Anomalías conjuntivas: una reflexión sobre los hombres lobo***
¿Por qué elegí este tema para nuestra discusión? Hay varias respuestas; comencemos por lo más obvio. En el mundo cada vez más globalizado en que habitamos, un enfoque comparativo de la historia o la antropología resulta inevitable.13 Las historias sobre los hombres lobo se propagaron desde Europa a otros continentes: cualquier acercamiento a este tema necesariamente implicará un marco comparativo, pero la comparación no ha de hacerse a la ligera: deberíamos reflexionar también sobre sus objetivos, suposiciones y métodos. Eso es lo que intentaré hacer, enfocándome en un estudio de caso específico relacionado con un tipo especial de hombre lobo.
1. Mi elección también se basa en una razón personal. Hace cincuenta años publiqué mi primer libro, I benandanti, traducido al inglés como The Night Battles. La traducción al español, publicada por la Universidad de Guadalajara, evocó el título y subtítulo en italiano: Los benandanti. Brujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII (2005). Con base en una serie de juicios inquisitoriales, algunos de ellos muy largos y detallados, el libro exploró un fenómeno previamente desconocido registrado en Friul, en la frontera nororiental de Italia, no lejos de Venecia. Hombres y mujeres que se llamaban a sí mismos benandanti (es decir, personas que hacen el bien), en su mayoría de origen campesino, argumentaron ante los inquisidores que, habiendo nacido vestidos (envueltos en el saco amniótico), debían salir de su cuerpo cuatro veces al año para luchar en espíritu, a veces transformados en animales, contra brujas y magos, a fin de asegurar la fertilidad de los cultivos. Como arma, los benandanti utilizaban ramas de hinojo, mientras que las brujas usaban cañas de sorgo. “Y si los benandanti vencen”, dijo uno de ellos, “la cosecha de ese año será abundante”.
Los inquisidores escucharon con asombro esas historias: nunca habían encontrado nada parecido (mi reacción al descubrir esos documentos no fue distinta a la suya; una analogía en la que comencé a reflexionar algunos años después [Ginzburg 1989b]). Los benandanti declaraban ser cazadores de brujas; los inquisidores, por el contrario, los consideraban como verdaderos brujos que hacían parte de un culto diabólico. Basándose en diferentes estrategias —preguntas tendenciosas u, ocasionalmente, tortura—, los inquisidores intentaron persuadirlos de que lo eran. Finalmente, luego de cincuenta años y de numerosos juicios cargados de interminables preguntas y negaciones, los benandanti comenzaron a confesar (aunque no del todo) que eran brujos, introduciendo la hostil imagen que los inquisidores les impusieron.
Lo que descubrí en los archivos friulanos era, en mi opinión, un fragmento de una profunda capa de cultura campesina: la asombrada reacción de los inquisidores ante la descripción de los benandanti de sus batallas nocturnas contra las brujas fue lo suficientemente elocuente. Pero, ¿hasta qué punto el caso friulano, indudablemente excepcional desde un punto de vista documental, también se relacionaba con una realidad única? En mi libro propongo la siguiente hipótesis: lo que tuvo lugar en Friul habría presumiblemente ocurrido en otras partes de Europa (y tal vez, diría hoy, también en otros continentes). Las creencias campesinas, en su mayoría centradas en temas asociados con la fertilidad y posiblemente arraigadas en un pasado precristiano, fueron reinterpretadas por los inquisidores como cultos diabólicos, y subsecuentemente erradicadas. Un caso único, también excepcional, parece apoyar mi hipótesis: un juicio que tuvo lugar en 1692 en Wenden, hoy Cēsis, no lejos de Riga (entonces Livonia, actualmente Letonia). El inculpado, un anciano apodado “Viejo Thiess”, fue acusado de herejía: contrarrestó objetando que él era un hombre lobo y que, por tanto, tres veces al año solía ir al infierno con otros hombres lobo durante la noche para recuperar las semillas de grano que las brujas se habían llevado. “Somos los sabuesos de Dios”, dijo Thiess, refiriéndose a los hombres lobo, subvirtiendo así el estereotipo tradicional que los identificaba con seres diabólicos.
