Abismos de movimiento: la crítica del desierto en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe
An Abyss of Movement: The Desert in Porque parece mentira la verdad nunca se sabe
Abismos de movimento: A crítica do deserto em Porque parece mentira la verdad nunca se sabe
Andrea Garcés Farfán*
Freie Universität Berlin, Alemania
http://dx.doi.org/10.25025/perifrasis202516.34.05
Fecha de recepción: 13 de abril de 2024
Fecha de aceptación: 8 de agosto de 2024
Fecha de modificación: 15 de agosto de 2024
Resumen
La representación de los desiertos norteamericanos como vacíos, atemporales, peligrosos, marginales e infértiles ha desempeñado un papel fundamental en la consolidación de Estados Unidos, México y sus regiones fronterizas. Desde el siglo xix, la vastedad y la aridez del desierto han servido para justificar la apropiación de nuevos territorios, mecanismos de control estatal y proyectos modernizadores a ambos lados de la frontera. Con el fin de explorar la representación del desierto en la literatura local de las regiones áridas, este artículo propone un análisis ecocrítico de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe de Daniel Sada. El análisis mostrará cómo, al narrar el movimiento de sus personajes humanos y no humanos, la novela de Sada no solo le devuelve la historia y la (bio)diversidad a un territorio supuestamente vacío y atemporal, sino que además critica la concepción occidental del desierto y sus efectos en el desierto de Chihuahua.
Palabras clave: Daniel Sada, desierto, ecocrítica, México, movimiento, frontera, migración, agua
Abstract
The portrayal of North American deserts as empty, timeless, dangerous, marginal, and infertile has been crucial in the consolidation of the United States, Mexico, and their borderlands. Since the nineteenth century, the vastness and aridity of the desert have justified the appropriation of new territories, mechanisms of state control, and modernizing projects on both sides of the border. In order to explore the representation of the desert in the local literature of arid regions, this article presents an ecocritical analysis of Daniel Sada’s Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. I propose that by narrating the movement of its human and non-human characters, Sada’s novel not only gives back historical depth and (bio)diversity to a supposedly empty and timeless territory but also criticizes the Western conception of the desert and its effects on the Chihuahuan desert.
Keywords: Daniel Sada, desert, ecocriticism, Mexico, movement, border, migration, water
Resumo
A representação dos desertos norte-americanos como vazios, atemporais, perigosos, marginais e inférteis foi crucial para a consolidação dos Estados Unidos, do México e de suas fronteiras. Desde o século xix, a vastidão e a aridez do deserto justificaram a apropriação de novos territórios, mecanismos de controle estatal e projetos de modernização em ambos os lados da fronteira. A fim de explorar a representação do deserto na literatura local de regiões áridas, este artigo apresenta uma análise ecocrítica da obra Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada. Como a análise mostrará, ao narrar o movimento de seus personagens humanos e não humanos, o romance de Sada não apenas devolve a profundidade histórica e a (bio)diversidade a um território supostamente vazio e atemporal, mas também critica a concepção ocidental do deserto e seus efeitos no Deserto de Chihuahua.
Palavras chave: Daniel Sada, deserto, ecocriticismo, México, movimento, fronteira, migração, água
1. Introducción
En No Species is an Island, el biólogo Theodore H. Fleming hace un recuento de diez años de investigación en el mar de Cortés acerca de la fascinante relación entre el murciélago magueyero menor, un potente polinizador de unos nueve centímetros de longitud, y tres especies de cactus columnares. En su fascinante viaje por las temporalidades y las cartografías de la evolución, el autor encuentra algunas de las formas de reproducción vegetal más extrañas del planeta (32), revela las redes invisibles que conectan la vida con su entorno, y reflexiona sobre las múltiples formas en que la actividad humana puede transformar relaciones entre especies que han sido tejidas durante eras de evolución conjunta (48). Como sugiere la referencia al célebre verso de John Donne en el título, el relato de Fleming nos recuerda que cualquier cosa que suceda en esta pequeña franja de tierra puede tener repercusiones no solo en el desierto de Sonora, sino también en Norteamérica y en el resto del planeta. Además, como sucede a menudo en los desiertos terrestres, su relato es una extraordinaria historia de migración: las madres magueyeras recorren en algunos casos más de mil kilómetros desde el sur de México para anidar en cuevas y minas abandonadas del desierto de Sonora (43) y, una vez ahí, algunas viajan hasta cien kilómetros cada noche para alimentarse de los frutos de los cactus columnares que crecen en la otra orilla del mar de Cortés (44).
