Tomás Vargas Osorio y el debate sobre la literatura regional en Colombia
Tomás Vargas Osorio and the Debate on Regional Literature in Colombia
Tomás Vargas Osorio e o debate sobre a literatura regional na Colômbia
Sergio Pérez-Álvarez*
Universidad Autónoma de Bucaramanga, Colombia
http://dx.doi.org/10.25025/perifrasis202516.36.02
Fecha de recepción: 13 de septiembre de 2024
Fecha de aceptación: 13 de mayo de 2025
Fecha de modificación: 19 de mayo de 2025
En este artículo se examina la concepción de literatura regional del escritor santandereano Tomás Vargas Osorio (Oiba 1908 - Bucaramanga 1941), a partir de una reflexión sobre su participación en el debate entre nacionalismo y cosmopolitismo que tuvo lugar a principios de los años cuarenta en Colombia. Mediante el análisis de su texto “Santander”, publicado en la sección “La geografía literaria de Colombia”, y su papel en la polémica sobre un concurso de cuentos, ambos en la Revista de las Indias, se explora cómo el autor defendió la región más que como una periferia subordinada, como un espacio de producción cultural que plantea una resistencia activa frente a la centralización del canon literario. Para el autor, el regionalismo no se limita al costumbrismo, sino que permite repensar la relación entre literatura y geografía, abriendo así nuevas perspectivas sobre el lugar de lo regional en la literatura colombiana.
Palabras claves: Tomás Vargas Osorio, Santander, literatura colombiana, literatura regional, geografía literaria, nacionalismo, siglo xx
Abstract
This article examines the conception of regional literature of the Santander writer Tomás Vargas Osorio (Oiba 1908 - Bucaramanga 1941), based on a reflection on his participation in the debate between nationalism and cosmopolitanism that took place in Colombia in the early 1940s. Through an analysis of his text “Santander,” published in the section “The Literary Geography of Colombia,” and his role in the controversy over a short story contest, both in the Revista de las Indias, the article explores how the author defended the region as more than a subordinate periphery, as a space of cultural production that poses an active resistance to the centralization of the literary canon. For the author, regionalism is not limited to costumbrismo (costumbrism), but allows us to rethink the relationship between literature and geography, thus opening new perspectives on the place of the regional in Colombian literature.
Keywords: Tomás Vargas Osorio, Santander, Colombian literature, regional literature, literary geography, nationalism, 20th Century
Resumo
Este artigo examina a concepção de literatura regional do escritor santandereano Tomás Vargas Osorio (Oiba 1908 - Bucaramanga 1941), a partir de uma reflexão sobre a sua participação no debate entre nacionalismo e cosmopolitismo ocorrido na Colômbia no início da década de 1940. Por meio da análise de seu texto “Santander”, publicado na seção “A Geografia Literária da Colômbia”, e de seu papel na polémica em torno de um concurso de contos, ambos na Revista de las Indias, o artigo explora como o autor defendeu a região como mais do que uma periferia subalterna: como um espaço de produção cultural que representa uma resistência ativa à centralização do cânone literário. Para o autor, o regionalismo não se limita ao costumbrismo, mas permite repensar a relação entre literatura e geografia, abrindo assim novas perspectivas sobre o lugar do regional na literatura colombiana.
Palavras chave: Tomás Vargas Osorio, Santander, literatura colombiana, literatura regional, geografia literária, nacionalismo, século xx
De los miembros del grupo de Piedra y Cielo, el escritor Tomás Vargas Osorio era el mayor en edad y, por qué no decirlo, en trayectoria. A los 31 años, cuando apareció su poemario Regreso a la muerte (1939) en los cuadernillos editados por Jorge Rojas que le darían nombre al grupo, ya había publicado el libro de cuentos Vidas menores (1936), con la editorial La Cabaña de Bucaramanga, y de ensayo Huella en el barro (1937), en la Imprenta Departamental de Santander. Era, además, un activo articulista de la página literaria de El Tiempo de Bogotá, y tras un breve paso como Representante al Congreso de la República, proyectaba su regreso a la ciudad de Bucaramanga para vincularse de nuevo al diario Vanguardia liberal, en busca de un clima mejor para tratar un cáncer que lo acosó desde joven. En palabras de Carlos Martín, otro de los piedracelistas, Vargas Osorio se caracterizó por ser “introvertido, altivo, con aires de aventurero enamorado y de político” (93). Para Martin “nos asombraba, desde entonces, su capacidad de intuición y su audacia intelectual que expresaba no solo en diálogo sino en una prosa decantada y fluida con el dominio de un maestro del idioma” (93-94). Su vasta formación intelectual, testimonio de la riqueza de ideas y textos que circulaban en esta región nororiental de Colombia, se refleja en sus ensayos, en los que es habitual encontrar referencias de autores como Marx, Nietzsche, Dostoievski, Unamuno, al igual que figuras clave del decadentismo europeo como D’Annunzio (Peña). Según el profesor David Jiménez, “no obstante su temprana muerte, Vargas Osorio era la mente crítica más estructurada de su generación” (134).
