Restaurantes y sostenibilidad culinaria: un asunto cultural y estético. El caso del restaurante bogotano Mini-Mal*

Ana María Ulloa Garzón**

Universidad de los Andes (Colombia)

Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales • número 8 • enero-abril 2024 • pp. 11-25

https://doi.org/10.53010/KCTE1321

Recibido: 27 de septiembre de 2023 | Aceptado: 14 de marzo de 2024

Resumen. Este es un artículo de reflexión sobre el papel de los restaurantes en la promoción de sostenibilidad ambiental y cultural. El estudio de caso presentado se centra en la historia de Mini-Mal, un restaurante bogotano precursor de la llamada nueva cocina colombiana, un movimiento impulsado por chefs que buscan utilizar en su cocina una amplia y diversa gama de ingredientes y técnicas locales combinando tradición e innovación. El artículo, basado en entrevistas a Eduardo Martínez, socio fundador y chef ejecutivo del restaurante, revisión de prensa y documentos, habla sobre el concepto de sostenibilidad culinaria que Mini-Mál ha suscrito y ayudado a construir, haciendo un énfasis en la importancia de su propuesta cultural y estética.

Palabras clave: gusto, patrimonio alimentario, procesos de valoración, restaurantes, sostenibilidad culinaria

Restaurants and Culinary Sustainability: A Cultural and Aesthetic Issue. The Case of Restaurant Mini-Mal in Bogotá

Abstract. This article reflects on the role of restaurants in promoting environmental and cultural sustainability. The case study presented here focuses on the history of Mini-Mal, a Bogotá restaurant that is a precursor of the so-called new Colombian cuisine, a movement driven by chefs who seek to use a wide and diverse range of local ingredients and techniques in their cuisine, combining tradition and innovation. The article, based on interviews with Eduardo Martínez, founding partner and executive chef of the restaurant, and a review of press and documents, discusses the concept of culinary sustainability that Mini-Mal has subscribed to and helped build, emphasizing the importance of its cultural and aesthetic proposal.

Keywords: culinary sustainability, food heritage, restaurants, taste, valuation processes

Restaurantes e sustentabilidade culinária: uma questão cultural e estética. O caso do restaurante bogotano Mini-Mal

Resumo. Este é um artigo que reflete sobre o papel dos restaurantes na promoção da sustentabilidade ambiental e cultural. O estudo de caso apresentado enfoca a história do Mini-Mal, um restaurante de Bogotá que é um precursor da chamada “nova cozinha colombiana”, um movimento impulsionado por chefs que buscam usar uma ampla e diversificada gama de ingredientes e técnicas locais em sua culinária, combinando tradição e inovação. Neste artigo, elaborado a partir de entrevistas com Eduardo Martínez, sócio-fundador e chef executivo do restaurante, e de uma análise da imprensa e de documentos, discorre-se sobre o conceito de sustentabilidade culinária a que o Mini-Mal aderiu e que ajudou a construir, enfatizando a importância de sua proposta cultural e estética.

Palavras-chave: sabor, patrimônio alimentar, processos de avaliação, restaurantes, sustentabilidade culinária


En marzo de 2020, justo cuando nos estábamos enfrentando al inicio de la pandemia en Latinoamérica, recibí una invitación a participar en un proyecto editorial sobre los esfuerzos de chefs, restaurantes y otros actores del sector culinario para la promoción de la sostenibilidad. La invitación provenía de Carole Counihan y Susanne Højlund, dos antropólogas establecidas en Estados Unidos y Dinamarca, respectivamente, quienes han trabajado el tema de la cultura alimentaria por décadas y cuyos proyectos etnográficos recientes se han orientado hacia el estudio del mundo culinario profesional. En el momento en que el mundo atravesaba una de sus peores crisis sanitarias y la industria de la restauración recibía uno de sus más fuertes coletazos económicos, Couninhan y Højlund se preguntaban por el rol que están desempeñando los restaurantes, es decir, pequeños o medianos negocios, en asuntos de sostenibilidad ambiental, social y económica.

