Los derechos de la naturaleza: diálogos entre el derecho y las artes
Diálogos entre arte y derecho

Un diálogo entre el arte y el derecho alrededor de cuatro obras

Lucas Ospina

Departamento de Arte, Universidad de los Andes (Colombia)

Manuel Iturralde

Facultad de Derecho, Universidad de los Andes (Colombia)


El derecho en Lifeline

Lucas Ospina

Este texto es una breve biografía literaria construida a partir de artículos y entrevistas hechas a Peter von Tiesenhausen a la luz de su obra Lifeline. La ficción se limita a la construcción de una crónica en la que confluyen y se editan declaraciones dispersas del artista en una sola pieza: un retrato fiel y en primera persona que da cuenta de sus actos y su pensamiento. Las fuentes consultadas se encuentran al final del texto.

Lifeline, por Peter von Tiesenhausen. Fotografía: cortesía del artista.

Mi nombre es Peter von Tiesenhausen. Los alemanes del Báltico se asentaron en Estonia durante las Cruzadas, 700 años después mis antepasados perdieron la propiedad de sus tierras y mi familia tuvo dos semanas para desalojarlas en los primeros días de la Segunda Guerra Mundial. El pacto de “no agresión” entre Hitler y Stalin asignó a Estonia a la esfera de influencia soviética y tuvimos que partir. Mi familia vino a Canadá, mi primera lengua fue el alemán. De joven canadiense yo vestía los lederhosen, esos pantalones cortos campesinos de tirantas y cuero curtido propios de mis ancestros europeos. La idea de ser un pueblo desplazado siempre estuvo en mi conciencia.

Yo tenía 6 años cuando mi familia se mudó al pequeño poblado de Demmitt, en la provincia de Alberta en Canadá. Al crecer vi cambios drásticos en el paisaje, vi cómo la industria petrolera y forestal lo devastó.

En 1982 volví al territorio de mi familia luego de hacer un pregrado en arte con énfasis en pintura en Calgary y cuando cumplí 20 años le compré a mi padre un pedazo de tierra que había querido desde niño. Años más tarde construí ahí mi estudio de artista con vista a la inmensidad de un apartado rural de 800 acres. Es un arraigo increíble el que siento por este sitio, tengo un sentido de protección del lugar.

En un principio yo era un pintor de paisajes que intentaba describir la tierra, pero empecé a hacer cosas en la tierra y esto me llevó a intentar tener una relación con el suelo natural sobre el que me encuentre. En la actualidad eso puede significar ir a una exposición diez días antes solo con mi hacha para hacer una obra in situ y crear a partir de los detritos encontrados en los alrededores.

Recuerdo que de niño conocí el monte como era antes de que lo desbrozaran. Mi padre era un agricultor que intentaba salir adelante en tierras marginales. Una condición para acceder al título de propiedad en esta zona agreste era el desarrollo agrícola del terreno asignado por el gobierno. Ese trabajo fue el que le proporcionó un medio de vida a nuestra familia y la tala de los árboles significó que pude recibir una educación. Me doy cuenta de esto ahora que tengo 63 años; mi padre tenía 67 años cuando murió, y ahora tengo una perspectiva de estas cosas.

Yo intento mantener abierto el terreno que mi padre despejó, pero en algunas de las zonas que fueron taladas ahora hay un bosque vivo sobre el que prefiero no actuar. He dejado de lado algunas de las batallas que libré durante años, pues veo que la naturaleza es bastante resistente y se deshará de nosotros si lo necesita.

Vivo en este terreno con mi familia y sospecho que el efecto de la devastación forestal y petrolera se ha extendido a ellos. Hubo una fuga en la planta de gas justo al final de la carretera que se filtró durante diez años. ¡Diez años! Y me quejé un mínimo de veces por semana. Durante ese tiempo mi hijo nació con un defecto cardíaco congénito, por lo que fue operado. Y ahora va en su cuarta operación, la primera fue a los 3 meses; la segunda, a los 3 años; la tercera, a los 15; y luego otra a los 21.

Cada vez que me quejaba intentaban averiguar qué era, y siempre decían: “Sí, hay SO2 y otras sustancias químicas en el aire, pero están bien dentro de las directrices de Alberta”. Entonces, vale, mi mujer tiene arcadas en el jardín, mi hijo nace con un defecto cardíaco congénito y mi otro hijo desarrolla asma. Creo saber de dónde viene este malestar, pero no puedo probarlo. Los estudios no se hacen porque no quieren descubrir que es un problema. ¿Algunas personas son más sensibles a la contaminación? Bueno, eso tal vez solo sea un costo más del negocio, dicen ellos, los de las industrias energéticas que le roban energía a mi familia.

En 1990, al instalar los postes para construir una valla en un terreno, sentí un leve cambio interno, tuve una intuición, “esto será algo que haré por el resto de mi vida”, pensé. La regla que me impuse es sencilla: cada año que esté vivo, usaré los mismos materiales y haré la misma acción: cortes de madera de dos por cuatro, uno por cuatro, clavos, un poste de valla tratado, algo de pintura blanca. Dos metros de valla cada año, una línea de cercado inútil, pues no cierra nada: está abierta al vacío.

La pieza se llama Lifeline. El costado izquierdo evoca el ideal territorial de un cercado blanco y doméstico, pero al caminarlo hacia la derecha la pintura se descascara, la cerca de madera se inclina y los árboles, los álamos, se abren paso, vencen con lenta persistencia la pretensión humana de dominio y sobresalen en el terreno. Está claro, esa valla no estará ahí dentro de cien años.

Lifeline, por Peter von Tiesenhausen. Fotografía: cortesía del artista.

Durante un tiempo mi trabajo fue el de talar miles de árboles con excavadoras, pasé catorce años trabajando como operador de maquinaria pesada para grandes empresas petrolíferas y de construcción en todo el mundo. Nunca me pareció bien ese abuso de la tierra. Me di cuenta de que no era sostenible. Ahora soy artista, cambié de destino, pasé de un trabajo bien remunerado a la mirada ociosa del arte, esto tuvo efecto en mis ingresos económicos, pero no hay manera de que vuelva a esa labor.

En 1996 vino a nuestro terreno un negociador de tierras, un tipo importante de la empresa Alliance Pipeline, y nos habló de tender una tubería para transportar gas altamente tóxico a través de la propiedad. Yo llevé al hombre de negocios a recorrer el lugar, le mostré Lifeline. “Esto no es solo un campo o un bosque”, le dije, “es una obra de arte. Estas cosas que he hecho no están aisladas del entorno”.

El primer oleoducto que permitimos era solo para un pozo, e intenté luchar contra él; pedimos condiciones, que dijeron que cumplirían. Y luego, cuando llegó el papeleo, resultó que nos habían engañado totalmente, y no cumplieron la mayoría de las cosas que habíamos pedido, pero éramos ingenuos y confiábamos en la gente. Una de las cosas estipuladas en el contrato era que nunca podrían volver a ese lugar; si había un problema con el oleoducto, lo cerrarían y eso sería todo. Y años más tarde nos dijeron que iban a volver a entrar. Y nosotros dijimos, no, tenemos el contrato, y miramos el contrato y, por supuesto, esa condición nunca estuvo ahí. Así que decidimos que ya era suficiente.