Desde sus primeros escritos, este autor fue objeto de elogiosos comentarios. Por ejemplo, se adelantaron especiales sobre su obra en diarios como El Tiempo y Vanguardia Liberal con motivo de su fallecimiento. A mediados de los años ochenta del siglo pasado, el crítico literario Jaime Mejía Duque incluso llamó la atención sobre la narrativa de Vargas Osorio y la consideró un “eslabón perdido” (245) entre la literatura decimonónica costumbrista y la modernidad literaria en la que inscribe, por ejemplo, a García Márquez. Sin embargo, su valoración por parte de la crítica ha seguido un ritmo más pausado de lo que se esperaría. Esto en parte se explica por la escasa circulación que tuvo en un primer momento su obra, editada en su mayoría en dos volúmenes publicados por la Imprenta Departamental de Santander en 1942-1946 y reimpresa en 1990-1992, con la introducción de Jaime Ardila Casamijtana1. Tampoco puede desconocerse el hecho de que Vargas Osorio falleció a los 33 años, dejando, entre otros textos, borradores de novelas —o, mejor dicho, protonovelas— en los que se puede vislumbrar un fecundo, aunque inconcluso, porvenir como escritor. Pero hay otra razón, que deseo explorar en particular en este artículo, y esta tiene que ver con la asociación de su figura intelectual con la categoría de autor regional y con la etiqueta, casi siempre abstracta, de escritor santandereano.
A principios de la década de los cuarenta del siglo pasado, poco antes de morir el autor, en Colombia también tuvo lugar un intenso debate sobre la literatura nacional, con dos posturas más o menos definidas. Por un lado, quienes defendían una perspectiva que podría denominarse cosmopolita, que promovía la necesidad de que las formas literarias tengan contacto con las corrientes intelectuales y artísticas globales; por otro lado, aquellos que consideraban que la literatura debía afirmar la identidad nacional frente a las influencias extranjeras, especialmente en un contexto de modernización y creciente dependencia económica y cultural de Europa y Estados Unidos. Si bien la discusión no tuvo un desenlace definitivo, la visión cosmopolita, que fertilizaría la entrada de los autores del denominado Boom de la literatura en las décadas siguientes (Rozotto), consolidó la percepción de que lo regional se circunscribe a lo costumbrista, lo pintoresco o lo folclórico; es decir, lo de menor complejidad artística o conceptual, en comparación con las tendientes literarias universales. Las élites intelectuales se acostumbraron a menospreciar las producciones culturales de carácter regional, privilegiando solo aquellas que a su juicio dialogaban con las corrientes globales, y relegándolas a un lugar periférico dentro del canon. Lo regional, en esta perspectiva, es paradójicamente asimilado a una producción “subalterna”, en términos de Spivak, dado que responde a dinámicas de poder que marginan y jerarquizan el conocimiento cultural.
En este debate Vargas Osorio asumió una posición “combatiente”, para utilizar la expresión de Pascal Casanova, en el sentido en que propone la literatura regional como una resistencia activa frente a la centralización del capital literario, y el producto de una lucha por el reconocimiento en un espacio cultural global. Para evidenciar esta postura, en este trabajo nos detendremos en dos de sus contribuciones en la Revista de las Indias, donde esta discusión tuvo especial resonancia. Se trata de su texto “Santander”, publicado en una nueva sección de la revista con el nombre de “La Geografía literaria de Colombia”, que tiene como propósito dibujar un mapa literario de la geografía nacional; y en un segundo momento, se exploran sus argumentos como jurado de un concurso de cuento que patrocinó esta publicación. Mediante este análisis, se busca ver cómo Vargas Osorio concibe la literatura regional estrechamente vinculada con la exploración del paisaje, entendido no solo como espacio geográfico, sino como construcción simbólica que deja ver la identidad, la memoria y las tensiones socioculturales que se tejen en un territorio. Al mismo tiempo, se propone indagar de qué manera lo regional es percibido como un mecanismo de resistencia frente a la homogeneización y la centralidad del poder literario. Una perspectiva que permite visibilizar las potencialidades estéticas y políticas de su propuesta literaria, en un contexto, como el presente siglo xxi, en el que las identidades y los regionalismos adquieren nuevos significados.
1. La geografía literaria de Colombia
En el número 25 de enero de 1941 de la Revista de las Indias se anuncia una nueva sección con el nombre de “La Geografía Literaria de Colombia”. La revista por entonces estaba bajo la administración de la Asociación de Escritores Americanos y Españoles, recibía el patrocinio del Ministerio de Educación de Colombia y su director era Germán Arciniegas. Desde el punto de vista temático, se trataba de una revista cultural, en el sentido en que publicaba artículos y traducciones para el lector “colombiano”, interesado en acercarse a lo que se denominaba en ese momento la “alta cultura”; al mismo tiempo, fue un órgano de promoción del ideario liberal afín al gobierno de turno. De acuerdo con el historiador Alexander Betancourt, la revista surge en un marco “caracterizado fundamentalmente con las preocupaciones acerca del presente y el futuro del Estado nacional” (128). Esto explica el intento por armonizar una visión de la cultura desde una élite intelectual y académica, centralista, en el que se promovía el canon; con la exaltación de las músicas, literaturas y artes populares y folklóricas de las distintas regiones del país, que se buscaba integrar al proyecto cultural de nación.
