El lema “Divide y vencerás” es una efectiva máxima de acción política. La historia del movimiento indígena colombiano durante el segundo período de gobierno de Álvaro Uribe Vélez lo puede refrendar. La OPIC (Organización Pluricultural de los Pueblos Indígenas de Colombia) aparece en marzo de 2009, en un evento liderado por el entonces ministro del Interior, Fabio Valencia Cossio, como reacción a la “Minga nacional de resistencia indígena y popular”,[1] en octubre de 2008. Una declaración de una de sus líderes, Ana Silvia Secué, señala claramente la orientación de la organización: “hoy declaro delante de la Nación y del mundo que somos uribistas” (El Espectador 2009). La OPIC apuntaba explícitamente a servir de contrapeso, dentro del movimiento indígena, al foco de resistencia que representaba el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) para el gobierno Uribe.[2] La presencia de Uribe y sus ministros en La María (Piendamó), en noviembre de 2008, había evidenciado en detalle el desacuerdo fundamental entre ambos bandos. Las conversaciones que sostuvieron durante los meses siguientes no depararon ningún acuerdo sustancial. La OPIC surge, sin duda, desde la perspectiva del Gobierno, para debilitar el antagonismo del CRIC. La Minga de 2008 había hecho patente el rechazo, por parte de una porción mayoritaria del movimiento indígena, de la “Seguridad democrática” y del modelo de desarrollo defendido por el uribismo. La formalización de un nuevo movimiento indígena, abiertamente favorable al Gobierno, era entonces una astuta aplicación del lema “Divide y vencerás”.
Si la anterior explicación del origen de la OPIC es correcta, y no hubiera más elementos en juego, el lector de este texto pensará muy probablemente lo mismo que señalaron Daniel Coronell (Coronell 2011) o Alfredo Molano: el “verdadero” movimiento indígena era contrario al gobierno de Uribe pero una parte de la población indígena, movilizada por agentes externos y mediante ofrecimientos clientelistas, había sido “infiltrada” por la derecha. La OPIC, como sostiene Molano, sería entonces “una organización de esquiroles y paniaguados creada por Uribe y su ministro Valencia Cossio” (Molano 2012). La realidad es, sin embargo, más compleja. Si se atiende a la historia de la OPIC, resulta claro cómo la cooptación de líderes indígenas por parte del uribismo sólo fue posible sobre la base de una división preexistente en el movimiento indígena; si se atiende a los argumentos esgrimidos por el uribismo contra las exigencias del CRIC en octubre de 2008, resulta también claro por qué podía darse una confluencia ideológica entre la asociación de indígenas evangélicos que sirvió de base a la OPIC y el gobierno Uribe. En otras palabras: la existencia de la OPIC no obedece exclusivamente a un juego estratégico coyuntural ni se basa sólo en un intercambio de beneficios entre actores que buscan satisfacer un interés (reconocimiento jurídico y oferta de recursos a cambio de lealtad política y apoyo electoral), sino que también es el resultado de un complejo proceso de adhesión ideológica de un sector significativo de los indígenas evangélicos caucanos al proyecto político de la derecha del orden nacional.
Para demostrar esta tesis se recurrirá a continuación a un concepto capaz de describir adecuadamente los procesos de cooptación ideológica: el concepto gramsciano de “revolución pasiva”. El objetivo de este texto es servirse de él con el fin de analizar un momento de expansión de un proyecto hegemónico, el del uribismo. En su operación se pondrán a continuación algunos acentos propios de carácter metodológico. En otro artículo, el autor expuso en detalle tal lectura (Ramírez 2011). A efectos del análisis en cuestión, basta aquí señalar su punto de partida: la comprensión del concepto de hegemonía como una teoría de la formación de consensos asimétricos a partir de una lucha entre estrategias discursivas. La política es, desde esta mirada, un proceso de comunicación, en el cual cada parte apunta a generar una adhesión generalizada, pero en el que los distintos proyectos chocan entre sí por ese mismo motivo. Que la formación de consensos recurra a argumentos no significa que la política sea vista aquí como una suerte de diálogo habermasiano, en el cual todas las partes se dispondrían a trascender por un momento su particularismo y, en consecuencia, a trascender la lógica, orientada a la maximización del propio interés, de la razón instrumental.
El uso de argumentos tiene, desde esta mirada, más bien la forma de la “dialéctica erística” (Schopenhauer 2000), en la cual cada parte aspira a imponer su perspectiva sobre las otras, debilitando las tesis de sus contrarios y haciendo las suyas atractivas para una pluralidad de audiencias. El consenso no es un producto de la capacidad de todas las partes de trascender el particularismo de su perspectiva, sino de la capacidad de una de ellas de parecer preferible a las otras. La capacidad de argumentar y, en consecuencia, el tipo de uso del lenguaje ligado a ella no hacen más que potenciar el juego estratégico. El análisis político es aquí una forma de análisis del discurso, con un presupuesto racionalista: que toda creencia es un juicio justificable y que la adhesión, el rechazo o la indiferencia de un grupo frente a las consignas de otro se funda también en las razones del primero para aceptarlo, condenarlo o ignorarlo. Analizar el surgimiento de la OPIC a partir del concepto de revolución pasiva significa entonces identificar los argumentos que sostuvo el uribismo frente a un actor antagónico, el CRIC, identificar los argumentos fundamentales de la ideología de Asonasa, la agrupación de la cual surgió la OPIC, y describir cómo fue posible la articulación entre la argumentación del uribismo y la de Asonasa.
La reacción del gobierno Uribe a la Minga de 2008
Si se revisan los comunicados de las organizaciones indígenas participantes en la Minga de 2008 (CRIC, ONIC, ACIN) y las declaraciones de sus líderes durante el encuentro con el presidente Uribe en La María el 2 de noviembre de 2008,[3] pueden identificarse los principales argumentos que motivaron la movilización:
a. Que, en lo relativo a la explotación de los recursos del subsuelo, debe haber una Consulta Previa a las comunidades indígenas con poder decisorio, esto es, con capacidad de ejercer un veto sobre algunos proyectos, porque esto lo sostiene la legislación internacional sobre el tema (el Convenio 169 de la OIT).
b. Que la presencia de la fuerza pública en territorios indígenas es negativa porque la intensificación de los enfrentamientos con la guerrilla ha incrementado las violaciones de derechos humanos (en la forma de involucramiento de población civil en el conflicto, atropellos contra los miembros de las comunidades, delitos sexuales, asesinatos selectivos, desplazamiento y reclutamiento forzado), porque el Gobierno Nacional ha terminado estigmatizando y criminalizando al movimiento indígena, debido a que no ha tomado partido a favor del Estado y porque la Guardia Indígena puede, por su propia cuenta, mantener el orden en esas zonas y llevar a cabo estrategias de resistencia civil frente a los actores armados ilegales. Este último es considerado un momento esencial del ejercicio de la “autonomía”.