Años después vinieron los de ConocoPhilips, la mayor empresa privada mundial en exploración y producción de energía, y nos ofrecieron una gran cantidad de dinero para dejar pasar un oleoducto por su tierra. A esos embajadores del oleoducto les expliqué que alterar el suelo de cualquier manera, por ejemplo, cavando una zanja para colocar una tubería, constituiría una infracción de los derechos de autor.

Ellos respondieron en el lenguaje numérico que conocían, nombrando una cifra realmente grande, probablemente nos ofrecieron diez veces más de lo que ofrecían a los vecinos, y obviamente éramos artistas pobres, tratando de ganarnos la vida aquí y criando a un par de niños, y viviendo prácticamente bajo el umbral de la pobreza durante muchos años. Lo consulté con mi compañera Teresa y me dijo que hiciera lo que tuviera que hacer, lo que fuera. Y volví donde el negociador y le dije, sabes, me mantengo en mi sitio. No vas a pasar. Y lo primero que dijo el negociador fue: ni siquiera me gusta su arte, pero tengo que comprar algo, porque nunca he visto nada como esto antes.

Ver una tubería de esas sobre el terreno sería una cicatriz en el paisaje, la memoria de una herida vergonzante, entonces siempre sabría cuál fue mi punto de venta, miraría eso durante el resto de mi vida y sabría lo que valgo, cuáles son mis valores. Esta decisión fue una de las mayores bendiciones que he tenido en mi vida: sé a qué atenerme y en qué creo de verdad. He sido puesto a prueba.

ConocoPhilips nos recordó que el derecho de propiedad se limita a la superficie y que, según la legislación canadiense, la propiedad solo se extiende hasta 15 centímetros de profundidad. El gobierno provincial es el propietario de las riquezas que hay debajo. Al igual que en Estados Unidos, el Estado conserva los derechos para vender los recursos minerales. Por ley nos podrían obligar a permitir el ingreso de la empresa a la propiedad bajo una compensación económica acordada para indemnizar el daño.

En mi práctica como artista y en charlas públicas sobre mi trabajo comencé a intuir una estrategia para enfrentar las pretensiones de las empresas energéticas. Si hago un cuadro, tengo los derechos de autor de ese cuadro. No puedes cambiarlo, puedes comprarlo, pero no puedes usarlo para publicidad a menos que te venda los derechos de autor. Y no puedes cambiarlo sin mi consentimiento, ¿verdad? Eso era todo lo que tenía que hacer hasta donde yo sabía.

¿Cómo se puede ser dueño del cielo? Del mismo modo, reconocer los derechos de autor sobre la tierra es absurdo. Y, sin embargo, estoy dispuesto a negociar con tales absurdos: si la agroindustria puede registrar los derechos de autor de una semilla, yo, Peter von Tiesenhausen, puedo registrar los derechos de autor de un territorio trabajado como arte por un artista. Tal vez este batallar jurídico permita reconocer a una naturaleza con derechos y, a la vez, comprender el lugar y la escala que ocupamos en la construcción de esa geografía cultural.

Una de las piezas realmente importantes en mi tierra era esta valla blanca. La valla de piquetes está probablemente a 100 metros o menos de donde querían construir este oleoducto. Tengo la intención de ampliarla dos metros cada año durante el resto de mi vida, y lo he hecho durante todos estos años. Esto me hizo pensar, ¿dónde termina esta pieza? ¿Termina en la estructura real de la valla o en las cosas que crecen a su alrededor, que crecen a través de ella, que forman parte de la fotografía, de la documentación? En ese momento me di cuenta de que la valla, y las demás esculturas y piezas e incursiones y obras conceptuales, era en realidad parte integrante de ese terreno y de mi práctica.

Unos meses después, a pesar de que yo había declarado que el territorio estaba amparado como una obra de arte bajo la regulación de los derechos de autor, trabajadores de ConocoPhilips entraron sin permiso a la propiedad y dañaron dos pequeños árboles que soportaban intervenciones artísticas. Los acusé de infringir los derechos de autor. Y ellos dijeron, sí, claro, lo que sea. Y yo tenía un buen asesor que resultó ser un abogado de derechos de autor, cuyo nombre no mencionaré, pero me escribió unas diez páginas de jerga legal y realmente cambió el tono de los abogados de ConocoPhilips.

El reclamo se hizo ante la Junta de Servicios de Energía de Canadá. Ante esa autoridad los representantes de ConocoPhillips declararon que “el Sr. Von Tiesenhausen podría interponer una acción de derechos de autor en relación con su proyecto a pesar de la aprobación de la Junta para construir y explotar la instalación”.

En el acta quedó así mi posición como artista:

El Sr. Von Tiesenhausen también dijo que impactos como la quema y el escape de olores se entrometerían en sus tierras y socavarían la integridad y el mérito de sus obras de arte. Explicó, mediante una presentación de diapositivas sobre la evolución y la naturaleza de su obra, que era la pureza de la naturaleza la que daba forma a su arte, era esencial para su creación y efecto en el espectador. Mostró que muchas de sus piezas se instalaron en sus tierras, como la línea de vida, la torre de sauce de 45 pies de altura en el bosque, los barcos de hielo y la zanja en el estanque, las vainas colgantes en los árboles y el barco de sauce en el campo de heno.

El Sr. Von Tiesenhausen reclamó la protección de los derechos de autor de sus cinco cuartos de parcela basándose en que su obra artística era inseparable del terreno. Explicó que sus tierras proporcionaban la inspiración, los materiales y el entorno de su obra, y que, esencialmente, era la relación entre los objetos que construía y el entorno natural lo que constituía su obra original como expresión creativa. El Sr. Von Tiesenhausen sostuvo que los derechos de autor, y en particular los derechos morales asociados a los derechos de autor, inmunizaban sus tierras y las obras de arte instaladas en ellas del ruido, la luz, los olores, las emisiones, las llamaradas y otros impactos intrusivos creados por las instalaciones de petróleo y gas situadas en los terrenos vecinos.

Y aproveché para mencionar un precedente:

El Sr. Von Tiesenhausen relató que fue el ejercicio potencial de sus derechos morales lo que obligó al oleoducto Alliance Pipeline, con un gasto considerable, a desviar una sección de la línea fuera de sus tierras. Confirmó que nunca había tenido ocasión de hacer valer esos derechos ante los tribunales. Cuando se le pidió que comentara el efecto de la autopista 43, que estaba muy cerca de la mayoría de sus tierras, sobre su trabajo artístico, el Sr. Von Tiesenhausen respondió que era una cuestión más compleja debido a la diferencia entre la extracción de recursos para beneficio privado y el beneficio público derivado del uso de las carreteras públicas. El Sr. Von Tiesenhausen pidió a la Junta que denegara la solicitud porque el proyecto infringiría los derechos morales que forman parte de los derechos de autor de sus tierras.