La abundancia y el ruido del desierto descrito por Fleming, así como las largas rutas que siguen los murciélagos y los demás polinizadores de las plantas del desierto de Sonora, sirven para reevaluar dos características contradictorias del desierto en la cultura occidental: el vacío y el movimiento. Según Uwe Lindeman, desde la Antigüedad el desierto ha sido para Occidente ante todo negatividad, lo opuesto a la civilización y a lo que la sustenta: las ciudades, la agricultura, el orden (88). Sin embargo, esta negatividad, a menudo descrita como “ausencia”, “carencia” o “vacío”, ha estado siempre asociada al movimiento de los cuerpos que habitan o llenan el desierto, bien sea en forma de nómadas exóticos, tormentas de arena, camellos, exploradores o, en la actualidad, las travesías de millones de migrantes que cruzan desiertos como el Sahara o los desiertos de Sonora y Chihuahua en busca de un lugar seguro.
Durante el siglo xix y la primera mitad del siglo xx, la descripción del paisaje americano como un desierto fue crucial para la consolidación de los Estados-nación americanos. La idea de vacío y las imágenes de desolación invocadas por la palabra desierto sirvieron para legitimar la colonización y la transformación de las regiones descritas como tales, así como para borrar las prácticas de vida y las manifestaciones culturales de sus habitantes (Uriarte 145). Esta forma de entender el desierto, heredera de ideas imperiales sobre la naturaleza y de nociones decimonónicas de “civilización” y “progreso” —según las cuales “el movimiento de la historia (imperial) se mide por la distancia respecto del estado de naturaleza y de los grados de barbarie humana, y por su capacidad de transformación de lo natural en civilización (europea)” (Nouzeilles 20)—, dio lugar a una amplia producción cultural que a su vez justificó proyectos de modernización centrados en la minería, en la agricultura y la ganadería intensivas, que causaron efectos devastadores en ecologías tan variadas como la pampa, la caatinga y la selva amazónica en lo que Jenifer French llama “la segunda revolución ecológica” del continente (162).
El papel del desierto como imagen del vacío en la literatura y la historia latinoamericanas ha sido analizado extensamente por parte de los estudios y la literatura latinoamericanos1. Sin embargo, en el caso de territorios efectivamente desérticos, como la franja árida que atraviesa Norteamérica, a estas ideas sobre la naturaleza y el paisaje se sumaron a ideas relacionadas con la aridez propiamente dicha. Como muestra Catrin Gersdorf, la aridez del Great American Desert fue fundamental en el desarrollo de la identidad estadounidense, pues representaba no solo los límites del discurso de abundancia que había caracterizado el imaginario de América hasta entonces, sino también en el elemento topográfico que la diferenciaba de Europa (14). En una época en la que el atractivo de los paisajes desérticos crecía a nivel mundial gracias al surgimiento del turismo y la explosión de los relatos de viajes, la aridez representaba a la vez la potencialidad del territorio, lo que los desiertos podían llegar a ser en las manos correctas, y aquello que debía ser desterrado o controlado a toda costa. De ahí que poblar las regiones áridas y controlar el movimiento tanto de sus habitantes —humanos y no humanos— como de sus recursos haya sido esencial para imaginar y construir la nación, con base en una idea de progreso que Mary Pat Brady describe como “a rush to produce space (railroads, canals) in order to overcome space” (4).