c. Que se deben incrementar las acciones y hacer cumplir las ya emprendidas en torno a los derechos de las comunidades a la propiedad de la tierra porque así lo exige la legislación internacional, porque las tierras susceptibles de explotación agraria no son suficientes, porque ha habido fallas administrativas y retrasos en los procesos de titulación de resguardos y porque se han incumplido acuerdos previos de entrega de tierras (Nilo, La Emperatriz). En este marco, se justifican las “recuperaciones” como un mecanismo legítimo en los casos en los cuales se trata del resultado histórico de una “usurpación”, en caso de incumplimiento de acuerdos y en caso de desatención del Gobierno a las exigencias sobre el tema.
d. Que el modelo económico, calificado de “neoliberal”, es perjudicial porque no está al servicio de la población más vulnerable sino al servicio de los intereses de los empresarios agroindustriales y/o de las multinacionales (lo cual implica debilitar la legislación favorable a los pueblos indígenas para ofrecerles seguridad jurídica a las compañías), porque les entrega los recursos naturales de los pueblos indígenas a estas últimas y porque tiene como efecto el deterioro ambiental del territorio. Sobre la base de ese modelo, se critican las “leyes del despojo” como el Estatuto de desarrollo rural, la Ley forestal y el TLC con Estados Unidos.
No se trataba, sin embargo, de demandas meramente particulares o —como diría Gramsci— “corporativas”. Si se toman en cuenta las pretensiones de la minga, su búsqueda de una articulación de grupos indígenas, campesinos, afros y estudiantiles en torno a consignas centradas en la “autonomía”, la redistribución de la tierra, el rechazo del “neoliberalismo” y el militarismo, y se le suma además a esta búsqueda la efectiva articulación entre indígenas y corteros de caña durante la movilización, bien puede ser vista entonces como un proyecto hegemónico contrario al uribismo. No es únicamente un conjunto de reivindicaciones puntuales y sectoriales, sino, como corresponde a todo proyecto hegemónico, de consignas capaces de integrar demandas heterogéneas. Feliciano Valencia afirmaba por eso que se trataba de generar “una correlación de fuerzas que nos permita un cambio estructural en el país” (Contravía 2008). Aída Quilcué, por su parte, sostenía el discurso de que la minga era “una voz no sólo indígena sino social” (Osorio 2009). Asimismo, los “mingueros” declararon en octubre 8 de 2008: “el mandato agrario, los derechos sindicales, los servicios públicos, los derechos fundamentales, los derechos de las mujeres y su larga y dolorosa lucha: todas las causas son nuestras” (Muñoz y Vitonás 2010, 248). La minga apuntaba ciertamente a obtener respuesta a algunas demandas puntuales, pero a la par, convocó a una movilización social de gran escala. Su programa, enfrentado en puntos cruciales al uribismo, era mucho más amplio y genérico que sus demandas.
Si un momento necesario de la construcción de un orden hegemónico es la dicotomización del espacio político (Laclau 2005, 103-115) y, por tanto, la creación discursiva de un “nosotros” contrapuesto a un “ellos” amenazante, el proyecto de los mingueros recurrió a la oposición de conceptos como “resistencia” y “autonomía”, por un lado, y el “régimen de terror”, “los ejércitos de ocupación”, el “fascismo” y el “neoliberalismo”, por otro lado. El uribismo, defendiendo su proyecto hegemónico, recurrió, por su parte, a su habitual esquema de polarización, en la cual estaban, por un lado, “la gente de bien” o el “pueblo”, y por otro, los “violentos”, el “narcoterrorismo”, los “bandidos” y, en última instancia, toda organización de oposición (Carvajal 2007, 17). En los pronunciamientos oficiales por parte del Presidente y de su gabinete, se calificó reiteradamente la protesta indígena como una manifestación violenta, ejecutada con actos vandálicos e infiltrada por la guerrilla.[4]El mismo presidente Uribe sindicó a la movilización de ser “aliada del terrorismo” (Laurent 2010, 55) y, en un principio, se mostró reacio a cualquier encuentro. El encuentro entre los bandos antagónicos tuvo sin embargo lugar, y el uribismo se vio abocado a exponer sus razones para controvertir las reivindicaciones de la Minga. El uso del lenguaje en la construcción de hegemonía no se limita, como lo sostiene Laclau, al poder evocador de los nombres, pues incluye también el poder persuasivo de los argumentos. El discurso uribista, centrado en “significantes vacíos” como “patria”, “seguridad democrática”, “confianza inversionista” y “Estado comunitario”, también recurrió a argumentos que articulaban los mismos tópicos (el nacionalismo, la seguridad, el impulso a la libre empresa, la participación popular directa) mediante proposiciones justificadas, esto es, mediante argumentos. Todo argumento tiene un contexto dialéctico y puede leerse entonces como una respuesta a una tesis contraria en un contexto de interacción específico destinada a obtener asentimiento, tanto por parte del interlocutor directo como, sobre todo, por los terceros que siguen el debate. ¿Cuáles eran entonces, si se consideran las declaraciones, los comunicados y documentos provenientes del Gobierno Nacional, los argumentos con los que el uribismo respondió a la Minga?
1) El “nacionalismo” se concretó, por una parte, en su polémica contra la inclusión del derecho de veto en el mecanismo de la Consulta Previa y, en esa medida, a favor de una comprensión restringida de la autonomía política de las autoridades indígenas en sus territorios. Lo esencial, a juicio del gobierno Uribe, son los intereses nacionales. Según el Gobierno, las autoridades indígenas, como un grupo particular, no pueden tener un poder de decisión no controvertible sobre el uso de los recursos del subsuelo porque la Constitución ordena tratarlos como recursos de la nación, porque el Convenio 169 de la OIT no habla de derecho de veto, porque la Corte Constitucional tampoco lo ha interpretado de esa manera y porque los beneficiarios de esos recursos, la totalidad de los colombianos, no pueden depender de la decisión de una minoría. El “nacionalismo” se hizo manifiesto también en la defensa del Ejército nacional como una institución que protege a la totalidad de los colombianos y, en esa medida, también incluye dentro de su espacio de acción, los territorios indígenas, pero los argumentos en esta dirección es posible considerarlos aparte, por cuanto se cruzan con los relativos a la “seguridad”.