Si bien la idea de una gastronomía sostenible no es nueva, a nivel no solo global e institucional, sino también local y práctico, el ambiente era más que propicio1. Para esta época, Dinamarca ya se promocionaba como el país nórdico líder en sostenibilidad culinaria2. Restaurantes de diversos estilos, desde cafeterías escolares hasta establecimientos de alta cocina, estaban implementando diferentes estrategias para promover acciones en contra del despilfarro, la degradación medioambiental y la desigualdad en el sistema alimentario. Para el país nórdico, esto significa contar con restaurantes urbanos que cultivan parte de sus productos, que se abastecen localmente, que buscan reducir el desperdicio y su uso de plástico a un mínimo, entre otras cosas. Por otra parte, en Estados Unidos, los llamamientos a la sostenibilidad en la industria de la restauración empezaban a multiplicarse desde lugares heterogéneos. Hoy se habla de sostenibilidad culinaria desde programas de alimentación escolar liderados por chefs en Connecticut, o desde iniciativas del tipo huerta a la mesa en Vermont, o desde las conexiones de chefs con la industria pesquera en Luisiana hasta el trabajo de chefs de investigación e innovación vinculados a la industria alimentaria en gran escala (Counihan y Højlund, en preparación).

Pero, en general, no es inusual encontrar chefs contemporáneos en diferentes países del mundo que promuevan su compromiso ambiental como parte integral de la imagen de sus restaurantes. En particular, las últimas dos décadas han sido testigo de numerosas iniciativas de restaurantes o chefs quienes identifican un campo de acción desde sus cocinas para enfrentar problemas medioambientales y sociales relacionados con el origen, la distribución y el consumo de alimentos, en medio de una revalorización de lo local y un reconocimiento general de la importancia de la diversidad biológica y cultural como un factor de desarrollo y bienestar. Según una revisión de la literatura en inglés sobre sostenibilidad en el mundo de la restauración y el turismo entre 1991 y 2015, muchas de las consideraciones provenientes del sector se concentran en asuntos exclusivamente ambientales y económicos (como la compra de productos locales, orgánicos o agroecológicos, el control de residuos y desperdicios o el uso más eficiente del agua), y los asuntos sociales y culturales son relegados a un segundo plano (Higgins-Desbiolles et al., 2019).

Detrás de este proyecto editorial estaba el convencimiento de que la sostenibilidad no es lo mismo para todo el mundo y de que es importante definirla según contextos sociales e históricos particulares. Por esto, fuimos convocados investigadores de varios países que conociéramos de experiencias de restaurantes, chefs o movimientos que promovieran principios de sostenibilidad desde sus prácticas. Se nos preguntaba: ¿cómo están impulsando la sostenibilidad los chefs y otros profesionales relacionados en restaurantes, tiendas o cocinas institucionales?, ¿cómo interpretan el término?, ¿qué tácticas emplean?, ¿cuáles nuevas formas de sostenibilidad han emergido? (Counihan y Højlund, en preparación).

A pesar de que muchas personas concuerden con la relevancia de prácticas sostenibles en las cocinas, hay desacuerdos sobre qué es lo más importante que debe cuidarse y sostenerse. En los países del norte, el concepto de sostenibilidad culinaria presupone un modo responsable de seleccionar los ingredientes (en estación, de fuentes locales), preparar y consumir los platos (apoyando dietas vegetarianas o centradas en las plantas), así como formas de minimizar el desperdicio de alimentos (utilizando todas las partes comestibles de los alimentos o reutilizando ingredientes, por ejemplo), sin comprometer el sabor ni las propiedades culinarias de los platos. En países latinoamericanos el concepto se presenta con mayor fuerza atado a otras preocupaciones ligadas a la reivindicación de patrimonios culinarios locales, el redescubrimiento de alimentos marginales o desestimados, y la defensa de una diversidad cultural y biológica que promueva el bienestar de la agricultura familiar campesina, afro o indígena. Esto ha estado enmarcado en el contexto de unas políticas públicas que enlazan la agrodiversidad con la promoción de saberes locales culinarios, el desarrollo rural y el patrimonio cultural articulado con el turismo, y el reconocimiento de la cocina local como motor de transformación y construcción de cultura (Ibercocinas, 2021). Incluso, algunos cocineros de la región también consideran que deben ejercer un rol político en la lucha por la seguridad, la soberanía y la justicia alimentaria (Holt-Giménez y Wang, 2011).

