Introducción
El islam como sistema religioso y cultural ha sido un tema poco estudiado en el contexto colombiano, tal vez debido a su poca visibilidad en nuestra sociedad. Sin embargo, la cantidad de colombianos, en particular bogotanos, que se acercan a esta religión tan poco conocida, y sobre la cual circulan estereotipos en su mayoría negativos, es sorprendentemente cada vez mayor (Castellanos 2010). Con base en narrativas de conversión y observaciones etnográficas abordamos en este artículo la relación entre religión y política desde un ángulo particular. Aunque la separación entre religión y Estado ya se ha operado en Colombia, los valores de la democracia liberal promovidos en y por los países occidentales siguen estando fundados sobre principios del cristianismo y, específicamente, del catolicismo.
La constatación del papel que sigue desempeñando el catolicismo en las relaciones de poder en el país confirma que las decisiones que toman los individuos sobre su vida espiritual no pertenecen únicamente al ámbito de lo privado, sino que se extienden también a lo público. Las conversiones al islam estudiadas a lo largo de este texto también muestran de qué forma la adopción de un sistema de valores religiosos es un gesto político, aun cuando dichos valores no hayan sido formalizados en el sistema jurídico o gubernamental de un país. Mahmood recuerda lo difícil que es separar lo ético de lo político, cuando toda forma de política “requiere y asume un tipo particular de sujeto que es producido por una serie de prácticas disciplinarias que están en el centro del aparato regulador de cualquier acuerdo político moderno” (Mahmood 2005, 33). Asumir un comportamiento que no está prescrito por el sistema hegemónico de valores implica para los conversos resistir en un campo sociopolítico que busca cercenar ciertas diferencias e imponer ciertas formas de ser, hacer y pensar.
¿A qué buscan resistir los colombianos que adoptan el islam? A aquello que muchos critican del sistema capitalista liberal: naturalización del consumismo, pérdida de valores, objetivación de la mujer… Vivir como musulmán en un Estado secular es vivir la norma contradiciéndola, desequilibrándola, incomodando a quienes la defienden como ideal de vida y sociedad.
Si el Estado secular se ufana, por ejemplo, de no permitir que se haga ninguna imposición a la mujer con respecto a la forma como debe vestir, éste no deja de ser el escenario mismo en el que la musulmana convertida decide mostrarse llevando un velo que cubre su cabello. Así, aquella mujer sale a la calle con una prenda demasiado ajena a nuestra norma vestimentaria como para pasar desapercibida. Lo hace sabiendo que será observada por portar lo que es para muchos un símbolo de “opresión a la mujer” y “atraso”, pero busca con su presencia pública darle al velo un nuevo significado, mostrando así que se opone a la regla social capitalina y a lo que ha vivido como la objetivación de su cuerpo en una sociedad moderna y occidentalizada.
¿Por qué ella y otros individuos bogotanos, de familia católica, exitosos profesionalmente, han optado por una religión considerada como inspiradora de actos terroristas, “opresora de las mujeres” o “extraña”? ¿De qué manera las modificaciones que hace el converso a su vida y a su rutina facilitan o dificultan su integración social? ¿Conllevan estos cambios un posicionamiento político frente al resto de la sociedad?
Como contribución a la comprensión de este tipo de preguntas, presentamos acá un análisis realizado a partir de observaciones etnográficas generales del medio bogotano, así como de múltiples visitas realizadas desde comienzos de 2012 hasta finales de 2013 a los principales centros de reunión de los musulmanes en Bogotá, observando sus prácticas, participando en algunas de sus actividades y haciendo entrevistas en profundidad individuales o grupales con adeptos, líderes y fundadores.
El grupo de entrevistados está compuesto por catorce residentes de la capital colombiana (siete mujeres y siete hombres), pertenecientes en su mayoría a la clase media, con edades que oscilan entre los 19 y los 68 años, y cuya conversión ocurrió en esta ciudad. Para algunos han pasado sólo seis meses desde que pronunciaron la shahada,[1] mientras que para otros han transcurrido más de treinta años. Aunque los conversos hacen constante referencia a las normas del islam, vemos que las han adoptado a su manera (demostrando así su agencia), pues no han dejado de tener en cuenta el contexto en el que viven, sus necesidades e intereses propios, actividades laborales o ideales de ciudadanía. No hablamos entonces de un islam canónico, teórico, general, a-histórico, sino de una identidad religiosa claramente localizada y ligada al contexto bogotano.
Las entrevistas fueron iniciadas con una pregunta abierta: “Cuénteme de su conversión al islam, ¿cómo fue?”. Se buscaba así que el converso estructurara su relato, reconstruyendo y ordenando su historia, dándole sentido y resaltando los aspectos de ésta que habían sido determinantes para él. Así, tomamos las narrativas que resultaron de las entrevistas como parte de una construcción identitaria de sujetos que se reconocen y dan nuevos sentidos a sus vidas como musulmanes, narrándose a partir de su nueva identidad.[2] Lo anterior se sumó a nuestras observaciones de las prácticas corporales adoptadas por los conversos, tanto en el seno de la comunidad religiosa como en algunos de los medios donde viven, todo lo cual nos permitió comprender cómo los conversos forjaron un nuevo yo moral y fueron construyendo su identidad religiosa a través de dos tipos de fronteras: unas exteriores que los separan de los no creyentes, y otras interiores que los separan de su antiguo yo.
Por último, hay que aclarar que la conversión ha sido en estos casos una elección personal tomada por adultos que previamente han decidido separarse de la Iglesia católica. Esta decisión los ha llevado al islam, una religión que “tiene sentido” y que corresponde mejor a sus criterios permitiéndoles “no ser como los demás”.