A pesar de las notables diferencias ideológicas entre Estados Unidos y México, el afán por construir infraestructura para transformar los desiertos en espacios productivos e integrarlos en la economía nacional y global también caracterizó la actitud del Estado mexicano, sobre todo después de la Revolución, cuando el gobierno federal inició un progreso agresivo de modernización de las regiones fronterizas que incluyó, por ejemplo, la transformación radical de las prácticas agrícolas y la construcción de represas de hormigón y sistemas de riego con canales para reemplazar sistemas de irrigación efímera (Rojas Rabiela y Gutiérrez Ruvalcaba 285). Desde entonces, el avance irrefrenable de la urbanización y la modernización ha transformado la forma de vivir, entender y recordar las regiones áridas de Norteamérica a ambos lados de la frontera, transformando —o sustituyendo— a quienes habían vivido de la tierra en personas que simplemente “happened to live on the land” (Bowden 7). La construcción de ferrovías, carreteras e infraestructuras para controlar el flujo del agua ha contribuido al desarrollo de enormes centros urbanos, al abandono de prácticas de subsistencia (Pérez-Taylor 23) y a la imposición de la minería y de formas de producción agrícola desarrolladas en territorios radicalmente distintos (Gersdorf 18). Este impulso modernizador, ha desertificado estas regiones en el sentido más amplio del término, es decir, las ha vaciado, por un lado, de otros modos de habitar la tierra para crear una y otra vez la tabula rasa prometida por el imaginario del desierto y, por el otro, de todo tipo de especies y “recursos”, incluidos el agua y los nutrientes del suelo.
Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), del escritor mexicalense Daniel Sada, ofrece una mirada local y relativamente reciente de los desiertos mexicanos, en particular del desierto de Chihuahua. Este artículo busca mostrar cómo, desde esta perspectiva interna, Sada cuestiona la idea del desierto y sus lugares comunes en la literatura, al mismo tiempo que critica las prácticas modernizadoras y las ideas de progreso que han sido impuestas, a menudo sin éxito, en el norte de México. Por medio de una lectura ecocrítica centrada en los movimientos de los seres humanos, las plantas, los animales y el agua que recorren la novela, se muestra cómo Sada (re)crea un desierto con características materiales específicas que contradice explícitamente el imaginario occidental del desierto y permite hacer visibles los tipos de violencia que han marcado la región. Asimismo, se estudia cómo el movimiento y la morfología tortuosa que caracteriza tanto el desierto real como el desierto literario se ven reflejados en la estructura, el ritmo y el lenguaje de la narración, lo cual facilita la reflexión de la novela sobre el potencial y los límites de la literatura para encontrar la verdad y narrar la violencia.
2. Caminos para poblar y despoblar el desierto
Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, considerada la obra cumbre de Daniel Sada, ha sido descrita como “la novela más endiabladamente difícil de la literatura mexicana”, una especie de barroco del desierto comparable a la obra de autores como José Lezama Lima y Joao Guimarães Rosa (Domínguez Michael). La novela de más de seiscientas páginas, escritas en una prosa que a menudo parece tener métrica, cuenta una historia que podría contarse en unas pocas líneas: en Remadrín, un pueblo ficticio localizado en un Estado imaginario del norte de un país llamado Mágico, ubicado al sur de Estados Unidos, las urnas de las elecciones municipales fueron robadas a mano armada. Cuando la gente sale a protestar a las calles —o, mejor, a las carreteras sinuosas que conectan Remadrín con otros pueblos—, ocurre una masacre. A partir de ahí, la historia rompe en movimiento: algunos personajes huyen, otros buscan en vano los cuerpos de los desaparecidos, un camión atraviesa el desierto repartiendo cuerpos sin familia, las autoridades persiguen gente en las carreteras. Pero nada se resuelve. La maraña de personajes, puntos de vista, voces y registros lingüísticos que pueblan la novela no narra propiamente una historia, sino la imposibilidad de contarla, haciendo de la novela una especie de tratado sobre la relación entre la realidad, lo que se dice sobre ella y la forma como se dice (o se escribe). Hacia el final, el nudo de historias, caminos y opiniones que constituyen la novela se desata para revelar lo único que no sabíamos desde el principio: estamos ante la historia de la desaparición de un pueblo. Uno a uno, los personajes que cumplen algún rol relevante en la historia abandonan Remadrín, el cual se ha vuelto un pueblo de policías, militares y fantasmas. Lo único que queda de los personajes principales es un pedazo de papel con una dirección, la única coordenada precisa que aparece en toda la novela. El papel vuela por el desierto. También él está a punto de desaparecer.