He aquí un hombre lobo diciendo que, junto con otros como él, solía luchar en espíritu contra las brujas para preservar la fertilidad de las cosechas. ¿Podría comparar el caso aislado y anómalo de Thiess con los benandanti friulanos? Pensé que sí, pero, ¿qué tipo de comparación podría usar? ¿Morfológica? ¿O histórica? La primera perspectiva tiene en cuenta las analogías formales únicamente, sin considerar el espacio y el tiempo, mientras que la segunda analiza las mismas analogías desde una perspectiva basada en el espacio y el tiempo que plantea la posibilidad de influencias mutuas, de una filiación común, etcétera. La primera vez que me topé con esta alternativa fue cuando siendo estudiante leí el gran libro de Marc Bloch, Les rois thaumaturges (de 1924, traducido al inglés como The Royal Touch). En la introducción, Bloch contrastó dos tipos diferentes de comparación: “etnológica” (no usó la palabra “morfológica”) e “histórica”, basado en fenómenos relacionados con sociedades que habían sido desconectadas o conectadas en épocas históricas, respectivamente. Siguiendo a Bloch, en mi primer libro opté explícitamente por limitarme sólo a la comparación histórica —una elección que me obligó a sugerir que las semejanzas entre los benandanti y Thiess, el hombre lobo de Livonia, apuntaban a una conexión histórica (completamente olvidada) entre Friul y la región báltica, implicando posiblemente elementos eslavos que las dos tienen en común—.
2. Todo esto era por completo especulativo y extremadamente vago. Un sentimiento creciente de insatisfacción con esta clase de historia hipotética probablemente reforzó mi atracción por la morfología, una atracción ya nutrida por mi interés en la historia del arte y, sobre todo, por el connoisseurship (las atribuciones de la historia del arte suelen partir de rasgos puramente formales). Lo que encontré tan desafiante en la morfología fue su orientación ahistórica, su desprecio, como he dicho, tanto del espacio como del tiempo, que la hace poco interesante, o incluso desagradable, para la mayoría de los historiadores. Pero por mucho tiempo he sentido una atracción personal hacia el abogado del diablo: el personaje ficticio que, de acuerdo con las reglas de los juicios de canonización del siglo XVII, hacía preguntas difíciles, a veces agresivas, sobre los potenciales santos. Pertenezco a la generación que presenció el triunfo del estructuralismo: una aproximación que Claude Lévi-Strauss repetidamente contrapuso a la historia. El estructuralismo, y específicamente Lévi-Strauss, tuvo el papel de un interlocutor desafiante para mí por muchos años —una suerte de abogado del diablo—. Consideré la morfología, no como una alternativa a la historia, sino como una herramienta que podría haber abierto la posibilidad de superar la falta de evidencia histórica, arrojando algo de luz sobre las analogías desconcertantes entre los benandanti friulanos y el viejo hombre lobo de Livonia. Sospecho que, a un nivel subconsciente, estaba bajo la influencia de la línea de la Eneida de Virgilio, que Sigmund Freud tomó como lema para su obra La interpretación de los sueños: “flectere si nequeo superos, Acheronta movebo” (Eneida, VII, 312), que puede traducirse como: “Si no puedo desviar la voluntad de los poderes superiores, entonces moveré el río Acheron” o “Si no puedo desviar la voluntad del cielo, entonces moveré el infierno”. Para mí, el cielo era la historia; la morfología era el infierno.