Contexto
Las conversiones de los bogotanos al islam tienen lugar en el marco de profundos cambios ocurridos principalmente en las últimas décadas. Se trata de cambios como la pérdida progresiva de credibilidad que ha sufrido la Iglesia católica, con la consecuente disminución de sus adeptos y practicantes; la laicización del Estado, reforzada con la proclamación de una Constitución Política que prescribe la libertad de cultos; la diversificación del campo religioso, favorecida por la intensificación de intercambios culturales; y la individuación de las prácticas religiosas. Si a mediados del siglo XX el 99% de los colombianos se declaraba católico (Bidegain 2005, 15), en 2011 esta cifra descendió a un 80,4% (Sonper 2011). Esta pérdida de poder de la Iglesia católica es un fenómeno generalizable para toda América Latina (Bastian 2004; Parker 2005). Pero, “las alternativas al catolicismo no han provenido del crecimiento de la no creencia y mucho menos del ateísmo” (Parker 2005, 36). Así, en Colombia, como en otras partes del mundo, el avance de la modernidad no ha significado la desaparición de creencias y prácticas religiosas o espirituales. Parte de este fenómeno se manifiesta en un gran aumento de iglesias protestantes (Beltrán 2013), de adeptos a otras formas de religiosidad como el hinduismo, el budismo o el islam, así como de personas que se dicen, por ejemplo, “con mi propia espiritualidad” o creyentes en “Dios a mi manera” (Sarrazin 2012; Urrea y Castrillón 2000).
La individuación, por su parte, significa que los sujetos se desligan de una comunidad religiosa heredada de sus padres, para decidir individualmente a qué corriente adherir o con cuál combinación de creencias formar su espiritualidad. En este proceso de individuación, el islam es escogido entre una variedad de opciones religiosas y espirituales disponibles. Con base en esta situación de oferta y demanda de religiones o espiritualidades, Berger y Luckmann (1997) establecieron una analogía con la economía de mercado: una serie de empresas (en este caso religiones, iglesias, movimientos o individuos religiosos) se esfuerzan por captar consumidores (adeptos, creyentes). Esta metáfora del mercado ha sido observada en Colombia (Beltrán 2013; Sarrazin 2012) y en otros países de América Latina (Bastian 2004). El “campo religioso” (Bourdieu 1971), tradicionalmente dominado por la religión católica, es ahora escenario de “competencia” entre actores de este particular mercado que recobran fuerza en Occidente tras haber estado marginados temporal y geográficamente. En Colombia el mercado religioso se ha liberalizado en paralelo a las políticas económicas y a la laicización del Estado, lo cual ha favorecido el aumento de “oferentes”, entre los cuales se encuentran varias agrupaciones islámicas en Bogotá.
Aunque hay muy pocos estudios cualitativos o cuantitativos sobre el islam en Colombia, se estima que a los cerca de diez mil adeptos que tiene esta religión en el país, se han unido en los últimos años unos mil más (Castellanos 2010). En Bogotá, se estima que hay aproximadamente mil musulmanes, de los cuales la mitad serían conversos (Hurtado 2012). Hemos encontrado en la capital cinco lugares de reunión para musulmanes, ubicados lejos de cualquier zona marginal pobre, lo que muestra que no se trata en ningún caso de una religión dirigida a sectores marginales, empobrecidos, desfavorecidos o en estado de crisis.[3] Los centros son: la Mezquita Estambul, la Mezquita Al Reza, el Centro de Estudios Islámicos Al-Qurtubi, la Casa Cultural Islámica Ahlul Bayt y la Mezquita Abu Bakr. Esta última, recientemente construida en la calle 80 con avenida 30 (ver la imagen 1), es el primer minarete de Bogotá y constituye el centro de reunión más importante de la comunidad sunita, mayoritaria en Bogotá. El aumento de adeptos, sumado a la inversión considerable que significó la construcción del edificio citado, da muestras de que el islam en Colombia ha crecido en los últimos años.
Al indagar sobre el origen y mantenimiento de estos lugares, vemos que muchos de los actuales líderes son conversos colombianos, y no necesariamente inmigrantes musulmanes, lo que indica que, más allá del apoyo financiero y material que reciben comunidades chiitas y sunitas por parte de Estados o instituciones musulmanas internacionales,[4] el crecimiento del islam en el país es cada vez más el resultado de iniciativas de colombianos.
Es notable que el número de conversos al islam haya aumentado en Colombia, a pesar de que la fe musulmana tienda a ser asociada al terrorismo en buena parte del mundo occidental. La imagen negativa que tiene el islam en algunas regiones del mundo se ha venido forjando desde los enfrentamientos históricos entre Oriente y Occidente, y es hoy promovida grandemente por medios de comunicación (cine, televisión, prensa) y campañas políticas estadounidenses y europeas. Los conversos bogotanos son conscientes de esta imagen que presenta fanatismo, terrorismo, atraso y opresión de la mujer como sinónimos de islam. Lo interesante del fenómeno es precisamente que ellos decidan seguir adelante con el proceso de conversión (que a veces dura años), asumiendo una nueva identidad, que es expresada clara y abiertamente en la esfera pública.
Sobre las conversiones y sus motivaciones
La shahada es la única exigencia que tiene la comunidad musulmana para recibir en su seno a un nuevo miembro. Este hecho, sumado a los diferentes gestos de bienvenida y cordialidad con los que es recibido un desconocido interesado por saber más de la religión, facilita el acercamiento paulatino a esta fe religiosa en Bogotá. Según los testimonios de los entrevistados, la conversión es un acto totalmente voluntario que ocurrió cuando ellos lo decidieron. Algunos se convirtieron pocos días después de haber conocido el islam, mientras que otros esperaron varios años. En cualquier caso, el acercamiento a esta fe ocurre como un proceso de inmersión progresiva, que a menudo empieza con una tímida consulta en contextos no categorizados como religiosos. Por ejemplo, Carolina[5] tuvo su primer contacto con el islam cuando “un señor educado, respetuoso, serio” dictaba una conferencia sobre alimentación saludable en un “spa”, luego de lo cual ella visitó una musala.[6] José,[7] por su parte, relata haber conocido el islam a través de la academia al asistir a un diplomado en religiones comparadas en el que oyó hablar de hinduismo, judaísmo y cristianismo ortodoxo, pero sintió algo distinto en el contacto con la religión de Mahoma: “en la primera charla sobre el islam ya me sentí musulmán”. Otras personas visitaron “por curiosidad” centros musulmanes y fueron adoptando algunos principios o prácticas como la oración. Otros conocieron el islam a través de la asistencia a cursos de árabe, donde entraron en contacto con los preceptos de esta religión.