Mediante este proceso de poblamiento y vaciamiento de la novela, surge un desierto ficticio hiperliterario —en ocasiones hilarantemente alegórico— y a la vez profundamente arraigado en la topografía, la biología y la historia de su territorio de referencia. Esta doble naturaleza le permite a la novela cuestionar la representación canónica del desierto en la tradición literaria occidental y los efectos de las malas lecturas del desierto, que la novela asocia a los proyectos modernizadores que han poblado y despoblado el norte de México. Al poner en primer plano el espacio y el movimiento dentro de ese espacio, el narrador de Sada hace visible el desierto mientras intenta superar los límites de la literatura para narrar la desaparición y la violencia.
2.1. Poblar el desierto de palabras y de abismos
Daniel Sada dijo alguna vez que el desierto es un lugar ideal para inventar cosas porque “en el desierto no hay nada” (Daniel 22). Aunque esta afirmación quizá deba ser leída más como un comentario sobre la idea de lo que es un desierto, en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe esta supuesta libertad narrativa pareciera ir acompañada de un impulso desaforado por poblar esa tabula rasa. Por las páginas de la novela desfilan decenas de personajes, partidos políticos, pueblos, ranchos y ciudades, a los que se suman cualquier cantidad de arbustos, maleza, árboles, perros hambrientos, burros, caballos, vacas, chivos, víboras, miles de hormigas y zancudos, y un sinnúmero de carreteras, precipicios, cuevas y caminos destapados. Poblar el desierto quiere decir sobre todo poblarlo de sustantivos, nombres propios y, en general, de un lenguaje tan profuso y enmarañado como las historias de sus personajes; un lenguaje que se mueve entre una oralidad difícil de localizar y un sinfín de cultismos y arcaísmos que contribuyen a ubicar la novela en un no-lugar espaciotemporal. No en vano el único mapa que aparece en la novela es un mapa bastante autorreferente, que según el narrador ha sido hecho a mano y probablemente es una estafa, “un mapa-enigma, digamos: cafesón: tirando a caqui: … ¡maravilla!: salpicado a la barata de puntos, ríos, carreteras, vías de tren y hasta cadenas montañosas y lagunas” (440). Los únicos referentes que ayudan a ubicar la novela en un plano espaciotemporal son externos. El lugar más fácil de ubicar en esa cartografía imposible es la ciudad fronteriza de Pencas Mudas, gracias a su espanglish y a la referencia a ciudades en Estados Unidos que, a diferencia de las de Mágico, conservan sus nombres reales. Asimismo, la mejor pista para ubicar temporalmente la historia viene de afuera: casi al final de la novela, uno de los personajes le dice a su amor platónico que se vayan juntos a Orlando donde el próximo año abrirá Disney World (535). Walt Disney World abrió sus puertas el 1 de octubre de 1971.
Sin embargo, a pesar de la desorientación, es claro que este lugar sin coordenadas no es un lugar cualquiera. Aunque la frase que dio origen al título de la novela viene de una charla que el autor escuchó en Culiacán, Sinaloa (Daniel 22), Sada declaró en varias entrevistas que la novela alude a todo el norte de México, especialmente al Estado de Coahuila (22) y, por tanto, no a su desierto natal, el desierto de Sonora, sino al desierto de Chihuahua. Esta declaración es respaldada por la consonancia entre Coahuila y Capila —el nombre del estado imaginario en el que se desarrolla la mayor parte de la historia— y por otros topónimos basados en ciudades y pueblos de Coahuila como Brinquillo (Saltillo), Pencas Mudas (Piedras Negras), San Chema (San Buena/San Buenaventura), entre otros (22). Si bien los pueblos ficticios no son iguales a sus supuestos referentes, la especificidad de Coahuila como región de referencia moldea tanto las acciones de los personajes como la narración, cuya estructura tortuosa y fragmentaria refleja el terreno montañoso del desierto de Chihuahua. El desierto de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe es árido, pero con ríos; caliente, pero con sombra; vastísimo, pero con visibilidad limitada; difícil de cartografiar, pero lleno de puntos de referencia; polvoriento, pero más bien rocoso; con noches estrelladas, pero también días en que las nubes se instalan sin tregua. Los personajes de Sada suben y bajan de los cerros; se esconden en cuevas; pasan constantemente de zonas de mayor a menor aridez; descansan bajo árboles protectores, y hasta pasan el día en balnearios a la orilla de diferentes ríos.
