La relevancia de las humanidades en la educación como pilar fundamental de la democracia, con un enfoque especial en las cuestiones ambientales✽
https://doi.org/10.7440/res91.2025.10
Me siento muy honrada de aceptar este doctorado honoris causa de su distinguida universidad y muy agradecida con todos los que han hecho posible este día.
I. La crisis silenciosa
Estamos en medio de una crisis de enormes proporciones y grave relevancia mundial. No, no me refiero a la pandemia del coronavirus. Al menos todos sabíamos que se trataba de una crisis terrible, a la que teníamos que hacer frente. No, hablo de una crisis que pasa desapercibida, como un cáncer; una crisis que probablemente sea, a largo plazo, mucho más perjudicial para el futuro del autogobierno democrático: una crisis mundial de la educación.
Están ocurriendo cambios radicales en lo que las sociedades democráticas enseñan a los jóvenes, y estos cambios no han sido bien meditados. Sedientas de beneficios económicos, las naciones y sus sistemas educativos están desechando sin reparos las habilidades necesarias para mantener vivas las democracias. Si esta tendencia continúa, las naciones alrededor del globo pronto estarán produciendo generaciones de máquinas útiles, en lugar de ciudadanos cabales que puedan pensar por sí mismos, criticar la tradición, comprender el significado de los sufrimientos y logros de otra persona, y abordar los agudos problemas medioambientales del planeta. El futuro de las democracias del mundo y su capacidad para lidiar los urgentes problemas medioambientales pende de un hilo en un momento en que tanto la democracia como el medio ambiente deberían ser preocupaciones centrales para todos nosotros.
¿En qué consisten estos cambios radicales? Prácticamente en todos los países del mundo, las humanidades y las artes se están suprimiendo, tanto en la enseñanza primaria y secundaria como en la universitaria. Consideradas por los dirigentes como adornos banales, en un momento en que las naciones deben recortar todas las cosas inútiles para seguir siendo competitivas en el mercado global, están perdiendo rápidamente su lugar en los planes de estudio, y también en las mentes y los corazones de padres e hijos. En efecto, lo que podríamos llamar los aspectos humanísticos de la ciencia y las ciencias sociales —el aspecto imaginativo y creativo, y el aspecto del pensamiento riguroso y crítico— también están perdiendo terreno, a medida que las naciones prefieren perseguir el lucro a corto plazo mediante el cultivo de habilidades útiles y altamente prácticas, adecuadas para la obtención de beneficios.
Esta crisis, en mi propio país y en muchos otros, se debe a una falta de reflexión sobre lo que es una nación democrática y a lo que aspira. El problema de la educación está conectado con un paradigma que solo considera el crecimiento económico como índice del progreso de una nación, en lugar de, lo que deberíamos preferir, un paradigma que se centre en la igualdad humana y en la capacidad de cada persona para elegir actividades que valora por distintas razones. Durante mucho tiempo he referido estas como capacidades humanas, habilidades inherentes a la idea de una vida digna del ser humano.
Nada puede ser más crucial para las democracias que procuran las capacidades humanas que la educación. A través de la educación primaria y secundaria, y más tarde en la universidad, los jóvenes ciudadanos forman hábitos mentales que les acompañarán toda la vida. Aprenden a hacer preguntas o a no hacerlas; a tomar lo que oyen al pie de la letra o a indagar más profundamente; a imaginar la situación de una persona diferente o a ver a una persona nueva como una mera amenaza para el éxito de sus proyectos propios. Aprenden a pensar en sí mismos como miembros de un grupo homogéneo o como miembros de una nación, y de un mundo, formado por muchas personas y grupos, y de hecho también por animales no humanos, todos los cuales merecen respeto y comprensión.
La forma estándar de evaluar el progreso de una nación es el crecimiento económico, medido por el PIB per cápita. Este crudo paradigma, por supuesto, se olvida de la distribución, y puede dar altas puntuaciones a naciones como Colombia o Estados Unidos, donde la desigualdad es grande e incluso va en aumento. Tampoco reconoce el hecho de que la calidad y la dignidad de una vida humana es plural y no singular: requiere centrarse en la salud, en la inclusión política, en el empleo, en los animales y el medio ambiente —en resumen, una larga lista de derechos y oportunidades separados, que es lo que Amartya Sen y yo hemos llamado durante mucho tiempo Capacidades—.