De manera influyente hasta tiempos recientes, Lofland y Stark (1965) tipificaron las etapas de la conversión, donde, para empezar, se presume la presencia de tensiones profundas y duraderas en el futuro converso, quien tendería a buscar en contextos religiosos las soluciones a sus problemas. Este modelo, sin embargo, ha sido criticado, principalmente porque no tiene en cuenta las situaciones particulares que viven los sujetos, haciendo abstracción del entorno sociocultural que los rodea. Esta abstracción es un error importante, ya que el contexto en el que vive el converso es inseparable de su subjetividad, moldeando su experiencia e influenciando sus motivaciones. Está visto, por ejemplo, que el contexto actual de globalización y pluralismo, así como la exposición a cierto tipo de educación, son factores que promueven las conversiones (Barro, Hwang y McCleary 2010). El mismo Lofland, trabajando más adelante con Skonovd (Lofland y Skonovd 1981), destaca la importancia de ubicar la conversión geográfica y temporalmente, al mismo tiempo que critica el modelo enunciado en 1965, porque supone un sujeto demasiado pasivo. Además, se ha argumentado que “las estrategias de conversión no son independientes de los fines y de las cosmovisiones de los movimientos” (Introvigne 2010, 372), es decir que el modelo tiene el problema de no incluir para nada los contenidos particulares de las religiones que motivan a los conversos.
La importancia del contexto sociocultural local y de las particularidades de cada grupo religioso, así como la complejidad del proceso de conversión —que rara vez es unívoco y pocas veces sigue las mismas etapas en un sentido unilineal—, hacen que las tipologías rígidas que sugieren causas específicas para las conversiones no sean de gran utilidad cuando se trata de comprender los caminos que siguen los sujetos en dichos procesos complejos. Por ejemplo, la mayor parte de las mencionadas tipificaciones sobre la conversión asumían que un individuo moderno y adulto sólo podía querer convertirse a una religión si encontraba el culto en un momento de crisis y en el que los lazos sociales o familiares extra-culto eran débiles o neutralizados (Carozzi y Frigerio 1994; Introvigne 2010). Sin embargo, hemos constatado que los bogotanos que adhieren al islam no son individuos marginados de la sociedad, están bien integrados al sistema laboral, y no necesariamente recurren a la religión en momentos de crisis o eventos trágicos en sus vidas.
Por otro lado, Lofland y Skonovd (1981) propusieron una caracterización de los tipos de conversión: la conversión intelectual, la afectiva, la mística, la experimental, la asociada a un “revival” y la coercitiva. No podemos aquí entrar en detalles y explicaciones de cada uno de estos tipos, pero podemos decir que nuestras observaciones nos impiden ubicar con rigidez la conversión al islam en Bogotá en alguno de ellos: todos los tipos de conversión, excepto el coercitivo,[8] están presentes con mayor o menor fuerza entre la población estudiada.
Podemos definir así, de manera general —y nunca constrictiva—, lo que sería la conversión en el caso estudiado: se trata de 1) un hecho que cambia su identidad, inscribiendo a los sujetos en una comunidad creyente; 2) un proceso vivido personalmente y que los lleva de una situación frente a la cual se sentían inconformes hacia una nueva etapa en sus vidas, y a adoptar paulatinamente cambios morales y comportamentales; 3) una decisión tomada con profunda convicción, tanto más justificada, por cuanto se trata de una religión estigmatizada por amplios círculos de la sociedad en la que vivimos (lo cual explica en parte la abundancia de argumentos a favor del islam presentes en sus narrativas). Consideremos por ahora este último aspecto, abordando la visible oposición entre dos sistemas de valores.
Aparte de los ya mencionados estereotipos negativos que circulan por los medios de comunicación sobre los musulmanes, los conversos en Bogotá deben enfrentar el rechazo de su círculo familiar, y seguramente algún tipo de marginación en un círculo social más amplio, debido a que suelen adoptar conductas que no se corresponden con la norma, por ejemplo, la interrupción de cualquier actividad para cumplir con las oraciones o el no “salir de rumba”. Sahar[9] recuerda la forma como fue recibida la noticia de su conversión por su mamá, que es mormona, y otros familiares miembros de iglesias “cristianas”: “Mi familia, por mucho tiempo, cada vez que encontraba una noticia mala de algo que hizo un musulmán, me la mandaban… fotos de mujeres lapidadas, y me decían: ‘Te van a lapidar’”. Claudia[10], por su parte, recuerda así el momento en que le contó a su padre su conversión: “Mi papá… es misionero de la Virgen del Carmen. […] A él empezaron a llenarle la cabeza de cosas, a decirle: ‘su hija está en la peor religión del mundo, la tienen sometida’”. Además, varios entrevistados recuerdan haber recibido comentarios que daban por sentada una relación entre islam y terrorismo. Diana (2013) comenta exaltada al respecto: “Después de mi shahada… ¡mi mamá piensa que yo soy terrorista!”.
Las diferencias entre la moral musulmana y ciertos ideales modernos son las mismas que alimentan aquellos discursos de “sub-ontologización”[11] del musulmán, presentándolo como arcaico, irracional, violento o machista: definiciones categóricas lo hacen ver como incompatible con la modernidad, con la construcción de una sociedad democrática e igualitaria (particularmente, respecto a la igualdad de género) y, por demás, como opuesto a los ideales de libertad y realización personal. El islam suele ser visto como una “alteridad esencializada” (Jung 2010), donde códigos monolíticos e inflexibles de reglas jurídicas y morales dominan y oprimen a los individuos y sus comunidades.