3. Obviamente, no me estaba comparando con Freud: pero Freud ciertamente ha sido para mí, por muchos años y de muchas maneras, un modelo intelectual. No fue por casualidad, tal vez, que el siguiente paso en mi investigación se centró en uno de los estudios de casos más famosos de Freud: “El hombre lobo”. A la edad de tres, cuatro o posiblemente cinco años, el paciente, un ruso, tuvo un sueño: seis o siete lobos blancos estaban sentados en las ramas de un árbol, mirándolo fijamente. Este fue el comienzo de una larga historia de neurosis. En mi ensayo “Freud, l’uomo dei lupi e i lupi mannari” (1986) (“Freud, el hombre de los lobos y los hombre lobo”), me enfoqué en un detalle de la vida del paciente que Freud registró debidamente, sin darse cuenta de su relevancia. El paciente había nacido vestido. En el folklore ruso, los hombres lobo nacían vestidos. El sueño del pequeño niño ruso fue presumiblemente nutrido por las historias de su nianja (nana). Era comparable a los sueños iniciáticos de los benandanti friulanos, que también nacieron vestidos. “En la pesadilla del hombre lobo”, escribí, “discernimos un sueño de carácter iniciático, inducido por el entorno cultural circundante o, más precisamente, por una parte de él. Sometido a presiones culturales opuestas (la nana, la institutriz inglesa, sus padres y profesores), el destino del hombre lobo difirió del que podría haber sido el caso dos o tres siglos antes. En lugar de transformarse en hombre lobo, el paciente se convirtió en un neurótico al borde de la psicosis” (Ginzburg 1989b, 148).
4. He discutido en otras ocasiones las implicaciones metodológicas de mi estudio de caso con relación al de Freud; aquí me centraré en el dossier del hombre lobo que he estado construyendo (y reconstruyendo) hasta ahora. El Hombre-Lobo, paciente ruso de Freud, me hizo tomar conciencia de un elemento que en principio no había considerado: como dije anteriormente, en el folclore ruso se creía que los hombres lobo, al igual que los benandanti friulanos, habían nacido vestidos. Debo señalar que este detalle no fue mencionado en el juicio contra el “Viejo Thiess”. Muchos años después, tras una larga trayectoria de investigación, incluí tanto el caso de Livonia como el de los benandanti en una perspectiva mucho más amplia (de hecho, eurasiática), enfocada en el chamanismo y sus variaciones: uno de los elementos, argumenté, que finalmente también entraba en el estereotipo del Sabbath de las brujas, o aquelarre (Ginzburg 1989a; 1991b; 2003).
Mi libro Storia notturna. Una decifrazione del sabba (1989a) (traducido al español como Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre) ha sido muy debatido, tanto en conjunto como en detalle. En particular, mi interpretación del juicio de Livonia ha sido criticada en repetidas ocasiones; recientemente, y con mayor autoridad, por Bruce Lincoln, profesor de Historia de las Religiones de la Universidad de Chicago (Blécourt 1993; 2007a; 2007b, 128-129; Lincoln 2015a).14 Su ensayo plantea algunos problemas cruciales sobre comparación que me gustaría abordar: una nueva ronda de un debate amistoso, con frecuencia polémico, que ha tenido lugar entre Bruce Lincoln y yo por varios años.
Lincoln rechazó firmemente la posibilidad de identificar algunos fragmentos de creencias antiguas en el alegato del “Viejo Thiess” frente a los asombrados jueces de Wenden. Tras haber evocado a varios eruditos (incluyéndome) que asumieron que las creencias livonianas sobre los hombres lobo eran “un remanente de una profunda capa cultural y religiosa”, Lincoln comentó: “los resultados de este tipo de comparación siguen siendo, en el mejor de los casos, hipotéticos; la historia de esos grandes proyectos comparativos es en sí misma una advertencia” (Lincoln 2015b, 119).15 Lincoln siguió una trayectoria muy diferente, presentando una lectura detallada del juicio de Livonia como “un ejemplo notable de resistencia religiosa, legal, cultural y política” por parte del “Viejo Thiess”, un campesino de Livonia, ante (y contra) un grupo de jueces, todos ellos (con una excepción) con nombres germanos que indicaban su pertenencia a la élite alemana (los registros del juicio están en alemán: si bien no está claro, Lincoln señaló, si Thiess y los testigos hablaban dicho idioma) (Lincoln 2015b, 115). Por lo tanto, la inversión del estereotipo de los hombres lobo que Thiess representa, lejos de estar arraigada en una capa cultural anterior, posiblemente antigua, era el resultado (de acuerdo con Lincoln) de un acto audaz de “apropiación y reelaboración de un discurso tendencioso, utilizado por la élite alemana para menospreciar y degradar a los campesinos” (Lincoln 2015b, 132).