El dictamen final de la junta fue el siguiente:

Con todo respeto, la Junta no está de acuerdo con la opinión del Sr. Von Tiesenhausen sobre la aplicabilidad de los principios de los derechos de autor a los deberes estatutarios de la Junta. La ley de derechos de autor, su naturaleza, alcance y su aplicación se rigen por la Ley de Derechos de Autor, que establece los derechos económicos y morales asociados a la obra intelectual y creativa original, los derechos económicos y morales asociados al trabajo intelectual y creativo original, así como los recursos disponibles de la infracción de estos derechos. Según las disposiciones de la parte IV de la Ley de Derechos de Autor, es que los tribunales, tanto federales como provinciales, tienen competencia para determinar las cuestiones relativas a los derechos de autor, incluida la existencia de derechos de autor, si se ha producido una infracción y, en caso afirmativo, la solución adecuada. La Junta está de acuerdo con el solicitante en este sentido.

El caso se resolvió por fuera de los tribunales, el acuerdo llevó a que ConocoPhillips reconociera la propiedad como una obra de arte viva. Los críticos de la negociación sostienen que no son necesariamente mis pretensiones como artista las que impiden que los intereses de las empresas energéticas interfieran en mi propiedad, sino la perspectiva de una larga y prolongada batalla judicial que, en este caso, le traería un perjuicio a la imagen pública de esa industria.

Sea lo uno o lo otro, el hecho es que con esta acrobacia jurídica aumentó la cantidad de compensación que potencialmente tenemos derecho a exigir a cualquier empresa que quiera acceder al terreno. Ahora, en lugar de unos US$ 200 al año por las pérdidas de las cosechas, tendrían que pagarnos unos US$ 600 000 o más en concepto de alteración de la propiedad artística.

En estos años hemos recibido nuevas propuestas y hemos sido amenazados con nuevas demandas, pero ninguna empresa de petróleo y gas se ha arriesgado a un juicio en el que el ganador se llevaría todo y, en caso de sernos favorable, sentaría un precedente que atraería la atención del público y haría reflexionar a otros propietarios.

No pretendí que esto fuera una pieza política, era solo una pieza, una idea cuyo seguimiento en algún momento se convirtió en algo poético, dices: “Un momento, ¡la valla los detuvo de verdad!”. Pero la valla en realidad no encierra nada. Es solo una línea recta. Y está marcando algo que en realidad no se puede marcar, que es el tiempo. Y un día desaparecerá, al igual que yo. La tierra cambiará, pero fue esta loca ironía la que entró en juego cuando estaba allí con esos negociadores del petróleo. Este proceso nos ha dado la confianza para decir que en esto el arte es una empresa tan legítima como la de la industria. Podemos empoderarnos. Podemos defendernos. Llevamos un negocio.

Estar estrechamente ligado a la tierra también conlleva una mayor conciencia de las amenazas medioambientales, y esas amenazas siguen acechando. La majestuosa arboleda de pinos, bajo la cual construí mi casa familiar, fue derribada por el azote del escarabajo del pino que está devastando los bosques de pinos en toda Alberta y la vecina Columbia Británica. ¿La razón de la infestación? Muchos más escarabajos sobreviven a inviernos más suaves a causa del calentamiento global.

La necesidad de utilizar la madera antes de que se pudra, el deseo de revitalizar la aldea de quince familias en la que vivo y la posibilidad de obtener fondos de estímulo canadienses me llevaron a hacer un paréntesis de cuatro años en la creación artística. Veo los árboles muertos por el escarabajo, el declive rural y el colapso económico en términos artísticos, como si fueran una paleta con pigmentos. El cuadro que esperaba crear sería el centro comunitario más sostenible que jamás se haya visto, y nada menos que en medio de una zona petrolífera, con gigantescos pozos de arena de alquitrán a pocos kilómetros de distancia y un foco de gas natural bajo sus pies.

En un principio rechazamos los fondos de estímulo, pero acabé convenciendo a los burócratas del gobierno con una persistente campaña de correos electrónicos en la que se mostraban fotos bucólicas de caballos cosechando los pinos muertos por el escarabajo. El Centro Comunitario Demmitt se inauguró en 2011 con un concierto que reunió a 300 personas, y que hizo huir a otras 200, en una sala con estructura de madera construida con embalajes de paja, un suelo de gimnasio reciclado y madera con el revelador tono azul propio de la infección del escarabajo del pino.

Para cada nuevo encuentro con las empresas energéticas uso la misma fuerza del lenguaje mercantil de las empresas que combato y les devuelvo un golpe de la misma magnitud. Les exijo 500 dólares por hora. Ellos pagan. Las reuniones son muy cortas y ya no lo hacen tan a menudo como antes. Me reúno con presidentes de compañías petroleras. Les muestro que soy un tipo que intenta sacar adelante algo que es honesto y válido. Es lo que entienden. La compañía petrolera quería cruzar con un oleoducto. Y yo dije: ¡No! Y me dijeron que no tenía ninguna opción porque nosotros somos los dueños de los 15 centímetros superiores y ellos son los dueños de todo lo que hay debajo, los derechos minerales, etcétera. Así es como funciona en Canadá. Y yo dije: “Puedes poner tu tubería siempre que no perturbes la superficie”. Por supuesto, es bastante imposible o muy caro. Pero no es un campo o solo un bosque, ¡es una obra de arte! Y se dieron cuenta de que tenía un caso. Así que durante los últimos años me han dejado en paz.

Lifeline, por Peter von Tiesenhausen. Fotografía: cortesía del artista.

Fuentes consultadas

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Alberta farmer’s art turns back pipeline plan, but not with copyright. (2014, 16 de noviembre). The Energy Mix. https://www.theenergymix.com/2014/11/16/alberta-farmers-art-turns-back-pipeline-plan-but-not-with-copyright/

Averett, N. (2016, 8 de diciembre). Copyrighting nature: using creativity to fight construction of natural gas pipelines. Millennium Alliance for Humanity and Biosphere, MAHB. https://mahb.stanford.edu/blog/copyrighting-nature/

Bassett, H. (2020, 28 de octubre). The semiotics of a picket fence. Alaska Highway News. https://www.alaskahighwaynews.ca/local-arts/the-semiotics-of-a-picket-fence-3509353

Fung, A. (2010, 22 de abril). An Alberta sculptor fights oil companies to exhibit art on his own land. THIS. https://this.org/2010/04/22/peter-von-tiesenhausen-fights-oil-companies/

Grande, J. K. (s. f.). Peter von Tiesenhausen: Ship of life. The CCCA Canadian Art Database. http://ccca.concordia.ca/c/writing/g/grande/grande014t.html

Jones, R. (2019). Delineations: An interview with Peter von Tiesenhausen. The Site Magazine, 40. https://www.thesitemagazine.com/read/delineations

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Lyon, T. (2019, 22 de abril). How an innovative artist blocked a pipeline challenge with copyright law. Life at the Intersection. https://lifeattheintersection.com/2019/04/22/how-an-innovative-artist-blocked-a-pipeline-challenge-with-copyright-law/

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Mahoney, J. (2003, 31 de enero). Artist fails to block well by claiming land copyright. The Globe and Mail. https://www.theglobeandmail.com/news/national/artist-fails-to-block-well-by-claiming-land-copyright/article22393135/