De esta manera, la nueva sección se adaptó con precisión al ideario de la revista. Eduardo Carranza, el secretario de redacción, en la nota introductoria advierte que “los escritores del país están en deuda con su paisaje maravilloso. Casi siempre nos dieron de él una versión amanerada y convencional. Con elementos colombianos compusieron pulidas naturalezas internacionales” (309). Su crítica recaía en el modo en el que ciertos escritores nacionales representaban el paisaje, tenido como local, a través de metáforas de escritores considerados extranjeros (europeos); la tendencia, por ejemplo, a escribir sobre el otoño, el ruiseñor, París y, en general, los estereotipos de los denominados lugares literarios. Al mismo tiempo, llama la atención sobre la ausencia de paisajes literarios de la geografía colombiana. De hecho, la nota comienza con una referencia al escritor español José Martínez Ruíz (Azorín), conocido por narrar el paisaje como gesto de identidad, una preocupación característica de la generación del 98 (Ortega):
Alguna vez Azorín salió a descubrir a España —escribe Carranza—, con sus agudos ojos de hombre moderno… Después de Azorín, otros repitieron en España la fecunda experiencia con diversa fortuna. Y hoy puede asegurarse que todos los caminos de España están acotados de finas notas marginales que aluden a la psicología del paisaje y del hombre que lo habita. (Carranza 309)
Así pues, en la sección se propone replicar la empresa de Azorín en Colombia y dibujar la diversidad del territorio nacional para presentarlo como un territorio cultural. Por supuesto, se partía del hecho de que cada una de las regiones se definían por un conjunto de “maravillas” naturales y paisajísticas, esto es, cascadas, cañones, montañas, ríos, etc. —a las que pronto se añadirían discretos monumentos y edificios gubernamentales—, que las hacían únicas y al mismo tiempo diferente a las demás. Sobre la base de esta “materialidad”, se presumía que existen características que varían con la psicología de los habitantes, que bien nacían o tenían su desarrollo vital en estas condiciones paisajísticas. Estas características eran consideradas además un atributo ontológico: de manera que se discutía sobre el ser antioqueño, o la santandereanidad, o el significado del hombre vallecaucano, o el tema de la identidad boyacense. La sección buscaba “poner el oído sobre el hondo pulso de la nación” (Carranza 310), que no era otra cosa que la invitación a darle lugar a estas regiones literarias y sus élites culturales, y “Hacer del frío mapa de la patria, un cálido y profundo dibujo con rumor de humanidad y de historia, de tradición y de porvenir” (310).
Vargas Osorio es invitado a inaugurar la sección sobre “Santander” y parece estar detrás de todo el proyecto. Esto no resulta extraño al considerar que el tema del paisaje es central en su obra. “Porque el hombre —sostiene en uno de sus primeros ensayos publicados— es de la misma sustancia de su tierra y hasta reproduce en su cuerpo, con rara fidelidad, las peculiaridades del paisaje en que actúa” (Obras 172). De acuerdo con el profesor Óscar Torres, la representación del paisaje en Vargas Osorio “se relaciona con el valor de la tierra y su diversidad. Sus obras describen un paisaje santandereano que no es uniforme ni único” (105). Así se encuentran con frecuencia en su obra pasajes que describen la diversidad del paisaje santandereano, que va del cañón “una tierra rojiza, sobre la cual el sol arrancaba reflejos cegadores. Los espinos se agarraban con sus uñas torcidas a la tierra ocre y arenosa de las barrancas” (138); o de las poblaciones a la orilla del Magdalena: “El paisaje (en Santander), colinas y una cañada con vena de agua rota sobre las piedras amarillas, como de oro suave y nuevo” (105), e incluso representaciones de las pequeñas urbes, como el caso de Girón o Pamplona (Obras 2 54). Su búsqueda del paisaje santandereano está impregnada de la visión romántica europea (en el sentido ruskiano del paisaje como producto de leyes morales con fin estético), del paisaje como representación de la identidad. Por ejemplo, en su breve ensayo, “El hombre y el paisaje,” señala:
Muchas veces me he propuesto la cuestión de que la afinidad entre el hombre santandereano y su paisaje radica en algo más sólido y duradero, y asimismo en algo más substancial y hondo que los simples determinismos de que tanto habló Hipólito Taine. ¿No habrá en el fondo de esta cuestión otra cuestión estética? Parece que el paisaje nuestro vive solamente en función de restarse a sí mismo, de librarse de todo lo que no le sea esencial y necesario. Su característica principal es la sobriedad. (Obras 176)
El tema de Santander como región literaria es ampliamente explorado por el autor en una perspectiva plural y heterogénea del espacio geográfico. Esta heterogeneidad también explica por qué el texto “Santander” se caracteriza por una naturaleza textual híbrida; una hibridez que predomina en su escritura donde mezcla el ensayo, la narración y la prosa poética. Vargas Osorio estaba fascinado con describir el paisaje “regional” y sus características, con lo cual se propone resaltar algunas de las especificidades naturales y sociales de sus habitantes. Pero más que una exaltación de la naturaleza tropical o la observación con nostalgia de determinadas costumbres, para este autor el paisaje es esencialmente conflicto: el conflicto que surge entre el paisaje exterior, que alude a la naturaleza, a la región hostil y salvaje del mundo americano, y el paisaje interior, que ocurre en la intimidad de los propios personajes —o en su autoficción— y que bordea lo incomprensible. Esto lo acerca, sin duda, a lo que en la clasificación propuesta por Friedhelm Schmidt-Welle se puede considerar como la corriente literaria del regionalismo clásico, que en el siglo xx en Colombia creció con la fiebre que despertó la novela de J. E. Rivera La vorágine. Esto es visible en el hecho de que su propuesta narrativa se orienta en “modelos realistas y naturalistas, pero al mismo tiempo se convierten en lo que Juan Loveluck ha denominado ‘novelas impuras’, es decir, combinan la trama novelística con párrafos meramente ensayísticos, discursos políticos, panfletos, pasajes líricos, glosarios explicativos, etcétera…” (Schimdt-Welle 122-123). Y además en el hecho de que se trata “menos de una literatura regional en sentido estricto, sino de una alegoría nacional tal como la define Fredric Jameson” (122).