En sus“Theses on Comparison”, en coautoría con Cristiano Grottanelli (un historiador de religiones recientemente fallecido), Bruce Lincoln argumentó que, tras el fracaso de importantes proyectos comparativos, “es hora de que consideremos un comparatismo de un tipo más débil y modesto que (a) se enfoque en un número relativamente pequeño de comparaciones que el investigador pueda estudiar de cerca; (b) preste la misma atención a las relaciones de similitud y a las de diferencia; (c) conceda equitativamente dignidad e inteligencia a todas las partes consideradas y (d) preste atención a los contextos y subtextos sociales, históricos y políticos de los textos religiosos y literarios” (Lincoln y Grottanelli 2012, 123).
Pero, incluso una comparación restringida invalida inmediatamente la supuesta singularidad del caso del “Viejo Thiess”. Luego de haber citado un texto que describe a los hombres lobo y sus ataques contra los rebaños, Bruce Lincoln menciona, en una nota al pie de página, una serie de trabajos que cuentan “historias similares”. Pero dos de ellas, como lo mencioné en mi libro Storia notturna, tenían un tono diferente (Ginzburg 1989a, 130-134; 1966, 40; Lincoln 2015b, 114-115).16 En sus Commentarius de praecipuis generibus divinationum (Comentarios sobre los tipos más importantes de adivinación, de 1560), Caspar Peucer, profesor de Medicina y Matemáticas de la Universidad de Wittenberg, se refirió a un episodio que había escuchado de un estudiante de Livonia, Hermann Witekind, quien más tarde publicó un libro (1586) sobre brujería bajo un seudónimo (Augustin Lercheimer). Un campesino que vivía no lejos de Riga (es decir, en la misma región donde el “Viejo Thiess” viviría un siglo después) se quedó dormido repentinamente. Se lo identificó como un hombre lobo, puesto que los hombres lobo solían sufrir una suerte de desmayo antes de su metamorfosis imaginaria en lobos (Peucer 1560, 141v-142r).17 Tan pronto el hombre despertó, Peucer continuó, “dijo que había estado persiguiendo a una bruja que volaba en los alrededores, convertido en una mariposa de fuego (los hombres lobo presumen de ser impulsados a mantener alejadas a las brujas)” (Peucer 1560, 144v).18
De la sección sobre los hombres lobo en la detallada obra de Peucer sobre adivinación surgen algunos “fragmentos relativamente inmunes a la distorsión, de la cultura que la persecución se proponía erradicar” (Ginzburg 1991a, 13). El pequeño detalle que acabo de mencionar es particularmente relevante porque muestra que la imagen no convencional de los hombres lobo como enemigos de las brujas, en la que el “Viejo Thiess” insistía, no carecía de precedentes. La inventiva individual tuvo lugar dentro del marco de una gramática preexistente. Para explorar sus características, tenemos que regresar al enorme dossier histórico centrado en los hombres lobo.
