Introducción
Se trata de un síndrome que ocasiona morbi-mortalidad infantil al igual que la poliomielitis, la leucemia, la esclerosis múltiple y otras enfermedades graves. Se denomina “niño apaleado” a todo niño que ha recibido daños físicos intencionales de sus padres o custodios. En los últimos años las publicaciones tienden a incluir en la denominación de niño maltratado otros aspectos de la llamada infancia en peligro. (Becher de Goldberg 1985, 240)
El “maltrato infantil”, como categoría destinada a describir y ordenar el mundo que nos rodea, nace a comienzos de la década de los sesenta en Estados Unidos, cuando un grupo de médicos crea el “síndrome del niño apaleado” para referirse a las negligencias y los maltratos físicos provocados sobre los niños en el seno de la familia. En las décadas siguientes, la categoría se transforma llegando a abarcar también los abusos sexuales y los maltratos psicológicos. Paralelamente, este nuevo problema trasciende las fronteras del mundo médico para convertirse en una preocupación de la agenda política, no sólo en Estados Unidos sino también en el resto del mundo occidental.
En Argentina existe sobre el tema una amplia literatura proveniente del mundo “psi”, el trabajo social y los estudios epidemiológicos, interesada en abordar los tipos, causas y consecuencias del “maltrato infantil”. No obstante, hasta el momento carecemos de trabajos que desde la historia, la sociología[1] y la antropología hayan estudiado la “problematización”[2] que se hizo de él en el plano local. Con el objetivo de aportar pistas que nos permitan reflexionar sobre cómo se construyó este último como problema social, en este trabajo me propongo explorar el modo en el que la categoría “maltrato infantil” fue recepcionada, reelaborada y difundida en Argentina. Con este propósito, el artículo se organiza en dos partes: la primera de ellas revisa algunos de los trabajos pioneros[3] que, desde la pediatría, la psicología y el psicoanálisis, han abordado el tema en Argentina, a partir de comienzos de la década de los setenta. A través de ellos será posible observar el modo en el que se introduce y reelabora localmente la perspectiva norteamericana sobre el maltrato. La segunda parte del artículo se apoya sobre un corpus de entrevistas realizadas a magistrados judiciales —de la justicia nacional, pero con competencias exclusivas sobre la Capital Federal—, fuertemente involucrados desde comienzos de la década de los ochenta en la reforma de los procedimientos judiciales destinados a proteger a los “niños víctimas” de malos tratos[4] A través de este recorrido, se trata de indagar cómo comenzó a ser planteada la cuestión del maltrato en el ámbito local, y de la mano de cuáles actores llegó a constituirse en un tema de agenda política.[5] Por último, el artículo aporta una reflexión sobre el modo en el que, en el devenir de este proceso, se vio transformado el gobierno de la infancia y las familias.
La “fabricación”[6] del “maltrato infantil”: entre lo global y lo local
Diversos autores han mostrado que en Europa y Estados Unidos, desde fines del siglo XIX, los malos tratos físicos y las negligencias hacia los niños se transforman en objeto de sanciones morales y legales. De esta época datan tanto las primeras “cruzadas morales” en torno al niño maltratado como las primeras disposiciones legales que establecen límites a la patria potestad y prohíben las agresiones contra la integridad física de los niños (Hacking 1988 y 2001; Nelson 1984; Vigarello 2005). Ignoradas, aceptadas o toleradas hasta ese momento, las violencias y las negligencias físicas de los padres hacia sus hijos suscitan a partir de entonces sentimientos morales como la compasión y la empatía hacia los niños, y el rechazo y la indignación hacia los adultos que las infligen. Sin embargo, entre los años veinte y sesenta, tanto en Europa como en Estados Unidos, otras problemáticas ligadas a la infancia, tales como malnutrición, delincuencia juvenil y orfandad, producto de las guerras mundiales, van a concentrar la atención de los poderes públicos. En efecto, es recién a partir de los años sesenta que el “niño maltratado” reaparece en la escena pública, siendo el destinatario de un interés renovado; como sugieren diversos autores, este fenómeno es el resultado de la medicalización del “maltrato infantil”.
Es en Estados Unidos (en Denver, Colorado), en el seno de un equipo de pediatras coordinados por Henry Kempe, que en 1961 se “descubre” el “síndrome del niño apaleado” (battered child syndrome), una nueva categoría médica a través de la cual se designan los maltratos y las negligencias de carácter físico hacia niños pequeños. Gracias a los progresos de las técnicas de rayos X, el grupo de Denver establece que es posible observar en el esqueleto de los niños la presencia de múltiples fracturas consolidadas en diferentes momentos de su vida. Esta evidencia, puesta en relación con los comentarios de los padres, permite inferir la existencia de malos tratos y negligencias físicos, es decir, de “maltrato infantil”. En 1962 el descubrimiento es publicado por la American Medical Association, y en 1965 el “maltrato infantil” pasa a integrar la lista de categorías médicas del Index Medicus (Hacking 2001, 186). En las décadas siguientes, esta definición inicial de maltrato infantil se transforma. En poco tiempo, la misma trasciende el marco de las violencias y negligencias físicas dirigidas a niños de baja edad e integra bajo el mismo contorno conceptual los malos tratos psicológicos y los abusos sexuales hacia los niños de todas las edades (Hacking 1988 y 2001).
Paralelamente, esta nueva definición ampliada de maltrato infantil se difunde y se instala en el espacio público, constituyéndose en un tema prioritario de la agenda política estadounidense. Leyes, programas, instituciones y campañas de lucha contra el nuevo fenómeno son rápidamente creados a lo largo y a lo ancho de todo el país (Nelson 1984; Scheper-Hugues y Stein 1987). Siguiendo a Ian Hacking, a partir de los años ochenta, esta noción “maleable y expansionista” (1988, 54)[7] transciende las fronteras norteamericanas, propagándose por los países anglosajones, Europa y el resto del mundo, sucesivamente. El maltrato infantil es reconocido mundialmente como un problema social que necesita de una intervención pública. En el devenir de este proceso, el mismo se va trasformando en el marco interpretativo (Goffman 1991) desde el cual no sólo se busca comprender y aprehender la niñez, sino también intervenir y regular los comportamientos dentro de la familia.