El paradigma de crecimiento sugiere a muchos educadores que la ciencia y la tecnología aplicadas tienen una importancia crucial para la salud futura de sus naciones. No deberíamos tener nada que objetar a una buena educación científica y técnica, y no sugeriré que las naciones deban desistir de mejorar en este sentido. De hecho, la ciencia básica, orientada a la verdad y no solo al lucro, es a menudo un fuerte aliado de las humanidades en la lucha contra el empobrecimiento educativo. Lo que me preocupa es que otras capacidades, igualmente cruciales, corren el riesgo de perderse en la vorágine competitiva.
Estas capacidades se asocian con las humanidades y las artes: la capacidad de pensar críticamente; la capacidad de trascender las lealtades locales y abordar los problemas mundiales como un “ciudadano del mundo”; y, por último, la capacidad de imaginar compasivamente la difícil situación de otra persona. Si no cultivamos estas capacidades, nuestras democracias pueden verse socavadas desde dentro, en un proceso que el gran educador indio Rabindranath Tagore llamó “un suicidio gradual por encogimiento del alma”.
II. Educación para la libertad: tres capacidades
Tres capacidades son esenciales para el cultivo de la ciudadanía democrática en el mundo de hoy, especialmente en las naciones que intentan superar las desigualdades persistentes y aspiran a un mayor empoderamiento de todos los ciudadanos, al tiempo que reflexionan bien sobre los problemas medioambientales.
En primer lugar, está pues la capacidad de examen crítico de uno mismo y de sus tradiciones, de vivir lo que, siguiendo a Sócrates, podemos llamar “la vida examinada”. Esto significa una vida que no acepta ninguna creencia como autoritaria simplemente porque ha sido transmitida por la tradición o se ha hecho familiar por el hábito, una vida que cuestiona todas las creencias, afirmaciones y argumentos y acepta solo aquellos que sobreviven a la exigencia de coherencia y justificación de la razón. Para entrenar esta capacidad es necesario desarrollar la habilidad de razonar lógicamente, de poner a prueba lo que uno lee o dice para comprobar la consistencia del razonamiento, la exactitud de los hechos y la precisión del juicio. Las pruebas de este tipo suelen cuestionar la tradición, como bien sabía Sócrates cuando se defendió de la acusación de “corromper a los jóvenes”. Pero Sócrates defendió su actividad basándose en que la democracia necesita ciudadanos que puedan pensar por sí mismos en lugar de someterse simplemente a la autoridad, que puedan razonar juntos sobre sus opciones en lugar de limitarse a intercambiar demandas y contrademandas. Se comparaba a sí mismo con un tábano sobre el lomo de la democracia, a la que llamaba un “caballo noble pero perezoso”: y él picaba a la democracia para despertarla, para que pudiera llevar a cabo sus asuntos de una forma más reflexiva y razonable. Las democracias modernas, como la antigua Atenas, pero aún más, dada la naturaleza de los medios de comunicación modernos, son propensas a un razonamiento precipitado y descuidado y a la sustitución de la deliberación real por la retórica iracunda. Necesitamos la enseñanza socrática para cumplir la promesa de la ciudadanía democrática.
El pensamiento socrático es especialmente crucial para la buena ciudadanía en una sociedad que necesita afrontar la presencia de personas que difieren por etnia, clase y religión, y en la que la pertenencia a un grupo conlleva una desigualdad de oportunidades de vida. Solo tendremos la ocasión de entablar un diálogo adecuado que trascienda las fronteras culturales si los ciudadanos jóvenes saben, en primer lugar, cómo entablar el diálogo y la deliberación. Y solo sabrán hacerlo si aprenden a examinarse a sí mismos y a pensar en las razones por las que se inclinan a apoyar una cosa en vez de otra, en lugar de, como ocurre tan a menudo, ver el debate político como una mera forma de presumir o de obtener ventaja para su propio bando. Cuando los políticos hacen propaganda simplista a su manera, como suelen hacerlo en todos los países, los jóvenes solo tendrán esperanza de preservar la independencia si saben pensar críticamente sobre lo que oyen, poniendo a prueba su lógica y sus conceptos e imaginando alternativas.