2) Entrelazada con lo anterior, la defensa de la “seguridad” se concretó, por una parte, en un argumento, con varios fundamentos,[5] en torno a la presencia militar en territorios indígenas. Según el Gobierno, no debe haber en Colombia sitios vedados a la presencia de las Fuerzas Armadas, debido a una decisión de las autoridades indígenas, porque la Constitución la ordena, porque la autonomía de las comunidades no incluye jurídicamente el derecho a limitarla, porque las decisiones gubernamentales valen para todos los colombianos, porque las comunidades indígenas que han cooperado con el Ejército se han visto beneficiadas y, finalmente, porque, en caso de que las comunidades pudieran prohibir su presencia, se daría pie a la formación de corredores estratégicos o de zonas de repliegue para la guerrilla en los territorios indígenas. Por otra parte, la defensa de la seguridad se manifestó en el intento de disociar la “seguridad democrática” y las violaciones de derechos humanos. El gobierno Uribe afirmó haber trabajado por los derechos humanos porque, a su juicio, impulsó las investigaciones una vez fueron interpuestas las demandas, sancionó a quienes los infringieron, promovió políticas de reparación de víctimas, disminuyó las cifras de secuestros, de desplazamiento forzado y de asesinatos de civiles, líderes sindicales y periodistas y, por último, respetó los derechos de los presos en las cárceles. Sobre esa base, sostuvo que la seguridad es un valor democrático.
3) La defensa de la “promoción de la libre empresa” arranca estableciendo una frontera con el “neoliberalismo”, por cuanto, según el Gobierno, su política económica restringió el capital especulativo, no entregó tierras a las multinacionales, no desmanteló el Estado (sin recaer por eso en el “estatismo ineficiente”), no abandonó lo social en aras del mercado y, en el contexto de las negociaciones con Estados Unidos en torno al TLC, protegió los recursos ambientales del país. Haciendo abstracción de esa distinción, la defensa de este tópico se dirigió, en primer lugar, contra el posible efecto de una Consulta Previa con poder de veto. Según el Gobierno, no se podía incluir en ella el veto porque se frenaría la obtención de recursos naturales necesarios para el país. En segundo lugar, se cristalizó en una concepción de la tierra según la cual ella tiene que ser necesariamente productiva. En medio de las polémicas en torno a la ley 1152 de 2007, el Estatuto de desarrollo rural, el Gobierno sostuvo su conveniencia porque, a su juicio, “la tierra sin proyecto productivo es una carga”.[6] En ese mismo marco, se sostuvo que las tierras cultivables que ya estaban en manos de las comunidades indígenas eran desaprovechadas porque no habían sido explotadas pero, apelando de nuevo a la ley 1152, el Gobierno aseguró haberles concedido un margen jurídico a las comunidades indígenas (y no a las campesinas) para que le dieran a la tierra el uso que consideraran conveniente.
4) Respecto a la “participación popular”, y en el marco de las discusiones en torno al incumplimiento de acuerdos, el gobierno Uribe reivindicó los diálogos permanentes con las organizaciones indígenas como un momento esencial de su política hacia las comunidades que aquéllas representan. Según el gobierno Uribe, siempre hubo disposición para el diálogo porque no se negó al debate (como lo muestran su presencia en La María o sus diálogos en el Chocó o la Sierra con líderes indígenas), porque dijo tener un compromiso con todos los sectores populares, porque se designaron funcionarios de alto nivel para adelantar conversaciones, porque el Ministerio del Interior, en constante comunicación con los líderes indígenas, avanzó en el proceso de titulación de los resguardos y, finalmente, porque a ningún grupo se lo discriminó por su origen étnico a la hora de determinar los posibles interlocutores en una negociación. El único criterio de exclusión, afirmó el Gobierno, era la participación en actividades “terroristas”. Asimismo, se insistió en que el Gobierno, a pesar de las diferencias ideológicas, les entregó recursos del presupuesto nacional a las organizaciones legítimas y a las autoridades tradicionales o incrementó el volumen de las transferencias porque las reconocía como interlocutores válidos.
La expansión hegemónica del uribismo como revolución pasiva
El “concepto ampliado de Estado”, al que recurre Gramsci, tiene innegables rasgos corporativistas, por cuanto la participación activa de la “sociedad civil” en su funcionamiento es siempre uno de sus momentos constitutivos, pero es sólo en el marco de la “revolución pasiva”, y los conflictivos procesos socioeconómicos ligados a ella, que la corporativización adopta un carácter reflexivo y deviene entonces una estrategia deliberada de las élites dirigentes para perpetuar un orden hegemónico. En el marco de sus análisis del fascismo y el fordismo, Gramsci usa el concepto “revolución pasiva” para describir procesos de superación de crisis sociales, generadas por la modernización capitalista, en los cuales el Estado desarticula las fuerzas contrahegemónicas al cooptar sus líderes y absorber parcialmente sus demandas. Dado que la hegemonía, en las sociedades dirigidas por la burguesía, no es para el teórico italiano un estado alcanzado sino un proceso expansivo y dinámico (Gramsci 1984, 215), y dado que la experiencia histórica de los años treinta del siglo XX le indicaba cómo la intervención del Estado era imprescindible para que el capitalismo lograra superar sus crisis (Buci-Glucksmann 1979, 222-225), la “revolución pasiva” se vuelve uno de sus conceptos centrales.
Inicialmente utilizado para describir cómo, en la integración de Italia en la forma de un Estado-nación durante el siglo XIX, el “Partido de acción” fue absorbido por el “Partido moderado”, a pesar de representar las fuerzas políticas más “progresistas” y con mayor capacidad de movilización social, es convertido sin embargo por Gramsci en una categoría de análisis político aplicable a diversas situaciones históricas (Gramsci 1986a, 188). Gramsci liga, así, el concepto “revolución pasiva” o “revolución-restauración” a un tipo regresivo de dialéctica, en el cual la “tesis” “desarrolla todas sus posibilidades de lucha hasta ganarse los que se dicen representantes de la antítesis” (Gramsci 1986a, 188), porque ella supone una mediación entre opuestos que termina con la conservación dinámica del orden vigente mediante la absorción de las fuerzas políticas de oposición. Y ello ocurre tanto a través de concesiones en términos de intereses como de la persuasión (Gramsci 2000, 66), esto es, de medios estrictamente ideológicos. Siguiendo las sugerencias del propio Gramsci (Gramsci 1986b, 128-130), podría afirmarse que la “revolución pasiva” es un tipo de “guerra de posición”, por parte de las élites dirigentes, en la cual el Estado enfrenta de modo tácticamente diferenciado los diversos focos de resistencia social pero manteniendo, en el fondo, una misma estrategia: la adopción de una forma corporativista de representación de las fuerzas sociales. Si el (neo)corporativismo, en el sentido de Schmitter (Ocampo 1992, 54), implica el control de los procesos de representación de las demandas sociales —control que supone la configuración de un número limitado de asociaciones no competitivas, jerarquizadas, funcionalmente diferenciadas, de adscripción obligatoria, dotadas además de un monopolio en su respectiva área de demandas (Ocampo 1992, 508)—, su transfiguración en modelo de configuración del Estado está ligada al uso sistemático de estrategias “transformistas” por parte del grupo hegemónico.