La noción de región y regionalismo, analizada a partir del concepto de alegoría nacional que introduce Jameson en el estudio de los modernismos, permite comprender cómo las narrativas regionales no solo representan una especificidad local, sino que se inscriben en un complejo marco de representación del proyecto de construcción de nación. Jameson argumenta que, en los contextos periféricos, toda producción cultural terminó siendo inevitablemente alegórica, es decir, que en ella se articulan las contradicciones estructurales del proyecto nacional (Jameson 69). En este sentido, la literatura y la cultura regionales no funcionan únicamente como expresiones de identidad local, sino como mediaciones entre lo particular y lo universal, evidenciando las tensiones entre centro y periferia, modernidad y tradición. Por esta razón, más que una corriente literaria definida por el lugar de la trama o del paisaje de fondo, o la simple representación de un lugar concreto e histórico, el regionalismo es el resultado de la negociación y disputa simbólica frente a la cuestión de la identidad nacional. La idea de región incluso sobreestima las relaciones políticas y culturales en el nivel nacional y destaca —en contra de las lecturas y las escrituras universalistas— la diferencia de la cultura nacional con otras culturas nacionales (Schmidt-Welle 123). Leído como alegoría, el discurso sobre la región se configura de este modo como instrumento de integración en los relatos hegemónicos de la nación, y como estrategia de resistencia frente a la centralización del poder.
El texto “Santander” comienza precisamente contando la historia de un hombre en tren saliendo del “paisaje mohino y claustral de la Sabana” (Obras 2 11), que después de horas de tránsito, en el que “acabáis por adormeceros bajo el influjo sedante de la llovizna que empaña los vidrios y por el vaivén del tren que avanza, bordeando lagunas y pequeñas manchas de trigo, hacia un horizonte de nubes bajas y sucias”, de pronto encuentra que “Santander está allí, abajo. Aquello parece un mundo desierto, imponente y terrible desde la perspectiva de la cual parte nuestra mirada” (11). La modernidad, representada por la metáfora del tren (que en el caso de Vargas Osorio no es solo en un clisé modernista, sino que atraviesa toda su obra; hay, digamos, un cierta obsesión ferroviaria en muchos de sus cuentos y ensayos), le sirve para resaltar que Santander es un lugar alejado del centro capitalino, y además un lugar donde se suspende esta modernidad “el tren se ha detenido y ahora avanzáis por una carretera polvorosa por entre tierras áridas y fulgurantes sembradas de espinos” (11). El autor representa a Santander como una tierra en la que “todo es duro, hosco, grandioso” (11). Pero es en medio de este terreno “salvaje” donde se ven pequeños oasis dispersos: “una manchita verde, un naranjal, un molino, una espadaña” (12), lo que hace del paisaje santandereano una contradicción permanente “con frecuencia veis cómo en una inmensa extensión desierta y asolada la industria del hombre se ha hecho un pequeño mundo aparte, pulido, tierno, suave” (12).
En el texto se encuentra el eco de las críticas a la tesis hegeliana decimonónica de América como esencialmente naturaleza, en el que la naturaleza virginal, encontrada por el viejo conquistador europeo, se transforma en paisaje. Más aún, el paisaje es concebido como un espacio cultural creado lentamente. “Pues debe advertirse aquí que todo lo que en Santander existe es cultura: cultura ese naranjo que hunde sus raíces en una tierra estéril y sin embargo se cubre en mayo de fragante azahar; cultura aquel regato que desciende por la loma calcinada a fecundar un valle mínimo; cultura aquella maceta de rosas que alegra el portal de un rancho campesino” (12). Pero a diferencia de “las demás comarcas de Colombia”, para Vargas Osorio, Santander es un lugar “donde todo, hasta el presente, es naturaleza o se ha hecho en íntima y estimulante colaboración con ella” (12). Este esfuerzo por transformar el medio como paisaje, fue el que configuró el “carácter” del santandereano, quien por generaciones “ha tenido que crear hasta la propia naturaleza, fertilizando la roca, levantando diques, torciendo el curso de los manantiales. Y aún le resta vigor para tejer el primor de un jardín y leer un libro de versos en el atardecer aldeano” (13).