Los alumnos expuestos a la enseñanza del pensamiento socrático aprenden, al mismo tiempo, una nueva actitud hacia quienes discrepan de ellos. En nuestras sociedades polarizadas, los jóvenes a menudo crecen viendo una disputa como un combate de lucha libre, con ganadores y perdedores, en el que el objetivo es derrotar e incluso humillar a la otra parte. Pero una buena clase de argumentación socrática pedirá a los alumnos que reconstruyan los argumentos de las posturas con las que no están de acuerdo, y aprenderán, en el proceso, que la otra parte tiene de hecho argumentos, y que las dos partes pueden incluso compartir algunas creencias importantes.
Es posible, y esencial, fomentar el pensamiento crítico desde el principio de la educación de un niño. Pero puede adoptar una forma más madura en la rama de las humanidades de la enseñanza universitaria, si existe, a través de cursos obligatorios de filosofía, dirigidos a personas que no pretenden convertirse en filósofos, sino más bien llevar la “vida examinada” socrática, como ciudadanos democráticos.
Permítanme detenerme un momento en este punto. En la mayor parte del mundo, no existe esa porción dedicada a las humanidades para todos los estudiantes universitarios. Ese sistema existe en Estados Unidos, Corea del Sur, Escocia y las universidades jesuitas de muchas partes del mundo. En esos países, los estudiantes dedican aproximadamente dos años a la preparación general para la ciudadanía y la vida, y los otros dos a una disciplina principal. Donde no existe este sistema, o no hay filosofía o es todo filosofía, o no hay historia o es todo historia. Está claro que la formación de jóvenes ciudadanos necesita este elemento de las artes liberales: el momento en que los jóvenes acceden a la universidad, y a menudo se marchan del hogar familiar, es un momento crucial para formar ideas y habilidades independientes.
Pero pasemos ahora a la segunda parte de mi propuesta. Los ciudadanos que cultivan su capacidad para una ciudadanía democrática efectiva necesitan, además, la capacidad de verse a sí mismos no como simples ciudadanos de alguna región o grupo local, sino también, y sobre todo, como seres humanos unidos a todos los demás seres humanos, y también a los animales no humanos, por lazos de reconocimiento y de interés. Deben comprender tanto las diferencias que dificultan el entendimiento entre grupos y naciones como las necesidades e intereses humanos compartidos que hacen que el entendimiento sea esencial si se quieren resolver los problemas comunes. Esto significa aprender mucho tanto sobre naciones distintas de la propia como sobre los distintos grupos que forman parte de la propia nación, así como sobre nuestros problemas medioambientales comunes.
Sin embargo, a falta de una buena base para la cooperación internacional en las escuelas y universidades del mundo, es probable que nuestras interacciones estén mediadas por las delgadas normas del intercambio de mercado, en el que las vidas humanas se consideran principalmente como instrumentos de ganancia.
Este aspecto de la educación requiere muchos conocimientos fácticos que los estudiantes que crecieron incluso hace treinta años casi nunca obtuvieron, al menos en Estados Unidos: conocimientos sobre los variados subgrupos que componen la propia nación, sus logros, luchas y contribuciones; y conocimientos igualmente complejos sobre naciones y tradiciones ajenas a la propia. También debemos enseñar los datos del cambio climático y la situación de los animales del mundo, que sufren enormemente en nuestras manos. El conocimiento no es garantía de buen comportamiento, pero la ignorancia es casi una garantía de mal comportamiento. En nuestro mundo abundan los estereotipos culturales y religiosos simples: por ejemplo, la equiparación simplista del islam con el terrorismo. La primera forma de empezar a combatirlos es asegurarse de que desde una edad muy temprana, y continuando hasta la universidad, los estudiantes adquieran una relación diferente con el mundo, mediada por datos correctos y una curiosidad respetuosa. Los jóvenes deberían llegar a comprender gradualmente tanto las diferencias que dificultan el entendimiento entre grupos y naciones como las necesidades e intereses humanos compartidos que hacen que el entendimiento sea esencial, si se quieren resolver los problemas comunes.