Sin embargo, la realidad que hemos podido observar es otra. En la práctica, no hay tales códigos monolíticos e inflexibles, y los conversos pueden tomar para sí sólo ciertas ideas o determinados preceptos paulatinamente, a la vez que permanecen en cierta sincronía con la sociedad mayoritaria. De tal forma, van construyendo su identidad a lo largo de un proceso de ajuste entre dos sistemas morales, proceso que implica ciertos esfuerzos de la persona, pero que es favorecido por una poco conocida flexibilidad del sistema normativo musulmán. Por ejemplo, varias de las musulmanas que hemos encontrado no están necesariamente de acuerdo con el uso del velo, o por lo menos no en todas las circunstancias. La esposa de José, abogada y también musulmana desde hace quince años, aún no usa el hijab[12] para trabajar, porque teme que esto interfiera en su estabilidad laboral. Carolina, por su parte, no considera que el hijab sea un vestido adecuado en los círculos sociales en los que se mueve; ella, que dice ser “vanidosa por naturaleza”, quiere mostrar su cabello “después de salir del salón de belleza” y que la vean “bonita”. Estos casos muestran que los conversos pueden estar en una posición intermedia entre los dos sistemas morales y de comportamiento.
Por otro lado, y volviendo a un punto que mencionamos antes, hemos observado que la decisión de convertirse al islam viene luego de una prolongada y difusa sensación de frustración o carencia experimentada por el converso, quien llega a definirse a sí mismo como “buscador” de una religión o un camino espiritual. Lofland y Stark (1965) se habían acercado a esta noción de “buscador” pero la habían desprovisto de agencia, pues no incluían en su propuesta un estudio detallado de las subjetividades. En este artículo intentamos justamente aportar a la comprensión de los caminos que siguen esos “buscadores” en cuanto sujetos inmersos en un medio sociocultural moderno como el capitalino.
La conversión suele ser descrita por los entrevistados como una decisión propia, producto de un proceso de reflexión y cuestionamiento pausados sobre sus vidas y sobre la sociedad o cultura en la que viven: “¿Para qué estamos aquí?”, “Tiene que haber algo más que esta búsqueda material”, son algunas de las preguntas que se hicieron los conversos previamente al conocer la fe musulmana, creencia religiosa en la que hallaron una sensación de bienestar y soluciones satisfactorias a sus preguntas, inquietudes y dilemas. El encuentro con el islam viene para la mayoría de los entrevistados después de haber explorado otras formas de fe o espiritualidad.
Aunque no podamos asegurar que la adherencia al islam no sea más que una etapa en un proceso más amplio de migración religiosa (necesitaríamos de un estudio que durara varios años más para hacer este tipo de afirmaciones), sí podemos afirmar que los conversos sienten haber encontrado en el islam algo que estaba ausente en otras formas de fe. Más de la mitad de ellos pasaron por una iglesia “cristiana”, y los demás dicen haberse acercado a diferentes religiones o formas de espiritualidad antes de conocer el islam. Por ejemplo, Héctor[13] afirma: “Tenía inquietudes respecto al budismo, al hinduismo, a las expresiones espirituales que hay… Me gustaba leer los asuntos enciclopédicos, y ahí encontraba de todo: el animismo, el monoteísmo, el politeísmo, lo que ha dado la humanidad durante todo su tiempo”. Ricardo[14] también dice haber buscado antes del islam, sin sentirse satisfecho: “Investigué otras religiones como el hinduismo, el budismo, todo eso. El mismo asunto: creaciones de hombres para gobernarse unos a otros, para someter a otros”.
El islam es además presentado frecuentemente por los conversos como una “fe razonada”, “razonable”, “lógica”, que brinda “explicaciones sensatas”, incluso comparables y acordes con las explicaciones científicas. No se trataría entonces de un “dogma” que la persona tiene que creer, ni de seguir a un “sacerdote que inventa lo que le conviene”, como dicen algunos conversos haciendo clara referencia negativa al catolicismo. Se trataría más bien de un “verdadero conocimiento” que no exige “una fe ciega”, porque puede ser explicado y comprendido. “La ley divina y la ley científica son gemelas”, asegura José (2012), afirmando que la teoría del origen de las especies de Darwin es considerada como cierta y acorde con el islam.
Según los musulmanes, esa ley divina es además el resultado de revelaciones no contaminadas por el hombre, creencia que permite evacuar las dudas de manipulación o charlatanería por parte de los guías. “Hablamos con Dios directamente”, dice José (2012). Por otro lado, aunque muchos admiten los parecidos entre la Biblia y el Corán, reconociendo incluso a Jesús, a quien consideran un profeta más,[15] explican que el Corán sería verdaderamente la palabra de Dios,[16] mientras que la Biblia sería una versión de ésta tergiversada por los hombres. Presentan así al islam como una versión “mejorada” de un catolicismo que no marca realmente las pautas de comportamiento de los creyentes: los católicos son percibidos como libertinos, poco solidarios, indisciplinados con su fe, irrespetuosos de sus propias normas. Los musulmanes, en cambio, sí se sostendrían en su fe y practicarían principios morales ancestrales como el servicio a los demás y el respeto por el cuerpo de la mujer. Notamos entonces en los discursos una constante referencia negativa al catolicismo, comparación que supuestamente debería justificar la adhesión al islam.
Vivir islámicamente
Si el lugar de los discursos, los argumentos, las ideas y la intelectualidad es importante entre los conversos al islam en Bogotá (lo que podemos inscribir en lo que Weber llamó una “racionalidad religiosa”), las prácticas no lo son menos en lo que respecta a ser un musulmán. Por demás, hay que decir que las dimensiones discursiva y práctica aportan constantemente a la construcción de la identidad musulmana por parte del converso; como dice alguien, “uno debe entender bien por qué hace lo que hace”, pero una vez se han interiorizado los argumentos, es a través de los actos cotidianos que se logra ser un buen musulmán, y estos actos trascienden a la esfera pública y política, ya que están relacionados con “ser un buen ciudadano”, según los mismos conversos. Es común oír en este medio que el islam es “un estilo de vida”: cambios en la dieta, en las costumbres de higiene, en la celebración de ceremonias, en la realización de las oraciones cotidianas, y a veces, en las relaciones sociales que se establecen o se deshacen. Así, a partir de ciertos ideales, valores y parámetros, surgen prácticas que se salen de la norma general propia del medio urbano y latinoamericano. El uso del velo para las mujeres es un ejemplo de esto.