En el plano local, distintos profesionales de la salud y magistrados judiciales entrevistados mencionan a la fallecida doctora Diana Becher de Goldberg como la primera en difundir en Argentina los trabajos de Henry Kempe sobre el “síndrome del niño apaleado”. Médica psicoanalista, Becher de Goldberg formaba parte de la sala XVII del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez[8], dirigida por el Dr. Florencio Escardó.[9] Durante los años setenta, en el marco de varios congresos nacionales e internacionales realizados en el país, la profesional presenta comunicaciones sobre el “síndrome del niño maltratado”.[10] Sin duda, esta médica psicoanalista ha sido un eslabón clave en lo que respecta a la difusión del maltrato infantil dentro del campo pediátrico, pero sobre todo, como veremos más adelante, es respecto de su difusión por fuera del mismo que resulta decisivo su rol. En efecto, la búsqueda bibliográfica realizada sobre el período 1960-1989 invita a pensar que los trabajos de Henry Kempe sobre el “síndrome del niño apaleado” no han entrado en el universo pediátrico exclusivamente de la mano de dicha profesional. Como veremos, desde principios de los años setenta, la referencia al descubrimiento norteamericano está presente en varios artículos publicados fundamentalmente por pediatras, muchos de los cuales tienen formación psicoanalítica. A través de estos trabajos es posible observar no sólo la circulación de ideas desde el plano global hacia el local, sino también su reelaboración local.
El “maltrato infantil”: recepción y reelaboración dentro de la comunidad pediátrica
En los trabajos de Arnaldo Rascovsky, pediatra y psicoanalista de larga trayectoria, se observa claramente la influencia de los aportes de Kempe en torno al “síndrome del niño apaleado”. Miembro fundador de la Asociación Psicoanalítica Argentina, de acuerdo con Mariano Plotkin (2003), Rascovsky ha sido —al igual que Eva Giberti— un actor clave en la difusión de la “cultura psicoanalítica” a nivel local. Su interés por el maltrato infantil data al menos de comienzos de la década de 1970, cuando funda Filium, una organización para la educación y la prevención del maltrato contra los niños, situada en varios países de Europa y América (Plotkin 2003, 159). Es durante aquellos años que Rascovsky desarrolla su teoría sobre “el filicidio”, término que el autor prefiere al de infanticidio, el cual, desde su punto de vista, oculta el papel de los padres en el “asesinato” y “mortificación” de sus propios hijos.
En “La matanza de los hijos y otros ensayos”, Rascovsky (1970) retoma los trabajos norteamericanos sobre el “síndrome del niño apaleado” y explica que en Estados Unidos:
[…] estos enfermitos presentan un terrible cuadro de lesiones diversas causadas por distintos tipos de golpes, injurias y traumatismos, y que terminan con la muerte en el 25 por ciento de los casos […] las lesiones son generalmente causadas por golpes con varias clases de implementos, pero las víctimas incluyen también algunas que han sido quemados, estrangulados, ahogados, puñalados, mordidos, baleados […]. (Rascovsky 1970, 11)
Ahora bien, según el autor, más allá de los numerosos ejemplos de violencia extrema que puede conducir a la muerte del niño, la agresión de los padres adopta también formas más atenuadas que provocan, de un cierto modo, “la muerte del niño”:
Así, la mortificación de los hijos, en sus formas más atenuadas, está constituida por la circuncisión, el abandono temprano y/o reiterado, el castigo, la prohibición instintiva, la amenaza, la castración, las penalidades y vejaciones, la crueldad, los ataques físicos o verbales, las negaciones despóticas […] y todas las formas de actitud parental ocasional o persistente que se imprimen como heridas en el yo, con consecuencias inmediatas o remotas para el niño. Muchas veces tales actitudes responden a exigencias sociales a las que todos los padres deben someterse o aceptar para que ellos mismos o sus hijos puedan alcanzar un grado de adaptación al medio suficiente a los patrones culturales que impone la sociedad en que viven. Pero de cualquier manera la intensidad cuantitativa de estos factores marca la cualidad patológica y el efecto deletéreo sobre el niño. (Rascovsky 1970, 16)
De acuerdo con el psicoanalista, los abandonos,[11] las negligencias y toda “crueldad destructiva de los padres” contribuyen a la conformación de un “super yo patológico que impulsa al suicidio y a la autodestrucción, a la delincuencia y al crimen, a la enfermedad mental y física y la perversión” (Rascovsky 1970, 27). La teoría sobre el filicidio de Rascovsky parece alternar, por un lado, entre una explicación culturalista de la agresión y, por el otro, una explicación psicológica o psiquiátrica de esta última. Si en el primer caso la agresión de los padres se describe como una constante en todas las culturas humanas, en el segundo, dicha agresión es abordada en términos de patología apelando a la historia de los individuos y la construcción de su psiquismo. La lectura de Arnaldo Rascovsky sobre el “maltrato infantil” ha influenciado a otros autores dentro del campo pediátrico, pero, como veremos a continuación, ha sido el aspecto patológico el que ha resultado mayormente acentuado.
El artículo “Aspectos psicopatológicos del síndrome del niño maltratado: tipología, psicodinamia y campo de investigación psicosomática” describe los resultados de las investigaciones desarrolladas a partir de doscientos casos clínicos atendidos en el hospital Rawson de la ciudad de Buenos Aires, analizados a la luz de las conclusiones del “Seminario sobre el síndrome del niño maltratado realizado en Kansas en 1966”. Del mismo modo que en los trabajos de Arnaldo Rascovsky, en el mencionado artículo —publicado por un grupo de psicólogos y de médicos psicoterapeutas (del Servicio de Psicopatología y Salud Mental)— los malos tratos psicológicos que se dan dentro del grupo familiar aparecen asociados al “síndrome del niño apaleado”.