5. Pero, primero, una advertencia tomada de las “Theses on Comparison” de Bruce Lincoln. En una de ellas, el “tipo difusionista” es rechazado por los siguientes motivos:
[…] el intento de mostrar la transmisión de rasgos culturales siempre anticipa —aunque sólo subtextualmente— una clasificación tendenciosa de los pueblos involucrados, constituyendo la primacía temporal (“originalidad”, “invención”, “autenticidad”) como el signo de estatus superior, mientras que en cambio trata a la recepción como una marca de atraso relativo, necesidad y sumisión. (Lincoln y Grottanelli 2012, 123)
Me pregunto si alguien ha afirmado, directa o indirectamente, que la invención de creencias relacionadas con los hombres lobo era un signo de estatus superior. Pero el punto real está en otra parte: tiene que ver con la ecuación tácita del “tipo difusionista” con la “transmisión de la cultura”. El difusionismo es un modelo explicativo burdo, simplista; la difusión, como la transmisión de rasgos culturales, es una realidad. El difusionismo debe ser rechazado, ya que toma la difusión por sentada; pero debemos tratar de entender cómo la transmisión de rasgos culturales es posible. Hace mucho tiempo, Claude Lévi-Strauss hizo algunas observaciones densas y desafiantes sobre este tema:
Incluso si se confirmaran las reconstrucciones más ambiciosas de la escuela difusionista, todavía deberíamos enfrentarnos a un problema esencial que no tiene nada que ver con la historia. ¿Por qué un rasgo cultural que ha sido adoptado o difundido durante un largo período histórico debería permanecer intacto? La estabilidad es no menos misteriosa que el cambio […] Las conexiones externas pueden explicar la transmisión, pero sólo las conexiones internas pueden dar cuenta de la persistencia. Dos tipos de problemas completamente diferentes están involucrados aquí, y el intento de explicar uno no prejuzga en modo alguno la solución que debe darse al otro. (Ginzburg 1991a, 225; Lévi-Strauss 1977, 258)
La reciente publicación de una conferencia titulada “Una ciencia revolucionaria: la etnografía”, que Lévi-Strauss dictó en 1937 a un grupo de militantes de izquierda, revela el trasfondo oculto y autocrítico de su comentario posterior sobre “las más ambiciosas reconstrucciones de la escuela difusionista” (Lévi-Strauss 2016). El compromiso temprano de Lévi-Strauss con el difusionismo fue seguido de un rechazo a este, que identificó al difusionismo con la historia. Yo diría, por el contrario, que el objetivo de la historia incluye conexiones externas e internas, cambio y continuidad. Pero, para lograr ese objetivo (ciertamente ambicioso), los historiadores deberían escuchar al abogado del diablo: la morfología.
6. Las razones por las que elegí mi estudio de caso se verán ahora con claridad. Los hombres lobo típicamente nos confrontan con un dilema: el potencial respectivo de la comparación amplia frente a la restringida. La transmisión de creencias acerca de los hombres lobo implica una larga trayectoria cronológica (dos milenios y medio) y difusión generalizada. El núcleo central parece bastante estable: en el siglo V a. C. Heródoto, el historiador griego, habló de una tribu —los Neuri— añadiendo, con incredulidad, que cada uno de sus miembros “una vez al año […] se convierte en lobo por unos días y luego retoma su forma original” (Historias, IV, 105, 1-2). En la novela Satiricón, escrita quinientos años después por el escritor latino Petronio (27 A.D.-66 A.D.), la identificación con una población específica desaparece. La historia trata de un soldado común que camina de noche por un cementerio acompañado de un amigo, quien, luego de “orinar alrededor de su ropa, de repente se convierte en lobo” (Satiricón, 42).19 Al día siguiente, el compañero del soldado oye decir que un lobo había penetrado en el redil y matado las ovejas; alguien le atravesó el pescuezo con una lanza. Más tarde, el compañero vio al soldado acostado en un lecho mientras un médico le curaba el cuello: entonces, entiende, “era un hombre lobo” (intellexi illum versipellem esse). La palabra latina versipellis significa, literalmente, alguien que es capaz de cambiar su propia piel, cambiar de forma; por tanto, metafóricamente, alguien astuto, artero, ingenioso. La transformación del humano en bestia es precedida por una secuencia ritual: quitarse la ropa, orinar alrededor de su ropa, convertirse en lobo. Mientras tanto (dice con horror el personaje de Petronio), la ropa se convirtió, primero, en piedra, y luego, en un charco de sangre. La ropa está en la frontera entre el mundo humano y el bestial. En su Historia Natural, Plinio el Viejo (23-79 A.D.) comenta sobre el término versipelles refiriéndose a una historia contada por un escritor griego: un hombre perteneciente a cierta familia se quitó la ropa, la colgó en un roble, atravesó a nado un pantano y se convirtió en un lobo; nueve años después regresó y encontró su ropa. Plinio, que contaba la historia con incredulidad, consideraba el último detalle como un signo extremo de la credulidad griega (Naturalis Historia, VIII, 34, 80-84).