La adopción de los patrones de conducta musulmanes y de los valores que los acompañan, es una decisión explícitamente narrada como una forma de resistencia u oposición a ciertos aspectos dominantes de nuestra sociedad. En efecto, todos los entrevistados expresaron su deseo de cambio con respecto a las actitudes y formas de vida dominantes, refiriéndose a una degeneración (bastante estereotipada) del estado actual de la “sociedad occidental”, descrita ésta —según los propios términos de los entrevistados— como “capitalista”, “materialista”, “caótica”, “sin valores”, “egoísta”, “un mundo vacío”, carente de “espiritualidad”, donde “la gente sólo se preocupa por el trabajo o por sí mismos”, una cultura donde “impera el consumismo”, “se usa el cuerpo de la mujer”, o donde “se han endiosado cosas como el sexo, el alcohol, las drogas o la rumba”.
Una actitud crítica se expresa a través de discursos de corte intelectual, justificando el cambio personal que significa la conversión, pero también otorgándole el significado de ser portadora de un cambio sociopolítico, es decir, imaginando una sociedad cuyos horizontes y lineamientos se distinguirían de las tendencias más generalizadas. Es así como se hace visible el camino entre lo privado, es decir, la decisión que toma un individuo de llevar sus prácticas cotidianas de acuerdo con unas normas espirituales particulares, y lo público, que es la exteriorización explícita de la adopción de dicho estilo de vida. Los conversos entrevistados van un peldaño más allá asegurando que su comportamiento tiene un efecto doble en la sociedad: primero, se intenta difundir en sociedad las virtudes del islam; segundo, se aspira a operar un cambio en las relaciones de poder, pues este cambio va en contra de la hegemonía de los valores de nuestra modernidad.
En este orden de ideas, no sorprende demasiado que algunos individuos tengan o hayan tenido afinidad con otras formas de pensamiento crítico como la Teología de la Liberación o el marxismo. En efecto, y por paradójico que esto último parezca (dado que, generalmente, para el marxista la religión es el opio del pueblo), el marxismo y una religión como el islam serían semejantes, por cuanto ambos plantean un cambio social y una alternativa a la sociedad moderna-capitalista. Este fenómeno se presenta no sólo entre los adeptos al islam, sino entre los adeptos a otras espiritualidades alternativas (ver Sarrazin 2011).
Un buen musulmán debe “hacer las cosas islámicamente”. Esto significa, entre otras cosas, seguir la sharia: código que prescribe la conducta adecuada para un gran número de situaciones cotidianas concretas como lavarse el cuerpo, defecar, comer, vestirse, sentarse o dirigirse a hombres y mujeres, jóvenes y ancianos. Estas conductas apropiadas también suelen ser consideradas como fuente de bienestar personal: la sharia “te cambia la vida”, “te hace más fácil las cosas” y “te sientes mucho mejor al vivir así, de esa manera ordenada, limpia, disciplinada”, afirman distintas personas entrevistadas. Así, por ejemplo, las prescripciones alimenticias, como no comer cerdo, no tomar alcohol o respetar las restricciones del ramadán, son racionalizadas a través de discursos relacionados con la higiene y la salud. Por su parte, la privación que representa el ayuno no sólo es justificada con argumentos biológicos que serían comprobables “científicamente” (“favorece al sistema digestivo”, etcétera), sino que se relaciona con la disciplina, el orden y una voluntad fuerte frente a las tentaciones del mundo capitalista, que, al contrario, exacerbaría el deseo y los placeres banales.
Las regulaciones en general son consideradas como factores que redundarán en el bienestar del propio ser humano. José (2012) lo explica a propósito de la prohibición sobre el alcohol: “Dios nos dice que no hagas esto que te termina perjudicando”. De manera similar, las restricciones que vienen con el ramadán aluden a la capacidad de imponerse y respetar fronteras entre lo correcto y lo incorrecto. Andrés[17] lo corrobora: “Tienes una diferencia entre una vida sin límites [sin la religión] y una vida con límites. Hay límites, sí los hay, pero para el beneficio propio”. Beneficio que no se limita al cuerpo o a las ganancias materiales: “hacer las cosas islámicamente” implica también actuar con un trasfondo espiritual, lo cual puede ser una oportunidad para acercarse a Dios, purificarse a sí mismo y asegurar el paraíso después de la muerte.
El islam pretende poner orden en la vida del sujeto moderno mientras lo purifica; los discursos insisten en la importancia de las reglas y los límites, así como de la higiene corporal y la pureza del comportamiento. Como lo analizó Douglas (1973), las nociones de pureza y orden están intrínsecamente relacionadas: si la impureza es la materia fuera de su sitio, los sujetos se acercan a la pureza del espíritu a través del ordenamiento de los comportamientos. Así, incluso las regulaciones dietéticas deben ser entendidas como método de ordenamiento-purificación. Las prácticas de limpieza y las clasificaciones que propone el islam, por ejemplo, distinguiendo lo permitido (halal) de lo prohibido (haram), son efectivamente referencias a un orden que guía al individuo a la hora de tomar decisiones. Así, se entiende que algunos asocien la conversión a “hacer más fácil la vida”, al mismo tiempo que proponen un modelo de humanidad distinta, uno más “limpio”, podríamos decir, para retomar la metáfora usada. Acá vemos claramente el factor político presente detrás de la noción de “purificación” personal, puesto que hace parte de un sistema de creencias y prácticas que reorganiza las acciones de los individuos en función de esquemas que contradicen un supuesto desorden liberal de la sociedad mayoritaria.