En “Santander”, como en la mayor parte de su obra, vemos una exaltación de lo criollo, representado por el campesino blanco andino, en este caso santandereano, como símbolo del espíritu nacional, en el entendido que tanto su fisonomía (biología) como su literatura, música, costumbres, etc. (cultura) son producto de un mestizaje que consagró la marca de la identidad americana. Como advierte Rymel Serrano, Vargas Osorio comparte con Oswald Spengler la idea de que la cultura es originariamente campesina y que la civilización —o, para decirlo de otra manera, el aburguesamiento de la cultura— es un síntoma de decadencia (7). Junto a la reivindicación de la ruralidad y sus formas estéticas, asistimos a su vez a una valoración de la ciudad intermedia o mediana como locus de lo regional. De hecho, meses antes de aparecer este texto, en un artículo publicado en el diario El Tiempo de enero de 1939, el autor señala que “En Colombia prima, hasta darle al país una recia fisionomía, la provincia, con su axiología minuciosa en lo moral, en lo político y en lo estético” (Obras 2 184). Desde su punto de vista, “Hay un gran engaño óptico al juzgar a Colombia en sus más grandes ciudades. Estas, en alguna manera están fuera de lo nacional íntimo y auténtico” (185). “La perspectiva, pues, para mirar a Colombia es a la inversa: el campo y la pequeña ciudad de provincia” (185). Cuestiona así el modelo cosmopolita de “gran ciudad”, que iba imponiéndose en el país moderno, y plantea la importancia de la pequeña o ciudad menor. Desde su punto de vista, “las ciudades grandes podrían ser trasladadas a cualquier parte sin que fuertes rasgos distintivos las diferenciaban de las demás ciudades del mundo; en cambio, Popayán u Ocaña no podrían ser trasladadas a parte alguna, ellas pertenecen a su suelo y no podrían vivir arrancadas de él” (185).
Vargas Osorio reivindicó el territorio “campesino” y de “provincia” como espacio literario propio del autor regional. La región no se limita en ser un lugar idílico, un paraíso perdido al que se añora el regreso desde la urbe cosmopolita, sino que era un espacio en desaparición, en decadencia y, al mismo tiempo, de manera paradójica, de creación; de constante reconfiguración. En este sentido, la región surge como resultado de un proyecto civilizatorio en el que la cultura —entendida como aquello que proviene del exterior— transforma el paisaje y lo convierte en un espacio interior, a pesar de su dependencia de un centro hegemónico. Vargas Osorio enfatiza esta idea, al señalar que para el santandereano: “La tierra seca y pobre lo induce a buscar en su vida interior la compensación de lo que la naturaleza le negara, y de ahí que en Santander la cultura sea una auténtica necesidad, casi podríamos decir que de carácter biológico” (Obras 2 13). Ese carácter biológico, o biopolítico, es central para la definición de su identidad y termina siendo parte de su propia narrativa. Por esto resulta paradójico el cierre del texto “Santander”, en el que se recurre a la metáfora azoriana para la descripción del paisaje santandereano. Esta apropiación estética y simbólica sugiere que, pese a la intención de destacar una identidad regional, sigue operando en referencia a paradigmas externos como marco de legitimación cultural.
¿Durante cuántas horas hemos viajado a través de este paisaje, navegando por un océano de luz sin espuma de nubes? Hemos visto a la orilla de la carretera unos pueblecillos azorinianos inmersos en una dulce y verde soledad; gigantescas moles graníticas que se elevan con un ímpetu formidable hacia el cielo; ríos turbulentos que no conocen entre sus vastos arenales el sosiego y la dulzura de un poco de quietud. Y hemos sentido en torno nuestro una indefinible impresión de tragedia en cuyo fondo, sin embargo, podemos percibir el murmullo de un madrigal. (Obras 2 13)
De cualquier manera, en el contexto colombiano, la defensa del regionalismo de Tomás Vargas Osorio representó una voz disidente frente a la sujeción de la literatura a la consagración de ciertos espacios. Su obra desafía la idea de que el pensamiento solo puede florecer en unos centros urbanos específicos o en el clima templado característico de la intelectualidad de Occidente. Vargas Osorio desmonta el prejuicio según el cual las tierras cálidas, con su intensidad sensorial y su aparente inmediatez vital, son incompatibles con la reflexión y la elaboración estética. Su postura se inscribe en una crítica más amplia de la hegemonía cultural, que dicta desde dónde se puede escribir, desde dónde se puede pensar. A través de su exploración del paisaje y su reivindicación de la experiencia literaria, al margen de los circuitos tradicionales, su obra contribuye a descentrar el canon y abre el horizonte hacia una literatura que no se define por su ubicación en el mapa, sino por su capacidad de interpelar críticamente al mundo. En esta defensa de este regionalismo, “clásico”, siguiendo la clasificación de Schmid-Welle, la región no es un espacio físico, sino un símbolo donde se afirma la identidad nacional, en oposición a otras naciones. Si bien el autor mantiene esta visión de oposición entre lo exterior salvaje y lo interior civilizatorio, “El santandereano es en su vida material de una sobriedad ascética que contrasta con la riqueza y el soberbio lujo espiritual” (Obras 12), también se pliega a esa visión del regionalismo tradicional en el que reivindica la provincia. Más que una referencia geográfica, la región funciona entonces como una alegoría de la diferenciación cultural dentro del discurso de nación.