Pensé entonces en contribuir a este proyecto editorial con un estudio de caso de un restaurante colombiano que ha articulado un modelo de sostenibilidad culinaria con miras tanto a las comunidades con quienes trabajan como al comensal que reciben en su casa. Se trata de Mini-Mal, pionero en la llamada nueva cocina colombiana, bien conocido dentro de círculos gastronómicos y académicos, que por esa época celebraba sus veinte años de operación. Para mí, en medio de estas primeras conversaciones sobre sostenibilidad culinaria, resultó fundamental volver sobre la experiencia de este restaurante porque veía en su práctica y su discurso una consideración profunda de dimensiones culturales y sociales, atravesadas además por lo estético, que no se articulaban de la misma forma en otras iniciativas más orientadas hacia lo ambiental. Con esto, en lo que sigue, presentaré un recuento de la versión de sostenibilidad culinaria que Mini-Mal presenta, y cómo a través de su experiencia podemos seguir pensando el papel de los restaurantes como espacios educativos del gusto, en asuntos de sostenibilidad ambiental, social y económica. ¿Cuál será el alcance de los gestos culturales que ocurren en Mini-Mal para la conservación de la biodiversidad?

El caso de Mini-Mal: un restaurante urbano con raíces rurales

Mini-Mal es un referente en Bogotá en cuanto a procesos de reivindicación de la comida colombiana se refiere. El restaurante ha consolidado su proyecto en torno a un eje tripartita que engloba actividades que buscan favorecer la biodiversidad, la diversidad cultural y la creatividad. Mini-Mal empezó a funcionar en diciembre de 2001, primero como un evento pop-up interesado en reunir formas estéticas populares de música, arte callejero, objetos cotidianos y comida en un solo lugar. Y luego se consolidó como restaurante y una tienda de diseño que acogió los trabajos de cocineras, artistas y músicos locales. Su nombre se concibió para significar varias cosas relacionadas: el proceso de infundir valor renovado a ciertos ingredientes considerados sin valor, la creación hecha con poco, la sostenibilidad derivada del máximo aprovechamiento de los recursos, y la estética de lo humilde y sencillo (Martínez et al., 2021).

Todos estos significados están en el centro de las actividades diarias del restaurante, e influyen en cosas como a quién compran ingredientes y productos, a quién contratan como personal, qué tipo de eventos organizan y en qué participan, así como los platos y productos que crean y venden. Sin embargo, su concepción de sostenibilidad culinaria no solo contempla la compra a productores locales, la oferta de ingredientes de temporada y el aseguramiento de un desperdicio mínimo. Su enfoque es primordialmente cultural. En su práctica, la sostenibilidad culinaria también se manifiesta como un proceso de educación cultural que reconoce la riqueza, la elegancia y el refinamiento de ingredientes, técnicas y preparaciones culinarias regionales. Así planteada, la sensibilización cultural forma parte de un proceso de valoración de la diversidad natural y cultural del país que se desarrolla en la medida en que los comensales llegan a apreciar diferentes estéticas culinarias. La importancia de esta forma de sostenibilidad culinaria será desarrollada más adelante.

Conocí a Mini-Mal primero como comensal y luego como antropóloga interesada en participar del trabajo que realiza el Colegio de Estudios Socioculturales de la Alimentación (Cesac) en Colombia. Fue en el transcurso de diferentes reuniones del Cesac que empecé a vislumbrar el trabajo variado y sostenido sobre cocina colombiana de Mini-Mal. Ahí conocí a Eduardo Martínez, uno de los socios fundadores del restaurante, quien lidera gran parte de sus procesos creativos e investigativos, con quien empecé a conversar sobre el concepto de sostenibilidad culinaria. Desde el inicio de nuestra conversación, era evidente que la preocupación por la sostenibilidad no empezó en Mini-Mal como restaurante, sino que proviene de una trayectoria de investigación y trabajo previo sobre procesos agroecológicos y de desarrollo rural.