Según describió Kempe, en “The battered Child Syndrome”, un niño maltratado es aquel que ha recibido maltrato corporal de diferente grado o ha sido tratado negligentemente por parte de los padres o personas que lo tienen a cargo. Este trabajo y otros realizados posteriormente sobre el tema por otros autores atienden el problema que nos ocupa desde el punto de vista del castigo corporal. Nosotros hemos estudiado, además las diversas formas de maltrato que se dan en las relaciones interpersonales en un grupo familiar, como por ejemplo, sobreprotección, rechazo, abandono, etcétera. (Siedman de Armesto et al. 1971, 85)
Recordemos que, tal y como fue definida en sus orígenes, la categoría “maltrato infantil” comporta exclusivamente el maltrato físico y la negligencia; sin embargo, como advierte Ian Hacking, los trabajos mencionados permiten observar que la categoría en cuestión se ha expandido llegando a abarcar nuevos tipos de comportamientos:
Otra forma de maltrato frecuente que hayamos es el abandono, que puede darse en el momento del nacimiento o posteriormente, sea con carácter temporario o definitivo […] En otros casos se da que los niños quedan la mayor parte del día solos en el hogar sin que nadie se haga cargo de ellos. Aparecen además otras manifestaciones del abandono como el desinterés o la negligencia […] Otra forma predominante de maltrato es la sobreprotección […] Se dan también conductas directas de rechazo […] así como una carencia de manifestaciones afectivas por parte de los padres y el rechazo de las que hacia ellos dirigen los hijos. Los castigos corporales se presentan con menor frecuencia que las formas anteriormente descriptas y se dan en distintos grados, pero en pocos casos llegan a adquirir características frontales. En otros casos los padres verbalizan severas amenazas o imponen severas penitencias. (Siedman de Armesto et al. 1971, 88)
La falta o el exceso de afecto, entendidos éstos como desinterés y abandono, por un lado, y sobreprotección, por el otro, son interpretados por el equipo del Rawson como formas de “maltrato infantil”. Si pensamos en el desarrollo que la psicología y, particularmente, el psicoanálisis han tenido en Argentina, en la legitimidad adquirida y en la difusión que los mismos han hecho sobre el “nuevo paradigma de crianza” que emerge en la década de los sesenta (Cosse 2010), no resulta particularmente llamativa la temprana clasificación de estos comportamientos en términos de maltrato emocional y su pronta asociación a la categoría de maltrato infantil. Sin lugar a duda, estos saberes se han ido constituyendo, desde fines de la década mencionada, en un clave de lectura desde la cual no sólo interpretar sino también regular las relaciones intrafamiliares de todos los sectores sociales, sin distinguir, muchas veces, los contextos culturales y las condiciones materiales que se juegan cotidianamente en la crianza y educación de los hijos.[12]
Ian Hacking —además de haber analizado cómo la categoría de maltrato infantil se transforma y desdobla, incorporando dentro de los mismos contornos los malos tratos y violencias emocionales y sexuales (de estas últimas me ocuparé más adelante), transformando nuestra mirada y haciendo que comportamientos que anteriormente eran considerados inofensivos se hayan convertido en actos reprobables— ha mostrado cómo ciertos aspectos de su conocimiento “han sido afirmados desde el comienzo como formando parte del marco conceptual, analítico de este tipo de comportamiento humano recientemente observado” (2001, 186).[13] La afirmación de que los padres reproducen los malos tratos que sufrieron cuando niños, es un claro ejemplo de cómo ciertas máximas en torno al maltrato infantil se fueron imponiendo y han ido conformando este marco conceptual e interpretativo a partir del cual ordenamos el mundo de las relaciones intrafamiliares e intervenimos sobre él. Como veremos a continuación, desde las primeras elaboraciones locales, la cuestión de la “transmisión intergeneracional” está presente como clave interpretativa.
La “transmisión intergeneracional”: de “niños maltratados” a “padres maltratadores”
[…] mientras que estudiábamos la historia de cada niño surgían en el grupo sentimientos hostiles hacia los padres […] Estos sentimientos desaparecieron una vez que conocimos la historia personal de los padres y comprobamos que fueron, a su vez, niños maltratados aún más intensamente que sus propios hijos. (Siedman de Armesto et al. 1971, 86)
Siguiendo a Arnoldo Rascovsky, el equipo del hospital Rawson sostiene que los padres “compulsivamente repiten la conducta filicida de sus propios padres” (Siedman de Armesto et al. 1971, 90), y afirma que para romper la “continuidad generacional de filicidio” (1971, 91) es preciso llevar a cabo un trabajo terapéutico tanto individual como familiar. Asimismo, dado que se trata de un “importante fenómeno psicosocial de la enfermedad” (1971, 90), es necesario completar dicho trabajo terapéutico con una labor de prevención a nivel de la comunidad. Ian Hacking sostiene que, incluso cuando parte de la literatura sobre el maltrato infantil ha mostrado sus reservas respecto de la “transmisión intergeneracional”, esta creencia ha terminado por imponerse. Según el autor, esto se comprende en parte teniendo presente, por un lado, que dicho enunciado “se ajusta a las creencias del siglo XX en lo que concierne a la experiencia infantil como determinante en el devenir adulto”, y por el otro, que la “transmisión intergeneracional”, en cuanto “conclusión establecida”, “explica y a través de ello disculpa” el comportamiento en cuestión (Hacking 2001, 187).