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Von Tiesenhausen, P. (2022). Peter von Tiesenhausen [sitio web del artista]. http://www.tiesenhausen.net/

White, J. (2014). Homestead Act. Public Art Review, (51), 60-65. https://forecastpublicart.org/homestead-act/


Comentario a “El derecho en Lifeline

Manuel Iturralde

Todo comenzó en 1990 con una intuición: construir una cerca que cada año se alargase dos metros en línea recta y que no encerrase nada. Lucas describe detalladamente cómo, por medio de esta acción artística, Von Tiesenhausen cuestionó el sentido común según el cual las cercas sirven para encerrar el territorio; para decir, “este pedazo de tierra es mío, con exclusión de todos los demás”. Bajo esta lógica, no parece tener sentido construir una cerca que se pierde en el horizonte. Siguiendo la narración de Lucas, la revelación artística que tuvo Von Tiesenhausen no tiene nada de ingenuo o absurdo; más bien, podemos entenderla como la rebeldía de cuestionar la forma en que el ser humano en Occidente, especialmente bajo el modelo liberal capitalista, se ha relacionado con la naturaleza: la tierra y sus frutos, los árboles, el agua, los animales son vistos como objetos que pueden ser cercados, dominados, poseídos, explotados. Esta visión da lugar a la concepción de la propiedad privada como un derecho natural del ser humano, como sostenía Locke. Lo que es mi propiedad, incluida la naturaleza, es solo mío, y, por lo tanto, puedo usarlo como me plazca, no puedo ser desposeído de ella y su aprovechamiento excluye a todos los demás.

Pero este derecho, tan arraigado en Occidente y sus ordenamientos jurídicos, es una trampa insostenible, pues no solo termina por legitimar y naturalizar la desigualdad entre los seres humanos (quienes poseen mucho, quienes no tienen nada), sino que también establece una relación entre la humanidad y la naturaleza que lleva a la depredación, la sobreexplotación de los recursos naturales, la destrucción de la casa en que vivimos, como lo atestigua el calentamiento global, fenómeno cada vez más innegable y que, de seguir como va, pone en riesgo la existencia misma de la humanidad e infinidad de especies animales y vegetales.

La acción artística de Von Tiesenhausen con su línea de vida es un acto de humildad y de rebeldía. De humildad, porque reconoce la futilidad de tratar de contener y dominar la naturaleza; el artista nos lo dice: los árboles y arbustos, que no dejan de crecer, poco a poco van interviniendo la cerca, transformándola, hasta convertirla en parte del bosque y del paisaje. Probablemente el artista que la construyó perecerá y será olvidado, así como su creación, pero el bosque y la naturaleza permanecerán, o al menos tienen más probabilidad de hacerlo y por mucho más tiempo; la naturaleza no puede ser domada por el ser humano. Y es un acto de rebeldía al revelarnos que la propiedad privada, y su concepción occidental como derecho fundamental, es un regalo envenenado, pues propicia una relación destructiva entre la humanidad y la naturaleza, así como conflictos e injusticias contra esta y el prójimo. La cerca infinita de Von Tiesenhausen evoca las palabras de Rousseau:

El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes!: “¡Guardaos de escuchar a este impostor!; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie” (Rousseau, 1754/1982, p. 248.).

O como dice, de forma más escueta y contundente, Gonzalo Arango: “Todo es mío en el sentido en que nada me pertenece”.

No obstante la humildad y rebeldía de Von Tiesenhausen, el artista, como todo ser humano, no deja de ser contradictorio. Su acción artística, a través de Lifeline y otras obras que hacen de la naturaleza parte integral de estas, termina por ceder, al menos en parte, al cuestionar el modelo de propiedad privada que forja esa relación explotadora de sujeto/objeto entre la humanidad y la naturaleza. Al enfrentar a los depredadores capitalistas que quieren destruir su territorio y la vida que contiene, Von Tiesenhausen los vence con sus propias armas (justicia poética): haciendo uso del concepto de propiedad privada sobre la naturaleza. “Esto es mío, por lo tanto, no me puedes despojar”.

Para eludir el argumento legal según el cual, si bien el terreno en el que Von Tiesenhausen y su familia han vivido por generaciones es de ellos, lo que hay debajo de él no lo es (pues el subsuelo pertenece al Estado, que puede darlo en explotación a intereses privados), el artista utiliza otro argumento legal vestido de capitalismo: puede que el subsuelo no me pertenezca, pero la obra artística que he creado encima de él sí. No solo soy dueño del terreno, sino de una idea y la manera de expresarla. Al transformar mi territorio y todo lo que contiene en obra de arte, adquiero derechos morales (traducibles en propiedad y dinero) sobre mi obra y todos los elementos que la componen: la tierra y sus frutos, los árboles, los animales, el aire. En este mundo capitalista, no soy solo artista, también soy propietario y empresario. Así, si los intereses capitalistas pretenden acceder a lo que subyace a mi obra, no pueden tocarla ni transformarla sin mi consentimiento, pues estarían violando mis derechos de autor.

A pesar de sus ofertas, amenazas y presiones, las empresas mineras y de petróleos han dejado en paz la obra y el territorio de Von Tiesenhausen. Los venció en su propio juego, pero pagando un precio: reproducir y naturalizar el mismo tipo de argumentos y lenguaje de la concepción occidental sobre la naturaleza: si me la apropio y la transformo es mía, con exclusión de todos los demás. Dos pasos adelante, uno atrás. Es una victoria importante, pero efímera. El siguiente paso consiste en seguir construyendo la cerca de Von Tiesenhausen, en línea recta e infinita, sin que encierre nada. Consiste en cuestionar y transformar la concepción que tenemos de la naturaleza y, de esta forma, nuestra relación con ella. Dicho paso puede darse al reconocer a la naturaleza como un sujeto de derechos, no como un objeto, tal y como lo vienen haciendo comunidades indígenas desde hace siglos. Puede que esta apropiación occidental de saberes milenarios sea otra argucia jurídica, pero es una mejor y más bella, pues puede darnos la oportunidad de replantear nuestra relación con la naturaleza y hacerla más sostenible, en beneficio mutuo. Como nos grita la cerca sin fin: ella, obra humana, y todos nosotros despareceremos, la naturaleza no. Debemos rendirnos ante esta evidencia y cambiar nuestra concepción del mundo y nuestro lugar en él. Si abrazan esta visión y la expresan en sus obras, los artistas aún tienen mucho que decir.

Referencias

Rousseau, J. J. (1754/1982). “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”. En Del contrato social. Discursos. Alianza Editorial.


Henri Rousseau. Tigre en una tormenta tropical (¡Sorprendido!) (1891)

Manuel Iturralde

Tigre en una tormenta tropical (¡Sorprendido!), 1891. Henri Rousseau (Francia, 1844-1910). Óleo sobre lienzo, 130 x 162 cm. Londres, Galería Nacional.