Eduardo es un cocinero autodidacta muy atento a los diversos paisajes, productos y personas que están detrás de la cocina colombiana. Es un ingeniero agrónomo que se convirtió en cocinero. Sus proyectos relacionados con actividades agrícolas de diversas comunidades y sus largos viajes a distintas zonas rurales del país resultaron fundamentales para que un concepto como el de sostenibilidad culinaria se haya afincado en Mini-Mal desde la raíz. En particular, su prolongada estancia en la región del Pacífico, junto al río Anchicayá, a finales de la década de 1990, fue una experiencia transformadora para aprender de las comunidades negras y afrocolombianas sobre prácticas sostenibles en un ecosistema de bosque tropical húmedo y bajo un sistema económico de escasos recursos. Esta región, a pesar de ser identificada actualmente a nivel internacional y nacional como un “punto crítico de biodiversidad” 3, sigue siendo retratada como “una selva pobre, olvidada, caliente y húmeda, surcada por innumerables ríos y habitada por grupos negros e indígenas” (Escobar, 2008, p. 4).

En nuestra conversación sobre su experiencia en esta región, Eduardo describió sus primeros intereses de la siguiente manera:

Creo que tengo una inquietud persistente y es crear métodos para el tipo de situaciones que tenemos en Colombia, un país del trópico. Me apasionaba ver cómo estas personas han desarrollado agricultura en esta selva tropical, con suelos pobres, y han tenido éxito. Siempre tuve esta inquietud sobre lo que es vivir en este país biodiverso, lo que significa hacer agricultura en los trópicos. (Entrevista a Eduardo Martínez, 2022)

La curiosidad de Eduardo tuvo la fortuna de verse impulsada por una serie de acontecimientos que tuvieron lugar en la década de 1990. Por un lado, había novedades en su disciplina. La Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional, donde él estudiaba, estaba empezando a abrir una nueva concentración sobre sostenibilidad rural después de una larga historia institucional a favor del modernismo agrario, y la introducción y proliferación de la revolución verde en la segunda mitad del siglo XX. Haciendo eco de algunos de los principios de la agroecología tal como llegó a Colombia a finales de la década de 1970, esta concentración ve en las prácticas campesinas tradicionales una alternativa al monocultivo mecanizado y las formas agroindustriales de producción apoyadas por el desarrollo de agroquímicos y tecnología. Dadas sus conexiones con la agronomía, la ecología, el desarrollo rural, la sociología, la antropología y el movimiento ecologista, la agroecología se convierte en muchas cosas a la vez: una ciencia, un movimiento social y una práctica agrícola (León-Sicard et al., 2015, p. 40). Esta plasticidad de la agroecología les serviría más tarde a Eduardo y a sus socios del restaurante en su propia conceptualización de la sostenibilidad culinaria como muchas cosas en una. Del mismo modo, la agroecología luego aparecerá como un paradigma amplio que “incorpora una visión de sostenibilidad territorial, de soberanía y autonomía alimentaria y de respeto a las diversidades de los pueblos, las regiones y los territorios”, y soporta diversas políticas públicas de cadena de valor agroalimentario en varios países latinoamericanos (Ibercocinas, 2021, p. 17).

Por otro lado, vivir en la región del Pacífico en la segunda mitad de la década de 1990, como lo hizo Eduardo, fue una oportunidad para exponerse a un entorno social efervescente en el que grupos étnicos, activistas y otros estaban trabajando por una nueva comprensión política del territorio en relación con el desarrollo rural, las prácticas productivas tradicionales y los usos culturales de los recursos naturales (Escobar, 1998). La Constitución Política de Colombia de 1991 (una carta progresista, que reconoce una variedad de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, y establece mecanismos judiciales para garantizarlos, al tiempo que da el marco para la formulación de políticas sobre lo ambiental y lo cultural como parte obligatoria de los planes de desarrollo local), la Cumbre de Río en 1992 4 (donde se lanzó el concepto de desarrollo sostenible), la Ley 99 de 1993 (ley del medioambiente), la Ley 70 de 1993 (ley de comunidades negras, que les otorgaba derechos culturales y territoriales) y el Convenio sobre la Diversidad Biológica dieron un importante apoyo institucional al trabajo de Eduardo sobre el desarrollo rural (León-Sicard et al., 2015).