2. Una polémica literaria
Un mes antes de que apareciera “La Geografía literaria de Colombia”, en la misma Revista de las Indias se realizó una convocatoria a un concurso de cuentos, con el propósito de estimular la creación literaria sobre un género del que se presumía se cultivaba poco o, al menos, en la informalidad. “El tipo de Zarathustra literario, del escritor Róbinson, se hace cada vez más escaso, ante las exigencias del mundo moderno, y sería mucho pedir que el escritor cultivase, en la indiferencia, lo que dará más tarde su fruto perfecto” (Revista de Indias 310). La convocatoria al final fue exitosa, pues se recibieron más de 150 cuentos hasta marzo de 1941, cuando cerró la recepción de manuscritos. Sin embargo, los resultados dieron lugar a una de las polémicas literarias más álgidas en su época. El jurado, integrado por Hernando Téllez, Eduardo Carranza, Tomás Rueda Vargas y Tomás Vargas Osorio, se dividió. Mientras Téllez y Carranza respaldaron al cuento “La grieta” de Jorge Zalamea, que narra la historia de una pareja en Dublín (Irlanda) y en el que se hace un homenaje al estilo y la prosa de James Joyce, Vargas Osorio y Rueda defendieron “¿Por qué mató el zapatero?” de Eduardo Caballero Calderón, cuya historia transcurre en un pueblo andino colombiano, con sus costumbres y artesanos, y quienes experimentan una situación dramática debido a la transformación que significó la industria y la modernización en la producción de zapatos. Los jurados en este caso destacaron la capacidad para recrear el ambiente provincial como lo esencialmente característico de la fisionomía colombiana” (Rodríguez 21-22).
Si bien los jurados no pudieron ponerse de acuerdo, al final la dirección de la revista dio ganador al cuento de Caballero. El dictamen se acompañó de las correspondientes aclaraciones en los que podía identificarse dos bandos: nacionalistas y cosmopolitas. Los nacionalistas de algún modo podían reclamar su triunfo, aunque en la revista se insistió en la necesidad de reconocer la apertura a otras tradiciones y a otras geografías: “lo esencial de una obra de arte es su valor estético en sí, ajeno a toda circunstancia de tiempo y de geografía. Lo que imprime universalidad a un asunto cualquiera es el genio del escritor que sepa elevarlo sobre las contingencias de lo transeúnte, de lo anecdótico, de lo universal” (Revista 310). Es decir, si bien ganaron los nacionalistas, los cosmopolitas tenían razón: “Nos parece una tarea suicida para las nacientes literaturas hispanoamericanas el cerrar puertas y ventanas a la influencia extranjera” (311).
Vargas Osorio emprendió en las siguientes semanas una defensa de su postura y lo tomó casi de manera personal. El diario El Tiempo publicó cuatro notas sobre la polémica contra quienes cuestionaban su tesis “tan arbitraria como bien intencionada” (“El nacionalismo” 5). El 24 de mayo, en su artículo más largo sobre el asunto, resaltó que “Suponen los señores Carranza y Téllez que lo ‘nacional’ es para nosotros lo anecdótico, lo pintoresco, lo folklórico (aunque sobre lo folklórico habrá mucho que decir), o sea, todo lo que es accesorio en literatura como en arte” (5). Esta reducción de lo nacional a lo folklórico terminaba, desde su punto de vista, por evadir que “Lo nacional es algo más hondo y contingente que todo esto. Es la peculiar e individual manera de vivir de nuestro pueblo, su posición espiritual frente a las cosas de la naturaleza y el entendimiento, la actitud de su sensibilidad ante el amor, el dolor, ante todos los grandes sentimientos ecuménicos” (5). Cita para respaldar su tesis los casos de Dostoievski y Turgueniev en Rusia, que al igual que Shakespeare en Inglaterra, son escritores nacionales en sus países, y su condición nacional es la que les abre, a su juicio, la posibilidad de ser leídos como escritores universales. Señala que su postura no era producto de un chovinismo ingenuo, y advierte el “sentimiento de inferioridad psicológica y de extraña desconfianza en la que arranca aquel impulso universalista” (5). Denomina lo nacional un universal contenido: “Lo nacional, trasladado a una categoría estética o literaria, tiene un universal contenido, mientras que los señores Téllez y Carranza piensan que ‘lo universal no es sino la abolición de toda frontera geográfica’” (5).
En los artículos publicados en El Tiempo (“Más sobre el nacionalismo literario”, del 4 de junio y 19 de julio de 1941), refuerza esta idea de lo nacional como lo “universal contenido” y advierte que “cada pueblo, cada raza tienen una manera peculiar de vivir, de sentir, de pensar, y aún de morir, por esto no podría reaccionar lo mismo un alemán frente al maquinismo devorador como un zapatero bogotano” (5). Desde su punto de vista lo nacional, más que una serie de lenguajes o localismos de los personajes, es un sentimiento interior y una especial manera de percibir las cosas: “Es la manera de reaccionar donde reside lo nacional” (5). Vuelve a cuestionar la reducción de lo regional al cuadro de costumbres y el habla folklórica; cita de nuevo a Shakespeare y a Goethe; y en el último de los artículos señala: “Ocurre que en la mayoría de nuestros hombres de letras y la realidad colombiana hay una especie de divorcio, de separación injustificable, que amenaza con destruir toda base para una cultura, una literatura, un arte, nacionales” (5). El autor sostiene que se requería pensar lo colombiano “para darle una jerarquía cultural” (5). Termina su nota periodística del 19 de julio con la sentencia, que le sirve de leitmotiv, “lo regional es lo que nos permite ser universales” (5).