Un tigre agazapado, los músculos tensos, colmillos dispuestos y afilados, ojos desorbitados, merodea la selva tropical, dispuesto a saltar sobre su presa (¿un explorador?, ¿algún otro animal?), que está por fuera del cuadro de la imagen, dejándola a la imaginación del espectador. Llueve torrencialmente, el cielo está teñido de un gris profundo que contrasta con el verde intenso y variado del follaje; la lluvia plateada atraviesa diagonalmente la imagen; el viento sopla con furia, agitando la frondosa y abundante vegetación en la que se camufla el depredador. El resplandor de un rayo ilumina al tigre, reforzando su aura mística. ¿Acaso los músculos tensos, la mirada atenta, los colmillos expuestos de la fiera, más que producir terror, denotan su temor frente a la tormenta y los elementos incontenibles de la naturaleza?

Tigre en una tormenta tropical (¡Sorprendido!) es una pintura del pintor francés Henri Rousseau, terminada en 1891. Su apariencia aparentemente ingenua, de colores planos e intensos, sin perspectiva, con figuras básicas, como si hubiese sido pintada por un niño, despertó las burlas de varios de sus contemporáneos, quienes no lo consideraban arte, sino el intento desafortunado de un amateur. Pero justamente en esta mirada, limpia e inocente, se esconde la magia del cuadro, que despertó la admiración de artistas más célebres que Rousseau, como Picasso. Rousseau es hoy es reconocido como uno de los precursores del arte naïve, expresión referida a obras de artistas sin entrenamiento formal (Rousseau se desempeñó como un inspector de aduanas y solo se dedicó a pintar una vez se retiró de su trabajo), cuya aparente simplicidad, cruda e infantil, contienen una autenticidad y libertad de expresión sobrecogedoras. Pareciera que Rousseau mirara las plantas, fieras y elementos del clima con todos los poros abiertos, como un niño abrumado por la belleza y misterio de la naturaleza, donde todo es nuevo, fresco, revelador, envuelto en una atmósfera mágica.

Rousseau es hijo de su época, de la Francia colonialista que, como las otras potencias europeas, buscaba adquirir territorios y riquezas, someter pueblos para llevarles la luz de la civilización y la modernidad, así como poseer la belleza y el misterio de territorios exóticos y vírgenes, donde el hombre blanco aún no había dejado su huella. La naturaleza, con sus plantas, recursos y animales admiran al hombre europeo que, al sentir su poderío, quiere dominarla y poseerla, a pesar de lo temible e ingobernable que parece ser. La naturaleza y todo lo que contiene es objeto de deseo y dominación. En el cuadro de Rousseau no hay figuras humanas; estas apenas se adivinan en la imagen acaso de un explorador blanco que puede caer presa del tigre, de los elementos, de esa naturaleza salvaje e indomable. De manera simbólica, el ser humano está por fuera de la naturaleza como lo está del cuadro, pero intuimos su presencia y relación/tensión con esta. Sin embargo, la naturaleza debe ser subyugada por el hombre occidental. Este quiere no solo poseer los recursos y materias primas requeridos para el desarrollo de la empresa civilizadora, sino también su belleza, para su deleite contemplativo.

Rousseau refleja esa mirada occidental que concibe a la naturaleza como objeto, del deseo, de posesión, de subyugación, en su fascinación por el exotismo de tierras lejanas y vírgenes. Para pintar este y otros cuadros donde los protagonistas son las selvas tropicales, con su vegetación exuberante y sus fieras salvajes, Rousseau no se basa en la experiencia directa de estos elementos (el pintor nunca dejó Francia), sino en la mirada colonial de su época. Rousseau pintaba animales y plantas tropicales inspirado por sus numerosas visitas al zoológico y jardines botánicos de París, donde la empresa colonial poseía, coleccionaba y exponía todas las riquezas de ese mundo soñado y primitivo. Sin la mirada colonial sobre la naturaleza, quizás no podríamos contemplar las pinturas de Rousseau.

Sin embargo, la visión artística de Rousseau no es simplemente fruto de esa mirada colonial que somete y colecciona la naturaleza como un objeto preciado, hecho para su deleite; la mirada del artista termina por rendirse ante esa naturaleza que deja sin aliento. Siente que hay en ella algo incontenible, imposible de poseer; de ahí su asombro, casi ingenuo e infantil; el mismo asombro que nos produce aún hoy la contemplación de ese tigre agazapado en medio de un follaje abrumador. Detrás de la fiereza temible del tigre se esconde su temor frente a unos elementos y un mundo que nos aterroriza y nos fascina, que queremos conquistar, pero que también nos asombra y conmueve; una naturaleza frente a la cual nos sentimos pequeños, que nos revela algo místico y divino. A pesar de que la mirada occidental nos hace ver la naturaleza como ese objeto que estamos destinados a dominar, algo nos dice que también somos parte de ella, con todo lo terrible y sublime que contiene. Como dice el poema de William Blake sobre el tigre, tal vez somos criaturas del mismo creador, aquel que creó seres temibles como el tigre, o nosotros los humanos, junto con seres dóciles e inofensivos, como el cordero:

Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas,
y regaron el cielo con sus lágrimas,
¿acaso sonrió al ver su obra?
¿Acaso quien creó el Cordero te creó a ti?
¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor
en las selvas de la noche;
¿qué inmortal mano o qué ojo
pudo enmarcar tu temida simetría?


Comentario a “Henri Rousseau. Tigre en una tormenta tropical (¡Sorprendido!) (1891)”

Lucas Ospina

“Si un león pudiera hablar, no lo entenderíamos”, es un aforismo que dejó dicho en algún lugar el filósofo inglés Ludwig Wittgenstein. El cambio de un felino por otro, para adaptarlo al Tigre en una tormenta tropical (¡Sorprendido!) de Henri Rousseau, sirve como pauta para comprender que la pintura del animal que hizo este hombre, que podría haber visto al animal enjaulado en un trámite aduanero circense, es retrato pero también autorretrato de sí mismo, como bien lo escribe Manuel cuando señala al pintor como hijo de su tiempo.

Para ampliar esa mirada, y la pauta de cierre con el poema de Blake, recuerdo uno de tres poemas sobre tigres de Jorge Luis Borges. La pieza se llama El otro tigre y al final, al sentirse limitado y atrapado en la jaula de la representación, Borges invoca otro estado para comprender lo que ahí está en juego:

Un tercer tigre buscaremos. Éste
será como los otros una forma
de mi sueño, un sistema de palabras
humanas y no el tigre vertebrado
que, más allá de las mitologías,
pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.

Esta ausencia, lo que no está en el verso, y esa tarea de intentar apresar lo natural me recuerdan otra obra, Moby Dick, y una descripción que hace Herman Melville de su intento de verle la cara a la ballena que habita el amplio mar de este mundo:

Cuanto más examino esta cola poderosa, tanto más deploro mi inhabilidad para expresarla. A veces tiene ademanes que, aunque embellecerían la mano de un hombre, son totalmente inexplicables. En una manada poderosa, estos gestos místicos son tan notables que a algunos cazadores les parecen semejantes a los signos y símbolos de los masones, y así sostienen que la ballena habla de este modo inteligible con el mundo. De otros movimientos es también capaz el cuerpo de la ballena, llenos de extrañeza e inexplicables para sus más experimentados cazadores. Es inútil que intente disecarla: no puedo ir más allá de la piel; no la conozco ni la conoceré. Pero si no conozco siquiera la cola de esta ballena, ¿cómo he de entender su cabeza? Y más aún, ¿cómo he de comprender su cara, cuando no tiene cara? “Verás mis partes posteriores, mi cola —parece decirme—, pero la cara, no podrás vérmela”, pero tampoco puedo ver bien sus partes posteriores y no sé qué entiende la ballena por su cara. Repito que, para mí, no la tiene.