Sin embargo, lo más interesante fue que, a lo largo de su estancia, Eduardo fue encontrando en las cocinas de las mujeres negras, y no solo en el manejo de los cultivos, un espacio inexplorado desde la agronomía en donde había una apropiación cultural efectiva de los ecosistemas biodiversos. Con estas ideas, y luego de trabajar en diferentes instituciones interesadas en desarrollo rural y medioambiente, Eduardo y otros compañeros, entre ellos su socio fundador en Mini-Mal, el artista Manuel Romero, crearon la fundación Equilibrio. Fue precisamente este trabajo con comunidades rurales en diferentes rincones del país, en busca de alternativas de desarrollo sostenible y ordenamiento territorial, el precursor de Mini-Mal como un restaurante urbano con fuertes raíces rurales. En una entrevista concedida a los medios de comunicación locales en Bogotá, cuando el restaurante ya era conocido y se hablaba de él, Eduardo hizo la siguiente observación: “No llegué a la cocina por haberme desilusionado de la agronomía, sino por la necesidad de profundizar en el entendimiento del mundo rural” (Hernández, 2013, p. 69).

Construyendo procesos de valoración

Con la experiencia de haber trabajado en distintos tipos de proyectos de desarrollo rural, Eduardo Martínez y Manuel Romero crearon el restaurante y reconocieron desde el principio que convertir la cocina en una práctica transformadora requeriría varios años de trabajo. Fue así como empezaron un compromiso por fortalecer la economía familiar, el conocimiento local, la agricultura diversa, la pesca justa y responsable, y la diversidad regional. Lo hicieron utilizando y mostrando a un público urbano diferentes sabores, ingredientes y preparaciones de distintas regiones del país. Al inicio usaron ingredientes como la trucha ahumada, el queso Paipa (un queso semicurado que obtuvo denominación de origen en 2011) o el lulo chocoano. Por ejemplo, su primer postre, llamado estrella polar, incluía un envuelto de maíz elaborado por una mujer de Choachí, un pueblo cercano a Bogotá. Su apuesta fue presentarlo como postre (algo inesperado) junto a una salsa de lulo chocoano (fruta cultivada en suelos húmedos por comunidades indígenas y afrocolombianas) y helado de vainilla. Su gesto, como les gusta llamarlo, fue sencillo pero significativo.

A partir de entonces empezaron a aparecer otros platos bajo la idea de maridajes culturales con ingredientes de diferentes regiones (Martínez et al., 2021, p. 29). Así, un plato fuerte del restaurante puede ser un morrillo de res braseado y terminado en una salsa de tucupí amazónico, con hormigas limoneras, yuca frita, casabe y una ensalada fresca. Su creatividad culinaria, de tal manera, depende de una serie de relaciones que empiezan a establecer con diferentes cocineras y productores. Y, como tal, su concepto de sostenibilidad culinaria incluye fortalecer las condiciones socioeconómicas, medioambientales y culturales que sustentan el oficio de las cocineras y los productores. Ser sostenible es cuidar las condiciones socioambientales y políticas que sustentan la vida cultural que une a las personas y los productos. Es dar valor al producto por sus atributos sensoriales y al productor por sus habilidades.

Es por esto que en el centro de las actividades del restaurante está la valoración de los alimentos locales, de las tradiciones culinarias regionales, y de la dieta de los campesinos y de la clase trabajadora que han sido vistos como poco nutritivos, simples, rudimentarios y sin refinamiento estético (Camacho, 2017, p. 171). Así, el restaurante se une e impulsa iniciativas gastronómicas que empiezan a gestarse en Colombia desde finales del siglo XX y principios del siglo XXI en torno a la valorización de las cocinas tradicionales y que luego, en parte, desembocan en lo que ha sido llamado por unos, y criticado por otros, como la nueva cocina colombiana, esto es, las nuevas interpretaciones culinarias de lo popular o tradicional a manos de los chefs dueños o dueñas de restaurantes urbanos5. Estos procesos de valoración también quedarían consignados en diversos manifiestos creados por el gremio gastronómico, y en especial por la “Política para el conocimiento, la salvaguardia y el fomento de la alimentación y las cocinas tradicionales de Colombia” que adoptó el Ministerio de Cultura en el 2012. Sin embargo, como otros han señalado, a pesar de que la política sea comprensiva y haya tenido un impacto institucional importante, ha sido poca su injerencia en la sociedad civil (Ibercocinas, 2021).