La relación de esa topografía particular, la trama y el estilo de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe se ve en una de las mejores descripciones panorámicas de la novela, que aparece cuando un personaje que está a punto de ser asesinado logra matar a su verdugo en un lugar conocido como “la cuesta más peligrosa del estado de Capila” (125): La Malhaya. El tramo, cuyo nombre proviene de una interjección que significa “¡Que le sobrevenga el mal!, ¡que sea maldito!” (Diccionario del español de México, “Malhaya”), es descrito como un cañón: “La Malhaya era un cañón. Eran como seis kilómetros de cerros en cordillera. Otros cerros a los lados, en montones o en racimos, o como mejor resulte la figura ¿en agorzomos?, la cosa es que no había llanos que pudieran divisarse” (152). La vastedad de este desierto no corresponde entonces a una planicie interminable ni a las dulces ondulaciones de las dunas, sino a una serie aparentemente ilimitada de bifurcaciones e inflexiones del terreno, que fatigan a quien las recorre y son usadas a menudo como lugar o pretexto para muchos de los crímenes que ocurren en la novela. Poco antes de que se narre esta escena, por ejemplo, se habla de otra persona que es asesinada y desaparecida por el ejército, y luego dada por una de las muchas víctimas de La Malhaya (125), y más adelante se narra cómo el camión que va repartiendo los cadáveres de los manifestantes por el desierto va perdiendo cuerpos de curva en curva, para alivio de los vivos que dejan de ser asediados por los buitres (381).
Por otra parte, el uso de la interjección como topónimo y el término “agorzomo” —derivado del verbo “agorzomar” que significa “fastidiar, agobiar, abrumar una persona a alguien” (Diccionario de americanismos, “agorzomar”)— revelan cuán hilvanados están el terreno, la trama y el uso del lenguaje en la novela. Al igual que el desierto de Chihuahua y el desierto de la novela, la trama está llena de recorridos retorcidos y personajes abrumados que huyen del asedio de otros y el estilo narrativo está lleno de quiebres, cumbres y abismos marcados por el uso frecuente de interjecciones, signos de admiración, dos puntos y puntos suspensivos. Asimismo, la mirada de los personajes y su acceso a la verdad son siempre sesgados, “al bies”, siempre a la izquierda de los dos puntos, en el umbral de una revelación que nunca llega, como el paisaje descrito desde un valle por uno de los personajes más importantes de la novela: “Inocente era su mirada hacia un pespunte —¿hacia dónde?—: por entre cerros: al bies: lejanos, siempre los mismos, los que vio, dimensionados, como predestinación: a tajos, desde su infancia, desde atrás de una ventana: los que estaban hacia el sur, en cadena rebordeada” (89).
La especificidad de este desierto literario sirve también para cuestionar explícitamente o incluso para burlarse de la apreciación del paisaje y de las connotaciones tradicionales del desierto en la literatura. Mientras que el Big Bend National Park, ubicado al otro lado de la frontera, invita a sus visitantes a disfrutar de las mismas vistas tortuosas que aparecen en la novela de Sada en los senderos de uno de “los últimos rincones salvajes” de Estados Unidos (US National Park Service), en Capila, la belleza del paisaje no es más que una fuente de mentiras o de melancolía inútil. En varias ocasiones, el paisaje insinuado por los impulsos poéticos del narrador se desinfla o simplemente no puede ser disfrutado debido a la precariedad de la realidad. Lo que empieza como una descripción de un paisaje sublime de tintes dorados, violeta o azulados —según la hora del día— se transforma al cabo de pocas frases en un “llano cual cuero curtido donde no había ni siquiera pelaje de culantrillos, ni hierbas cucas ni trulas, ni achicorias ni ortiguillas; piedras: solo unos balastos, peladillas de cascajo” (291), o simplemente en “un emplasto melancólico” que podría disfrutarse “si no hubiera tanto nervio, tanta prisa, tanta hambre: de por sí, y cierta inseguridad” (216).
