana al valle de Cajamarca, en el paraje Puray del cerro llamado Arpa. En esa ocasión, Santos Reyes fue en compañía de dos indios acreditados de brujos, y

advirtió a Juan de León y Antonio Revilla que si hallaba algunos diablos dentro de la cueva de donde iba a sacar el tesoro, los vencería a todos, que para todo sabía y tenía virtud para echarlos porque los entendía; y estando dentro de la cueva empezaron a hacer las ceremonias. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 22)

Tal como ocurrió en el cerro El Montón, de El Arpa salieron sin oro, por lo que decidieron volver al pueblo de San Pablo. Pero en el camino le dijeron a Antonio de Revilla que “en un cerro de la pampa de Pampamachaq habían visto arder fuego, y que demostraba haber un gran tesoro” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 22 v.). Esa noche realizaron las mismas demostraciones que en El Montón y El Arpa, pero al amanecer vieron que estaban soplando al sol polvos de maíces, mascando tabaco y sorbiéndolo por las narices con unos trapitos, llamando a su dios, a su señor Apuyaya (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 22 v.).

Ese mismo día pasó ante el licenciado Portal Josepha Camacho, casada con Sebastián de León, natural y vecina de San Pablo, de diecisiete años. Ella denunció que su marido no hacía vida maridable, por lo que acudió a Santos Reyes. Este haría sus remedios a cambio de dos pesos, para

que su marido dejara a su amiga, y que volvería a su amistad, pues era su mujer y que para eso le cogiese sus cabellos, y se los diese; Santos Reyes los quemaría y se los daría a comer en locro. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 24 v.)

También le dio unas pepitas coloradas para que se las pusiese en la cara y una ollita de barro con una hierba cocida,

para que se lavase la cara, manos y cuerpo, y sorbiese tabaco, y que haciéndolo volvería su marido a su amistad, dejaría a su manceba; para este trabajo también le pidió los cabellos de la manceba Magdalena Ximénez quién era prima de su marido, y que haría un remedio con ellos para que la dejase. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 25)

Para los mismos efectos, Asencia Vigo, de dieciocho años, denunció que, para asegurar su casamiento pactado con Manuel Romano, fue con una tal Beatriz y Juan Burgos a la casa de Santos Reyes. Dijo que él los

llevó a unas peñas donde al ponerse el sol, comenzó a darles unas purgas de beber, que sorbiesen tabaco por las narices, y soplaron polvos de maíces de colores. Santos Reyes les mandaba que le diesen adoraciones al diablo y a un ídolo que tenía en las manos, a quien escuchaba por instante, diciéndole que él era a quien le debía el ser, y que era su dios, su señor, su amparo, su Apu. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, ff. 27 r.-27 v.)

Tras las denuncias, las autoridades acordaron que Santos Reyes era practicante de la idolatría, pero no fue hasta el 13 de febrero de 1732 que fue apresado en la ciudad de Trujillo y el 11 de mayo de 1773, recluido en las cárceles secretas de la Inquisición de la ciudad de Los Reyes, donde se iniciaron las audiencias de acusación. Santos Reyes se defendió entonces diciendo que lo tildaron de brujo

porque según le contaban sus hermanas, gritó en el vientre de su madre, y que por haber hablado y contado que había gritado, dejó de ser sabio, y es verdad que conoce la voluntad de todas las hierbas para curar las enfermedades de ahogos, postemas, para el mal de grandes, y para quitar pesadumbres y para otras muchas enfermedades, de que este ha curado con dichas hierbas que conoce; y reconociendo los buenos efectos y que conseguían la salud los enfermos, dieron en decir que era brujo, no porque sabe cosa alguna de estas, ni ha curado por arte del diablo, y que también santiguaba a las criaturas que le traían enfermas. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 66)

También aseguró que los procedimientos los había aprendido en Trujillo por parte de Antonio Melgarejo, hombre español de oficio carpintero y arpero.

Este tenía un libro de las virtudes de las hierbas y por ella remitía a este a la sierra para buscarlas y le enseñaba los conocimientos, y en la forma que las había de aplicar, con las cuales sanaba a los enfermos, y también le enseñó por dicho libro, el modo de santiguar las criaturas [Y] todo esto lo comunicaba con sus confesores, y les llevaba las hierbas para que las viesen y queriéndose retirar del ejercicio de la curandería le dijeron que era contra caridad, que prosiguiese haciendo bien a las personas, en especial al padre rector de la compañía de Jesús de Trujillo. (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 66 v.)

Y añadió que durante todo este tiempo “solo había curado con las hierbas y bendición de dios” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 77 v.), e insistió en que se había ganado la fama de brujo por haber gritado en el vientre de su madre y no por saber de brujerías.

Tras meses de interrogatorios y acusaciones, y luego de haber negado cualquier tipo de delito imputado, el 3 de octubre de 1736 el fiscal inquisidor condenó a Santos Reyes a cuestión de tormento y le advirtió que, en caso de castigo y mutilación de algún miembro, sería su culpa. Ese mismo día Santos Reyes fue conducido a la cámara mientras reiteraba que “no sabía nada, ni tenía nada que decir, aunque lo mandaran a ahorcar” (AHN, Inquisición, vol. 1649, exp. 27, f. 87). Después de tres vueltas y debido a una lesión en sus ligaduras, lo quitaron del potro y fue nuevamente enviado a prisión a la espera de las disposiciones del Tribunal.

Conclusiones

De forma preliminar, las experiencias de Lorenza Vilches y Juan Santos Reyes permiten visualizar aspectos centrales de las fisuras del sistema colonial, en términos de permanencias, erosiones y asimilaciones culturales, principalmente a partir de la aplicación del derecho penal y la censura a las prácticas religiosas del mundo andino. Además, permite indagar en los conflictos que hubo entre quienes oficiaron la adivinación y las comunidades, y cómo las personas resolvieron sus conflictos e intentaron regular el orden social-familiar.