En tal sentido, en sus trabajos, Diana Becher de Goldberg nos informa que “la conducta apaleadora tuvo su origen en las fases tempranas, desde el nacimiento, y está incorporada a las propias estructuras mentales del niño, futuro apaleador” (Becher de Goldberg 1985, 242). Ahora bien, para esta autora, siempre y cuando se trate de familias “recuperables”, es preciso dirigir una actitud médica comprensiva hacia los padres. Por ello, el proceso terapéutico debe:
[…] centrarse en los padres, aceptándolos en principio tal y como son: personas enfermas que necesitan comprensión para llegar a cambiar sus conductas. Esto no quiere decir cerrar los ojos. Hay una fuerte tendencia en los médicos, por una parte a desmentir los malos tratos parentales, por la otra a montar en cólera y mostrarse severos con el apaleador. El terapeuta se debe percatar de que el verdadero paciente es el progenitor que en realidad no es un adulto sino un niño aterrorizado y lastimado, aunque por el momento aparezca como repudiable y odioso. (Becher de Goldberg 1986, 243)
Para pensar sobre los sentimientos y emociones que el maltrato infantil nos despierta, los aportes de Didier Fassin y Patrice Bourdelais (2005) sobre la construcción de “lo intolerable” resultan sumamente iluminadores. Para estos autores, “lo intolerable” es una norma y un límite históricamente construidos y, por lo tanto, modificables a través del tiempo. En cada sociedad, “los intolerables” se organizan a partir de una escala de valores que incita a una jerarquía moral. Una característica que comparten los intolerables contemporáneos, es que, más allá de su diversidad, todos ellos se inscriben sobre el cuerpo. Los comportamientos que en las sociedades occidentales contemporáneas se denominan maltrato infantil constituyen un claro ejemplo de “lo intolerable”. Tener presente esta perspectiva analítica puede ayudarnos a pensar que al construir a los padres maltratadores como “víctimas”, la “transmisión intergeneracional” permite, de un cierto modo, procesar “lo intolerable” e intervenir sobre ello. Ahora bien, como se ha podido advertir, además de referir al pasado de los padres, en tanto clave interpretativa, dicho enunciado refiere, a su vez, al futuro del “niño maltratado”. La idea de que la experiencia en la primera infancia es fundamental en la constitución del psiquismo humano conduce, en muchos casos, a establecer una condena sobre el futuro de los niños víctimas: su destino parece estar marcado, y es el de transformarse indefectiblemente en “padres maltratadores”. Como puede observarse a continuación, en algunos casos, el pronóstico va incluso mucho más allá de la experiencia futura de la paternidad:
En aquellos casos de verdadera agresión paterna, como mutilación, denigración, negligencia y sevicia, entre otras formas, es dable observar que las fantasías que el sujeto tiene acerca de las figuras de sus padres se aproximan a la crueldad destructiva de los progenitores y conducen a la autodestrucción, a la delincuencia y a la enfermedad mental. (García et al. 1982, 237)
En efecto, en algunos de estos trabajos el comportamiento delincuente aparece como una consecuencia de los golpes, las negligencias, los abandonos o la falta de afecto de los padres hacia sus hijos. Notemos que, desde esta perspectiva, el contexto “familiar disfuncional”[14] opera como única variable explicativa, y esto ocurre, como señala Valeria Llobet (2009), en detrimento de otras variables de carácter socioeconómico que rodean la vida de los jóvenes y sus familias.
Los trabajos mencionados hasta el momento datan de los años setenta y comienzos de los ochenta, y en ellos no se observa aún ninguna alusión a las violencias sexuales hacia los niños. Como veremos en el próximo apartado, su aparición en el espacio público local y su conceptualización en términos de maltrato infantil son posteriores.
Un nuevo desdoblamiento: el “abuso sexual”
En Estados Unidos, es en la década de los setenta que el movimiento contra el maltrato infantil hace eco de las denuncias realizadas por el feminismo,[15] incorporando a su lucha la cuestión del abuso sexual hacia los niños en el seno de la familia. En Argentina, es recién a mediados de los años ochenta que el tema comienza a ser discutido en la literatura sobre maltrato infantil, siendo sobre todo en la década de los noventa que el mismo adquiere mayor transcendencia en el espacio público local.[16] Uno de los primeros trabajos sobre la temática, es el de Esther Romano, una médica psicoanalista de niños, compiladora del libro Maltrato y violencia infanto-juvenil, una de las primeras compilaciones realizadas sobre maltrato infantil en nuestro país. En sus trabajos, el abuso sexual es definido como una de las cuatro categorías de maltrato infantil, siendo las tres restantes “el abandono físico”, “el castigo corporal” y “el maltrato emocional” (Romano 1986, 14). Para esta autora, el abuso sexual infantil se define como toda “situación en la que un adulto utiliza su interrelación con un menor con el objeto de obtener satisfacción de sus deseos o necesidades sexuales”. Romano señala además el aspecto traumático de estas situaciones para los niños. En sus palabras, se trata de “una experiencia traumática que interfiere —de modo directo o potencial— en su desarrollo evolutivo normal” (Romano 1986, 79).