Ni siquiera el eremita de la novela logra cumplir con su rol arquetípico. Juan Filoteo González, un viejo rico del pueblo que decide irse a un rancho ubicado en un lugar remoto para llevar la vida de un santo, es decir, para vivir “aislado y sufriendo” (223), es ridiculizado por el narrador y fracasa inmediatamente en su cometido, pues apenas llega a su lugar de soledad le entra la urgencia de fumarse un cigarrillo (229) y además se encuentra un cielo lleno de nubes que evitaban “el sortilegio de alguna revelación” (250). Después de varios ires y venires, el eremita fallido decide suicidarse, pero no sin un último gesto consecuente con la forma afectada y plagada de convenciones literarias como ha percibido siempre el desierto: decide colgarse de un árbol “buscando también que su cuerpo fuese adorno de todo lo que él amó: su rancho, el campo, ¡el desierto!, crasas ilusiones ópticas donde el rejuego era ensamble de ayeres y porvenires” (412).
Estas ilusiones de “ayeres y porvenires” parecen ser lo que motiva a todos los personajes a desplazarse por el desierto. Ya sean ermitaños, mandaderos, manifestantes, los padres de las víctimas de la masacre o incluso sus victimarios, todos los personajes de la novela caminan o migran en busca de refugio, de la verdad o de un futuro mejor, metas igualmente ilusorias. Es gracias a este movimiento que la novela se puebla de cada vez más personas y lugares. A medida los personajes se desplazan, sus historias se entrelazan y se sobreponen en el tejido de cerros, valles y ríos que se va construyendo con sus migraciones. Es entonces por medio del movimiento que la novela demuele el desierto literario tradicional y crea otro tipo de desierto, también literario, que no se rige por las convenciones de la mirada paisajística y que, a pesar de la violencia, está lleno de vida. No obstante, puesto que el movimiento de los personajes es desencadenado por la mentira y la violencia política, a medida que la novela se llena, Remadrín se convierte progresivamente en un pueblo fantasma. La mayoría de las cosas, las personas y los animales que aparecen en el libro están muriendo o se están yendo. Es como si todo en el universo de la novela estuviera a punto de desaparecer.
2.2. Un desierto lleno de fantasmas
Dos agentes claves para entender este proceso de desaparición son los buitres y el agua. Aunque no falta el optimista que ve en los buitres “la alegría sobrentendida que no tardará en llegar” (104), su omnipresencia es una de las estrategias principales de la novela para señalar y darle cuerpo a la violencia política que permea sus páginas. Como se mencionó anteriormente, estas aves de rapiña literalmente persiguen los cuerpos sin vida de los personajes a lo largo de las carreteras y los abismos del desierto. A diferencia de otras referencias insistentes a la muerte, como la mención reiterada del olor de los cuerpos e incluso de la sangre en proceso de putrefacción, estos “pigres pájaros glotones” (108) no son solo un marcador de la muerte, sino un agente más de desaparición. En un lugar donde las condiciones atmosféricas y la salinidad de la tierra podrían preservar los cuerpos, los buitres los devoran antes de que inicie el proceso de momificación o antes de que cualquier caminante o conductor note su presencia y pueda reconocerlos. Cuando los policías notan los cadáveres que deja el camión a su paso, el narrador se ve en la obligación de aclarar que se trata de “viles esqueletos, pues ya casi no tenían carne de hondura, es decir: nomás alguna pegada a los huesos, cualquier cosa. ¡LOS BUITRES SE ATRAGANTARON!” (450). Así pues, además de simbolizar la violencia y la avaricia de los políticos, los policías y los militares —quienes son descritos como buitres en al menos una ocasión (318)—, los buitres completan su trabajo y borran toda huella de lo sucedido, lo cual perpetúa la búsqueda de la verdad.