A través de la diversidad ritual observada en los procesos seguidos contra Lorenza Vilches y Santos Reyes se revelan horizontes estéticos que circularon alrededor del culto al Sol y la complejidad del concepto wak’as; se destacan aquellos reconocimientos a la figura del diablo (supay) como mediador entre las naturalezas hambrientas de las wak’as y el deseo de las personas. La comunicación establecida entre adivinos y el diablo se constituyó como un aspecto relevante en términos de mediación e interacción entre las distintas dimensiones que habitaron el mundo. En la celebración de las ceremonias de adivinación y rogativas, el diablo, en su forma animal, humana o en la de aires y cerros, permitió a los adivinos —a modo de maestro— desbaratar hechizos, revertir maleficios, alcanzar fortunas y curar enfermedades. También tuvo una participación central en la búsqueda del orden familiar, fuese para fortalecer los vínculos maritales o para deshacerlos.

Los ritos celebrados por Lorenza Vilches y Santos Reyes ponen de manifiesto cómo las prácticas religiosas andinas reconocen la agencia e injerencia del mundo invisible de la naturaleza en la vida cotidiana de las personas, en las cuales adivinos y adivinas representaron un canal mediador con las fuerzas tutelares. Estas mediaciones se iniciaban en lo profundo de la noche, dentro de las cuevas y quebradas, y finalizaban con coloridos bailes y agradecimientos ofrendados al Sol. A medida que las rogativas se constituían como acontecimientos profundamente emotivos, con cada ritual oficiado se reproducían narrativas de paisajes sagrados, vivos, naturales y hambrientos, pero capaces de favorecer a quienes los alimentaran. Tales relaciones, por lo demás, se sostuvieron en una dialéctica de reciprocidad e intercambio.

Los ritos ceremoniales y las consultas de adivinación reprodujeron una estética performativa que involucró corporalidades en movimiento, formas danzantes, narrativas y sonoras, altamente visuales y sensoriales, que además estuvieron acompañadas por el consumo de plantas psicoactivas y estimulantes como el tabaco, la coca y el agua de collai (o san Pedro, Echinopsis pachanoi). Ello aportó una lectura profundamente emotiva de dichas experiencias, las cuales involucraron visiones como las transformaciones del Sol y las apariciones del diablo en contextos de éxtasis religioso. Además, el lugar del rito dio cuenta de los paisajes sagrados en los que habitaron las wak’as; de este modo, lo cotidiano se transformó en una práctica ritual y el rito en una práctica cotidiana. Por otra parte, se encontró que, a través de la circulación de objetos rituales, es posible observar una vinculación religiosa de carácter regional.

Las rogativas, curaciones y adivinaciones oficiadas por Santos Reyes y Lorenza Vilches fueron actos dinamizadores de la comunicación entre la naturaleza y la sociedad. A través de la devoción y los afectos, se fortalecían las redes de significados y esquemas sociales. Los rituales de adivinación fueron el lugar de modelación de las conductas públicas, pues fue en el rito, en los símbolos revelados, donde el mundo de los vivos fue dotado de sentido. La ritualidad religiosa andina propuso un orden temporal y espacial; como metáfora, las personas alimentaron las wak’as, mientras estas se alimentaron de las personas.

De gran valor son los testimonios de Lorenza Vilches y Santos Reyes, pues permiten observar que el oficio de la adivinación también fue un legado familiar. Al igual que Lorenza Vilches, Santos Reyes fue labrador. Ambos sabedores y conocedores de las plantas y sus efectos, de los ciclos de la naturaleza y de los astros. Como herencia de sus antepasados, la adivinación otorgaba fama y reconocimiento social a partir de un sistema de referencias orales en los que se destacó la capacidad de observar y relacionarse con el mundo natural, sus fuerzas y los efectos del sol; además de ser distinguidos por los resultados de sus artes, encantos y yerbas, entendían sobre todo tipo de curaciones y maleficios. El prestigio de estos laboradores recayó en sus aciertos y los conocimientos que tuvieron sobre la curandería, pero fueron el gusto y su virtud de sanar cualquier enfermedad lo que hizo de ellos personas afamadas por sus facultades, “hechizos” e instrumentos utilizados para sus ceremonias.

A través de su narrativa, los ritos podían alterar el curso de la vida y las experiencias de las personas. La religiosidad andina otorgó sentidos comunes a las experiencias individuales; el culto a la wak’a significó dotar de agencia la sucesión política y la adivinación como forma de regulación, control y disciplina sobre el orden doméstico y cotidiano. Se trató de un medio de integración social a través de los modos de cooperación, cohesión y solidaridades que se articularon. La celebración de mesas de adivinación pretendió armonizar conductas y relaciones para la integración social y territorial, al exponer públicamente el conflicto presente en la comunidad. Sin embargo, fue la relación de la alteridad con el mundo natural y las fuerzas tutelares el eje central de las ceremonias. En el rito existieron y se dinamizaron voluntades de entendimiento respecto a la pluralidad de entes que habitan el mundo y sus modos de relacionarse, y se destaca la capacidad de yuxtaposición que existió entre la religiosidad andina y el dogmatismo católico.

Referencias

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Notas

* Parte de esta investigación se desarrolló en el curso de Estética y Arte Andino, impartido por la Facultad de Filosofía, Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 2018 (aprobado).

** Autor, máster en Estudios Avanzados en Historia Moderna por la Universidad de Cantabria (España) y doctorando en Historia por la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Académico del Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional Andrés Bello (Chile). danie.moreno@uandresbello.edu