Como varios autores lo han señalado, la idea de que las violencias sexuales producen traumatismos irreversibles ha llegado a ser en la actualidad una verdad indiscutible. El historiador francés Georges Vigarello describe la figura contemporánea del niño víctima de violencias sexuales y señala algunos desplazamientos que se han operado en ella durante las últimas décadas:
El niño abusado es un niño “destruido”, el daño precoz es un daño “vital” […] La consecuencia de ello es enorme, abrumadora de principio a fin, la imagen generalmente aceptada de la gravedad transfiere los riesgos a la existencia misma de la víctima, su futuro afectivo o mental, y ya no tanto sobre su condición pública, su futuro desarrollo moral o social. (Vigarello 1998, 276)
Esta representación acerca del futuro del niño víctima de abuso sexual puede observarse en los trabajos de Esther Romano. De acuerdo con esta autora, si el abuso ocurrió fuera de la familia y ésta es capaz de dar apoyo emocional al niño, el pronóstico de la evolución se presume positivo. Pero en los casos de incesto, “[…] una forma de abuso sexual referida al contexto de la propia familia” (Romano 1986, 81),
[…] la posibilidad contenedora del grupo es obviamente nula, y la evolución espontánea del menor —de no instrumentalizarse las medidas adecuadas inmediatas— es hacia la patología, ya sea:
-con expresión de tendencias a exponerse pasivamente a nuevos traumas, constituyendo un rol de víctima propiciatoria;
-estableciéndose, por el contrario, la búsqueda activa de nuevas experiencias con inversión de roles y descarga en otro menor. A partir de este tipo de reacciones es que se instaura un círculo vicioso y es factible predecir que dicho menor será un futuro abusador sexual. (Romano 1986, 83)
Una vez más, la condena pesa sobre el niño y su futuro. El traumatismo producido por el abuso sexual es inconmensurable, la herida es tan profunda e irreversible que termina por condenar al niño a repetir aquello que ha vivido convirtiéndolo a través de esta operación en un sujeto “peligroso”. Como explica Georges Vigarello, “la jerarquía de lo atroz” se renueva: “El relato del sufrimiento se hadesplazo por completo, trasponiendo al dolor físico la herida psíquica, identificandolos efectos con una irremediable pérdida desí, sugiriendo su intensidad hasta el abismo indecible” (Vigarello 1998, 280). La única salvación posible es a través de la puesta en práctica de“medidas apropiadas”, las cuales, podemos deducir, implican el trabajo psicoterapéutico. Es dable señalar, por último, que para Romano existirían factores de “riesgo de ser abusados sexualmente” (Romano 1986, 83). En sus palabras:
El abuso sexual está relacionado con situaciones ambientales caracterizadas por viviendas precarias, hacinamiento, promiscuidad, analfabetismo, etc. Los factores ligados a la estructura familiar son: familia desorganizada o muy numerosa, escasa delimitación de roles parentales, alcoholismo, drogadicción, perversión en miembros de la familia (prostitución, homosexualidad). Si bien es más frecuente en las clases bajas, no es exclusivo de ellas. Puede presentarse en cualquier estamento social, vinculado con pornografía, estimulaciones eróticas por exhibicionismo de los padres, o uso de drogas estimulantes y/o asociado a perversiones en las clases media o alta. (Romano 1985, 361)
Aunque estas cuestiones deberán ser tratadas con mayor profundidad, este extracto permite observar que, si bien el abuso sexual —al igual que el resto de las subcategorías que conforman el maltrato infantil— es presentado como un problema que tiene que ver con los “desórdenes” en las relaciones intrafamiliares y que atraviesa a todas las clases sociales, se observa la existencia de una diferenciación en los comportamientos considerados abusivos basada en la pertenencia de clase social.
Retomando las reflexiones de Louise Armstrong —vocera de la posición feminista estadounidense sobre el incesto—, Dorothée Dussy (2005) nos aporta un análisis interesante para pensar en el abuso sexual y su construcción como problema social. Según esta autora, como se mencionó antes, en Estados Unidos las feministas fueron las primeras en denunciar al incesto como un abuso de poder sobre los niños y las mujeres dentro de la familia. Pero rápidamente, asistentes sociales y psicólogos se apropiaron del problema, y, al hacerlo, cambiaron el sentido del mismo. A partir de entonces, el incesto fue presentado como un problema de especialistas, como una patología médica, y desapareció, a través de estaoperación, toda posible crítica política y social sobre el mismo. La aproximación presente en el artículo de Romano, cargado de prejuicios y valoraciones morales, muchos de ellos de fuerte tono clasista y patologizante, es ilustrativa de la despolitización que existe en el tratamiento de la problemática del incesto.
Los distintos trabajos evocados a lo largo de este apartado permiten vislumbrar que es durante la década de los setenta que los aportes de Henry Kempe sobre el “síndrome del niño apaleado” son acogidos en el seno del mundo médico. Sin embargo, es recién durante los años ochenta que en Argentina, el maltrato infantil logra finalmente instalarse, convirtiéndose en un marco interpretativo desde el cual comprender y ordenar el universo infantil y la economía de las relaciones intrafamiliares. Desde principios de los ochenta, el maltrato infantil se convierte en objeto de jornadasde estudio, simposios y publicaciones, que aumentan de manera exponencial en las décadas siguientes: de unos pocos artículos aislados dentro de revistas de pediatría o psicología publicados entre los setenta y comienzos de los ochenta, se pasa en los noventa a la publicación de numerosos libros y artículos sobre el maltrato infantil producidos por “expertos” en el nuevo fenómeno. A su vez, a partir de mediados de los ochenta comienza a observarse la paulatina implementación de programas, servicios y dispositivos de atención en distintos niveles de la administración pública.[17] Finalmente, el reconocimiento del maltrato infantil como problema social, si bien no conduce —como ocurrió en otros países— a la sanción de una ley específica, sí produce importantes modificaciones en el plano legislativo. Pero como veremos en el próximo apartado, es sobre todo en manos de un grupo de funcionarios judiciales que el maltrato infantilse convierte en objeto de una “cruzada moral”[18] destinada a modificar su tratamiento judicial.