La tarea de enseñar una ciudadanía global inteligente parece tan vasta que resulta tentador bajar los brazos y decir que simplemente no se puede hacer, así que mejor nos quedamos con nuestra propia nación. Por supuesto, incluso la comprensión de la propia nación requiere un estudio de los grupos que la componen, y esto rara vez se hacía en mi propio país en épocas anteriores. También requiere comprender la inmigración y su historia, y ese estudio lleva a la mente de forma natural a los problemas —incluidos los medioambientales— que llevan a la gente a migrar.
Pensemos en lo que cuesta incluso comprender los orígenes de los productos que utilizamos en nuestra vida cotidiana: nuestros refrescos, nuestra ropa, nuestro café, nuestra comida. En épocas anteriores, educadores como John Dewey, que se centraban en la ciudadanía democrática, insistían en llevar a los niños a través de la complicada historia del trabajo que producía esos productos, como una lección sobre la forma en que su propia nación había construido su economía y su menú de empleos, recompensas y oportunidades. Hoy, sin embargo, cualquier historia de este tipo es necesariamente una historia mundial. No podemos entender de dónde viene un simple refresco sin pensar en las vidas de otras naciones. Cuando lo hacemos, tiene sentido preguntarse por las condiciones de trabajo de estas personas, su educación, sus relaciones laborales y el agotamiento medioambiental que a menudo provocan estas industrias.
Y cuando pensamos en la botella de plástico en la que se vende el refresco, debemos pensar también en nuestros océanos, donde las ballenas se ahogan con los plásticos. ¿Qué podemos hacer ante ese enorme problema? Todo esto es educación global, y puede empezar cuando los niños son muy pequeños, para luego volver en la parte dedicada a las humanidades de la educación universitaria en una forma más complicada.
Los niños pequeños adoran a los animales, así que nunca es demasiado pronto para contarles historias sobre su sufrimiento: los plásticos en el océano, las crueldades de la industria de la ganadería industrial, el deterioro del hábitat y la contaminación del aire y el agua. Compartimos este planeta con muchos otros seres sensibles, y esos otros seres sufren enormemente por nuestra dominación y por el cambio climático que nuestras decisiones, con frecuencia imprudentes, han desencadenado. Ya en las escuelas, un enfoque humanista, combinado con datos científicos correctos, puede empezar a nutrir un sentido de justicia y responsabilidad verdaderamente globales.
Con el paso del tiempo, este aprendizaje también se vuelve más sofisticado. Yo creé un nuevo curso para estudiantes universitarios avanzados y estudiantes de Derecho (en Estados Unidos, este último es un título de posgrado) sobre ética y derecho animal; hay otras clases relacionadas sobre cambio climático y medio ambiente, pero mi enfoque ético y humanista aporta un núcleo esencial de valores y teoría filosófica que orienta el conocimiento fáctico en una dirección productiva.
Esto me lleva a la tercera parte de mi propuesta. Los ciudadanos no pueden pensar bien basándose únicamente en el conocimiento de los hechos. La tercera capacidad del ciudadano, estrechamente relacionada con las dos primeras, puede denominarse imaginación narrativa. Esto significa la capacidad de pensar cómo sería estar en los zapatos de una persona —o animal— diferente de uno mismo, ser un lector inteligente de la historia de esa persona y comprender las emociones y los deseos y anhelos que podría tener alguien así situado. Como escribió Tagore: “Podemos hacernos poderosos por el conocimiento, pero alcanzamos la plenitud por la simpatía... Pero nos encontramos con que esta educación de la simpatía no solo se ignora sistemáticamente en las escuelas, sino que se reprime severamente”.
La imaginación narrativa se cultiva, sobre todo, a través de la literatura y las artes. El recurso a las artes era el aspecto más revolucionario de las propuestas de Tagore y Dewey, que utilizaban el teatro, la danza y la literatura para cultivar la imaginación. A través de la imaginación podemos alcanzar un tipo de comprensión de la experiencia del otro que es muy difícil de conseguir en la vida cotidiana, particularmente cuando nuestro mundo ha construido separaciones tajantes y sospechas que dificultan cualquier encuentro. También aprendemos lo que no sabemos y lo difícil que es comprender a otro ser humano o animal no humano, incluida la propia comprensión de uno mismo.