Durante las dos administraciones de Álvaro Uribe Vélez fue frecuente el uso de estrategias “transformistas” hasta el punto de avanzar, así fuera sólo como proyecto, en la dirección de un corporativismo de Estado. El concepto “Estado comunitario”, contenido en el “Manifiesto democrático” de Uribe (Uribe 2002), mediante el cual el entonces presidente designaba la necesidad de procesos de participación popular en la toma de decisiones públicas que no pasaran por los órganos de representación habituales, servía de base ideológica de tal proyecto. De ese modo, la retórica antipartidista y “antipolítica” del primer Uribe se materializó en el desplazamiento de los partidos y de los mandatarios locales y regionales, en la tarea de llevar a cabo la articulación de demandas. El Gobierno Nacional y, más en particular, el Presidente mismo asumían directamente la tarea de canalizarlas y viabilizar su satisfacción. El Presidente mismo, sin descalificar sin embargo los mecanismos de representación dependientes de los partidos, lo expuso en repetidas ocasiones. Un discurso de Uribe del 23 de abril de 2009 resulta ilustrativo al respecto: “la participación comunitaria” —afirma allí— “no puede ser accidental, de momento, tiene que ser permanente. El Gobierno realiza eventos de participación comunitaria permanentemente y muy ordenadamente”. No sólo reconoce en este contexto la importancia de la “voluntad popular”, sino que deriva de la Constitución “la obligación de cada ciudadano de cooperar con las instituciones democráticas”, esto es, de participar. No obstante, tal participación requiere ser regulada o “modulada”: “lo otro es entonces que todo se lleve a la discusión popular. También la gente dice: si no hay modulación también se crean riesgos, porque entonces en nombre de la democracia, lo que se va a hacer es permanentemente proponer irresponsabilidades” (Presidencia de la República 2009a). Ésa es tarea, en parte, de las instituciones representativas como el Congreso, pero en parte, de mecanismos de democracia participativa como los Consejos comunitarios mismos. Lo particular del “Estado de participación comunitaria” es, así, la manifestación constante, directa pero, asimismo, permanentemente tutelada, de la voluntad popular. El concepto “Estado de opinión”, acuñado en el marco de la aspiración de Uribe a una tercera reelección, es una variante de esa misma concepción.
Sobre esa base se desarrolló una política de cooptación de líderes y agremiaciones provenientes de fuerzas de oposición. Eso ocurrió frente al sindicalismo, como lo ejemplifica el caso del presidente de Sintraempaques, Germán Restrepo, pero también respecto a partidos de oposición como el liberal, en el cual Rodrigo Rivera operó también como caballo de Troya. Si se consideran además, en conjunto, acciones gubernamentales como la formación de una nueva asociación sindical, la Central Nacional de Trabajadores (CNT), la creación de la Comisión Intersectorial para el Avance de la Población Afrocolombiana —ligada a los estrechos nexos del uribismo con la Fundación Color Colombia— y el auspicio a la formación de la OPIC, parece dibujarse un modelo de Estado con acentos corporativistas (Rico 2009). Uribe, enfrentándose, en sus propias palabras, al “odio de clases del marxismo”,[7] no sólo abogaba por una coordinación y un tutelaje estatal de las relaciones entre sindicatos y empleadores sino, de manera mucho más general, por una asimilación regulada de organizaciones de la sociedad civil en el ordenamiento estatal que neutralizara todo tipo de conflicto. El carácter participativo, pero ajeno a la dinámica competitiva de los partidos y manifiestamente vertical del “Estado comunitario”, cobijó también ideológicamente la integración tutelada de sectores sociales de manera habitual antagónicos de las políticas gubernamentales. A la par con el discurso polarizador que ponía a todos los grupos que no eran amigos del Gobierno del lado del “narcoterrorismo”, convivió así un discurso tendiente a la armonización, en un todo orgánico, de todas las fuerzas sociales.
Si se atiende al vínculo, señalado por Gramsci, entre “revolución pasiva” y superación de crisis ligadas al desarrollo capitalista, no resulta casual que los acentos corporativistas del “Estado comunitario” hayan ido de la mano con la aspiración de materializar otro de los pilares del programa uribista: la “confianza inversionista”. La integración de las organizaciones de trabajadores al orden hegemónico, cuyo propósito era evitar, al nivel interno, la acción de los “sindicatos dañinos” (Secretaría de Prensa Presidencia de la República de Colombia 2008), buscaba, al nivel externo, ganar apoyo para uno de los propósitos fallidos del gobierno Uribe: la aprobación del TLC con Estados Unidos. Nada sorprendente si se considera que el lobby de los sindicatos colombianos en el Congreso estadounidense era uno de los principales obstáculos para la consumación de este acuerdo. Bien se dijo al respecto en relación con los esfuerzos por cooptar el sindicalismo, pero también en referencia a otras agrupaciones habitualmente opositoras: “la estrategia de Uribe busca legitimar su proyecto político a nivel internacional haciéndole contrapeso al lobby en el exterior de estas comunidades con miembros de los mismos grupos que lo critican afuera” (Rico 2009). Si bien esto puede implicar para la fuerza hegemónica cargas financieras —por ejemplo, en cuanto a los subsidios para los grupos cooperadores—, el foco de esta política es dejarle al capital privado un amplio margen de acción para un desenvolvimiento autónomo y libre de presiones políticas, tales como las movilizaciones masivas o la influencia de grupos contrarios al modelo en instancias internacionales. Tal como lo sostiene Schmitter (Ocampo 1992, 59), y como puede derivarse de las tesis de Gramsci, el corporativismo emerge en períodos de modernización socioeconómica que exigen, para superar la intensificación de las contradicciones sociales desencadenadas por esos procesos, la intervención activa del Estado. El modus operandi del uribismo parece confirmar esa tesis.
El antecedente de la OPIC: Asonasa
Explicar la expansión del proyecto uribista en relación con el movimiento indígena supone describir brevemente la agrupación sobre la cual tuvieron eco sus argumentos: la Asociación del liderazgo Nasa para el desarrollo y la convivencia pacífica pluricultural en Hispanoamérica (Asonasa).[8] La organización se gestó luego del encuentro de comunidades indígenas evangélicas, realizado en Villa Rica en 2004, y se consolidó, sin ninguna intervención gubernamental, en 2006, cuando adquiere personería jurídica y se establece en el resguardo de Pitayó, en el municipio de Silvia. Surge como un “programa social” (EP) orientado a superar las debilidades en la gestión social de los cabildos y organizaciones como el CRIC y, especialmente, a promover un programa etnoeducativo con acentos propios. Su “Proyecto etnoeducativo comunitario trilingüe” (PECT), elaborado también en 2006, incluye, así, el rechazo de cualquier discriminación por motivos religiosos, el aprendizaje obligatorio del inglés y de “conocimientos de las ciencias y las tecnologías”. Bajo el supuesto de que sólo una educación en sincronía con el proceso de globalización —pues “la globalización del comercio a nivel mundial es algo que nadie puede detener” (PECT)— pone a los miembros de las comunidades indígenas “en igualdad de condiciones con la sociedad mayoritaria”, no sólo justifica el aprendizaje del inglés sino también la “apropiación de los conocimientos universales, sin perder los conocimientos y valores propios de la cultura nasa” (MC). Si bien la educación es considerada desde la perspectiva económica de la igualdad de oportunidades y de la conservación de la identidad cultural —el aprendizaje de la lengua nasa es por eso obligatorio—, también apunta a una más amplia reforma político-social.