La ley de Solaris

Lucas Ospina

Solaris, 1.a edición, Walker and Company.

Stanislaw Lem nació en 1921 en Leópolis, una ciudad que formaba parte de la Segunda República Polaca y que, a partir del convenio de no agresión alemán-soviético de 1939, pasó a ser parte de Ucrania. A los 40 años Lem publicó en Varsovia una novela tan icónica como iconoclasta para el género de la ciencia ficción: Solaris.

Al comienzo de la historia el protagonista es el narrador, un psicólogo enviado a la estación de observación de un planeta lejano, Solaris, pues los informes sobre la tripulación, compuesta por tres hombres, reportan anormalidad: uno se ha suicidado, otro está profundamente atemorizado y otro se ha atrincherado en el espacio de su laboratorio. A medida que avanza la narración, la historia de los hombres se reduce a su justa escala y el misterio de lo que es Solaris, ese planeta cubierto por un océano de protoplasma y regido por dos soles, se ensancha a una dimensión que sobrepasa el canon de obra literaria. La naturaleza paradójica de Solaris hace que esta expedición de ciencia ficción incluya una exploración —sensible y radical— al territorio ficcional de la narrativa científica.

La solarística, y su siglo y medio de exploraciones y estudio del planeta, resulta en un continuo de clasificaciones sobre lo que ahí se observa, pero la naturaleza críptica, evasiva y voluble de ese mundo ha llevado a esta ciencia al desvarío científico:

El caos de las hipótesis, la recuperación de las más antiguas, la introducción de cambios significantes; la precisión o, por el contrario, la ambigüedad empezaron a convertir la solarística —hasta entonces clara, pese a su extensión— en un laberinto cada vez más enredado, plagado de callejones sin salida. En medio de una atmósfera de indiferencia, de estancamiento y de desánimo generalizados, un océano de folios estériles comenzó a acompañar en el tiempo al investigador solariano.

El océano que cubre el planeta ha sido descrito como un ser vivo:

Las descripciones de la constelación creada por el plasma, que parecen inverosímiles son, muy probablemente, auténticas, aunque en general, imposibles de verificar, dado que el océano en raras ocasiones repite sus metamorfosis. Esos fenómenos sorprenden al observador primerizo a causa, principalmente, de su carácter extraño y su inmensidad; si estuvieran presentes a pequeña escala, en algún charco, sin duda serían considerados un “aborto de la naturaleza” más, una manifestación del azar y del juego de fuerzas a ciegas. El hecho de que la mediocridad y el genio se vuelvan en la misma medida impotentes ante la infinidad de formas que ofrece Solaris tampoco facilita el trato con los fenómenos del océano vivo.

La novela de Lem muestra la grieta existente a causa de separar cultura y naturaleza, y, a medida que las investigaciones se internan más en la exploración del océano, la naturaleza ejerce más influencia sobre los observadores. “Tal vez el océano haya sondeado nuestro cerebro encontrando nuestros quistes psíquicos”, le dice al psicólogo el hombre de ciencia en su laboratorio espacial de la plataforma de observación. La observación del científico muestra la ley cuántica de Solaris, cómo el observador también es observado y transformado por el mutualismo de la observación, una especie de toma de ayahuasca galáctica en la que los astronautas sufren de alteraciones en su percepción, caen en el onirismo y materializan sueños profundos, un proceso tan vital como sensible que los confunde, pues expresa más sobre ellos mismos que sobre la voluntad cuasiindiferente de la naturaleza de Solaris.

Snaut, el astronauta que vive atemorizado entre los más lúcidos delirios a causa de la afectación, le manifiesta al psicólogo:

Salimos al cosmos preparados para todo, es decir: para la soledad, la lucha, el martirio y la muerte. La modestia nos impide decirlo en voz alta, pero a veces pensamos, de nosotros mismos, que somos maravillosos. Entretanto, no queremos conquistar el cosmos, solo pretendemos ensanchar las fronteras de la Tierra. Unos planetas habrán de ser desérticos, como el Sáhara; otros gélidos, al igual que el polo; o bien tropicales, como la selva brasileña. Somos humanitarios y nobles. No aspiramos a conquistar otras razas, tan solo deseamos transmitirles nuestros valores y, a cambio, recibir su herencia. Nos consideramos caballeros del Santo Contacto. Esa es otra falsedad. No buscamos nada, salvo personas. No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos. […] Lo que anhelábamos: el Contacto con otra civilización. ¡Lo tenemos, hemos establecido ese Contacto! ¡Nuestra propia fealdad, aumentada como bajo un microscopio, nuestra necedad y nuestra vergüenza!

La novela de Lem evidencia las paradojas que produce el circuito cerrado de la razón humana, esa pulsión inevitable de antropomorfizar otras formas de vida, sean reales o imaginarias; esa imposibilidad de sustraer las emociones, el deseo y la voluntad como lenguaje primario de nuestra limitada capacidad de observación. La ley de Solaris va más allá de la simple compasión, no es un proceso reductor, es liberador, engrandecedor y explicativo por vía de emociones profundas, oceánicas, galácticas y a través de exploraciones de esperanza y desesperación, júbilo, pánico y resignación:

Nosotros solo podemos ver una pequeña parte del proceso, el temblor de una única cuerda de una orquesta sinfónica de supergigantes; pero hay mucho más, porque sabemos —sabemos que es así, pero no lo comprendemos— que al mismo tiempo, encima y debajo de nosotros, en el insondable abismo, fuera de las fronteras de los ojos y de la imaginación, se produce una multitud de transformaciones simultáneas relacionadas entre sí como notas ligadas por un contrapunto matemático. Por ello, alguien la bautizó con el título de sinfonía geométrica, y nosotros somos sus sordos oyentes.

 Stanisław Lem, 1966.


Comentario a “La ley de Solaris”

Manuel Iturralde

Hay una escena recurrente en las películas de ciencia ficción sobre el espacio que siempre me genera ansiedad: la imagen angustiosa de una persona lanzada a la inmensa soledad del espacio exterior. Cosmonautas en películas como 2001 Odisea del Espacio o Gravedad se convierten en náufragos espaciales en medio de un mar infinitamente más inmenso que el que tuvo que enfrentar Robinson Crusoe; estos náufragos del cosmos tienen poca (como en el caso de Gravedad) o ninguna (como en 2001 Odisea del espacio) esperanza de volver a casa, llevados por la inercia irrefrenable del vacío espacial.