La alianza médico-judicial y la constitución de una “cruzada moral” contra el maltrato infantil
“Quizás en la década de los sesenta, con la aparición de algunos autores como Kempe, que son capaces de diagnosticar el famoso síndrome del niño apaleado, se va generando una primera corriente de profesionales de la medicina, pediatras, algunos trabajadores sociales, que toman en cuenta esto que no es normal. Vale decir, que chicos aparezcan con fracturas, con moretones […], quemaduras. Y ahí aparecen dos niveles o dos causas de maltrato, uno el de la negligencia, muchos padres y madres negligentes; el chico aparece con quemaduras inexplicables, con caídas de lugares inexplicables. Por el otro están los chicos víctimas del vínculo violento. Los padres y las madres arremeten contra esos chicos y los golpean de diversas maneras […] Ahora, si a mí me preguntan cuándo los comenzamos a detectar, es notable porque si bien digo que Kempe habla de esto en el sesenta, nosotros los empezamos a detectar en el final de la década de los setenta y en el comienzo de los ochenta”. (A, Defensor de Menores del Ministerio Público, jubilado, diciembre de 2008)
Así pues, si, como se ha visto, la comunidad médica comienza a discutir sobre el maltrato infantil al inicio de la década de los setenta, es recién hacia fines de la misma que la médica psicoanalista Diana Becher de Goldberg y sus colegas del hospital Gutiérrez se acercan a los defensores de menores del Ministerio Público en busca de circuitos de intervención más rápidosy eficaces para proteger a los niños maltratados:
“Acá hay una actitud que aparece en los sesenta pero que en Argentina en realidad ese corte aparece después de los ochenta. ¿Por qué? Porque es cuando el sector médico […] recibe acá en Argentina todo sobre el tema del síndrome del niño apaleado. Comienza a desaparecer o a borrarse la idea del secreto profesional médico sobre los golpes de los niños. Las primeras acciones las hicimos con Diana Goldberg […] En aquel año ochenta buscamos la vía procesal adecuada para darle una intervención extra-médica al tema, porque hasta ese momento, no es que el médico no advertía los golpes, tonto no era, sino que aparecía un criterio, que está siempre subyacente, de que éste es un tema que no hay que judicializar […] Salvo cuando […] ya prácticamente [se estaba] al borde de la muerte. O sea que aparecía o silencio o la denuncia penal”. (B, Defensor de Menores del Ministerio Público, noviembre de 2008)
Impulsados por la búsqueda de modos más rápidos y diferentes de proteger al “niño maltratado”, pero convencidos también de que era preciso ampliar el espectro de lo denunciable —esto es, judicializar no sólo las violencias graves que constituyeran delitos penales, sino también un variado abanico de “desórdenes familiares” considerados de ahora en más como “maltrato infantil”—, los defensores de menores, acompañados de algunos jueces civiles, comenzaron a implementar un procedimiento alternativo a aquel previsto por la Ley 10903 de Patronato de Menores de 1919.[19] Se da inicio, a partir de entonces, a un largo proceso de transferencia de casos desde el ámbito penal hacia el civil, a partir del cual tenderá progresivamente a polarizarse el tratamiento de las categorías “menor maltratado” y “menor delincuente” (Serre 2009, 222).
Cambios en el tratamiento judicial del maltrato
En la ciudad de Buenos Aires, el cambio procedimental mencionado refiere a la utilización, por entonces novedosa, que los defensores de menores comenzaron a hacer del artículo 234 de Protección de persona del Código de Procedimiento Civil y Comercial de la Nación;[20] una figura que hasta entonces no había sido implementada como instrumento jurídico específico de protección de la “infancia en peligro”:
“Bueno eso es un invento de […] Atilio Álvarez[21] […] él toma una figura que […] no la conocía ni de nombre la gente, y que está ahí entre las medidas cautelares del Código Procesal (Civil) […], toma eso y lo populariza. Con su vehemencia, su constancia y su inteligencia, lo hace popular, digamos […] Pero en su momento fue como una cosa de vanguardia. Los juzgados civiles podían empezar a proteger a los niños. Y es verdad que antes todo eso estaba en mano de los juzgados de menores”. (D, Juez civil con competencia en asuntos de familia, jubilado, noviembre de 2008)
El artículo 234 de Protección de persona del Código de Procedimiento Civil y Comercial de la Nación existe desde 1967.[22] En efecto, dicho artículo establecía la competencia de los jueces civiles para disponer la guarda de “[…] menores o incapaces que sean maltratados por sus padres, tutores […], o inducidos por ellos a actos reprobados por las leyes o la moral”; no obstante, hasta entonces dicha medida de protección era utilizada exclusivamente como instrumento accesorio en el marco de un proceso civil mayor. Ahora bien, desde comienzos de los ochenta, los defensores de menores, acompañados de algunos jueces civiles, comenzarán a hacer un uso diferente de esta figura legal. Así lo explica otro de los jueces de familia entrevistados:
“Esta figura está en el código procesal, es decir que no es una legislación de fondo sino que es un procedimiento establecido en el código procesal del año ’67; en la (Ley) 17.454 ya lo introduce. Son medidas cautelares, medidas urgentes, que se dictan a pedido de partes, o incluso el juez sin que lo pidan las partes, advirtiendo que hay una situación de riesgo, de violencia, de peligro […] cuando la vida, la integridad psicológica de una persona, está en riesgo inminente. Entonces el Código Procesal establecía allí una serie de medidas que el juez podía adoptar; que en la realidad eran muy poco utilizadas […] Nunca se consideró a la protección de persona como una medida en sí misma sino como una medida cautelar. Y la característica primordial de la medida cautelar es que tiene que acceder a un juicio principal […] No había la posibilidad a través de esta figura de solucionar un tema específico de un chico en riesgo, para eso estaba la ley [10903] de patronato [de menores] […] [Este] famoso movimiento jurisprudencial generó un tratamiento distinto de la violencia contra los niños sin la utilización de la ley de Patronato […] ¿Por qué?: ese movimiento jurisprudencial utilizó esta figura de la protección de persona […] como una suerte de proceso autónomo […] La sola existencia, la sola demostración, de que había un niño en riesgo, un incapaz en riesgo, daba la posibilidad de utilizarse la vía de la protección de persona como un proceso en sí mismo. Lo que se dio en llamar en la doctrina procesal una medida autosatisfactiva. Es decir, no se necesitaba hacer ningún otro juicio, […] Y a través de esta medida de la protección de persona lo que se hizo fue generar la posibilidad de que la justicia investigara el seno de una familia cuando aquellos que por ley debían proteger al incapaz eran los que generaban el riesgo sobre el incapaz […]”. (C, Juez civil con competencia en asuntos de familia, mayo de 2008)
De esta manera, por medio del uso inédito de una antigua norma, el tratamiento judicial de los “niños maltratados” emprende su trasformación:
“Yo creo que fue el año 80 que comenzamos las primeras acciones por el viejo art. 234, y en el año 81 se logró la modificación procesal, incorporando en el 234 la figura de abandono […] Incorpora el 236 con presentación verbal ante la defensoría. Esa reforma abrió la figura de protección de persona para todos los casos de maltrato sin necesidad de que fueran a denuncia penal”. (B, Defensor de menores del Ministerio Público, noviembre de 2008)
En efecto, en 1981 —aún en tiempos de dictadura militar— el artículo 234 de Protección de persona es modificado.[23] Esta reforma conduce, por un lado, a ampliar el espectro de situaciones que pueden, de ahora en adelante, ser objeto de una medida de este tipo. Se establece que a partir de entonces, “las guardas” podrán disponerse cuando los menores “sean maltratados por sus padres”, “inducidos por ellos a actos ilícitos o deshonestos”, pero también, cuando sean “expuestos a graves riesgos físicos o morales”, o cuando los mismos sean “abandonados”. A partir de estas modificaciones, toda situación en donde se advierte que un niño está siendo “maltratado” física y psíquicamente, “abandonado” o “descuidado”, puede ser objeto de una medida de “protección de persona”. Y lo mismo ocurre en aquellos casos donde existen “riesgos” de que esto pueda ocurrir. Por otro lado, la modificación de 1981 estableció que la denuncia de estos hechos podía realizarse ante el defensor de menores del Ministerio Público, quien de ahora en adelante decidiría qué vía, ya fuese judicial, penal o civil, sería la pertinente para proteger al niño en cuestión.