Por otra parte, los buitres están relacionados con la desaparición más allá de la violencia política. Incluso antes de que haya un camión con cuerpos que pueda ser asediado por los buitres, el narrador menciona varias veces a estas aves en relación con desastres naturales e incluso como un signo de los procesos de (des)urbanización de Remadrín. En un punto, el narrador menciona que los buitres abandonaron hace mucho el pueblo, al igual que “las parvadas de urracas, auras, chanates” que solían reunirse a cantar en la plaza todas las tardes (100), y afirma en tono nostálgico que “antes la naturaleza ofrecía más colorido, y por ende percepciones más allá del puro ver. Ahora lo gris ilumina y reúne medianías” (100). Aunque no es claro si se refiere a la mediocridad de los ciudadanos o de las intervenciones urbanísticas, el narrador sugiere más adelante que lo que una vez fue una plaza llena de vida fue reemplazada por una estructura de cemento sin árboles para evitar el fastidio causado por el excremento de las aves. Este comentario, que podría pasar fácilmente desapercibido, es un ejemplo no solo del papel de los buitres como heraldos de la desaparición y la decadencia del pueblo, sino también de una crítica sutil pero constante del abandono estatal y los proyectos de modernización mediocres a lo largo de la novela.
Los blancos de esta crítica incluyen un plan para crear una red telefónica que al final se reduce a un solo teléfono por pueblo, carreteras destartaladas, ferrocarriles abandonados, autobuses desvencijados e incluso un miedo irracional a las radios que las mujeres del pueblo usan para escuchar radionovelas. Sin embargo, la crítica más insistente tiene que ver con la gestión del suelo y el agua. En la novela, ni el Estado —casi siempre ausente, excepto como agente de corrupción y opresión— ni los habitantes de Remadrín y los pueblos aledaños parecen ser capaces de leer e interpretar adecuadamente las dinámicas del agua en Capila. Aunque tanto el desierto construido por Sada como el desierto de Chihuahua son lugares atravesados por ríos y visitados con relativa frecuencia por lluvias o incluso tormentas violentas, el agua es vista por los personajes como una anomalía y es asociada a estados y actividades excepcionales. Los ríos, por ejemplo, son descritos como lugares lejanos y extraordinarios, ubicados fuera de la realidad cotidiana y casi siempre degradados o reducidos a lugares de recreación para las élites (368). De hecho, el río Caro, el río-frontera, es tan delgado que el narrador sugiere que sería posible llegar a Estados Unidos con el impulso de un columpio. Al describir un parque de juegos abandonados en sus orillas, el narrador dice que los únicos juegos que están ocupados son los “columpios estratégicos colocados a dos metros de las aguas del Río Caro para…” (283). Estos últimos puntos suspensivos son representativos de la relación de la novela con este río, que no solo constituye la frontera con Estados Unidos, sino la frontera de la narración. Más que un río que fluye y nutre la tierra, el río Caro es una idea o una línea dibujada en un mapa, una frontera permeable, pero por algún motivo siempre inalcanzable, un horizonte ambiguo que confronta a Mágico con su realidad.
La lluvia, por su parte, es interpretada por los personajes como un signo de catástrofe o un augurio de un futuro mejor, a menudo con resultados nefastos que conducen a los personajes a abandonar Remadrín. Tal es el caso de Cecilia y Trinidad, los protagonistas de la novela, quienes insisten en interpretar las lluvias torrenciales que caen el día de su matrimonio y en la inauguración de su tienda de abarrotes como un hechizo y una bendición a pesar de que las lluvias, como recuerda el narrador, eran un fenómeno conocido por todos (476). Ni siquiera el desastre desencadenado por la lluvia en su boda puede convencerlos de lo contrario. Su disposición supersticiosa a leer este tipo de eventos como señales positivas, incluso mientras sus vidas se desmoronan, los lleva a perseverar en un matrimonio fallido y un negocio en quiebra hasta que lo han perdido casi todo.