Para los miembros de Asonasa, la pobreza, derivada de un mal manejo de los recursos financieros por parte de las autoridades indígenas, condujo, por una parte, a la infiltración del narcotráfico y la guerrilla en las comunidades y, por otro, a la adopción de la estrategia —ligada a “ideologías comunistas y revolucionarias” (PECT)— de ocupar tierras y taponar vías. De ahí que uno de sus objetivos sea, “a través del desarrollo del PEC trilingüe, crear e impulsar programas que permitan la erradicación total de los cultivos de uso ilícito, el narcotráfico, la subversión armada, el paramilitarismo, la invasión de propiedad ajena, las manifestaciones públicas y los taponamientos de vías”. En lugar de ello, aboga “por el diálogo y la concertación”. Los planteamientos centrales de Asonasa, reconstruidos aquí a partir de documentos como el PECT y el MC, son, en suma, los siguientes:
a) La educación no puede estar orientada ni al “indigenismo radical” (MC) ni al adoctrinamiento en “ideologías comunistas y revolucionarias”, pues esto conduce al aislamiento de la “sociedad nacional” y a acciones políticas ilegales que en nada contribuyen al desarrollo económico de las comunidades. La pertenencia a la sociedad nacional es considerada fundamental y por eso se insiste, por un lado, en la adecuación de todos los proyectos a la Constitución nacional y al resto de leyes del Estado colombiano, y, por otro, en la participación en actos “patrióticos” y, desde quinto de primaria, en el aprendizaje del himno nacional (en nasa) como parte de los deberes de los estudiantes.
b) De la mano de lo anterior, esto es, del interés por integrarse en la “sociedad nacional”, se rechazan las acciones que supongan “revelarse (sic) en contra del gobierno nacional” (PECT) porque van en contra de la Constitución y tienen efectos económicos negativos. Se rechazan el narcotráfico, el paramilitarismo y la “subversión armada” y, si bien se menciona la “búsqueda de alternativas de solución en forma pacífica a esos conflictos”, no se menciona, sin embargo —como lo viene haciendo el CRIC al menos desde 1987—, el retiro de la fuerza pública de los territorios indígenas.
c) La educación, sin perder sus raíces en la identidad nasa, debe ajustarse a procesos históricos como la globalización, y a las directrices generales del Estado colombiano porque, de lo contrario, la población indígena no estará “interactuando en condiciones de igualdad con la sociedad hispanohablante” y no podrá mejorar sus condiciones de vida. Con frecuencia se insiste en la necesidad de “desarrollar proyectos pedagógicos interdisciplinarios productivos, para que ayuden a los estudiantes a valorar la tierra y mejorar la calidad de vida” (MC).
d) Los recursos destinados por el Estado a la educación “no se manejaron bien” pues se destinaron a la promoción de una ideología antigubernamental, provienen en muchos casos de personas que desconocen las realidades locales y las particularidades de la cultura nasa, y no fueron el resultado de un proceso de concertación con la comunidad educativa y los padres de familia. En todos los documentos se destaca, frente a toda forma de “imposición”, la importancia de la “participación activa en los ejercicios democráticos”, “el diálogo y la concertación” y la coordinación con cabildos y organizaciones que compartan las metas de Asonasa.
e) Los programas de etnoeducación, impulsados por el Estado colombiano desde 1978, deben seguirse fortaleciendo —para así “afianzar la cosmovisión nasa”—, pero a la vez deben ser renovados porque se debe ilustrar el pluralismo religioso dentro de las comunidades.
A partir de estas tesis, eventualmente influidas por el ambiente ideológico generado por el gobierno Uribe —pues se está hablando aquí de documentos de 2006, pero en todo caso elaborados en el marco de un proceso espontáneo de organización de un sector de la población indígena del Cauca—, pudo surgir después el enganche de Asonasa a los argumentos esgrimidos por el uribismo contra el CRIC, cuyo resultado es la OPIC. En tanto que aquí se pretende describir el proceso de articulación de conjuntos de creencias diversos cuyo producto es la OPIC, apelando al marco general de la teoría de la hegemonía, no es parte fundamental de este texto explicar cómo surgió el ideario particular de Asonasa. No obstante, para evidenciar la independencia del conjunto de creencias que definen la identidad de Asonasa del ambiente ideológico generado por el uribismo, vale la pena mencionar algunos elementos del acervo cultural de los indígenas evangélicos y algunos eventos singulares que condicionaron el surgimiento de Asonasa:
a) Los indígenas evangélicos han desarrollado una subcultura propia, producto de un proceso de larga duración: la presencia evangélica en el Cauca, para no mencionar otras zonas, data de los años treinta del siglo XX (Rappaport 1984, 113) y contó, durante décadas, con la muy influyente presencia del “Instituto Lingüístico de Verano” (ILV). Como ha sido anotado por algunos analistas, la tarea evangelizadora de esta institución, proveniente de las iglesias bautistas norteamericanas, contribuyó al avance de una mentalidad favorable al capitalismo y propensa al respeto a la autoridad.[9] Su articulación directa con la agenda geopolítica de Estados Unidos durante la Guerra Fría (DelValls 1978) es aún un tema controvertido, pero, aun si se evita la reducción del trabajo misionero a un estratagema del Estado americano para promover su proyecto ideológico-político, también podrían detectarse razones internas, esto es, razones de orden religioso, para que el ILV impulsara una cruzada favorable a ese proyecto. En la propaganda anticomunista podían confluir sin dificultades razones estrictamente religiosas y razones ideológico-políticas. Que un grupo derivado indirectamente del influjo del ILV en el Cauca, como lo es Asonasa, adopte una postura anticomunista no sería por eso sorprendente. Más aún cuando la enemistad de las FARC frente a las iglesias evangélicas,[10] la cual se ha traducido en amenazas y homicidios, no sólo parece confirmar el vínculo histórico entre las iglesias evangélicas y el anticomunismo, sino que ha intensificado el rechazo radical de los miembros de las iglesias evangélicas indígenas a los propósitos y acciones de esta guerrilla. A esto habría que añadir un hecho: Ana Silvia Secué, líder de la OPIC, es sobrina del líder del CRIC Cristóbal Secué, asesinado por las FARC en 2001.