Creo que esta sensación de angustia que experimento no se limita al hecho de ponerme en el lugar de esos astronautas perdidos en el espacio, con su respiración agitada que empaña el visor del casco, contemplando ese paisaje especial, aterrorizadoramente hermoso, que cada vez los aleja más, lento pero seguro, de la protección de nido de la nave espacial y del planeta Tierra. Hay un miedo más profundo e íntimo, más trascendental, al que regresé al leer la pieza de Lucas sobre esa obra múltiple y enigmática que es Solaris. Al hacerlo, recordé uno de los momentos de la película que se grabaron en mi memoria: el protagonista (el psicólogo Kris Kelvin), al reencontrarse de manera imposible, bajo la influencia del planeta/ente Solaris, con su esposa que años atrás se había suicidado en la Tierra, una vez superado el estado de shock, decide, con frialdad metódica y científica, lanzarla en una cápsula al espacio, para que jamás regrese ese recuerdo doloroso de su pasado.

Sin embargo, su esposa regresa, acaso enviada por Solaris, para sugerirle a Kelvin, y a nosotros, que, mientras estemos vivos, no podemos escapar de nuestros recuerdos, de nuestra conciencia. Creo que estas escenas que he descrito me perturban por dos razones. Por un lado, está esa imagen poderosa de la soledad de un ser humano (solo con su conciencia) flotando impotente en el espacio. Paradójicamente, la infinitud del espacio y la conciencia de uno en medio de ese inmenso todo que es la más absoluta nada me genera una sensación de claustrofobia, como cuando estamos en una habitación completamente oscura. Por el otro, me queda la desapacible sensación de que esas escenas me sugieren que estoy solo (en el espacio, en la habitación, en mi cabeza); solo, con mi conciencia. Con ella llegué a comprender esta realidad y con ella (o al menos eso espero) me iré de ella.

De manera similar a lo que señala Lucas en su comentario a Tigre en una tormenta tropical (todo en el universo se relaciona), al referirse a la mezcla de frustración y fascinación de Borges, Melville y Herzog (incluso de amor y odio en el caso de los últimos dos) al contemplar al imposible tigre, la mítica ballena blanca, la caótica selva, estas sensaciones de miedo y frustración, de un lado, consuelo, revelación y amor, del otro, se interceptan en un punto común: a esa imagen poderosa de lo ínfimos, solos y perdidos que estamos en la inmensidad del universo, bien sea el cosmos, el mar o la selva (al punto de que nos ahogamos como si estuviéramos en el espacio más reducido) se une el desasosiego de intuir que frente a semejante inmensidad, que no podemos aprehender (mucho menos dominar), solo nos queda la posibilidad de tratar de comprendernos y aceptarnos a nosotros mismos; un poco más, un poco mejor. Solaris, 2001 Odisea del espacio, Moby Dick, Fitzcarraldo (también pienso en Aguirre, la otra película en que la selva devoró al director y su protagonista), no son solo historias de viajes de la humanidad a la conquista de la naturaleza y el universo; son, ante todo, viajes introspectivos. Representan el viaje interior que nos lleva a cuestionar y definir la forma en que nos relacionamos con la naturaleza, el mundo que nos rodea; cómo lo expresamos, qué hacemos con esa información.

Según como planteemos nuestra relación con la naturaleza, el mundo, el cosmos, podremos verlos como objetos exteriores que se deben plegar a nuestra voluntad, pues los sometemos con nuestro conocimiento (visión frecuente de la ciencia occidental); o, más humildemente, podremos resignarnos a aceptar que no nos está dado dominar el mundo exterior debido a su inmensa inconmensurabilidad y nuestros limitados, humanos, poderes de comprensión. Si optamos por este segundo camino, tal vez nos daremos cuenta de que las maneras en que comprendemos y nos relacionemos con la naturaleza no dependen de las leyes de una realidad externa, que no podemos absorber, sino de cómo decidamos concebirla; y, en el proceso de hacerlo, de cómo nos relacionamos con ella y qué tipo de decisiones tomamos en consecuencia.

Visto así (como señalan Lucas, Lem, Borges y Melville en sus obras literarias, y Tarkovski y Herzog con sus películas), esas epopéyicas empresas humanas y científicas de explorar el universo con las ansias de conocerlo y tal vez un día dominarlo (como las empresas de enjaular la esencia del tigre, de atrapar la de la ballena, de descifrar la de la selva), de un lado son vanas (nunca lo lograremos) y, del otro, son (o solo pueden aspirar a ser) una forma de explorarnos, de navegar nuestra limitada conciencia humana a través de viajes exteriores e interiores.

Es conmovedor ver la empresa científica desde otra óptica y otro lugar. Nuestra visión occidental concibe la ciencia como un proceso racional, frío, calculador, metódico, encaminado a encontrar, sin sesgos, la verdad de los hechos objetivos, de la realidad que nos rodea, esa que se puede percibir y medir con datos (tal y como hacen los científicos que estudian Solaris). Esta empresa no solo está motivada por la curiosidad del ser humano, sino también por su ambición de dominar la naturaleza y someterla a su voluntad por medio del conocimiento. Nuestro saber científico nos permite jugar a ser dioses, conquistadores del espacio (se nos quedó pequeña la Tierra; tal es el tamaño de nuestra ambición como especie), amos del universo (como prometen series, películas, libros y cómics de ciencia ficción).

Solaris rompe este ambicioso sueño. Mientras los científicos que entran en su órbita más tratan de desentrañar su esencia y las leyes que lo regulan, menos comprenden este planeta/ser, que cambia arbitraria e impredeciblemente de forma y comportamiento. Mientras tanto él, inteligencia superior o distinta, más parece saber de esos científicos, al punto de contactarlos por medio de la recreación física (como la esposa de Kelvin) de sus memorias y recuerdos más íntimos; quizá para comunicarse, o tal vez para manipularlos y controlarlos (tal como el saber científico occidental pretende hacer con el mundo y los seres que lo rodean).

El rompimiento de esta ilusión nos lleva a la frustración, el desconsuelo; y estos, a la soledad; la soledad de esos científicos que contemplan a Solaris sin poder comprenderlo, a pesar de todos sus instrumentos científicos y su tecnología, de todos sus esfuerzos, a miles de kilómetros de la Tierra. La soledad de encontrarnos frente a un ser, una realidad, con la que somos incapaces de comunicarnos, de relacionarnos. Una entidad que nos es imposible comprender, pues no podemos asir y dominar su esencia, por la insuperable inconmensurabilidad que implica su existencia frente a la nuestra. Aunque emprendamos el viaje a la conquista del universo y tengamos el mapa, no sabemos leerlo. Como en Solaris, 2001 Odisea del espacio, Moby Dick y Aguirre, este es un viaje sin regreso a casa.


Olafur Eliasson. The Weather Project (2003)

Manuel Iturralde

The Weather Project, 2003. Tate Modern, Londres. Fotografías: Olafur Eliasson y Ari Magg.