La apuesta de Mini-Mal, que hace eco de estos movimientos, es ante todo una búsqueda cultural y estética cuyo propósito es otorgar a productos desconocidos —para un público urbano—, olvidados o desdeñados nuevos significados y expectativas. Por ejemplo, han trabajado con el tomate de árbol, una fruta cultivada en Colombia y otros países andinos. En Colombia, a pesar de su omnipresencia en los mercados locales, es una fruta parcialmente menospreciada, sobre todo entre los jóvenes. Su regusto amargo la convierte en un blanco fácil para los detractores. No se puede comer cruda y es necesario cocinarla para que adquiera un sabor agradable. Conocedora de su mala fama, Ángela Martínez, hermana de Eduardo, decidió crear un postre que llevara los tomates de árbol cocinados enteros, los cuales despliegan un color rojo intenso y brillante. Lo acompañó de queso fresco y lo bautizó con el nombre de amor al rojo.

Este proceso de valoración no ocurre únicamente en la mesa del comedor. Como han argumentado Helgesson y Muniesa, el valor es el “resultado de un proceso social y el resultado de una amplia gama de actividades (desde la producción y la combinación hasta la circulación y la valoración) que tienen como objetivo hacer que las cosas sean valiosas” (2013, p. 6). El equipo de Mini-Mal reconoció que su relación con los productores rurales no solo podía sostenerse en términos de oferta y demanda. La mera compra de sus productos no tendría un impacto importante en sus vidas. El potencial reside, en cambio, según ellos, en el gesto de agradecimiento hacia un producto elaborado con calidad y en cómo las relaciones con los proveedores se fortalecen con el tiempo. En la medida en la que se valora, se genera confianza.

El restaurante se ha convertido así en precursor y ha contribuido a abrir el mercado de Bogotá a productos como el tucupí, el copoazú y el pirarucú (el segundo pez de río más grande), procedentes de comunidades rurales de la Amazonia; o la albacora (atún de aleta amarilla), la piangua y el lulo chocoano del Pacífico; o el casabe y el corozo del Caribe. Estos productos adquieren valor al participar en cadenas de producción, comercialización, elaboración y consumo que involucran a múltiples actores, no solo al cocinero, en una red de relaciones sociales.

“Al principio hacíamos gestos superelementales”, me dijo Eduardo, y esto significaba cosas diferentes para cada persona. “Para la señora a la que le comprábamos los envueltos en Choachí, era valioso que estos fueran valorados por gente de fuera de Choachí, y que además se sirvieran como postre; para las señoras que nos vendían el atún ahumado de Bahía Solano, saber que vendíamos su producto y que era apreciado en la ciudad”. Estas valoraciones y nuevos significados pronto empezaron a ser reconocidos por el consumidor urbano, al notar, dice Eduardo, “que se podía comer bien en la ciudad sin necesidad de cocina internacional. Además, que un envuelto bien hecho era algo que podía maravillar” (entrevista a Eduardo Martínez, 2022).

Estos son algunos de los elementos que diferencian a Mini-Mal de un restaurante que busca ser sostenible ofreciendo comida sana, orgánica o agroecológica, y solo a posteriori piensa en los productores. Al respecto, Eduardo señala:

Por eso a veces critico el boom de lo local, porque si es solo por el producto, pero no hay interés por lo que pasa en el territorio, en realidad podría ser cualquier producto. Si no te interesa lo que ocurre localmente, no estás marcando la diferencia. El escenario en América Latina es diferente porque los retos culturales y sociales son distintos. (Entrevista a Eduardo Martínez, 2022)

Estar en el Pacífico y en diferentes territorios rurales afectados por el conflicto armado colombiano, antes de su trabajo como chef, le llevó a entender que un restaurante que apuesta por la sostenibilidad tiene que basarse en gestos de agradecimiento orientados a un reconocimiento cultural de la dignidad de las personas y la calidad de los productos.