b) La otra cara del rechazo de las agrupaciones antisistema es la postura gubernamentalista de los miembros de las iglesias evangélicas latinoamericanas. En el estudio de J. Algranti sobre los pentecostales argentinos (Algranti 2010) y en el de S. Andrade sobre los indígenas evangélicos en Ecuador —de donde salió el ILV, luego de la firma del decreto 1159 de 1981 por el presidente Roldós Aguilera, debido a la presión de un sector del movimiento indígena que denunciaba su colaboración con las multinacionales petroleras— durante el gobierno de Lucio Gutiérrez (Andrade 2010), se llega a una conclusión similar: los miembros de estas iglesias, en parte por percibirse como un grupo minoritario, tienden a respaldar el poder establecido y a respetar las jerarquías sociales. La federación que agrupa los indígenas evangélicos ecuatorianos organizó, por ejemplo, contramarchas de respaldo al presidente Gutiérrez, cuando era mayoritariamente cuestionado. Esa posición, como lo señala Algranti, no consiste en una aceptación ciega de la autoridad, pero sí tiende a la aceptación de las reglas del juego oficiales como punto de partida de toda iniciativa política. El caso de Asonasa/OPIC parece confirmar esta hipótesis.
c) En este contexto, el del influjo de las iglesias evangélicas norteamericanas en el Cauca, hay otro elemento relevante. A veces como parte de un discurso moral o a veces con independencia de él, en su discurso hay un énfasis notorio en el valor del trabajo y en el rechazo de formas validadas culturalmente de derroche —tipo “potlatch”— que van en contravía de la acumulación de la riqueza, del manejo eficiente de los recursos y de una mentalidad, moralmente rigorista, que hace de la austeridad y el autocontrol una virtud.[11] Las festividades que implican gastos elevados y consumo de alcohol son consideradas “rituales inmorales” (E). No por azar, los cuáqueros son tomados por la OPIC como modelo (E), pues, según los líderes de lo que hoy día es la OPIC, son un ejemplo de comunidad rica y moralmente disciplinada o, quizás podría decirse, rica porque es moralmente disciplinada. La idea de una restauración moral es, así, ligada a la superación de la pobreza por la vía del trabajo disciplinado y la austeridad. Sobre esa base, la receptividad de Asonasa al discurso procapitalista, tan lejano al CRIC, no resulta nada coyuntural.
d) Una de las sentencias judiciales más importantes en lo referente a la protección de los derechos comunitarios de la población indígena, la Sentencia SU-510 de 1998 de la Corte Constitucional, es paradójicamente uno de los motivos ocultos de la división política de esta población. Una vez la fe cristiana fue valorada como algo foráneo y los mamos de la Sierra Nevada recibieron la autorización para impedir la presencia en su territorio de las iglesias evangélicas indígenas, las organizaciones evangélicas quedaron al margen de la institucionalidad indígena oficial. Los cabildos —y las organizaciones ligadas a ellos— dejaron de ser el espacio de representación. La consecuencia no fue, sin embargo, su eliminación y la preservación de las tradiciones “auténticas” sino la búsqueda, por parte de un sector de los indígenas evangélicos, de sus propios espacios de representación.
En términos generales, podría decirse que las raíces evangélicas de la OPIC, claramente identificables si se parte de Asonasa como su origen, evidencian el horizonte ideológico que hizo posible el empalme con el uribismo. Las ideologías, en Gramsci, son visiones de mundo articuladas en prácticas y con un rol constitutivo en la formación de agentes colectivos (Mouffe 1991, 167-227). El reconocimiento de la autonomía de la política, por parte del pensador italiano, pasa justo por pensar la constitución de una voluntad colectiva como un proceso primordialmente ideológico. La religión no es el único recurso de sentido que interviene en ese proceso pero, por su misma naturaleza, tiene un rol central en él. Gramsci considera, en efecto, la religión como una suerte de forma arquetípica para pensar la naturaleza y el funcionamiento de la ideología (Díaz-Salazar 1991, 115-174). La presencia de una religión en la política no es, desde este punto de vista, sino la manifestación expresa de la religiosidad latente en todos los fenómenos ideológicos.[12] En el caso de la OPIC, el carácter evangélico del movimiento es inseparable de su afiliación a un cierto orden hegemónico: el del proyecto uribista.
En Asonasa se hacen presentes, a grandes rasgos, tanto la visión del poder denominada por J. Algranti “adecuación activa” como una especie de “ascetismo intramundano” (Weber 1999), propicio para el desarrollo de relaciones de producción capitalistas.[13] Lo primero la emparenta con otros movimientos evangélicos indígenas en América Latina, para los cuales la participación activa en la esfera pública presupone siempre el respeto y la obediencia a la autoridad. Los fundamentos de esta actitud habría quizás que rastrearlos hasta la demolición de la idea de Derecho Natural a manos de la comprensión voluntarista de Dios en Lutero, pero, a efectos del tema de este texto, basta decir que, como lo señalan Algranti y Andrade, los movimientos evangélicos tienden a comprender sus derechos como concesiones de un poder establecido, y no como fuentes de resistencia al mismo. Lo segundo aleja a Asonasa de toda visión “conservacionista” de la tradición indígena para darle espacio a la posibilidad de una revisión crítica de la misma,[14] en la cual el éxito en la esfera del trabajo, no necesariamente entendido en términos colectivos, va acompañado de un estricto control del individuo sobre sus afectos y deseos. Esa combinación de autocontrol y dignificación del individuo a través del trabajo, gracias a la cual se hace posible el ahorro, resuena bajo la constante apelación en su discurso al “progreso” y depara la no-oposición de la OPIC al desarrollo de relaciones de producción capitalistas. La presencia de los dos elementos mencionados en la ideología de Asonasa no explica, de manera automática, su afinidad con el uribismo,[15] pero sí ilustra las condiciones ideológicas mínimas bajo las cuales pudo darse, en una coyuntura específica, su voluntad de unirse a ese orden hegemónico bajo la forma de la OPIC. Si bien esa voluntad es, en últimas, contingente,[16] no sólo es posible identificar las condiciones generales de la afinidad mencionada, sino que es necesario precisar el contexto argumentativo específico en el cual se hizo políticamente efectiva y explicar cómo el trasfondo cultural pudo haberse transformado, en la coyuntura mencionada, en un conjunto de razones para adherirse al uribismo. Ése es el tema del siguiente apartado.