Si la conversión es un proceso que puede ser lento y que no exige a todos ser “buenos musulmanes” desde el primer momento, es claro que representa un cambio que implica esfuerzos. José (2012) dice luchar constantemente por mantenerse alejado de un estilo de vida mundano: “Hay cosas hedonistas muy tremendas, la vida libertina, un día estoy con una, al otro día estoy con otra… [romper eso] fue una guerra tremenda”. Shafiq[18], musulmán hace doce años, lamenta que antes de convertirse llevaba una vida de “mucho desorden”. De manera similar, Carolina (2013), que pronunció la shahada seis meses antes de ser entrevistada, habla de su vida previa a la organización que trajo la religión: “En alguna época fui terrible [risas]… fui muy rumbera, salí con hombres casados, tuve varios novios al mismo tiempo… ¡Terrible! Dios me sacó de unas cosas…”.
Estos cambios que asume el sujeto deben ser considerados también como acciones políticas, aun cuando hablamos de cambios ejercidos a través del propio cuerpo. Según Butler (1997, 160), la performatividad es una parte crucial de la formación del sujeto que está permanentemente contestando y reformulando la política. En el mismo sentido, Winchester, tras analizar las teorías de Saba Mahmood, Talal Asad y Pierre Bourdieu, señala que “toda práctica reorganiza la relación que tiene el cuerpo con el orden social cotidiano y reestructura cualitativamente la relación subjetiva del actor social corporizado con el espacio y el tiempo objetivos” (2008, 1758). Sabemos, en efecto, que los conversos reorganizan sus relaciones con el espacio, el tiempo y el orden social colombiano por medio de patrones de conducta y de pensamiento que ciertamente contradicen algunos principios hegemónicos, en su mayoría tácitos, de nuestra sociedad.
El hijab como símbolo de diferencia
El hijab se ha convertido en uno de los símbolos más visibles y debatidos de esa diferencia que representa el islam y de esa resistencia que se expresa a través del propio cuerpo. Este término árabe no denota únicamente un objeto —el velo—, sino que hace parte de una práctica y una actitud más amplias de comportarse modesta y discretamente, todo lo cual, desde el punto de vista del no musulmán, puede parecerse a la sumisión. Pero la verdad es que, lejos de considerarse como una simple costumbre que obliga a la mujer a hacer lo que ella no desea, esta práctica se justifica —por hombres y mujeres adeptos al islam— como parte de un sistema de valores basado en el respeto por la mujer, según argumentaron todas las entrevistadas.
Aunque no haya en Colombia leyes que prohíban el velo, y la cuestión no haya llegado a instancias estatales —generando debates a nivel gubernamental (como ha ocurrido en Francia)—, al llevar el velo de manera voluntaria, una mujer se opone claramente a una hegemonía considerada “mundana” y “banal”. La portadora del velo habla de una cultura que, así como banaliza la vida humana limitándola a la ambición de éxito y riqueza por parte de individuos egoístas, hace del cuerpo de la mujer un objeto sexual para ser mirado y deseado por los hombres en los espacios públicos.
El género ha sido un nodo fundamental en la construcción del par dicotómico Islam vs. Occidente. Uno de los aspectos del islam en los que se basan ciertos discursos occidentales para presentar a esta religión como incivilizada y anacrónica, es la posición que la mujer ocupa en ella. La forma en que un cierto feminismo concibe la práctica del hijab como insoportable, es tan sólo una de las manifestaciones de la complicada relación entre aquella corriente intelectual y la religión, y que se hace más visible en discusiones sobre el islam. Algunas académicas feministas occidentales han tendido a presentar la identidad musulmana como propia de un sistema patriarcal que perpetúa los roles de género tradicionales (Mahmood 2005, 1). Según Ruby (2006), esto se debe en parte al pensamiento binario que opone lo secular a lo religioso, impidiendo que se otorgue credibilidad a las creencias y prácticas de las mujeres religiosas (“La religión les ha lavado el cerebro”), presentando a la mujer musulmana como alguien que no tiene agencia ni voz (Mohanty 2003).
Sin embargo, como Said (1979) lo señaló, en la compleja relación (post)colonial, autores occidentales (entre los cuales podemos contar algunas de las feministas que dominan el discurso) hablan en nombre de Oriente y lo representan en sus propios términos de valoración. La verdad es que en Colombia y en el mundo (Mansson 2007; Ruby 2006; Yazbeck, Smith y Moore 2006), la adopción de costumbres musulmanas como el uso del velo es una elección por parte de mujeres que encuentran en el islam un espacio en el que pueden explorar una identidad femenina alternativa.
Al inscribirse en el concepto más amplio del hijab, el velo tiene implicaciones a la vez simbólicas y políticas. Este objeto, junto al cuerpo que cubre, se inscribe en relaciones de poder específicas (Entwistle 2000, 39). Lejos de ser signo de opresión, portar el hijab en una capital latinoamericana como Bogotá, se ha convertido para algunas mujeres en signo de emancipación con respecto a ciertas tendencias dominantes. Se trata además de una nueva identidad pública para las conversas, quienes así establecen un nuevo tipo de relación con la sociedad mayoritaria, dando fe de su compromiso con la religión, adscribiéndose a un tipo de lealtades diferentes, practicando unos valores alternativos. Por demás, para las entrevistadas, la modestia que se incluye en el hijab es justo lo que se opone a la ambición desmedida que afecta negativamente a la sociedad capitalista; y la discreción, lo que contradice las actitudes pretensiosas y vanidosas de tantas mujeres occidentales. El hijab sería una herramienta que permite, a través de la práctica, construir esas virtudes necesarias, tanto para las mujeres como para los hombres, y es, al igual que otras de las prescripciones islámicas mencionadas antes, sinónimo de disciplina y voluntad firme por parte de la persona que tiene la intención de transformar su vida, a pesar de las dificultades. Como lo dice Sahar, “El velo es uno teniendo control”.