Nacer en el saco amniótico —un rasgo que comparten los benandanti frulianos con los hombres lobo eslavos— también significaba estar envuelto en un tipo especial de tela. “El amnios”, escribí hace muchos años, “es un objeto que pertenece al mundo de los muertos —o al de los no nacidos—. Un objeto limítrofe ambiguo que marca figuras limítrofes” (Ginzburg 1991a, 265; véase también King 1986).20 Los versipelles que pueden cambiar de una piel a otra, de un mundo a otro, fueron una de ellas. En la transmisión de esas creencias, una “experiencia primaria de naturaleza corpórea” desempeñó, sostuve, un papel fundamental (Ginzburg 1991a, 265-266). Hasta aquí la morfología. Pero como he señalado, la morfología puede ser vista como un instrumento de la historia, no como una alternativa a ella. Estoy decididamente a favor de un enfoque en primer plano de un único caso —el “Viejo Thiess”, por ejemplo—, pero no podemos ignorar los múltiples contextos en los que el único caso está inscrito. Del marco al cuadro, y al revés: esta trayectoria —podría llamarse, si se quiere, microhistoria— me parece particularmente prometedora.
7. Bruce Lincoln objetaría que mi enfoque es demasiado hipotético. Habiendo pasado muchos años reflexionando sobre la cuestión de la prueba, soy muy sensible a este tipo de crítica (Ginzburg 1999). Por lo tanto, en lugar de insistir en mi argumento anterior, trataré de basarme en una estrategia diferente para probarlo. Desarrollaré las implicaciones de un ensayo que publiqué hace algunos años, que trataba un tema completamente diferente: su título en español es “Semejanzas de familia y árboles de familia: dos metáforas cognoscitivas” (Ginzburg 2004; 2007). La primera parte de mi ensayo trata de los “retratos compuestos”: un experimento realizado alrededor de 1880 por Francis Galton, el famoso estadístico y erudito británico. A raíz de una sugerencia que había recibido de un corresponsal de Nueva Zelanda, Galton superpuso una serie de negativos transparentes de miembros de una misma familia y luego tomó una fotografía del montaje. El resultado es una única imagen, comprimida, inquietante y fantasmal:
Un centro más oscuro rodeado de un halo con más luz: el primero corresponde a rasgos que son recurrentes en la familia; el segundo, a rasgos menos frecuentes o únicos. Un conjunto de semejanzas de familia se exhibe frente a nosotros, de una forma muy inusual. El experimento parece neutral, incluso inocente; no lo era. Estuvo inspirado en la eugenesia, un proyecto que buscaba mejorar la calidad genética de la población humana (de hecho, británica). Galton utilizó fotografías para identificar tipos de grupos sociales específicos, sugiriendo que la capacidad reproductiva de minorías marginales potencialmente peligrosas, como los judíos o criminales, debería ser controlada:
El modelo para una buena reproducción controlada era explícito —la cría de caballos—:
Las implicaciones racistas del proyecto fueron lo suficientemente claras. Conviene recordar en este contexto que la palabra raza (así como sus equivalentes en otros idiomas: razza, en italiano; race, en inglés; race, en francés) se deriva, como el filólogo italiano Gianfranco Contini lo demostró hace mucho tiempo, de haras, una antigua palabra francesa que significa “cría de caballos”.