Revolución pasiva ascendente
El concepto “revolución pasiva” puede releerse a la luz de la teoría de la argumentación. Bajo el presupuesto de que la comunicación consiste en la posibilidad de transmitir los propios compromisos discursivos, a través de la inclusión de las proposiciones sugeridas por un emisor en las inferencias prácticas de un receptor (Brandom 2005, 206), esto es, que ella se basa en la “premisibilidad” (premissibility) (Tuomela 2000) de los componentes de una argumentación, la revolución pasiva implica que un grupo hegemónico le transfiere a un grupo subordinado momentos de sus propios argumentos, los cuales son entonces asimilados dentro del conjunto de creencias propio de ese segundo grupo, pero también implica que el grupo hegemónico, para lograr expandirse, incluye momentos de los argumentos del grupo subordinado en su propio orden de creencias. Como las contradicciones político-sociales tienen una dimensión argumentativa, pues las fuerzas en oposición, en cuanto fuerzas políticas, buscan siempre justificar sus respectivas posiciones y refutar las del adversario, una manera de analizar el proceso de cooptación es ver la manera en que una contradicción se elimina o debilita mediante la inclusión de premisas o de otros componentes de los argumentos del grupo opositor en el discurso hegemónico, y mediante la absorción diferenciada de los del actor hegemónico por parte del grupo opositor. Las estrategias transformistas del uribismo frente al movimiento indígena pueden ser estudiadas sobre esa base. La “revolución pasiva” no puede entenderse correctamente como un proceso en el cual, por la iniciativa exclusiva del grupo dirigente, son debilitadas las fuerzas contrahegemónicas. La riqueza analítica del concepto gramsciano de Estado —en lo relativo a los Estados de tipo “occidental”— radica justo en que toma como punto de partida una pluralidad de organizaciones sociales relativamente autónomas. La revolución pasiva supone, en consecuencia, un doble movimiento: las acciones mediante las cuales el grupo dirigente busca, ante una situación de crisis, expandir su hegemonía, y la disposición de un grupo de la sociedad civil, de manera inicial ligado a las fuerzas antagónicas, a adherirse a la formación hegemónica institucionalizada. En ese sentido, puede hablarse de una dimensión “descendente” y una “ascendente” de la revolución pasiva.
Dado que la representación de la OPIC como un mero eco del proyecto uribista es el prejuicio que este texto quiere invitar a revisar, se atenderá en lo que viene a la dimensión ascendente de la revolución pasiva, esto es, a la forma como la organización que precedió a la OPIC, Asonasa, enganchó sus propias creencias con el discurso hegemónico. No se trata aquí de afirmar que la OPIC surgió a partir de una reflexión sistemática de los miembros de Asonasa sobre cada uno de los puntos de contacto entre su propio ideario y los argumentos de Uribe y su gabinete en La María, sino que pueden reconstruirse las posibles razones de ese enganche estableciendo los parentescos discursivos entre ambas partes. Ni el conjunto de creencias propio del uribismo ni el de Asonasa resulta para los propios miembros de esas organizaciones un conjunto estructurado de argumentos. Es más: muchas de sus ideas no están claramente formuladas como argumentos. Y, sin embargo, es posible, tras una cierta depuración de los componentes no estrictamente argumentativos de su discurso y de su sistematización, establecer de manera plausible los puntos de contacto entre las ideologías de ambas agrupaciones.[17] ¿Cómo empalma entonces el discurso de la OPIC, tal como puede recogerse a partir de documentos firmados por la nueva organización y entrevistas a su nombre, con los cuatro tópicos del uribismo y los argumentos en su defensa?
El gobierno Uribe sostenía frente a la Minga que la Consulta Previa debía tener un alcance restringido porque los intereses nacionales, los intereses de las mayorías, aquellos representados por las autoridades nacionales y consignados, además, en la Constitución colombiana deben imponerse sobre la autonomía política de las comunidades indígenas. La OPIC no se refiere de modo expreso en sus pronunciamientos a la Consulta Previa, pero sí retoma en toda su generalidad la licencia de inferencia[18] de este argumento, a saber, “si un mecanismo institucional puede contradecir los intereses nacionales, los cuales están representados por las autoridades de competencia nacional y la Constitución, y los cuales además buscan lo más conveniente para las mayorías (y no para las minorías), el alcance de ese mecanismo institucional debe estar sujeto a restricciones”. A partir de ahí, y siempre teniendo al CRIC en la mira, la OPIC construye sus propios argumentos: “los cabildos deben tener una competencia restringida porque pueden contradecir los intereses nacionales consignados en la Constitución nacional” (lo cual aparece también relacionado con su crítica a los castigos físicos aplicados por las autoridades indígenas) o “los cabildos no pueden oponerse a la formación de la OPIC porque está amparada en un derecho constitucional”. El Gobierno, en sus pronunciamientos, no se refirió a si los cabildos y su ámbito de discusión eran los de la Consulta Previa, pero, en vista de que en el contexto de Asonasa ya circulaba una comprensión negativa de los cabildos y el CRIC, fue posible la incorporación de algunos segmentos del discurso hegemónico como momentos de su propio discurso. Si se pudiera hablar de estilos argumentativos, y allí se incluyera, por ejemplo, el uso recurrente de un tipo de argumentos, resultaría que buena parte del discurso de la OPIC opera con algunos del tipo “todo-partes” (Perelman 1997, 102) y, en esa medida, reproduce el estilo argumentativo de un segmento del discurso del uribismo frente a la Minga.
Asimismo frente a los “mingueros”, el gobierno Uribe sostenía que no debía haber zonas vedadas a la presencia del Ejército en todo el territorio colombiano porque ése era un deber constitucional, porque las decisiones gubernamentales valen para todos los colombianos, porque la presencia del Ejército ha traído beneficios a las comunidades, porque la autonomía de las comunidades indígenas no es ilimitada y porque esto significaría una ventaja estratégica para la guerrilla. El Ejército, como una institución de carácter nacional, está incluido en la licencia de inferencia antes mencionada y, por tanto —si el discurso de la OPIC es consistente—, eso implica la formación de un argumento del tipo “la guardia indígena debe tener una competencia restringida porque, en lo relativo a la seguridad del país, el Ejército es la única institución que representa los intereses nacionales”. El núcleo del respaldo de la OPIC a la idea de seguridad del uribismo pasa, sin embargo, como de costumbre, por su oposición al CRIC y los cabildos: “el ejército debe hacer presencia en los territorios indígenas porque eso contrarresta la postura complaciente del CRIC y los cabildos frente al narcotráfico y la guerrilla” o “el gobierno debe hacer presencia porque “no somos capaces con nuestra guardia” (E) para enfrentar la guerrilla, con lo cual se apropian indirectamente del fundamento relativo a la ventaja estratégica. Es preciso decir en este contexto que, al menos hasta 2010, la aceptación de la presencia del Ejército en los territorios indígenas expresa más el anticomunismo de la OPIC que su simpatía por las acciones de la fuerza pública.