Transformación de los modos de gobierno de la infancia y sus familias
Como se mencionó anteriormente, los defensores de menores y jueces civiles implicados en la cruzada contra el “maltrato infantil” estaban convencidos de que su tratamiento civil permitía una intervención diferente sobre el niño y su familia. Por un lado, un tratamiento más rápido y eficaz. Pero por el otro, el tratamiento civil del maltrato infantil era pensando por aquéllos como una intervención menos intrusiva sobre la familia. A diferencia de los jueces de menores, que ejercían control sobre las familias e institucionalizaban a los niños, la misión de los jueces civiles se presentaba como más benevolente; al menos así queda reflejado en la descripción que realiza uno de los jueces de familia, quien se distancia del juez de menores y compara su trabajo con el de un “terapeuta”:
“[…] nosotros no éramos como los jueces de menores que a los padres los tiraban a un lado y ellos eran los cuidadores de los niños, sino que nosotros agarrábamos la familia entera y veíamos cómo podíamos mejorar la calidad de vida, incluida la de los niños, pero tratando de respetar el sistema familiar. Por eso siempre nosotros nos sentimos mucho mejor que los jueces de menores porque ellos eran como la Policía de las familias, y nosotros éramos como los terapeutas, los que ayudábamos a la familia […]”. (C, Juez civil con competencia en asuntos de familia, jubilado, noviembre de 2008)
La “ayuda” y “contención” desplegadas en el ámbito civil, por oposición a la “persecución” y el “control” propios del ámbito penal, aparecen reiteradas veces en las distintas entrevistas, y, como otro ejemplo de ello, podemos citar también el siguiente extracto:
“[…] Y el juez civil no iba a tomar medidas de persecución sino simples medidas de protección. […] si yo lo llamaba a este padre o a esta madre, seguramente ella podría explicarme realmente qué había pasado; ‘cuénteme qué pasó, así la podemos ayudar, esto no es una causa penal, usted no va a ser condenada, queremos proteger a su chico’. Esa visión permitió más de la intervención positiva, y en materia de violencia familiar, tanto se ‘hizo carne’ que se dictó la ley famosa 24.417[24] […]”. (A, Defensor de menores del Ministerio Público, jubilado, 2003)
Ahora bien, avanzada la década de los noventa, juristas y profesionales críticos del sistema de protección de la infancia, erigido sobre la ley de Patronato de Menores de 1919, e involucrados en la causa por los derechos de la infancia (Grinberg 2014a), comenzaron progresivamente a volcar severas críticas también hacia el tratamiento civil de los casos de “riesgo”. A diferencia de los defensores de menores y jueces de familia, estos actores consideraban que la protección de persona no había conducido a la implementación de intervenciones menos intrusivas sobre el niño y su familia. Así lo expresaba, por ejemplo, la abogada María Karina Valobra, en una publicación de Unicef, en 2001:
Esta medida […] habilita el ejercicio arbitrario e ilegítimo de mecanismos de control social punitivo en sede civil y, además de no ser idónea para la protección de los derechos subjetivos, resulta lesiva de numerosos derechos constitucionalmente reconocidos. Su aplicación atenta a todo el elenco de garantías sustantivas y adjetivas derivadas de normas constitucionales e importa una intervención netamente inquisitiva por parte de la justicia que se caracterizó históricamente por el rol acotado de la injerencia oficiosa del juez.
Es justamente en el ámbito del derecho civil, estrictamente en una norma procesal civil, que se da lugar al despliegue incontrolado de diversos mecanismos estatales, que confluyen en la protección del niño, niña o joven y lo colocan en la situación de tratamiento a partir de su condición de “en riesgo”. (Valobra 2001, 144)
Más allá de las cuestiones mencionadas, me gustaría remarcar otras menos visibilizadas que resultaron también de la implementación de la protección de persona. Por un lado, subrayar que esta última figura contribuyó, además, a ampliar el espectro de lo denunciable y, en consecuencia, de las intervenciones judiciales posibles sobre el ámbito de la familia pobre. Primero, con el reconocimiento del maltrato como problema específico, y luego, con la incorporación de la idea de “riesgos físicos o morales”. Por otro lado, es preciso mencionar que el tratamiento judicial en sede civil vino también acompañado de nuevas aproximaciones. En efecto, si bien la institucionalización de niños continuó siendo una práctica hegemónica, implementada ahora en sede civil, paralelamente, nuevas técnicas de orden terapéutico destinadas a transformar los comportamientos y modos de ser de los padres comenzaron a implementarse en el marco de los juzgados de familia.