Las artes y las humanidades se complementan mutuamente. Los estudiantes estudian los textos de la literatura universal, el arte y la música. Y deben tener, además, oportunidades de explorar estas obras (o de crear nuevas obras propias) a través de la interpretación. Las artes ofrecen a los alumnos oportunidades de aprender a través de su propia actividad creativa, algo en lo que Dewey hacía especial hincapié. El aprendizaje, incluido el aprendizaje sobre las dificultades y la discriminación, penetra en la personalidad a un nivel más profundo.
Las artes son también fuentes cruciales tanto de libertad como de comunidad. Cuando las
personas representan juntas una obra de teatro, bailan juntas, hacen música juntas, tienen que aprender a ir más allá de la tradición y la autoridad, si quieren expresarse bien. Las artes enseñan independencia y autonomía.
Por último, las artes son grandes fuentes de gozo, y este se traslada al resto de la educación de un joven. La madre de mi viejo colaborador, el Premio Nobel de Economía Amartya Sen, fue alumna de la escuela de Tagore (como él lo fue más tarde), y escribió un libro maravilloso sobre Tagore como profesor de danza y coreógrafo, titulado acertadamente Joy in All Work. El libro muestra cómo toda la educación “normal” en Santiniketan, que permitía a estos estudiantes obtener muy buenos resultados en los exámenes estándar, estaba impregnada de deleite por la forma en que se combinaba con la danza y el canto. Todas las clases eran al aire libre, de modo que los niños también podían estudiar la naturaleza y el medio ambiente desde el principio de su educación. A los niños no les gusta estar sentados todo el día; pero tampoco saben automáticamente cómo expresar emociones con el cuerpo en la danza. El régimen de danza de Tagore, expresivo pero también disciplinado, era una fuente esencial de creatividad, pensamiento y libertad para todos los alumnos, pero en particular, en aquel caso, para las mujeres, cuyos cuerpos habían sido enseñados a ser vergonzosos e inexpresivos. Y esta educación continuó a un nivel más complejo en la universidad de Tagore, acertadamente llamada Visva-Bharati o universidad de “todo el mundo”.
Hay otra cuestión que cabe señalar sobre lo que las artes y las humanidades hacen por el espectador. Como Tagore sabía, y como a menudo han subrayado los artistas, la literatura y las demás artes, al generar placer en relación con actos de subversión y crítica cultural, se produce un diálogo tolerable e incluso atractivo con los prejuicios del pasado, en lugar de uno cargado de miedo y actitud defensiva. El gran escritor afroamericano Ralph Ellison, por ejemplo, calificó su novela El hombre invisible como “una balsa de percepción, entretenimiento y esperanza” que podría ayudar a la democracia estadounidense a “negociar los escollos y remolinos” que se interponen entre este y “la idea democrática”. La imagen de la balsa está tomada de Huckleberry Finn, de Mark Twain, donde Huck (que es blanco) y Jim (que es negro y esclavizado) viven una aventura subversiva viajando juntos en una balsa, y la diversión que tienen juntos desemboca en amistad. Esa amistad lleva finalmente a Huck a desechar las creencias sobre la jerarquía racial en las que fue educado. El entretenimiento es crucial en la capacidad de las artes de ofrecer percepción y esperanza. La novela de Ellison anuncia su objetivo desde el principio: trabajar sobre los “ojos interiores” del lector. El narrador afroamericano de Ellison nos dice que es invisible para la sociedad blanca que le rodea: pero su invisibilidad no es el resultado de “un accidente químico en mi epidermis”. Más bien, es el resultado de “cierta deficiencia” en los “ojos interiores” de los miembros de la sociedad, esos ojos que miran al mundo a través de sus ojos físicos. El humor surrealista y el virtuosismo lingüístico de la novela de Ellison son cruciales para su intento de seducir, y por tanto alterar, los ojos interiores. La novela encuentra su hogar natural en la rama de las humanidades de la educación universitaria, ya que resulta demasiado difícil para los estudiantes más jóvenes.
En el centro de las tres capacidades que he investigado está la idea de la libertad: la libertad de la mente del estudiante para comprometerse críticamente con la tradición; la libertad para imaginar la ciudadanía tanto en términos nacionales como globales, y para negociar múltiples lealtades con conocimiento y confianza; la libertad para extender la imaginación, permitiendo que la experiencia de otra persona entre en uno mismo —y también imaginando vívidamente las experiencias de los animales no humanos en el mundo que los humanos hemos creado para ellos—. Solo esta audaz idea de libertad crítica e imaginativa ofrece a las democracias una fuerza duradera, cuando se enfrentan a un futuro incierto.