El gobierno Uribe sostuvo frente a la Minga que la Consulta Previa no puede extenderse a un derecho a veto, porque eso impediría la extracción de recursos necesarios para el desarrollo del país, que la tierra debe tener un uso productivo porque, de lo contrario, se convierte en una carga, y, en último lugar, que no es “neoliberal” porque no ha “desmantelado” el Estado, no ha descuidado la inversión social y ha protegido los recursos ambientales del país en las negociaciones en torno al TLC. La OPIC, polemizando con el apoyo del CRIC a la ocupación de tierras y con su insistencia en la entrega de tierras a partir de los compromisos ya establecidos, acoge del Gobierno la aseveración “la tierra debe tener un uso productivo” —lo cual está en concordancia con la preocupación de Asonasa por la mejora de las condiciones económicas de vida—, pero la une a elementos propios: “la tierra debe tener un uso productivo porque la adquisición de tierras, por sí sola, no permite superar la pobreza y porque, aun cuando se ha conseguido adquirirlas, esto ha terminado favoreciendo exclusivamente a los líderes de las organizaciones y sus allegados”. La aseveración es del Gobierno pero resulta encadenada a nuevos fundamentos, los cuales, a su vez, se convierten en aseveraciones en un argumento como “la adquisición de tierras no permite superar la pobreza porque muchas tierras entregadas están subexplotadas o han sido descuidadas”.
Por último, respecto al tema de la participación, el uribismo sostuvo que sí había reconocido efectivamente a las autoridades indígenas tradicionales y a las organizaciones indígenas ya constituidas, porque había dialogado siempre con ellas, y sostuvo además que los grupos con tal reconocimiento han recibido recursos del presupuesto nacional. En este caso, todo parte del argumento “el gobierno está reconociendo a las organizaciones indígenas [involucradas en la Minga] porque está dispuesto a dialogar con ellas”. La licencia de inferencia de ese argumento, la cual no sólo se aplica a la posición del Gobierno sino de modo universal, sería: “si un grupo está dispuesto a dialogar con otro (y no a usar la coerción), entonces reconoce a este otro como un interlocutor válido”. La OPIC se adhiere a ella al sostener: “nosotros reconocemos al gobierno como un interlocutor válido, porque estamos dispuestos a dialogar y no (como el CRIC) a recurrir a las ‘vías de hecho’”. Mientras que la Minga, en su declaración final del 27 de febrero de 2009, sostenía tesis como “el gobierno de Álvaro Uribe Vélez es para nosotros ilegítimo” (Muñoz y Vitonás 2010, 249), la OPIC no pone en duda el reconocimiento del Gobierno. La apropiación de la licencia de inferencia del Gobierno altera ciertamente sus contenidos: la disposición al diálogo, para el Gobierno, equivale a no querer usar la fuerza pública, mientras que para la OPIC significa no querer taponar vías ni ocupar tierras. No obstante, como las licencias de inferencia de los argumentos del Gobierno son suficientemente universales, la OPIC puede reproducirlas desde su propio ámbito de acción.
Conclusión
Tras la Minga de 2008, el gobierno Uribe buscó mecanismos para debilitar el proyecto contrahegemónico liderado por el CRIC. Una de las estrategias elegidas fue la de buscar el fraccionamiento del movimiento indígena. Si una parte de él se mostraba solidario con el Gobierno, perdía credibilidad la descripción de sus políticas como medidas estructuralmente contrarias a los intereses de los indígenas colombianos. El surgimiento de la OPIC, con el impulso del Ministerio del Interior, cumplió ese objetivo. Al Gobierno le bastaba apelar al pluralismo democrático y al respeto a la libertad de cultos para validar oficialmente el deseo de reconocimiento de un sector de la población indígena caucana disconforme con el CRIC. De esa manera, generaba una organización, formalmente de carácter nacional, que le permitiera en el futuro no sólo sortear escollos jurídicos a los grandes proyectos de inversión como la Consulta Previa, sino presentarse internacionalmente como un gobierno amigo de las minorías étnicas, como, en efecto, lo hizo en 2009, mediante la viceministra Viviana Manrique, en el marco de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En la medida en que el impulso a la creación de la OPIC por parte del gobierno Uribe incluye la búsqueda de condiciones favorables a la reproducción de un modelo económico capitalista —en el contexto de la movilización de grupos opuestos a ese propósito—, la expansión del proyecto hegemónico uribista representado por la OPIC puede describirse como un caso de revolución pasiva. Un sector de la población indígena disconforme con la posición del CRIC y los cabildos, pero hasta entonces representada políticamente por ellos, se adhería de ese modo al proyecto hegemónico del uribismo. La visión corporativista del Estado que servía de trasfondo a varias estrategias políticas del uribismo hallaba así otro punto de apoyo.
Como la revolución pasiva puede interpretarse tanto en su dirección descendente como en la ascendente, la transformación de los sectores débilmente comprometidos con el proyecto contrahegemónico del CRIC en una organización paralela y favorable al Gobierno puede también ser reconstruida desde su perspectiva. En ese punto es necesario mencionar la existencia de Asonasa y, a la par con ella, de una suerte de Kulturkampf dentro del movimiento indígena derivado del choque entre un sector de los indígenas evangélicos y el discurso del CRIC, para el cual el influjo del cristianismo es interpretado como algo foráneo y, por ende, como una forma de aculturación. Cuando el gobierno Uribe reacciona a la Minga de 2008, recontextualizando, frente a un grupo inicialmente adverso, los ejes de su proyecto ideológico, a saber, el nacionalismo, la seguridad, el desarrollismo y la participación directa, ya hay en su audiencia un sector parcialmente afín a su proyecto. Desde la perspectiva de los miembros de Asonasa, se abría la oportunidad de independizarse políticamente del CRIC y los cabildos al alinearse con un discurso que, por su énfasis en la “patria”, colocaba la integración en las instituciones nacionales por encima de la participación en las organizaciones indígenas locales; un discurso que, por su rechazo visceral de la guerrilla y la consecuente exaltación de una institución de orden nacional, el Ejército, reavivaba el anticomunismo latente de los indígenas evangélicos; un discurso que, apelando al “progreso” ligado al desarrollo de grandes proyectos productivos, prometía la posibilidad de superar la pobreza mediante un uso productivo de la tierra y una educación conforme a la exigencias de la globalización; un discurso que, promoviendo la participación regulada como mecanismo de “diálogo”, satisfacía su gubernamentalismo y su rechazo a priori de las “vías de hecho”. En este artículo se ha intentado reconstruir los puntos de enganche de la argumentación de Asonasa/OPIC con el uribismo. Esto muestra cómo este caso de revolución pasiva también tuvo su raíz en razones internas al movimiento indígena, y no, como lo sostienen algunos comentaristas de la realidad nacional y, por supuesto, organizaciones como el CRIC, la ONIC o ACIN, en una mera “manipulación” de un segmento de los indígenas evangélicos caucanos basada en mecanismos clientelistas. El lenguaje de la denuncia, con sus simplificaciones y polarizaciones, no ayuda a comprender la complejidad del movimiento indígena colombiano. El propósito de este trabajo era ayudar a deshacer uno más de esos prejuicios que suelen empobrecer las decisiones políticas.