En tal sentido, retomando la conceptualización que Didier Fassin hace respecto de la noción de “economía moral”,[25] es posible afirmar, por un lado, que el tratamiento civil del niño maltratado —a través de la protección de persona— es la resultante de un desplazamiento en la “economía moral” de la infancia (y de su protección), que tiene lugar a partir de la medicalización del “maltrato infantil”. Por otro lado, que este desplazamiento conlleva, a su vez, una innovación en el ejercicio del gobierno de la infancia y sus familias,[26] ya que, como se mencionó más arriba, si bien la separación de los niños de su medio familiar continuó siendo la lógica imperante, en el transcurso de la década de los ochenta una nueva lógica comenzó a desplegarse de modo complementario a aquélla. Esta última irá paulatinamente apuntando, ya no a trabajar únicamente con el niño, sino a incorporar a la familia, a “ayudarla”, o en otras palabras, a transformarla y volverla “apta”. En esta nueva misión, las disciplinas “psi” resultarán un aliado fundamental del poder judicial. La creación de dispositivos especializados en los hospitales públicos (Comités de Maltrato Infantil y Unidades de Violencia Familiar), en direcciones de infancia y mujer, así como dentro del poder judicial mismo (Cuerpo interdisciplinario de protección contra la violencia familiar), ilustra claramente el desplazamiento en esta dirección.[27]
No obstante, es en la última década, a partir de la sanción de la Ley 26061 de 2005, de protección de los derechos de niñas, niños y adolescentes, que esta nueva lógica basada en la transformación de los padres va a lograr imponerse definitivamente. Al derogar el marco jurídico preexistente, erigido sobre las denominadas leyes del Patronato, la nueva normativa modificó las competencias de los organismos administrativos y judiciales de protección de la infancia. Con el fin de limitar las prácticas de “judicialización de la pobreza” e “institucionalización” de niños, pilares del “sistema tutelar”, se otorgaron mayores competencias a los organismos administrativos y se fijaron restricciones a la intervención judicial. A partir de entonces, la separación de los niños de su medio familiar pasó a ser una medida de último recurso, que debe además implementarse durante el menor tiempo posible. En este contexto, “el trabajo con las familias”, como suelen referirse los profesionales a las intervenciones dirigidas hacia los padres en pos de que los niños puedan continuar a su cuidado, se ha transformado en la pieza esencial del nuevo sistema, basado en la “protección integral de los derechos de los niños”. A través de distintas técnicas, haciendo uso de diferentes estrategias de transformación, los profesionales de los organismos administrativos buscan que los padres modifiquen sus comportamientos y modos de ser. En esta tarea que busca preservar a los niños junto a sus padres, las disciplinas psi, más que nunca, resultan un aliado fundamental (Grinberg 2014b).
Conclusiones
En Argentina, desde comienzos de la década de los setenta, la literatura local ilustra la influencia de los trabajos norteamericanos sobre el “síndrome del niño apaleado”. El maltrato infantil, entendido como maltrato físico y negligencia, se difunde en el seno de una comunidad pediátrica fuertemente atravesada por la psicología y el psicoanálisis. En las décadas siguientes, la categoría maltrato infantil se transforma asociando nuevos tipos de comportamientos dentro del mismo contorno conceptual. En este proceso a través del cual la categoría se expande adquiriendo variados desdoblamientos y asociándolos unos a otros, la misma se va nutriendo paralelamente de enunciados potentes como el de la “transmisión intergeneracional”. A comienzos de la década de los ochenta, el problema del maltrato infantil trasciende las fronteras del mundo pediátrico para transformarse, en manos de actores judiciales, en una verdadera “cruzada moral” (Becker 1985). Esta última aboga por una intervención más rápida y por un tratamiento diferencial entre el “menor víctima” y el “menor victimario”. El tratamiento civil del maltrato infantil, por la vía del artículo 234 de Protección de persona del Código Civil y Comercial de la Nación, es fruto de esta movilización, que, como se ha podido observar, no condujo únicamente a extraer al “niño víctima” del ámbito penal y a establecer circuitos más rápidos y eficaces para su protección. En efecto, este movimiento permitió también ampliar el espectro de lo denunciable y, por ende, de lo tratable y lo controlable, disponiendo para ello al mismo tiempo nuevas formas y modalidades de intervención en el seno familiar.
Así pues, de la mano de pediatras, profesionales del mundo “psi” y magistrados, el maltrato infantil penetra la escena local, constituyéndose durante las últimas décadas en un marco hegemónico, maleable, expansible y cambiante a partir del cual conceptualizar, interpretar e intervenir sobre la realidad que nos rodea (Hacking 1988 y 2001). Nutrido de un anclaje psicologista, como marco interpretativo y analítico, el maltrato infantil focaliza en las relaciones intrafamiliares. Pero al mismo tiempo opaca tanto el contexto sobre el cual se insertan las familias como la falta de intervenciones estatales tendientes a palear otras significativas formas de violencia que, aunque persisten invisibilizadas, también vulneran derechos y causan sufrimientos. En este sentido, resulta interesante contrastar —retomando el concepto propuesto por Fassin y Bourdelais (2005)— “lo intolerable” del maltrato infantil y la tolerancia que existe frente a la violencia estructural que resulta de la desigualdad y la pobreza, y que también expone y vulnera tanto a los niños como a sus padres (Llobet 2009; Scheper-Hughes y Stein 1987).
El maltrato infantil, en cuanto categoría destinada a ordenar e interpretar el mundo que nos rodea, tiene una historia que puede ser comprendida a la luz de ciertas articulaciones globales y locales, algunas de las cuales se han recorrido en este trabajo. Explorar cómo esta categoría se difunde y reelabora localmente, en qué contexto, de la mano de qué actores, y cómo la misma ha llegado nutrirse de determinados sentimientos y valoraciones morales, resulta a mi entender un paso necesario a la hora de comprender los modos en los que en la actualidad los profesionales que encarnan las instituciones judiciales y administrativas de protección clasifican, administran y gestionan cotidianamente el amplio abanico de las “vulneraciones de derechos de los niños” en el marco del nuevo sistema de protección integral, erigido sobre la Ley 26061 de 2005 de protección de los derechos de niñas, niños y adolescentes.