Jaques Gilard analizó este debate “nacionalismo (que es también centralismo) y universalismo (que es también cosmopolitismo)” (“Colombia” 219) y consideró que fue una polémica clave para demostrar la transición entre la literatura coloquial y nacionalista, y la apertura a una literatura moderna y cosmopolita. El fondo de la discusión es la comprensión del proceso de modernización en el país, principalmente, bajo los gobiernos liberales instalados en el poder desde 1930 (220). Para el profesor francés, el nacionalismo se convirtió en un bloqueo al proceso de modernización liberal y con ello a “las actitudes innovadoras, que la clase dirigente, en voz de sus intelectuales a sueldo (fueran liberales santistas o conservadores), marcaba con el negativo sello de cosmopolitismo” (220). A su juicio, lo de menos era el mote de Caballero como “nostálgico y folklórico”, y Zalamea como “moderno y cosmopolita”, sino la confrontación de dos visiones de la literatura que definían el horizonte al cual debía apuntar el desarrollo literario y cultural, y con ello de la definición de la nación. De esta manera, cuestionaba como el modelo de identidad colombiana se simplificó en la figura del campesino blanco: “El altiplano central —geográfica y políticamente central— era sobre todo el lugar del latifundio y había allí más peones mestizos que campesinitos— por lo demás, también mestizos. Corresponde entonces al campesino de Santander, más blanco, convertirse en símbolo de la nacionalidad, hombre de una región que no siendo periférica, tampoco es del todo central” (Gilard, “El debate” 47).
Gilard reconoce que Vargas Osorio es un “narrateur de qualité” (“Du nationalisme...” 239), pero cuestiona la ideología que subyace a su defensa del regionalismo. No hay que olvidar el contexto global que se experimentaba en los años cuarenta del siglo pasado con el ascenso del fascismo europeo, consecuencia de un exacerbado nacionalismo que desencadenó una guerra mundial. En efecto, la generación de nuevos escritores (Mutis, García Márquez, Cepeda Zamudio, etc.) sigue los pasos de la nueva narrativa norteamericana, especialmente en voz de Faulkner, y deja atrás la preocupación por retratar los paisajes regionales costumbristas. Hubo, sin duda, una transformación de las formas de narrar y de relacionarse con la tradición local y global. Sin embargo, este desarrollo surgió en el contexto de la discusión sobre la identidad nacional de la literatura. En el caso del Boom, no simplemente implicó una imitación de las culturas periféricas con las hegemónicas, sino que se reconfiguraron elementos externos en los propios contextos (Rama, Más allá del Boom). El Boom supuso la proyección de la literatura latinoamericana a nivel internacional, y también reveló la capacidad de la narrativa regional para ser un vehículo de modernidad y experimentación literaria, sin perder lo que suponía un anclaje a sus propias raíces culturales.
Siguiendo a Mariano Siskind, si algo caracterizó por ejemplo a la obra temprana de García Márquez (epítome de este escritor universal de origen colombiano), es combinar su capacidad para conectar con ciertas dimensiones universales, tanto narrativas como problemáticas, con la particularidad de las formas locales y particulares, que puede definirse como “narrativas de opresión”. Siskind introduce la idea de narrativas de opresión en el contexto de la literatura latinoamericana y su relación con la modernidad global a través del estudio del concepto de cosmopolitismo. El profesor de Harvard sostiene que los autores latinoamericanos han empleado el cosmopolitismo como “una práctica literaria estratégica que se abre paso en el ámbito de la universalidad, denunciando tanto las estructuras hegemónicas de exclusión eurocéntrica como los patrones nacionalistas de auto-marginación” (Siskind 6). Las narrativas de opresión se manifiestan en la tensión entre la aspiración a una identidad literaria universal, con las limitaciones impuestas por las estructuras de poder dominantes y las tendencias nacionalistas que perpetúan la marginalización. Su posición marginal supone entonces que están intrínsecamente ligadas a la experiencia de exclusión y al deseo de pertenencia y reconocimiento en un contexto global que históricamente ha relegado a las culturas periféricas. Para Siskind, las narrativas de opresión en la literatura latinoamericana emergen de la confrontación del deseo de integrarse en una modernidad global, y las barreras impuestas por las estructuras hegemónicas y nacionalistas que perpetúan la exclusión y el gesto de automarginación de algunas élites locales.
En este sentido, si la apertura cosmopolita dio entrada al Boom, su universalización responde también a la reconceptualización de esas narrativas de opresión. La llegada de nuevas tradiciones globales significó un respiro al asfixiante localismo y al espíritu nacionalista que se imponía a los escritores para ser considerados representativos de la literatura colombiana. Pero este contacto con la literatura regional también fue fundamental. De algún modo, si se mira con cuidado, la fórmula que propuso Vargas Osorio permitió que las obras encontraran un camino universalista, o cosmopolita, desde un regionalismo, que evoca la preocupación por la nacional, pero descentra su eje y reconoce las diferencias. En vez de reproducir los escenarios ajenos e imaginarios de una pareja en Dublín (y no porque no fuera posible y hasta necesario), se pensó en la urgencia de explorar las geografías humanas locales. De ahí que Vargas Osorio insista que la otra cara de la moneda del sentimiento de inferioridad, de creer que no se puede imaginar más allá de nuestras fronteras regionales, es el creer que el territorio en el que se nace no es literario o carece de suficiente profundidad. Tampoco hay que olvidar que el autor santandereano fue uno de los pocos escritores nacionales incluidos en la exigente y de vocación internacional revista Crónica de Alfonso Fuenmayor, y su magisterio como cuentista, como advierte Duque, fue reconocido desde el principio en calidad de ser uno de los pioneros del cuento moderno en el país.