8. El impacto de las “retratos compuestos” de Galton que exploré en mi ensayo no dependió (como suele ser el caso) de la ideología que los inspiró. Ludwig Wittgenstein hizo referencia en repetidas ocasiones, tanto explícita como implícitamente, a los “retratos compuestos” de Galton: en primer lugar, subrayando los rasgos compartidos por todos los miembros de la familia, y posteriormente, reflexionando sobre el resultado global del experimento, para proponer una definición diferente y más flexible de “semejanzas de familia”. Los experimentos de Galton atrajeron la atención de Sigmund Freud, Gregory Bateson y muchos más. La presentación visual de Galton puede considerarse como un desafío cognitivo o una herramienta cognitiva. Lo que me atrajo de esas imágenes fue la compresión de una secuencia cronológica (distintas generaciones de una familia, por ejemplo) en una misma imagen, que convirtió, así, el tiempo en espacio o (como dirían los lingüistas) la diacronía en sincronía. Como puede haberse adivinado, me sumergí una vez más en mis cavilaciones obsesivas sobre morfología e historia. Pero había algo más. En mi ensayo planteo una comparación entre los retratos compuestos de Galton y un tipo diferente de artefacto visual: los árboles genealógicos. Fueron utilizados por largo tiempo como diagramas que representan las relaciones familiares: pero desde principios del siglo XIX, los filólogos los usaron como una metáfora para representar la relación genealógica existente entre distintas versiones manuscritas del mismo texto. Este recurso fue utilizado por primera vez en 1847 por Jacob Bernays, el gran filólogo, en forma de diagrama para describir la transmisión manuscrita del poema de Lucrecio De rerum natura:
Observemos los retratos compuestos y los árboles genealógicos uno junto al otro: ¿qué elementos comparten? La respuesta es simple. Una palabra, repetida dos veces, será suficiente: reproducción/reproducción. Por un lado, una secuencia relacionada con la reproducción en un sentido biológico: miembros de una misma familia, que pueden pertenecer a generaciones distintas. Por el otro, reproducción en el sentido material: manuscritos diferentes que copian el mismo texto. He estado trabajando en esta noción ambivalente durante muchos años —reproducción/reproducción— enfocada en Dante (Ginzburg 2006; 2010a; 2010b). Por mucho tiempo, la reproducción biológica funcionó como una metáfora de la reproducción mecánica. Como ejemplo, citaré un famoso pasaje de Erasmo, el humanista del siglo XVI, así como el comentario de Sebastiano Timpanaro en su libro fundamental The Genesis of Lachmann’s Method:
En su Adagia [Erasmo] propuso una corrección a una expresión proverbial usada en la Metafísica de Aristóteles, y observó: “El acuerdo de los manuscritos no resultará en absoluto sorprendente a quienes tengan un mínimo de experiencia en evaluar y cotejar [es decir, comparar] manuscritos. Pues muy a menudo sucede que un error del arquetipo, siempre que tenga alguna apariencia engañosa de la verdad, continúa propagándose en todos los libros que tomen forma como sus descendientes y en ‘los hijos de sus hijos que sucesivamente nazcan’”. (Timpanaro 2005, 49)
La última línea es una cita de la Ilíada de Homero (20, 308), que Erasmo adaptó ligeramente al contexto. El punto es claro: un error en el arquetipo (una palabra destinada a convertirse en una herramienta fundamental, con diferentes significados, entre los filólogos) será propagado por sus descendientes. La transmisión cultural tomó como modelo la transmisión biológica, utilizando expresiones como “familia de manuscritos”. En el siglo XX, cuando los biólogos empezaron a usar expresiones como “código genético”, la metáfora se invirtió.
9. Alguien podría preguntar: ¿qué tiene todo esto que ver con el tema con el que comencé, es decir, los hombres lobo?
He aquí mi respuesta: consideraré la transmisión de tradiciones y creencias acerca de los hombres lobo como algo comparable (a pesar de una diferencia fundamental que mencionaré en un momento) a la transmisión de un texto. Por tanto, trataré de abordar mi tema utilizando las técnicas de la filología textual, como las describe Paul Maas en su Crítica del texto, un libro corto y denso que se ha convertido en una referencia indispensable desde que apareció por primera vez, para quien trabaje en el campo de la filología textual.