III. Las tres capacidades y Colombia hoy
Una educación rica en humanidades tiene mucho que ofrecer a mi propio país, muy necesitado de estas tres capacidades. Creo que también puede ofrecer mucho a Colombia, como herramienta de diagnóstico y como hoja de ruta para el progreso. Cuando visité su país por primera vez, en 2016, durante una visita a un nuevo proyecto de vivienda en las afueras de la ciudad, hablé con el alcalde de Medellín sobre el enfoque filosófico humanista del desarrollo que yo misma y otros hemos desarrollado —el Enfoque de Capacidades—. El proyecto había sido diseñado para proporcionar derechos de propiedad, educación y acceso al empleo a ciudadanos económicamente desfavorecidos. También era un lugar de alegría y esperanza comunitaria, todo ello parte del énfasis de nuestro enfoque en la pertenencia y el uso creativo del ocio. Me pidieron que hablara del enfoque, pero dije y sentí que gran parte de lo que representa ya se estaba realizando, y que ellos podían hablar de ello mejor que yo.
Y cuando, más tarde, compartí escenario con Sergio Fajardo y dialogamos sobre el proceso de reconciliación y las emociones de la ciudadanía ante un auditorio de 350 personas ávidas de preguntas maravillosas, también me sentí profundamente animada por los avances que se estaban produciendo. Ahora, sin embargo, como bien sé, la nación ha entrado en un periodo de duda e incertidumbre. Permítanme volver a las virtudes de la educación, que pueden materializarse en las escuelas, en las universidades, y también en los debates públicos de tantos tipos que pueden organizarse para reunir a la gente a debatir sobre el futuro de la nación.
El razonamiento socrático siempre es valioso en las democracias, pero nunca tanto como cuando la gente está ansiosa e insegura: porque entonces tiende a polarizarse y a sustituir la argumentación por la retórica. Esta es la situación en mi propio país, de manera que todos los que nos preocupamos por la argumentación civilizada y respetuosa luchamos por seguir adelante y por impartir estas normas a nuestros estudiantes. Tampoco en Colombia se debe permitir que la polarización corrompa el discurso político. Se pueden organizar encuentros para la deliberación y el debate público, como mi conversación con Fajardo y ese público, que fue organizada por la Universidad de Antioquia y el Parque Explora.
La ciudadanía mundial es un valor fundamental en todas estas discusiones. Cuestiones como el cambio climático y la biodiversidad nos afectan a todos y deben abordarse de forma cooperativa, si se quiere encontrar alguna solución. La situación medioambiental y legal de la población animal del país también requiere un debate socrático informado. De hecho, en el notable caso de los hipopótamos importados por Pablo Escobar, se encontró una solución legal creativa, y ahora Colombia se ha convertido en una de las primeras naciones del mundo en dar personalidad jurídica a los animales, lo que significa el derecho a llevar sus quejas ante un tribunal, representados por un defensor de sus derechos. En lugar de matarlos, esos hipopótamos han sido trasladados a otros lugares que necesitan más biodiversidad. Cada vez se menciona más a Colombia como líder en derecho animal pero, por supuesto, una buena idea necesita una aplicación coherente y enérgica.
Pero quizá sea mi tercera capacidad, la imaginación narrativa, la que se necesita con más urgencia: un cultivo de la imaginación que nos haga capaces de vernos unos a otros no como unidades de un cálculo basado en el crecimiento, sino como individuos humanos y no humanos completos, cada uno con una dignidad inalienable y cada uno con un punto de vista distintivo sobre la realidad. Las humanidades enriquecen la imaginación y la mantienen flexible y móvil, y son partes esenciales de la conversación democrática, tanto en las escuelas como en la cultura en general. Como dijo Ralph Ellison, estas ofrecen el cultivo de nuestros “ojos interiores”.