3. Una cuestión abierta
Luego de la publicación de “Santander” en los siguientes números aparecen otros textos de “La geografía literaria de Colombia”, como los de “El Valle del Cauca”, de José Ignacio Libreros, o el de Antonio Brugues sobre el Huila. Las entregas siguieron con regularidad hasta diciembre de este mismo año, con un estilo semejante al texto de Vargas Osorio, en el que se trataba de presentar algunas de las características de la naturaleza del paisaje y su relación con la psicología de sus habitantes, aunque quizás sin la misma profundidad filosófica del santandereano. Fueron escritos por escritores poco conocidos entre la élite capitalina, por lo que se proponía como un espacio para las “voces regionales”. Sin embargo, la duración de esta sección coincidió con la temprana muerte del autor, y con un giro de la cuestión regional. La polémica sobre nacionalistas y cosmopolitas, en los términos propuestos, se opacó. Hernando Téllez “ya advertía signos de agotamiento en los temas de la selva y el llano, del hombre primitivo y su aventura a un medio físico incivilizado” (Jiménez 194). Carranza además publicaría su famoso texto Bardolatría, con el cual se abriría una nueva polémica sobre la poesía que posicionaría en el imaginario público al nuevo grupo de Piedra y cielo; por cierto, Vargas Osorio también participa en el debate, recibiendo un elogioso comentario del escritor mexicano Alfonso Reyes.
Para Erna von der Walde, “Si bien la multiplicidad y diversidad geográfica, cultural e histórica de Colombia son innegables, la ‘región’ es ante todo un discurso, un dispositivo que se ha hecho operativo dentro de las relaciones de poder y en los conflictos políticos” (244). Sin duda, la idea de región ha sido más que una cuestión estética, un dispositivo con fines políticos-ideológicos en sintonía, la mayoría de las veces, con el proyecto conservador. Pero el problema del regionalismo no es solo un problema político partidario, sino también de política literaria. Vargas Osorio no limitaba el número de temas a los que debería referirse un autor. Mucho menos piensa que los novelistas colombianos no pueden dedicarse a temas “mayores” o de la “gran cultura” y deben ceñirse en exclusivo a esos temas “locales”. Con esto se enuncia paradójicamente, al mismo tiempo, la crisis de estas posiciones binarias: ¿cómo definir al fin y al cabo qué es lo menor o mayor? ¿Qué es lo local y lo universal? ¿Qué es lo regional y lo nacional? El reconocimiento como “minoría” o escritor regional no es en todo caso un pasa bordo para entrar a “primera clase” e integrar al grupo de “escritores mayores” o “nacionales”. Este reconocimiento de la “literatura regional”, para decirlo mejor, implica el reconocimiento de su condición de regional como un valor en sí mismo. De ahí que la posición combatiente de un autor como Vargas Osorio, más que la de aspirar a llegar a la plena autonomía de lo literario, a reproducir un campo literario ideal como el europeo (francés), consista (aún desde una ideología conservadora, como es el caso particular de este escritor) en romper esta noción colonial de canon, y abrir sus márgenes en nuevas direcciones.
A partir de un autor como Vargas Osorio, se puede pensar —y quisiera dejarlo aquí simplemente como una provocación— lo que sería un giro copernicano a la idea de Literatura Mundial entendida como el conjunto de autores que configuran el canon y sobre el que giran en torno otros escritores menores —regionales—, emulando la gravitación de los planetas y las estrellas. Quizás el universo literario es distinto. Vale la pena imaginar que los escritores globales son en realidad los que gravitan sobre una red de autores “regionales”, que van apareciendo y desapareciendo; fertilizando el terreno literario; constituyendo y creando entre sí una tradición. Se trata entonces de cambiar de algún modo nuestra mirada sobre el eje del sistema literario y su organización —y también su historia por supuesto—, en estos autores regionales que de algún modo han sido definitivos para la consolidación de un paisaje cultural. Y no solo porque gracias al conjunto de estos autores regionales, como Vargas Osorio, es que se entiende mejor el desarrollo de una literatura nacional, que ha sido producto de entrecruzamientos y de diálogos con diversas tradiciones, los cuales han sido definitivos para establecer los mapas y renovar las fronteras de la identidad geográfica literaria; sino que es lo que también permite propiciar otros caminos, establecer otras identidades, más allá de ese moderno concepto de nación, de región y de la misma concepción de lo que todavía entendemos por literatura.
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1. Esta situación ha cambiado gracias a la edición de antologías de sus escritos, en la editorial de la unab con Santander: alma y paisaje y Biografías imaginarias; luego en la uis con Cuentos; y finalmente La muerte es un país verde con la Universidad Autónoma de Madrid con prólogo de Héctor Abad Faciolince. La unab se adelanta ahora un proyecto de edición digital académica de sus obras.
* sperez402@unab.edu.co, doctor en Literatura, Universidad de Antioquia, Colombia.