El islam como alternativa a y en la modernidad occidental
¿Por qué son valorados la disciplina y el orden que prescribe el islam? ¿Por qué los individuos dicen sentirse “mejor” en ese orden Otro? Aunque el sistema cultural que llamamos “religión” tiene múltiples facetas, queremos concentrarnos en aspectos de éste cuya importancia es resaltada por los creyentes, y que se refieren a elementos socioculturales más amplios de sus vidas. La búsqueda de nociones de orden, de limpieza, de verdad, de patrones estructurantes, se da en un contexto moderno de pluralismo, liberalización, desinstitucionalización e individuación que deja quizás demasiada cabida a la contradicción y la ambigüedad, lo que genera en los sujetos la sensación de que viven en un mundo desordenado y confuso. Es necesario entonces considerar de manera muy esquemática este contexto, que es el de la modernidad tardía, desde una perspectiva más amplia, y saliéndonos de lo estrictamente religioso, hacia el nivel macrosocial, económico y político.
Retomando el concepto de “tecnologías del yo” (Foucault 1996), podemos comprender que la conversión implica emprender un proceso de transformación hacia una “vida buena” que proporciona nuevas formas de orientarse y concebir la identidad personal. Las religiones contienen lo que Taylor llama “marcos referenciales”, los cuales permiten al individuo orientarse en el mundo, definiendo en el mismo proceso el ser y el deber ser, estableciendo una “ontología moral” (Taylor 1996), a su vez inseparable de la identidad. Toda definición del yo y su curso de acción es una función de su ubicación dentro del universo que ha sido constituido intersubjetivamente. Sin embargo, como lo han mostrado diferentes autores, la modernidad no necesariamente provee marcos referenciales estables y claros (Bauman 2002; Taylor 1996, entre otros).
Sabemos bien que la Iglesia ya no es una fuente incuestionable de referencias, ni es ya esa institución que ejercía su poder normativo en múltiples ámbitos de la vida de los sujetos.[19] Pero la Iglesia es sólo una de las instituciones que se han debilitado (por ejemplo, la familia, el vecindario, etcétera), y los “grandes relatos” se han desacreditado, proporcionando pocas guías certeras. Esto puede explicar la evocación sistemática por parte de los entrevistados de una búsqueda espiritual que ha fluctuado por distintas formas de religiosidad; una búsqueda que justifican argumentando que “la sociedad moderna” o “la cultura occidental” se ha quedado “sin valores”, dejándolos sin los elementos suficientes para encontrar “sentido a sus vidas”.[20]
Según Berger y Luckmann (1997), existe una relación entre el pluralismo y las crisis de sentido del individuo moderno, en la medida en que los sujetos se encuentran desprovistos de referencias claras o estables, debido en parte a la multiplicidad de sistemas de valores a los que están expuestos en la actualidad, multiplicidad que se favorece con las nuevas tecnologías de comunicación y transporte, así como con las políticas liberales de apertura de fronteras que promueven los intercambios de bienes, servicios y símbolos. A propósito, podemos retomar la palabras de Sahar (2012), quien describe su estado antes de la conversión como “un revoltijo espiritual”, que la llevaba a una vida “sin parámetros espirituales… Todos tenemos una esperanza superior, pero desordenada… hay un desorden espiritual… que soy cristiano, que soy católico, que soy lo que sea… que tengo una comunicación con Dios a mi manera: eso es un desorden”.
El pluralismo se articula con la individuación característica de la modernidad, todo lo cual hace que un “nomos” (Berger 1971) definitivo se desdibuje, produciendo así individuos que dudan cada vez más, que ya no entienden del todo ese “revoltijo” que constituye su propia vida; “la ausencia de normas o su mera oscuridad —anomía— es lo peor que le puede ocurrir a la gente en su lucha por llevar adelante sus vidas” (Bauman 2002, 26). La tan celebrada libertad o “emancipación” del individuo ha puesto sobre sus hombros la pesada carga de tener que elegir constantemente y de tener que hacerlo bien (Bauman 2002, 24-25). Esta elección determinará su realización personal, su éxito, su bienestar, su salud; o, para usar una palabra proveniente de la religión, y pertinente en el caso que nos atañe, su salvación. Pero los criterios para darle un sentido a la vida y elegir “bien” parecen ser cada vez menos claros; ya no están las instituciones tradicionales para señalar de manera unívoca e indiscutible cuáles son “el camino y la verdad”. Ésta parece ser una situación que en realidad produce un cierto malestar, una ansiedad[21] que viene, por decirlo de manera muy simple, de la desorientación y la confusión. Ante esta situación de incertidumbre individualizada, Bauman (2002, 26) —citando a Erich Fromm— señala que se genera una “búsqueda compulsiva de certeza [y] de soluciones capaces de eliminar la conciencia de la duda”, por lo que una doctrina que se presente como fuente segura de orientación y certeza será ser bienvenida.
Esta situación se combina con otro aspecto de la modernidad: el pretender separar la secularidad y la religión (Taylor 2007), permitiendo que los individuos consideren las religiones como dominios aparte a los que pueden acceder a voluntad según las necesidades que surgen de sus cotidianidades seculares. Las religiones ahora se presentan como fuentes de sentido, como “reservorios de signos” (Hervieu-Léger 2000) —supuestamente tradicionales y sólidas, como en el caso del islam—, disponibles para los consumidores que las requieran, por ejemplo, para darle sentido a la vida (y a la muerte), o para encontrar las respuestas y la estabilidad después de un camino de búsqueda que puede ser largo y difícil.
La búsqueda de sentido, de orden y de claridad que describen los nuevos adeptos al islam no es entonces una suerte de reminiscencia de tiempos premodernos, sino una de las consecuencias de la modernidad tardía, que, con su desinstitucionalización, su individuación y su pluralismo, ha quitado fundamento sólido a sus propias promesas, como la del Progreso. Todo esto ha generado carencias y dudas que algunos (aparentemente cada vez más numerosos, si aceptamos la constatación sociológica global del reavivamiento de las religiosidades[22]) intentan paliar a través del acceso a una de las ofertas del “mercado religioso”, ahora globalizado. Es precisamente porque los sujetos se (re)sienten de vivir en los tiempos modernos de incertidumbre, de inestabilidad, de precariedad, que las religiones, consideradas como algo aparte de la secularidad-modernidad, son vistas como alternativas tradicionales y soluciones para vivir mejor.