IV. La democracia en la balanza
¿Hasta qué punto la educación para la libertad, tal como la he descrito, se ha convertido en una realidad en el mundo actual? La influencia de las ideas radicales de Dewey y Tagore se ha extendido por todo el mundo. En todas las escuelas primarias de Estados Unidos y en muchos otros países que conocen la influencia de Dewey, y también la relacionada de Paolo Freire, se pueden ver al menos algunas de las ideas de Dewey puestas en práctica, pues los niños pequeños aprenden al hacer y no por repetición de memoria, en tanto emplean el teatro y la literatura para analizar cuestiones históricas difíciles y asuntos globales. Las ONG de todo el mundo utilizan estas ideas de forma muy creativa, sabiendo que su tarea no es atiborrar a sus alumnos de datos, sino formar mentes que busquen el aprendizaje por sí mismas. El hecho de que la educación de las ONG sea puramente voluntaria hace que busquen técnicas que despierten la curiosidad.
Sin embargo, en las escuelas públicas y en la enseñanza postsecundaria, la ciencia y la tecnología aplicadas se consideran cada vez más como materias de prestigio —ni siquiera ciencias básicas, sino competencias aplicadas— fácilmente convertibles en estrategias lucrativas. La ciencia y la tecnología aplicadas son importantes, y las naciones tienen sin duda razón al centrarse en la prosperidad que estas prometen aportar. Sería desastroso, no obstante, que las otras partes de una educación liberal sufrieran un cortocircuito en el proceso, produciendo países de ingenieros inteligentes con poca capacidad de im€aginación empática y de pensamiento crítico. Tal empobrecimiento de la mente alimentaría la política de la necedad y el odio en todo el mundo. Además, cuando se cultivan mis tres capacidades, tanto los alumnos como los profesores acuden a la escuela deseosos de que llegue el día en que la jornada se dedique a la interacción viva, en lugar de al aprendizaje repetitivo. Así pues, la educación socrática ofrece la esperanza de frenar la ola de ausentismo de profesores y alumnos, un problema crónico en las escuelas de la mayoría de las naciones, y la indiferencia de los alumnos, que es un problema crónico en las universidades de todos los países.
No creo que la educación socrática funcione solo en presencia de un líder carismático como Tagore. La imaginación es una planta resistente. Cuando no se la mata, puede prosperar en muchos lugares, como la he visto hacerlo en proyectos de desarrollo en todo el mundo, pero especialmente en la India, donde se ha centrado gran parte de mi trabajo con Sen. Si las ONG que no tienen equipo ni dinero, solo corazón y mente y unas cuantas pizarras, pueden lograr tanto, no hay excusa para que las escuelas y universidades de todo el mundo se queden atrás. Puedo resumir mejor mi deseo para el futuro de la educación en nuestras dos naciones con un poema de Tagore, dirigido a su país:
Where the mind is without fear
And the head is held high,
Where knowledge is free;
Where the world has not been broken
Up into fragments by narrow domestic walls;
Where words come out from the depth of truth;
Where tireless striving
Stretches its arms towards perfection;
Where the clear stream of reason
Has not lost its way into the
Dreary desert sand of dead habit;
Where the mind is led forward
Into ever-widening
Thought and action –
Into that heaven of freedom,
Let my country awaken.
(De Gitanjali, traducción del bengalí al inglés de Rabindranath Tagore)1
✽ Conferencia dada en la aceptación del doctorado honoris causa, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, 4 de diciembre de 2024.
1 Nota de la traductora: dadas las complejidades del contexto indio, que dan sentido a esta poesía, dejo a los lectores en el cuerpo del texto la traducción en que Rabindranath Tagore volcó el poema 35 de su libro Gintajali del bengalí al inglés. El título del libro usualmente se encuentra en español como Ofrenda lírica y, en una aproximación cercana a su literalidad en inglés, este reza:
Donde la mente no teme y la cabeza se sostiene erguida;
donde el conocimiento es libre;
donde no se ha roto en fragmentos el mundo por estrechos muros domésticos;
donde las palabras surgen de la profundidad de la verdad;
donde la infatigable lucha extiende sus brazos hacia la perfección;
donde la clara fuente de la razón no se ha perdido en el arenal desierto de la costumbre yerta;
donde el entendimiento va contigo a acciones e ideales ascendentes,
en ese cielo de libertad, Padre mío, deja que mi país despierte.
Filósofa estadounidense. Actualmente ocupa la silla Ernst Freund Distinguished Service Professorship of Law and Ethics designada para el departamento de Derecho y Filosofía de la Universidad de Chicago, Estados Unidos.