Hablamos del clima de manera frecuente. Es un tópico propicio para conversar con desconocidos o con quienes acabamos de conocer. Con el calentamiento global, una realidad cada vez más difícil de ignorar, este tema de conversación ha pasado a ser una preocupación que nos afecta a todos. El desarrollo de un capitalismo depredador que concibe la naturaleza como un objeto de explotación lo ha hecho insostenible y ha puesto en peligro la existencia de la humanidad y del mundo que habitamos. Esta crisis existencial hace imperativo que cambiemos nuestra forma de concebir y relacionarnos con la naturaleza y que encontremos maneras sostenibles y respetuosas de habitarla.

La naturaleza no es un objeto exterior al ser humano, no existe a la espera de ser controlada y dominada por la humanidad. Tenemos una relación constitutiva con la naturaleza, nos servimos de esta para subsistir, pero también somos parte integral de ella. Nos afecta y la afectamos, depende de nosotros y dependemos de ella. Tal forma de ser y estar en el mundo implica que debemos romper las fronteras artificiales que ha fijado la modernidad como proyecto dominante occidental. La naturaleza no es un objeto que existe fuera de nosotros, existimos en ella. No hay tal diferenciación entre la naturaleza-objeto y el sujeto humano.

El Weather Project (Proyecto climático), instalación del artista danés Olafur Eliasson (exhibida en la Galería Tate Modern de Londres en 2003), es una poderosa forma de hacernos sentir nuestra relación simbiótica con la naturaleza. Eliasson respondió de manera impactante al reto de montar una instalación en el Turbine Hall, un gigantesco espacio de 26 metros de alto y con un área de 3300 metros cuadrados. Para desarrollar su proyecto, Eliasson fue muy consciente de lo que representan este espacio y la Tate Modern, una antigua planta de energía eléctrica, símbolo de la revolución industrial que llevó al Reino Unido a dominar buena parte del mundo y sus recursos. Al entrar al Turbine Hall, el visitante se encuentra frente a un inmenso atardecer, con un sol dorado y cálido que parece ponerse en el horizonte. Es desorientadora la sensación de entrar a un espacio construido por el ser humano y su ingenio industrial para darse cuenta de que, en lugar de entrar a una galería de arte, estamos ‘saliendo’ del espacio al que supuestamente entramos para contemplar un sobrecogedor fenómeno natural. Para confundir más nuestros sentidos, una leve bruma difumina el ambiente y nuestra percepción de la cálida luz naranja y de todo aquello que ilumina.

Las personas y sus objetos personales, la maquinaria que nos recuerda que este espacio fue una fábrica de luz, adoptan un color oscuro, monocromático; todo son sombras en medio de la bruma naranja del atardecer. Bajo este juego de luz y sombras se disuelve la individualidad de las personas que habitamos el espacio, fundiéndonos en el ambiente artificial y entre nosotras. Esta renuncia a nuestra individualidad e identidad nos desinhibe y conecta a dicho ambiente. Grupos de personas hacen picnics, como si estuvieran afuera (pero ¿dónde es ‘afuera’?); otras se unen juguetonamente, acostadas o de pie, para formar figuras y composiciones que se reflejan en un inmenso espejo situado en el techo de la fábrica-galería, lo que rompe el límite artificial entre adentro y afuera.

Todo es artificio. El redondo y cálido sol es en realidad la mitad de un círculo hecho de alrededor de 200 luces monofrecuencia que forma una circunferencia con su reflejo en el espejo y convierte todo el espacio en una combinación de sombras negras y luz naranja que parece calentar el ambiente, pero no lo hace. La bruma es producida por un vapor de agua que circula a través de mangueras; los espejos del techo duplican el espacio y lo substraen de su realidad. Todo es producto de la creatividad humana, pero, al mismo tiempo, se siente orgánico, natural, liberador. Al conectarnos a través de los sentidos con esta naturaleza artificial nos conectamos de forma gregaria y empática con nosotros mismos, con nuestros congéneres y con el mundo que cálida y juguetonamente nos envuelve. Nos disolvemos en esa naturaleza y formamos parte de ella.

Al salir del Turbine Hall y entrar en el afuera de esa otra naturaleza que también nos rodea, aquella que preexiste y coexiste con el ser humano, la que este ha intervenido y construido, formando un todo orgánico, nos sentimos transformados y miramos el atardecer de manera distinta: humildes nos detenemos a contemplar en ese otro atardecer el espectáculo de la existencia, del mundo al que pertenecemos y que no nos pertenece, que nos habita y habitamos.


Comentario a “Olafur Eliasson. The Weather Project (2003)”

Lucas Ospina

“Nada es más importante que construir ideas ficticias para entender las nuestras” es un aforismo que dejó dicho en algún lugar el filósofo inglés Ludwig Wittgenstein. El texto sobre The Weather Project de Eliasson me hace pensar en cómo el recurso de la ficción, de la obra de arte, con sus medias mentiras y verdades y media, nos permite ver en este caso, y en este número de la revista, la construcción de lo natural, de eso que llamamos “la naturaleza”. La pieza de Eliasson es potente, pues construye un clima dominado por el astro rey, el Sol, y gracias a ese paisaje artificial extiende esa ficción a otras ficciones: la ficción de lo natural y de la naturaleza como otro, como algo externo a lo humano y que ha sido creado bajo el mismo artificio creativo de un dios, o bajo el sueño de la razón de un diosito humano creador que, por un instante de poder, suspende lo inverosímil, y pretende que todo lo ve. El poder como la capacidad de definir lo que es real.

La descripción de la escena de los espectadores ante ese paisaje solar representado me recuerda en algo a lo que ocurre en la historia de la película El Mago de Oz cuando al final los protagonistas llegan ante ese poderoso ser a pedirle el deseo de que les otorgue lo que cada uno piensa que le hace falta. Gracias al olfato de un perrito, toda esa fantasmagoría poderosa de una gran fábrica de magia se revela como lo que es, ilusión, y solo bajo el efecto de la palabra, del verbo, cada persona recibe del ilusionista un don y una ilusión de poder conseguir lo posible con los medios disponibles.

Una última ilusión de la obra de Eliasson es que esa exposición formó parte de la Unilever Series, un evento que llevaba el nombre de la empresa que aportó los recursos para esa serie de intervenciones en esa fábrica ahora convertida en espacio de exposición. La exposición de Eliasson, como tantas otras que han tenido lugar en la Galería Tate Modern, no se han podido desligar de la paradoja de que la plataforma museal desde la que hablan es patrocinada por empresas y multinacionales que en sus prácticas corporativas corruptas y contaminantes son merecedoras de las mismas críticas que hacen las personas y las obras que ahí exponen. Los artistas muerden la mano que los alimenta. Este fenómeno de mecenazgo ha sido llamado artwashing y, en el caso de la Tate Modern, llevó a que otro de sus patrocinadores, la British Petroleum Company, cancelará su participación luego de 26 años de patronazgo. El escritor Walter Benjamin señalaba hace un siglo que la autoalienación de la humanidad “ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. Tal vez la obra de Eliasson y su cruce con Unilever nos hacen partícipes de esa misma expresión sublime de gozo vergonzante que nos produce un sol capaz de achicharrarnos en un verano belicoso como el que tiene lugar por estos días en Europa.


Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales
Número 4 | septiembre-diciembre 2022
Los derechos de la naturaleza: diálogos entre el derecho y las artes



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