Algo similar sucede con Abel Lupicinio Rosas, uno de los patriarcas del pueblo, quien decide construir un molino de trigo en pleno desierto después de que le “cayera una gota de agua en un ojo … cuando ni siquiera había nubes gordas en el cielo” (87). Su epifanía, descrita por el narrador como un chiste en respuesta a un espejismo, puede ser leída como una parodia de los numerosos intentos por forzar la agricultura intensiva en el desierto sin tener en cuenta sus características biológicas y meteorológicas. Asimismo, el narrador describe el lugar en el que Rosas construyó su molino como “un desierto enhuizachado” (87), en referencia al huizache, una planta muy diseminada en Norteamérica que no es fácil de desarraigar y simboliza, por un lado, la resistencia de las especies que prosperan en el desierto y, por el otro, los territorios donde la vegetación ha sido modificada por la actividad humana y la dificultad de desarrollar la agricultura en este tipo de regiones, especialmente la agricultura a gran escala. En efecto, Abel logra enriquecerse con su molino, pero su riqueza es fugaz y al final termina huyendo como todos los demás personajes de Remadrín. Su partida es uno de los últimos episodios de la muerte del pueblo, la cual al final parece inevitable.
3. Conclusión: una muerte anunciada
Aunque Porque parece mentira la verdad nunca se sabe es una novela hiperliteraria sin una preocupación ambiental evidente, en la que la naturaleza y la materialidad del espacio parecen estar en un segundo plano respecto al lenguaje, este análisis demuestra la importancia del desierto de Chihuahua como referente geográfico tanto en la estructura de la novela como en la articulación de su crítica política. Este desierto literario, narrado desde adentro y modelado a partir de las perspectivas de quienes viven en el desierto contradice la imagen estereotípica del imaginario del desierto occidental —incluidas sus versiones latinoamericanas— y sus connotaciones literarias. El desierto que emerge en la novela de Sada no es un espacio vacío y, por tanto, solitario, sino un espacio abandonado por el Estado, pero lleno de gente, animales domésticos y especies nativas del desierto; un espacio vastísimo, pero lleno de abismos y una meteorología caprichosa que impiden encuadrar el territorio en una imagen paisajística.
Por otra parte, si bien la novela articula en algunos momentos una crítica ambiental explícita —como cuando el narrador menciona unas lagunas que había en el desierto antes de que llegaran los humanos (440) o cuando sugiere que la degradación del terreno podría revertirse si hubiera una hecatombe (290)—, este desierto literario no surge de la apreciación despreocupada de la naturaleza, común en las obras de nature writing que han popularizado el desierto al otro lado de la frontera, sino de historias de migración interna casi siempre desencadenadas por la pobreza, la corrupción y la violencia. Aunque los principales agentes de esa violencia son políticos, policías, militares y ricos sin escrúpulos, la lectura atenta a los entrelazamientos entre el territorio de referencia de la novela, la trama y el tejido narrativo permite entender mejor tanto las causas estructurales del abandono que denuncia la novela como su reflexión sobre las posibilidades de la literatura para nombrar la realidad y transformarla.
Remadrín es un pueblo ficticio, pero su historia es igual a la de los muchos pueblos fantasmas que pueblan el norte de México, una región que ha sido marcada por la violencia y por ciclos de urbanización y abandono ligados a proyectos de desarrollo condenados al fracaso. De la minería a la ganadería, pasando por la agricultura intensiva centrada en cultivos como el sorgo y el algodón, el desierto de Chihuahua, así como las regiones áridas y semiáridas que lo rodean, ha sido escenario de historias de abundancia efímeras de las que al final no quedan más que migrantes y algunas ruinas. A pesar del tono pesimista de la novela frente a la posibilidad de acabar con la violencia o (re)descubrir mejores formas de habitar las tierras áridas, la topografía accidentada del desierto de Chihuahua sirve de molde a una experimentación desaforada que usa todos los trucos de la literatura para hacer añicos las ilusiones que han hecho posibles este tipo de proyectos de desarrollo, incluidas las malas lecturas del desierto. Así la verdad sea siempre esquiva, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe consigue destruir el paisaje ideal del desierto para dar forma, sonido y olor a un territorio complejo, y avistar, así sea de forma oblicua, la multitud de vidas e historias que lo han habitado.
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1 Además de los textos ya citados, véanse, por ejemplo, The Desertmakers, de Javier Uriarte, y Un desierto para la nación, de Fermín A. Rodríguez.
*andrea.garces.farfan@fu-berlin.de, MA en Literatura General y Comparada, Freie Universität Berlin.