El gusto y la sostenibilidad culinaria

En el restaurante, la sostenibilidad culinaria es algo que debe pasar por el gusto. La sensibilidad estética de Manuel Romero (socio fundador) y Antonuela Ariza (jefa de cocina), ambos artistas, ha sido fundamental en el proyecto de Mini-Mal. En un breve texto que describe su visión del restaurante, Manuel escribe:

En Mini-Mal utilizamos la comida como lenguaje para comunicar historias, ideas y sentimientos que nos invitan a reconocer y valorar la presencia de la diversidad en nuestra realidad geográfica y cultural, y a partir de ahí, a reflexionar sobre la forma en que nos vemos como nación. Este proceso tiene como punto de partida y argumento principal la experiencia del sabor. (Martínez et al., 2021, p. 226)

Centrar su proyecto de valoración en la experiencia del sabor es utilizar formas estéticas que posibiliten otras maneras de sentir y reconocer el país. Para mí, más que un proceso de estetización que busca satisfacer un gusto cosmopolita, es un llamado a la creación de nuevos gustos. Y esto no es un detalle menor para un país tan diverso como Colombia, que ha descuidado su campo. Una comida en Mini-Mal puede incluir piangua, casabe y chicha. Son sabores comunes en las comunidades donde han arraigado, pero desconocidos para el gran público. Como tales, cumplen múltiples funciones a la vez: dan placer, encarnan la diversidad al tiempo que establecen un vínculo sensorial con otro y, por último, ponen sobre la mesa una red de relaciones.

Entender la experiencia del sabor como un proceso activo (algo que puede ampliar nuestra percepción y nuestro mundo), como hacen los miembros de Mini-Mal, sitúa al restaurante como un entorno para explorar nuevos horizontes y para aprender a ser afectados por otros. El restaurante como institución educativa abre posibilidades para percibir de manera distinta lo comestible y lo bebible (Innerarity, 2009; Ulloa et al., 2017). Y, en el caso de Mini-Mal, esto pasa por un proceso de concientización cultural de aquello que es simultáneamente extraño y familiar. La concientización cultural, más que ser un proceso de conversión doctrinaria, debe responder a una disposición a ampliar la experiencia del gusto. Y esto requiere no partir desde una conciencia moral, sino desde una apreciación cultural que nos reta. Es difícil aceptar otras estéticas y sensibilidades culinarias, y, más aún, ingerirlas. Muchas veces la ingesta de lo diferente (aquellos sabores con los que aún no hayamos entablado vínculos afectivos) pueden conducir a frustraciones. Pero es a través de las frustraciones (que son intrínsecas a la experiencia) que podemos aprender a ser afectados por la diferencia, y entramos entonces en nuevas formas de conciencia sensorial no discursiva.

El valor de un restaurante es el resultado de una compleja interacción entre múltiples agentes, territorios y contextos; de una red participativa que vincula experiencias y comunidades que de otro modo estarían fragmentadas. A primera vista puede parecer extraño buscar en un restaurante las claves de nuevas formas de solidaridad, conciencia cultural y acción política; pero eso es exactamente lo que está ocurriendo en lugares como Mini-Mal, donde la convergencia de sostenibilidad, sensibilidad estética, prácticas económicas justas, y un espíritu general de experimentación y expansión están alimentando y fomentando lógicas de desmarginalización y democratización.

La relación entre sensibilización estética y cultural y sostenibilidad culinaria se pone de manifiesto una vez se reconocen como caras de una misma moneda. Ambas son dimensiones de un único esfuerzo: el intento de ampliar nuestra experiencia gustativa más allá de lo inmediato para revelar conexiones que de otro modo quedarían ocultas y a menudo relegadas del mundo de la buena mesa. El sabor de un maíz morado, por ejemplo, es inseparable de una historia sobre su producción por familias de San Andrés de Sotavento en el Caribe colombiano. Así, degustar este alimento básico en uno de los platos de Mini-Mal es involucrarse en un proceso de aprendizaje en dos niveles: por un lado, ampliando la memoria gustativa y, por otro, adquiriendo familiaridad con los procesos sostenibles que, en última instancia, son responsables de llevar los ingredientes a la mesa. Una vez más, aprender mientras comemos parecería un concepto ajeno a nuestras expectativas habituales cuando vamos a un restaurante, pero introducirnos en nuevos sabores y preparaciones puede ser una manera de convertirse en partícipe de una red de prácticas que se constituyen como formas de hacer sostenibilidad.