Puede comprobarse [escribió Maas] que dos testigos (B y C) [testigos, es decir, manuscritos] son inseparables con respecto a un tercero (A) mostrando un error común a B y C de naturaleza tal que sea altamente improbable que B y C lo cometieran independientemente uno del otro. Tales errores pueden ser llamados “errores conjuntivos” (errores conjunctivi). (Maas 1958, 43)21
¿En qué sentido son “conjuntivos”? Porque los errores que no son banales demuestran que las familias de manuscritos están conectadas: ya sea porque dependen unas de otras o porque se derivan de un antepasado común. (“Familias”, “antepasado”, etcétera; como puede verse, en este ámbito, el surgimiento de metáforas biológicas es inevitable). Esta idea, que ya había inspirado la práctica editorial de Poliziano, el humanista del siglo XV (como lo ha demostrado Timpanaro), dio origen a la filología textual moderna (Timpanaro 2003, 17-18).
En este punto me enfrento a una seria dificultad. La filología textual intenta reconstruir un texto original (casi siempre perdido), con mayor frecuencia, uno que se ha perdido y que normalmente ha sido corrompido por los copistas en su transmisión. Mi objetivo al analizar las tradiciones relacionadas con los hombres lobo es completamente diferente. No estoy tratando de reconstruir un conjunto original de creencias: estoy interesado en las formas en que algunas creencias antiguas (posiblemente perdidas para siempre) han sido reelaboradas y modificadas a lo largo de siglos y milenios. Por esta razón, estoy reformulando la noción de Paul Maas de “errores conjuntivos” como “anomalías conjuntivas”.22 Hay que señalar que Maas, después de haber hecho énfasis en la distinción entre anomalía y singularidad (pero sin aclararla), se refirió a las anomalías en los siguientes términos: “Por regla general, ningún escritor aspirará a una anomalía por ella misma; una anomalía es una consecuencia de su deseo de decir algo fuera de lo común para lo cual se encontró que el modo normal de expresión era inadecuado” (Maas 1958, 13).23
Maas está describiendo la actividad de un escritor individual que hace experimentos innovadores con respecto a la tradición literaria.24 Estoy tratando de reconstruir innovaciones culturales frente a un conjunto común de creencias, transmitidas por un grupo y articuladas por individuos específicos (Ginzburg 2004, 552). Pero las fechas de la evidencia registrada no necesariamente coincidían con la fecha de las innovaciones: como escribí hace mucho tiempo, “testimonios muy recientes podrían conservar rastros de fenómenos mucho más antiguos” (Ginzburg 1989a, 28; XXVIII, 1991a, 14). Debería haber recordado lo que Giorgio Pasquali, el gran filólogo, había escrito en su libro Storia della tradizione e crítica del testo: recentiores non deteriores, respecto a que manuscritos más recientes pueden conservar una versión no corrompida de un pasaje de un texto antiguo (Pasquali 1974, 41). Mi árbol genealógico, por lo tanto, presentará una serie de conexiones formales, ignorando tanto la cronología como la geografía (tradicionalmente consideradas como los dos ojos de la historia).
Estos rasgos anómalos (a, b, c, d) son demasiado específicos para ser atribuidos al azar: los considero “anomalías conjuntivas”. Por lo tanto, A y B3, los benandanti friulanos y el hombre lobo báltico, el “Viejo Thiess”, que luchan por la fertilidad de los cultivos, pueden considerarse como variaciones parcialmente superpuestas de un conjunto de creencias arraigadas en un pasado lejano y no documentado; lo he marcado con un asterisco. ¿El asterisco apunta a un evento único o a una serie de innovaciones independientes, seguidas de una combinación híbrida de diferentes rasgos? Nunca lo sabremos.
Este diagrama traduce una serie de transmisiones culturales relacionadas con diferentes tiempos y lugares en una imagen sincrónica. ¿Será este diagrama la conclusión de mi argumento? Sólo temporalmente. De la morfología tendré que volver a los contextos, a los actores, a la historia.