Conclusión
El crecimiento del islam en Colombia ocurre en el marco de un Estado que ha promulgado su laicidad en la Constitución de 1991 y que ha dejado atrás las políticas de mejoramiento de la raza. A pesar de que aún circulan en nuestro medio numerosos mensajes en contra de esta religión, el interés que despierta ha aumentado notablemente, debido en gran parte a la difusión de ciertos discursos críticos contra la Iglesia católica y contra una cierta modernidad occidental y su Progreso. Estas ideas han contribuido a que algunas personas valoren el islam en cuanto una forma de alteridad, entendiendo este concepto analítico como aquello que se diferencia de lo comúnmente conocido y cotidianamente aceptado, aquello que es identificado como diferente, atípico, fuera de lo común, que no hace parte de las formas culturales y categorías más ampliamente difundidas y dominantes en la sociedad, y que, por todo ello, no pertenece a la mayoría cultural (y religiosa).
A través de esta alteridad, el converso musulmán construye para sí, progresivamente, oscilando, una identidad que lo diferencia de la mayoría. Podemos decir, incluso, que el islam representa una doble alteridad, ya que, por un lado, la opción religiosa contrasta con una modernidad autodeclarada secular, una secularidad “sin rumbo”, “sin valores”, “sin trascendentalidad”, demasiado “banal” y “desordenada”; y por otro lado, porque se trata de una religión considerada como “no occidental”,[23] “de otra cultura”, lo cual permite imaginarla como una fuente de (nuevas) respuestas y de cambio para el individuo y la sociedad en general. Así, los sujetos recurren al símbolo de una religión para construir una identidad que los diferencia y les permite imaginar la construcción de otra sociedad basada en una “mejor cultura”, una cultura para la “vida buena”.
Aunque muchas veces estos discursos se basen en la ficción de unas líneas divisorias radicales entre Oriente y Occidente o entre la religión y la modernidad, es cierto que el converso al islam en Bogotá vive una tensión considerable al ser visto por sus conciudadanos como portador de esa doble alteridad, lo cual significa muchas veces un doble estigma (es religioso, y lo es de una religión extranjera, perteneciente a una cultura despreciada por muchos), de manera que el converso es susceptible de ser objeto de formas de discriminación negativa. También es cierto que el converso musulmán bogotano tiende a reproducir ciertas creencias y prácticas que, en efecto, no se corresponden con lo que es dominante en la sociedad citadina. Frases como “uno se casa para enamorarse”, “la mujer puede quedarse en la casa y no salir a trabajar” o “la mujer que porta el velo hace una declaración de libertad” son claramente contradictorias con lo que piensa la mayoría de colombianos. Asimismo, vemos cómo el individuo encuentra un orden, un sentido, una sensación de justicia que no estaban presentes en su vida por fuera de la religión; esto es evidente, por ejemplo, cuando consideramos que el sistema judicial colombiano brilla por su impunidad, o cuando vemos que las extremas desigualdades socioeconómicas o de acceso a la política son difícilmente explicables dentro del sentido común.
Encontrar un orden y un sentido va de la mano con formar un yo moral a través de la adopción de una normatividad y unos cambios que empiezan por el propio cuerpo; pero ello trasciende a la esfera pública cuando estas personas adoptan actitudes y comportamientos que transforman sus disposiciones cotidianas y sus relaciones sociales. La práctica del hijab es un ejemplo interesante del carácter político de una decisión personal y religiosa, ya que su uso está presente constantemente en los debates sobre lo que hace diferentes a los musulmanes y sobre las diferencias culturales que el Estado y la sociedad pueden o no permitir a los ciudadanos. Aunque, desde una perspectiva generalizada, el velo sea símbolo de opresión, desde otra perspectiva se ha convertido en símbolo de libertad para diferir y en marcador de una alteridad que se afirma a pesar de la oposición y gracias a ella.
Todo esto nos lleva justamente a un debate importante sobre las posibilidades de ser diferente en una sociedad que se pretende pluralista. ¿Es este un pluralismo que se queda en la mera aceptación de las identidades diferentes o que está en capacidad de aceptar las verdaderas diferencias culturales? El debate invierte los argumentos dominantes y liderados por muchos intelectuales feministas, puesto que las mujeres que adoptan activamente el hijab como conjunto de principios aseguran que la sociedad que se opone a esta práctica es la que verdaderamente oprime a la mujer, encarcelándola (y lo mismo podríamos de los hombres) en los parámetros moderno-occidentales y seculares, impidiéndole seguir otros marcos referenciales y lo que se considera como “verdaderamente importante en la vida”.
Por último, debemos reconocer que un estudio sobre el conjunto de causas que interactúan de manera compleja (y que incluyen planos como el psicológico o el económico) para dar lugar al hecho de las conversiones va más allá de un análisis etnográfico y de las narrativas como el planteado en este artículo; no pretendemos, en efecto, proporcionar respuestas exhaustivas, definitivas y predictivas a por qué se convierten los sujetos al islam. Al contrario, cabe notar que las personas que deciden incorporar una diferencia como la musulmana en sus rutinas cotidianas no están exentas de conflictos o de una cierta tensión entre los preceptos musulmanes y lo que el medio social mayoritario espera de ellas. Son esas tensiones y las múltiples fuerzas que están detrás de las elecciones de los sujetos (como ser una persona religiosa o no, adscribirse a una identidad religiosa, y no a otra, unirse a la mayoría o asumirse como minoría, etcétera), lo que constituye nuestro reto para investigaciones futuras sobre la religiosidad en la modernidad.