La experiencia de este restaurante colombiano resalta entonces que la puesta en acción de un concepto como el de sostenibilidad culinaria no puede separarse de las condiciones del lugar en las que opera cada establecimiento. Como empezamos a ver con el proyecto editorial (Counihan y Højlund, en preparación) y las diversas experiencias que allí se registraron, era claro que este concepto se pone en práctica de manera diferente teniendo en cuenta la trayectoria de los cocineros y cocineras, y su labor en restaurantes, cafeterías escolares, industrias alimentarias u otros establecimientos. En particular, el caso de Mini-Mal ilustra quees posible “imaginar que actores del campo gastronómico aporten al conocimiento y la conservación de la biodiversidad” (Ramos Roca y Bak-Geller Corona, 2023), que se viene haciendo desde hace varios años y que las acciones de un restaurante en este frente no se restringen a lo medioambiental, sino que deben ser ante todo un asunto cultural.

Referencias

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Ulloa, A. M., Roca, J. y Vilaseca, H. (2017). From sensory capacities to sensible skills: Experimenting with El Celler de Can Roca. Gastronomica: The Journal of Critical Food Studies, 17(2), 26-38. https://doi.org/10.1525/gfc.2017.17.2.26

Notas

* Para el estudio de caso que se reporta en este artículo se entrevistó a Eduardo Martínez, socio fundador y chef ejecutivo de Mini-Mal, quien dio su consentimiento para participar en la conversación.

** Ph.D. en Antropología por The New School for Social Research (Estados Unidos). Profesora asistente del Departamento de Antropología, Universidad de los Andes (Colombia). Su trabajo se centra en la antropología de la alimentación y los estudios sociales de las ciencias y las tecnologías. Últimas publicaciones: “The Psychophysics of Taste and Smell: From Experimental Science to Commercial Tool”, capítulo del libro Capitalism and the Senses, publicado en 2023 por University of Pennsylvania Press y editado por R. Lee Blaszczyk y D. Suisman (https://doi.org/10.9783/9781512824216-007); y “Sensory and Multisited Ethnographic Methods for Consumer Research”, capítulo del libro Handbook Consumer Methods in Food Science, publicado en 2023 por Springer y editado por C. Gómez-Corona y H. Rodrigues (https://doi.org/10.1007/978-1-0716-3000-6_3). a.ulloag@uniandes.edu.co

1 Como ejemplo, por medio de la Resolución A/RES/71/246, la Asamblea General de las Naciones Unidas (2017) designó el 18 de junio el Día de la Gastronomía Sostenible, como medida para sensibilizar a la población sobre la función de la gastronomía para fomentar el cuidado de la diversidad natural y cultural de los territorios. Para la FAO, la gastronomía sostenible tiene que ver con el uso adecuado de los recursos naturales, se preocupa por el origen de los ingredientes (locales, de temporada, tradicionales) y su transformación en platos que van a la mesa (véase: https://www.fao.org/fao-stories/article/es/c/1198361/).

2 Véase https://www.visitdenmark.com/denmark/things-do/danish-food/sustainable-restaurants

3 Un punto crítico de biodiversidad se reconoce cuando se identifican al menos 1 500 especies de plantas endémicas y se reporta la pérdida de al menos el 70 % de su vegetación nativa primaria. Este concepto es utilizado por fondos como el Critical Ecosystem Partnership Fund, que promueven acciones de conservación y protección de la biodiversidad para encauzar sus proyectos. En la actualidad hay 36 puntos críticos de biodiversidad reconocidos a nivel mundial.

4 Véase https://www.un.org/es/conferences/environment/rio1992

5 Algunos trabajos de grado se han ocupado de rastrear el surgimiento de la nueva cocina colombiana a la par que los procesos de salvaguarda y revaloración de las cocinas tradicionales. En ellos se muestra cómo ambos están articulados con una serie de políticas públicas, y con otros proyectos culinarios locales, regionales e internacionales. En algunos de estos trabajos se formulan críticas a este reconocimiento del patrimonio culinario, en la medida en la que se inserta en un contexto de mercantilización de lo cultural y lo natural por medio del turismo y la satisfacción de comensales urbanos quienes, a través de sus gustos, refuerzan una diferenciación de clase o la de extranjeros interesados en “lo auténtico” (véanse Castillo Ríos, 2014; Montoya Rodríguez, 2019).